jueves, 26 de junio de 2025

La masonería y Sherlock Holmes: la biblioteca Arús

La biblioteca Arús es una de las más extrañas —y hermosas— bibliotecas de Barcelona. Se encuentra en el paseo de San Juan, una avenida que a mí siempre me ha resultado excéntrica, pero que muchas revistas de ocio y urbanismo han considerado, en estos últimos años, el no va más de la modernidad y el placer. Aunque bien pensado, es coherente que la biblioteca Arús esté en una vía excéntrica, porque también ella lo es, y mucho. La fundó en 1895 Rossend Arús i Arderiu, que reunía en su persona tres condiciones que, a finales del siglo XIX, se asociaban con el progresismo político y social: era catalanista, republicano y francmasón. Wikipedia define al personaje como "periodista y dramaturgo". La propia biblioteca, en una solemne placa que recibe a los visitantes en el vestíbulo, dice que fue "escritor, poeta y filántropo". La discrepancia entre ambas fuentes subraya la personalidad poliédrica, pero siempre humanista, de Rossend Arús. Al lado de esta primera placa conmemorativa, hay otras dos, que subrayan, también en mármol negro, la militancia masónica de Arús. Siempre me ha gustado el lenguaje empleado por los masones, críptico, fabuloso y, aquí, plagado de mayúsculas. En la primera de estas placas —y traduzco del catalán—, "el gran Oriente de Cataluña, potencia masónica catalana, [reconoce] a nuestro Muy Respetable Hermano Rossend Arús i Arderiu, Fundador de la Francmasonería de Soberanía Nacional Catalana" (la firma es el lema de la Revolución Francesa: "Libertad Igualdad Fraternidad"; así, sin comas). En la segunda, que recuerda el centésimo vigésimo aniversario del fallecimiento del filántropo y el trigésimo de la "refundación en Barcelona de la Federación española de la Orden Masónica Mixta Internacional" (aquí, extrañamente, la única palabra sin mayúsculas es "española"), se incluye una frase inspiradora de Rossend Arús —"la palabra sagrada para todo hombre honrado es adelante"— y otra referencia a la Revolución Francesa: Le droit humain, así, en singular y en francés, aunque a continuación se consigna la muy necesaria traducción: 'el derecho humano'. El despliegue de placas conmemorativas no acaba aquí —hay más, de la Gran Logia de España, la Gran Logia Simbólica española, la Gran Logia de Cataluña y Baleares, y hasta la Gran Logia Femenina de España—, pero me parece que ya ha quedado acreditado el carácter francmasón del fundador y de la propia institución. Tantas alusiones edificantes y francorevolucionarias se ven confirmadas cuando uno sube la escalinata que conduce a la biblioteca. En lo alto, entre columnas jónicas, nos espera una estatua de la libertad con la llama (eléctricamente) encendida y sendas inscripciones en latín al pie y en la peana: salve y alma libertas ('espíritu libre'). La estatua recuerda mucho a la que saluda a quien llega por mar a la ciudad de Nueva York, pero, por suerte, es más pequeña. La escalera de honor simboliza la ascensión al saber y lleva directamente a la sala de lectura, acenefada por cincuenta y nueve efigies de escritores, artistas y científicos, de Mozart a Llull, de Herodoto a Darwin, de Fidias a Dante, y en cuyos armarios acristalados, de maderas nobles, se guardan parte de los 80.000 volúmenes que hoy atesora la biblioteca. Aunque la biblioteca Arús no es muy grande, da para albergar cuatro salas. En la de música, reparo en un piano y un harmonio, y también en una tizona y otros símbolos masónicos. La biblioteca se creó con un espíritu reformador: para instruir al pueblo trabajador, en la línea de tantas iniciativas de la burguesía liberal —ateneos, escuelas, bibliotecas— para mejorar las condiciones de vida de la clase obrera. Rossend Arús había muerto en 1891, pero dejó dispuesto en su testamento que sus bienes, que eran muchos, se emplearan para construir una biblioteca al servicio del pueblo en el mismo piso en el que había vivido. Uno de los albaceas que materializó el legado de Arús fue Valentí Almirall, ideólogo del catalanismo político. Como tantos otros proyectos renovadores, se vio obligado a cerrar tras la Guerra Civil. Los nuevos amos del país no podían tolerar centros que instruyeran a los pobres e iletrados y difundieran disolventes ideas catalanistas, republicanas y masonas, es decir, antiespañolas. La tragedia, sin embargo, no fue total. La biblioteca Arús cerró en 1939, pero nunca fue desmantelada ni saqueada, como solía suceder, porque el nuevo alcalde y sus adláteres (a los que un vídeo divulgativo de la biblioteca llama "autoridades franquistas y colaboracionistas catalanes") formaban parte de la Junta directiva de la biblioteca y no querían verla desaparecer. Así pues, la protegieron discretamente, hasta que en 1967 la relativa liberalización del Régimen hizo posible que reabriera y que sus más de 30.000 volúmenes volvieran a estar al servicio de los ciudadanos, aunque entonces todavía fueran súbditos. Entre los fondos atesorados por la biblioteca, se encuentran los papeles del alcalde de Madrid Enrique Tierno Galván, el "viejo profesor", a quien tanto admiré de joven, y que escribió unos bandos municipales cervantinos y memorables, que están a años luz, en calidad literaria, espíritu ilustrado y sentido del humor, de los bodrios administrativos con que nos fumigan los munícipes actuales, con el lamentable Almeida a la cabeza. (No es de extrañar esta obra maravillosa en quien fuera el primer traductor del Tractatus Logico-Philosophicus, de Ludwig Wittgenstein, el redactor del preámbulo de la Constitución española, y capaz de hablar en latín con el papa Wojtyla). Me pregunto si Tierno Galván fue masón. Supongo que sí, si su archivo personal se encuentra aquí. Otra singularidad —o excentricidad— de la biblioteca Arús es que alberga la mayor colección de España, y una de las más importantes del mundo, sobre Sherlock Holmes. La donó, en 2012, un ingeniero textil apasionado por el personaje, Joan Proubasta (cuyo apellido revela una redundancia plurilingüe: prou significa, en catalán, 'basta'), aprovechando el hecho de que la célebre creación de Conan Doyle hubiese nacido ocho años antes que la propia biblioteca Arús, y que su creador fuera masón, como Rossend Arús. Por desgracia, este impresionante fondo sherlockholmesiano, de más de 7.000 volúmenes, 1.200 tebeos y 12.000 objetos, que ocupa toda la tercera planta del edificio donde se encuentra la biblioteca, no está catalogado y no puede consultarse, aunque sí visitarse, con un guía, dos veces a la semana. (La existencia de esta singular colección, que revela el infatigable tesón de un coleccionista privado, me recuerda a la de Marilyn Monroe, también amasada por un particular, un fan de la actriz, que se exhibe en un museo de Sant Cugat). Entre los libros puestos a la venta en los pasillos de la biblioteca, encuentro, como era de esperar, literatura masónica, como los fascinantes Manual de instrucción general del grado de aprendiz/compañero/maestro o Masonería y conspiración liberal en España, y también un curioso Aforismos detectivescos (Málaga, Ediciones del Genal, 2024), escrito por un detective privado, Óscar Rosa, que compro y leo, previo pago de cinco euros, en una terraza a la salida de la biblioteca. "La gabardina es al detective lo que la escoba a la bruja", dice uno. Hay muchos otros: "Una lupa es una piruleta con mango de madera y lente convergente"; "el detective discreto no tiene sombra"; "a buen investigador, pocas pistas bastan"; "el detective es el lector de su propia novela negra"; "anuncio detectivesco: 'se revelan fotografía y secretos'"; y el que cierra la colección: "En el cielo, los detectives están en paro". Más adelante, descubriré que Óscar Rosa es el marido de Silvia Grijalba, la directora de la Fundación Rafael Pérez Estrada, un gran poeta a quien han estudiado y difundido con esmero mis amigos, también poetas, José Ángel Cilleruelo y Jesús Aguado. Qué cosas. El mundo es un pañuelo.

viernes, 20 de junio de 2025

La construcción de lo que se destruye

Itinerarios de salida (Pre-Textos, 2024), de Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971), su décimo poemario desde que en 2000 publicara La voluntad de equilibrio, es un relato caleidoscópico, un monólogo hecho trizas. La fragmentación construye el discurso al tiempo que lo descompone. Las anáforas evitan la dispersión. La principal, «hay» (con esta forma impersonal empiezan ocho de los primeros diez poemas del libro: «hay un cuerpo que es el mío/ hay otros cuerpos que no son de nadie», leemos en el octavo), transpira objetividad, como también lo hace la condición apodíctica de los muchos versos copulativos («mis palabras son mías/ su luz es ajena// la luz siempre es ajena»), aunque en realidad se trate de una narración esencialmente subjetiva, cuyos sentimientos se desgranan, por no decir que se emboscan, en la disposición mosaica.

Algunas anécdotas o presencias recorren el discurso erizado de quebraduras de Itinerarios de salida: un escenario, por ejemplo, aparece en muchos poemas, como si el protagonista lírico o los personajes que asoman en los versos estuvieran actuando o interpretando música, aunque nunca se nos diga qué se representa en esas tablas. Pero Peyrou es también músico de jazz y esto acaso explique tanto la presencia del escenario como el geométrico desgarro, la insistencia rítmica y la síncopa de los poemas del libro. Su motivo central, que se recoge en el título, es «salir»: «las ganas de salir de mi lugar/ lo van modificado// o al contrario: la esencia de mi lugar consiste en las ganas de salir de él», dice en uno de ellos. Este leitmotiv axial se expande en una constelación de motivos subordinados, como las puertas y las ventanas, el deseo de huida, el salto o la entrada en los sitios («saltar al amor o entrar en el mundo o uno mismo») o las escaleras del largo poema final, el único titulado del conjunto, «las escaleras impares», que reúne, como un largo epifonema, los rasgos fundamentales del libro y resume su significado: el ansia de tránsito o la voluntad de fuga; la necesidad de un movimiento, de un exceder el yo para acceder al otro, que dé sentido a la vida. De vez en cuando, afloran en los poemas momentos reconocibles de la realidad, como una amiga que va en un tren y mira la nieve por la ventana —así sucede en la primera pieza del libro— o una chica que habla por teléfono; o escenas inquietantes, como la que describe el poema que empieza por «tengo las uñas afiladas»: «yo trabajo por las noches/ me dice mi madre muerta/ mientras tú duermes en agonía// ¿por qué nos mientes?/ me dice mi madre muerta// me despierto y quiero seguir saliendo». Son siempre historias inconclusas, enigmáticas, que se entrelazan con un yo que se desdobla e interroga, que se examina e impersonaliza.

Las repeticiones y los paralelismos resultan capitales para estructurar el discurso. Ciertas perpendicularidades muy cultivadas en Itinerarios de salida son las antítesis y las paradojas, excelentes fulminantes poéticos: «salir del mundo o salir de mi lugar/ no es lo mismo/ no es distinto// la salida del mundo es hacia dentro/ la salida de mi lugar es hacia fuera/ el salto parece fácil// el salto es fácil/ lo que no es fácil es saltar». En este contexto de luminosas antinomias, a menudo Peyrou dice algo y a continuación lo desmiente: «inventar itinerarios de salida/ es independiente de las ganas de salir// o al contrario:/ es una forma de salir// luego pienso que no pero ya es tarde». El juego de afirmaciones y negaciones refleja la pluralidad acuciante de estímulos que golpean la sensibilidad y el flujo tortuoso de una razón que explora y tantea, que se enloda y transparenta. Itinerarios de salida alberga una obsesiva pero siempre apedazada afirmación de angustias y deseos, un afán por convivir con lo contradictorio y, al mismo tiempo, una aguda conciencia de que esa porfía resulta incompatible con la habitación de la realidad. De esta convulsión no escapa el yo, que apela a lo más inmediato e indudablemente propio, el cuerpo, pero no tarda en enzarzarse en una sucesión de duplicidades y vacilaciones, varias de las cuales involucran al sexo: «hay una mujer y un hombre», leemos en un poema, «yo soy los dos/ pero yo es ninguno»; «yo también soy una mujer/ soy una mujer invisible// pero no deseo desaparecer», en otro. El yo de Itinerarios de salida practica un desdoblamiento tenaz, del que surge otro yo, rimbaldiano —je est un autre, sostiene Rimbaud en las Cartas del vidente—, que se presenta en tercera persona. Este yo ajeno, este yo otro, acompaña y convive, sobre todo en la segunda mitad del poemario, con el yo lírico que conocemos desde el principio. En un poema, este se acerca y se aleja, fundiendo una vez más los contrarios, «pero yo está quieto»; en otro, «yo soy el que sueña/ yo es el que despierta»; en un tercero, «en mi lugar no estoy yo/ está yo». Los ejemplos podrían continuar. La identidad se exacerba con su contestación, pero también declina con su multiplicación.

Mariano Peyrou no es un poeta metafórico: ha optado por no serlo. Su lirismo no se construye con imágenes, sino con elipsis, interrupciones y correspondencias: las palabras, sin el ropaje de la analogía, supervivientes en la intemperie de la página, se cargan de la electricidad que ellas mismas desprenden, y producen calambres de cercanía o de rechazo. En los poemas de Itinerarios de salida prevalece una narratividad luxada, casi cubista, cuya música saja —pero también, extrañamente, acaricia— el oído. En alguna rara ocasión, Peyrou condesciende a las solicitaciones de la metáfora (y hasta de la aliteración) e irradia un poderoso fulgor erótico: «chupo entusiasmado la vagina de la luz/ (…) la vagina real del relámpago», escribe en el poema que se inicia con este verso; y, obsecuente con la repetición, vuelve a utilizarla en otro verso inaugural: «abro la vagina de la luz». En un lenguaje de muchos esguinces pero pocas ondulaciones, algunas palabras enlucen radicalmente el discurso: «hay un niño natátil», escribe en uno de los primeros poemas. Y ese natátil queda vibrando en la página y en los ojos del lector.

[Este artículo se ha publicado en la revista Turia, n.º nº 155, junio-octubre 2025, pp. 463-465]

domingo, 15 de junio de 2025

La lectura y los libros

Nunca doblo la esquina de la página para marcar hasta dónde he leído. A veces, me dejo engatusar por los colores llamativos o el diseño innovador de las cubiertas. Soy incapaz de leer si no lo hago con un lápiz en la mano. Siempre miro cuántas páginas tiene un libro antes de empezar a leer. Conforme leo, calculo cuántas me faltan todavía para acabar. Detesto las erratas, que los puntos se pongan dentro de las comillas, que las palabras se separen mal al final de la línea, que se sangre siempre el principio de párrafo, que no haya coma antes de pero, sino y aunque. Subrayo lo que me gusta utilizando el punto de libro como regla. Cuando lo que me gusta es un párrafo, o un pasaje muy extenso, trazo una línea vertical con el lápiz y el punto de libro en el margen de la página. Huelo los libros al abrirlos. También al reabrirlos. Detesto que huelan a periódico. Metería en la cárcel a los que los rayan con bolígrafo, fusilaría a los que lo hacen con rotulador, y fusilaría y luego demolería su casa y sembraría las ruinas de sal a los que lo hacen con rotulador fosforescente. Señalo lo que me disgusta trazando una línea sinuosa debajo o, si es muy largo, al lado. Celebro el papel verjurado, la tipografía inglesa, el gramaje generoso. Suelo olvidarme de retirar las tiras adhesivas de colores con las que he marcado alguna página, y luego me encuentro los libros con un penacho amarillo, o verde, o naranja, como un indio con una pluma. A veces, insulto al autor. Rodeo las erratas con un círculo. Añado los signos de puntuación que faltan, sobre todo los puntos y coma y las comas vocativas, que ya casi nadie utiliza. Si desconozco un término, lo señalo con un signo de interrogación. Si se menciona a alguien repulsivo, como Abelardo Linares, Cayetana Álvarez de Toledo o Raphael, escribo en el margen alguna expresión de disgusto o dibujo un montoncito de mierda. Leo en un sillón, con los pies en un escabel y una lámpara de lectura a la altura de la cabeza. Vuelvo a mirar cuántas páginas me faltan para acabar. Prefiero la letra tirando a grande que la más bien pequeña. Aplaudo los colofones ingeniosos. Me gustan los márgenes amplios, pero no los interlineados excesivos. Las letras han de ser negras, muy negras. Nunca reparo los desgarrones con pegamento ni mucho menos con el horror del celo. No me decido a estampar el exlibris que me regaló uno de mis primeros editores en todos los libros que tengo. Empiezo a fatigarme tras una hora u hora y media de lectura, pero me duele el cuerpo antes que la mente. Siento un extraño alivio cuando el texto llega a un cambio de capítulo o de parte y encuentro una o varias páginas en blanco. Nunca dejo los libros abiertos boca abajo, ni los utilizo para calzar nada. Me molestan las fajas, aunque no me atrevo a tirarlas y las guardo entre las primeras páginas del libro (pero siempre se acaban cayendo). La georgia es la más legible, pero la garamond es la más elegante. Sobriedad, siempre sobriedad, incluso cuando el libro contiene disparates o excesos. El papel satinado solo es bueno para las fotografías. El papel biblia solo es bueno para la Biblia. Releo muy poco: queda tanto por leer. No obstante, cuando releo, borro anotaciones que hice (y me sorprende haberlas hecho) y añado otras nuevas (que me sorprenderán si vuelvo a leerlo). El libro, siempre cosido: qué horror el crujido de las páginas al despegarse y qué tristeza que se desprendan del volumen como las hojas de los árboles. Ya me queda menos para terminarlo. A veces, descubro libros muy anotados de los que no guardo ningún recuerdo, ninguna impresión; de hecho, ni siquiera me acuerdo de haberlos leído. Disfruto con los epígrafes, las dedicatorias, las notas a pie de página; raramente con las fotos de los autores. A veces, escribo el día en que he acabado de leer el libro y un brevísimo juicio crítico en una página de respeto. Leo en los autobuses y los coches —no me mareo al hacerlo—, en los trenes y el metro, en las salas de espera y los aviones, en los bancos de las calles y los parques, en la playa y los cafés, cuando como y cuando cago; leo hasta andando. El único sitio en el que no puedo leer es la cama: siempre me quedo dormido. Pocas veces me salto partes del libro; antes abandono la lectura. Cuando leo en el sillón, me apoyo el libro en la tripa. El índice, al final. Nunca me deshago de lo que encuentro en los libros de segunda mano: flores secas, billetes de autobús (o de tranvía), fotografías, cartas, listas de la compra; se me ocurre que también son el libro. En ocasiones, tacho palabras que leo y que sustituyo por otras que me parecen más pertinentes. También corrijo los errores de traducción. Antes leía los libros hasta el final, aunque no me gustaran; ahora ya no lo hago, pero todavía me resisto a dar por terminada la lectura: dejo los libros que me aburren o disgustan en una pila de “empezados y pendientes”, donde pueden pasar mucho tiempo, con la esperanza de retomarlos en algún momento, hasta que los arrumbo definitivamente en la estantería. Aborrezco el papel reciclado, aunque sea muy necesario. Qué bien: ya estoy cerca del final.

domingo, 8 de junio de 2025

Ninguna idea es sagrada

Los tres textos que contienen estos libros son alegatos jurídicos: se emitieron en los procesos judiciales seguidos en Francia contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo por reproducir en 2007 las caricaturas de Mahoma que había publicado tres años antes el periódico danés Jyllands-Posten, y contra los yihadistas que asesinaron en 2015 a doce trabajadores de la propia Charlie Hebdo. Y quienes los pronunciaron son abogados: Richard Malka, que participó en ambos procesos, y George Kiejman, que lo hizo solo en el primero, ambos prestigiosos letrados, y el segundo, además, ministro de Justicia, Cultura y Relaciones Exteriores con el socialista François Mitterrand. Los dos discursos, no obstante, exceden el ámbito estrictamente judicial y se erigen en proclamas universales a favor del laicismo, la crítica a la religión y la libertad de expresión. Se inscriben también en una larga y desventurada tradición: la de quienes han de defender a escritores —o, como en este caso, a dibujantes— de las acusaciones de los biempensantes que, parapetados en su fe, aspiran a impedir que nadie arañe la coraza de sus creencias, o a que, si lo han hecho, paguen por ello. Por suerte, en los países democráticos esto ha de dirimirse en los tribunales, lo que, pese a algunos inconvenientes —los jueces, en España al menos, son mayoritariamente católicos, y algunas organizaciones, como la nefanda Abogados Cristianos, acogiéndose a lo que dispone el medieval artículo 525 del Código Penal, que castiga la ofensa a los sentimientos religiosos, han hecho de la querella una espada flamígera con la que aspiran a rebanar todas las cabezas que, a diferencia de las suyas, piensan por sí mismas—, ofrece garantías suficientes de imparcialidad. Antes, sin esta salvaguardia, se despachaba a los críticos al exilio o a la hoguera sin que al responsable del terrible castigo se le moviese un pelo del bigote. Pero, aun con las supuestas garantías de los tribunales, los escritores y artistas llevan siglos lidiando con los defensores más celosos de la moral pública y los creyentes furibundos en el más allá: a Whitman lo denunció en 1882 la Sociedad de Nueva Inglaterra por la Supresión del Vicio, que logró evitar la distribución de una nueva edición de Hojas de hierba, donde se describían actos repugnantes, y, apenas unos años antes, tanto Charles Baudelaire, por Las flores del mal, como Gustave Flaubert, por Madame Bovary, habían sufrido las embestidas forenses de los perturbados por los versos lujuriosos de uno y las escenas impropias de cualquier persona respetable del otro.

Hoy, por suerte, ya no se considera denunciable, en los países occidentales, el retrato del sexo, pero la burla de la religión sigue manteniendo un estatus incomprensiblemente privilegiado. Richard Malka —autor de un admirable El derecho a cagarse en Dios, publicado en 2022— pone el dedo en la llaga cuando desvela, en Tratado sobre la intolerancia —el mismo título que dio Voltaire en 1763 a su denuncia de la religión, que la Iglesia se apresuró a incluir en su Index Librorum Prohibitorum: la cosa, como se ve, viene de lejos—, cuál es la causa que mató a los doce trabajadores de Charlie Hebdo (y a las 2973 personas de las Torres Gemelas de Nueva York, las 193 de la estación de Atocha de Madrid, las 52 de Londres en 2005, las 86 de Niza en 2016 y un largo y sangrante etcétera): «Tiene nombre: es el acusado que jamás comparecerá ante el tribunal, a pesar de que es el que transforma a seres humanos ordinarios en autores de crímenes, cada uno más monstruoso que el anterior (…). Este acusado mata indiscriminadamente a cristianos, judíos, musulmanes, ateos y, sin embargo, se supone que su nombre no debería pronunciarse nunca. (…) En esta sala, tenemos que nombrarlo y mirarlo a la cara: se llama Religión. Es mi acusado». En efecto, pese a que los terroristas de Charlie Hebdo entraron en la redacción al grito de «¡Hemos venido a vengar al Profeta!» y salieron de ella con el no menos escalofriante de «¡Allahu akbar! ¡Hemos vengado al Profeta», mucha gente se negaba a admitir que la razón de la salvajada fuese, simplemente, la fe, la creencia en un Ser superior al que hay que proteger —como si no tuviera suficiente con ser Dios para protegerse él solo— de las chanzas de sus criaturas, y la atribuía al fanatismo de unos pocos, al racismo de la sociedad, a las desigualdades sociales y las diferencias culturales, a la difícil integración de los inmigrantes y hasta a una libertad de expresión mal entendida, que se había propasado dibujando a Mahoma con una bomba en el turbante, entre otras lindezas. Bien, los hermanos Kouachi no llevaban bombas ni turbantes, pero sí sendos y muy eficaces kalashnikovs. Pese a este prometedor toque de rebato, que anuncia una ofensiva general contra los peligros y las necedades de la religión, de todas las religiones, Malka —y también Kiejman— se ciñen a las circunstancias de los casos en los que intervienen. Y la pequeña decepción que esta particularización pueda causar, se ve pronto superada por la brillantez de su argumentos. Malka se remonta a un debate teológico entre mutazilitas y hanbalitas, en el siglo VIII, para situar el origen del fanatismo islámico: los primeros consideraban que la razón era el fundamento primordial del islam y otorgaban un papel crucial al libre albedrío; los segundos, rigoristas, creían en un Corán increado, es decir, procedente directamente de Dios, y sostenían, en consecuencia, que el creyente no debía interpretarlo ni cambiarlo: solo debía obedecer. No en vano, islam significa «sumisión». Y vencieron los hanbalitas: el actual wahabismo saudí y el salafismo, patrocinadores de la yihad, son la emanación actual de esta corriente literalista. El islam se halla instalado, pues, en un absolutismo radical y una inmovilidad ponzoñosa, cimentados en los versículos del Corán que predican la violencia, como este, tan desgraciadamente célebre: «Matad a los infieles dondequiera que los encontréis, capturadlos, asediadlos, emboscadlos». Malka analiza la evolución histórica de esta trágica fosilización hermenéutica —y de sus cruentas consecuencias—, que se ha dotado, hasta nuestros días, de un arma poderosa: el delito de blasfemia, que es el que se esgrimió, en primer término, contra Jyllands-Posten y Charlie Hebdo (hasta que algunos la juzgaron insuficiente y decidieron emplear métodos más resolutivos), y propone que luchemos contra él como un modo de «denunciar los sortilegios de la pureza religiosa» y de devolver al islam una «espiritualidad, una libertad, una poesía, como la del transgresor Abu Nouwas en el siglo VIII, o la del refinado poeta palestino Mahmoud Darwich, una filosofía brillante, abierta y tolerante».

Georges Kiejman, por su parte, en un refinado alegato, no exento de humor, repasa la jurisprudencia francesa e internacional —«correosas», las califica— sobre las ofensas a la religión y la libertad de expresión, analiza las caricaturas que originaron el primer proceso y culminaron en la matanza del Charlie Hebdo (sostiene que «hay que ser estúpido para ver en esa cubierta otra cosa que no sea un homenaje a Mahoma»), define a los integristas como «gente que se adueña de determinadas partes del Corán, de los versículos belicosos, ignorando otros que preconizan la comprensión y el amor», pide a los jueces que han de fallar que no pongan «fin a una época bendita en la que podíamos decirnos unos a otros lo que pensábamos unos de otros», y concluye que «la humanidad debe ser puesta por encima de las religiones».

Tanto Tratado sobre la intolerancia como Elogio de la irreverencia incluyen sendas cronologías de los hechos que condujeron a los procesos judiciales en los que participaron Malka y Kiejman, y el segundo incorpora también la sentencia del Tribunal de Primera Instancia de París, de 22 de marzo de 2007, por la que se absuelve a Charlie Hebdo de los delitos de que la acusaban los denunciantes —la Sociedad de los Habús y los Lugares Santos del Islam, y la Unión de Organizaciones Islámicas de Francia—, ratificada después por el Tribunal de Apelación de París y por el Tribunal Supremo. Por sentencia del 16 de diciembre de 2020, las catorce personas acusadas por los asesinatos de Charlie Hebdo fueron condenadas a penas que van de los cuatro años de prisión a cadena perpetua.

[Este artículo se publicó en Letras Libresnº 284, mayo de 2025, pp. 49-51]

martes, 3 de junio de 2025

Historias de la oficina (y V)

En cuanto a mí, me encargaba de auditar los contratos de las empresas y entidades públicas sometidas al control de la administración, es decir, de comprobar que se hubieran instruido y suscrito de acuerdo con la ley. Era un trabajo mortalmente aburrido. Consistía en apilar expedientes de contratación —que, en algunas empresas grandes, podían alcanzar varios metros de altura: crecían a mi alrededor como columnas dóricas— y verificar que contuviesen los papeles necesarios. Porque eso era lo terrible: que faltase un papel. Los papeles habían de cuadrarse en los expedientes como los reclutas en el cuartel. Aquellos papeles eran siempre los mismos: resoluciones de incoación, pliegos de cláusulas administrativas y prescripciones técnicas, ofertas económicas, ofertas técnicas, actas de la mesa de contratación, informes de adjudicación, propuestas de adjudicación, resoluciones de adjudicación, entre muchos otros documentos encumbrados y fieros. El lenguaje administrativo se imponía como una plaga de caracoles manzana. Y yo había de navegar, cada día, cada hora, cada minuto, por aquellos sargazos inextricables, que sumaban la reiteración a la prolijidad: la de las mismas fórmulas, tan huecas como el cerebro de quien las había ideado. Mi condena, mi fatalidad, consistía en ser un ser lingüístico enfrentado a un mundo sin conciencia lingüística. Si se daba la circunstancia de que uno fuese contable o economista, las necedades escritas en los expedientes le eran irrelevantes, es más, ni siquiera las advertía. El contable o el economista se limitan a cuadrar cifras y a disfrutar con ese malabarismo numérico. Para ellos, el lenguaje es solo un vehículo —molesto casi siempre, por impreciso— de esa abstracta manipulación de relojería a la que se entregan y que no admite inexactitudes ni ambigüedades —aunque sí interpretaciones—. Los ojos del contable o del economista se deslizaban por la superficie del lenguaje sin reparar en el oleaje o los accidentes del agua, ni en las espumas o las irisaciones del mar, urgidos solamente por la necesidad de remontar las corrientes y alcanzar el puerto del resultado. Los míos, en cambio, se hundían fatalmente en aquellos caldos tenebrosos, donde no hallaban ni una pizca de verdad ni una chispa de aliento. Y allí, en aquel piélago sin luz ni redención, quedaba atrapado, pegajoso de palabras descarriadas, abatido por tanto dislate de leguleyo. Había intentado distraer el cerebro con música clásica: me ponía los auriculares y escuchaba For unto us a Child is Born de Händel, o el concierto para mandolina en do mayor de Vivaldi, o el Ave María de Caccini, pero aquellas piezas obraban el efecto contrario al deseado: no me distraían de la negrura que me atenazaba, sino que la acrecentaban: me hacían más consciente de la distancia que mediaba entre los acordes y las frases, entre las lágrimas de placer que me arrancaban aquellos y las de aburrimiento que me producían estas. Los expedientes de contratación acababan siendo una espesura vacía, un magma helado. Yo penaba interminables mañanas entre párrafos hoscos, sobreviviendo a duras penas a facturas aberrantes, albaranes taimados y un amplio surtido de horripilantes documentos mercantiles. Necesariamente había de sacar la cabeza del barro y respirar. Cerraba entonces las carpetas, cogía el libro que me hubiera llevado aquel día conmigo y me iba a algún bar de los alrededores. Era el mejor momento de la jornada: si hacía bueno, me acomodaba en la terraza, pedía un café con leché y empezaba a leer. El lenguaje por fin consentido y con sentido —aunque me gustase poco lo que leyera: todo lenguaje, comparado con el de las auditorías, era una celebración, y todo mi yo bailaba con él como un apache alrededor de una hoguera propiciatoria— me rescataba de aquella tortura sin consuelo y me devolvía al mundo de los vivos. El hecho de que hubiese de desplazarme a donde la empresa auditada tuviera su sede, era una de las pocas cosas buenas de aquel trabajo: me permitía conocer barrios de la ciudad que apenas había visitado y descubrir rincones ignorados. Recuerdo una placita de Sarriá, junto a una iglesia, en la que todo sosiego tenía asiento. Yo me sumergía en la lectura de La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre, pero también levantaba la vista, de vez en cuando, y veía a una madre joven empujar el cochecito de su hijo, o a un viejo sentarse en uno de los bancos de la plaza para leer el periódico, o a unos niños peloteando con la misma pasión con la que unos soldados habrían asaltado una trinchera enemiga. Las palomas se posaban en las farolas despintadas y en los saledizos de la fachada de la iglesia, y echaban otra vez a volar, sin otro motivo que porque eran palomas. El sol caía sobre la plaza como una sábana recién lavada, y de una pastelería vecina llegaban fragancias dominicales, aunque fuera lunes: olores a crema y pan, vaharadas de yema, exhalaciones de chocolate. Luego, bajaba la vista, daba un sorbo al café con leche y seguía leyendo.

martes, 27 de mayo de 2025

Historias de la oficina (IV)

Otros funcionarios acudían a la oficina siniestra. Entre la clase de tropa —los auxiliares administrativos—, estaba Lola, una señora de mucho porte y seriedad, pese a la modestia de su rango laboral, y, a diferencia de la Carpintero, trabajadora infatigable. Llegaba siempre la primera al despacho y muchos días era la última en marcharse. Hacía muchas más horas de las que le correspondían: allí estaba, mañana y tarde, atornillada a la mesa, tecleando sin parar en el ordenador o punteando interminables hileras de números. Uno pensaba que era imposible que se pasara tantas horas ante la pantalla solo trabajando, y que era muy probable que dedicase parte de ese tiempo a chatear por internet o a jugar al buscaminas, como hacíamos todos. Pero no era así: cuando uno pasaba por detrás de ella y lanzaba una mirada a su pantalla, solo veía números, ristras y ristras de números; o documentos de excel con infinidad de celdillas, llenas igualmente de números; o pedeefes de facturas, de hirsutas y tenebrosas facturas. Lola trabajaba y nunca dejaba de trabajar; trabajaba con furiosa concentración, con tenacidad sisífica; trabajaba como si la salvación de la humanidad dependiese de su trabajo. Pero nadie sabía en qué. Lola nunca había entregado ningún informe que recogiese el fruto de tanto quehacer, ni rendido a nadie los grandes totales de aquellas sumas que remataba con inexorable escrupulosidad. González le asignaba la verificación de unas cuentas —averigüé que era él el que depositaba los papeles en la mesa de Lola— y luego desaparecía, enfrascado como estaba en la comprobación de las cuentas de alguna entidad y en la recuperación o reconstrucción de esas mismas cuentas, inevitablemente extraviadas en el ordenador. Y durante las muchas semanas o meses en que su jefe no estaba presente, Lola se entregaba a la tarea asignada con el ahínco de un toro semental. Pero Lola era ya mayor, y le llegó la hora de la jubilación, que para ella era como la hora de la muerte. Su expresión se contrajo hasta adoptar un rictus agónico. Siguió sumando desesperadamente, hasta el último momento, columnas de números, pero ya no había aquella entereza, aquella majestuosidad, en lo que hacía, sino un sufrimiento apenas disimulado: pronto habría de enfrentarse a la realidad de una vida sin números que sumar, ni facturas que revisar, ni archivadores que ordenar, ni oficinas a las que acudir. Cuando llegó el día fatídico, vació los cajones, limpió los armarios, reunió sus pertenencias, cerró el ordenador y, en medio de un silencio estremecedor, con el abatimiento de un condenado a muerte, salió por la puerta como si, pese a todos sus esfuerzos, no hubiera podido salvar a la humanidad y el fin del mundo hubiese llegado. Sin embargo, y para nuestra sorpresa, por la tarde reapareció. Y también la tarde siguiente. Y las otras. Se sentaba en su antigua mesa y volvía a revolver facturas y papeles. Pero esta vez eran los suyos: le había pedido al jefe que le permitiese acabar en la oficina la declaración de la Renta, que tenía a medio hacer. Así cumplía con sus deberes fiscales y mitigaba, al mismo tiempo, el vacío que la ahogaba. El jefe, misericordioso, le permitió hacerlo.

También estaba Evaristo. Y subrayo su nombre, Evaristo, porque durante mucho tiempo nadie estaba seguro de cómo se llamaba. Unos pensaban que Guillermo, otros que Ceferino; hubo incluso quien adujo que podría no tener nombre, o que acaso lo había olvidado en algún accidente que le hubiese producido amnesia. Pero todo eran hipótesis sin confirmación. Alguno llegó a dudar de que existiera: quizá fuese un holograma. Por fin, una secretaria, tras muchas pesquisas, exhumó algunos documentos de su expediente personal y nos dio a todos la feliz noticia: tenía nombre, y ese nombre era Evaristo. Evaristo llegaba cada mañana a la oficina y, muy ceremoniosamente, se sentaba en su silla. No decía «hola», ni «buenos días», ni nada; Evaristo no hablaba con nadie: se sentaba y desenfundaba algún expediente, o algún documento en el ordenador, y se abismaba en él. Acorazado en su mutismo, las horas pasaban por sus carnes como los rayos del sol por el cristal. Cuando llegaba la hora sagrada del bocadillo, sacaba una fiambrera monstruosa y se aplicaba a devorar lo que contuviera con la misma silenciosa eficacia con la que atendía sus obligaciones, fueran cuales fueran, en su mesa de trabajo. Cuando, cuatro horas después, llegaba la hora de salir, recogía los bártulos, rescataba la fiambrera vacía de las profundidades del cajón, apagaba el ordenador y se iba, haciendo sonar la tarjeta de fichar en el mismo instante en que la minutera golpeaba la raya de las doce. Y todo ello sin preocuparse jamás de escándalos ni chismorreos. ¿Que unos fanáticos habían estampado sendos aviones en las Torres Gemelas y matado a 3.000 personas? Sin comentarios. ¿Que el Partido Popular, una organización constituida por y para la corrupción, había logrado la mayoría absoluta? ¿Y qué? ¿Qué tenía él que decir? ¿Que Jordi Pujol y su catalana familia, además de católicos practicantes, eran unos facinerosos? Nada que añadir. ¿Que a los funcionarios nos rebajaban el sueldo otra vez? Pues qué le íbamos a hacer. Su mirada resbalaba por el lomo de quienes se hacían eco de aquellos acontecimientos como la de la reina de Inglaterra lo habría hecho por el de un dependiente de zapatería. Evaristo era inmune a la actualidad y a la comunicación humana. Un gusano platelminto era más expresivo que él.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Historias de la oficina (III)

Luego estaba la Carpintero. La Carpintero era una hembra, dilatada como un zepelín, que gobernaba su espacio como una venus atrapamoscas el suyo. Por analogía, tenía una planta, tal vez carnívora, en la mesa de su despacho, que regaba con unción; un suministro incesante de botellas de agua mineral, de las que chupaba también con ahínco, sin que, empero, aquella insistente libación redundase en merma alguna de su figura; y un conjunto de enseres decorativos y domésticos —fotos, cuadritos, colgantillos— que convertían su mesa y su armario archivero en una prolongación del comedor de su casa. De hecho, toda la oficina era una prolongación de su casa. La Carpintero se levantaba a apagar los fluorescentes que la gente hubiera dejado encendidos, o se preocupaba por que hubiese papel higiénico en el baño, o reñía a quien hubiera agotado el papel de la fotocopiadora y no lo hubiese repuesto. Todo eso hacía la Carpintero. Lo que no hacía era trabajar. Los papeles llegaban a su mesa y en ella establecían su residencia. Algunos hasta se jubilaban allí. Si alguien quería que algo no se tramitase —cosa que sucedía a menudo: dejar que los asuntos se pudrieran era la mejor forma de resolverlos—, lo único que tenía que hacer era mandárselo a la Carpintero, que, con diligencia extraordinaria, no hacía nada con ellos. La Carpintero llevaba ocupando el mismo puesto desde la creación de la oficina, dos décadas atrás. Y la auditoría no hace prisioneros: a quien atrapa es aniquilado. La Carpintero había sido paulatinamente anulada por la aritmética y la repetición. No es que hubiese mucho que anular, en cualquier caso, pero la reincidencia la había pulverizado. Un halo de vetustez o esclerosis nimbaba sus carnes espaciosas y su escueta inteligencia. Sus ojos irradiaban el brillo de las telarañas y en su sonrisa tintineaba una delicuescencia maligna. Porque este era otro de los perversos legados de un trabajo devastador: no destruía del todo el raciocinio, sino que lo emponzoñaba. La Carpintero escupía veneno a las recién llegadas que se podían permitir una falda más corta que la suya, que eran casi todas; malmetía meticulosamente en todo corro o cenáculo que se formase, en la oficina o fuera de ella; e intrigaba con no menos énfasis, aunque también con admirable disimulo, desarrollado a lo largo de muchos años de doblez, en cualquier circunstancia de la vida. Pero no se olvidaba de sonreírle al mandamás en las reuniones de trabajo. Ponía en el asiento al lado del suyo un papelito o un bolígrafo para que nadie se sentara allí y le hurtase el privilegio de escoltarlo en el ejercicio de sus funciones. Allí podría apreciar la amplitud de su sonrisa y su adhesión inquebrantable a las instrucciones que diera. Más aún, allí podría rozarle la pierna, y hasta tocarle el brazo, entre cacareos admi(nist)rativos, en un gesto público, y a la vez íntimo, de aprobación y camaradería. Pese a todo, la Carpintero había conocido tiempos mejores. Estuvo casada con un alto ejecutivo de una empresa importante —de cuyos éxitos profesionales y viajes por el mundo no dejaba de presumir en las charlas de ascensor—, hasta que el alto ejecutivo la dejó por una camarera de bar. Ahora bregaba con el prozac, dos hijos adolescentes de carácter tenebrosamente parecido al suyo, y una creciente dificultad para encontrar ropa de su talla.

Una tercera figura sobresaliente en el érebo de la auditoria era Moreno. Moreno era el segundo de a bordo de la unidad, y lo era desde hacía varios lustros. Los lustros habían caído en él como la nieve en el campo: enterrándolo bajo una capa de frialdad, que maquillaba con unos modales ceremoniosos y unas corbatas escalofriantes, y arrasando todo asomo de vida. Las corbatas, de hecho, constituían una obsesión para él. Llevar corbata, en el ejercicio de la auditoría, era un signo de distinción del que no cabía prescindir: significaba que el auditor era alguien serio, respetable, alguien en quien se podía confiar. La corbata obraba así el prodigio alquímico de transmutar la materia en significado, aunque quien la portase fuese un tarugo. Lo mismo hacen las banderas, aunque quienes las ondeen sean unos mastuerzos. Moreno llevaba siempre corbata, y con ella transmitía los valores que abanderaba, a saber, el rigor y la constancia: aquel rigor y aquella constancia con los que llevaba liquidando una sociedad, y solo esa sociedad, desde hacía tantos lustros como era lugarteniente; o el rigor y la constancia con que atendía sus negocios inmobiliarios en horario laboral. En esto Moreno había desarrollado una técnica insuperable: con el pretexto de visitar las entidades que estaban siendo auditadas y comprobar que los equipos de auditoría estuvieran cumpliendo con su deber, se escapaba de la oficina para cumplir con el suyo como gestor inmobiliario. Corbata en ristre, asistía a reuniones de vecinos, firmaba contratos de alquiler y compraventa, supervisaba propiedades, recibía y constituía fianzas, y, en resumen, se enriquecía como trabajador autónomo, a la vez que se embolsaba el sueldo de funcionario —que, dado su nivel equivalente al de jefe de servicio, no era bajo—. Pero hay que subrayar que a estas actividades solo dedicaba el tiempo estrictamente necesario: nunca se iba a tomar café, por ejemplo, después de sus ocupaciones privadas: las ejercía, pero, una vez concluidas, regresaba con presteza a la oficina a seguir cuadrando las cuentas de la entidad que llevaba liquidando desde 1997, o a comprobar que todos los empleados llevasen corbata. Quizá por eso, porque sabía cuánto absorbía aquella labor y no quería que otros asuntos distrajesen su atención, llegó a reclamarme en una ocasión que trabajara menos. Le presenté el apartado del borrador del informe que había redactado, de unas cuarenta páginas, lo miró como un entomólogo que acabase de descubrir una nueva especie de coleóptero arborícola, y me dijo: «Esto está muy bien, pero ¿no te parece que se podría resumir un poco? Quiero decir, si el informe en su conjunto tiene 150 páginas, que es a lo que calculo que llegará —y aquí Moreno me lanzó una mirada de inteligencia, como el experto que era—, ¿no quedará un poco desequilibrado?». «¿Me estás pidiendo que trabaje menos?», le pregunté. «No, no, de ninguna manera —respondió con urgencia, removiéndose en el sillón ergonómico—. Solo digo que quizá podría pulirse un poco». «Está perfectamente pulido», contesté yo, sintiendo cada vez más apretado el nudo de la corbata —la mía, no la de Moreno—. El jefe, que acertó a pasar entonces por el despacho de Moreno, dirimió la disputa: «Dejémoslo tal como está». Moreno me devolvió entonces los papeles con un gesto de displicencia, en el que se advertía el malestar por aquella inesperada derrota, pero aliviado, al mismo tiempo, porque la superioridad hubiera resuelto la controversia: Moreno era un funcionario disciplinado y, si el jefe decidía que el informe estaba bien como estaba, el informe estaba bien como estaba.