domingo, 14 de diciembre de 2025

Un viaje a Miami (y 3): los museos del sexo

No es extraño, si uno lo piensa bien, que Miami, una ciudad de gente con poca ropa, acalorada, hormonalmente zarandeada por el clima tropical, tenga dos museos del sexo: el primero se llama así, Museum of Sex, sin más circunloquios; el segundo recibe una denominación menos directa y más sofisticada: World Erotic Art Museum [‘Museo del Arte Erótico Mundial’]. Pero los dos constituyen una exaltación de Eros, una celebración de los placeres de la carne. Visito el primero en primer lugar, por la mañana. Y lo hago con Lyft, un Über miamense, que funciona como un reloj y por bastante menos que un taxi. María, la conductora, se sorprende de que haya un museo del sexo en Miami: nunca ha oído hablar de él. Me pregunta, sin tapujos, por qué voy allá: “¿Es Ud. curador?”, aventura, y me sorprende que una taxista dominicana sepa de la existencia de unos profesionales llamados curadores. “No, soy turista”, le respondo, y ella entiende “No, soy artista”. “Ah, claro, va Ud. a inspirarse”. Sí, en cierta medida sí, pienso, pero decido concluir ahí la conversación. Como el museo no abre hasta las once —como tantos otros establecimientos de la ciudad—, decido hacer tiempo y avanzar el almuerzo. Encuentro, a poca distancia, un restaurante mexicano, pero me disuade de entrar el anuncio de “rabo encendido” que hay en el escaparate. Algo más allá veo un “restaurante de comida centroamericana” —así, en general— y me instalo en él. Tiene un excelente nivel de cutrez: los cubiertos son de plástico; las servilletas, dos trozos de papel de cocina; no dan vaso con la cerveza, que se ha de beber a morro; y hay dos teles encendidas, con un partido de la Champions en curso. Pero, como preveía, la señora del lugar —hondureña, me parece— me atiende con mimo, y la ropa vieja que pido, con arroz, frijoles y maduritos (que no son señores de edad avanzada, sino plátanos fritos), está para chuparse los dedos, que es exactamente lo que hago. Cuando he dado cuenta del platillo y de un café largo de postre, vuelvo al museo, que ya ha abierto sus puertas. Debo realizar una complejísima operación informática para comprar el billete (cómo añoro aquellos tiempos en que uno entraba en el local, pedía un billete, el empleado de la entrada te extendía un papelín, uno depositaba el dinero en el mostrador y se entraba sin más dilación en la exposición o el espectáculo), pero finalmente, con la paciente ayuda de la recepcionista, lo consigo y me adentro en el museo, que está dividido en tres secciones. La primera hace una sucinta presentación, con imágenes y objetos, de la evolución del mundo del sexo a lo largo del siglo XX: desde los primeros consoladores vibrátiles y masajeadores de pene (que parecen secadores de pelo), de los años 1910-1920, hasta los dildos de aspecto extraterrestre y masturbadores de elastómero para hombres de la actualidad, pasando por condones exóticos y aquellas primera máquinas expendedoras de gabardinas, profilácticos para los soldados de la Primera Guerra Mundial (en la que hubo que dar de baja a decenas de miles de soldados de todos los bandos por enfermedades venéreas), extensores de pene (fracasados, como todos: ningún extensor de pene ha extendido jamás ningún pene; solo excitan la imaginación de sus poseedores), recomendaciones sanitarias de los poderes públicos (wash your privates) y escenas televisivas de Elvis la Pelvis, cuyos espasmódicos golpes de cadera enloquecían a las jóvenes estadounidenses de los años 50, asfixiadas por el siempre reinante puritanismo americano. La segunda sección del museo es una colección privada de arte erótico: la Hard Art, de la Beth Rudin Dewoody Collection. Al entrar, una vigilante me indica que puedo tomar fotos y vídeos, pero no tocar. Se entiende: tocar debe de ser una tentación constante, y hasta peligrosa, en una exposición como esta. En esta parte del museo encuentro un dilatado (y nunca mejor dicho) conjunto de obras de arte que hacen del sexo su inspiración y su tema. Y sexo quiere decir a menudo órganos sexuales, que funcionan a modo de icono o símbolo de lo representado. Y lo fálico predomina. Por ejemplo, en Superzipper, de Judith Bernstein, de 1966, los cojones dibujados son más grandes que el hombre que los porta. Los dibujos de Tom of Finland, un clásico contemporáneo del homoerotismo, pintan a megahombres con megapaquetes, y las fotos de Robert Mapplethorpe retratan enormes y relucientes falos negros. Por su parte, el simbolismo del Banana Split, de Marilyn Minter, de 1989, no admite ambigüedad. Pero la colección no está solo interesada por los penes. También incluye algunas piezas menos fálicas, como el Sueño de Venus, de Salvador Dalí, pintado para la Feria Mundial de Nueva York de 1939 (“para promover el movimiento surrealista”, especifica la cartela), o una foto de John Giorno, hecha por Eliot Elisofon en 1971, donde se ve al gran poeta norteamericano posando en el alféizar de una ventana junto a un cartel en el que se lee un mensaje indudablemente perturbador en aquellos años: “Husband sucks and takes it up the ass. Wife loves couples with big cocks and hairy pussys. Will suck them dry” (‘El marido la chupa y se la mete por el culo. A la esposa le encantan las parejas con pollas grandes y coños peludos. Los chupará hasta secarlos’), y se proyecta la película Sync, de Marco Brambilla, de 2004, un film ideal para que los epilépticos se vuelvan locos: consiste en un ametrallamiento de imágenes de asunto sexual (doce tomas por segundo), acompañadas por el redoblar constante de una batería. Yo apenas lo soporto unos segundos, y huyo a la tercera y última sección del museo, la más americana de todas —esto es, la que persigue más decididamente el espectáculo—, Journey into the Erotic Carnival (‘viaje al carnaval erótico’), que pretende ser una feria del sexo, con sus atracciones y puestos de golosinas. Hay un Sizemologist (‘un “tamañólogo”’) que mide el aparato del o de la visitante. También, una hilera de váteres con glory holes por los que aparecen pollas (en este contexto, no se puede escribir “penes”) que el visitante ha de agarrar y estirar tres veces (si lo consigue, gana puntos); un Pornomatic, en el que aparece tu cara en una escena pornográfica; y un Jump for Joy (‘salta y alégrate’), una piscina no de bolas, sino de tetas, flanqueada por tres muñecas inflables gigantescas, de tetas de tamaño acorde. Veo asimismo muchas máquinas de monedas, pero que aquí, como la entrada al museo, no funcionan con monedas, sino con códigos QR y arduas operaciones tecnodigitales. Por supuesto, soy incapaz de jugar con ninguna de ellas (por ejemplo, con la rueda de la fortuna, a ver qué me depara la suerte sexual en el futuro, aunque soy pesimista), y me da vergüenza pedir ayuda a alguno de los ¿vigilantes? ¿asistentes? que andan por aquí con una sonrisa esculpida en la cara. Antes de salir, sí le pregunto a uno por el restroom, aunque con cierta prevención: temo que puedan enviarme a los váteres de los glory holes (o que sospechen que voy al baño a sacudírmela). Ya en la calle, reparo en que he visita el museo solo y que mi visita puede calificarse de masturbatoria.

Las colecciones del Museo de Arte Erótico Mundial, que se encuentra en Miami Beach y que visitamos por la tarde mi amiga Renée y yo, son amplias y cuentan con obras de artistas importantes, que son, en algunos casos, clásicos absolutos. Por ejemplo, nos admiran unos bosquejos a lápiz de Rembrandt, y reconocemos tres litografías de Cunnilingus con voyeur, de Pablo Picasso, cuya presencia aquí no nos extraña nada, dada su condición de erotómano confeso. También encontramos a Gustav Klimt, que aporta una Mujer desnuda, al expresionista y grotesco Egon Schiele, y a Fernando Botero, el pintor de los seres carnosos. Algunos de los artistas que he visto esta mañana en el Museo del Sexo comparecen también en este del Arte Erótico, como Dalí, del que aquí se expone La Venus aux Fourrures, de 1968, en el que aparece él autorretratado y a punto de chupar una vagina atravesada por un clavo, y Robert Mapplethorpe, con más fotos de negros desnudos y bien dotados. No obstante, este museo no es solo una pinacoteca. Muchas de las piezas que reúne tienen que ver con el cine. Así, Frank Follmer dibuja escenas pornográficas protagonizadas por los inefables personajes de Walt Disney (que se subiría por las paredes si las viera): los siete enanitos haciendo cochinadas con la Cenicienta y el ratón Mickey, el divertido Pluto o el bueno del pato Donald follando felizmente entre sí o con otros. Vemos fotos de Marilyn Monroe —fotos de ella vestida, sin más: eso basta para que las imágenes sean fuertemente eróticas— y de Anita Ekberg, la inolvidable protagonista de la escena de La dolce vita en la Fontana de Trevi con Marcello Mastroianni. El Museo refleja también las huellas que el erotismo ha dejado en las diferentes culturas del mundo. Un Pinocho se representa con un pene en lugar de nariz, y el cambio nos parece justificado, porque ambos crecen. En unas grandes vitrinas encontramos juguetes eróticos, en el sentido literal de la expresión: artilugios para entretener a los niños, pero con motivos sexuales; muchos son articulados: si estiras de una cuerda, por el otro extremo aparece un pene erecto. Cosas así. Más obras remiten, sorprendentemente, al mundo de la infancia. En un rincón, vemos una escultura de T. Watson, de 2000, que representa a un niño sentado, descalzo y modoso, pero agarrándose con las dos manos un pene monstruoso que le sale del pantalón corto y que casi le llega a la cara. Admiramos diversas representaciones —variaciones de un mismo tema— de la fábula de Leda y el Cisne, cuyo cuello resulta indudablemente fálico, y los cuadros de un artista sin identificar (pero probablemente estadounidense), de 1979, que vinculan el sexo y la comida, una asociación muy plausible: dos polos, una mazorca de maíz o un perrito caliente que son penes. Hay una amplísima exposición de artes eróticos del mundo: japonés, mexicano, africano (aquí las figuras son literalmente tripódicas), chino, hawaiano, precolombino, indio: todos representan el poder del falo y el enigma de la vagina. Salimos del Museo con la sensación de haber visto mucho, pero de habernos informado poco, y con una cierta sensación de desorden e incluso de desconcierto. No todas las piezas están acompañadas por cartelas que indiquen su autor y las caractericen y contextualicen, y a una sala dedicada al arte peruano puede seguir otra que exponga pipas del mundo con motivos eróticos. De hecho, una gran sala está dedicada a Miami Vice, la mítica serie de televisión de los 90, en la que, sin duda, había mucho sexo, pero muy poco arte erótico, y que no llegamos a comprender por qué está aquí. Como despedida, vemos en un espacio distribuidor una colosal escultura dorada de un pene erecto con dos testículos grandes como balones de playa. Me siento en ellos y Renée me toma una foto. Pero no pienso colgarla aquí ni en ningún sitio.

lunes, 8 de diciembre de 2025

Un viaje a Miami (2): el downtown y Agustín Fernández Mallo

Hoy he quedado a comer con Agustín, con quien, asombrosamente, me encontré ayer. Pero antes quiero conocer el downtown de Miami. Para llegar al centro, cojo el Metrorail, el metro elevado de la ciudad (que no debe llamarse, por tanto, suburbano, sino sobreurbano), en el que vuelvo a constatar cuánto han arraigado aquí los haitianos: los asientos reservados para personas mayores y embarazadas están escritos en inglés, español y criollo haitiano: priyorite syèj. Kite sou demann. El asiento lo ocupa, precisamente, un sesentón negro, con gorra de béisbol y cadenas de plata al cuello, que se mueve sutilmente al ritmo que le marca la música que escucha por unos audífonos, con la mirada perdida. Bajo en la parada de Government Center, donde hago transbordo con el Metromover, otra red ferroviaria que recorre exclusiva y circularmente el centro de la ciudad. Yo esperaba un tren caro y grande —porque todo es caro y grande en este país—, pero me encuentro con que el viaje es gratuito y que el convoy lo compone un solo vagoncito, que aumenta a dos en las horas punta. Hago el recorrido con otra viajera —esta vez, blanca y joven— que no solo se cimbrea con la música de su ipod, sino que no se recata de tocar una guitarra fantasma. El Metromover circula por entre rascacielos ya construidos o aún en construcción, como una hormiga extraviada entre baobabs. Como es temprano —he comprobado que la actividad comercial empieza aquí más tarde que en España: hasta las nueve o las diez (o incluso las once) no abre la mayoría de locales—, hay poca gente por la calle. Pero sí un gallo muy pinturero, que cruza una de las avenidas, con polícroma arboladura de plumas y crestas, y se me planta al lado, desafiante. “¿Qué pasa?”, parece preguntarme. “Vivo entre rascacielos, ¿y qué?”. También veo palmeras en los tejados de los enormes edificios de oficinas y, al doblar una esquina, escueta, asalmonada y neogótica, la Salvation Army Citadel, el cuartel del Ejército de Salvación. En uno de los muchos rincones verdes de la ciudad, cuidados por numerosos jardineros, todos hispanos (la naturaleza exuberante del trópico ha de ser domeñada constantemente: las hojas de los ruibarbos gigantes [gunnera manicata], por ejemplo, alcanzan dimensiones de sábana), un soplahojas inunda de estruendo cuanto lo rodea. Compruebo con pesar que los soplahojas son una especie universal, como las cigüeñas: están en todas partes, descoyuntándonos los oídos. El paseo me permite constatar la existencia de un Museo del Helado y de admirar el Globo Terráqueo Panam, construido en 1930 y de casi tres toneladas de peso, en el que España y sus posesiones africanas —Guinea, Río de Oro— aparecen pintadas de amarillo, y la escultura de Woody de Othello Some Time Moves Fast, Some Time Moves Slow [Hay un tiempo que se mueve deprisa y otro que se mueve despacio] de 2022, en la que distingo un reloj blando: uno de los leitmotivs dalinianos se ha convertido, como los soplahojas, en una presencia universal. Anda que te anda, llego a la Torre de la Libertad, así llamada por haber sido, en los años 60, el centro de acogida de los cubanos emigrados de la Cuba castrista. Construido en 1925 en estilo neorrenacentista, inspirado en la Alhambra y la Giralda (también el hotel Biltmore, en Coral Gables, construido en aquellos mismos años, se inspira en la torre de la catedral de Sevilla), fue durante algunos años el edificio más alto de Miami (hasta que pronto lo superaron los rascacielos de acero y cristal que no han dejado de brotar a su alrededor hasta hoy mismo; de hecho, Miami está llena de grúas y obras) y sede de un periódico local, para luego convertirse en la Ellis Island de Florida. Hoy forma parte de una universidad y contiene un museo (que no abre hasta las once). Sigo paseando y llego a otro de los lugares más conocidos de Miami, el Bayside, donde se concentran un puerto deportivo; varias atracciones populares, como una noria junto al agua y un barco de madera, El Loro, en cuyas bordas se posan y graznan los cuervos; una galería comercial con una pintoresca extensión callejera, donde se vende desde bisutería y cerámica hasta suvenires, y cuyo pintoresquismo se acendra —y vuelve doloroso— cuando compras una botella pequeña de agua —cuesta seis dólares— o pasas al lado de un puesto llamado Churroland, afortunadamente cerrado (abre a las diez); y hasta un paseo de la fama —al que da paso un baniano de veintitrés metros de altura y ciento diez años de antigüedad—, mucho más pequeño, eso sí, que el de Los Ángeles, con estrellas dedicadas a Andy García (es lógico: es uno de los cubanos emigrados más famosos de Estados Unidos), Jamie Foxx o Jada Pinkett-Smith, la actriz en cuya defensa Will Smith le soltó un guantazo a Chris Rock en la ceremonia de entrega de los Óscar en 2022. A quienes ocupan las demás estrellas del paseo no tengo el gusto de conocerlos. El Bayside conduce naturalmente al Bayfront Park, donde las autoridades han plantado un gigantesco árbol de Navidad, con bolas de colores y un remedo de nieve, cuyo absurdo esplende en este luminoso día floridano, a casi 30º. En el centro del parque se alza una fuente circular, con muchos chorros. Y, a su frente, Biscayne Bay [bahía Vizcaína] —que en realidad no es una bahía, sino una laguna tropical—, por la que se deslizan, a lo lejos, algunos cargueros y, más cerca, los yates y balandros de los muchos millonarios miamenses. Me siento en un banco sombreado a ordenar estas notas y descansar, y disfruto de las vistas despejadas, en las que se pinta el discurrir de las nubes poderosas, el azul de turmalina del mar, la sombra móvil de las embarcaciones que pasan y la plata descomunal de los rascacielos, que llegan hasta la orilla misma de la bahía. Reparo también —no se puede evitar— en los ruidos, porque cada ciudad tiene los suyos. En Miami, se entretejen los aviones que nos sobrevuelan sin descanso, las ambulancias chillonas, los cláxones graves de los grandes camiones de carga y los más agudos de los automóviles (los conductores tienden aquí a agredirse con las bocinas), las máquinas de los restaurantes y los aires acondicionados, las taladradoras y hormigoneras de las obras en marcha, los carros de la limpieza... Aún sentado en el banco, advierto otro animal en las inmediaciones: una iguana melenuda y anaranjada, de uñas como garfios, que se acerca a un charco de la fuente a beber. Saciada la sed, el bicho se me acerca, lenta pero inexorablemente. Y me mira mal, como hacían muchos toros con Curro Romero. Espero que ahora no quiera saciar su hambre. Por suerte, pasa de largo y se pierde entre la vegetación. Para llegar al hotel donde se aloja y en el que he quedado con Agustín, un Marriott, he de recorrer la avenida Brickell, la más lujosa de Miami, flanqueada de rascacielos alumínicos, acristalados, en los que tienen la sede muchas grandes empresas internacionales. Pero entre estas pirámides del siglo XX sigo encontrando las casonas e iglesias que nacieron aquí antes de que la ciudad se convirtiera en un centro de negocios planetario, y que el crecimiento urbano no ha conseguido arrasar, como la primera iglesia presbiteriana, que no es muy antigua —data solo de 1949—, pero que, comparada con los monstruos que la rodean, parece una construcción neolítica. De estilo mediterráneo —el Mediterranean Revival, con influencias del Renacimiento español e italiano, el estilo colonial español y francés, la arquitectura norteafricana y el gótico veneciano, tuvo mucho predicamento en Florida en la primera mitad del siglo pasado—, se erige en apenas tres acres de terreno y suaviza, con su color arena, sus líneas benevolentes y sus dimensiones humanas, el brutalismo metálico de la avenida Brickell. Llego por fin al hotel en el que se aloja Agustín y donde he quedado con él. Lo encuentro tomando notas en el vestíbulo del lujoso establecimiento. Agustín, que lleva viajando por el mundo desde que se convirtió en un escritor de éxito, me insiste en que a él no le gusta viajar, y que por eso intenta siempre reproducir en sus viajes las condiciones en las que vive en su casa, donde lee, escribe y, muy importante, ve la televisión, algo que, por otra parte, ya solo hacemos los miembros de nuestra generación (Agustín tiene 58 años; yo, 63), y, en mi caso al menos, cada vez menos. Salimos a comer a algún restaurante cercano, y recalamos en uno argentino donde hay poca gente y, también muy importante, poco ruido. Para los dos, es importante no estar rodeados de una música ambiental estruendosa, los pitidos y soniquetes desquiciantes de las máquinas tragaperras, parroquianos que aúllen sus privacidades al teléfono en la mesa de al lado, artefactos de cualquier tipo cuyas tripas suenen encima o debajo de nosotros, tráfico insufrible que se cuele por unas ventanas no aisladas y ese largo etcétera que vuelve cualquier conversación (cualquier acto, en realidad) una dolorosa supervivencia entre decibelios. El restaurante parece estar tranquilo, y Lucas, el camarero que nos ha tocado en suerte, parece genuinamente dedicado a obtener una buena propina de nosotros. Las propinas se han doblado y multiplicado desde la última vez que estuve en los Estados Unidos: ahora se incluye ya una, de oficio, con la cuenta, por lo general del 20%, y luego el camarero espera otra, la de toda la vida, de otro 20% al margen de la factura, que va íntegramente a su bolsillo. Antes, además, esos porcentajes no eran tan altos, sino del 10 o 15%. La charla se desarrolla como siempre entre Agustín y yo: con una facilidad pasmosa, y sobre cualquier tema que asome a los labios. Es lo que tiene ser amigos desde hace treinta años: que retomamos la conversación hoy como si la hubiéramos interrumpido ayer, aunque haga varios años que no nos veamos. Liquidada la comida y pagada la cuenta (y las propinas), salimos a bajarla paseando. Recorremos, sin dejar de hablar, el seaside walk, el paseo costero que recorre la línea de mar por entre los edificios, algo más bajos, que dan a la bahía por esta parte de Brickell, y admiramos la arquitectura tan funcional como deslumbrante de la ciudad y las vistas de Biscayne Bay, punteada de barcos y estratocúmulos. No nos cruzamos con apenas nadie hasta el Bayfront Park y luego el Bayside, donde el gigantesco baniano en el que antes he reparado causa la admiración de Agustín. La iguana que me ha acompañado ha desaparecido. Volvemos sobre nuestros pasos hasta el Marriott del que Agustín tendrá que salir pronto, camino del aeropuerto. Nos despedimos en el vestíbulo con un abrazo emocionado. Mientras él se prepara para volar, yo cojo otra vez el Metroraíl hasta Allapattah. En el camino, diviso un bellísimo arco iris.

martes, 2 de diciembre de 2025

Un viaje a Miami (1): la Pequeña Habana, La Feria del Libro y Orlando González Esteva

Hoy es mi primer día en Miami, una ciudad en la que he estado varias veces, pero en la que nunca he residido. Me alojo en una casita del barrio de Allapattah —una palabra semínola que significa “aligátor”—, cuyos moradores son, en su mayoría, dominicanos. En las ciudades medievales, los gremios determinaban la fisionomía y costumbres de los barrios. Hoy, en Miami —y en muchas otras ciudades estadounidenses de aluvión—, son las nacionalidades las que definen los vecindarios. En la Pequeña Habana viven los cubanos —los primeros en llegar y los más numerosos—; en la Pequeña Haití, los haitianos —los más pobres de todos, aunque lleven mucho tiempo establecidos aquí; tanto que hasta los letreros del transporte público están escritos en criollo haitiano—; en Doral, los venezolanos —que han renombrado el barrio como Doralzuela—; en Kendall encontramos una Pequeña Colombia; en Wynwood, un Pequeño Puerto Rico; en Sweetwater, una Pequeña Managua; y hasta una Pequeña Buenos Aires en la avenida Collins de Miami Beach (pero esta es una zona de lujo). Allapattah, como casi todos los barrios donde se refugian los inmigrantes del Caribe y Centroamérica, es hispano y pobre: abundan las casas escuetas, con patios llenos de trastos y muebles viejos, y construidas en madera u otros materiales moderadamente sólidos, algunas de las cuales parecen la morada de un afectado por el síndrome de Diógenes y otras están más cerca de la chabola que de algo que merezca una cédula de habitabilidad. (En todas, sin embargo, hay uno o varios coches a la entrada; en los Estados Unidos se puede vivir miserablemente, pero nunca sin coche). Entre las casas y por las calles pasean orgullosamente los gallos, seguidos por el harén que cada fasiánido haya logrado reunir; y también cantan, a todas horas, como en cualquier pueblo de Quisqueya. Todo esto veo (y también muchos halcones que sobrevuelan el barrio, como si esperaran a desayunarse con los roedores o los pequeños reptiles que abundan en sus rincones; con el planear de las rapaces se teje el de los aviones que despegan o aterrizan en el cercano aeropuerto de Miami, y cuyo estruendo amenizará ineluctablemente mis días y noches en la casa) mientras camino a mi primera actividad del día, que no es turística, sino un deber familiar: he de retirar dinero de la cuenta corriente de un pariente todavía abierta en los Estados Unidos. Busco el cajero automático más cercano de la red bancaria oportuna y lo encuentro en una gasolinera a media milla de distancia. Son las ocho de la mañana de una caluroso domingo de noviembre. Apenas me cruzo con nadie, salvo algún hobo desparramado bajo la marquesina de alguna parada de autobús o sentado en la acera, sin más cobijo que el cielo del que no se ha ausentado todavía la luna. Y, como siempre, todos estos vagabundos, barrocos, excesivos, son negros. Sorprende que Trump y sus abominables acólitos nieguen —y prohíban a las universidades y los medios de comunicación argumentar la existencia de— el racismo estructural en los Estados Unidos, cuando no hace falta leer ningún libro para conocerlo, sino solo mirar las calles: la gran mayoría de indigentes son de raza negra y la gran mayoría de empleos de baja cualificación los ejercen los negros (junto con muchos hispanos). También veo algunos de los macabros anuncios, del tamaño de una cancha de baloncesto, que jalonan las carreteras y calles del país. Uno da cuenta de un festejo celebrado a principios de mes: el fabuloso Miami Gun Show, que no sé si ha sido una exhibición de tiro o el despliegue de los últimos gritos del sector para estimular el tiroteo público: fusiles de asalto que desparraman los sesos del asaltado con más exuberancia y precisión; carabinas plegables y transportables en cualquier rincón, listas para usarse cuando la ocasión lo requiera; escopetas de postas que riegan de metralla el cuerpo de quien reciba el disparo; o bien fusiles con mira telescópica capaces de agujerear un corazón (o reventar un testículo) a una milla de distancia. Un poco más allá de este recordatorio de la pasión constitucional de los estadounidenses por las armas, hay otro que predica otra de sus pasiones: Dios, aunque nunca he tenido claro cómo ambas se reconcilian. En el cartel se anuncia, bilingüe, el Centro Católico Luz en las Tinieblas, Lux in Tenebris. Y, entre uno y otro anuncio, veo varios más en los que abogados abrumadoramente trajeados y sonrientes como escualos se ofrecen para resarcir a los accidentados de tráfico con una jugosa indemnización. Doy por fin con la gasolinera a la que me ha conducido el GPS, pero el cajero está out of service (que los iletrados en España suelen traducir como “fuera de servicio” y no con el muy castellano y natural “no funciona”). Otro que encuentro cerca no me exime de pagar un congo de comisiones, y así se lo comunico por guasap a mi pariente, que desiste de una operación que imaginaba, con alguna ingenuidad, más barata in situ que en España. Cumplido, aunque infructuosamente, el deber familiar, regreso a la casa para esperar a Orlando, el amigo poeta cubano que vive en Miami y con el que, acogiéndome a su infalible hospitalidad, planeo pasar buena parte del día. Orlando, que siempre me sumerge, con su buen humor característico (pero también con una melancolía irrestañable desde que salió de la isla en 1965, con doce años, desarbolada su familia por el huracán castrista), en la Cuba de Miami, en sus lugares y gentes, me lleva en primer lugar al Ball and Chain, en la calle Ocho, el corazón de la Pequeña Habana, un bar fundado en 1935 con música cubana en directo, donde camareras cubanas nos sirven bebidas cubanas y aperitivos cubanos: yo opto por un mojito con, por sugerencia de Orlando, yuca frita —que sustituye con ventaja a las aceitunas y los imperdonables quicos—. El local está atiborrado. La clientela despliega un pantone de colores de piel en el que imperan los tonos oscuros, desde el negro más africano hasta el levísimo pero embriagador tostado de algunas isleñas. De hecho, Orlando y yo, que tampoco parecemos suecos, somos de lo más claro de la concurrencia A la salida del Ball and Chain (cuyo nombre es lo único que no es cubano del establecimiento), frente al que alguien está marcándose los pasos de la vigorosa pero a la vez sedosa música que suena (Orlando me informa de que, por la noche, quienes lo hacen llenan la acera), nos acercamos al Domino Park, para lo que solo tenemos que cruzar la calle Ocho. Se trata de un parque muy pequeño, apenas una esquina de la manzana —mejor dicho, de la cuadra—, en el que se juntan los viejos cubanos para jugar al dominó, como hacían en las plazas de la isla antes de la Revolución. Y así lo hacen también hoy, pero ya no en antiguas mesas de velador, o de tijera traídas por ellos mismos, como sucedía antaño, sino en unas de plástico blancas ad hoc —suministradas por un ayuntamiento loablemente deseoso de mantener el espíritu del lugar, pero con escaso gusto— con resaltes en cada lado del cuadrángulo para poner las fichas. Veo entre los jugadores a una octogenaria, o quizá nonagenaria, despachando fichazos con una bandana de colores y varios collares enredados al cuello; a muchos mayores, con camisas de cuadros y expresión grave, como de filósofo meditando sobre el sentido de la existencia (o la vaciedad de la vida), que se propinan unos puros monstruosos mientras juegan; y hasta a un joven —es decir, un cincuentón—, vestido de rojo de la boina a los zapatos (un color que, comprensiblemente, a los cubanos de Miami les resulta poco seductor) y aderezado con cadenas de oro, insignias indescifrables y otros adminículos tropicales difícilmente discernibles, que saluda a Orlando al salir. Tras el aperitivo en el Ball and Chain y el vistazo al Domino Park, Orlando me invita a comer a un restaurante cubano, La Carreta, cuya entrada preside, con toda lógica, una enorme rueda de carreta, y donde doy cuenta de un picadillo con arroz y frijoles que resucitaría a un muerto, y, mano a mano con Orlando, de un pastel de queso con dulce de guayaba que resucitaría a todo un cementerio (y me llevará a mí, diabético, a él). Cumplida la colación, nos espera la Feria del Libro, que cierra hoy. Orlando ha tenido la feliz idea —una más— de visitarla conmigo, aunque me avisa de que es poco probable que encuentre algo que me guste, y menos aún que compre nada. La Feria del Libro de Miami se celebra en pleno downtown: en el centro de la ciudad, entre edificios disparados al cielo. Los puestecitos de libros parecen insectos a los pies de paquidermos. Poco después de entrar —para lo que hay que pagar: siete dólares por cabeza; mi anfitrión me invita de nuevo—, Orlando y yo nos detenemos a consultar la guía de la Feria, una revista en papel de periódico en la que se identifica, en amplias parrillas de actuaciones, a los conferenciantes y autores que actúan en el evento. Orlando me señala a varios escritores que conoce. Yo solo reconozco a un español, Agustín Fernández Mallo: veo una foto suya entre las de los muchos participantes. Y en el preciso instante en el que le digo a Orlando: “Mira, está Agustín, un gran amigo mío”, ante mí aparece Agustín Fernández Mallo. El destino, de azares insondables, lo ha materializado de pronto, como si, al reconocer su cara en la página, hubiera obrado el prodigio de traerlo, en carne y hueso, a mi estupefacta presencia. De hecho, este ha sido solo el último de una inverosímil sucesión de azares que ha hecho posible que nos reuniéramos hoy. El inmediatamente anterior ha sido que él me haya reconocido entre la multitud y, además, de espaldas. “¡Coño, ese parece ser Eduardo!”, me ha dicho que ha pensado al verme el lomo y el parietal encanecido. Nos abrazamos ante la mirada incrédula de Orlando y charlamos breve y pasmadamente antes de que quedemos para comer mañana y él se vuelva con la gente con la que ha venido a la Feria. Aún aturdido y feliz por un encuentro tan improbable que casi podría catalogarse de fenómeno paranormal, Orlando y yo nos paseamos por la cruz que forman las dos calles en que se han dispuesto las paradas de la Feria. Entre los puestos de libros, abundan los puestos de otras cosas: artesanía, cerámica, flores, ropa, juguetes, comida. Y en los primeros encontramos, sobre todo, editoriales alternativas, secundarias, tanto en inglés como en español. Veo una reciente edición del cubano José Kozer, a quien conozco y he leído, y con quien me he carteado (cuando, hace un millón de años, aún se escribían cartas), pero no me animo a comprarla, porque la edición me parece fea (tipografía sin serifa, tinta escasa, papel escuálido, cartoné), aunque sé que a Kozer eso le importa poco: él privilegia publicar, sea donde sea; ha de hacerlo así para dar salida a una obra que crece imparablemente: escribe, como mínimo, un poema al día desde hace años. También distingo, en la única librería de viejo que veo en toda la Feria, un libro singular, que será, a la postre, el único que compre: Hunk of Skin, la traducción de Trozo de piel, de Pablo Picasso, hecha por Paul Blackburn, corregida por Julio Cortázar y publicada por City Light Books, la legendaria editorial de Lawrence Ferlinghetti, en 1968. (Los poemas originales se tomaron de Papeles de Son Armadans, donde habían visto la luz en 1961; por eso Hunk of Skin lleva un pequeño prólogo de Camilo José Cela, que rememora los pedos atroces de Bob Schiller, uno de los amigos que lo acompañaban, según cuenta, cuando el pintor le dio a conocer Trozo de piel). Picasso fue, además de un genio de la pintura, un poeta surrealista sobresaliente, al igual que Dalí, aunque escasamente difundido hoy. El volumen es caro (25 dólares) y en la edición creo que no hay ni un solo acento bien puesto (“un incauto mancebo dormia casi desnudo y vestido / de pieles de oso ò de borrego junto á los dos ò tres puntos...”), pero no me resisto a hacerme con él. Y, mientras yo miro el magro y en general decepcionante contenido de los puestos, con la excepción de este inesperado Picasso, Orlando no deja de recibir efusivos besos y parabienes de la mucha gente que lo reconoce y admira como poeta, hombre de la radio y músico. Ante una novela del escritor boliviano Antonio Orlando Sánchez, me cuenta que, en cierta ocasión, hace años, recibió una felicitación por escrito del poeta, también boliviano, Eduardo Mitre, por su última novela publicada, cuando Orlando no había —ni ha— escrito nunca ninguna novela. Así se lo puntualizó a Mitre, y este se remitió a un artículo de un importante periódico de La Paz en el que se ensalzaba la obra novelística del gran escritor boliviano Orlando González Esteva, que acababa de acrecer con un nuevo libro. Por la tarde, Orlando me devuelve en coche a mi casita de Allapattah. De camino, nos cruzamos con una fila de coches que ondean banderas hondureñas y otras que parecen austríacas. Ni él ni yo sabemos qué puedan simbolizar estas otras enseñas rojiblancas, de modo que, mientras circulamos, Orlando baja la ventanilla y se lo pregunta a los ocupantes de uno de los vehículos: “¡Es la del partido!”, aúlla una señora. “¿Partido? ¿Qué partido? ¿Uno de fútbol, de béisbol?”, pregunto yo. No: es un partido político, el Partido Liberal de Honduras, cuyo candidato a la presidencia es Salvador Nasralla, que ha sido presentador televisivo, como Donald Trump, durante 40 años (tuvo mucho éxito con los programas 5 Deportivo y X-0 da Dinero) y presentador y director del concurso de belleza Miss Honduras.