Eso es lo que nos encontramos mi amiga Sol y yo en el concurrido, como siempre, Caixafórum: una amplia muestra, traída del museo del Prado, de la obra de Pedro Pablo Rubens (y siento decir esto en una entrada supuestamente seria, pero el nombre del pintor siempre me ha parecido picapiédrico), de sus muchos discípulos y seguidores, y de una larga lista de otros pintores de su tiempo. El hecho de que las piezas provengan del Prado supone que las haya visto ya, pero no estoy seguro de haberlas examinado con el suficiente detenimiento. El Prado es una monstruosidad con tantas obras maestras que, a menudo, no prestamos a otros cuadros, también muy interesantes, la atención que merecen, o solo una muy superficial. De hecho, la muestra no incluye demasiadas obras de Rubens, sino que se centra en su amplísimo cortejo de alumnos, imitadores y coetáneos. Ciertamente, Flandes bullía de pintores en los siglos XVI y XVII. De Rubens encontramos, al poco de entrar, tres cuadros destacados: El rapto de Europa, una copia (pero qué copia) del óleo de Tiziano del mismo título, en el que Europa, en el lomo del toro (de musculatura y expresión humanas, aunque extrañamente impávido), parece querer huir de los amorcillos revoloteantes que la amenazan con sus flechas; El juicio de Paris, en el que aparecen dos pastores rosados y tres ninfas blancas, con los sexos convenientemente tapados (aunque eso no librara al cuadro de ser considerado impúdico por el rey Carlos III, que ordenó que se quemara; por suerte, el monarca murió antes de que se cumpliera su orden y, una vez cadáver, sus criados tuvieron el buen gusto de desobedecerle), más dos angelotes (asexuados), un perro y varias ovejas; y Diana y sus ninfas sorprendidas por sátiros, que describe una confusión de cuerpos: los de los sátiros que han dado con las ninfas en el bosque, y los de estas, que tratan de eludir su abrazo, a excepción de la diosa, Diana, que se enfrenta a ellos con una lanza. De nuevo, la piel de los agresores es más oscura que la de las agredidas, radiantemente blanca, pese a lo mucho que debía de correrles la sangre por las venas a causa de la emboscada, y, de nuevo también, en el cuadro hay perros, como uno que le muerde un talón a una de las infortunadas ninfas, mientras que un sátiro intenta agarrarla por el pecho. La pintura de Rubens, vista una vez más, me parece lo que siempre me ha parecido: un derroche de sensualidad, color y movimiento, y un festival de la carne. Las ninfas, pródigas en lorzas, exhiben una desnudez abundante, que no solo obedecía a los cánones estéticos de la época, sino también a sus preceptos sociosanitarios: una mujer con grasa era una mujer bien alimentada (hoy no diríamos lo mismo, pero los tiempos han cambiado), y por lo tanto sana, y por lo tanto apta para dar placer y ser madre. Aunque es imposible eludir la dimensión erótica de la cosa: el despliegue de mujeres en estado natural en los lienzos rubensianos, aunque disimuladas por su condición mitológica y vueltas así tolerables para las autoridades religiosas, era una incitación franca al desenfreno. A esta llamada a la lujuria no solo contribuían los cuerpos rubicundos de diosas y féminas, sino también todos los demás elementos presentes en los cuadros de Rubens, que exaltaban la pujanza de la naturaleza y el placer de los sentidos: frutos apetitosos, arboledas exuberantes, ríos muy húmedos, flores luminosas, ojos ávidos, animales que brincan, movimientos apasionados. Así debió de verlo (y sentirlo) Carlos III, como tanta otra gente de aquellos siglos escasamente desenfrenados: era imposible contemplar a Rubens y no sentirse alterado, corporalmente arrebatado; y sigue siéndolo, me parece. La mitología, como se ha dicho ya, suavizaba la exposición de las pasiones humanas: era una suerte de bromuro ideológico. Y la misma función cumplía la pintura de motivos bíblicos o inspiración religiosa. Así, nos encontramos con Aquiles entre las hijas de Licomedes (que son seis, ahora todas vestidas), del propio Rubens; Mercurio y Argos, pintado por Rubens y por artistas de su taller (un interesante documental explica, basándose en esta obra, el proceso de creación de los cuadros y la participación del maestro y de sus aprendices en la composición final); La Inmaculada Concepción, también de Rubens, en el que la Virgen aparece envuelta por un halo deslumbrante y escoltada por dos ángeles, mientras pisa una serpiente enorme, símbolo del pecado; La piedad, de Jacques Jordaens; o El nacimiento de la Virgen, de Erasmus Quellinus II. Debo admitir que el arte sacro, quitando a El Greco, Ribera y algún otro, nunca ha sido mi preferido. Me motivan poco los crucificados, con todos mis respetos por Velázquez y Dalí, las vírgenes llorosas o extáticas, o los santos martirizados. Yo prefiero el arte terrenal, mundano, histórico. Por eso celebro ver en esta muestra La muerte de Séneca, del taller de Rubens, en el que sus aprendices hicieron un gran trabajo con la musculatura del filósofo, que parece más bien un halterófilo, y donde Séneca está de pie en un barreño para que la sangre que le están sacando del brazo no se derrame por el suelo y lo ponga todo perdido. También me llama la atención La infanta Isabel Clara Eugenia, que tiene cara de mala leche (y se entiende: fue gobernadora de los Países Bajos cuando en los Países Bajos de libraban todas las batallas de Europa), pero luce, gracias al virtuosismo de Rubens, unos negros y unos rojos estupendos. Esta infanta vuelve a aparecer en otro cuadro que lleva su nombre, Isabel Clara Eugenia en el sitio de Breda, de Peter Snayers, una rara mezcla de mapa y cuadro. Parece evidente que la toma de Breda, en 1625, fue fructífera para el arte: además de la célebre rendición velazqueña, encontramos esta descomunal y muy topográfica pieza de Snayers. Hecho poco después, en 1626, encontramos un grabado relacionado con otro de los protagonistas políticos de aquellos años belicosos: Retrato alegórico del conde-duque de Olivares, de Paulus Pontius, en el que no puedo evitar que el conde-duque me parezca Javier Gurruchaga, que lo representó con ascético acierto en la maravillosa El rey pasmado. Los retratos históricos no acaban aquí: en otra sala, encontramos dos versiones del mismo personaje, Maria de Medici, que fue reina de Francia —primero consorte y luego regente— de 1600 a 1617. Un retrato es de Frans Pourbus el Joven y otro, de Rubens. En ambos aparece enterrada en un traje negro, grande como un castillo, del que solo emerge la cabeza (en caso de rellenarlo con sus carnes, sería prodigioso), con una gorguera fabulosa y un collar de perlas gordísimas que, en el cuadro de Pourbus, me recuerda a los que gustaba de gastar la inolvidable Carmen Polo de Franco, alias la collares: le llega hasta el bajo vientre. Muchos otros pintores están representados en la exposición: Jacques Jordaens, por ejemplo, a quien ya hemos mencionado, aporta el autobiográfico La familia del pintor, representación paradigmática de una familia flamenca burguesa de principios del siglo XVII, llena de muebles buenos, ropa cara y muchas sonrisas; y con un loro y un perro al fondo, ambos símbolos de la fidelidad que debían guardarse los cónyuges y todos los miembros del clan entre sí. David Teniers, por su parte, entrega El mono pintor, un óleo sobre tabla, de 1660, que anticipa a los surrealistas. En él, un mono con atributos de pintor bosqueja algo en un lienzo de caballete, en un gabinete de pinturas; el cliente, otro simio —un langur común, como el que pinta— con tocado de plumas, cadena de oro y faltriquera grande, observa atentamente las evoluciones del artista. Jan Brueghel el Viejo no podía faltar en la muestra: suyas son varias estampas florales y el óleo sobre lienzo Mercado y lavadero en Flandes, pintado al alimón con Joost de Momper II: Brueghel se encargó de los grupos de figuras humanas, como las lavanderas que ponen a secar delicadamente la ropa en la hierba, y Momper, de los paisajes. De Paul de Vos es un interesante Ciervo acosado por una jauría de perros —los perros parecen galgos—, y, en fin, Jan Fyt firma un Concierto de aves, en el que, en la experta opinión de Sol, salvo el rojo del guacamayo que ocupa el centro del cuadro, todo está mal: no hay perspectiva ni punto de fuga, los tamaños son equivocados y la composición, un desastre. A mí no me parece tan errado, pero acepto con humildad el juicio de mi amiga. Después de lo cual, nos vamos al bar del Caixafórum a tomarnos un aperitivo. Los cuerpos del Botero avant la lettre que fue Rubens y los muchos bodegones de la exposición nos han abierto el apetito.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
sábado, 30 de agosto de 2025
domingo, 24 de agosto de 2025
Elogio del paseo por la playa
El paseo por la playa es un cordón umbilical. Quizá ignorásemos que aún estaba ahí, pero ahí sigue. Pasear por la playa nos devuelve a la placenta de la Tierra: a lo esencial. Pisamos la arena y percibimos el cosquilleo de lo que ha existido y ahora alfombra nuestros pasos. La destrucción acumulada suscita una caricia que se monta en los pies y se encarama a la piel. La arena no es sino el residuo de la acción ilimitada del tiempo, la saliva de sus lengüetazos escultóricos, el desmenuzamiento de lo que se opone al tiempo, y se desperdiga, y se pulveriza, bajos las flechas restañadoras del sol. Y ese es otro deber que nos concierne: la sumisión a la luz. Nos bañamos verticalmente. El sol derrama la claridad como si nos ungiera. Y quedamos atrapados en esa miel aun caminando: nos embrea el calor hasta desembarazarnos de toda incertidumbre. El calor es la única certeza, y nos electriza. Pero el viento también vive. Lo hace a golpes, cayendo como una pared o desapareciendo como quien debe dinero, para luego reaparecer, más árido, más benigno, transportando ecos de barcos inalcanzables o fragancias hirientes. El viento es el mensajero del mundo, y en su zurrón inalcanzable burbujean los ayes de los náufragos y la arquitectura del crepúsculo. Y el mar. El agua. La sed. El impacto azul de su transparencia. La fosforescencia verde de sus aguas someras. La resistencia de la espuma en la fugacidad de las olas, que se repiten como un espasmo muscular, como una sacudida del epitelio submarino. Paseando por la playa, los colores se colman de sal; las formas se diluyen sin perder su fijeza; y el aire, el fuego, el agua y la tierra trepan por nuestros miembros como una hiedra primordial, y se enredan en el sexo, se hacen un nudo en los ojos, se agarran a las piernas y a las axilas con igual determinación, anidando en lo saliente, hacinándose en lo abierto. La vida vuelve a nosotros. Recuperamos a las gaviotas y los charranes, extraviados en la aciaga metalurgia de los días; también a los peces siempre huidizos, como el espíritu. Y a las libélulas, que nos escoltan como una brigada de helicópteros anaranjados. Hasta cuanto nos saluda, muerto, desde la arena —jureles agujereados, mojarras petrificadas, estrellas resecas— parece vivo. Está vivo: un ejército de insectos sin identificar otorga a esas otras víctimas del tiempo la benemérita condición de cobijo y alimento. Las algas vomitadas por las olas arraigan en las dunas como penachos que se resistieran a decaer y se entregan a la desecación con la tenacidad de un eremita. Y ahí quedan, bengalas huecas, testigos acalambrados del ajetreo del mar, eructos apergaminados de las honduras arenosas, puntos suspensivos de las praderas de posidonia. En la playa, además, hay otros cuerpos, humanos. Recibimos la andanada de su materia, que nos recuerda a la nuestra, y nos repele. Pero es una repulsión amable: la de quien comulga con otros adoradores del sol y la nada, con otros siervos de la sequedad y el agua. Miramos, desbordados por tanto mundo, y nuestra mirada hace que el cielo descienda hasta posarse en el mar y, ya acostado en sus ondas, se embebe de su azul y lo transporta de nuevo a lo alto. Resolvemos el horizonte en cercanía, y las montañas en dunas, y la desnudez en armonía. Y nos abandonamos al sabor plural, pero extrañamente único, de un mundo lujuriosamente reducido a rectitudes y oscilaciones, hecho de pigmentos que no se conciertan, pero que no se contradicen, construido con desorden, con atropello, pero con una sola e interminable envoltura, sede de una plenitud por la que caminamos y que se adentra en los poros hasta alcanzar la raíz del pensamiento, el envés de la piel.