Nunca doblo la esquina de la página para marcar hasta dónde he leído. A veces, me dejo engatusar por los colores llamativos o el diseño innovador de las cubiertas. Soy incapaz de leer si no lo hago con un lápiz en la mano. Siempre miro cuántas páginas tiene un libro antes de empezar a leer. Conforme leo, calculo cuántas me faltan todavía para acabar. Detesto las erratas, que los puntos se pongan dentro de las comillas, que las palabras se separen mal al final de la línea, que se sangre siempre el principio de párrafo, que no haya coma antes de pero, sino y aunque. Subrayo lo que me gusta utilizando el punto de libro como regla. Cuando lo que me gusta es un párrafo, o un pasaje muy extenso, trazo una línea vertical con el lápiz y el punto de libro en el margen de la página. Huelo los libros al abrirlos. También al reabrirlos. Detesto que huelan a periódico. Metería en la cárcel a los que los rayan con bolígrafo, fusilaría a los que lo hacen con rotulador, y fusilaría y luego demolería su casa y sembraría las ruinas de sal a los que lo hacen con rotulador fosforescente. Señalo lo que me disgusta trazando una línea sinuosa debajo o, si es muy largo, al lado. Celebro el papel verjurado, la tipografía inglesa, el gramaje generoso. Suelo olvidarme de retirar las tiras adhesivas de colores con las que he marcado alguna página, y luego me encuentro los libros con un penacho amarillo, o verde, o naranja, como un indio con una pluma. A veces, insulto al autor. Rodeo las erratas con un círculo. Añado los signos de puntuación que faltan, sobre todo los puntos y coma y las comas vocativas, que ya casi nadie utiliza. Si desconozco un término, lo señalo con un signo de interrogación. Si se menciona a alguien repulsivo, como Abelardo Linares, Cayetana Álvarez de Toledo o Raphael, escribo en el margen alguna expresión de disgusto o dibujo un montoncito de mierda. Leo en un sillón, con los pies en un escabel y una lámpara de lectura a la altura de la cabeza. Vuelvo a mirar cuántas páginas me faltan para acabar. Prefiero la letra tirando a grande que la más bien pequeña. Aplaudo los colofones ingeniosos. Me gustan los márgenes amplios, pero no los interlineados excesivos. Las letras han de ser negras, muy negras. Nunca reparo los desgarrones con pegamento ni mucho menos con el horror del celo. No me decido a estampar el exlibris que me regaló uno de mis primeros editores en todos los libros que tengo. Empiezo a fatigarme tras una hora u hora y media de lectura, pero me duele el cuerpo antes que la mente. Siento un extraño alivio cuando el texto llega a un cambio de capítulo o de parte y encuentro una o varias páginas en blanco. Nunca dejo los libros abiertos boca abajo, ni los utilizo para calzar nada. Me molestan las fajas, aunque no me atrevo a tirarlas y las guardo entre las primeras páginas del libro (pero siempre se acaban cayendo). La georgia es la más legible, pero la garamond es la más elegante. Sobriedad, siempre sobriedad, incluso cuando el libro contiene disparates o excesos. El papel satinado solo es bueno para las fotografías. El papel biblia solo es bueno para la Biblia. Releo muy poco: queda tanto por leer. No obstante, cuando releo, borro anotaciones que hice (y me sorprende haberlas hecho) y añado otras nuevas (que me sorprenderán si vuelvo a leerlo). El libro, siempre cosido: qué horror el crujido de las páginas al despegarse y qué tristeza que se desprendan del volumen como las hojas de los árboles. Ya me queda menos para terminarlo. A veces, descubro libros muy anotados de los que no guardo ningún recuerdo, ninguna impresión; de hecho, ni siquiera me acuerdo de haberlos leído. Disfruto con los epígrafes, las dedicatorias, las notas a pie de página; raramente con las fotos de los autores. A veces, escribo el día en que he acabado de leer el libro y un brevísimo juicio crítico en una página de respeto. Leo en los autobuses y los coches —no me mareo al hacerlo—, en los trenes y el metro, en las salas de espera y los aviones, en los bancos de las calles y los parques, en la playa y los cafés, cuando como y cuando cago; leo hasta andando. El único sitio en el que no puedo leer es la cama: siempre me quedo dormido. Pocas veces me salto partes del libro; antes abandono la lectura. Cuando leo en el sillón, me apoyo el libro en la tripa. El índice, al final. Nunca me deshago de lo que encuentro en los libros de segunda mano: flores secas, billetes de autobús (o de tranvía), fotografías, cartas, listas de la compra; se me ocurre que también son el libro. En ocasiones, tacho palabras que leo y que sustituyo por otras que me parecen más pertinentes. También corrijo los errores de traducción. Antes leía los libros hasta el final, aunque no me gustaran; ahora ya no lo hago, pero todavía me resisto a dar por terminada la lectura: dejo los libros que me aburren o disgustan en una pila de “empezados y pendientes”, donde pueden pasar mucho tiempo, con la esperanza de retomarlos en algún momento, hasta que los arrumbo definitivamente en la estantería. Aborrezco el papel reciclado, aunque sea muy necesario. Qué bien: ya estoy cerca del final.
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