domingo, 22 de mayo de 2016

Palabras para Ashraf

Hace algunos meses, Juan Luis Calbarro, amigo, poeta y editor de Los Papeles de Brighton, el sello en el que aparecieron en 2014 mis Décimas de fiebre, tuvo la feliz iniciativa de publicar un libro en homenaje y que contribuyera a la liberación del poeta saudí Ashraf Fayad. Como ha explicado Juan Luis en diversos foros, Ashraf, poeta y comisario artístico, fue condenado por un tri­bunal saudí, primero, a cuatro años de prisión y, un año des­pués, a muerte, por los deli­tos de blasfemia, ateísmo y ofen­sas al Islam. Su error había sido escribir versos. Reciente­mente, gracias en parte al trabajo denodado de su familia y en parte a la enorme repulsa internacional, le ha sido conmutada la pena por la de ocho años de prisión más ochocientos latiga­zos, administrados en dieciséis series de cincuenta. Las verdaderas causas de su condena parecen ser la visión crítica de la realidad que encierra su poemario Instrucciones en el interior (2008), su posición influyente en la renovación del arte saudí y, también, que grabó y publicó imágenes de una actuación represiva por parte de la policía religiosa del régimen. Durante el proceso que lo abo­có a la muerte se había conculcado el derecho universal a la de­fensa: el juez ni siquiera había hablado con el reo. Pese a la conmutación de la pena capital impuesta inicialmente, el castigo que aún ha de soportar Ashraf es brutal: ocho años de cárcel y ochocientos latigazos. Tantos los atroces vergajazos como el hecho de que exista una policía religiosa o que se encarcele a la gente por ateísmo y ofensas a la religión, esto es, por expresar la propia opinión y el contenido de la conciencia individual, nos retrotraen de lleno a la Edad Media, que es el periodo histórico en el que el Islam se sitúa doctrinal y moralmente. Que se den situaciones así y casos como el de Ashraf —abundantes en muchos países, sobre todo en los musulmanes, aunque solo tengan eco en nuestras sociedades occidentales los que, por la personalidad y circunstancias particulares de los reos, salten a la palestra internacional— constituye una vergüenza universal y un baldón ignominioso para los propio mahometanos. Uno se pregunta, ante situaciones como esta, dónde están los musulmanes progresistas, si es que esto no es una contradicción en los términos; dónde, los que creen que la religión ha de respetar los derechos humanos y las libertades individuales; dónde, los que consideran que penas como las que ha de sufrir Ashraf degradan al género humano. Los que tanto se preocupan por que las mujeres puedan seguir tapándose como momias, o por disponer de un lugar para arrodillarse en dirección a La Meca y rezar a un dios inexistente pero cruel, harían mejor practicando la compasión e impugnando, por decencia, por dignidad, leyes como las saudíes, propias de los neanderthales (aunque es probable que los neanderthales fueran más caritativos que la Casa de Saud). El libro pensado por Juan Luis ya existe: se titula Palabras para Ashraf: cuenta con un prólogo del propio Juan Luis Calbarro, otro de Mounir Fayad, hermano de Ashraf y una de las personas más implicadas en la lucha por su liberación, un hermoso poema de Ashraf, perteneciente a su libro Instrucciones en el interior, y las colaboraciones, en forma de poemas, relatos, artículos o pequeños ensayos, de 61 escritores españoles (y algunos hispanoamericanos), entre ellos algunos tan notables como Antonio Gamoneda, Jaime Siles, Félix de Azúa o Juan Carlos Mestre, y muchos excelentes amigos: Alfredo Gavín, Juan López-Carrillo, Jordi Doce, Marta Agudo, Juan Luis Calbarro, Kepa Murua, Luis Ingelmo, María Ángeles Pérez López, Máximo Hernández, Ramón García Mateos, Regino Mateo, Ricardo Hernández Bravo, Tomás Sánchez Santiago o Teresa Domingo Catalá, entre otros. Yo participo con dos entradas de mi blog anterior, Corónicas de Ingalaterra: "Alá no es grande", publicado el 10 de enero de 2015, y dedicado, precisamente, a Ashraf Fayad, con ocasión de los atentados yihadistas contra el parisino Charlie Hebdo; y "Si insulta a mi madre, le espera un puñetazo", aparecido nueve días más tarde, a raíz de las declaraciones del papa Francisco sobre la reacción violenta que cabía esperar si se criticaba a la Iglesia. Palabras para Ashraf, como todos los libros de Los Papeles de Brighton, se vende por Amazon, pero el producto de esa venta será destinado, íntegramente, a una ONG que actúe en pro de los derechos humanos en Arabia Saudí. Aunque nunca he incorporado mensajes publicitarios ni propuestas de compra a mi blog, creo que en este caso está justificado. Os adjunto, pues, la portada del libro y el primero de los textos con los que he colaborado en el volumen, y os indico también el enlace con Amazon (https://www.amazon.es/Palabras-para-Ashraf-Varios-autores/dp/8494515837/), para que adquiráis tantos ejemplares como os apetezca. Yo animo a todos a hacerlo. 
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Alá no es grande, ni mediano, ni pequeño; no es bueno ni malo; no es justiciero ni misericordioso, clemente ni compasivo: Alá no es nada, porque Alá no existe. Como todos los dioses, es una creación de los hombres para hacer más soportable su vida y, sobre todo, su muerte. Dos musulmanes, sin cerebro ni alma, han asesinado en París, al grito de Allahu Akbar, a doce personas: dibujantes, periodistas, administrativos y policías. Vengaban así, al parecer, las reiteradas ofensas de la publicación en la que trabajaban a su Dios y a Mahoma, su profeta. Islam significa sumisión, y estos energúmenos estaban ciertamente sometidos: a la ceguera de la creencia, a la irracionalidad de lo descabellado, a la violencia de la jerarquía y el credo. Yo creo, por el contrario, en la insumisión, y así he titulado uno de mis últimos poemarios: una insumisión luciferina contra la sinrazón, contra la mentira, contra la ebriedad de los consuelos sobrenaturales, contra las verdades reveladas, contra las verdades únicas. Contra todos estos lastres de lo humano, de su debilidad y su ignorancia, no hay ofensas: hay un deber indeclinable de crítica. La ofensa es el nombre que los fanáticos dan a lo que cuestiona su fanatismo. Todo sistema de creencias —y, sobre todo, aquellos que articulan sociedades, como sucede en la mayoría de los países musulmanes, en muchos de los cuales rige la sharia; otros son teocracias— ha de poderse discutir; toda idea ha de ser susceptible de crítica; en último extremo, de todo hemos de poder reírnos, hasta de la idea de reírnos de todo. A mí me ofenden las prácticas religiosas, tanto del Islam como del Cristianismo, como de cualquier otra doctrina: me ofende su machismo, su homofobia, su subordinación a lo invisible y lo inverificable, su alianza con los corruptos y los autócratas; me ofende su hipocresía, su pederastia, su certeza de tener razón, su convicción en lo inmutable; me ofende que sus practicantes sigan fieles a dogmas, preceptos y ritos que se inventaron pastores palestinos hace 2 000 años o camelleros árabes hace 1 400; me ofende que se crea en un Dios —que se haya creado un Dios— que permite que sus creyentes asesinen, en su nombre, a otros seres humanos. Me ofende casi todo de las religiones, pero he de aguantarme, porque ellas también forman parte de lo humano y porque no puedo negar el derecho de nadie a pensar —es un decir— como quiera. Lo que no estoy dispuesto a hacer es a callarme. Ni un paso atrás en la libertad de expresión. Por eso, ¡viva la blasfemia! Dan ganas de salir a la calle y gritar: "¡No hay Dios! ¡Dios no existe! Abandonad, de una vez por todas, esa creencia perniciosa y estúpida, y asumid la incertidumbre, la fragilidad, la caducidad de nuestra naturaleza: lo que nos hace, de verdad, seres humanos". En la prensa española de los días siguientes al atentado de París, los intelectuales de guardia se han apresurado a restar importancia al factor religioso para explicar el crimen: no ha sido la religión, sino el fanatismo (Francesc de Carreras); no ha sido la religión, sino la política (José Ignacio Torreblanca); no ha sido la religión, sino todo lo demás (Luz Gómez). Pero los asesinos no salieron de la sede del Charlie Hebdo al grito de "¡Abajo el capitalismo!", "¡Muera el judaísmo!" (aunque esto se da por supuesto) o "¡Viva yo!"; salieron gritando: "¡Alá es grande!". Nadie se ha atrevido a decir que, si estos salvajes han sido capaces de liquidar a sangre fría a doce de sus semejantes (como en su momento otros, más bárbaros aún, mataron a 3 000 en las Torres Gemelas), ha sido, en buena parte, porque estaban imbuidos del odio al que conduce la convicción de poseer la verdad eterna, una verdad que solo transmiten las religiones, expertas en dar respuesta a todo cuanto puede conturbar nuestra existencia y, lo que es aún mejor, en garantizar supervivencias extraterrenas, bien sea rodeados de beatitudes angélicas o de huríes con poca ropa. Hay otros factores, sin duda, que contribuyen a la gestación y ejecución de un acto tan sanguinario; y hay muchos creyentes, musulmanes y católicos, que en su vida matarán a una mosca. Pero la religión es un fulminante siempre dispuesto a estallar, porque no atiende a la razón, sino a las tripas, y las tripas sirven para alimentarnos, pero también para expulsar el vómito y la defecación. La religión es, y seguirá siendo siempre, un combustible muy destructivo que puede transformar cualquier conflicto político o social en un debate sobre lo más íntimo de las personas: su razón de estar en el mundo y su esperanza de estar en el siguiente. No: Alá no es grande. Alá no existe.

4 comentarios:

  1. ¡Magnífico!" LA GALLINA DE PIEL"Besos.

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  2. Gracias otra vez, África.

    Ah, Johann, cuánto te añoramos...

    Más besos.

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  3. Respuestas
    1. De nada, compañero. A ver si esto que haces, y nosotros contigo, sirve para aliviar un poco la crueldad del mundo.

      Abracísimos.

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