tag:blogger.com,1999:blog-5487360590201211312024-03-28T20:29:50.891-07:00Corónicas de Españia. Blog de Eduardo MogaEpéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.comBlogger615125tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-70946547097207900612024-03-23T03:26:00.000-07:002024-03-23T03:26:09.488-07:00Elogio del otro<div style="text-align: right;"><i><span style="font-family: georgia; font-size: medium;">Alteri vivas oportet, si vis tibi vivere.</span></i></div><div style="text-align: right;"><span style="font-family: georgia; font-size: medium;">SÉNECA, <i>Epístolas morales a Lucilio</i>, XLVII, 5</span></div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El infierno son los otros, dijo Sartre, que no era un hombre de sonrisa fácil. Tenía razón, pero solo la mitad de la razón, porque los otros son también el cielo, si es que hay cielo. Cuando tenemos sed y alguien nos da un vaso de agua, es el otro el que nos lo da. Y cuando tenemos sed de cuerpo y alguien nos da a beber el suyo, también es el otro el que nos lo da. Cuando alguien muere, es el otro el que nos descubre el tamaño de nuestro amor (o de nuestro odio) y la maravilla de seguir vivos. Y cuando somos nosotros los que morimos y alguien nos sujeta la mano, o nos acaricia la frente, o nos besa en los labios, es el otro el que nos consuela del abismo de morir, de la soledad inconsolable de la muerte. El otro es cuanto nos excede y nos recluye: el frío ennegrecido de la tormenta y la negrura caldeada de la intimidad, el oleaje del silencio y la marea de las multitudes, lo que sucede con sangre y lo que adviene con tinieblas. Pero el otro es también la cercanía incomprensible y la vastedad al alcance de la mano. El otro no es solo el que lee estas líneas, si es que las lee alguien; también es el que me permite escribirlas. Hablo porque otro me escucha. Sufro porque otro me duele. Amo porque otro asiente al amor. Soy porque otros son. Yo soy el otro. Sin su respiración, me ahogaría. Sin su enemistad o su indiferencia, la amistad no existiría. Lo que soy, lo soy porque alguien me sabe, porque alguien me dice; porque se opone a mí y, al oponerse, me afirma. Ser es acercarse al otro: acercarse a uno mismo. Cuando le doy un vaso de agua a quien tiene sed, yo bebo esa agua. Cuando ofrezco mi piel a otra piel, me envuelvo en la mía, y cuando permito que la atraviese y que acceda a lo que está más allá de la piel, es mi carne la que me penetra, la que me constituye. La palabra, sin el otro, es solo ruido: un crepitar hueco. El recuerdo, sin el otro, es aire, fuga, nada: una nada menesterosa que zarandean los vientos y consume el silencio. Digo mi nombre y, si nadie me mira, si nadie lo oye, el otro que soy desaparece, y con él desaparezco yo. Para crecer, no solo he de ser yo, sino también otros, muchos, todos, aunque yo sea muy poco, o nada. Para liberarme de la exasperante atadura de la individualidad, que lo corroe todo, necesito el hervor de lo ajeno, de lo que me circunscribe y, al mismo tiempo, me impulsa; también de lo desconocido, de cuanto me arrastra al lugar que no sé, al yo que no poseo. El otro se introduce en mí y, una vez dentro, me mira con mis ojos. Y en esos ojos veo ciudades, reconozco a hermanos, saludo hecatombes, convivo con bestias. En sus pupilas se dibujan las fronteras de la conciencia, esas lindes bastardas por las que transitan los proscritos y en las que encuentran refugio los desamparados. Decir yo es decir tú, o él, o nosotros, o nadie: pero siempre algo fuera de uno, dentro de uno, que nace en los demás, que muere en todo: en sí. El otro es el que nos lleva de la mano hasta nuestro centro, aunque solo seamos arrabal, y el que alumbra, con la vara de zahorí de su alegría o su desconsuelo, la corteza que nos contiene. El otro es nuestro corazón y el corazón del mundo.</div></span>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-82883638926219173522024-03-17T04:00:00.000-07:002024-03-17T04:03:01.759-07:00Gesto. Revista de Literatura, Arte y Pensamiento<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Juan Luis Calbarro lo ha vuelto a hacer. Si en los primeros años de este siglo lanzó, desde la remota, ventosa y unamuniana Fuerteventura, la exquisita revista literaria que fue <i>Perenquén, </i>ahora se acaba de inventar la no menos refinada <i>Gesto. Revista de Literatura, Arte y Pensamiento</i>, aunque esta ya no la publica con sus solas fuerzas, como aquella breve <i>Perenquén</i>, sino con el amparo del Instituto de Enseñanza Secundaria José García Nieto, de Las Rozas (Madrid), y del propio ayuntamiento de la ciudad. Prolonga, así, una noble tradición española de revistas literarias publicadas por centros de enseñanza media, como la mítica <i>Carmen</i>, creada y dirigida por Gerardo Diego en el Instituto Jovellanos de Gijón entre 1927 y 1928, a la que dieron poemas casi todos los integrantes de la Generación del 27 (y dos alumnos destacados del propio instituto y después magníficos poetas: Luis Álvarez Piñer y Basilio Fernández), o la asimismo legendaria <i>Cuadernos del Matemático</i>, que fundó y capitaneó, nada menos que durante treinta años, de 1988 a 2018, el profesor y escritor Ezequías Blanco en el Instituto Matemático Puig Adam de Getafe. Es digno de celebrarse que este nuevo fruto del espíritu renacentista, permanentemente inquieto, de Juan Luis Calbarro cuaje en un centro de enseñanza con el nombre de un poeta, José García Nieto, autor de una obra notable, fundador y director de la revista <i>Garcilaso</i>, ganador de algunos de los premios literarios más importantes de su (y nuestro) tiempo, como el Adonáis, el Nacional de Literatura (dos veces) o el Cervantes, miembro de la Real Academia Española, y también, al decir de sus viperinos contertulios del Café Gijón, “el poeta mejor peinado de España”. <i>Gesto </i>se presenta como una revista literaria, humanística y multidisciplinar, en la que la poesía tiene un papel protagonista, pero en la que tienen acogida también, y con holgura, la prosa, el ensayo, el aforismo, la traducción y la crítica. El apartado gráfico es escueto pero impresionante: el número 1 de la revista, amén de una cubierta espléndida —una reproducción del óleo <i>Bajo la pérgola</i>, de Oscar Bluhm—, cuenta con una fotografía, a página entera, de Luis Alberto de Cuenca, colaborador en este número inaugural, observando desde muy cerca, con la cabeza apoyada en la mano, la vera efigie de Francisco de Quevedo presente en su despacho de director de la Biblioteca Nacional cuando De Cuenca ejercía esta función, y otra imagen, también a página entera, de Ana Blandiana, la poeta y escritora rumana que contribuye al número con cinco poemas de su libro <i>El ojo del grillo</i>. Dado el carácter abierto, no sectario, de la revista, la nómina de colaboradores es amplia y estilísticamente plural. En la sección de poesía, encontramos a los españoles Luis Alberto de Cuenca, Teresa Domingo Catalá, Alfredo Rodríguez, Julio Marinas, Javier Pérez Walias, José Luis Gómez Toré, Santiago Alfonso López Navia, Regino Mateo y Concha García, y al dominicano residente en Nueva York Tomás Modesto Galán, entre otros; Moisés Galindo aporta un perspicaz ensayo sobre “Edgar Morin y Neil Postman: resistencia y combate” y Salvador Perpiñá, un muy interesante conjunto de reflexiones y estampas (sobre los museos, sobre las puestas de sol, sobre el Nemo de Julio Verne, sobre las casas abandonadas, sobre Venetia Burney, sobre los perros), agrupadas bajo el título de “Motivos de asombro”; la traducción de los poemas de Ana Blandiana corre a cargo de Viorica Patea y Natalia Carbajosa, que también vierte al español, con su destreza habitual, los cuatro poemas de la neoyorquina Lyn Coffin; y, en la sección de crítica, encontramos reseñas de libros de Susana Martín Gijón y Ernst Toller, firmadas por Toni Montesinos y Luis Felipe Comendador, respectivamente, de la última exposición de Yayoi Kusama en el Guggenheim de Bilbao, a cargo de Arturo Tendero, y del Festival de Literatura de Natura, celebrado en Vallvidrera (Barcelona) en otoño del 2023, del que da cuenta Carlos Gámez Pérez. Mi contribución al número ha consistido en una larga enumeración de escritores que padecieron toda suerte de enfermedades y desgracias, con la especificación de sus desdichas, que he titulado “Ser escritor no es fácil ni romántico” y que ya publiqué, abreviada, en dos entradas de este blog, del 3 y el 8 de septiembre de 2023 (y que todavía sigo escribiendo: los males y tormentos de los escritores a lo largo de la historia no conocen fin). <br /></span></p><p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Transcribo a continuación uno de los poemas de Teresa Domingo, románticos, desgarrados, eróticos y visionarios, aparecidos en este número de <i>Gesto</i>:</span></p><p style="text-align: justify;"><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Mi Amado, llegó el viento y el escándalo del viento. Se sobrepuso a la noche en que incidía. Se destapó la madrugada, se cernió sobre los pájaros. En ella residía el sortilegio que alguien dejó para buscarla, para sumergirse en su negrura, para abalanzarse sobre el fruto que en sus ingles nos dejó cuando galopaba en las oscuridades de su seno.</span></i></p><p style="text-align: justify;"><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;">La noche viene como un espectro abandonado. Es una cita fantasmal, un ruego impío. La noche es la madre, la que nos da la leche de su parto, la que se mueve entre los cipreses que custodian a los muertos, y en ese incidir en la vida y en la muerte es como un nacimiento del amor, un acercarse a la ventana que mira la misma oscuridad que me refleja.</span></i></p><p style="text-align: justify;"><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Me abandono a la penumbra. El ángel pasa. Deja su rastro con las alas. Se entumece en el mismo volcán que lo libera. Los atajos lo conduce hacia el cielo.</span></i></p><p style="text-align: justify;"><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Eres pan de estrellas, el que pongo en mi mesa, el que devoro entre las pastas del dolor, y que enardece mi boca, el hechizo que revive en mi boca, nacida para el beso.</span></i></p><p style="text-align: justify;"><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Mi canto se oye en las alturas. Es un cesar de plañir, olvidar las lágrimas, colocar el yeso en las junturas que unen el amor, saborear el sabor que en tus labios tienen las ventiscas, y en tu nieve dormirme dulce, y amanecer en la blancura.</span></i></p><p style="text-align: justify;"><i><br /></i></p><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEihhGBxPZByZuBIsAUYZrICvOXWnRFHzj5W7YjN7esbhFgWw1sducyU4tdM3hOuWwgpNjozpjKsqzDVe-oeKdtefoBlsR9KnIHprA2hGOF5eHuZwpS-HRktEu5HqelfMfMdypX5GQjR_T0KqZXVtYShaWKHNLPYivi1Apf8dX7XVsxSRFFzFHb9-Nnlap0/s823/revista%20gesto%20ies%20garcia%20nieto.jpeg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="823" data-original-width="577" height="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEihhGBxPZByZuBIsAUYZrICvOXWnRFHzj5W7YjN7esbhFgWw1sducyU4tdM3hOuWwgpNjozpjKsqzDVe-oeKdtefoBlsR9KnIHprA2hGOF5eHuZwpS-HRktEu5HqelfMfMdypX5GQjR_T0KqZXVtYShaWKHNLPYivi1Apf8dX7XVsxSRFFzFHb9-Nnlap0/w448-h640/revista%20gesto%20ies%20garcia%20nieto.jpeg" width="448" /></a></div></div>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com5tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-31575391084423881032024-03-12T02:20:00.000-07:002024-03-12T02:20:39.407-07:00Mago Moga (con perdón)<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Tres escritores y amigos, Juan Luis Calbarro, Christian T. Arjona y Moisés Galindo, a los que conozco desde hace muchos, muchos años (aunque nunca serán suficientes), han tenido la iniciativa, no sé si feliz, pero sí fraterna, de publicar un libro-homenaje sobre, y no deja de darme vergüenza escribir esto, mi poesía y sobre mí, con el título de <i>Mago Moga. Una forma de querer </i>—que ha sido coeditado por Los Papeles de Brighton y Libros de Aldarán, las editoriales que han creado y dirigen los dos primeros, respectivamente—, en el que han colaborado, cordial y generosamente, ochenta y seis escritores y artistas gráficos españoles y extranjeros. Ha sido, huelga decirlo, una sorpresa morrocotuda, que he celebrado, antes que como un homenaje literario, como un tributo de amistad. Me hace feliz contar con tantas personas que aprecian lo que hago y que quizá, también, aprecian lo que soy, a veces más incluso de lo que me aprecio yo mismo, y no puedo estar más agradecido a Juan, Christian y Moisés por haber urdido este reconocimiento (en el que han trabajado con abnegación muchos meses), que yo, desde luego, no me esperaba, pero que confieso me consuela no poco en estos tiempos de tribulación. Algo así reconforta tengas la edad que tengas, pero, cuando uno entra en la sexta década de vida, alienta un poco más. Esos tres ángeles sin alas (pero con barba) que son Juan, Christian y Moisés, los valedores del libro, no se han dado por satisfechos con idearlo, organizarlo y publicarlo, sino que también quieren presentarlo el próximo viernes, 15 de marzo, en uno de los espacios culturales más hospitalarios de Cataluña, el Espai Betúlia, de Badalona, cuyas actividades coordina el poeta José Antonio Jiménez Navarro, que algo tuvo que ver con el germen de la idea. Y yo lo digo aquí, para general conocimiento, porque, aunque sigue dándome vergüenza, no quiero dejar de acompañar a quienes, desde hace tanto tiempo y tan fraternalmente, me acompañan.</span></p><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhZNWAbZm__kOzJF9PVutciwpIWdiVnRM-KG33K7qkFYwBqvfu2RG1SDFmap3r9RMNdXzBQtw0kkYPn-GZ_VFF9QxLi8qaDfi0513B11a0NRqgHkbwmcLJnThWwkNa7I_TTfUKkgrwhyfiGw6Ad8VDko4kpSSVVJ5Ga1MNABuu6UHwV06vKZPYm0cpQTi0/s1080/CARTEL%20MAGO%20MOGA%20(1).png" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1080" data-original-width="1080" height="499" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhZNWAbZm__kOzJF9PVutciwpIWdiVnRM-KG33K7qkFYwBqvfu2RG1SDFmap3r9RMNdXzBQtw0kkYPn-GZ_VFF9QxLi8qaDfi0513B11a0NRqgHkbwmcLJnThWwkNa7I_TTfUKkgrwhyfiGw6Ad8VDko4kpSSVVJ5Ga1MNABuu6UHwV06vKZPYm0cpQTi0/w499-h499/CARTEL%20MAGO%20MOGA%20(1).png" width="499" /></a></div><br /><p style="text-align: justify;"><br /></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-18699924377796170692024-03-07T03:02:00.000-08:002024-03-07T04:52:54.532-08:00Algunos aforismos (II)<p></p><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Vivimos como espeleólogos: adentrándonos en la oscuridad, tanteando, aferrándonos a lo que nos rodea, arrastrándonos por pasillos que no llevan a ninguna parte, yendo al fondo.</span></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Se empieza por matar al padre, luego no se le encuentra sentido a la vida, y acaba uno viendo la televisión y saliendo del baño sin lavarse las manos.</span></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Uno busca lo absoluto y solo encuentra pelusas debajo de la cama.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><div><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Grafiti carcelario</span></i></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Preso en el cuerpo, preso en las ideas, preso en la ciudad, preso en el sueldo, preso en la soledad, preso en la familia, preso en la flaqueza, preso en la respiración, preso en el yo, preso en la mortalidad, preso en la muerte, preso en la nada.</span></div></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Hay muchas otras circunstancias en las que se puede aplicar la famosa exhortación de Beckett —fracasa más, fracasa mejor—: haz más el ridículo, hazlo mejor; pierde más la vergüenza, piérdela mejor; muérete más, muérete mejor.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Atisbamos la eternidad esperando a que el microondas acabe de calentar la leche. </span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">El acúfeno no deja de decirme cosas al oído.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">El insomnio nunca duerme.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">La soledad lame los entresijos del ser como la lengua del perro los recovecos de los huesos.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">En todos vive un terrorista escondido, que acumula ira por las cosas que nos oprimen y el sufrimiento que nos causan. Siempre estamos a una distancia asombrosamente corta de cruzar el semáforo en rojo, de tirar los papeles al suelo y de matar a nuestro vecino con un cuchillo de cocina.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Todo padre condena a muerte a sus hijos.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Nunca he sentido la necesidad de trascender ni de contar con el amparo de la trascendencia. Me espanta la muerte y no renuncio a la pasajera inmortalidad que puedan procurarme los pobres libros que he escrito, pero no recuerdo haber necesitado creer en algo ajeno o superior a mí, ya se llame Dios, civilización extraterrestre, energía cósmica o cualquier otra cosa que induzca a pensar en un ser o unos seres personificados, en una realidad objetivamente existente que, desde las alturas o el más allá, nos cree, juzgue, guíe o condene. Solo existimos el yo y el mundo, y ambas entidades son lo bastante enigmáticas como para atraer toda mi atención y mi interés más sincero. La única realidad en la que creo es la que se deriva del permanente diálogo que sostienen la conciencia y la naturaleza. Las instancias sobrenaturales a las que tantas personas necesitan aferrarse para sobreponerse a la perplejidad de estar vivas y al pavor de tener que morir no son más que el ardid que urde la conciencia para hacer frente a la aspereza de lo conocido y a la enormidad de lo desconocido. </span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;">(Epitafio)</span></i></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Lo peor es el picor de espalda.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">En el tren, rodeado de gente que dormita o que mira el móvil, veo que una mujer está leyendo el <i>Libro del desasosiego</i>, de Pessoa. Cuando la miro a la cara, ella me mira también. Ha visto que ando con <i>En las cimas de la desesperación</i>, de Cioran. Nos sonreímos.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Cuando un amigo llora al teléfono por algo que has escrito, es que lo has escrito muy mal.</span></div></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">El aforismo ennoblece la ideúcha.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Un pedo solitario, frágil, desconcertado ante el mundo, temeroso de Dios.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Esta mierda de perro, que no he visto aún, me llama, está llamándome para que le dispense la plena caricia de mi pisada.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Conmueve el amor a los animales de quien tiene un escorpión de mascota, o alimenta a su boa con ratones vivos, o empapela un barrio entero de pasquines porque se le ha perdido un agapornis.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Cada vez que se enteraba de que a algún amigo le había ido bien, se le inflamaba un testículo.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Conócete a ti mismo, pero sin exagerar.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Conócete a ti mismo y luego arrodíllate y pide perdón.</span></div></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">También en las aguas fecales se refleja la luna.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Aguas oscuras, quietas. Si las despiertas de una pedrada, se estremecen como la coraza escamosa de un dragón.</span></div></div><div><br /></div></div><p></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-25324238064560410042024-03-02T03:00:00.000-08:002024-03-02T03:00:14.730-08:00La noche luminosa: un poema de Jaime Siles<div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Jaime Siles ha sido, y sigue siendo, uno de los poetas españoles más importantes del último medio siglo, adscrito en sus inicios a la estética novísima —su primer libro, <i>Génesis de la luz</i>, data de 1969—, pero fiel después, y siempre, a una poesía sensual e intelectual al mismo tiempo, crisol de lo clásico y lo experimental. He coincidido con él en varios encuentros literarios, y siempre me ha parecido una persona lúcida y cordial, un autor entregado a la verdad de la poesía y admirador, además, de algunos de mis poetas de cabecera, como Manuel Álvarez Ortega y Vicente Aleixandre. Se jubila ahora como catedrático de Filología Latina de la Universidad de Valencia, y varios de sus colegas, singularmente Marco Antonio Coronel Ramos y Ricardo Hernández Pérez, han tenido la feliz idea de homenajearlo con la publicación de un libro, al que han dado el título de <i>Jaime Siles. Un poeta para la vida, una vida para la poesía </i>(Madrid: Olé Libros, 2023), en el cual colaboran casi noventa escritores, entre los que se cuentan algunos de los más destacados poetas de la actualidad, de varias generaciones, estéticas y países, como Antonio Colinas, Luis Alberto de Cuenca, Vicente Molina Foix, Alejandro Duque Amusco, Jordi Doce, Diego Doncel, Lorenzo Oliván, Gabriel Insausti, Guillermo Carnero —que epilogó aquel temprano <i>Génesis de la luz</i>—, Antonio Carvajal, José Corredor-Matheos, Antonio Domínguez Rey, Ángel García López, Juan Antonio González Fuentes, Nuno Júdice, Javier Lostalé, César Antonio Molina, Vicente Luis Mora, María Ángeles Pérez López, Jenaro Talens o Javier Velaza, entre otros. El volumen se divide en cinco secciones: un amplio estudio introductorio, a cargo de Henry Gil, uno de los mayores especialistas en la obra de Siles, unas lecturas silesianas, en las que figura el trabajo con el que me he sumado a este homenaje, unas semblanzas, unas notas literarias y unas voces poéticas, y cuenta asimismo con la participación de críticos prestigiosos, como el propio Henry Gil, Francisco Javier Díez de Revenga, Ángel Luis Prieto de Paula, Pedro A. González Moreno, Fanny Rubio o José María Balcells, también entre otros. Ha sido un placer hacer honor a la amistad y la admiración que siempre he sentido por Jaime Siles y participar en este espléndido homenaje con el trabajo —una glosa de su poema <span style="text-align: left;">«Líquida lengua», perteneciente a <i>Música de agua</i>, con el que ganó el Premio de la Crítica del País Valenciano y el Premio Nacional de la Crítica<span style="text-align: justify;">— </span>que transcribo a continuación:</span></span></div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><i><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><i><br /></i></span></div>«Líquida lengua»<br /><br />Al resplandor de ti, de mí, de todo</i></span><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><div style="text-align: justify;"><i>cuerpo en el aire ardido que no soy,</i></div><div style="text-align: justify;"><i>arden las voces, unifican, queman</i></div><div style="text-align: justify;"><i>luz exterior que invade el firmamento.</i></div><div style="text-align: justify;"><i>En lenta espuma a tu color se funden,</i></div><div style="text-align: justify;"><i>noche, teñido espejo de otra claridad</i></div><div style="text-align: justify;"><i>más anterior aún, más transparente.</i></div><div style="text-align: justify;"><i>Líquida lengua que lame toda luz,</i></div><div style="text-align: justify;"><i>termina el mar en ti, termina el mundo.</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Este poema forma parte de la sección quinta y última, titulada «Final», de <i>Música de agua</i>, que Jaime Siles publicó en 1983 (Madrid: Visor). Se compone de nueve versos de arte mayor: siete simples, endecasílabos; y dos compuestos: un alejandrino (el sexto) y un dodecasílabo, integrado por un pentasílabo y un heptasílabo (el octavo). Los nueve son blancos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El poeta apostrofa a la noche, como revela el alejandrino. Los pronombres personales y adjetivos posesivos —«ti», «tu»— remiten a esa entidad personificada, que escucha, impasible, radiante, las palabras que la envuelven. La noche es un personaje destacado en Música de agua, cuya cuarta sección, titulada «Lectura de la noche», incluye los poemas «Tinctus colore noctis», «Economía de los cambios nocturnos», «Sub nocte» y «La tierra de la noche». Su primera aparición en «Líquida lengua», en el verso inicial, configura una paradoja: «Al resplandor de ti». La noche resplandece. Esta paradoja se enmarca en una larga tradición literaria que hace de la oscuridad luz: «oscuridad como luz», dice el salmista; y desde entonces una sucesión de poetas ha recreado, en todas las lenguas, esa antítesis fundacional, que busca propiciar una <i>concordia oppositorum</i>: la reducción de las fracturas del mundo; la reconciliación de las cosas contrarias e incomprensibles; la recuperación de la armonía amniótica, de la beatitud mítica en la que vivíamos antes de nacer, antes de sabernos sujetos a la muerte.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El hecho de la luz —de la noche que es luz— recorre el poema: es su columna vertebral. En la primera parte —hasta el verso cuarto—, cobra dureza: alcanza los extremos del fuego. El aire ha ardido y las voces arden también, y queman «luz exterior». La sinestesia del «aire ardido» y la políptoton de los versos segundo y tercero —«ardido»/«arden»—, remarcadas por la homofonía de los grupos /air/ y /ard/, intensifican la quemadura: la consunción, pero consunción sanadora, a que conduce esa voz que proclama la negrura de la noche, que es a la vez fulgor. Los versos no se interrumpen: fluyen abruptamente, empujados por el encabalgamiento y las enumeraciones: preposicionales —«de ti, de mí, de todo cuerpo»— y verbales —«arden», «unifican, queman»—. En un lugar axial, un verbo revelador: «unifican», que afirma un anhelo existencial: la voluntad de superar las fronteras que establecen los ciclos del tiempo y las realidades del mundo. El arder en el que todo se consume, y a la vez renace, aúna las horas, los aires y los cuerpos, los resplandores y las voces, las luces y los cielos, la noche y el mar. «Líquida lengua» se inscribe en un ciclo temprano de la producción de Jaime Siles (<i>Música de agua</i> incluye poemas escritos entre 1978 y 1981), emparentado con la estética novísima, para la que las palabras encontraban en sí mismas —no en los hechos ni en los caracteres; no en los asuntos a los que remitieran, si es que remitían a alguno— la justificación y el fulgor necesarios para constituir el poema. Pese a su mucha sensualidad, y pese a referirse a realidades reconocibles —la noche, la luz, el firmamento, la espuma, la lengua, el mar—, no hay en esta composición descripción ni acontecimientos, no hay narración ni personajes: apenas sabemos —o intuimos— que quien nos habla en el poema contempla un mar nocturno y se siente interpelado por las luces y la oscuridad que lo rodean; y que canta ese paisaje, que es también, quizá, el paisaje de su conciencia. El poema es solo una eclosión verbal, sostenida por el ritmo, por la delicada materialidad de sus accidentes y por la reverberación del espasmo psíquico —el asombro ante la grandeza del mar y de la noche, y el anhelo de reconciliarse con un mundo inabarcable— que la ha alumbrado. Y también por la elipsis, un mecanismo capital en la poesía del silencio —cuyo influjo se percibe en «Líquida lengua» y, en general, en <i>Música de agua</i>—, para la que lo no dicho, pero sí sugerido por la arquitectura musical del poema o el austero mosaico de lo ya enunciado, adquiere tanta capacidad de significación como la propia materia lingüística. Las imágenes que conforman el poema son sutiles, pero también cósmicos, juegos de espejos; y no es casualidad que este término, «espejo» —una superficie donde cabe todo; un agua detenida que acoge todas las formas de la luz—, asome en «Líquida lengua». Una luminosidad, a veces escarpada, lo recorre: no alberga objetos, sino fosforescencias, que se proyectan en todas direcciones; un brillo tintado de negrura empapa los versos. La selección léxica lo corrobora: los vocablos que remiten a la luz, en cualquiera de sus manifestaciones, cosen «Líquida lengua»: «resplandor», «aire ardido», «arden», «queman», «luz» (que aparece dos veces), «color», «teñido espejo», «claridad», «transparente». También contribuyen a la sutura algunos mecanismos sonoros, como la aliteración de /or/, cuya oxitonía sugiere un aterciopelado redoble: «resplandor-exterior-color-anterior».</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En la segunda mitad del poema, otro verbo asoma muy pronto para subrayar el espíritu unitivo que lo impregna: «funden». Todo se anuda, pues, con esa noche en cuyo color, en el azogue de cuyo espejo, confluyen la oscuridad y una claridad «anterior y transparente», metáfora de otro estado, de una existencia distinta, acaso más benigna. Si en la primera parte despuntaban los elementos ígneos, en esta destacan los elementos líquidos, cuya fluidez simboliza tanto la fusión a la que se alude como la simbiosis resultante, apaciguadora: la «lenta espuma», la tinción del espejo, la «líquida lengua que lame toda luz» y el mar del último endecasílabo. La aliteración del penúltimo verso —de una consonante, precisamente, líquida, /l/—, reforzada por la posición siempre inicial del fonema, subraya esa licuación en la que se cifra la pacificación del ser: «líquida lengua que lame toda luz». La homogénea sonoridad del verso —todos los acentos recaen en la primera sílaba— y la sinestesia de una lengua que lame algo que no puede ser lamido, porque no pertenece al mundo del tacto, la luz, remacha la gravedad significativa del pasaje. El último verso, bimembre, articulado mediante la repetición de «termina», y apenas posterior a otra bimembración —«más anterior-más transparente»—, cierra el círculo abierto con la observación deslumbrada de un resplandor tumultuoso. Aquí acaba el proceso de fusión: el mar, esa lengua infinita que absorbe toda luz, se vierte en la noche y es, a su vez, absorbido por ella; y así también el mundo. En la noche, donde conviven el resplandor y la tiniebla, metáforas acostumbradas del bien y el mal, del dolor y el placer, de la vida y la muerte, se deposita todo, como en un gran regazo que acogiese los fenómenos del cosmos y las vicisitudes del ser; y en la noche cesan: ya no hay mar, ni tierra, ni palabra, ni yo. Es una conclusión apacible. El hermanamiento deseado.</div></span></div>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-21578433242413062182024-02-26T08:32:00.000-08:002024-02-26T08:32:58.450-08:00Tres escritores en el valle del Llémena<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">La casa de mi buen amigo Christian T. Arjona está en uno de los lugares más apacibles y a la vez más espectaculares de Cataluña: el valle del Llémena, que se extiende entre las comarcas del Gironès y La Garrotxa: 184 kilómetros cuadrados de bosques, sierras, arroyos y volcanes. Ahí vamos a pasar este fin de semana otro buen amigo, Antonio López Cañestro, poeta y editor de Hojas de Hierba editorial, que anda de viaje de negocios por Barcelona, y un servidor. Yo ya he disfrutado de la hospitalidad de Christian y Teresa, su encantadora compañera, en otras ocasiones. En mi última visita, conocí a sus gallinas, que ponen unos huevos mayúsculos, y a su tortuga (que un paseante benemérito había rescatado de ser aplastada en la carretera vecina, y que moraba en la plácida musguera que Christian le había acondicionado en el patio), y me bañé en una piscina portátil, con Christian y unas cuantas algas, en ese mismo patio. Nuestra estancia empieza ahora por un tranquilo paseo hasta la cercana iglesia de Sant Esteve de Llémena, un coqueto templo de nave única y teja árabe, en cuya fachada, bajo la imagen de San Esteban en una hornacina abalconada, figura la fecha de 1750 (aunque en otro de los ángulos del templo consta 1623, lo que quizá remita a la existencia de uno barroco anterior). Al pie de la puerta de entrada está enterrado Domingo Blanch, algún preboste local, suponemos, que rindió su espíritu al Altísimo en el año de gracia de 1881, y cuyo nombre no han borrado todavía de la lápida los pasos de los feligreses. El valle nunca ha estado muy poblado. A la iglesia de Sant Esteve se llega, desde el lado del Llémena por el que paseamos, por un bonito puente construido en 1885. El río no lleva mucha agua, como ningún caudal de Cataluña en estos resecos momentos, pero sí la suficiente como para que Tuk, el perro de Christian (gallinas, dos gatos, una tortuga, un chucho y un número indeterminado de reptiles e insectos: su casa es un paraíso animal), un pastor alemán de dos años, cariñosísimo e incansable, se lance al agua, como un clavadista, para perseguir a dos patos que se deslizan, sosegados, por el exiguo cauce, y que, conscientes de su superioridad tanto en el agua como el aire, no se alteran en absoluto por la presencia del can: con mucha dignidad, aceleran el remo y se alejan del pobre Tuk, que se queda mojado y con un palmo de hocico. Los pastores alemanes son una raza muy inteligente, pero Christian me dice que Tuk se tira siempre al agua, nada como un poseso unos metros y ve alejarse fatalmente a los patos. Siempre, sin remedio, sin enmienda. En mi anterior visita, Tuk, de apenas unos meses, se comió uno de los pantalones que había traído. Por suerte, tenía otros. Por lo demás, el perro es feliz en el bosque: corretea de un lado a otro a una velocidad de galgo, husmea troncos, raíces, piedras y matas de todas las hierbas imaginables, se come alguna, levanta la pata y contribuye a la humidificación de la zona, cada vez más necesaria, y, en fin, brinca a nuestro alrededor con la mirada encendida y una lengua tan larga que podrías suicidarte con ella. Ver a Tuk por el Llémena es, pese a su invariable fracaso con los patos, <i>ver</i> la felicidad. Tras el paseíto por el río, nos vamos a comer a Mas el Siubès, un estupendo restaurante a 510 metros de altitud, cerca de la ermita de la Mare de Déu de Bell-lloc, una de las muchas que salpican la comarca. La Iglesia siempre ha sido el consuelo fundamental en estas tierras abruptas y aisladas. El restaurante ocupa una masía de varios siglos de antigüedad, en la que todavía se conserva una inscripción cerámica en francés: <i>Toi qui viens partager notre lumière blonde, salut! Mais, si tu veux la partager longtemps, </i>[ilegible] <i>qu’avec ton coeur, n’apporte rien du monde. </i>[ilegible] <i>ce que disent le gents</i>. Y me llama la atención que esté en francés y tan bien puntuada. En El Siubès, me propino unos canalones de la casa que están para sanar a un accidentado y un guiso de pulpitos con verduras que no se lo saltaría Armand Duplantis, mientras que Christian y Antonio dan cuenta de sendas lasañas de verdura y unas costillas de cordero que, a juzgar por las expresiones de sus caras y el abombamiento de sus panzas, los colman de felicidad. Luego del ágape, nos sentamos en una terraza del establecimiento que mira al valle del Llémena, y desde la que divisamos el santuario de Rocacorba, inverosímilmente situado en la punta de un risco (en Cataluña abundan estos lugares colgados de las rocas; hasta todo un pueblo, Castellfollit de la Roca, pende de un filo imposible), y nos tomamos los cafés mientras charlamos de filosofía y literatura. Satisfechos los cuerpos (verdaderamente satisfechos), complacemos al espíritu con una animada discusión sobre espiritualidad y ciencia. Yo me decanto por la segunda, mientras que Christian y Antonio reivindican la necesidad de abrazar también la primera. Pero la sangre no llega ni puede llegar al río, porque los tres somos amigos y los tres somos inofensivos. Nos gusta alardear dialécticamente, pero nunca nos haríamos daño, ni le haríamos daño a nadie, a sabiendas. En las fotos que le pedimos al dueño del restaurante, un leridano locuaz, que nos tome, nos disponemos los tres, para guardar la simetría, como los hermanos Dalton (aunque ellos eran cuatro), desde el más alto —Antonio, de casi dos metros de altura y que, por sus hechuras, uno diría que ha sido luchador de lucha libre; pero no— al de menos estatura (aunque muy grande en lo moral, artístico y literario), Christian. La noche del sábado —en la que hemos podido saludar a Teresa, que ha llegado tarde a casa tras un duro día de trabajo— soy testigo de un espectáculo insólito. Me levanto a las cuatro de la madrugada para ir al baño y, sentado en el inodoro, aturdido de sueño, veo entrar en la habitación a una de las dos gatas de la casa, presa de un raro frenesí gatuno: se frota una y otra vez contra mis canillas, maúlla, busca la caricia de todo lo recto y liso que encuentra por el cuarto (las patas del toallero, el palo de una escoba, una cañería), se vuelve a frotar contra mis piernas y sigue maullando, y, si intento acariciarle el lomo o la cola erecta, hace el gesto de morderme, aunque no llegue a hacerlo de verdad; y todo ello a la luz de sus pupilas azules muy brillantes, que me miran como miraría un iluminado a un cadáver. Cuando he acabado de hacer lo que se viene a hacer al baño, me levanto y dejo al minino excitado y casi exasperado, y Tuk, que descansa en su rincón del vestíbulo, lo contempla entre amodorrado y sorprendido. Los gatos deben de ser tan incomprensibles para los perros como lo son para los humanos. El domingo reanudamos nuestros paseos por el valle, siguiendo, una vez más, el curso del Llémena. Esta vez nos encontramos a un grupo de lugareños que hacen recuento de los árboles caídos en el lecho del río para pedir a la Agencia Catalana del Agua que lo limpie y evite así un desbordamiento catastrófico, en caso de súbita crecida. Es verdad que desde hace tres años llueve muy poco en Cataluña, pero en Gerona todavía caen trombas importantes de vez en cuando, y hay que ser cuidadoso con el estado de los cauces fluviales y las infraestructuras aledañas. Entre los contadores de árboles caídos, a los tres nos llama la atención una joven de rasgos andinos, bellísima, que es la que lleva el cuaderno con el registro. No habla, solo nos mira, pero basta el mirar de unos ojos verdes que a mí me parecen tan descomunales como los de la gata frenética de la noche para que los tres nos imaginemos con ella una conversación infinita. Tuk nos saca pronto del ensueño: corre como un loco y se tira al agua, con gran estruendo, para cazar a unos patos. Al paseo se ha sumado la otra gata de Christian, que nos sigue a cierta distancia y lo examina todo con curiosa circunspección. Ella no se tira al agua para cazar patos. Vemos grandes campos de cereal, vallados por cercas bajas, electrificadas, que evitan la entrada de jabalíes y perros (Tuk se ha enganchado varias veces en ella, pero ya ha aprendido que de esos cablecitos es mejor mantenerse alejado: el dolor es más educativo que el placer), y una enorme vaca amarilla, tumbada en una finca, haciendo lo que hacen siempre las vacas, nada, y un hermoso grupo de gallinas en el gallinero de un vecino, y muchos perros, grandes, nada de chihuahuas ni yorkshires, zascandileando y oliéndose el culo unos a otros. Por la tarde, nos aventuramos a visitar a Pepe Ribas, el fundador de la legendaria revista <i>Ajoblanco </i>y aún intelectual ejerciente, que vive a unos 60 km de Christian, y también como él: semieremíticamente. Eso quiere decir que, para llegar a su casa, en medio de un bosque, hemos de recorrer varios kilómetros de pista de tierra estrecha, plagada de baches y charcos, y flanqueada por ramas rasposas como garfios, a medio camino de la cual Antonio llega a la conclusión de que es preferible no llegar porque nos hemos dado la vuelta que no llegar porque nos hemos quedado varados en un lodazal, ya casi sin luz. Así que recula como puede y se vuelve por donde hemos venido. La visita a Pepe Ribas —y los <i>calçots </i>que, al parecer, había comprado y que nos íbamos a atizar— tendrán que esperar. Lamento especialmente lo de los <i>calçots</i>. Ya de regreso en casa, leemos poemas. Sí, nos seguimos contando cosas, y discutiendo sobre la energía cósmica (que nunca he entendido muy bien qué es) y la energía humana (que es la que yo defiendo), pero también leemos poemas. Curiosamente, en las reuniones de poetas, y he participado en muchas, no suelen leerse poemas. Christian recita a Atahualpa Yupanqui (qué bueno, qué grande) y unos poemas zen propios; Antonio lee “El mejor poema de amor que puedo escribir por el momento”, de Bukowski, cuyo inicio no puede ser más prometedor: “Escucha, le dije, / ¿por qué no me metes / la lengua en el culo?”, y una emotiva pieza suya de su segundo libro, <i>Hacia una teoría unificada de la derrota</i>; y yo me inclino por los sonetos votivos de Tomás Segovia, sencillamente prodigiosos, el “Poema de un funcionario cansado”, del gran António Ramos Rosa, con el que tan identificado me siento (“¿por qué no me siento orgulloso de haber cumplido con mi deber? / Porque me siento irremediablemente perdido en mi cansancio”), y algunos de los aforismos que he escrito en los últimos meses. Los temas no acaban aquí, claro: Christian nos enseña una primera edición de un libro de Ramón Gómez de la Serna autografiado por el autor, y yo canto las alabanzas de Marco Antonio Montes de Oca, el gran poeta mexicano al que criticaban por la densidad de su literatura y al que su amigo Octavio Paz defendió diciendo: “Criticar a Marco Antonio Montes de Oca por la densidad de su poesía es como criticar a la nieve por ser blanca”, una observación que dice tanto del sentido crítico de Paz como de su sentido de la amistad, ambos admirables. Lo último que leemos en la casa de Christian, o intentamos leer, es el pergamino del siglo XIII que el dueño de la masía tiene enmarcado en una de las paredes, y que se encontró detrás de un tabique cuando reformó el edificio. Como la biblioteca de Barcarrota, en Badajoz, cuyas joyas aparecieron ensartadas por el pico de un albañil que trabajaba en la reconstrucción del inmueble, pero sin contenido literario: debe de tratarse de un documento jurídico, redactado en latín; seguramente, un título de arriendo o propiedad. Pero hay que ser paleógrafo para entender algo. Salvo algunos nombres, el texto es impenetrable. En la carretera, ya de vuelta a Sant Cugat, reparo en que, a la altura de Terrassa, han abierto un Erotic Supermarket. Tendré que visitarlo, me digo.</span></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-25329270035132763742024-02-21T02:13:00.000-08:002024-02-21T02:13:58.772-08:00Algunos aforismos (I)<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">¡Que se calle todo el mundo! Con este ruido no puedo <i>ser</i>.</span></p><p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Cuando gritamos «¡que se calle todo el mundo!», nunca nos consideramos a nosotros mismos incluidos en la orden.</span></p><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">El sentido crítico es imprescindible, pero también los terraplanistas se enorgullecen de ejercerlo; la libertad de expresión es indispensable, pero ampara tanto al hombre sensato como a fascistas, teócratas y conspiranoicos, entre otras sectas de la sinrazón. Se debería atender más a lo que pensamos que a la capacidad de pensar; se debería prestar más atención a qué decimos que al derecho a decirlo. </span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Muchos descansan felices, como los vampiros o los monjes medievales, en el ataúd de sus certezas.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Las mujeres están librando una ardua y desigual batalla para que se les reconozcan los mismos derechos que a los hombres en el fútbol y, en general, en el deporte profesional. Y están ganando: ya juegan a las mismas estupideces que ellos, ya hablan tan mal como ellos, ya dicen las mismas tonterías que ellos. La igualdad es esto: que se pueda ser tan idiota como los demás, tenga uno el sexo o el color de piel que tenga.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">La cabeza de algunos está llena de ideas como esos cubos de granito con los que se construyen las escolleras.</span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Dos gorriones que bebían en un charco han echado a volar, y al charco parece que se le hayan saltado los ojos.</span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">El desamor exilia.</span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Una vez amé tanto que me quedé tonto.</span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Qué delicia la orina eyaculada por ella, el semen que labra su camino de cera por los muslos estremecidos, el sudor que se abraza a los pliegues de la vulva, llagada por la lengua. Las suciedades del sexo son exquisitas.</span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Se elogia constantemente la superación que demuestran los grandes deportistas capaces de batir marcas inalcanzables, los minusválidos que consiguen medallas en los juegos paralímpicos, la gente que sacrifica años de vida para conseguir uno o muchos récords Guiness. La única superación que no me parece una estupidez, sino algo digno de admiración y elogio, es la de la madre soltera que se levanta todos los días a las seis de la mañana para trabajar en una fábrica de conservas, o el minero que desciende todos los días a la negra oscuridad de la mina para picar piedra y desafiar a la silicosis y el grisú, o la de la anciana que vive sola con una pensión exigua y que, a pesar de sus muchos achaques, se obliga todos los días a bajar y subir las escaleras de su casa sin ascensor para comprar legumbres y un poco de pollo en el DIA. Pero de estas nunca habla nadie, ni se ensalzan en la televisión.</span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">«No caigáis en manos del capitalismo», leo en un pasquín callejero. Que es como decirles a las sardinas que no caigan en manos del océano.</span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Nadie a quien no le haya picado rabiosamente un testículo en una entrevista de trabajo sabe lo que es el sufrimiento.</span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Vuelve a merodear por los medios de comunicación la atroz idea de retrasar la edad de jubilación (hasta los setenta y dos años, sugieren algunos desalmados). Se ahonda así en la tendencia que en España inauguró, hace dos legislaturas, el gobierno conservador de Mariano Rajoy, al aumentarla desde los sesenta y cinco hasta los sesenta y siete años —contrariamente a lo vivido desde el nacimiento de la Revolución Industrial (o del Neolítico), que consistía en adelantarla—, y yo me siento como un corredor de maratón exhausto al que torturan retirándole una y otra vez la línea de llegada cuando está a punto de alcanzar la meta.</span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Los despertadores, como el tabaco, deberían venderse con un lema que dijese: «El despertador mata».</span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Oda al trabajo</span></i></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Me voy.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Ser funcionario, en España, se considera una bendición. Pero también puede ser una condena. Uno marca en la pared de la vida un palote con tiza por cada día desperdiciado en la oficina.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Con razón los funcionarios pertenecen a las clases pasivas.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">La patria no es solo el último refugio de los canallas, sino también el primero de los idiotas.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">No advierto en los manifestantes del fascio actividad cerebral ninguna, solo actividad testicular. Rezar el rosario no puede considerarse actividad cerebral.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">El sentimiento de pertenencia a una comunidad supone para muchos no solo la adhesión a cualquier desatino que la corrobore, sino también la oposición a cuanto la impugne o menoscabe, incluyendo la segunda ley de la termodinámica, el principio de exclusión de Pauli o el álgebra.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">El león es llamado con mucha propiedad el rey la selva: como todos los reyes, no hace nada, duerme casi todo el día y solo sirve para garantizar, con un espermatozoide, que su linaje continúe.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">¿Tienen los extraterrestres libre albedrío?</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Dios por dios, cuatro.</span></div></div></div></div></div></div>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-62083791548336956542024-02-15T01:59:00.000-08:002024-02-15T05:38:02.477-08:00Poemas enumerativos<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Acaba de aparecer, en la editorial Olifante, <i>Poemas enumerativos</i>, mi más reciente libro de poemas. A la satisfacción que siempre supone publicar un nuevo volumen, yo sumo, en este caso, dos alegrías más: la de saberme en un catálogo en el que he deseado figurar desde que descubriera sus primeros libros, allá por los años 80 —recuerdo los <i>Cantos órficos</i>, de Dino Campana, traducidos por el que luego sería mi amigo Carlos Vitale, o el <i>Cancionero</i>, de Cecco Angiolieri,<i> </i>que me maravillaron—, hechos con una pulcritud y una elegancia poco frecuentes (y que incorporaban detalles estupendos, como una postal con la misma foto del autor que aparece en el libro, y un punto separador: ambos detalles se mantienen en esta edición); y la de ser publicado en Aragón, la tierra de mi madre, donde hasta ahora había tenido poca presencia literaria y ninguna editorial. En <i>Poemas enumerativos </i>recojo veintitrés poemas, diecisiete de los cuales ya han visto la luz en este blog. Se trata, pues, de una recopilación de textos de las <i>Corónicas</i>, a la que he añadido un prólogo, tres piezas más publicadas en otros tantos poemarios y tres composiciones inéditas en forma de libro, pertenecientes a un volumen titulado <i>Todo queda en nada</i>. Como señalo en el prólogo, la enumeración ha pasado de ser mera técnica compositiva —a la que fueron muy dados grandes autores que admiro, como Whitman o Borges— a protagonista absoluta (y, de hecho, única) de la poesía, y me ha dado la oportunidad de experimentar con los ritmos que suscita, que deben encauzarse por una estrecha pero fértil franja entre el derramamiento arborescente y la monotonía puntillista. Espero haberlo conseguido.</span></p><p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></p><p style="text-align: justify;"><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;">[UNO CON ASPECTO DE CONTABLE…]</span></i></p><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><i>Uno con aspecto de contable. Un </i>runner<i>. Una mujer que entra en el supermercado. Otra que sale del supermercado. Un niño revoltoso. Una paloma que picotea algo en el suelo. Un portero de finca urbana que barre la acera. Un ciclista. Otro. Varios perros enredados en olisqueos y ladridos. Un tendero que arregla los melocotones del cajón. Una vieja vestida como una adolescente. Una adolescente plagada de tatuajes. Un joven anodino. Un policía municipal. Uno con barba bayeta. Uno que mea en un rincón, donde nadie mira. Un grupo que charla. Muchos que pasan absortos, deprisa, como en trance. Una que limpia los escaparates de la boutique. Un mendigo arrodillado. Un cura con alzacuellos. Una familia que pasea. Dos viejos que hablan en un banco, apoyados en el bastón. Un hombre con mono azul que sale de un almacén de electrodomésticos. Otro con bata blanca que entra en una farmacia. Un conductor de ambulancia. Un taxista. Uno que no sabe a dónde va. Una empleada de los ferrocarriles. Uno que lee un cartel pegado en una fachada. Un músico callejero. Un vigilante de seguridad aburrido. Una apoyada en una puerta, esperando que llegue alguien. Un gorrión que echa a volar. El gato que quería cazarlo. Una librera. Una pareja que se besa. Yo.</i></span></p><p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">(De <i>Todo queda en nada</i>, inédito)</span></p><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><i>La enumeración me ha servido —y me sirve todavía— para concretar el mundo, para suscitar el trance y para alterar el ritmo. Lo que veo —lo que siento—, como lo que ven o sienten la mayoría de los hombres, suele ser una masa inarticulada de fenómenos o un flujo informe de palabras: una burbuja abstracta y cenagosa en lo que nada está delimitado. La enumeración penetra en esa cápsula turbulenta como un cuchillo de muchos filos y separa lo que hasta ese momento estaba unido: desune para significar. El mundo ya no es una pasta, sino un mosaico: la realidad innominada recibe un nombre, o muchos nombres: tantos como elementos la componen. Así, eso que siento, y que podría recibir el nombre de melancolía, no tiene por qué permanecer en la indefinición: la melancolía es el pájaro que bebe de un charco gris, entre sombras ardientes, y los pliegues tenebrosos de la noche, y la soledad que me envuelve, y el lápiz que me mira, caído en el escritorio, y el hecho de tener que escribir un prólogo para un libro y que no me apetezca. Por inabarcable o inconcreto que sea lo que queramos decir, la enumeración lo vuelve decible: disgregándolo, lo reconstruye; parcelándolo, lo totaliza. La enumeración es otro instrumento alumbrado por la inteligencia que nos permite llegar a donde nuestra sola naturaleza no nos permite hacerlo, como el microscopio, el telescopio o el periscopio. (...)</i></span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">(Del prólogo)</span></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgCTrwnAVsgZ4POiEvCcMkD1iJJY5vJ5GJ3_vUQnvppXDbNoBneZL0cTlvaxBu0u0C_uRz7onZ0sOAAEL6stQTrqgvBqMvTSIM8f0cllmoYfbM4YKECjDYYq_AISuSrnmaSbOhAWoIkjtAHWWtRhYIUIU6BOMlALf9Qg_V1Ixb14WYbT3rLE_BmdnN-WKs/s1614/Poemas%20enumerativos%20Portada.jpeg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1614" data-original-width="1102" height="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgCTrwnAVsgZ4POiEvCcMkD1iJJY5vJ5GJ3_vUQnvppXDbNoBneZL0cTlvaxBu0u0C_uRz7onZ0sOAAEL6stQTrqgvBqMvTSIM8f0cllmoYfbM4YKECjDYYq_AISuSrnmaSbOhAWoIkjtAHWWtRhYIUIU6BOMlALf9Qg_V1Ixb14WYbT3rLE_BmdnN-WKs/w437-h640/Poemas%20enumerativos%20Portada.jpeg" width="437" /></a></div><br /><div style="text-align: justify;"><div><br /></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Ficha Técnica</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">ISBN: 978-84-127338-2-2</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">EAN: 9788412733822</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Editorial: Olifante, Ediciones de Poesía</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Autor/a: Moga, Eduardo</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">País de publicación: España</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Idioma de publicación: Castellano</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Idioma original: Castellano</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Páginas: 121</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Precio: 15 euros</span></div></div></div>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-22846715151482108522024-02-10T03:56:00.000-08:002024-02-15T00:37:59.932-08:00Las queridas, las devastadoras cartas<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Ya no se escriben cartas. Los medios digitales de comunicación han acabado con ellas. Primero, el correo electrónico, que, obstante, todavía recordaba, en parte, al viejo arte epistolar: si uno quería —aunque pronto estuvo mal visto porque <i>consumía</i> demasiada atención—, podía redactar correos largos y morosos. Pero luego, aplastantemente, el guasap y toda la cohorte aledaña de mensajería inmediata. En el lapso de unos pocos años, apenas entrado el siglo XXI, se finiquitó un arte que había existido, y producido grandes obras literarias, durante muchos siglos, si no milenios. Yo era un gran aficionado a escribir y, sobre todo, a recibir cartas. Pero era consciente de que, para que pasara lo segundo, debía aplicarme a lo primero: era una <i>conditio</i> <i>sine qua non</i>, un <i>quid pro quo</i>, un <i>do ut des</i>, y basta ya de latinajos. Así, desde mi infancia me recuerdo escribiendo cartas a diestro y siniestro, y recibiendo también muchas. Las fui guardando en cajas a lo largo de los años y hace unas semanas me dio el volunto de poner orden en ellas, como parte del deseo de poner orden en mi vida, una tarea en la que ando afanado ya varias temporadas. Recuperé las seis cajas, seis, que acumulaba en las profundidades de un armario remoto y me zambullí en aquel mar de celulosa vieja. Y tan abisales eran las aguas que aún no he salido de ellas, pero ya estoy empezando a cartografiar los fondos marinos. Me ha sorprendido —y conmovido— comprobar la capacidad de evocación que tienen las cartas, todas sin excepción, aun las más lacónicas o groseras. Quevedo escribió que, leyendo, escuchaba con los ojos a los muertos. Con nada es esto más cierto que con las cartas. Al releerlas, la voz de quien nos las ha enviado se hace presente con una fuerza inusitada, y también su cuerpo, y la persona toda. Nuestro remitente, acaso olvidado o muerto, se yergue ante nosotros como el genio de una lámpara de papel que hubiéramos frotado con los ojos. Leo las frases escritas por personas muy distantes y el papel parece tener labios, y pupilas, y piel; y huele: no solo el de las cartas de algunas mujeres (y hombres) que cumplían con el encantador rito de perfumar los pliegos, sino el de todas. Veo con los oídos y oigo con los ojos a quien las ha compuesto: sus gestos, sus muletillas, el color del pelo, los zapatos que gastaba. La memoria es un gigantesco archivo la mayoría de cuyos fondos están escondidos, pero que se abre, accionado por el resorte de la lectura, cuando nos asomamos a esta tinta fósil, a esta vida muerta. Entonces la melancolía y el asombro por albergar tantos recuerdos que ya no sabíamos que poseíamos se disparan. Me resulta inverosímil y enternecedora la importancia que mis interlocutores y yo dábamos a cosas que, vistas hoy, a tantos años de distancia, no tenían ninguna: la energía que les dedicábamos, las ilusiones que depositábamos en ellas, los esfuerzos que invertíamos para que se cumplieran, o para celebrarlas. La inmensa mayoría de esas cosas ya no existen: pasaron hace mucho, o no significaban nada, o nunca llegaron a darse. Solo una puede decirse que ha perdurado en algunos casos: la amistad que revelan. Con un puñado de mis corresponsales —con mis muy queridos Juan Luis Calbarro o Tomás Sánchez Santiago—, la tenacidad epistolar ha sido paralela a la continuación de la fraternidad. De ambos conservo docenas de cartas y tarjetas, siempre llenas de palabras amables y divertidas, de humanidad y calor (también el de las discusiones), y, en el caso de Juan, de innumerables pullas a cuenta de nuestro antagonismo futbolístico (él, fanático de ese equipo lamentable que es el Real Madrí, Madrí, Madrí, en México se piensa mucho en ti, y yo, fiel al rutilante Barça, aunque este no sea el año más esplendoroso de nuestra historia) y político. Me ha sorprendido comprobar la cantidad de cartas que guardo también de gente a la que he olvidado hace mucho y que nunca tuvo una gran incidencia en mi vida (ni yo en la de ellos, desde luego). Pero, durante un tiempo que en ocasiones fue largo, mantuvimos un diálogo intenso y supongo que esperanzado. Pero esperanzado ¿de qué? No lo sé. Me imagino de que aquellos intercambios nos dieran más vida, más posibilidades de reír, más nosotros. También hay cartas que ya no sé quién me envió. Las guardé sin el sobre, la firma es ilegible y el contenido del texto no contiene nada que me revele al autor. Esas cartas flotan en el proceloso piélago de mi correspondencia como pecios a la deriva, como barcos fantasma solo habitados por una tripulación de espectros. He reservado un archivador especial para las cartas insultantes y las de rechazo de los editores. Las primeras son pocas, pero de las segundas conservo un buen puñado. Entre las cartas groseras, destacan dos de sedicentes escritores, que, curiosamente, coinciden en la razón por la que me escriben: había publicado sendas críticas en las que ponía <i>bien</i> a sus libros. La primera, de un expresidiario a quien le había molestado que dijera que algunos aspectos de su poesía me parecían epigonales del realismo sucio predominante en aquellos años (y que amenazaba con partirme la cara, amén de <i>prohibirme </i>volver a mencionar públicamente su nombre); la segunda, de un poeta molesto por que le hubiese atribuido el error de equivocar la autoría de unos versos, aunque este no manifestaba ningún deseo de calentarme las orejas, sino solo de que publicara una rectificación en la revista donde había aparecido la crítica. En cuanto a las cartas de rechazo de los editores, son bienes preciados. Yo no he hecho como Stephen King, que durante algún tiempo las ensartaba en un clavo que tenía en la pared, ni como Bukowski, que las coleccionaba en una caja de zapatos y sobre las que de vez en cuando, entre botella y botella de <i>whisky</i>, pergeñaba un poema. Pero las atesoro con avaricia, como recordatorio de la vanidad y la estupidez humanas. Las suyas y las mías. Un apartado especial de la correspondencia la constituyen las cartas que parecen amistosas, pero no lo son: aquellas que, con unas formas melifluas o engañosamente corteses, ocultan el interés, el desprecio o incluso la enemistad, como varias de un poeta al que le birlé uno de los muy pocos premios literarios que he ganado en mi vida y que nunca me lo ha perdonado, aunque en las cartas que me dirigió se mostrase obsequioso y formal; o como las del escritor provincial, apenas conocido cuando las redactó, pero que luego se ha subido al carro desbocado de la fama, que me pedía favores, o difusión, o reseñas, cuando creía que yo proporcionárselos, y que luego, una vez montado en el dólar, ha dejado de pedírmelos y nunca se ha ofrecido a dármelos. Las cartas más dolorosas no son estas, por supuesto, sino las de los amigos y los amores muertos, que también van siendo ya unos cuantos. Cuando las leo, el amigo resucita. Y yo siento una punzada de nostalgia y de anticipación de mi propia muerte. Imagino entonces cuando yo me haya ido y algún amigo lea lo que le escribí. ¿Sentirá lo mismo que siento yo ahora o me habrá olvidado? ¿Verá mi cara, mis virtudes y mis defectos como ahora mismo veo yo los de Luis Javier Moreno, o Luísa Vilalta, o Daniel Riu Maraval, o Diego Jesús Jiménez, o Jesús Hilario Tundidor, o Marta Agudo, o Ana Santos, o Antonio Fernández Molina, o Manuel Álvarez Ortega, o Willy McKey, o María Victoria Morales, o Arnaldo Calveyra, o Pedro Luis Cano, o Rafael Guillén, o Jordi Royo, o Eduardo García, o Angelina Gatell, o se preguntará quién demonios era aquel Eduardo Moga que le había mandado tanto papel, sobre el que ha caído tanto polvo? Los amores también siguen ahí, en el sarcófago del sobre, sutilizados, empalidecidos, febrilmente acidulados por el tiempo, pero aún vibrantes en las fibras últimas de la memoria, emanando lo mucho o poco o nada que fue, pero también todo lo que habría podido ser de no haberse interpuesto aquella distancia que justificaba, y exigía, las cartas, las queridas cartas, las devastadoras cartas.</span></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-2022644278809057302024-02-05T01:08:00.000-08:002024-02-05T01:08:56.669-08:00Elogio del fracaso<div style="text-align: right;"><i><span style="font-family: georgia; font-size: medium;">Ever tried. Ever failed. No matter. Try again. Fail again. Fail better. </span></i></div><div style="text-align: right;"><span style="font-family: georgia; font-size: medium;">Samuel Beckett, <i>Worstward Ho!</i></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Se repite mucho la frase de Samuel Beckett, aunque mutilada: «Fracasa más. Fracasa mejor». Pero induce a sospecha que quienes más la repitan sean los que llenan sus arengas de palabras aborrecibles como «resiliencia», «empoderar» o «motivacional». Los campeones del éxito reivindican el fracaso como los jipis de los sesenta se colgaban atrapasueños al cuello o se vestían con túnicas azafrán. Sin embargo, no hay que degradar al fracaso a ruedecilla de la opresiva maquinaria del orden y la exacción productiva para que todo gire en un frenesí de beneficios empresariales y monstruosa banalidad, sino tenerlo por un valor preciado por sí mismo, que nos enfrenta a nuestra calamitosa condición, que nos obliga a mirarnos a la cara y reconocernos humanos, es decir, falibles, transitorios, inciertos, perecederos, irredimibles. El fracaso nos concierta con el humo, no con las máquinas que lo producen. El fracaso es nuestro corazón que se eleva y, de repente, cae en la misma tierra desde la que se ha elevado, en la misma tierra que somos. (Cae en el pozo turbulento del café con leche que desayunamos, en el grumo seminal que expulsamos al lavamanos, en la menstruación carmesí que se traga el desagüe). Con el fracaso no nos rendimos, somos: un deshielo candente, un lugar sin nombre, un vilano que desaparece en la conjura de las cosas quietas. Somos eso que se derrumba cuando nos enderezamos, y el olor de nuestra piel cuando nadie la toca, y la vida que queda en nosotros cuando hemos muerto. El fracaso nos abrillanta las entrañas y saca lo mejor de nosotros, lo que se desvanece aunque abramos mucho los ojos, lo que grita piedras. El fracaso nos enciende, pero con un fuego benigno, porque no disiente de la noche que cae ni del día que tristemente amanece. No se puede amar el fracaso, pero rebosa de amor, como una serpiente que sisea o un niño que pide agua. Todos necesitamos ser lo que somos, y el fracaso obra que lo seamos. El fracaso nos revela de qué color tenemos los ojos, y de qué pie cojeamos, y con qué mano cogemos el pan; y también que nunca nadie podrá salvarnos. El fracaso pronuncia nuestro nombre como quien formula un ensalmo, con una reverencia teñida de sobrecogimiento. En el páramo que es el fracaso hallamos, si sabemos mirar —si no fracasamos en mirar—, el oasis de nuestro cuerpo, con la fronda de los órganos atravesada por el simún, con la poza cristalina de la muerte, en la que bullen los zapateros, con el ulular afilado de los búhos y el revoloteo funesto de los buitres. Ese cuerpo también fracasará, aunque ahora ondee, amarrado al asta de los huesos. De hecho, ya está fracasando, aunque el viento le acaricie todavía el lomo con una mano cortada. El fracaso imbuye todas las cosas: el reloj que se para y el tiempo que no se para, el teléfono que suena y el teléfono que no, el sueño viscoso de la bonanza que se aleja y la pesadilla extenuante de la calamidad que se acerca. El fracaso nos unce a nuestra piel y nos unge de dolor. No hay nada tras él; tampoco debajo. El fracaso es algo redondo que nos colma: se derrama en el tórax y ocluye la imaginación. Y no nos perdona: nos respeta lo suficiente como para afirmar sin tapujos su presencia. El cuchillo que nos clava nos atraviesa gloriosamente, como una lengua muy dulce que lamiese el hígado y el sueño, el ano y los años. Con el fracaso crecemos, pero no para obtener mejores resultados, ni para que nuestra mierda sea más lustrosa, ni para poseer una casa en la que se amontonen los murciélagos, sino para tenernos a nosotros mismos, para fortificarnos en la derrota y en la certeza de que habrá una derrota mayor, que será irreversible. Hay que fracasar más y fracasar mejor, sí, pero privando a esos términos de su denotación cuantitativa: no denotación, sino detonación. Hay que fracasar porque así estalla nuestro ser, y ese estallido nos construye. Hagamos caso a Beckett: «Fracasemos otra vez. Otra vez mejor. O mejor, peor. Fracasemos peor otra vez. Aún peor. Hasta enfermar del todo. Vomitemos del todo».</span></div></div>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-87736613495066774342024-01-30T03:10:00.000-08:002024-01-30T07:57:34.172-08:00Juan-Ramón Capella, maestro<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">El miércoles pasado murió Juan-Ramón Capella (1939-2024), catedrático de Filosofía, Moral y Derecho de la Universidad de Barcelona. Tenía 85 años. Fue mi profesor de Derecho Natural, en primer curso, y de Filosofía del Derecho, en quinto, y el único al que, en aquella facultad, pude llamar maestro. No hubo más: el resto de profesores eran simplemente eso, profesores, y, más a menudo de lo que me habría gustado, mediocres o anodinos. La estampa del Capella, como lo llamábamos los estudiantes, era impresionante: paseando sus casi dos metros de altura por el estrado del Aula Magna, con una mirada redonda, que sus gruesos lentes magnificaban, y una voz honda, aterciopelada, milagrosa, desarrollaba un discurso, siempre crítico, que planteaba preguntas, desmontaba prejuicios —la tarea más ardua de un maestro— y asumía riesgos. Lo recuerdo esgrimir, desde nuestros primeros días de clase, los principios de la filosofía analítica aplicada al derecho y combatir la noción misma de la asignatura que impartía, Derecho Natural, propia del escolasticismo que asfixiaba la filosofía del derecho —y, en general, la filosofía— en España desde Cánovas del Castillo. El derecho natural, decía, es un oxímoron, porque el derecho no es una creación de la naturaleza —no hay nada en ella que pueda considerarse <i>jurídico</i>—, sino del ser humano. Debería llamarse, pues, derecho humano, pero entonces sería una redundancia. De Capella se decía —aunque yo siempre he sospechado que esto es apócrifo— que la única pregunta que había puesto en un examen final había sido “Describa las relaciones jurídicas entre los peces de una pecera”. La respuesta era, claro, que entre los peces de una pecera no había relaciones jurídicas, porque estas solo existen entre los hombres. También recuerdo muchas de las cosas que nos enseñó, como que el trabajo es una relación con la naturaleza; que la fuerza ciega de la ley debía sustituirse, para acelerar la emancipación social, por las normas de moralidad positiva que regían en algunos pueblos primitivos; o aquel irónico corolario de la ley de Murphy, impregnado de optimismo marxista vuelto del revés, según el cual no debíamos cometer “el craso error de pensar que las cosas no pueden ir peor: las cosas <i>siempre</i> pueden ir peor”. Juan- Ramón Capella no tenía miedo de comprometerse ni de decir lo que sabía que muchos —y yo mismo— considerarían una abominación: en una clase nos confesó que, para él, el futuro de las sociedades radicaba en una organización semejante a la que habían implantado los regímenes comunistas en el sudeste asiático. “Qué quieren que les diga”, concluyó, un poco resignado, “así lo creo sinceramente” (y razonadamente, añado yo: sus ideas, aunque equivocadas, se apoyaban siempre en un minucioso análisis de la realidad). En Filosofía del Derecho, cuando ya estábamos a punto de licenciarnos, desveló la razón por la que, inconscientemente, me (nos) había cautivado desde el principio: “Pronto serán ustedes abogados. Y lo serán porque en esta casa les habrán enseñado un lenguaje”. El derecho no es más que un lenguaje, en efecto, un código con su propia lógica y sus normas particulares que basta con dominar para lograr los objetivos que se persigan. De eso, precisamente, trata la tesis con la que Juan-Ramón Capella se doctoró: <i>El Derecho como lenguaje</i>, publicada por Ariel en 1968. Su interés por el lenguaje como base de la razón y el poder humanos explica también su interés por la literatura. En clase, nos recomendó que leyéramos e incluso nos invitó a colaborar con <i>Mientras Tanto</i>, una revista de pensamiento emancipador, como a él le gustaba llamarla, precursora en España de la reivindicación ecologista y feminista, cuyas páginas finales siempre estaban reservadas a un poema. Además, Juan-Ramón Capella fue traductor de autores tan destacados como Gramsci, Russell, Marcuse, Pasolini, Weil, o C. P. MacPherson (cuyo <i>La teoría política del individualismo posesivo </i>nos recomendó vivamente) y escribió una obra ensayística y narrativa sobresaliente. Entre otros libros, en 1993 publicó <i>Los ciudadanos siervos</i>, un punzante análisis de los mecanismos de poder, tanto ideológicos como materiales, que someten a los miembros de la comunidad; en 2005, publicó <i>La práctica de Manuel Sacristán. Una biografía política</i>, la biografía del pensador marxista español probablemente más importante, de quien había sido discípulo; y en 2011, <i>Sin Ítaca. Memorias: 1940-1975</i>, una espléndida autobiografía de juventud en la que narraba sus dificultades, que fueron las de muchos otros de su generación, para vivir bajo el sórdido franquismo —al que combatió como miembro del clandestino Partido Comunista—, y revelaba, con mucha delicadeza, cómo había descubierto su homosexualidad en el París en el que, expulsado de la universidad, tuvo que refugiarse. Yo hablé con él, a solas, en varias ocasiones. Primero como delegado de curso —en primero; en segundo me derrotó un zopenco del Opus Dei que iba para notario—, como cuando fui a pedirle disculpas porque la clase hubiera salido de estampida cuando el bedel dio la hora (entonces los bedeles, uniformados, entraban en el aula y gritaban: “¡Doctor, la hora!”), antes de que él hubiese acabado su exposición, y luego en una visita que le hice a su casa, en la calle Aribau de Barcelona, muy cerca de donde yo mismo vivía, en Muntaner. Me recibió con mucha amabilidad en aquel amplio caserón del Ensanche, donde me pareció que vivía solo: no observé ningún detalle que me hiciera pensar que compartía su intimidad con nadie. Me ofreció un agua tónica y charlamos ya no recuerdo de qué. Sí que él me habló de un antiguo maestro suyo, don Alejandro, al que él había acudido, cuando estudiante, como yo entonces acudía a él. Volví a verlo, por casualidad, en una calle de Barcelona. En 2015, yo vivía en Londres y había regresado unos días a la ciudad para atender a mi madre, vecina también del Ensanche. Cerca del Hospital Clínico, pasé por delante de la terraza de un bar y allí lo vi, sentado y nuevamente solo. Hacía un crucigrama. Su interés por el lenguaje no había disminuido. Estaba mayor, pero no se había olvidado de mí, es más, se acordaba de mí en unos términos que me parecieron elogiosos, y no porque hubiese ido a sus clases, sino por razones literarias. “Yo fui alumno suyo [siempre nos tratamos de ‘usted’], soy Eduardo Moga”, le dije, venciendo, por la cercanía que habíamos tenido hacía tantos años, el pudor que me suele impedir acercarme a gente conocida. “Ah, Eduardo Moga, el poeta”, respondió con una sonrisa. Me hinché un poco, debo admitir. Conversamos brevemente, y otra vez se me ha olvidado de qué. Pero no tiene importancia: lo importante es que seguíamos <i>siendo</i>, tantos años después y en un lugar tan desaborido como aquella calle barcelonesa: él, un hombre inteligente, amable, responsable, bueno, alguien capaz —y esto es infrecuente— de estimular la inteligencia de los demás, de motivarlos a aprender, a reflexionar y a debatir; y yo, un antiguo alumno suyo, aún maravillado por su luz intelectual y humana. Descanse en paz, querido maestro.</span></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-81506765119289030862024-01-25T00:55:00.000-08:002024-01-25T00:55:40.486-08:00Galeras, galeotes y esclavos: el Museo Marítimo de Barcelona<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Mi amigo Juan Carlos y yo vamos hoy al Museo Marítimo de Barcelona, después de haber visitado la iglesia de Sant Pau del Camp, la más antigua de la ciudad, un encantador templo románico, documentado desde finales del siglo X —que, para mi vergüenza, yo, un barcelonés de sesenta y un años, no conocía todavía—, y del que nos llevamos algunas imágenes memorables, como las de unas sirenas con alas y unos sapos que les comen los pechos a unas mujeres en sendos capiteles del recoleto claustro. El Museo Marítimo no queda lejos de la iglesia y llegamos tras un breve paseo. Ocupa el edificio de las Atarazanas, una enorme construcción del siglo XIII destinada a armar galeras y barcos desde tiempos del rey de Aragón Pedro III, llamado el Grande. Recuerdo haberlo visitado, hace muchísimos años, con mi padre, que admiraba las Atarazanas como un ejemplo más del poder industrial de Cataluña. Mi padre admiraba todas las pequeñas grandezas de Cataluña. De aquella visita solo guardo un vago recuerdo de la gigantesca galera que ocupaba, y sigue ocupando, el centro del recinto, reproducción de <i>La Real</i>, la nave capitana de la Liga Santa en la batalla de Lepanto. Considerando que se construyó en 1971 —para conmemorar el cuarto centenario de aquel triunfo de la Cristiandad que el franquismo agonizante, pero aún ferozmente católico, quería exaltar como una de mayores gestas de la muy nacionalcatólica España—, yo debía de tener nueve o diez años. Desde el principio, las Atarazanas fueron uno de los puntales del desarrollo marítimo y comercial de Barcelona y de todo el Reino de Aragón. Poco después de que se edificaran, el 6% de la población de la ciudad ya trabajaba en ellas: eran la primera infraestructura de la urbe. Allí se construían más de treinta galeras al año, una barbaridad. Eran unos barcos colosales, evolución de las trirremes romanas, que alojaban a 236 galeotes y 400 marineros y soldados —aunque “alojar” es un decir, a la vista de las condiciones en que lo hacían—. Desde luego, ir a bordo de una de aquellas sobrecogedoras embarcaciones no permitía confiar en que se fuese a tener una vida muy larga, pero quienes menos confiaban en ello eran los galeotes, el <i>motor</i> de la nave, cuya única función era remar, y que lo hacían, horas y horas, encadenados a los bancos. Allí también comían —bizcocho duro, un puñado de legumbres cocidas y dos litros de agua al día—, dormían y hacían sus necesidades. Es fácil imaginar cómo estaba el agüilla en el que tenían permanentemente hundidos los pies. De hecho, en aquellos tiempos los ataques marítimos por sorpresa eran imposibles: las galeras apestaban de tal manera que revelaban su presencia a millas de distancia. Los galeotes remaban al ritmo que marcaban el cómitre y los latigazos que sus acólitos les propinaban, y lo hacían hasta literalmente morir de agotamiento en las batallas o en las maniobras urgentes que había que ejecutar, por tormentas o alguna de las muchas adversidades que les deparaba el mar, para mover aquellos farragosísimos mastodontes (cuya velocidad máxima, a plena palamenta —es decir, cuando los 236 galeotes remaban a la vez al ritmo más elevado posible durante media hora—, era de seis nudos, unos once kilómetros por hora). Por supuesto, en los combates, ellos eran los que peor lo tenían. Aherrojados al barco, no podían escapar del fuego o el abordaje enemigos, ni del naufragio si el buque se hundía. Y, si enfermaban, quedaban heridos o protestaban demasiado, se les echaba sin miramientos por la borda. En el Museo, averiguamos que había tres clases de galeotes: los esclavos (por lo general, turcos o moros capturados en batalla, pero también cristianos reducidos a servidumbre, como los herejes condenados por la Iglesia), los forzados (delincuentes penados, que no podían purgar sus culpas en galeras más de diez años, aunque a este límite no llegaba casi ninguno: la media de supervivencia de los galeotes era de dos) y los “buenos boyas”, hombres libres que se prestaban a remar a cambio de un sueldo. Hoy, lo que hacemos no es muy diferente: sacrificamos nuestro tiempo —nuestra vida—, haciendo un trabajo que casi todos aborrecemos, para ganar el dinero que nos permita comer (y, por lo tanto, seguir trabajando). Las condiciones de trabajo han mejorado, pero la esencia del sacrificio es la misma. La galera que ilustra este mundo infernal es el buque insignia de la flota cristiana en Lepanto, que se despliega en la nave central del Museo y que se puede admirar desde dos tribunas levantadas a proa y popa. Destaca el larguísimo espolón, rematado por un Neptuno dorado a lomos de un pez, cuya finalidad era ensartar los buques enemigos y dejarlos sometidos al fuego de los cañones situados detrás de él y alimentados con los mil proyectiles de piedra que solían cargar las galeras. En una de las dos velas latinas del barco cuelga el estandarte de Jesucristo, y a popa se alzan los tres enormes fanales que representan las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, y que indicaban el alto rango del navío. Por cierto que fe y esperanza puede que sí tuvieran los marinos que luchaban en estos monstruos, pero caridad, más bien poca, ni consigo mismos, expuestos al horror del choque, ni, sobre todo, con los enemigos, para los que no había perdón, sino solo ensañamiento y muerte. El barco tiene una eslora de sesenta metros, como un campo de fútbol, y a popa, lo más resguardada posible, se encuentra la parte noble: donde vivían don Juan de Austria, el comandante de la flota cristiana, y su séquito de oficiales. En esta zona adquiere plena vigencia la brutal diferencia de clases que caracterizaba a la época: los galeotes remaban, entre excrementos, hasta la muerte; los soldados y marineros vivían a la intemperie, enfrentándose al frío y el sol, al hambre y la sed, y, cuando llegaba el combate, a turcos muy enfadados que les disparaban flechas envenenadas, arcabuzazos y piedras, y querían hacerlos picadillo a golpes de cimitarra; y los jefes disfrutaban de suelos de marquetería y finas esculturas, de cortinajes y vinos, de sirvientes y cámaras privadas. Aunque en Lepanto, todos pringaron, desde luego: pese a que las fuerzas estaban muy igualadas (unos 300 barcos por bando y casi las mismas tropas: cerca de 90.000, aunque las fuerzas de la Liga contaban con más artillería, y eso resultó decisivo), los cristianos manejaron mejor el fuego, y las picas de la infantería de marina española, creada en 1534 por Carlos I, fueron fundamentales en los abordajes. Miguel de Cervantes se había enrolado en la flota y, aunque estaba enfermo, con malaria, pidió luchar donde fuera más peligroso. Y su petición fue atendida: lo destinaron a la cabeza de un esquife de abordaje. Allí recibió tres arcabuzazos: dos en el pecho y uno en la mano, que le quedó estropeada (sorprende que Cervantes sobreviviese a tantos azares: fue gravemente herido en Lepanto, participó en otras expediciones navales no menos peligrosas, sufrió cautiverio cinco años en Argel, fue excomulgado y estuvo también preso en España...).<i> </i>Cuando la batalla terminó, habían muerto 40.000 turcos y 10.000 cristianos, los otomanos habían perdido 200 galeras, y los cristianos habían hecho 8.000 prisioneros y liberado a 12.000 cautivos que remaban en los bajeles de la Sublime Puerta. Juan Carlos y yo observamos que la información que proporciona el Museo sobre estos primeros siglos de navegación es coherente con las últimas tendencias museísticas. Así, apenas menciona la batalla de Lepanto ni a los grandes señores que urdieron o participaron en aquel enfrentamiento, sino que se concentra en exponer la crudeza de las condiciones de vida de los galeotes y marineros, y la relación fundamental de la industria marítima con el auge de las rutas comerciales y la dominación colonial, y, en última instancia, con el desarrollo del capitalismo. Los museos son cada vez menos épicos y más intrahistóricos; cada vez aluden menos a los privilegiados de la sociedad (que son los que más han hecho por que esos museos existan y para nutrir sus fondos) y más a los que consideran los verdaderos protagonistas de la historia: los de abajo, los sometidos, los desgraciados: los que construían los barcos o los impulsaban con sus brazos; los que edificaban las ciudades y los palacios donde vivían los obispos y los reyes; los que acarreaban los bloques de granito con los que se levantaban las pirámides; los negros que recogían el algodón o formaban el servicio doméstico de los millonarios. Y el Museo Marítimo no es una excepción. Ya no cuenta hazañas, sino que desmenuza relaciones de producción: se ha vuelto cordialmente marxista. Apreciamos este cambio de rumbo, y nunca mejor dicho, en el tratamiento de la esclavitud no solo en la época de las galeras, sino también al hablar de la navegación comercial en los siglos posteriores, hasta el XIX. En una sala completamente negra, luctuosa, dedicada al “tráfico de personas esclavizadas”, se exponen varios documentos de la monarquía española —de Carlos IV, que liberalizó el comercio negrero, y su hijo, el preclaro Fernando VII— que autorizan o promueven el tráfico “legítimo” de esclavos, y yo me fijo en uno en virtud del cual se constituyen comisiones para recoger negros cimarrones, esto es, rebeldes o fugitivos refugiados en las profundidades de la selva o en riscos inaccesibles. España tiene mucho que explicar todavía sobre ese negocio infame, por el que <i>trasladó </i>a más de un millón de africanos a América entre 1501 y 1875 (aunque no fue el imperio más esclavizador: ese fue el portugués, seguido por el inglés y el francés), y se agradecería que el Museo dedicara más espacio a este tema. En otra interesante ala de las Atarazanas, se expone el barco <i>Les Sorres X</i>, los restos de una pequeña embarcación de cabotaje de la segunda mitad del siglo XIV, hallada en 1990 en los humedales de la desembocadura del Llobregat durante las obras de construcción del canal de remo para los juegos olímpicos de 1992, y preservada para la posteridad por las arenas aislantes de la capa freática en la que vino a depositarse. La barca transportaba pescado en conserva desde el golfo de Cádiz hasta Barcelona y otras ciudades norteñas. La exposición de los restos está acotada por varias citas literarias: una del <i>Espill</i>, la sátira misógina de Jaume Roig que he traducido para Pre-Textos, y otra del célebre poema de Ausiàs March “Veles e vents”, ambas de la misma época en que <i>Les Sorres</i>, se llamara como se llamara entonces, caboteaba por la costa catalana. Son maravillosas, en el Museo Marítimo, las innumerables maquetas de los barcos. Los amantes de estas minuciosas miniaturas han de estar encantados. Admiramos reproducciones del <i>Victory</i>, el buque insignia de la flota británica en Trafalgar, en el que murió Nelson, abatido por un fusilero francés; del <i>Santa María de la</i> <i>Victoria</i>, la única nave de la expedición de Magallanes que volvió a España, al mando de Juan Sebastián Elcano, después de haber circunnavegado el globo por primera vez (que se sepa); de muchos barcos de placer de las compañías Transmediterránea y Transatlántica, aunque los de esta última sirvieron también para transportar a los desdichados reclutas españoles a luchar en los manglares de Cuba, infestados de mosquitos y de mambises; y del <i>Ictíneo II</i>, el sumergible gordezuelo inventado, para pescar coral, por el catalán Narcís Monturiol en 1858, cuya réplica se exhibe en los luminosos jardines del Museo. Los aparatos de navegación —brújulas, cronómetros, esferas armilares, globos terráqueos, rosas de los vientos, sextantes, monoculares— son también estupendos, como los cañones roídos por el salitre y las bombardas, los mascarones de proa, los patines de vela y los <i>dinghies</i>, las campanas de buzo y la fantástica óptica giratoria dióptrica catadióptrica del faro de San Sebastián, de Calella de Palafrugell, de 1924, cuyo centelleo se divisaba a 31 millas de distancia.</span></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-82565522036677370502024-01-20T00:32:00.000-08:002024-01-20T00:32:26.901-08:00La infancia recuperada de Javier Pérez Walias<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Javier Pérez Walias (Plasencia, 1960) lleva construyendo, desde su primer libro, <i>Ceremonias del barro</i>, publicado en 1988, una prolongada elegía, un canto al nacimiento del mundo, de <i>su</i> mundo: cuando ante sus ojos maravillados aparecieron la casa y la familia, enclavadas en un paisaje difícil e inmaculado, y accedió a la conciencia. Su poesía —biográfica, aunque al modo embozado, metamórfico, de la poesía— destiña una melancolía flamígera, fruto de la constante evocación de la infancia, del auge auroral de la juventud. Pero esa evocación no es un himno abstracto, sino una profundización en los detalles cotidianos, en el devenir minucioso de las cosas experimentadas a su alrededor —y construidas— por un ser que nace, por alguien que aprende a existir: a poseer un yo. El poeta cuenta, por ejemplo, la historia de un cordero que se crio en su casa, y con el que la familia se acabó alimentando; o recuerda al pájaro enjaulado («sucede que una jaula es un lugar sin aire que cuelga boca arriba», precisa), o la clásica caja con gusanos de seda con la que a todos, de niños, nos han enseñado el ciclo de la vida. Javier Pérez Walias es un ser que recuerda y que edifica el poema con ese recuerdo, con esos «seres recordados que tanto [ama]»; con «los suyos», que constituyen su única comunión. Su nostalgia, no obstante, no se limita a la dolorosa y a la vez placentera rememoración de lo ido, sino que se sumerge en el propio ser del poeta, que se pregunta por su identidad («soy yunque y martillo para conmigo mismo», dice en los primeros versos del primer poema del libro) e interpela a la conciencia misma: «Hoy he regresado a ti / a ti mi conciencia tan desconocida tú insecto ámbar hermana de la palabra», escribe en el último poema de <i>Insecto ámbar</i>, cerrando así un círculo —o, mejor, una elipse— de pesquisa en la interioridad, de análisis del ensamblaje de los recuerdos y la experiencia para la erección del yo. De este abismamiento interior no solo surgen las figuras amadas, los parajes de la niñez, el paraíso perdido de la inocencia y la invulnerabilidad, sino también, asociados a ellos, en pugna con ellos y con quien ahora es el poeta, la soledad («vivo en soledad», dice de nuevo en el poema 1; como todos, claro), el miedo (que también es de todos), la angustia permanente por el paso del tiempo (lo mismo) y la certeza de que «solo la muerte/ existe/ justo antes/ de la muerte» (así lo afirma en el poema 8, y exactamente igual en el poema 5). Pero es que lo que hay justo antes de la muerte es la vida. Completando esta punzante introspección, los recuerdos que el poeta invoca a lo largo del poemario —y de toda su obra anterior— se proyectan también en el futuro, abarcando el arco temporal entero. Así, el frecuente recuerdo del padre del poeta se transforma en el que su hijo guardará de él.</span></p><p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">En el mundo evocado de <i>Insecto ámbar</i>, la presencia de la naturaleza es protagónica: el poemario está recorrido por animales —sobre todo pájaros—, por insectos, por el fluir hipnótico y exultante del río, que es el río Jerte. Toda esta naturaleza es, biográficamente, la del hermosísimo valle del Jerte, cerca del que nació y en el que fue niño Javier Pérez Walias. Pero el poeta no se limita a describirla —aunque lo hace muy bien y con mucha intensidad—, sino que se la apropia existencialmente y la convierte en raíz y prolongación de su ser. Hombres, animales, plantas y hasta seres sobrenaturales se funden en el cosmos rememorado, en su espacio de libertad y pureza: «Caído / como un ángel. // El insecto / palo / se abraza a la rama. // Sus círculos de leña gritan / mi edad. / Y comenzaron a precipitarse sobre mí letras, hojas, signos deformes…», escribe Pérez Walias en el poema 7. Y también: «Antes de que amanezca y un perro arañe mis ojos escarbando la tierra…». En <i>Insecto ámbar</i>, el yo es la tierra. </span></p><p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">El «insecto» de este libro, central en su articulación visionaria, es un símbolo polisémico, que se ajusta, como un engranaje rotatorio, a las necesidades expresivas del poeta: a veces es solo un insecto (como el puro de Freud no era, a veces, un símbolo fálico, sino nada más que un puro), pero otras se identifica con el hombre, con las palabras, con el pasado, con la memoria («cada recuerdo es un insecto») o con el tiempo. El «insecto ámbar» del título representa la solidificación de las nieves de antaño, su pervivencia agónica en el recuerdo. El poema es, en este libro, y siempre, la forma que tiene Javier Pérez Walias de revivir lo muerto, de extraer los insectos fosilizados de la resina de los años para que vuelen otra vez: de emancipar al ser del tiempo.</span></p><p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Pese al carácter melancólico, y por lo tanto benigno, de los poemas, no pocas imágenes de <i>Insecto ámbar</i> son fieras, incluso violentas: transparentan el conflicto interior entre la añoranza de los seres amados y los placeres vividos, y la comprobación de su alejarse diario, de su inevitable palidecer ante los embates de la edad y el olvido: «Nadando en plomo. // Sin aire en los pulmones, como pecios de salitre y alquitrán nos asfixiaba la sed de sobrevivir. // El insecto del tiempo no se alimenta del néctar de la luna. // Ni de los despojos de la luz/ (…) ni de los estambres de los cuchillos/ que abren sus retinas/ en la noche». A las asociaciones de Javier Pérez Walias las anima una libertad a la que impone cada vez menos restricciones; su realismo basal se ha enriquecido, a lo largo de los años, con una panoplia de metáforas, alegorías, figuras de la dicción —en <i>Insecto ámbar</i> abundan las aliteraciones— y, en general, cristalizaciones retóricas de la imaginación, que aquí se despliega con toda su fuerza. Son de destacar las enumeraciones en prosa sin signos de puntuación —aunque no sean, en realidad, enumeraciones, sino apilamientos de versos desnudos, cadenas de sintagmas que se transfunden unos a otros, que alean sus contornos en un restallante cuerpo verbal—, con detalles de la vida, de la casa, que, en su radicalmente yuxtapuesta sequedad, crean un ritmo acelerado y vivificador, y explotan de lirismo. El poema 9, el último del libro, se compone fundamentalmente de ellas: «Aletean los rabilargos en la noche zumban en mis oídos colgados como galgos de las ramas enhebradas las bogas en un junco abrazando mi cuello con sus picos vaciando las entrañas a otros pájaros la bilis los miedos bajo un alumbramiento de plumas mi cabeza es un papel secante / de palabras…».</span></p><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><div style="text-align: justify;">[Este artículo se publicó, bajo el título de «Volver a vivir», en <i>Letras Libres</i>, nº 268, enero de 2024, pp. 47-48]</div></span><p></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-52163822787239049762024-01-15T04:25:00.000-08:002024-01-15T07:48:52.247-08:00En Miravet y Siurana con Andreu Navarra<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Llego a Miravet con mi buen amigo Andreu, polifacético como pocos —poeta, novelista, historiador, profesor, sindicalista de Educación, músico de una banda anarcosatánica—, en un día soleado pero frío. Hacía tiempo que queríamos venir, pero preferíamos no hacerlo en verano: las temperaturas escalan aquí a los cuarenta grados o más en julio y agosto (y pronto, tal como pintan las cosas, lo harán en los demás meses del año: había que apresurarse). Miravet se alza, literalmente, sobre un meandro del río Ebro, ya cerca de su desembocadura. El río viene hoy con mucha agua; y aunque sea el más caudaloso de España, no nos lo habíamos imaginado, con la sequía que hay. Antes de internarnos por las callejas del pueblo y subir al castillo, nos fortalecemos en uno de los bares de la localidad: sendos bocadillos de <i>fuet</i>, generosamente guarnecidos, nos devuelven a la vida, tras casi dos horas de pesada autopista. Al salir de los aseos, veo, frente a la puerta, algunas de las fotos que han hecho famoso a Miravet, y, singularmente, esa en la que se ve a una docena de soldados republicanos, fusiles en ristre, vadear el río justo delante de donde estamos y por donde hoy solo circulan los kayaks de las empresas de recreo. La foto es una montaje de los servicios de propaganda de la República, tomada dos días después del inicio de la batalla de Ebro —el 25 de julio de 1938— en un lugar que no puede cruzarse a pie, pero funciona: se ha vuelto un icono de aquella última ofensiva de la República, capitaneada por el legendario Vicente Rojo y ejecutada por hombres no menos míticos del bando republicano —Líster, Modesto, Tagüeña—, cuyo fracaso final selló el destino de la breve y malhadada democracia española. Vivificados por el tremendo bocadillo de <i>fuet </i>y el melancólico recuerdo de aquellos valientes luchadores por la libertad, salimos a las calles de Miravet, que nos recibe con un apiñado enjambre de casas de piedra, arcos, porches, aljamas e iglesias, en cuyos huecos y alrededores se amontonan las chumberas, verticales, que descienden hasta la misma agua. Todo el pueblo está encajado en la roca de la ribera, cuyas irregularidades forman los cimientos de muchas casas. Sobre la cinta verdegrís del Ebro planean garzas y garcetas, y a mí me parece reconocer también una oropéndola. En el agua, la cabeza de un ánade real, que se mueve con soberana indiferencia, lanza eléctricos destellos verdes. De camino al castillo, pasamos por delante de la iglesia vieja, un espléndido templo renacentista de la segunda mitad del siglo XVI, construido por la Orden del Hospital sobre una antigua mezquita. Así ha sido casi siempre, y en todas partes: las religiones se superponen y reemplazan. Miravet es de origen árabe: los musulmanes fundaron aquí una alquería en el siglo VIII, que creció y prosperó, y en la que vivieron sus descendientes hasta su definitiva expulsión del país en el XVII. Por desgracia, la iglesia, desacralizada, está cerrada y no podemos contemplar sus esgrafiados y pinturas murales ni su ara románica, pero, al menos, la admiramos entera y en pie. No lo estaría si hubiera estallado la bomba que lanzó la aviación fascista y que atravesó la cúpula. En la fachada que da al río, en la plaza de la Sanaqueta, en cambio, todavía se aprecian los impactos de bala y metralla que le regaló la guerra al templo, como en tantos otros lugares de España: pienso en la iglesia de San Felipe Neri, en Barcelona, con la portada aún marcada por la viruela de una bomba asesina, también lanzada por la aviación italiana que martilleaba la ciudad desde Mallorca por orden de Franco, que mató aquí a cuarenta y dos personas, la mayoría niños, el 30 de enero de 1938. El tramo final de acceso al castillo, por un camino de madera, es muy empinado, y tanto a Andreu como a mí, que sumamos casi doscientos kilos entre los dos, nos cuesta superarlo. Jadeamos y ralentizamos el paso, pero por fin lo conseguimos: hemos asaltado con éxito el castillo. Al igual que la iglesia, se construyó sobre una antigua fortaleza árabe, de la que aún se conservan restos, como el arco de herradura de alguna ventana (situada junto a un sillar marcado con una ostentosa cruz: los obreros cristianos no dejaban de acotar el terreno). Lo edificaron los caballeros templarios a mediados el siglo XII, mezclando en la construcción los estilos islámico, bizantino y cisterciense. El resultado fue el gigantesco castillo-convento de piedra clara que ahora vemos, dividido en dos grandes áreas, señaladas a su vez por sendas explanadas: el recinto <i>jussà</i>, andalusí, más antiguo y escalonado, y el recinto soberano, posterior, con una estructura poligonal, cinco torres, contrafuertes y un patio de armas donde se podría jugar un partido de fútbol. En esta parte se concentran las dependencias destinadas a garantizar la autonomía del castillo, en particular si era sitiado: la cisterna, en la que se recogía el agua de la lluvia (entonces llovía más que ahora); las caballerizas, donde aún se reconocen los comederos de los animales; el granero, con dos silos; el almacén, que también era donde se fabricaba y guardaba la pólvora, aunque nos parece temerario que estuviera situado debajo de las salas principales de la fortaleza; el refectorio, donde comían los caballeros templarios y que luego fue dormitorio de la soldadesca, y en el que, como el suelo está levantado, admiramos los cimientos de las columnas que, parecidas a palmeras, sostenían los arcos del techo: tres grandes tubos truncos de piedra; la bodega, la mayor sala de todas (nos la imaginamos repleta de barricas de vino, el mejor producto de esta tierra, y el trasiego de odres y botellas para saciar la sed y satisfacer la necesidad de alegría de los que vivían aquí); y, por último, la iglesia, románica, interior, austera, silenciosa, fortificada, en la que pasamos un buen rato descansando y charlando. Nuestra última visita es a la torre de San Miguel, una de las varias que circundan el castillo, a veinticinco metros de altura, desde la que volvemos a disfrutar de la vista del Ebro adentrándose majestuosamente en la sierra de Pàndols, entre arboledas plateadas y breves campos de labor, y sobrevolado por una pareja de milanos negros que buscan el almuerzo. Después del nuestro en un restaurante del pueblo —yo compenso el megabocata de <i>fuet</i>, que aún me pesa en las entrañas, con una crema de coliflor, blanca y delicada, y una exquisita calabaza con queso de la tierra—, vamos a Siurana, que Andreu considera el pueblo más bonito de Cataluña. Para que pueblos como este —o como Cadaqués— hayan conservado su encanto secular, la inaccesibilidad ha sido fundamental. Hoy ya no es inaccesible, pero para llegar todavía hay que recorrer una carretera muy estrecha y sinuosa (que Andreu insiste en que han arreglado mucho desde la última vez que estuvo aquí), batida por el viento. El pueblo corona un enorme peñón de casi 740 metros de altitud, asomado al río y al embalse de Siurana —hoy prácticamente seco, menos el tramo más cercano al dique, en el que sobrevive un brazo de agua verde— y rodeado por otras espectaculares formaciones rocosas, como la peña gemela de Siuranella y los acantilados de Arbolí, todos ellos frecuentados por escaladores que dejan las furgonetas con las que viajan en los inexistentes arcenes de la carretera. Muchas de estas peñas son, en la base, rojizas, y, en la cúspide, ocres o casi blancas, y a todas las pinta de cobre y transparencia el sol poniente. De piedra son asimismo las casas del pueblo, entre las que una fuente de 1888 recuerda a mosén Josep Salvat, fuese este quien fuese, y se alza la iglesia románica de Santa María, cuya hermosa portada luce tres arcos de medio punto, sostenidos por columnas con capiteles historiados, y un tímpano con un Cristo crucificado y ocho, no doce, adláteres. Desafiando el frío creciente, nos encaminamos a los restos de castillo, erigido en el siglo IX y último enclave musulmán de Cataluña, conquistado para la causa de Dios y el provecho de sus ministros por Ramón Berenguer IV en 1153. Aunque los restos son solo muñones de murallas y cimientos desorejados que no se pueden visitar, el paseo nos permite asomarnos al llamado Salto de la Reina Mora, un mirador situado en una de las muchas plataformas rocosas que se solapan en el pueblo, desde el que la leyenda dice que la última reina de la taifa se precipitó al vacío porque prefería la muerte a ser capturada por los cristianos. Sí, uno puede imaginarse lo que habrían hecho con ella. Es solo una leyenda, pero mucho más arrebatadora que la tontería aquella de Boabdil de echarse a llorar por la pérdida de Granada, y que encima le riñese su madre por hacerlo.</span></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-60626697127995624842024-01-10T01:59:00.000-08:002024-01-10T09:16:11.919-08:00La multitud y sus formas: sobre Agustín Fernández Mallo<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Tras varios ensayos, en los que ha investigado en la poesía posmoderna (<i>Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma</i>) y en los conceptos de creación —a partir de los residuos, de la <i>basura</i>, de quienes han creado antes que nosotros— (<i>Teoría general de la basura (cultura, apropiación, complejidad)</i>) e identidad —formada, asimismo, por una caótica agrupación de informaciones, sobre la que no tenemos control y ni siquiera conocimiento— (<i>La mirada imposible</i>), Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) entrega, con <i>La forma de la multitud (capitalismo, religión, identidad)</i> (Galaxia Gutenberg, 2023, I Premio de Ensayo Eugenio Trías), su ensayo más político. Denso de filosofía, como los anteriores, <i>La forma de la multitud</i> abunda y profundiza en asuntos esbozados, o solo parcialmente desarrollados, en <i>La mirada imposible</i>, publicado en 2021 por una pequeña editorial gerundense. Fernández Mallo analiza las tripas del capitalismo, un sistema descentralizado, fagocitador e infinitamente elástico, y su modo de construir no solo su hegemonía económica e ideológica, sino también, y sobre todo, la identidad (o identidades) de quienes lo sostienen, es decir, hoy, de todo el mundo. Algo esencial en esta fase de su desarrollo —en que ha logrado persuadirnos de que la reivindicación de la identidad, y no la justicia social, es la clave de la emancipación humana—, que se consigue gracias a la suma intangible y desordenada, pero gobernada con firmeza teleológica e implacabilidad estadística, de los elementos que constituyen esa identidad; una suma resuelta por la Red, por el invisible monstruo digital, una realidad tan fantasmagórica como apabullante. </span></p><p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Desde esta idea seminal, el autor de <i>Nocilla Dream</i> avanza en todas direcciones. Porque así ha operado siempre Fernández Mallo: expandiéndose, ramificándose, multiplicándose, pero sin que esta distensión disperse las ideas, sino, por el contrario, amalgamándolas en una cadena de perturbadoras figuraciones. De hecho, este es, a mi juicio, el principal atractivo del pensamiento de Fernández Mallo: a lo mejor, lo que dice no es una verdad empírica, ni una especulación irrefutable, pero siempre conmueve por su lucidez, por su capacidad para alumbrar realidades nunca concebidas y vínculos insospechados entre las cosas. De hecho, uno puede discrepar de lo que dice, o incluso descubrir contradicciones en su argumentación, pero esta resulta siempre más afortunada que la de tantos ensayistas narcóticos, y abre caminos de reflexión —y de placer estético— desconocidos hasta ese momento. Fernández Mallo practica el ensayo en el sentido clásico del término: como tanteo, como averiguación, como pensamiento en marcha, dinámico, vacilante a veces, pero siempre vivo, saltando de una proposición a otra como un bailarín, o como si bajara por los rápidos de un río, acomodándose a su imprevisible encadenamiento de turbulencias. Sus páginas, coherentes en el <i>iter</i> discursivo, chisporrotean de excursos, de intersticios en los que se insinúan otros discursos, de centelleos que son, a menudo, iluminaciones. La habilidad de Fernández Mallo para engarzar ideas alejadas o incluso contrarias entre sí, esto es, para ejercer la inteligencia, nunca decae. En el epígrafe «Cuando la contabilidad entra en el discurso religioso», leemos: «Los contemporáneos procesos de creación de identidades estadísticas a través de los análisis <i>big data</i>, que operan en esa masa que es la Red, tienen su origen teológico en la selección de almas que, según el cristianismo, hará Dios el día del Juicio Final»; y, un poco más adelante, asevera: «La religiosa propagación del mal, del pecado original encarnado en la amorfa forma de la masa y de la multitud, tiene su espejo en la biología simple, no compleja, prácticamente unicelular y bacteriana». El <i>big data</i> y el Apocalipsis, el pecado original y los protozoos: extremos nunca antes eslabonados, que aquí sugieren una continuidad esclarecedora. </span></p><p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">A Agustín Fernández Mallo le encanta subvertir las ideas establecidas, abrir claraboyas —o avenidas— en lo consabido y ejercer la metáfora. La metáfora, en tanto que fusión de realidades distintas y distantes, tanto más eficaz cuando más distantes sean, es la figura que mejor se adecua a su estilo y la que mejor sintetiza su forma de razonar. Y también es el núcleo de su concepción de la literatura. Porque Fernández Mallo es poeta antes que nada, o por encima de todo, ya escriba poesía, novela o ensayo. Inmediatamente antes de la segunda cita transcrita, ha dicho: «Todas las células son la misma célula, todas las Hydras son la misma Hydra, todos los electrones son el mismo electrón, todos los fuegos, el mismo fuego»: un pasaje, hecho de emparejamientos, de rítmicas simetrías, intensamente lírico —y a cuya redacción, en una nueva paradoja, ha contribuido la condición de físico nuclear de su autor—. Sin embargo, toda esta poesía se vierte en una prosa clara y fluyente, que nunca se enreda en abstrusas jergas académicas o se vuelve un engrudo intransitable. Su voluntad es omnicomprensiva, como en los filósofos antiguos, y con ella desmiente una posmodernidad de la que se le ha considerado portavoz: Fernández Mallo gusta de articular sistemas complejos, que integren todas las hebras del tapiz elaborado, aunque sea consciente de que no hay, ni puede haber, universos clausos, y de que todo lo que forma parte de la vida participa de una inasibilidad esencial. Al escritor se le puede aplicar lo mismo que él mismo dice de los fenómenos expansivos: «[aquellos] que, partiendo de un punto de dimensiones más o menos reducidas, crecen de tal modo que su desarrollo tiende a infinito. (…) La expansión es algo propio de los sistemas abiertos, aquellos que, con sus hábitats y entornos, intercambian materia, energía e información a través de sus fronteras; unas fronteras que, por lo tanto, son porosas, en contraposición a los sistemas aislados, que carecen de intercambios en su entorno». Agustín Fernández Mallo es un sistema abierto en sí mismo, que tiende al infinito.</span></p><p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">[Este artículo, con el título de “¿Por qué soy lo que soy?”, se publicó en <i>Turia</i>, nº 148, noviembre de 2023-febrero de 2024, pp. 443-445]</span></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-5983343981411438852024-01-05T04:24:00.000-08:002024-01-05T04:25:03.218-08:00Los sueños en color (y también en blanco y negro) de Marc Chagall<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Marc Chagall fue un judío bielorruso —Moshe Segal— que vivió la mayor parte de sus casi cien años de existencia en Francia y murió en un pueblecito cerca de Niza. En Niza, precisamente, se encuentra el principal museo dedicado a su obra, el único del planeta que se ha inaugurado cuando el artista aún estaba vivo. Tuve ocasión de visitarlo hace cuatro años, andando yo por la Côte d’Azur de cónyuge de mi entonces mujer, que asistía a un congreso médico. Desembarazado de toda obligación social o profesional, paseaba, más feliz que una perdiz, por los parajes nicenses, que no solo incluían las oníricas piezas del maestro bielorruso, sino también deslumbrantes edificios nobiliarios, catedrales ortodoxas, mercados de flores, circos romanos, playas ferozmente mediterráneas y el consabido, aunque todavía placentero, paseo de los ingleses (que estaba, en efecto, lleno de ingleses). Hoy, mi amiga Anay y yo visitamos la exposición “Marc Chagall, el color de los sueños” en el espléndido Palau Martorell, junto a la basílica de la Mercè. El Palau nos recibe como siempre, con elegancia neoclásica, la magnífica columnata del atrio —que alberga las primeras salas de la exposición— y una colorista vidriera de motivos florales y geométricos en el techo. La primera sección de la muestra recoge un buen número de obras que reflejan el interés que siempre sintió Chagall por la Biblia y sus estupefacientes historias. De hecho, fue más que interés: fue casi una obsesión. Chagall se inspiró toda su vida en la poesía de los Evangelios —así la consideraba él—, y de ella surgieron series de pinturas como algunas de las que nos encontramos aquí. Vemos aguafuertes, entre otros, de Moisés —es muy coherente que utilizara esta técnica para representar a alguien capaz de separar las poderosas aguas del mar Rojo—, de Josué y de David, este por partida doble: ante Saúl y descalabrando al pobre Goliat (menudo papelón el del gigante filisteo: representar para siempre al poseedor de la fuerza bruta, al que vence un judío esmirriado). También observo a un ángel que sostiene una espada por el filo. Pero no es extraño: los ángeles son seres celestiales que pueden hacer lo que a los pobres humanos solo nos estaría permitido a costa de un profundo corte en la mano. (No obstante, aún no se ha determinado si tienen sexo. Pero estemos tranquilos: la Iglesia sigue trabajando en elucidarlo). Las imágenes de Chagall, animadas por un poderoso espíritu onírico e infantil, oscilan siempre entre la caricatura y la poesía, y el contraste de colores con que suele urdirlas, ese rasgo tan propio de su trazo, es más que contraste: es choque. De este impacto entre rojos y verdes, entre amarillos y azules, entre blancos y negros, surge una visualidad rabiosa pero dulce, una como bruma de pigmentos vivaces que permea volúmenes siempre en movimiento. Otra serie de la exposición recoge la historia del Éxodo de Egipto del pueblo judío. En ella aparecen Moisés, de nuevo; muchos ángeles, a los que se suman numerosas y a menudo inidentificables criaturas voladoras (a Chagall le gustaba que el firmamento no fuera solo un elemento de la naturaleza o una parcela del escenario, sino que se integrara en la acción del cuadro); la zarza ardiente; las tablas de la ley (acompañadas por una menorá simplificada, de solo cinco brazos; en otras piezas aparece la versión expandida, de siete); muchos animales (en varios cuadros, un asno rojo); y numerosas figuras del Éxodo, entre las que las masculinas suelen portar unos extraños cuernecitos, que no sé si representan el aura de la santidad o alguna prenda de cabeza, o son, simplemente, la expresión de la irrestricta fantasía chagalliana. El trazo sigue siendo flexible, poroso, dinámico, preñado de matices surreales, siempre fluctuante entre la fijación y el vuelo. Hay que celebrar la écfrasis inversa —la representación visual de una representación verbal— que hace Chagall de la Biblia, pero reconozco que habría resultado aún más estimulante que hubiese reparado en —y pintado— otros capítulos del Libro, como la destrucción de Sodoma y Gomorra, donde Dios no distinguió entre pecadores e inocentes y perecieron miles de personas, y que dio pie a otros edificantes episodios, protagonizados por la familia de Lot (cuyas cenas de Nochebuena debían de ser muy entretenidas): la esposa de este ofreció a sus dos hijas vírgenes a una turba para que fuesen violadas en lugar de los ángeles que se alojaban en su casa: Génesis, 19, 4-11), y luego esas mismas hijas, que habían sido rescatadas por los ángeles de quienes querían <i>conocerlas</i>, huyeron al desierto con su anciano padre (la madre se había quedado en Sodoma, hecha una estatua de sal) para yacer con él y asegurarse de tener descendencia (Génesis, 19, 30-38), uno de los más delicados ejemplos de incesto de los muchos que nos regala la Biblia. Los Evangelios, sobre todo el Antiguo Testamento —que es palabra de Dios, exactamente igual el Nuevo Testamento, como prescribe la Iglesia—, son una de las obras más crueles y sanguinarias de la historia de la humanidad, fruto paradójico del Dios del Amor, que ofrecen un verdadero arsenal de horrores que pintar, pero Chagall prefirió su lado menos despiadado. Perdió, a mi juicio, una gran oportunidad, pero también ganó tranquilidad de espíritu; y se comprende. Hablando de esto, Anay y yo recordamos que Jesús no se rio ni una sola vez en toda su vida: en la Biblia no lo hace nunca. Se conoce que era un hombre con poco sentido de humor. Yo me pregunto si también padeció o se libró de otros rasgos que aquejan al hombre: ¿tuvo alguna vez un orzuelo? Siendo carpintero, ¿se machacó algún dedo con el martillo? ¿Se tiraba pedos? A juzgar por la Biblia, tampoco. Pero todo esto siguen y seguirán siendo misterios inescrutables. No obstante, la Biblia, con ser fundamental, no es el único tema de la pintura de Chagall. Vemos también algún ejemplo de sus orígenes pictóricos, como el hermoso <i>Pueblo ruso</i>, un óleo de 1929, que tiene nieve —parece lógico—, un campanario con un reloj y un trineo volador (algo surca siempre los cielos de Chagall), y de otros asuntos que ocuparon su atención, como el circo, del que fue un gran admirador (también infantil y poético), y los paisajes de París, la ciudad de la que siempre estuvo enamorado. Y, aunque el erotismo no está demasiado presente en su obra, sí vemos un <i>Gran desnudo </i>femenino, de trazo muy grueso, en tinta, con unos enormes pechos y un no simplemente sugerido, sino muy visible triángulo púbico. La serie más importante de las representadas en la exposición, fuera de las bíblicas, es la correspondiente a las fábulas de La Fontaine, realizada entre 1927 y 1952. Todas son aguafuertes en blanco y negro, sin color alguno, salvo dos: <i>Las exequias de la leona</i>, en la que uno de los asistentes a la ceremonia aparece pintado de rojo (me recuerda, en el conjunto de la serie, a la niña coloreada del gueto de Cracovia en <i>La lista de Schindler) y El loco que vendía sabiduría</i>, una figura expresionista y retorcida, valga la redundancia, que luce tres puntitos asimismo rojos en una pierna. Esta serie, de aire tenebrista y hasta goyesco —del Goya de los <i>desastres </i>y los <i>sueños</i>—, constituye una virulenta pausa en la eclosión cromática que es la pintura de Chagall, aunque no nos hace añorar el color; al menos, a mí no. Se sostiene con fuerza, casi con furia, en los cimientos esópicos de La Fontaine, en los que reconocemos la celebérrima (y tan psicológicamente perspicaz) fábula del zorro y las uvas, entre muchas otras que tienen a los animales por protagonistas, como manda el canon del género. En una, la cigüeña compasiva mete el pico en la boca del lobo para sacarle el huesecillo con el que se ha atragantado; en otra, la madre ateta al niño mientras el lobo mira, hambriento, por la ventana. La última sección de la exposición está dedicada al amor, un amor que, en la vida de Chagall, personifica Bella Rosenberg, su esposa entre 1915 y 1944, fallecida prematuramente. Aquí vuelven los vivísimos colores chagallianos. Con ellos pinta flores y más flores, cuya luz y ligereza, casi ingravidez, encarnan la experiencia del amor. En muchos de estos cuadros aparece, en un rincón o a un lado, una pareja que se está casando o ya casada (en uno, junto a un asno azul). Y el óleo que cierra la serie es <i>Los reflejos verdes</i>, frente al cual nos sentamos Anay y yo, y que contemplamos largamente, embebidos en su simplicidad y su alegría.</span></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-63645150410084217942023-12-30T08:52:00.000-08:002024-01-03T01:50:52.463-08:00El País y la derechización de los intelectuales<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">La derechización de los intelectuales españoles, si es que aún queda alguno (los llamaremos así, en cualquier caso, por comodidad taxonómica), es un fenómeno general y bien estudiado, aunque no deje de sorprendernos a los que siempre hemos creído que los principios de la izquierda, fundamentados en la idea de que no solo la responsabilidad individual determina la suerte de las personas, sino también las condiciones y las leyes impuestas por el grupo en el que el azar ha hecho que nacieran, constituían una garantía de humanidad —esto es, de compasión— y de progreso ético. Y esa derechización se está trasladando a los medios de comunicación en los que esos intelectuales se expresan, un proceso descorazonador para los que seguimos creyendo en la justicia social y, por tanto, en la necesidad de atenuar las iniquidades de la economía de mercado con una vigorosa actuación de los poderes públicos. <i>El País</i>, en particular, un faro socialdemócrata en un país de agónicas y recurrentes pulsiones conservadoras, cuando no algo peor, que me ha acompañado desde los catorce años y al que he sido —y sigo siendo— fiel (en casa, antes de 1976, solo entraba <i>La Vanguardia</i>, que todos los días compraba mi padre y que yo siempre empezaba a leer por la sección de deportes, una costumbre que mantengo ahora con <i>El País</i>), derrota hacia el conservadurismo en la medida en que lo hacen sus más augustos colaboradores. Algunos siguen esa deriva desde hace tiempo. Mario Vargas Llosa —un buen escritor, aunque su última gran obra fuese <i>La guerra del fin del mundo</i>, publicada en 1981— mudó hace décadas sus inclinaciones comunistas de juventud —llegó a defender la revolución cubana— por una ideología ultraliberal, y lleva sus veinte años de colaboración en <i>El País </i>dándonos la matraca con un conservadurismo cada vez más cerril, que le ha llevado a apoyar públicamente a Keiko Fujimori, hija y heredera ideológica de Alberto Fujimori, el presidente más siniestro que ha tenido el Perú (condenado a veinticinco años de cárcel por allanamiento ilegal, homicidio calificado, lesiones graves y secuestro agravado, peculado doloso por apropiación [malversación de caudales públicos] y falsedad ideológica en agravio del Estado, violación del secreto de las comunicaciones y cohecho activo) y a ese gorila trumpista que es Javier Milei, que habla con el espíritu de su perro para que le diga cómo ha de gobernar la Argentina. (Según esto, Milei gobierna como un perro, y la verdad es que, dicho así, tiene bastante sentido). (No entraré a valorar la relación senil que Vargas Llosa ha mantenido con Isabel Preysler, la mayor <i>cocotte</i> de España desde La Bella Otero, pero sí diré que ese arrejuntamiento con el fascio rosa me parece coherente con su tránsito ideológico). Otro ejemplo de la infiltración del pensamiento reaccionario en <i>El País </i>es nada menos que Juan Luis Cebrián, que fue su primer director, desde 1976 hasta 1988, y que luego ostentó diferentes y altas responsabilidades en el Grupo PRISA, del que depende el periódico. En los artículos que publica de unos años a esta parte se advierte un vehemente alejamiento de los presupuestos socialdemócratas y una crítica crudísima a los gobiernos socialistas de coalición, en una línea de tosca hostilidad y partidismo camuflado que recuerda mucho a la involución de otras grandes figuras del progresismo patrio, como Felipe González o Alfonso Guerra, que han salido de sus sarcófagos para recordarnos que está muy feo pactar con los comunistas y, sobre todo, con los que quieren romper España (aunque no lo consigan nunca, por más que lo intenten). No sé si en este cambio tan radical ha tenido algo que ver que en 2016 se descubriera la vinculación de Cebrián con “los papeles de Panamá” a través de la empresa petrolera Star Petroleum, y que dos años más tarde fuera apartado de todos sus cargos ejecutivos en el Grupo Prisa (aunque se le mantuviese como presidente de honor y se le permitiera seguir publicando en el periódico, una facultad que ha ejercido con un ahínco que consterna). Juan Luis Cebrián ha pasado de ser una figura legendaria del periodismo nacional a un militante más del neoliberalismo que nos asfixia. Un tercer personaje que demuestra qué mal envejecen algunos cerebros es Fernando Savater, un filósofo saludablemente iconoclasta y lleno de una luminosa acracia en sus inicios —su <i>Panfleto contra el todo </i>constituye una referencia para toda una generación de progres, en la que me incluyo—, y un escritor por el que muchos hemos sentido veneración —<i>La infancia recuperada</i> es uno de los mejores libros sobre literatura y el placer de leer escritos nunca en España—, que ha pasado a suscribir, con disciplina de catecúmeno, el argumentario del PP y hasta pedir el voto para Ayuso, la política más obtusa (quitando a Ortega Smith, a quien no hay quien supere en zafiedad) y una de las más retrógradas del panorama nacional, en su columna de <i>El País. </i>Solicitar el voto para un político concreto, gracias al privilegio de disponer de una tribuna en un medio de este calibre, no solo es una inmoralidad, impropia de alguien que ha hecho de la ética el centro de su pensamiento (y en la que ni siquiera la Iglesia incurre), sino también, y aún peor, un ejemplo de sumisión al poder que, si siempre es denostable, en un intelectual de la talla de Savater da vergüenza ajena. Y no es esa la única inmoralidad que el autor de <i>Invitación a la ética</i> ha cometido en las páginas del periódico: la columna en la que frivolizaba sobre los abusos sexuales a menores en España era repugnante, como también lo fue que dijese que la réplica que le dio el escritor Alejandro Palomas, uno de los violados por curas en el colegio, era “lo verdaderamente escandaloso” y lo que no debería haberse publicado. A Savater, no obstante, quizá se le pueda aplicar la atenuante de haber sido víctima del terrorismo, al que él persiguió, y que le persiguió a él: ser amenazado por etarras, comprensiblemente, perturba, y puede que esa lógica perturbación se haya extendido por su mente y empañado una inteligencia que, durante muchos años, ha alumbrado ideas ampliamente compartibles. Félix de Azúa figura también en la lista de los exizquierdistas, hoy derechistas, aunque él no se decanta por Ayuso, sino por Ciudadanos, a los que ha defendido incansablemente en las páginas de <i>El País</i> y escrito en un artículo publicado en el diario<i> </i>que piensa seguir votando mientras existan. Pues que se dé prisa, porque ya casi han desaparecido. En cada elección, Ciudadanos encoge un poco más, pero al menos sabemos —y nos tranquiliza, porque significa que no vota a un partido aún peor— que Azúa los continúa apoyando. Del dilatado historial regresivo del escritor barcelonés destaca lo que dijo de Ada Colau en 2016: “Debería estar sirviendo pescado”, algo muy parecido, por cierto, a lo que acaba de afirmar la depuesta alcaldesa de Pamplona, de UPN, un clon navarro del PP: “Nunca apoyaría a Bildu. Antes prefiero fregar escaleras”. Aquí se ven el clasismo y la grosería de Azúa y de la señora Cristina Ibarrola aliados contra los perroflautas (y terroristas, a sus ojos) de izquierda. (Y añado: antes que decir “Nunca apoyaría a Bildu. Antes prefiero fregar escaleras”, prefiero votar al PP). A Azúa <i>El País </i>ha tenido el buen juicio de quitarle la columna de la contracubierta y confinarlo en las páginas de Cultura, donde publica ahora un artículo de vez en cuando. Y se agradece, porque fue un poeta estimable y sigue siendo un escritor refinado, cuando quiere, cuyos juicios, en estos ámbitos de la filosofía y la cultura, suelen ser dignos de consideración (aunque nunca deje de colarnos sus pullas cada vez más sectarias). Hay otros colaboradores, más jóvenes y menos afamados todavía (aunque todo se andará), que secundan esta regresión ideológica y prestan un apoyo constante al conservadurismo rampante que no deja de escupir coces, patriotismo y vivas a Adam Smith y Milton Friedman en nuestro país, pero no hablaré de ellos. Los primeros espadas del fenómeno ya han quedado representados en esta entrada. <i>El País </i>justifica su presencia por la necesaria pluralidad de opiniones, reflejo de la pluralidad de opiniones de la sociedad, que el periódico quiere ofrecer a sus lectores. Y recientemente he leído alguna carta al director en el que un comprensivo lector aplaude la pluralidad que representan Vargas Llosa, Cebrián, Savater y Azúa, entre otros (que no es pluralidad, en realidad, sino unicidad: la del pensamiento de derechas, tan monolítico como cualquier otro), y celebra poder disfrutarla de primera mano. Pues, mira, yo no. Yo, si quiero conocer lo que opina la derecha más bravía, leo cualquiera de los muchos periódicos —<i>El Mundo</i>, <i>ABC</i>, <i>La Razón</i>— o de las muchas cadenas de radio o televisión —la COPE, El Toro TV, Trece TV— que la encarnan (por no hablar de la <i>fachosfera </i>digital, desde <i>El Español </i>hasta <i>OK Diario</i>): ahí me enteraré, sin cortapisa alguna, de lo que piensan esa caterva de luminarias que son Isabel San Sebastián, Arcadi España, Federico Jiménez Losantos, Salvador Sostres, Jorge Bustos, Carlos Dávila o Pedro J. Ramírez, entre tantos otros (y donde, por cierto, es improbable que encuentre a colaboradores que canten las bondades de la economía centralizada, despotriquen de Feijóo, pidan el voto para Pedro Sánchez, aplaudan la amnistía o expliciten su apoyo a Sumar). Yo quiero un periódico que pueda seguir reconociendo como mío y que conserve la sensibilidad social y la coherencia ideológica, lo que no significa que desee una sola voz, un diario petrificado o un muermo repetitivo. Por eso me gustan los artículos de Ignacio Peyró, de Javier Cercas (aunque en su último artículo dominical llamaba a la rebelión contra los políticos actuales y propugnaba que se eligieran por sorteo: espero que a él no lo afecte también el virus de la derechización), de Antonio Muñoz Molina, de Xavier Vidal-Folch, de Elvira Lindo, de Víctor Lapuente, de Josep Ramoneda o de Ana Iris Simón, entre otros. Celebro la crítica y la discrepancia, pero también la ecuanimidad y la moderación. Lo que desde luego no celebro es que quienes gozan del privilegio de escribir en el periódico más importante de España, el mío, lo conviertan en una hoja parroquial de la derecha española, tan ultramontana como siempre, tan nacionalcatólica como siempre, tan incomprensible como siempre, tan sobrecogedora como siempre.</span></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-30120643312390353512023-12-25T04:59:00.000-08:002023-12-27T01:22:43.818-08:00El paseo de Nochebuena<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">En Nochebuena casi nadie sale a pasear. En Sant Cugat, yo soy el casi. Pero es que me gusta hacerlo cuando nadie más lo hace, porque la quietud de los lugares repletos es una quietud más espesa, más fértil, cuando están vacíos. Las familias se recogen en casa para celebrar la gran cena del clan, y en las calles queda la oquedad de lo desaparecido: la ausencia de lo que siempre es y hoy no. Naturalmente, las calles no transmiten la sensación de apocalipsis que reinaba durante la pandemia. Entonces, el miedo se percibía en los portales, en los escaparates de los pocos negocios que seguían abiertos, en la hosquedad de todo, y una como nube de abandono sepultaba la ciudad: la luz de los semáforos, el asfalto apenas pisado, los insólitos paseantes sólitamente enmascarillados. Hoy, el sosiego de Sant Cugat es una tranquilidad algodonosa, refugiada en mesas abundantes y, quizá, algún villancico desafinado. En mi andar, veo una excepción: la gente sale del monasterio. Ha debido de haber misa. Casi todos asoman con una vela encendida, que jaspea de oro y temblor una oscuridad maquillada por los colores de las luces y de sus reflejos en las ventanas, de los anuncios, de los toldos recogidos, pero todavía toldos. Pienso que estos vecinos son afortunados, porque, confesos y comulgados, irían derechos al cielo si ahora los fulminara un infarto, aunque sean asesinos en serie o se hayan comido a su abuela. La institución del perdón, mucho más que la novedad de que Dios se hiciera Hombre, es la aportación más revolucionaria del cristianismo a la historia humana, la que más ha hecho por que el pobre ser humano sea capaz de sobrellevar sus miserias, y las de los demás, en este mundo al que Dios los ha condenado. Los benditos que veo cruzar la plaza del monasterio se disgregan en pequeños grupos y se pierden por las calles centrales, camino de sus hogares. Yo sigo el mío, mi recorrido habitual, hacia el extremo del pueblo. Por encima de mí se despliega la malla de luces que el ayuntamiento ha dispuesto por las vías principales —esto es, las comerciales— de Sant Cugat. (No me consta que, en punto a iluminación navideña, el ayuntamiento haya competido con otras ciudades del país por ser quien la tuviera más grande; y es de agradecer). También los cipreses de la plaza del monasterio y los restos de la muralla del cenobio están vestidos —o presos— con serpenteantes cables de luces navideñas, que me recuerdan a las bombillas de colores de las verbenas o las terrazas veraniegas: los extremos se tocan, aunque las decembrinas sean doradas y plateadas, y las estivales, polícromas, cálidas, los siete colores del arcoíris. Algo más allá del monasterio, por la avenida de Cerdanyola, hago mi parada habitual: unas almas buenas y desconocidas mantienen en una fachada unos cajones donde depositan los libros de los que quieren desembarazarse. Como suele suceder en estos puestos improvisados y enteramente dependientes de la voluntad popular —como el gobierno de la nación—, predomina la basura: ediciones ignominiosas de títulos más que prescindibles, publicaciones técnicas —del orden de “instrumentos para la contabilidad de balances de las empresas de automoción”— del año de María Castaña, fascículos huérfanos de enciclopedias de la Edad del Bronce, o folletos desorejados. Hoy mismo veo varios volúmenes de las obras completas del ínclito Edward Phillips Oppenheim, un popularísimo hacedor británico de novelitas de suspense, con tramas internacionales de espías, distinguidos aristócratas ingleses, pérfidos aristócratas prusianos y <i>femmes fatales</i> que lucen dijes deslumbrantes, fuman cigarrillos egipcios emboquillados y regalan escotes de vértigo. Pues aquí hay varios ejemplares, polvorientos, con las camisas carcomidas, de estas intrigas elaboradas y huecas, que entretuvieron al paisanaje durante años por unas pocas pesetas. Naturalmente, no me llevo ninguno, pero sí un <i>livre de poche</i> cuyo título se me antoja pertinente en estos tiempos procelosos, aunque el libro data de 1998: <i>Les Identités meurtrières </i>[‘las identidades asesinas’], de Amin Maalouf. Es una edición barata, pero está bien conservada. No tiene bárbaras anotaciones o señales con bolígrafo o rotulador fosforescente, y solo un par de páginas indebidamente dobladas. Las despliego con cuidado y el libro queda listo y curioso. Cruzo después los jardines del Vallès, al final de la avenida, que constituyen la mitad del recorrido, para iniciar el regreso a casa. En los jardines, muy mediterráneos —con pinos, arena, plantas aromáticas y hasta un anfiteatro de aire griego, aunque las gradas de madera, colocadas hace poco, ya se han estropeado—, tampoco hay nadie. Casi siempre me encuentro a un grupito de jóvenes, que ha colonizado uno de los bancos, charlando, fumándose unos canutos, o besuqueándose con las chicas, pero hoy no hay ni un paseante de perros despistado (aunque sí algunos zurullos de los que han pasado ya por aquí [perros, no paseantes]). En la rambla del Celler, de nueva urbanización, los edificios parecen más serios, más compactos, que en el barrio antiguo, más poroso. Y también más aburridos. Los balcones, donde antes cundían aguerridas <i>senyeres</i>, ahora están pintarrajeados por las luces de Navidad, entre las que se cuela algún muñeco de Papá Noel que intenta colarse en las casas con nocturnidad y escalo. Todavía queda alguna <i>estelada</i>, con algún jirón y un poco desteñida, pero testigo resistente del inflamado espíritu patriótico de esta ciudad pija, residencial, empresarial e independentista, que da la casualidad de ser uno de los municipios más ricos de España. Hace frío y apresuro el paso. La energía que gasto me hace entrar en calor. Me cruzo, para mi sorpresa, con alguna sudamericana que habla a gritos por el móvil (los gritos, solos, recrecidos, resuenan derechamente en las paredes) y con un coche blanco que parece llevar mucha prisa: quizá llegue tarde al ágape familiar. No oigo ladridos: los chuchos también celebran la Nochebuena. Para llegar a casa, solo he de seguir las estrellas del Belén con que nuestros munícipes han tenido a bien decorar los plátanos del Parc Central, y, como los reyes de Oriente, arribo por fin a mi pesebre, donde me espera un videoencuentro con Elaine, en el que nos desearemos mutua y amorosamente feliz Navidad, y también una piña rellena de gambas, un benjamín de Codorniu y <i>Elena sabe</i>, una inquietante y excelente película argentina en Netflix. Por suerte, el discurso que un negro le ha escrito al Rey y que este ha leído sin el gracejo gangoso de su progenitor, el añorado emérito, ya ha pasado. Ahora disfrutaré de verdad de la Nochebuena.</span></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-60700790887748402522023-12-19T01:30:00.000-08:002023-12-19T01:30:52.492-08:00Feliz Navidad<div style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia;"><span style="font-size: large;">Tras mis haikus antinavideños del pasado 9 de diciembre, mi reacción natural ante la avalancha de estímulos propios de estas fechas tan señaladas —compra, ríe, reúnete con la familia, reza, canta villancicos, come, bebe, sigue comprando, sé feliz, haz un viaje, tómate las uvas, felicita la Navidad y desea próspero Año Nuevo incluso a la gente que no conoces de nada, admira las luces (y al alcalde que las ha instalado), no te olvides de la lotería, disfruta de los turrones y la paga doble, ve a esquiar, no dejes de comprar— que, como cada año, nos sepulta inmisericordemente desde principios de noviembre y nos tendrá intoxicados hasta el 6 de enero, hoy quiero felicitar la Navidad. En esto de la Navidad, soy como Buñuel, que era ateo gracias a Dios. Y tampoco he temido nunca la contradicción, que no me parece indeseable si ambos términos de la oposición contienen verdad. Por eso quiero aprovechar esta humilde ventana para desear a todos unos días de paz en este caluroso diciembre y unos tiempos mejores en 2024. Por lo pronto, ojalá cesen las masacres en Gaza, en Ucrania y en todos los olvidados rincones del mundo donde la gente, con tenacidad inverosímil, sigue matándose. Y, aunque sé que no es posible, ojalá quienes sufren, que somos todos, dejemos de sufrir. Sigamos vivos, pues, y gocemos.</span></span></div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Para materializar este deseo y esta felicitación, y que no sean meras proclamas lanzadas al viento de la indiferencia, he escrito este madrigal, cuyo asunto, me parece, es uno de los pocos que aún puede hermanarnos a todos.</div></span><div style="font-size: x-large; text-align: justify;"><br /></div><span style="font-family: georgia; font-size: medium;"><i>MADRIGAL DEL AMOR DESEADO </i></span><div><span style="font-family: georgia; font-size: medium;"><i><br /></i></span></div><div><i><span style="font-family: georgia; font-size: medium;"><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span> Navidad, 2023</span><br /><br /></i><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><i>A quién amaré que ame<br />enamoradamente, que desame,<br />si así sucede, con amor constante,<br />que, amante, amando, embeba<br />el mar de tanto amar que nada pueda<br />desacatar lo que ama<br />ni se turbe el amor en su mirada.<br />Inamante, a ese yo<br />acudiré no para ser amado,<br />sino para sumirme en el amor<br />y ser por el amor multiplicado.</i><br /><br />Pues eso, que Feliz Navidad.</span></div>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-23805749857757697892023-12-14T02:46:00.000-08:002023-12-15T01:38:09.491-08:00Personajes de Sant Cugat (I): el local de comida para llevar<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Yo no cocino. Debo de ser el único español que no lo hace. Por lo que se ve en televisión y en muchos medios de comunicación, en España ya no solo cocinan las madres, las abuelas y los chefs, como siempre ha sido, sino todo Dios: niños, famosos, señores y hasta perros. Pero, como el hecho de no cocinar no exime de la fatigosa tarea de comer para sobrevivir, he tenido que procurarme fuentes de subsistencia que no salgan de unos fogones que no uso ni sé cómo usar. Además de los socorridos estantes de comida preparada en los supermercados, siempre sospechosos de contener productos ultraprocesados y dañinos, en la pandemia descubrí un establecimiento providencial: un local familiar de comida para llevar a ciento cincuenta metros de mi casa, en mi misma calle. Aunque solo funciona los fines de semana, de viernes a domingo, aquel sitio me salvó la vida. Su actividad principal son los clásicos pollos <i>a l’ast</i>, pero han ampliado el negocio con primeros y segundos platos —incluyendo algunos tan sofisticados como el fricandó o los calamarcitos en salsa— bien guisados y a buen precio. El lugar, no obstante, se caracteriza por algo más que por la calidad y la economía de la pitanza. Como le dijo una vez uno de los dependientes, hijo de la dueña, a otro, “la gente no viene solo porque la comida esté buena; viene, sobre todo, por el espectáculo”. Y así es: un espectáculo singular, que no consiste en hacer malabarismos con las aperos de cocina, como en algunos restaurantes japoneses, o darles vueltas a los cócteles, como hacen los barmans, o incorporar un prestidigitador o un payaso al servicio, sino en pelearse constante, sistemáticamente, entre quienes atienden el local. El nivel de la discusión no es feroz, pero alcanza picos de jugosa intensidad. La causante fundamental de la discordia es la dueña, una mujer cincuentona y menuda, que ha sido instructora de esquí, pero que ahora asa pollos: se ha reconvertido, o reinventado, como dicen algunos: del hielo al fuego. A la señora, que no es de mal natural (me trata bien y me hace descuentos, aunque no ha conseguido aprenderse mi nombre: aún me llama Fernando), le cuesta confiar en lo que hacen los demás y no puede evitar supervisarlo todo. Y, en un espacio tan reducido como el de su local, que no ocupará más de quince metros cuadrados, donde se embuten la cocina, el horno para los pollos, el mostrador con las bandejas de los alimentos y la caja registradora, la nevera, el congelador y, los domingos, cuatro y hasta cinco empleados (tras el mostrador, a menudo se apilan también varios sacos de patatas), supervisarlo todo se convierte inevitablemente en un agobio difícil de soportar. Y, así, mientras los clientes esperamos a que nos atiendan o nos sirvan, delante de una caja de salsa <i>Espadaler </i>para los berberechos, varias fuentes de croquetas y una cazuela de chicharrones que están diciendo: “¡Venga, no te contengas! ¡Méteme en las arterias!”, la dueña le espeta a su hijo, un zagal simpático, que intenta compensar con cordialidad las asperezas de su madre, que no ponga esos dos pedazos de pescado en la cajita, sino aquellos otros (o que no ponga dos, sino solo uno); o a otro dependiente, que el precio de lo vendido no es el que está marcando en la caja, sino uno distinto; o al muchacho que trincha los pollos —un joven corpulento con gafas y una bandana parecida a la de samurái, envuelto en una permanente película de grasa, y que, al menos para los que jamás hemos tenido que cortar nada en la cocina ni en la mesa, maneja los tijeras con una habilidad pasmosa: deja los pollos limpios y troceados con precisión de geómetra— que deje de trinchar y que atienda los pedidos que llegan por teléfono. A lo que, la mayoría de las veces, los subordinados le contestan: que si yo ya sé hacerlo, que si antes me has dicho otra cosa, que no puedo hacer dos cosas a la vez, que no te metas, como haces siempre. El grado de acritud es variable: su hijo, que puede permitírselo, le responde con alguna crudeza, pero con cariño basal; los demás se contienen algo más. No obstante, la respuesta más perturbadora proviene siempre del grandullón encargado de dilacerar la volatería, que deja de asestar tijeretazos y se le encara, sudoroso —está siempre frente al fuego, donde la temperatura, en verano, puede rondar los cuarenta y cinco grados— esgrimiendo inquietantemente la cizalla. De momento, la sangre no ha llegado al río (la humana; la de los pollos, sí), y yo lo celebro. Porque si el clima laboral se estropeara tanto (o el trinchador decidiera cortar otra carne que no fuese la de los pollos) como para que el local tuviese que cerrar, yo me quedaría sin sustento y atribulado, y tendría que alejar el riesgo de morir de inanición con algún otro establecimiento —mucho más alejado de mi casa— donde encontrara ensaladilla rusa y macarrones con tomate, habas a la catalana y ensalada de tomate y feta, fideuá y albóndigas caseras, entre otras exquisiteces. Porque la opción de aprender a cocinar, a mi edad, está descartada. </span></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-1261463912872485692023-12-09T02:29:00.000-08:002023-12-09T12:27:53.108-08:00Haikus antinavideños<span style="font-family: georgia; font-size: large;">La Navidad<br />dicta, ensordecedora,<br />que el amor reina.<br /><br />¿Alguien recuerda<br />aún a quién recuerda<br />la Navidad?<br /><br />Navidad rima<br />desesperadamente<br />con soledad.<br /><br />En el bazar<br />paquistaní, sonríe<br />papá Noel.<br /><br />Hay quien se en[c/t]ierra<br />para no envenenarse<br />de Navidad.<br /><br />En un abrigo<br />rosa embuten al <i>shihtzu</i><br />por Navidad.<br /><br />En el estanque<br />helado pica el pájaro<br />sin esperanza.<br /><br />Solo a sí mismas<br />se iluminan las luces<br />de Navidad.<br /><br />Escribir haikus<br />en Navidad = bailar<br />rumbas en Tokio.<br /><br />Los langostinos, <br />cuando llega diciembre,<br />huyen del mar.<br /><br />El año nuevo<br />es el mismo año viejo<br />más doce uvas.<br /><br />¡Cuántos cuñados<br />salen de su guarida<br />en Nochebuena!<br /><br />La soledad<br />es un búnker y un páramo<br />en Navidad.<br /><br />A las paredes<br />y a las calles les crecen<br />barbas de luz.<br /><br />¿No son los Reyes<br />de Oriente inmigrantes<br />irregulares?<br /><br />¿Lo de los elfos<br />es acondrodisplasia<br />o mal comer?<br /><br />Las luces, cuanto<br />más resplandecïentes, <br />más tenebrosas.<br /><br /></span><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">La Navidad<br />convierte las ciudades<br />en termiteros.<br /><br />En la nariz<br />del pino acatarrado,<br />unos carámbanos.<br /><br />Como borrachos,<br />las estrellas se abrazan<br />a las farolas.<br /><br />Aún palpita<br />el abeto talado<br />entre el gentío.<br /><br />La cresta fucsia<br />de un punki añade jácara<br />a los festejos.<br /><br /></span><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Un gato husmea<br />en el espumillón <br />abandonado.</span><div><span style="font-family: georgia; font-size: x-large;"><br /></span></div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">¡Qué rico el gallo<br />de la misa del Gallo<br />en pepitoria!</span><div><span style="font-family: georgia;"><br /> <span style="font-size: x-large;"> </span><span style="font-size: x-large;"> </span><span style="font-size: large;"> </span><span style="font-size: medium;"> Gaza, Navidad, 2023</span><br /><span style="font-size: large;">Donde nació</span><br /><span style="font-size: large;">Jesús, se mata más</span><br /><span style="font-size: large;">gente que nunca.</span><br /><span style="font-size: large;"><br /></span></span></div><div><span style="font-family: georgia;"><span style="font-size: large;">La Navidad</span><br /><span style="font-size: large;">reúne como el cierzo</span><br /><span style="font-size: large;">junta al rebaño.</span><br /><span style="font-size: large;"><br /></span></span></div><div><span style="font-family: georgia;"><span style="font-size: large;">El abejorro</span><br /><span style="font-size: large;">se posa, despistado,</span><br /><span style="font-size: large;">en el pesebre.</span><br /></span><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">El villancico,<br />ni humor, ni amor, ni sexo:<br /><i>locus eremus</i>.</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Canto tan mal<br />que vuelvo villanía<br />el villancico.<br /><br />La Navidad<br />ya no es blanca; ahora<br />es veraniega.<br /><br />Bufés, loteros<br />y curas en diciembre<br />hacen su agosto.<br /><br />El oro, vale.<br />El incïenso, pase.<br />¿Pero y la mirra?<br /><br />No es decembrino<br />Jesús, sino agosteño,<br />quizá marzal.</span></div></div></div></div>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-48261007496525121662023-12-04T03:55:00.000-08:002023-12-04T12:15:29.921-08:00Diez años de Corónicas<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">En realidad, hace algo más de diez años que empecé a escribirlas. Fue el 4 de septiembre de 2013, recién aterrizado yo en Londres, a donde me había trasladado a vivir y donde permanecería casi dos años y medio. Bauticé aquel blog <i>Corónicas de Ingalaterra</i>, utilizando, para alumbrar el nombre —titular siempre es difícil, salvo que uno tenga una iluminación—, un viejo fenómeno fonético que se me había dado a conocer con aquel fantástico título de un libro de caballerías, el <i>Palmerín de Ingalaterra</i>. Con aquellas primeras <i>corónicas</i>, quería recoger mis andanzas y vivencias en la Pérfida Albión. Aquello, pensaba, me ayudaría a adaptarme a mi nuevo lugar de residencia, haciéndome entender mejor la vida en Inglaterra al obligarme a ordenar mis ideas sobre ella, dado que tenía que ponerlas por escrito, y a combatir, quizá, la melancolía del (voluntariamente) exiliado: Inglaterra es un lugar donde la melancolía puede abrumar. Tanta fue la presión que me impuse por abordarlas, porque tanto era el efecto terapéutico que esperaba que tuvieran, que decidí probar a escribir una al día, sin excepción, al menos durante un año. Y así lo hice, en efecto, durante mis primeros 365 días de estancia. La primera que colgué, aquel 4 de septiembre de 2013, era muy breve y sensorial, y se titulaba “Olores”. En ella daba cuenta de eso: de los olores que había percibido al pisar el aeropuerto de Heathrow a mi llegada, el 30 de agosto de 2013. Luego siguieron 353 más (solo hubo una pausa involuntaria: unos días de vacaciones que pasé con mi familia, como unos ingleses más, en Lanzarote, y que, por las circunstancias de la estancia, me impidieron dedicarme al blog), hasta que decidí que el experimento de escribir una entrada diaria era estupendo, pero también extenuante. Tener que escribir algo públicamente, con algún interés, todos los días de la vida escapaba de mis posibilidades, o más bien de mi voluntad: a la vez que un estímulo, era una esclavitud. Así que decidí publicar una <i>corónica </i>cada cinco días, un plazo que me parecía adecuado para que el blog se mantuviera vivo, pero suficiente también para que el autor y los lectores descansaran. Esa es la frecuencia de publicación que he mantenido, sin rigideces, hasta hoy mismo, en que aquellas <i>Corónicas de Ingalaterra </i>se<i> </i>han convertido en unas <i>Corónicas de Españia</i>. La bitácora inglesa, en efecto, me permitió procesar mejor mis experiencias en el nuevo país (y también en el mío, que veía, a la vez, desde la distancia e interiormente): con diligencia y espíritu constructivo, crítico pero bienhumorado; o, al menos, así lo intenté. Publiqué en las <i>Corónicas de Ingalaterra</i> 561 entradas, y las mantuve hasta que volví a España a mediados de febrero de 2016, para incorporarme como director de la Editora Regional de Extremadura, en Mérida. La última que publiqué en aquel blog, el 16 de febrero, se titulaba, muy previsiblemente, “Goodbye”. Ese mismo día creé estas <i>Corónicas de Españia </i>y apareció la primera entrada, titulada “Bienvenidos”. Cuando esta que ahora redacto vea la luz, habré colgado 595, que llevan algo más de 364.000 visitas (la bitácora inglesa cuenta ya con 411.000: aunque duró mucho menos que la española, lleva más tiempo que esta en Internet, e Internet es el registro eterno). La razón por la que continué el blog en España fue la misma por la que lo creé en Inglaterra: ayudarme a vivir en una tierra nueva. A pesar de los muchos vínculos familiares y literarios que mantenía con ella, Extremadura aún era muy desconocida para mí, sobre todo después del bienio largo pasado en la hiperbórea Albión. La etapa emeritense de las <i>Corónicas de Españia</i> duró lo que duró mi estancia allí, dos años y dos meses. Al volver a Barcelona, descubrí que el blog no solo me ayudaba a vivir en una tierra nueva, sino que me ayudaba a vivir. Me permitía permanecer conectado con el mundo, decirle al mundo: “¡Estoy aquí! ¡Aún no me he muerto! ¡Existo!”. Sé que eso puede tener muy poco o ningún interés para el mundo, que es asombrosamente indiferente a nuestras cuitas, pero a mí me servía para sentirme unido a él, para creer que seguía hablando con los amigos desperdigados por los países, para pensar que, pese al silencio con el que siempre responde la pantalla del ordenador, el planeta recibía mis monólogos y, calladamente, los convertía en diálogos. Y también para continuar sintiéndome escritor, que no es nada más (y nada menos) que una persona que escribe y que se comunica con los demás por medio de la escritura. Me pase lo que me pase, si escribo en el blog y alguien me lee, estoy salvado. Así pienso ahora, y esa es la razón última de que estas <i>corónicas </i>pervivan. Aunque debo confesar que, a veces, siento la tentación de abandonarlas. El cansancio nos amenaza siempre, y el tiempo es un gran irradiador de cansancio. También, en ocasiones, pienso que el tiempo de los blogs ha pasado (yo suelo llegar tarde, ¡ay!, a casi todo) y que el interés que puedan tener estas entradas es modesto, o acaso mínimo, o quizá nulo. O que mis seguidores (treinta y tres beneméritas personas, en estos momentos) y mis lectores (la media de visitas de las entradas se sitúa entre 100 y 150) ya me conocen lo suficiente —mis muletillas, mis chistes, mis prejuicios— y que deben de aburrirse con lo que cuento. Pero siento que aún no he llegado al final del camino, y todavía encuentro útil y placentero sentarme delante del ordenador y ordenar las ideas escribiendo, con la esperanza de que el resultado de esa tarea le dé a alguien un rato de placer o entretenimiento, como me lo ha dado a mí. Las <i>corónicas </i>también han tenido algunas consecuencias positivas más. Han sido una forma dilatada de escribir libros. He comprobado que, sin tener un plan establecido, algunos temas y algunas preocupaciones se repetían. Y que, sin intención de componer un libro, el libro se componía solo. De este modo, al cabo de cierto tiempo, sumando todas las entradas que trataban de un mismo asunto, me encontraba con un volumen prácticamente hecho. Dos diarios sobre mi vida en Inglaterra (<i>Corónicas de Ingalaterra. Un año de vida en Londres </i>y <i>Corónicas de Ingalaterra: una visión crítica de Londres</i>), uno sobre mi vida en Extremadura (<i>El paraíso difícil</i>), uno sobre mi vida en Sant Cugat (<i>La ciudad encontrada</i>) y otro sobre las exposiciones que he visitado en los museos del mundo (<i>Expón, que algo queda</i>) son el fruto de mis blogs. Las <i>corónicas</i>, <i>last but not least</i>, me han permitido mantenerme en contacto con personas a las que quería, conocer a otras a las que he llegado a querer e indisponerme, o incluso enemistarme, con algunas. Por fortuna, muy pocas. Pero esto forma parte del intercambio humano, por más que con mis entradas nunca haya pretendido ofender a nadie. Descontando los inevitables comentarios anónimos insultantes, y alguna pelotera con desagradables interlocutores con nombres y apellidos, estoy muy contento de que la gran mayoría de mis corresponsales hayan sido atentos y afectuosos. Muchas gracias, pues, a todos los que me hayan seguido o hayan concedido a estas bitácoras alguna atención por estos diez años de compañía y escucha. Sin ellos, esto no tendría sentido. </span></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com10tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-27684867998905643812023-11-29T03:06:00.000-08:002023-11-29T08:44:53.067-08:00Las iglesias de San Pedro, en Terrassa<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><span>Visito hoy la Seu d’Ègara, el conjunto monumental de las iglesias de San Pedro, en Terrassa, en la grata compañía de mi amigo Juan Carlos. Ya intentamos hacerlo la semana pasada, pero cometimos un error de principiantes: no comprobar que estuviese abierto. Era lunes, y los lunes casi todos los museos y monumentos de España cierran; y este no era una excepción. Volvemos hoy con ímpetu renovado, seguros de que el conjunto no nos va a dar con la puerta en las narices. Al llegar, nos damos cuenta de que la visita será doblemente agradable, porque apenas hay visitantes. Pasear a solas, o casi, por un lugar como este siempre se me ha antojado un lujo. La tarde está ventosa y el cielo, gris, y hasta chispea un poco, pero no nos preocupa: nuestra visita será mayormente de interior. Además, la tiniebla incipiente que nos envuelve se acompasa con el románico del conjunto, austero, introvertido, esencial. Para comprar las entradas —que a unos visitantes provectos como nosotros nos salen baratas, a dos euros y medio—, hemos de pasar por una habitación diáfana solo ocupada por un extraordinario retablo de Lluis Borrassà, de 1411, compuesto por trece tablas, muy expresivas y coloristas, sobre la figura de San Pedro, el patrón del lugar. Al salir de la taquilla, ubicada en la antigua residencia episcopal, vemos el baptisterio del siglo VII y, gracias a un firme transparente, parte del subsuelo. La Seu d’Ègara fue sede del obispado homónimo entre mediados del siglo V, cuando los visigodos ya se habían establecido en la península, y el siglo VIII, en que los sarracenos decidieron que ellos serían los nuevos ocupantes del lugar, aunque la alegría les duró poco, porque los francos decidieron enseguida despedir a la morisma y establecerse ellos. La historia no deja de ser una historia de cambios y reemplazos. Aquí mismo, los primeros asentamientos humanos documentados se remontan al Neolítico, unos tres milenios antes de Cristo (y se comprende: el emplazamiento se situaba entre dos cursos de agua, imprescindibles para la vida), luego fue territorio ibero y más tarde romano, visigodo, árabe y, por fin, hispano. Simplificando mucho, claro. Juan Carlos y yo empezamos el recorrido por la iglesia de Santa María, la primera de las tres que componen el conjunto. Santa María es de un románico sobrio, valga la redundancia, limpio y luminoso, cuyo suelo conserva restos de mosaicos romanos con figuras de pavos reales. Varios retablos nos llaman la atención. El primero es el de los santos Abdón y Senén (cuyos nombres me recuerdan a los que Camilo José Cela solía poner a sus personajes colmeneros o carpetovetónicos; según las crónicas antiguas, Abdón y Senén eran unos sepultureros persas), debajo de los cuales aparecen los santos médicos Cosme y Damián, pintado por Jaume Huguet en 1458, y que ilustra el martirio y muerte de aquellos, causada por decapitación con una suerte de guillotina antigua. La escena me enseña que perder la cabeza no suponer perder la santidad: el aura que la representa sigue rodeando la testa cercenada (que ahora mismo no sé si pertenece a Abdón o a Senén). La obra es narrativa y detallista, y predomina en ella el color rojo, metáfora de la sangre derramada por los mártires cristianos. Como también lo es el retablo de San Miguel, obra de Jaume Cirera i Guillem Talarn, de 1451, que describe unas bonitas peleas entre ángeles y demonios, y pinta también varias escenas de la Pasión de Cristo. De nuevo, la sangre y la violencia llenan el cuadro, para ilustración de los analfabetos cristianos de su tiempo, envueltas en el halo de refinamiento, color y exquisitez del primer Renacimiento. Pero debo reconocer que lo que más me ha atraído siempre de la iconografía cristiana han sido las imágenes del infierno, con sus condenados al fuego eterno, sus réprobos maravillosamente torturados, sus monstruos brueghelescos y sus demonios con cola, cuernos y tridentes. Ah, qué cosa tan fenomenal, entre el expresionismo y el teatro del absurdo, entre el humor más descacharrante y la maldad más atroz. Nos llaman también la atención, en <span style="background-color: white; color: #202122; text-align: left;">una absidiola con pinturas murales románicas de finales del siglo XII,</span><span style="background-color: white; color: #202122; text-align: left;"> unos frescos de un Cristo en Majestad y escenas del martirio de santo Tomás Beckett, en tonos rojos y blancos. En la franja superior, aparece Cristo entronizado en la mandorla o almendra mística; en la inferior, vemos escenas del martirio de Becket, desarrolladas cinematográficamente: la acusación, el asesinato y el entierro. En esta franja, abundan las figuras con espadas, que supongo corresponden a las de los cuatro caballeros anglonormandos que le reventaron la cabeza a golpes de espada, por orden del rey Enrique II, mientras rezaba en la catedral de Canterbury. Todo volvió, pues, a llenarse de sangre. La sangre es muy importante en el cristianismo, tanto que hasta se convierte en vino y se la beben. Nos intriga la presencia de un santo inglés en una iglesia de Terrassa, aunque se trate de un santo y mártir de la Iglesia católica (y de la anglicana) desde 1174 (lo canonizó el papa Alejandro III solo tres años después de su muerte: a una velocidad vertiginosa, considerando la rapidez con la que actúa la Iglesia en estos casos, y en todos). Aunque recordamos que no es el primer vínculo fuerte que se ha llegado a establecer entre la Pérfida Albión y esta vieja ciudad catalana. A finales del siglo XIX y principios del XX, los empresarios que habían hecho de Terrassa una de las capitales de la industria textil en España (Sabadell, que fue otra, está aquí al lado) visitaban a menudo Inglaterra, la primera potencia textil del mundo, para mejorar las técnicas de producción que se habían implantado en sus fábricas y conocer formas más eficaces de explotar a los obreros, y entonces descubrieron algunos deportes, como el hockey sobre hierba, que los ingleses practicaban con ahínco, y los importaron a su tierra. Por eso Terrassa ha sido, desde hace más de un siglo, la capital española del hockey sobre hierba, ese deporte fundamental que consiste en llevar una bola, a garrotazos, hasta la portería contraria. De la iglesia de Santa María pasamos a la de San Miguel, un templo funerario, aunque durante algún tiempo se creyó un baptisterio. San Miguel ocupa el centro del conjunto monumental, entre las dos iglesias principales, la de Santa María y la de San Pedro. Y, aunque es el más pequeño, es el que tiene más encanto, el que me parece más auténtico. Conserva la planta primitiva entera, cuadrada, cubierta por una cúpula sostenida </span><span style="background-color: white; color: #202122; text-align: left;">por ocho columnas hechas con restos del templo visigótico y cuatro capiteles tardorrománicos. </span><span style="background-color: white; color: #202122; text-align: left;">Debajo de la cúpula está la piscina del baptisterio, octogonal, en cuyo centro se alza la estatua de un cervatillo que bebe. Esta figura no es original, desde luego. Alguien, en algún momento, debió de pensar que era una buena idea salpimentar ornamentalmente un lugar tan recogido con una figura animal. Y no digo yo que esté mal <span style="color: black; text-align: justify;">—</span>de hecho, tiene encanto<span style="color: black; text-align: justify;">—,</span> pero no sé si un templo funerario cuyos orígenes se sitúan en el siglo VI es el emplazamiento adecuado para una obra de estas características, que no es, obviamente, ni protocristiana, ni visigótica, ni románica, ni nada. El lugar está en penumbra y el silencio es absoluto. Durante un buen rato, solo lo rompen el roce de nuestros zapatos contra el suelo. Luego entra una pareja de turistas franceses y el encanto se resquebraja. No obstante, perdura todavía la sensación de que estamos en otro universo, en un paréntesis de tiempo, aislados de todo bullicio y de toda urgencia. </span></span><span style="color: #202122; text-align: left;">Debajo del ábside se encuentra la cripta de Sant Celoni, con una capilla trilobulada, cuya puerta de acceso data de los siglos IX y X, aunque</span><span style="color: #202122; text-align: left;"> las pinturas murales del ábside se remontan al siglo VI</span><span style="color: #202122; text-align: left;">, con una escena de Cristo </span><span style="color: #202122; text-align: left;">rodeado de ángeles y, debajo, los doce apóstoles. El pavimento es de <i>picadís</i>, una técnica romana que en los manuales de construcción recibe el nombre de <i>opus signinum</i>, y que consiste en apisonar tejas partidas en trozos pequeños, mezcladas con cal. En este conjunto delicioso disuenan los modernísimos vidrios colocados en las ventanas, en los que se refleja la cara de los visitantes, y donde leemos, impresos, varios desconcertantes “te amo” (quizá sean la versión industrial de las apasionadas inscripciones de los novios en la corteza de los árboles). La última parada de la visita es la iglesia que da nombre al conjunto, la de San Pedro, la más grande de las tres, cuyos orígenes se sitúan entre los siglos VI y VIII, y la única que hoy funciona todavía como parroquia. Para llegar a ella, apenas hemos de andar unos metros. Todo el suelo exterior del recinto <span style="color: black; text-align: justify;">—</span>restaurado, como las propias iglesias, desde 2009<span style="color: black; text-align: justify;">— </span>reproduce la desordenada red de tumbas y pozos del conjunto monumental, donde, en su momento, la gente no solo rezaba, sino que vivía y moría. Cuando entramos, alguien está ensayando al órgano. En la única nave con que cuenta, observamos el retablo de piedra del altar mayor y las pinturas murales que lo adornan, prerrománicas, muy deterioradas. También reconocemos una virgen de Montserrat moderna en una capilla, y, en otra, una Madre de Dios de los Payeses. En las paredes hay varios cepillos que piden para los pobres y el culto de las almas: hay que recordar que esto es una parroquia. De los años infaustos del covid, han sobrevivido, junto a la puerta, una “estación de higiene”, con un depósito de desinfectante, y, a su lado, un dispensador metálico de agua bendita. De este modo tan aséptico podían los fieles mojarse los dedos con el líquido sagrado sin necesidad de sumergirlos en una pila comunal, que, en lugar de repartir espiritualidad, repartía virus. Es un raro ejemplo de adaptación de la Iglesia a los tiempos. Pero a la fuerza ahorcan. No lejos de la “estación de higiene” quedan los lavabos, o, como dice el cartel que los señaliza, los <i>lavatrinae</i>. Juan Carlos y yo nos sentamos en los bancos de la iglesia para disfrutar de la música del órgano, que sigue sonando. Es un ensayo, sí, pero el intérprete demuestra estar ya muy entrenado. Las notas de los tubos se mezclan tenuemente con el rumor de la lluvia, fuera.</span></span></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-37124399018963752432023-11-23T02:50:00.000-08:002023-11-25T08:05:13.982-08:00La letra con sangre entra<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">La sociedad lleva bastante tiempo ya denunciando e investigando —y esperemos que llegue pronto también el momento de la reparación, si es que alguna reparación es posible— el vasto y horripilante mundo de la pederastia en la Iglesia, algo que casi todos sabíamos desde hacía décadas, si no siglos, pero que solo se decía en voz baja, como una suerte de chascarrillo acre, como uno más de los peajes terribles, pero asumidos, que uno pagaba en este país por una educación supuestamente mejor: los curas metían mano y a veces algo peor, pero qué le íbamos a hacer. Uno se aguantaba y seguía adelante. No obstante, yo, que fui durante once años a un colegio de curas, nunca viví la espantosa experiencia de que un ensotanado se frotara contra ti, ni sé tampoco de ningún compañero que la sufriera, por suerte. </span><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Aunque sí viví (vivimos todos) otra clase de experiencia que los sacerdotes se afanaban en procurarnos —quizá no tan penosa, pero que dejaba asimismo un recuerdo imborrable— y que consistía en ser hostiado, y no en el sentido eucarístico, sino en el puramente físico. Era curioso que los curas manejasen con soltura equiparable ambas hostias, tan distintas entre sí: la de misa, que dispensaban con mano mansa y hasta genuflexa, y la del guantazo, que administraban con abnegación cristiana (aunque sospecho que también con recóndito placer). Hoy es impensable que un profesor, ni nadie, le ponga la mano encima a un chico y mucho menos a una chica: se le caería el pelo hasta del sobaco. Pero cuando yo estudié la EGB, y hasta el BUP, las galletas iban que volaban; es más, la violencia, una hidra de infinitas cabezas, estaba arraigada en la educación como uno de los métodos pedagógicos más eficaces. Y, sí, eficaz lo era, igual que una patada en los huevos aplaca la inquietud sexual. Esta contundente pedagogía se extendía, en los colegios católicos, a muchos profesores laicos, que veían amparada su práctica por la tolerancia e incluso el estímulo eclesial. El abanico de torturas que los curas y sus adláteres seglares nos tenían reservado era profuso e imaginativo. La figura más egregia de la congregación en la esforzada tarea de tundir a los alumnos era el inolvidable padre Carrasco, que, siempre enfundado en su elegante <i>clergyman</i> gris y su alzacuellos (era un cura posconciliar), y con el pelo pulquérrimamente engominado, había sofisticado el clásico tortazo, que es a la bofetada lo que la posición del misionero al coito. Porque el buen padre no solo largaba uno, con la mano derecha, sino que le sumaba un segundo, simultáneo, con la izquierda. Con lo que conseguía que la fuerza de ambas manazas confluyera íntegramente en la cabeza de su víctima, sin que parte alguna de ella se perdiese en el vacío, por inercia, y, por lo tanto, que al doblemente abofeteado se le apareciera, de golpe, y nunca mejor dicho, un dolorosísimo castillo de fuegos artificiales ante los ojos y sintiera que un yunque le había aplastado el cráneo. Aquella práctica, que el padre Carrasco había heredado, sin duda, de sus ilustres antecesores de la Inquisición, tenía otra ventaja para el golpeador, y es que te dejaba un intenso dolor de cabeza el resto del día, lo que constituía un inmejorable recordatorio de las desagradables consecuencias que podía tener que no te callaras cuando el padre Carrasco te decía que te callaras. Dado que todo esto sucedía hace más o menos medio siglo, supongo que ahora el padre Carrasco ya estará muerto (o quizá no; acaso sea un venerable nonagenario que se pase el día repartiendo sonrisas, como antes repartía mandobles). Si es así, espero que Dios no lo haya llamado a su lado, sino enviado a las calderas de Pedro Botero, y que arda allí, eternamente, con sus compañeros pedófilos. Otra práctica que involucraba al sopapo era aún más sofisticada. Esta no la llevaba a cabo al padre Carrasco, sino un profesor sin sotana, cuyo nombre he olvidado. Se trataba de apalear a los alumnos sin mancharse las manos, haciendo que se apaleasen ellos. El maestro hacía subir a los dos revoltosos a la tarima (se necesitaba que hubiera una pareja de infractores), los situaba frente a frente y les imponía el castigo de que se dieran mutuamente diez bofetadas. No exigía —y aquí estaba el pérfido busilis de la cosa— que las bofetadas tuvieran una fuerza determinada, sino solo que fueran bofetadas y que fueran diez. Los desventurados estudiantes empezaban todos, sin excepción, dándose unos bofetones que eran más bien caricias, pero el taimado profesor jugaba con la psicología infantil a su favor y sabía que, tarde o temprano, uno de ellos interpretaría que el otro lo había abofeteado más fuerte que él. En aquel momento se iniciaría una espiral de violencia irreversible que, con suerte, acabaría con los dos atizándose unas hostias capaces de tumbar a un peso pesado. Así vi que sucedía varias veces, ante la mirada complacida de aquel sádico camuflado de profesor de ciencias naturales. Otra forma de castigar sin ensuciarse las manos era tirando cosas: el escarmiento por vía aérea. Los profesores que preferían esta modalidad punitiva tenían a su disposición dos clases de proyectiles: las tizas y los borradores. Uno de ellos, Correas, también profesor de ciencias naturales (las ciencias naturales eran muy peligrosas en nuestro colegio), era muy hábil en esto: certero con la tiza, que producía un “¡clac!” muy divertido en la cabeza del bombardeado (y, a veces, un “¡ay!” aún más jocoso, si daba en un ojo), e infalible con el borrador, que conseguía que impactara siempre del lado de la madera, y cuyo sonido al alcanzar el objetivo, “¡cloc!”, resonaba gravemente en el aula, al modo de un proyectil de cabeza hueca (como solía estar la cabeza de quien lo recibía, seamos justos). El castigo artillero tenía la ventaja adicional de llenar la cara del bombardeado del polvo de tiza del que estaba impregnado, y hacer que pareciera un payaso, pero un payaso de esos de los cuadros, que lloran. No obstante, las posibilidades de infligir dolor al alumnado eran muchas, y la fértil inventiva de los maestros, religiosos o no, las había refinado hasta extremos propios del mandarinato chino. Había un profesor de inglés (nuestro colegio era muy moderno; tenía hasta laboratorio de idiomas, de cuyos magnetofones salían unas voces muy extrañas que pronunciaban palabras incomprensibles), un salvadoreño que se llamaba Colocho (era muy grandote y, como en aquellos tiempos arrasaba en los cines la película de John Guillermin, lo llamábamos <i>el colocho en llamas</i>), que se había traído de su país (célebre, entre otras cosas, por el refinamiento de la tortura que aplicaban sus militares, como el siniestro Roberto D’Aubuisson, adquirido en la estadounidense Escuela de las Américas) técnicas como las que ponía en práctica con nosotros. La más sofisticada consistía en ponernos de espalda a la pared y obligarnos a permanecer en cuclillas el tiempo que nos prescribiese. La razón de que nos pusiera no de cara, como se había hecho siempre —un castigo insultantemente inocuo—, sino de espalda a la pared, era porque así nuestros compañeros podían espantarse con las expresiones de dolor que muy pronto empezaban a dibujarse en la cara del torturado y que iban creciendo, grotescamente, hasta que parecía desencajado por completo. Estar acuclillado más allá de unos pocos minutos causa un dolor insoportable en las rodillas, la espalda y el cuerpo todo. La contrahecha inmovilidad a que nos obligaba el Colocho era un suplicio, que era de lo que se trataba, supongo. Otro fino tormento consistía en tirarnos de las patillas, pero no hacia abajo, siguiendo su caída natural, sino <i>hacia arriba</i>, haciendo que nos estirásemos como un junco y acabáramos de puntillas, intentando rebajar el dolor insufrible que aquel tirón nos producía. Yo nunca he deseado más flotar, o levitar, que cuando alguno de nuestros beneméritos profesores me izaba a las alturas de aquellos pelos malhadados (hasta el punto de que algunos, amantes de las curras [<i>Curro Jiménez</i> estaba entonces también en pleno éxito], pero también víctimas del procedimiento, decidieron afeitárselas para no facilitarles el trabajo a sus maltratadores). Pese a todo, el ejercicio sistemático de estas exquisitas sevicias no estaba reñido con la práctica de la violencia más elemental. Las guantadas directas, sencillas, limpias como una mañana de primavera, por cualquier impertinencia o indisciplina, no eran infrecuentes en las aulas y los pasillos. Los capones, repartidos asimismo con liberalidad, enriquecían metacarpianamente aquella violencia cotidiana. Un profesor de gimnasia —y exparacaidista— le propinó un puñetazo a un alumno que se le había puesto en guardia (las horas de patio también eran muy entretenidas en mi colegio). Y vi a otro, de historia y latín, abandonarse un día a un frenesí de golpes contra un desdichado enredador: le atizaba con ambas puños, como un molinillo, sin parar, entre lágrimas e hipidos (del profesor, no del alumno). Cuando, tras unos momentos interminables, acabó la paliza, el perpetrador salió descompuesto del aula a acabar de llorar su suerte, y el perpetrado se quedó encogido en el pupitre, más asombrado que dolorido (aunque también), mirándonos con pasmo a todos, que también lo mirábamos a él, en medio de un silencio sobrecogedor. </span></p>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-548736059020121131.post-74709305448210448792023-11-19T02:31:00.000-08:002023-11-19T02:31:49.284-08:00El peso de este mundo. Haikus con mariposa<p style="text-align: justify;"><span style="font-family: georgia; font-size: large;">La editorial La Garúa, nacida en la populosa ciudad de Santa Coloma de Gramenet, uno de esos lugares, en el cinturón industrial de Barcelona, que recibieron el aluvión de la inmigración del resto de España en los años cincuenta, sesenta y setenta, y que, quizá por eso, lleva décadas desarrollando una intensa actividad cultural, y particularmente poética, en la que priman el compromiso social, el mestizaje y la audacia, la editorial La Garúa, decía, es ya un veterano sello de poesía, con veinte años largos de vida y más de un centenar de títulos en su catálogo —entre los que figuran algunos grandes nombres de la lírica actual—, que ha sufrido algunos parones, obligada por las circunstancias, pero que siempre renace, pese a todas las adversidades, que en la poesía son muchas. Su capacidad de supervivencia está directamente vinculada a la personalidad resistente de su creador y editor, el también poeta Joan de la Vega. En la etapa que ahora inicia, ha inaugurado una nueva colección, de haikus, dirigida por uno de los poetas españoles que mejor conoce las tradiciones literarias orientales, gracias a su larga estancia en la India, Jesús Aguado. El haiku es la creación más universal de la literatura japonesa —más que el <i>Genji monogatari</i>, más que el teatro No, más que Mishima—: se ha difundido por el planeta y ha sido adoptado por todas las lenguas. Para explicar su éxito, se suele recurrir a su simplicidad. Y, es cierto, el haiku es una composición sencilla, pero su sencillez es engañosa. Captar, con toda su pureza, un momento de la vida, apresar en diecisiete sílabas la fugaz ligereza de lo que nos sucede, aunque lo que nos suceda sea doloroso, dibujar la plenitud del ser con una leve pincelada de apenas tres versos, y todo ello sin enjoyamiento, sin convertir el poema es pedrería metafórica, sino preservando la palpitación de lo vivo, la transparencia de la palabra verdadera, es de una dificultad diabólica. Quien lo probó lo sabe. El primer volumen de la colección de haikus de La Garúa, con el paradójico pero muy pertinente título de <i>El peso de este mundo. Haikus con mariposa</i>, es una antología de estos delicados tercetos, dedicados a las mariposas. Esta ha sido la “palabra de estación” utilizada para articular el libro: el motivo singular que, en la literatura nipona clásica, vincula las composiciones con una estación del año. No sé ahora mismo si la mariposa es una palabra de estación establecida en la tradición del haiku, pero da igual: en estos poemas funciona como espinazo colectivo, y lo hace fundiendo su propia levedad, la del frágil lepidóptero que colorea los paisajes del mundo, con la levedad constitutiva del haiku. Jesús Aguado firma un breve prólogo (no podía ser largo), inspirado en lo que han escrito sobre las mariposas Rafael Argullol, Marina Tsvietaieva, Erri de Luca, Christian Bobin, Ramón Gómez de la Serna y Mario Satz, y setenta y seis poetas colaboran en ella, entre los cuales celebro encontrar a muchos amigos admirados, como José Ángel Cilleruelo, Ernesto Hernández Busto, Ricardo Virtanen, Juan Manuel Uría, los propios Jesús Aguado y Joan de la Vega, Hilario Jiménez, Alejandro Duque Amusco y Agustín García Calvo. Me alegro también de que la selección incluya a otro amigo, el malogrado Manuel Lara Cantizani, fallecido en 2020, y algunos nombres grandes de la poesía en español, como José Juan Tablada —acaso el primer cultivador del haiku en nuestra lengua— o José María Millares Sall. He dicho que son setenta y seis los poetas antologados, pero voy a compartir un secreto: en realidad, son setenta y tres. El antólogo nos ha confesado que tres nombres son apócrifos. Yo ya he descubierto dos, pero aún ando a la busca del tercero. Aunque no importa. Lo realmente importante es disfrutar de esta muestra certera de los deliciosos poemas japoneses.</span></p><span style="font-family: georgia; font-size: large;">He aquí una pequeña muestra de la antología:<br /><br /><i>Señal de tráfico.<br />La mariposa vuela<br />desorientada.</i><br /><span> </span>Susana Benet<br /><br /><i>Le resta un gramo<br />al peso de este mundo<br />la mariposa.</i><br /><span> </span>Vicente Gallego<br /><br /><i>Me paro a ver</i></span><div><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;">cómo la mariposa</span></i></div><div><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;">también medita.</span></i></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><i> </i>Antonio Moreno<br /></span><div><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></i></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><i>La mariposa<br />reparte sus temblores<br />en el cristal.</i><br /><span> </span>Antonio Luces<br /><br /><i>Dos mariposas <br />apareadas, quietas,<br />como si nada.</i><br /><span> </span>Isabel Escudero<br /><br /><i>las mariposas</i></span><div><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;">que vuelan en tu estómago,</span></i></div><div><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;">¿lo hacen por mí?</span></i></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><i> </i>Ferran Fernández<br /></span><div><i><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></i></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><i>La mariposa<br />no sabe que la miro<br />cuando me ve.</i><br /><span> </span>Manuel Lara Cantizani<br /><br /><i>Bajo la vía láctea<br />la mariposa<br />de la cometa.</i><br /><span> </span>Samuel Yee Rangel</span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;"><br /></span></div><div><span style="font-family: georgia; font-size: large;">Y estos son los dos que yo he aportado:<br /><br /><i>Bisagra leve,<br />hipérbole de alas,<br />la mariposa.<br /><br />La mariposa<br />resiste el vendaval:<br />es un milagro.</i></span></div></div></div></div>eduardo mogahttp://www.blogger.com/profile/04474943325268195645noreply@blogger.com0