Acudo hoy a la exposición ¡Viva la bohemia! en el Museo de Historia de Madrid con mi buen amigo y admirable escritor Óscar Curieses. Uno no puede ser literato (o pretenderlo, al menos), estar en Madrid y no visitar una exposición como esta, que revela uno de los movimientos estético-sociales —si es que la bohemia lo fue— más característicos y duraderos —surgió en España a principios del último tercio del siglo XIX y murió con la Guerra Civil, medio siglo después— de la capital y, por extensión, de un país pobre y exhausto. El Museo de Historia está enfrente del Tribunal de Cuentas, una venerable institución que ha contado entre sus filas con uno de los principales representantes de la bohemia, precisamente: Emilio Carrere, al que su padre colocó en el Tribunal y donde él hacía un horario, cuando lo hacía, ajustado a sus necesidades trasnochadoras, cafetinescas y literarias. Cuando se presentaba en el trabajo, siempre lo hacía tarde, y en cierta ocasión su jefe lo llamó a su despacho y le advirtió: “Mire usted, con esa manía de retrasarse, va a llegar un momento en el que se presentará usted todos los días al día siguiente”. (Carrere tenía una inclinación especial por refugiarse en lugares insospechados. Años más tarde, al estallar la Guerra Civil, lo hizo en el Sanatorio Psiquiátrico del Doctor León, para huir de la persecución de las hordas rojas, y se pasó los tres años del conflicto conviviendo pacíficamente con los locos, mientras los locos de fuera se mataban entre sí. Tras la Guerra, aquel bohemio que había sido Carrere, autor de títulos tan elocuentes como La tristeza del burdel, La copa de Verlaine o El caballero de la muerte, se dedicó a escribir poemas loando el Glorioso Alzamiento Nacional, lo que le devolvió cierta lamentable celebridad). Pero no solo la figura fantasmal de Carrere parece acompañarme en esta bohemia mañana de domingo: las circunstancias parecen aliarse también para que viva directamente la experiencia de la bohemia, entendida como cúmulo de penurias. Para llegar al Museo, he cogido el metro hasta Tribunal. En el vagón, en un asiento cercano, una obrera del turno nocturno, seguramente una limpiadora, le contaba a su madre por el móvil, a voz en grito, la pelea que había tenido con una negra en un autobús que había cogido al salir del trabajo, a cuenta de un desvío inesperado del autobús de la ruta establecida. Todo el vagón, todo el tren, diría yo, se ha enterado de las sórdidas cuitas de la mujer, y he sentido un fantástico alivio cuando la he dejado, en el interior del convoy, detallando las groserías que se ha intercambiado con la negra discrepante. No obstante, la sordidez goyesca que aún perdura en el país me ha perseguido hasta el exterior. Como he llegado con diez minutos de antelación a la cita con Óscar, y mientras lo esperaba sentado en un banco, detrás del Museo, he visto a un colgado de la noche pasar por delante de mí, dando tumbos, y menear todas las latas y botellas de cerveza o vino que habían dejado, en poyos y aceras, los participantes en el botellón nocturno que, sin duda, se había celebrado allí hacía pocas horas. El colgado no ha tenido éxito y ha seguido su tambaleante camino en busca de alcohol y nada. La bohemia, como es sabido, nace literariamente en Francia de la mano de Henri Murger, cuya colección de cuentos Escenas de la vida bohemia, publicada por entregas entre 1845 y 1849, constituyó la primera formalización —y legitimación— de la vida bohemia, la que definía el modus vivendi de los artistas —pintores y escritores— contrarios a las convenciones sociales —y, muy singularmente, al dinero y las comodidades de la clase burguesa— y entregados al ideal del arte. Este prototipo vital, atrincherado sobre todo en el Barrio Latino de París, pero que fue cobrando dimensión universal gracias a la obra de escritores como Baudelaire, Rimbaud y Verlaine, adquirió carta de naturaleza en España veinte años más tarde —a España todo viene llegando veinte años tarde desde Felipe II— con el relato autobiográfico El frac azul. Episodios de un joven flaco, del valenciano Enrique Pérez Escrich, publicado en 1864 (que luego resubtitularía Memorias de un joven flaco), al lado de cuyo ejemplar se encuentra un óleo del escritor, pintado por Ricardo Navarrete, en el que, en efecto, aparece flaco y levemente demacrado, como si aún no hubiera superado las estrecheces de su juventud errante. Encuentro que la dificultad para leer los carteles y cartelas de la exposición resulta coherente con lo expuesto: la iluminación escasa, casi inexistente, es condigna de las buhardillas sin electricidad (por falta de pago) de aquellos bohemios, al decir de Valle-Inclán, otro de sus ilustres, “impecunes y hampantes”. La exposición acoge muestras —libros, cartas, periódicos en los que colaboraban, retratos, objetos personales— de casi todos los bohemios españoles, y de casi todos los que participaron, directamente o indirectamente, en la bohemia. Y subrayo el “casi” porque, precisamente por ser bohemios, puede que alguno haya permanecido, hasta hoy mismo, en la misma invisibilidad en la que viviera hace un siglo. A los ilustres antecedentes franceses —se expone, por ejemplo, una primera edición, de 1888, de Les poètes maudits, de Verlaine (1888: otro annus mirabilis de la literatura; en ese año, en Valparaíso, se publicaba también Azul, de Rubén Darío, el libro con el que se inicia el modernismo en español)— y españoles, con Goya y Larra a la cabeza (del primero dijo Valle-Inclán que el esperpento lo había inventado él; y del segundo hay un hermoso retrato, pintado por Ricardo Baroja), se suman las figuras del propio Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Alejandro Sawa, Francisco Villaespesa, Alfonso Vidal y Planas, Manuel Machado, Eliodoro Puche, Rafael Lasso de la Vega, Rafael Cansinos Assens, Armando Buscarini, Pedro Luis de Gálvez, Antonio de Hoyos y Vinent, el ya mencionado Emilio Carrere y un largo etcétera. Unos pocos lograron el éxito, literario y material; la mayoría vivió y murió en la miseria. Pero todos protagonizaron sucesos que, a la vez, maravillan y espeluznan. Alejandro Sawa, el “andaluz hiperbólico, poeta de odas y madrigales” que inspiró el personaje de Max Estrella de Luces de bohemia, de Valle-Inclán, quizá sea el más destacado. (Por cierto, que la cartela que habla de Luces de bohemia menciona a otro personaje de la obra, don Latino de Híspalis, aunque omite el acento del apellido: “Hispalis”. Las faltas de ortografía, abundantes en los textos de la exposición, serán otra demostración de coherencia con lo expuesto, como la iluminación insuficiente: los manuscritos de los bohemios estaban plagados de ellas). Sawa escribió muy poco (aunque con títulos muy reveladores de la vida difícil y oscura que llevó: Un vencido, Noche, también de 1888, o el póstumo Iluminaciones en la sombra), pero había residido en París y allí había conocido a alguno de los grandes astros franceses, como Verlaine, del que consta un retrato, hecho por Eugène Carrière en 1891, dedicado de su puño y letra a Sawa. También fue amigo de Rubén Darío, que prologó Iluminaciones en la sombra. Sin embargo, un bohemio siempre era un bohemio, y Sawa lo era de forma radical; en particular, era un hacha del sable, el noble arte de pedir dinero sin mendigar. En una vitrina se expone una carta, bien meliflua, en la que sableaba a su “amigo y maestro” Rubén, pero al lado de esta se lee otra, algunos años posterior, en la que amenaza gravemente a su protector si no le paga (la cartela dice “sino le paga”) 525 pesetas por varios artículos que Rubén había publicado en el diario argentino La Nación con su nombre, pero que había escrito él (Sawa hubo de ejercer de negro para sobrevivir): toda la bienquerencia de la primera misiva se convierte en espumarajos y furor en la segunda. De Alejandro Sawa consta asimismo el epitafio que le escribió Manuel Machado, ese que empieza: “Jamás hombre más nacido/ para el placer fue al dolor/ más derecho./ Jamás ninguno ha caído,/ con facha de vencedor,/ tan deshecho”. La cartela que lo reproduce ha omitido el acento de “caído”. El sable, en su modalidad epistolar de petición a los grandes escritores o las instituciones respetables, fue ejercido con constancia y deliberación por casi todos los bohemios españoles, y en ¡Viva la bohemia! encontramos otros ejemplos de este noble arte, como sendas cartas de don Ramón María del Valle-Inclán y Dorio de Gádex (seudónimo del gaditano Antonio Rey Moliné, al que Valle-Inclán también convirtió en personaje de su Luces de bohemia) a la Real Academia Española. La bohemia llamada heroica, cuyo más destacado representante fue el sevillano Sawa, también pertenecen otros escritores y periodistas, como Joaquín Dicenta, que dirigió revista Germinal, la más combativa y, diríamos hoy, antisistema de la época, junto con el periódico Don Quijote, célebre por la leyenda que acompañaba su cabecera: “El periódico que se compra, pero no se vende”. El apartado gráfico de esta suerte de bohemia, socialmente crítica y próxima a postulados anarquistas y comunistas, cobra una relevancia singular con emotivas obras de Manuel Benedito, como el óleo La familia del anarquista el día de su ejecución, de 1899; de Mateo Silvela, cuya Tienda de asilo pinta uno de aquellos antros de beneficencia donde se alimentaban tristemente los muchos pobres (y bohemios) del país; de Picasso, que también atravesó unos años de bohemia, y que así tituló, Bohemia maldita, un dibujo de 1901; y, sobre todo, de José Gutiérrez Solana, que aporta, entre otras piezas, un grabado terrorífico, Hombre y mujer desnudos, en el que las dos figuras aparecen desmembradas y con una imagen de la Virgen al fondo, el óleo La casa del arrabal, que describe un pavoroso prostíbulo, y otro óleo, Chulos y chulas, cuyos personajes presentan ojos espantados y rostros cadavéricos. La bohemia está plagada de personajes pintorescos, a la par que embrutecidos y deprimentes. Ahí está, por ejemplo, Florencio Moreno Godino, con cuyo asonantado seudónimo, Floro Moro Godo, aparece como uno de los personajes de El frac azul, y cuya obra más representativa es El último bohemio, publicado póstumamente en 1908. También encontramos a Fernando Villegas y Estrada, otro de los últimos bohemios, famoso por su único libro Café romántico y otros poemas, publicado en 1927, y del que Pedro José Vizoso acaba de publicar una magnífica edición en ArKadia. El legendario Alfonso Vidal y Planas también está presente con un ejemplar de su gran éxito teatral Santa Isabel de Ceres, que refiere el amor de un pintor por una prostituta a la que intenta redimir, y que tiene tintes autobiográficos, porque también él sacó del arroyo a su entonces mujer, Elena Manzanares. Por algunos maledicentes comentarios sobre su redimida esposa, Vidal y Planas le descerrajó un pistoletazo a su colega y antiguo amigo Luis Antón del Olmet, lo que le valió doce años de prisión, de los que cumplió tres. (En esto, los tiempos se han civilizado un poco: por algo parecido le pegó un puñetazo, pero no un tiro, Vargas Llosa a García Márquez; o Will Smith a Chris Rock). Algunos, no muchos, fueron bohemios con éxito. Francisco Villaespesa hacía giras multitudinarias por Hispanoamérica, y miles de personas acudían al puerto de Buenos Aires a recibirlo cuando llegaba en barco desde España. Hoy nadie lo lee. En la exposición damos con un ejemplar de La copa del rey de Thule, de 1916, con prólogo de nada menos que Juan Ramón Jiménez. También Manuel Machado, estratégicamente alineado con el Régimen durante y, sobre todo, después de la Guerra Civil, sobrevivió a los embates de la bohemia, publicando, a diferencia de Villaespesa, buenos libros, como Alma, en 1902 (del que, por cierto, me acabo de hacer con un facsímil del ejemplar dedicado a Dámaso Alonso, en el que el sesudo filólogo hizo anotaciones y jugosos dibujos, algunos eróticos). Asimismo, encontramos libros del ruso-hispano-alemán Ernesto Bark, como La santa bohemia (Bark, otro más de los convertidos por Valle-Inclán en personaje de Luces de bohemia, y al que también cita Alejandro Sawa en sus memorias), y, naturalmente, La sagrada cripta de Pombo, de Gómez de la Serna, el café donde el incansable grafómano reunía a todos los bohemios de la ciudad, o de paso por ella, que estuvieran dispuestos a rendirle la pleitesía necesaria (y por eso era “sagrada”). De ¡Viva la bohemia! salimos a un tiempo tristes y divertidos, y algo mareados por la falta de luz. Y yo no quiero dejar de consignar que, en las cartelas, el apellido del compositor español Pablo Sorozábal, mencionado por algo que ya no recuerdo, aparece sin acento; un acento que, en cambio, empenacha ignominiosamente todos los adverbios “solo” de la exposición.
https://www.youtube.com/watch?v=RocX3vkze6Y
ResponderEliminarGracias, anónimo, por esta espléndida versión de “La bohème” del gran Charles Aznavour.
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