domingo, 14 de diciembre de 2025

Un viaje a Miami (y 3): los museos del sexo

No es extraño, si uno lo piensa bien, que Miami, una ciudad de gente con poca ropa, acalorada, hormonalmente zarandeada por el clima tropical, tenga dos museos del sexo: el primero se llama así, Museum of Sex, sin más circunloquios; el segundo recibe una denominación menos directa y más sofisticada: World Erotic Art Museum [‘Museo del Arte Erótico Mundial’]. Pero los dos constituyen una exaltación de Eros, una celebración de los placeres de la carne. Visito el primero en primer lugar, por la mañana. Y lo hago con Lyft, un Über miamense, que funciona como un reloj y por bastante menos que un taxi. María, la conductora, se sorprende de que haya un museo del sexo en Miami: nunca ha oído hablar de él. Me pregunta, sin tapujos, por qué voy allá: “¿Es Ud. curador?”, aventura, y me sorprende que una taxista dominicana sepa de la existencia de unos profesionales llamados curadores. “No, soy turista”, le respondo, y ella entiende “No, soy artista”. “Ah, claro, va Ud. a inspirarse”. Sí, en cierta medida sí, pienso, pero decido concluir ahí la conversación. Como el museo no abre hasta las once —como tantos otros establecimientos de la ciudad—, decido hacer tiempo y avanzar el almuerzo. Encuentro, a poca distancia, un restaurante mexicano, pero me disuade de entrar el anuncio de “rabo encendido” que hay en el escaparate. Algo más allá veo un “restaurante de comida centroamericana” —así, en general— y me instalo en él. Tiene un excelente nivel de cutrez: los cubiertos son de plástico; las servilletas, dos trozos de papel de cocina; no dan vaso con la cerveza, que se ha de beber a morro; y hay dos teles encendidas, con un partido de la Champions en curso. Pero, como preveía, la señora del lugar —hondureña, me parece— me atiende con mimo, y la ropa vieja que pido, con arroz, frijoles y maduritos (que no son señores de edad avanzada, sino plátanos fritos), está para chuparse los dedos, que es exactamente lo que hago. Cuando he dado cuenta del platillo y de un café largo de postre, vuelvo al museo, que ya ha abierto sus puertas. Debo realizar una complejísima operación informática para comprar el billete (cómo añoro aquellos tiempos en que uno entraba en el local, pedía un billete, el empleado de la entrada te extendía un papelín, uno depositaba el dinero en el mostrador y se entraba sin más dilación en la exposición o el espectáculo), pero finalmente, con la paciente ayuda de la recepcionista, lo consigo y me adentro en el museo, que está dividido en tres secciones. La primera hace una sucinta presentación, con imágenes y objetos, de la evolución del mundo del sexo a lo largo del siglo XX: desde los primeros consoladores vibrátiles y masajeadores de pene (que parecen secadores de pelo), de los años 1910-1920, hasta los dildos de aspecto extraterrestre y masturbadores de elastómero para hombres de la actualidad, pasando por condones exóticos y aquellas primera máquinas expendedoras de gabardinas, profilácticos para los soldados de la Primera Guerra Mundial (en la que hubo que dar de baja a decenas de miles de soldados de todos los bandos por enfermedades venéreas), extensores de pene (fracasados, como todos: ningún extensor de pene ha extendido jamás ningún pene; solo excitan la imaginación de sus poseedores), recomendaciones sanitarias de los poderes públicos (wash your privates) y escenas televisivas de Elvis la Pelvis, cuyos espasmódicos golpes de cadera enloquecían a las jóvenes estadounidenses de los años 50, asfixiadas por el siempre reinante puritanismo americano. La segunda sección del museo es una colección privada de arte erótico: la Hard Art, de la Beth Rudin Dewoody Collection. Al entrar, una vigilante me indica que puedo tomar fotos y vídeos, pero no tocar. Se entiende: tocar debe de ser una tentación constante, y hasta peligrosa, en una exposición como esta. En esta parte del museo encuentro un dilatado (y nunca mejor dicho) conjunto de obras de arte que hacen del sexo su inspiración y su tema. Y sexo quiere decir a menudo órganos sexuales, que funcionan a modo de icono o símbolo de lo representado. Y lo fálico predomina. Por ejemplo, en Superzipper, de Judith Bernstein, de 1966, los cojones dibujados son más grandes que el hombre que los porta. Los dibujos de Tom of Finland, un clásico contemporáneo del homoerotismo, pintan a megahombres con megapaquetes, y las fotos de Robert Mapplethorpe retratan enormes y relucientes falos negros. Por su parte, el simbolismo del Banana Split, de Marilyn Minter, de 1989, no admite ambigüedad. Pero la colección no está solo interesada por los penes. También incluye algunas piezas menos fálicas, como el Sueño de Venus, de Salvador Dalí, pintado para la Feria Mundial de Nueva York de 1939 (“para promover el movimiento surrealista”, especifica la cartela), o una foto de John Giorno, hecha por Eliot Elisofon en 1971, donde se ve al gran poeta norteamericano posando en el alféizar de una ventana junto a un cartel en el que se lee un mensaje indudablemente perturbador en aquellos años: “Husband sucks and takes it up the ass. Wife loves couples with big cocks and hairy pussys. Will suck them dry” (‘El marido la chupa y se la mete por el culo. A la esposa le encantan las parejas con pollas grandes y coños peludos. Los chupará hasta secarlos’), y se proyecta la película Sync, de Marco Brambilla, de 2004, un film ideal para que los epilépticos se vuelvan locos: consiste en un ametrallamiento de imágenes de asunto sexual (doce tomas por segundo), acompañadas por el redoblar constante de una batería. Yo apenas lo soporto unos segundos, y huyo a la tercera y última sección del museo, la más americana de todas —esto es, la que persigue más decididamente el espectáculo—, Journey into the Erotic Carnival (‘viaje al carnaval erótico’), que pretende ser una feria del sexo, con sus atracciones y puestos de golosinas. Hay un Sizemologist (‘un “tamañólogo”’) que mide el aparato del o de la visitante. También, una hilera de váteres con glory holes por los que aparecen pollas (en este contexto, no se puede escribir “penes”) que el visitante ha de agarrar y estirar tres veces (si lo consigue, gana puntos); un Pornomatic, en el que aparece tu cara en una escena pornográfica; y un Jump for Joy (‘salta y alégrate’), una piscina no de bolas, sino de tetas, flanqueada por tres muñecas inflables gigantescas, de tetas de tamaño acorde. Veo asimismo muchas máquinas de monedas, pero que aquí, como la entrada al museo, no funcionan con monedas, sino con códigos QR y arduas operaciones tecnodigitales. Por supuesto, soy incapaz de jugar con ninguna de ellas (por ejemplo, con la rueda de la fortuna, a ver qué me depara la suerte sexual en el futuro, aunque soy pesimista), y me da vergüenza pedir ayuda a alguno de los ¿vigilantes? ¿asistentes? que andan por aquí con una sonrisa esculpida en la cara. Antes de salir, sí le pregunto a uno por el restroom, aunque con cierta prevención: temo que puedan enviarme a los váteres de los glory holes (o que sospechen que voy al baño a sacudírmela). Ya en la calle, reparo en que he visita el museo solo y que mi visita puede calificarse de masturbatoria.

Las colecciones del Museo de Arte Erótico Mundial, que se encuentra en Miami Beach y que visitamos por la tarde mi amiga Renée y yo, son amplias y cuentan con obras de artistas importantes, que son, en algunos casos, clásicos absolutos. Por ejemplo, nos admiran unos bosquejos a lápiz de Rembrandt, y reconocemos tres litografías de Cunnilingus con voyeur, de Pablo Picasso, cuya presencia aquí no nos extraña nada, dada su condición de erotómano confeso. También encontramos a Gustav Klimt, que aporta una Mujer desnuda, al expresionista y grotesco Egon Schiele, y a Fernando Botero, el pintor de los seres carnosos. Algunos de los artistas que he visto esta mañana en el Museo del Sexo comparecen también en este del Arte Erótico, como Dalí, del que aquí se expone La Venus aux Fourrures, de 1968, en el que aparece él autorretratado y a punto de chupar una vagina atravesada por un clavo, y Robert Mapplethorpe, con más fotos de negros desnudos y bien dotados. No obstante, este museo no es solo una pinacoteca. Muchas de las piezas que reúne tienen que ver con el cine. Así, Frank Follmer dibuja escenas pornográficas protagonizadas por los inefables personajes de Walt Disney (que se subiría por las paredes si las viera): los siete enanitos haciendo cochinadas con la Cenicienta y el ratón Mickey, el divertido Pluto o el bueno del pato Donald follando felizmente entre sí o con otros. Vemos fotos de Marilyn Monroe —fotos de ella vestida, sin más: eso basta para que las imágenes sean fuertemente eróticas— y de Anita Ekberg, la inolvidable protagonista de la escena de La dolce vita en la Fontana de Trevi con Marcello Mastroianni. El Museo refleja también las huellas que el erotismo ha dejado en las diferentes culturas del mundo. Un Pinocho se representa con un pene en lugar de nariz, y el cambio nos parece justificado, porque ambos crecen. En unas grandes vitrinas encontramos juguetes eróticos, en el sentido literal de la expresión: artilugios para entretener a los niños, pero con motivos sexuales; muchos son articulados: si estiras de una cuerda, por el otro extremo aparece un pene erecto. Cosas así. Más obras remiten, sorprendentemente, al mundo de la infancia. En un rincón, vemos una escultura de T. Watson, de 2000, que representa a un niño sentado, descalzo y modoso, pero agarrándose con las dos manos un pene monstruoso que le sale del pantalón corto y que casi le llega a la cara. Admiramos diversas representaciones —variaciones de un mismo tema— de la fábula de Leda y el Cisne, cuyo cuello resulta indudablemente fálico, y los cuadros de un artista sin identificar (pero probablemente estadounidense), de 1979, que vinculan el sexo y la comida, una asociación muy plausible: dos polos, una mazorca de maíz o un perrito caliente que son penes. Hay una amplísima exposición de artes eróticos del mundo: japonés, mexicano, africano (aquí las figuras son literalmente tripódicas), chino, hawaiano, precolombino, indio: todos representan el poder del falo y el enigma de la vagina. Salimos del Museo con la sensación de haber visto mucho, pero de habernos informado poco, y con una cierta sensación de desorden e incluso de desconcierto. No todas las piezas están acompañadas por cartelas que indiquen su autor y las caractericen y contextualicen, y a una sala dedicada al arte peruano puede seguir otra que exponga pipas del mundo con motivos eróticos. De hecho, una gran sala está dedicada a Miami Vice, la mítica serie de televisión de los 90, en la que, sin duda, había mucho sexo, pero muy poco arte erótico, y que no llegamos a comprender por qué está aquí. Como despedida, vemos en un espacio distribuidor una colosal escultura dorada de un pene erecto con dos testículos grandes como balones de playa. Me siento en ellos y Renée me toma una foto. Pero no pienso colgarla aquí ni en ningún sitio.

lunes, 8 de diciembre de 2025

Un viaje a Miami (2): el downtown y Agustín Fernández Mallo

Hoy he quedado a comer con Agustín, con quien, asombrosamente, me encontré ayer. Pero antes quiero conocer el downtown de Miami. Para llegar al centro, cojo el Metrorail, el metro elevado de la ciudad (que no debe llamarse, por tanto, suburbano, sino sobreurbano), en el que vuelvo a constatar cuánto han arraigado aquí los haitianos: los asientos reservados para personas mayores y embarazadas están escritos en inglés, español y criollo haitiano: priyorite syèj. Kite sou demann. El asiento lo ocupa, precisamente, un sesentón negro, con gorra de béisbol y cadenas de plata al cuello, que se mueve sutilmente al ritmo que le marca la música que escucha por unos audífonos, con la mirada perdida. Bajo en la parada de Government Center, donde hago transbordo con el Metromover, otra red ferroviaria que recorre exclusiva y circularmente el centro de la ciudad. Yo esperaba un tren caro y grande —porque todo es caro y grande en este país—, pero me encuentro con que el viaje es gratuito y que el convoy lo compone un solo vagoncito, que aumenta a dos en las horas punta. Hago el recorrido con otra viajera —esta vez, blanca y joven— que no solo se cimbrea con la música de su ipod, sino que no se recata de tocar una guitarra fantasma. El Metromover circula por entre rascacielos ya construidos o aún en construcción, como una hormiga extraviada entre baobabs. Como es temprano —he comprobado que la actividad comercial empieza aquí más tarde que en España: hasta las nueve o las diez (o incluso las once) no abre la mayoría de locales—, hay poca gente por la calle. Pero sí un gallo muy pinturero, que cruza una de las avenidas, con polícroma arboladura de plumas y crestas, y se me planta al lado, desafiante. “¿Qué pasa?”, parece preguntarme. “Vivo entre rascacielos, ¿y qué?”. También veo palmeras en los tejados de los enormes edificios de oficinas y, al doblar una esquina, escueta, asalmonada y neogótica, la Salvation Army Citadel, el cuartel del Ejército de Salvación. En uno de los muchos rincones verdes de la ciudad, cuidados por numerosos jardineros, todos hispanos (la naturaleza exuberante del trópico ha de ser domeñada constantemente: las hojas de los ruibarbos gigantes [gunnera manicata], por ejemplo, alcanzan dimensiones de sábana), un soplahojas inunda de estruendo cuanto lo rodea. Compruebo con pesar que los soplahojas son una especie universal, como las cigüeñas: están en todas partes, descoyuntándonos los oídos. El paseo me permite constatar la existencia de un Museo del Helado y de admirar el Globo Terráqueo Panam, construido en 1930 y de casi tres toneladas de peso, en el que España y sus posesiones africanas —Guinea, Río de Oro— aparecen pintadas de amarillo, y la escultura de Woody de Othello Some Time Moves Fast, Some Time Moves Slow [Hay un tiempo que se mueve deprisa y otro que se mueve despacio] de 2022, en la que distingo un reloj blando: uno de los leitmotivs dalinianos se ha convertido, como los soplahojas, en una presencia universal. Anda que te anda, llego a la Torre de la Libertad, así llamada por haber sido, en los años 60, el centro de acogida de los cubanos emigrados de la Cuba castrista. Construido en 1925 en estilo neorrenacentista, inspirado en la Alhambra y la Giralda (también el hotel Biltmore, en Coral Gables, construido en aquellos mismos años, se inspira en la torre de la catedral de Sevilla), fue durante algunos años el edificio más alto de Miami (hasta que pronto lo superaron los rascacielos de acero y cristal que no han dejado de brotar a su alrededor hasta hoy mismo; de hecho, Miami está llena de grúas y obras) y sede de un periódico local, para luego convertirse en la Ellis Island de Florida. Hoy forma parte de una universidad y contiene un museo (que no abre hasta las once). Sigo paseando y llego a otro de los lugares más conocidos de Miami, el Bayside, donde se concentran un puerto deportivo; varias atracciones populares, como una noria junto al agua y un barco de madera, El Loro, en cuyas bordas se posan y graznan los cuervos; una galería comercial con una pintoresca extensión callejera, donde se vende desde bisutería y cerámica hasta suvenires, y cuyo pintoresquismo se acendra —y vuelve doloroso— cuando compras una botella pequeña de agua —cuesta seis dólares— o pasas al lado de un puesto llamado Churroland, afortunadamente cerrado (abre a las diez); y hasta un paseo de la fama —al que da paso un baniano de veintitrés metros de altura y ciento diez años de antigüedad—, mucho más pequeño, eso sí, que el de Los Ángeles, con estrellas dedicadas a Andy García (es lógico: es uno de los cubanos emigrados más famosos de Estados Unidos), Jamie Foxx o Jada Pinkett-Smith, la actriz en cuya defensa Will Smith le soltó un guantazo a Chris Rock en la ceremonia de entrega de los Óscar en 2022. A quienes ocupan las demás estrellas del paseo no tengo el gusto de conocerlos. El Bayside conduce naturalmente al Bayfront Park, donde las autoridades han plantado un gigantesco árbol de Navidad, con bolas de colores y un remedo de nieve, cuyo absurdo esplende en este luminoso día floridano, a casi 30º. En el centro del parque se alza una fuente circular, con muchos chorros. Y, a su frente, Biscayne Bay [bahía Vizcaína] —que en realidad no es una bahía, sino una laguna tropical—, por la que se deslizan, a lo lejos, algunos cargueros y, más cerca, los yates y balandros de los muchos millonarios miamenses. Me siento en un banco sombreado a ordenar estas notas y descansar, y disfruto de las vistas despejadas, en las que se pinta el discurrir de las nubes poderosas, el azul de turmalina del mar, la sombra móvil de las embarcaciones que pasan y la plata descomunal de los rascacielos, que llegan hasta la orilla misma de la bahía. Reparo también —no se puede evitar— en los ruidos, porque cada ciudad tiene los suyos. En Miami, se entretejen los aviones que nos sobrevuelan sin descanso, las ambulancias chillonas, los cláxones graves de los grandes camiones de carga y los más agudos de los automóviles (los conductores tienden aquí a agredirse con las bocinas), las máquinas de los restaurantes y los aires acondicionados, las taladradoras y hormigoneras de las obras en marcha, los carros de la limpieza... Aún sentado en el banco, advierto otro animal en las inmediaciones: una iguana melenuda y anaranjada, de uñas como garfios, que se acerca a un charco de la fuente a beber. Saciada la sed, el bicho se me acerca, lenta pero inexorablemente. Y me mira mal, como hacían muchos toros con Curro Romero. Espero que ahora no quiera saciar su hambre. Por suerte, pasa de largo y se pierde entre la vegetación. Para llegar al hotel donde se aloja y en el que he quedado con Agustín, un Marriott, he de recorrer la avenida Brickell, la más lujosa de Miami, flanqueada de rascacielos alumínicos, acristalados, en los que tienen la sede muchas grandes empresas internacionales. Pero entre estas pirámides del siglo XX sigo encontrando las casonas e iglesias que nacieron aquí antes de que la ciudad se convirtiera en un centro de negocios planetario, y que el crecimiento urbano no ha conseguido arrasar, como la primera iglesia presbiteriana, que no es muy antigua —data solo de 1949—, pero que, comparada con los monstruos que la rodean, parece una construcción neolítica. De estilo mediterráneo —el Mediterranean Revival, con influencias del Renacimiento español e italiano, el estilo colonial español y francés, la arquitectura norteafricana y el gótico veneciano, tuvo mucho predicamento en Florida en la primera mitad del siglo pasado—, se erige en apenas tres acres de terreno y suaviza, con su color arena, sus líneas benevolentes y sus dimensiones humanas, el brutalismo metálico de la avenida Brickell. Llego por fin al hotel en el que se aloja Agustín y donde he quedado con él. Lo encuentro tomando notas en el vestíbulo del lujoso establecimiento. Agustín, que lleva viajando por el mundo desde que se convirtió en un escritor de éxito, me insiste en que a él no le gusta viajar, y que por eso intenta siempre reproducir en sus viajes las condiciones en las que vive en su casa, donde lee, escribe y, muy importante, ve la televisión, algo que, por otra parte, ya solo hacemos los miembros de nuestra generación (Agustín tiene 58 años; yo, 63), y, en mi caso al menos, cada vez menos. Salimos a comer a algún restaurante cercano, y recalamos en uno argentino donde hay poca gente y, también muy importante, poco ruido. Para los dos, es importante no estar rodeados de una música ambiental estruendosa, los pitidos y soniquetes desquiciantes de las máquinas tragaperras, parroquianos que aúllen sus privacidades al teléfono en la mesa de al lado, artefactos de cualquier tipo cuyas tripas suenen encima o debajo de nosotros, tráfico insufrible que se cuele por unas ventanas no aisladas y ese largo etcétera que vuelve cualquier conversación (cualquier acto, en realidad) una dolorosa supervivencia entre decibelios. El restaurante parece estar tranquilo, y Lucas, el camarero que nos ha tocado en suerte, parece genuinamente dedicado a obtener una buena propina de nosotros. Las propinas se han doblado y multiplicado desde la última vez que estuve en los Estados Unidos: ahora se incluye ya una, de oficio, con la cuenta, por lo general del 20%, y luego el camarero espera otra, la de toda la vida, de otro 20% al margen de la factura, que va íntegramente a su bolsillo. Antes, además, esos porcentajes no eran tan altos, sino del 10 o 15%. La charla se desarrolla como siempre entre Agustín y yo: con una facilidad pasmosa, y sobre cualquier tema que asome a los labios. Es lo que tiene ser amigos desde hace treinta años: que retomamos la conversación hoy como si la hubiéramos interrumpido ayer, aunque haga varios años que no nos veamos. Liquidada la comida y pagada la cuenta (y las propinas), salimos a bajarla paseando. Recorremos, sin dejar de hablar, el seaside walk, el paseo costero que recorre la línea de mar por entre los edificios, algo más bajos, que dan a la bahía por esta parte de Brickell, y admiramos la arquitectura tan funcional como deslumbrante de la ciudad y las vistas de Biscayne Bay, punteada de barcos y estratocúmulos. No nos cruzamos con apenas nadie hasta el Bayfront Park y luego el Bayside, donde el gigantesco baniano en el que antes he reparado causa la admiración de Agustín. La iguana que me ha acompañado ha desaparecido. Volvemos sobre nuestros pasos hasta el Marriott del que Agustín tendrá que salir pronto, camino del aeropuerto. Nos despedimos en el vestíbulo con un abrazo emocionado. Mientras él se prepara para volar, yo cojo otra vez el Metroraíl hasta Allapattah. En el camino, diviso un bellísimo arco iris.

martes, 2 de diciembre de 2025

Un viaje a Miami (1): la Pequeña Habana, La Feria del Libro y Orlando González Esteva

Hoy es mi primer día en Miami, una ciudad en la que he estado varias veces, pero en la que nunca he residido. Me alojo en una casita del barrio de Allapattah —una palabra semínola que significa “aligátor”—, cuyos moradores son, en su mayoría, dominicanos. En las ciudades medievales, los gremios determinaban la fisionomía y costumbres de los barrios. Hoy, en Miami —y en muchas otras ciudades estadounidenses de aluvión—, son las nacionalidades las que definen los vecindarios. En la Pequeña Habana viven los cubanos —los primeros en llegar y los más numerosos—; en la Pequeña Haití, los haitianos —los más pobres de todos, aunque lleven mucho tiempo establecidos aquí; tanto que hasta los letreros del transporte público están escritos en criollo haitiano—; en Doral, los venezolanos —que han renombrado el barrio como Doralzuela—; en Kendall encontramos una Pequeña Colombia; en Wynwood, un Pequeño Puerto Rico; en Sweetwater, una Pequeña Managua; y hasta una Pequeña Buenos Aires en la avenida Collins de Miami Beach (pero esta es una zona de lujo). Allapattah, como casi todos los barrios donde se refugian los inmigrantes del Caribe y Centroamérica, es hispano y pobre: abundan las casas escuetas, con patios llenos de trastos y muebles viejos, y construidas en madera u otros materiales moderadamente sólidos, algunas de las cuales parecen la morada de un afectado por el síndrome de Diógenes y otras están más cerca de la chabola que de algo que merezca una cédula de habitabilidad. (En todas, sin embargo, hay uno o varios coches a la entrada; en los Estados Unidos se puede vivir miserablemente, pero nunca sin coche). Entre las casas y por las calles pasean orgullosamente los gallos, seguidos por el harén que cada fasiánido haya logrado reunir; y también cantan, a todas horas, como en cualquier pueblo de Quisqueya. Todo esto veo (y también muchos halcones que sobrevuelan el barrio, como si esperaran a desayunarse con los roedores o los pequeños reptiles que abundan en sus rincones; con el planear de las rapaces se teje el de los aviones que despegan o aterrizan en el cercano aeropuerto de Miami, y cuyo estruendo amenizará ineluctablemente mis días y noches en la casa) mientras camino a mi primera actividad del día, que no es turística, sino un deber familiar: he de retirar dinero de la cuenta corriente de un pariente todavía abierta en los Estados Unidos. Busco el cajero automático más cercano de la red bancaria oportuna y lo encuentro en una gasolinera a media milla de distancia. Son las ocho de la mañana de una caluroso domingo de noviembre. Apenas me cruzo con nadie, salvo algún hobo desparramado bajo la marquesina de alguna parada de autobús o sentado en la acera, sin más cobijo que el cielo del que no se ha ausentado todavía la luna. Y, como siempre, todos estos vagabundos, barrocos, excesivos, son negros. Sorprende que Trump y sus abominables acólitos nieguen —y prohíban a las universidades y los medios de comunicación argumentar la existencia de— el racismo estructural en los Estados Unidos, cuando no hace falta leer ningún libro para conocerlo, sino solo mirar las calles: la gran mayoría de indigentes son de raza negra y la gran mayoría de empleos de baja cualificación los ejercen los negros (junto con muchos hispanos). También veo algunos de los macabros anuncios, del tamaño de una cancha de baloncesto, que jalonan las carreteras y calles del país. Uno da cuenta de un festejo celebrado a principios de mes: el fabuloso Miami Gun Show, que no sé si ha sido una exhibición de tiro o el despliegue de los últimos gritos del sector para estimular el tiroteo público: fusiles de asalto que desparraman los sesos del asaltado con más exuberancia y precisión; carabinas plegables y transportables en cualquier rincón, listas para usarse cuando la ocasión lo requiera; escopetas de postas que riegan de metralla el cuerpo de quien reciba el disparo; o bien fusiles con mira telescópica capaces de agujerear un corazón (o reventar un testículo) a una milla de distancia. Un poco más allá de este recordatorio de la pasión constitucional de los estadounidenses por las armas, hay otro que predica otra de sus pasiones: Dios, aunque nunca he tenido claro cómo ambas se reconcilian. En el cartel se anuncia, bilingüe, el Centro Católico Luz en las Tinieblas, Lux in Tenebris. Y, entre uno y otro anuncio, veo varios más en los que abogados abrumadoramente trajeados y sonrientes como escualos se ofrecen para resarcir a los accidentados de tráfico con una jugosa indemnización. Doy por fin con la gasolinera a la que me ha conducido el GPS, pero el cajero está out of service (que los iletrados en España suelen traducir como “fuera de servicio” y no con el muy castellano y natural “no funciona”). Otro que encuentro cerca no me exime de pagar un congo de comisiones, y así se lo comunico por guasap a mi pariente, que desiste de una operación que imaginaba, con alguna ingenuidad, más barata in situ que en España. Cumplido, aunque infructuosamente, el deber familiar, regreso a la casa para esperar a Orlando, el amigo poeta cubano que vive en Miami y con el que, acogiéndome a su infalible hospitalidad, planeo pasar buena parte del día. Orlando, que siempre me sumerge, con su buen humor característico (pero también con una melancolía irrestañable desde que salió de la isla en 1965, con doce años, desarbolada su familia por el huracán castrista), en la Cuba de Miami, en sus lugares y gentes, me lleva en primer lugar al Ball and Chain, en la calle Ocho, el corazón de la Pequeña Habana, un bar fundado en 1935 con música cubana en directo, donde camareras cubanas nos sirven bebidas cubanas y aperitivos cubanos: yo opto por un mojito con, por sugerencia de Orlando, yuca frita —que sustituye con ventaja a las aceitunas y los imperdonables quicos—. El local está atiborrado. La clientela despliega un pantone de colores de piel en el que imperan los tonos oscuros, desde el negro más africano hasta el levísimo pero embriagador tostado de algunas isleñas. De hecho, Orlando y yo, que tampoco parecemos suecos, somos de lo más claro de la concurrencia A la salida del Ball and Chain (cuyo nombre es lo único que no es cubano del establecimiento), frente al que alguien está marcándose los pasos de la vigorosa pero a la vez sedosa música que suena (Orlando me informa de que, por la noche, quienes lo hacen llenan la acera), nos acercamos al Domino Park, para lo que solo tenemos que cruzar la calle Ocho. Se trata de un parque muy pequeño, apenas una esquina de la manzana —mejor dicho, de la cuadra—, en el que se juntan los viejos cubanos para jugar al dominó, como hacían en las plazas de la isla antes de la Revolución. Y así lo hacen también hoy, pero ya no en antiguas mesas de velador, o de tijera traídas por ellos mismos, como sucedía antaño, sino en unas de plástico blancas ad hoc —suministradas por un ayuntamiento loablemente deseoso de mantener el espíritu del lugar, pero con escaso gusto— con resaltes en cada lado del cuadrángulo para poner las fichas. Veo entre los jugadores a una octogenaria, o quizá nonagenaria, despachando fichazos con una bandana de colores y varios collares enredados al cuello; a muchos mayores, con camisas de cuadros y expresión grave, como de filósofo meditando sobre el sentido de la existencia (o la vaciedad de la vida), que se propinan unos puros monstruosos mientras juegan; y hasta a un joven —es decir, un cincuentón—, vestido de rojo de la boina a los zapatos (un color que, comprensiblemente, a los cubanos de Miami les resulta poco seductor) y aderezado con cadenas de oro, insignias indescifrables y otros adminículos tropicales difícilmente discernibles, que saluda a Orlando al salir. Tras el aperitivo en el Ball and Chain y el vistazo al Domino Park, Orlando me invita a comer a un restaurante cubano, La Carreta, cuya entrada preside, con toda lógica, una enorme rueda de carreta, y donde doy cuenta de un picadillo con arroz y frijoles que resucitaría a un muerto, y, mano a mano con Orlando, de un pastel de queso con dulce de guayaba que resucitaría a todo un cementerio (y me llevará a mí, diabético, a él). Cumplida la colación, nos espera la Feria del Libro, que cierra hoy. Orlando ha tenido la feliz idea —una más— de visitarla conmigo, aunque me avisa de que es poco probable que encuentre algo que me guste, y menos aún que compre nada. La Feria del Libro de Miami se celebra en pleno downtown: en el centro de la ciudad, entre edificios disparados al cielo. Los puestecitos de libros parecen insectos a los pies de paquidermos. Poco después de entrar —para lo que hay que pagar: siete dólares por cabeza; mi anfitrión me invita de nuevo—, Orlando y yo nos detenemos a consultar la guía de la Feria, una revista en papel de periódico en la que se identifica, en amplias parrillas de actuaciones, a los conferenciantes y autores que actúan en el evento. Orlando me señala a varios escritores que conoce. Yo solo reconozco a un español, Agustín Fernández Mallo: veo una foto suya entre las de los muchos participantes. Y en el preciso instante en el que le digo a Orlando: “Mira, está Agustín, un gran amigo mío”, ante mí aparece Agustín Fernández Mallo. El destino, de azares insondables, lo ha materializado de pronto, como si, al reconocer su cara en la página, hubiera obrado el prodigio de traerlo, en carne y hueso, a mi estupefacta presencia. De hecho, este ha sido solo el último de una inverosímil sucesión de azares que ha hecho posible que nos reuniéramos hoy. El inmediatamente anterior ha sido que él me haya reconocido entre la multitud y, además, de espaldas. “¡Coño, ese parece ser Eduardo!”, me ha dicho que ha pensado al verme el lomo y el parietal encanecido. Nos abrazamos ante la mirada incrédula de Orlando y charlamos breve y pasmadamente antes de que quedemos para comer mañana y él se vuelva con la gente con la que ha venido a la Feria. Aún aturdido y feliz por un encuentro tan improbable que casi podría catalogarse de fenómeno paranormal, Orlando y yo nos paseamos por la cruz que forman las dos calles en que se han dispuesto las paradas de la Feria. Entre los puestos de libros, abundan los puestos de otras cosas: artesanía, cerámica, flores, ropa, juguetes, comida. Y en los primeros encontramos, sobre todo, editoriales alternativas, secundarias, tanto en inglés como en español. Veo una reciente edición del cubano José Kozer, a quien conozco y he leído, y con quien me he carteado (cuando, hace un millón de años, aún se escribían cartas), pero no me animo a comprarla, porque la edición me parece fea (tipografía sin serifa, tinta escasa, papel escuálido, cartoné), aunque sé que a Kozer eso le importa poco: él privilegia publicar, sea donde sea; ha de hacerlo así para dar salida a una obra que crece imparablemente: escribe, como mínimo, un poema al día desde hace años. También distingo, en la única librería de viejo que veo en toda la Feria, un libro singular, que será, a la postre, el único que compre: Hunk of Skin, la traducción de Trozo de piel, de Pablo Picasso, hecha por Paul Blackburn, corregida por Julio Cortázar y publicada por City Light Books, la legendaria editorial de Lawrence Ferlinghetti, en 1968. (Los poemas originales se tomaron de Papeles de Son Armadans, donde habían visto la luz en 1961; por eso Hunk of Skin lleva un pequeño prólogo de Camilo José Cela, que rememora los pedos atroces de Bob Schiller, uno de los amigos que lo acompañaban, según cuenta, cuando el pintor le dio a conocer Trozo de piel). Picasso fue, además de un genio de la pintura, un poeta surrealista sobresaliente, al igual que Dalí, aunque escasamente difundido hoy. El volumen es caro (25 dólares) y en la edición creo que no hay ni un solo acento bien puesto (“un incauto mancebo dormia casi desnudo y vestido / de pieles de oso ò de borrego junto á los dos ò tres puntos...”), pero no me resisto a hacerme con él. Y, mientras yo miro el magro y en general decepcionante contenido de los puestos, con la excepción de este inesperado Picasso, Orlando no deja de recibir efusivos besos y parabienes de la mucha gente que lo reconoce y admira como poeta, hombre de la radio y músico. Ante una novela del escritor boliviano Antonio Orlando Sánchez, me cuenta que, en cierta ocasión, hace años, recibió una felicitación por escrito del poeta, también boliviano, Eduardo Mitre, por su última novela publicada, cuando Orlando no había —ni ha— escrito nunca ninguna novela. Así se lo puntualizó a Mitre, y este se remitió a un artículo de un importante periódico de La Paz en el que se ensalzaba la obra novelística del gran escritor boliviano Orlando González Esteva, que acababa de acrecer con un nuevo libro. Por la tarde, Orlando me devuelve en coche a mi casita de Allapattah. De camino, nos cruzamos con una fila de coches que ondean banderas hondureñas y otras que parecen austríacas. Ni él ni yo sabemos qué puedan simbolizar estas otras enseñas rojiblancas, de modo que, mientras circulamos, Orlando baja la ventanilla y se lo pregunta a los ocupantes de uno de los vehículos: “¡Es la del partido!”, aúlla una señora. “¿Partido? ¿Qué partido? ¿Uno de fútbol, de béisbol?”, pregunto yo. No: es un partido político, el Partido Liberal de Honduras, cuyo candidato a la presidencia es Salvador Nasralla, que ha sido presentador televisivo, como Donald Trump, durante 40 años (tuvo mucho éxito con los programas 5 Deportivo y X-0 da Dinero) y presentador y director del concurso de belleza Miss Honduras.

martes, 18 de noviembre de 2025

Manolo Hugué y Caldes de Montbui

Mi amigo Juan Carlos y yo visitamos hoy el pueblo de Caldes de Montbui y el museo de Manolo Hugué, sito en la localidad. Caldes de Montbui es una localidad termal, plagada de balnearios, hoteles y fuentes. Lo es desde el siglo II a. C., cuando los romanos construyeron aquí unas primeras termas, hoy restauradas y visitables: están en la plaza mayor, muy cerca del ayuntamiento. Para ser una localidad donde tomar las aguas, burguesa y vacacional, Caldes no ha dejado de sufrir sacudidas históricas muy violentas. A principios de 1714, durante la Guerra de Sucesión, fue asaltada por las tropas de Felipe V —mil infantes y mil jinetes, capitaneados por el conde de Montemar—, que se abrieron paso por una brecha abierta en las murallas de la villa por los minadores borbónicos. Una vez dentro, según una carta de la época, “fueron pasados a cuchillo cuantos se hallaron tenaces en su defensa, logrando otros muchos la fuga por un gran barranco que hay al otro lado de la Villa, la que luego se entregó al saqueo, y al fuego, hasta no dejar una sola casa que se reservase de tan justo castigo”. Caldes de Montbui fue, así, uno de veinte municipios catalanes arrasados por los felipistas en aquel sangriento conflicto dinástico. Un siglo y medio después, en los últimos días de julio de 1873, y tras haber sobrevivido también al paso de los franceses durante la Guerra de la Independencia (que en Cataluña se llama la Guerra del Francès), en Caldes de Montbui se libró, durante la tercera guerra carlista, una batalla entre los 500 hombres del ejército liberal, más casi 200 del somatén local, al mando del comandante Francesc Puigjaner, y las tropas carlistas, a las órdenes del coronel Martí Miret y el comandante Joan Galcerán (como se ve, las guerras carlistas en Cataluña tuvieron un carácter civil: los combatientes de ambos bandos eran catalanes). Por fin, en la Guerra Civil la localidad sufrió los desmanes de grupos descontrolados de izquierda, que, por ejemplo, quemaron la Santa Majestat, la talla románica del siglo XII de la iglesia de Santa María, aunque no fueron todo lo destructivos que querían: la cabeza sobrevivió al fuego y hoy puede admirarse en una de las capillas del templo. (Por suerte, no quemaron al cura). Cuando llegamos a la plaza mayor, no se respira en el pueblo el menor ambiente bélico. Todo lo contrario: brilla el sol, los pájaros cantan, alguna gente ha empezado a disfrutar del aperitivo en las terrazas de la plaza y unos pocos paseantes, que se mueven con templanza dominical, completan un cuadro sosegado, casi idílico. A nuestro frente queda la fuente del León, que data de 1582. Por qué se llama así no es difícil de averiguar: la corona la figura en piedra del rey de la selva. El agua sale de este manantial a 74º: apenas se puede tocar. Al lado del edificio de las termas romanas, cuya amplia piscina central se ve desde la plaza, junto a una delicada escultura de la diosa Ceres, de Manolo Hugué, se encuentra Thermalia, el museo que alberga varias colecciones, una de las cuales es la del escultor barcelonés. Entramos sin dilación. La primera planta está dedicada al termalismo romano y a las termas de Caldes de Montbui —que, tras mantenerse en funcionamiento desde su fundación hasta el siglo VI, pasaron por largos periodos de abandono o de reutilización espuria: por ejemplo, a principios del siglo XVII fueron la cárcel en la que se encerraba a las mujeres acusadas de brujería; luego, se utilizaron como granero y hasta fueron el ayuntamiento. El hallazgo más destacado en las termas ha sido el fascinus, un pequeño amuleto de oro que representa unos cojoncillos. Los romanos eran muy aficionados a invocar a la fertilidad con amuletos, figuras priápicas o relieves fálicos, y este colgante responde a esa tradición con, pese a la pequeñez de la talla, un pene de considerables proporciones y dos rotundos testículos. El segundo descubrimiento más significativo de las excavaciones que permitieron restaurar las termas es una cabeza del dios Apolo, del siglo II d. C., en mármol blanco, bien conservada (aunque sin nariz, como es costumbre), que se expone también, aunque no en esta primera planta, sino en una superior. Por lo demás, la información que aporta el Museo sobre el fascinante mundo termal de los romanos, recuerda que las termas no eran solo un lugar de baño, sino un centro social, quizá el más importante de las comunidades: muchas tenían, además de los preceptivos tepidarium, frigidarium y caldarium, saunas, salas de masaje y exfoliación, palestra (es decir, gimnasio), tabernas y hasta bibliotecas, por aquello de mens sana in corpore sano: la gente iba a asearse y descansar, chismorrear y hacer negocios (y hasta a apuñalar a alguno por la espalda), pero también a cultivar el intelecto con papiros y pergaminos. En la segunda planta, se nos ilustra sobre el termalismo calderí (este es el gentilicio catalán; no he logrado averiguar cuál es en español). Se nos informa, por ejemplo, de que en los hoteles y baños de la localidad tuvieron estancia Isabel II y su nieto Alfonso XIII, y de que en los balnearios, entre mucho otro personal, tenían un papel destacado las bañadoras (que eran las que les echaban agua por el cuerpo a los huéspedes) y también las responsables de higiene, que no sé si era el nombre que se les daba ya entonces a las meras limpiadoras o el fruto del lenguaje eufemístico y excrecente con el que transformamos hoy las denominaciones directas y comprensibles en otras, sinuosas y adecentadas, como llamar “asistente técnica sanitaria” a la enfermera o “escultor capilar” al peluquero. (Si se trata de esto, algo parecido observaremos en uno de los letreros que informan de la historia de la localidad, donde se califica la actuación de las tropas francocastellanas en la Guerra de Sucesión de “terrorismo militar”, aplicándole un concepto inexistente entonces para sustentar el juicio negativo que algunos hacen hoy de aquella ocupación; por desgracia, desde los tiempos del imperio asirio, las leyes de la guerra dictaban que a las ciudades que se resistían se las ocupaba y saqueaba, y así lo hicieron también los almogávares catalanoaragoneses en Grecia, por ejemplo. Aquello no era “terrorismo militar”, sino, tristemente, la forma en que siempre se habían hecho las cosas: el terrorismo nos lo hemos inventado en el siglo XX). Las plantas tercera y cuarta del Museo son las dedicadas a Manolo Hugué y a su gran amigo Pablo Picasso. Sin duda, Hugué tuvo una vida ajetreada y, durante muchos años, miserable. En su juventud en Barcelona, donde había nacido en 1872, pasó hambre y penalidades, y se inició en una bohemia —cuyo epicentro era Els Quatre Gats— que continuó en París en 1901, con más hambre y penalidades todavía (y el suicidio de un tiro, ante sus ojos, de su gran amigo Carles Casagemas), y de la que no saldría hasta décadas después, cuando se instaló en Ceret, en la Cataluña francesa (“un pueblo catalán con todas las ventajas de ser francés”, según Hugué), en 1910, de la mano de un marchante de arte, Daniel-Henry Kahnweiler, que le ofreció gestionar toda su obra a cambio de una mensualidad (algo parecido le sucedió a Bukowski, a quien un vendedor de muebles, fascinado por su literatura, le ofreció dejar el empleo de cartero con el que se malganaba la vida y publicar toda su obra en la editorial que había fundado con este fin, Black Sparrow Press, a cambio de un sueldo mensual vitalicio; qué pena que nada de esto me haya pasado a mí). Ceret se convirtió, alrededor del eje que suponía la personalidad magnética de Manolo Hugué, en una verdadera corte de artistas. Por allí pasaron Picasso, Braque, Max Jacob, Matisse, Chagall, Tzara, Casals, Juan Gris, Derain, Maillol y un largo etcétera. En Ceret permanecerá Hugué hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, cuando vuelve a Barcelona. Allí le esperan las mismas penurias que ya había conocido, y escribe: “Llegué a Barcelona como un náufrago, muerto como quien dice de hambre. Aquella situación duró dos años y medio, treinta meses inacabables. (...) No podía comer siempre que tenía hambre. Fue infernal”. Al cabo de este periodo espantoso, vuelve a Ceret, donde encuentra alguna paz (y algún dinero gracias a su marchante Kahnweiler). Pero allí también se le manifiesta una poliartritis que limitará gravemente su trabajo. De hecho, ese es el motivo —la incapacidad de mover piezas grandes— por el que su obra se concentra en figuras y cuadros pequeños. La artritis lo devolverá a Cataluña, donde se instalará finalmente en Caldes de Montbui, para beneficiarse de sus aguas salutíferas. Y en Caldes —en Mas Manolo— residió desde 1927 hasta su muerte en 1945. En la obra de Manolo Hugué, predominan las figuras femeninas: encontramos una Venus, una “chula”, una “manola”, una mujer sentada, otra peinándose, una efigie de su hija adoptiva Rosa, una bailaora con abanico, una cantaora, varias maternidades y la célebre representación de “La llovera”, entre muchas otras. Son siempre figuras populares, de pequeño tamaño y formas suaves y rugosas, trabajadas en yeso y bronce negro. La representación masculina suele limitarse a toreros, banderilleros y picadores (y una “paternidad”). Hugué también diseñó joyas, hizo dibujos y acuarelas, y pintó cuadros —paisajísticos, coloristas y luminosos, frente a la oscuridad casi unánime de su escultura—. La íntima amistad que mantuvo con Pablo Picasso, ya desde sus primeros tiempos barceloneses, ha autorizado al Museo a reservar una sala para la obra de este, bien inspirada por Hugué, bien regalada a este. En ella encontramos retratos de Hugué, Totote, su esposa francesa, y su hija Rosa. Como es habitual en los cuadros y dibujos de Picasso, menudean los desnudos femeninos, algo que cuadra bien con el universo de mujeres que siempre envolvió, en su vida y su escultura, a Manolo Hugué. También hay cerámicas picassianas, en las que abundan las imágenes tauromáquicas. Me llama especialmente la atención una litografía, Els dos models, de 1954, hecho a base de levísimos trazos discontinuos, pero que bastan para dibujar una escena de gran fuerza visual: cada línea, cada delgada tinta en el papel, resulta esencial en sí misma, e imprescindible para el conjunto. Cuando salimos del Museo, no puedo evitar sentir —y así se lo digo a Juan Carlos— que Manolo Hugué es un artista menor. Hábil y hasta sugerente, sí, pero falto de la energía creadora, de la ambición que mueve a los grandes hacedores, y sin la capacidad transformadora de la mejor vanguardia. De hecho, el propio Hugué reconoció que sus mayores influencias eran el arte egipcio y el de la antigüedad grecolatina: modelos clásicos, pues, adaptados someramente a la realidad de su tiempo, y hasta hieráticos, en el caso egipcio. Como sucede con otros artistas, lo mejor de Hugué fue su personalidad, ingeniosa, estimulante, desbordante. Su obra constituye solo un aspecto lateral de una forma de ser que lo hizo famoso, y objeto de la biografía que escribió Josep Pla: Vida de Manolo contada por él mismo. La mañana concluye con un largo paseo por el pueblo. De camino al restaurante en el que vamos a comer, tapizado de hojas de arce, rojas como llamas, cruzamos el puente románico —de 1226—, en la lápida de cuya restauración, de 1878, encuentro una falta de ortografía: “... dirijido por el albañil Pablo Cortadela”; vemos el molino de l’Esclop, de 1314, donde un grupo de chicas estadounidenses se está haciendo fotos; la iglesia de Santa María, construida entre 1589 y 1714, con la hermosa portada barroca, constituida por seis columnas salomónicas, y doce capillas interiores, coronadas por hermosas vidrieras, una de las cuales alberga la imagen de la Santa Majestat (que vemos detrás de un grueso cristal protector, aunque ya no creo que haya hoy riesgo de que se le pegue fuego); y varios lavaderos públicos, grandes, limpios y todavía útiles, cuya abundancia se explica por el carácter termal de la villa: el de la Canaleta, de 1929, cuyas aguas manan a 48º, y el de la Portalera, junto a la calle Sinagoga, en el que Juan Carlos me informa de que, la última vez que lo visitó, vio a un chino lavando la ropa.

jueves, 13 de noviembre de 2025

Máscara y compás, de Maruja Mallo

A mi llegada al Museo Reina Sofía para ver la exposición Máscara y compás, de Maruja Mallo, me extraña la cola de gente que encuentro a la entrada, pero no le doy importancia. (“¿Qué estará esperando tanta gente aquí?”, me pregunto para mis adentros). Como siempre había hecho hasta hoy, me dirijo a buen paso al vestíbulo donde se compran las entradas, hasta que caigo en la cuenta, con horror, de que la cola soviética que se ha formado ante el Museo es de gente que, como yo, va a ver la exposición y quiere comprar las entradas. Retrocedo, pasmado, hasta el inicio de la fila, preguntándome qué ha pasado para que nunca, en mis anteriores visitas al Reina Sofía, haya tenido que esperar ni un minuto y hoy, en cambio, se haya concentrado aquí medio Madrid, o media España. Lo que ha pasado es la masificación turística, una de las facetas más visibles de la masificación humana. En la cola, que avanza a paso de quelonio (los franceses que están detrás de mí no paran de quejarse), paso casi una hora, justo detrás de una pareja de gais —uno gordito y el otro muy parlanchín— que me llenan los oídos de noticias y exclamaciones. Cuando por fin entramos en el vestíbulo, comprendo por qué se tarda tanto: solo hay una empleada para vender las entradas a los que no las han comprado ya por internet. Una empleada para centenares de personas, quizá miles, en esta soleada mañana sabatina: he aquí un ejemplo de buena gestión de un museo público. Junto con los inverecundos chascarrillos de los jóvenes que me preceden, me entretiene también la performance de “solidaridad feminista” con El Salvador que tiene lugar en la plaza delante del Museo, y en la que un grupo de mujeres, con tambores y ropas talares, se mueve por la plaza, mientras una de ellas lee los nombres de las mujeres que han sufrido algún tipo de violencia en El Salvador, aunque no me queda claro si es una violencia machista, o gubernamental, o por haber sufrido abortos clandestinos, o todo junto. Accedo por fin, alabado sea el Hacedor, a la exposición, cuya primera sala, dedicada a las “Verbenas”, recoge la parte de la obra de la Mallo que pinta la diversión del pueblo: escenas abigarradas, coloristas, populosas, en las que se reconocen tiovivos, norias, atracciones de feria, matasuegras. Uno de los cuadros más significativos de esta sección, titulada justamente La verbena, de 1927, es el que, reproducido en un enorme cartel, da la bienvenida a los visitantes en la fachada del Museo. Lo habitan, entre muchas otras figuras de la cultura popular española, un guardia civil (solo uno: aquí no hay pareja de la Benemérita), varios marineros, algunos capirotes y hasta un camarero que lleva en la bandeja, airosamente sostenida, una sandía mordisqueada. La turbulencia del cuadro es vanguardista —vagamente surreal— y popular a la vez. En otro cuadro, El mago, de 1926, aparece eso, un mago, que tiene todo el aspecto de Valle-Inclán, con su mesopotámica barba. Kermesse, de 1928 —este, decididamente surreal—, hace un despliegue de disfraces, y en Verbena de la Pascua, de 1927, los protagonistas son los Reyes Magos y un árbol de Navidad. Las verbenas de Maruja Mallo son la parte más explosiva de su producción. El resto de su obra, plural y dilatada, persigue otros efectos, menos vívidos quizá, pero igualmente hondos. En la serie “Estampas” —que la pintora prefería llamar “simbologramas”—, predominan las figuras femeninas —una constante, por otra parte, en su obra, donde aparecen muy pocos hombres—, siempre dinámicas, vitales, y muchas de ellas de gran busto. En la siguiente, “Cloacas y campanarios”, Maruja Mallo pasa a explorar aspectos sórdidos o residuales de la sociedad. Sus cuadros, habitados ahora por figuras difusas e inhumanas, participan de un cierto tenebrismo, de una oscuridad impregnada de inquietud. La mayoría de estas piezas corresponden a la década siguiente a la festiva que vio la eclosión de las verbenas. Grajo y excremento, por ejemplo, fue ejecutado en 1931 (lo excremental está muy presente en estas piezas). Hay un Espantapájaros, de 1930, y un insólito Espantapeces, de 1931, que André Breton adquirió para su colección de rarezas subconscientes. En Antro de fósiles, encuentro esqueletos, lagartijas y herraduras: realidades rastreras o muertas que transmiten la pesadumbre de lo oscuro, encarnado en grises y negros. En muchos de los cuadros de esta sección, veo raspas de pescado: más materia consumida, inútil, pero quizá abono o esperanza de un improbable despertar. Las “Cerámicas”, con figuras animales y vegetales, sobrias y templadas, y las “Arquitecturas” no me interesan demasiado: acreditan el polifacetismo de la artista lucense, pero no consiguen entusiasmarme (pocas cerámicas lo logran: es, sin duda, una carencia mía). En “La religión del trabajo” abundan, otra vez, los rostros y figuras de mujer, pintados ahora con colores suaves (azules claros, ocres), algo naífs, pero perturbadores. En el hermoso Canto de las espigas, tres caras femeninas aparecen entrelazadas por unas espigas de color teja. Los rostros son inexpresivos, como en casi toda la obra de Maruja Mallo, cuyos personajes tiene mucho de hieráticos: la expresividad se la da la pureza de las líneas, la limpidez cromática, la composición arquitectónica y, en ocasiones, el tumulto y la mezcolanza. Las obras que integran esta “Religión del trabajo” cantan a pescadoras y agricultoras: contienen redes, espigas, mar. Maruja Mallo también trabajó para el teatro. La sección así titulada, “Teatro”, recoge su plástica escenográfica, en la que hay títeres y muñecos, y un divertido El arzobispo de Constantinopla. Cuando me acerco a observar con más detalle algunas de estas piezas dramáticas, piso sin darme cuenta unos centímetros de la línea pintada en el suelo que constituye el muro invisible que no puedo atravesar, y recibo la consabida admonición del vigilante de la sala, que se sacude así el aburrimiento, feliz de justificar su presencia en el lugar. En las diferentes salas de Máscara y compás, presto una atención especial a los libros que acompañan, en vitrinas, a las obras expuestas. Reparo en sendas primeras ediciones de La deshumanización del arte, de Ortega y Gasset; de Hércules jugando a los dados, de aquella rara avis fascista y fieramente experimental, Ernesto Giménez Caballero, a quien hasta Franco tuvo que quitarse de encima (por el singular procedimiento de nombrarlo embajador de España en Paraguay); y de Transparencias fugadas, del surrealista canario Pedro García Cabrera, todas cuyas cubiertas cuentan con una ilustración de Maruja Mallo (que también hermoseaban las de Revista de Occidente, cuando la dirigía Ortega, de las que hay muchos números en las vitrinas que veo). Sigo andando. Las “Naturalezas vivas” conforman una serie cabalmente surreal, valga el oxímoron: cada cuadro de esta sección pinta una simbiosis de plantas y animales, que alumbra criaturas imposibles: medusas y orquídeas, caracolas y rosas, estrellas de mar y uvas. Estos extraños seres, polícromos, vivísimos, revelan una imaginación incansable, que atiende tanto a la realidad natural como a las fabulaciones de la mente. Las “Cabezas bidimensionales”, por su parte, incluyen retratos (planos, como el título de la serie indica) de mujeres negras u oscuras, muchas de ellas musculosas y alguna con el pecho desnudo. Unas acróbatas protagonizan Homenaje a los Juegos del 36, pintado veinte años más tarde: el interés por las mujeres activas, deportistas, como metáfora de un espíritu libre y autosuficiente, no decae en ningún momento. El único retrato de hombre está inacabado. Otra serie de rostros, con el título de “Máscaras”, sigue en la exposición: son femeninos, desde luego, y muy hermosos; resultan más expresivos, aún llamándose “máscaras”, que los anteriores de “cabezas bidimensionales”. Las retratadas son mujeres blancas, de piel rosada y ojos azules, que conjugan tenuidad y fortaleza. Muchas son, de nuevo, atletas; otras pasean o corren por la playa. Y de los retratos pasamos a los “Autorretratos”, donde Maruja Mallo aparece fotografiada, en blanco y negro, con Pablo Neruda en las playas de Chile o, cubierta de algas, en la Isla de Pascua. La exposición llega a su fin con una sección de título múltiple: “Moradores del vacío. Viajeros del éter. Protoesquemas”, en la que la obra de la Mallo se esencializa, pierde sus atributos más figurativos y se refugia en lo abstracto, después de su largo viaje por los rincones ocultos o fabulosos de la realidad. Y como no hay concepto sin palabra, como nos recuerda una de las muchas leyendas inscritas en las paredes de la exposición, a los conceptos pintados en los cuadros corresponde una palabra, un neologismo que, una vez más, designa a seres fantásticos: almotrón, geonauta, airagu, glaucopión, protozoario, selvatro. Máscara y compás concluye con la proyección de una interesante entrevista que le hizo Pilar Chamorro a Maruja Mallo en el programa de televisión Imágenes, en 1979. Es interesante, pero también sorprendente por la cantidad de tonterías que puede llegar a decir un artista de la altura de Mallo, la gran pintora de la generación del 27. Me quedo semihipnotizado escuchando sus recuerdos y sus delirios, de pie, entre mucha gente que parece beber de sus palabras como del oráculo de Delfos.  

viernes, 7 de noviembre de 2025

El Premio de Traducción Ángel Crespo por "Transfiguraciones"

El lunes pasado tuve la satisfacción de saber que había ganado el XXVIII Premio de Traducción Ángel Crespo, al que había concurrido con la traducción de Transfigurations, del poeta estadounidense Jay Wright (Transfigurations: Collected Poems, Baton Rouge: Louisiana State University Press, 2000), publicado, con el título de Transfiguraciones, por la editorial sevillana Hojas de Hierba en 2024, y quiero desde aquí agradecer al jurado su decisión. Ha sido un gran honor recibirlo: el Premio Ángel Crespo, convocado por tres importantes organizaciones profesionales: la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña, el Centro Español de Derechos Reprográficos y el Gremi d'Editors de Catalunya, es un galardón prestigioso y consolidado —viene concediéndose desde 1998—, que honra la memoria de Ángel Crespo, un gran poeta y un gran traductor. En su nómina de ganadores, figuran numerosos autores a los que admiro y a los que me honra acompañar: Carmen Martín Gaite, José María Micó, Carlos Vitale, Anne-Hélène Suárez-Girard. Este es el enlace con la noticia de la concesión del premio: https://www.acec-web.org/spa/ARTICLE.ASP?ID=6617.

Aunque ya me ocupé de Transfiguraciones en este blog cuando apareció, en noviembre de 2024 (https://eduardomoga1.blogspot.com/2024/11/transfiguraciones.html), y dadas las felices circunstancias que motivan esta entrada, voy a permitirme repetir el asunto, aunque plenamente centrado en la tarea de la traducción. Transcribo, pues, a continuación el original y la versión al castellano del poema 14 del libro Boleros —publicado en 1991—, el séptimo de los ocho que componen Transfiguraciones.

(CALLIOPE ↔ SAHU)

Night enters the Plaza, step by step, in the singular
flaring of lamps on churro carts, taco stands,
benches set with deep bowls of pozole,
on rugs embroidered with relics, crosses, bones,
                                pamphlets, dream books.
Around this Cathedral, there is an order never shaken;
all our eyes and postures speak of the certainty
                               of being forever in place.
These are the ones who always hear the veiled day fall,
the street tile's serpentine hiss under the evening's drone.
Compadre, not all have come from Reforma, along Madero.
There are those whose spotless white manta tells me
they are not from here—as now, you see, a village
wedding party come to engage the virgin's peace.

This evening, in the Zócalo, lanterns become candles,
or starlight, whatever recalls a woman,
beating her clothes on rocks in a village stream.
At her side, a man buckets the muddy water for his stove.
What does the spirit say, in its seating,
when such impurity can console,
and the slipped vowels of an unfamiliar name
                                       rise from the shallows?
Lovers meet here,
and carry consummation's black weed into dawn,
and meet again when the full moon,
                       on its flamboyant feet, surges
over the mud floor of a barrio Saturday night.
She, of the rock, has offered the water man
beans, flour tortillas, cebollas encurtidas and atole,
a hand for the bell dance that rings all night,
the surprise of knowing the name of the horse
that waits in the shadows when the dance has gone.

She knows this room, where every saint has danced,
revolves on its own foundation,
and that the noon heat ache beneath her hair
guides her through a love's lost steps.
Her love lies deeper than a heart's desire,
far beyond even her hand's intention,
when midnight at the feast sings
with the singular arrow that flies by day,
                                          a sagitta mortis.
Now, in her presence, I always return to hands,
parts of that “unwieldly flesh about our souls,”
where the life of Fridays, the year of Lent, the wilderness,
lies and invites another danger.

I sit at the mass,
and mark the quail movement of the priests' hands,
as they draw submission from us.
The long night of atonement that burrs our knees
                                      feeds those hands.
But there are other hands—our own, yet another's—
in the mortar, in the glass,
               tight with blood and innocence.
A cathedral moment may last for centuries,
given to us as a day, and a day, and half a day,
as a baroque insistence lying over classic form,
as the womb from which the nation rises whole.
Inside there, the nation walks the Chinese rail,
arrives at the Altar of Pardon,
                                           lingers, goes on,
to the grotto where the kings stand in holy elation.

Perhaps, this reticent man and woman will find
that moment of exhilaration in marriage, born
on the mud floor when they entered each other
for the good hidden in each, in flesh that needs
                                                   no propitiation.
There must be a “Canticle, a love-song,
an Epithalamion, a marriage song of God, to our souls,
wrapped up, if we would open it, and read it.”

             Adorar es dar para recibir.
How much we have given to this Cathedral's life.
How often we have heard prophecies of famine,
or war, or pestilence, advocacies of labor
and fortune that have failed to sustain.
Compadre, I wish I were clever enough to sleep
in a room of saints, and close my senses
to the gaming, the burl of grilled meat and pulque,
the sweet talk of political murders, the corrido
laughter that follows a jefe to his bed,
all these silences, all these intimations
of something still to be constructed.
But forgive me for knowing this,
                    that I have been touched by fire,
and that, even in spiritual things, nothing is perfect.
And this I understand,
in the Cathedral grotto, where the kings have buckled on
their customary deeds, the darkest lady has entered.
Be still, and hear the singing, while Calliope encounters
                                                                         the saints.
The wedding party,
austerely figured in this man and woman,
advances to the spot where the virgin
                               once sat to receive us.

(CALÍOPE ↔ SAHU)

La noche entra en la Plaza, paso a paso, con el singular
resplandor de las farolas en los carritos de churros, en los                                                                                            [puestos de tacos, 
en las bancas con grandes tazones de pozole
en los tapetes bordados de reliquias, cruces, huesos, 
                                         folletos, libros para interpretar los                                                                                                             [sueños.
Alrededor de esta Catedral, hay un orden que nunca peligra;
nuestras miradas y posturas revelan la certeza 
                                        de estar para siempre en su lugar.
Son los que siempre oyen caer el velo del día,
el siseo de serpiente de las baldosas de la calle, mientras                                                                                                [zumba la tarde. 
Compadre, no todos han venido de Reforma, por Madero. 
Hay algunos cuya manta blanca e inmaculada me dice 
que no son de aquí. Ahora, ya ves, llega de un pueblo
un cortejo nupcial que va a comprometer la paz de la virgen.

Esta tarde, en el Zócalo, los faroles se vuelven velas,
o luz de estrellas, lo que sea que recuerde a una mujer
que lava la ropa contra las piedras de un arroyo del pueblo.
A su lado, un hombre saca cubos de agua fangosa para la                                                                                                              [estufa. 
¿Qué dice el espíritu, desde su sede, 
cuando tal impureza puede ser un consuelo 
y las vocales susurradas de un nombre desconocido 
                                                     surgen de los bajíos?
Los amantes se encuentran aquí, 
y prolongan la ambrosía de la consumación hasta el amanecer, 
y vuelven a encontrarse cuando la luna llena, 
                                           de pies esplendorosos, crece 
en el suelo de barro de un sábado de barrio por la noche. 
Ella, la de la piedra, le ha ofrecido al aguador 
frijoles, tortillas de trigo, cebollas encurtidas y atole, 
una mano para el baile de campanas que suena toda la noche,
la sorpresa de saber el nombre del caballo 
que espera en las sombras al acabar el baile.

Ella sabe que esta habitación, donde todos los santos han                                                                                                            [bailado, 
gira sobre sus cimientos,
y que el dolor que siente bajo el pelo por el calor del mediodía 
la guía por entre los pasos perdidos del amor. 
Su amor yace a mayor profundidad que los anhelos del                                                                                                           [corazón, 
mucho más allá incluso que la intenciones de su mano, 
cuando la medianoche, en la fiesta, canta 
con la flecha singular que vuela de día, 
                                    una sagitta mortis.
Ahora, en su presencia, siempre vuelvo a las manos, 
partes de esa «carne ingobernable que rodea a nuestra alma», 
donde se encuentra la vida de los viernes, el año de 
                                                   [Cuaresma, el desierto, 
que invita a nuevos peligros.  

Me siento a oír misa 
y observo los ademanes sinuosos de los sacerdotes, 
que nos mueven a obediencia.
La larga noche de expiación que nos desuella las rodillas 
                                          alimenta esas manos.
Pero hay otras manos —nuestras, pero ajenas— 
en el mortero, en el cristal, 
               empapadas de sangre e inocencia.
Un momento en la catedral puede durar siglos, 
que se nos dan como un día, y otro día, y medio día, 
como una insistencia barroca con forma clásica, 
como el vientre del que surge la nación entera. 
Allí dentro, la nación sigue la barandilla china, 
llega al Altar del Perdón, 
                            se detiene y luego sigue
hasta la gruta donde los reyes se alzan con santa euforia.

Quizá este hombre y esta mujer reticentes encuentren 
ese momento de júbilo en el matrimonio, nacido 
en el suelo de barro cuando entraron el uno en el otro 
a por el bien oculto en cada uno, en la carne que no necesita 
                                                                                    propiciación.
Debería haber un «Cántico, una canción de amor, 
un Epitalamio, una canción de boda con Dios, para 
                                                               [nuestras almas, 
envuelto, que pudiéramos abrir y leer».

                    Adorar es dar para recibir.
Cuánto hemos dado a la vida de esta Catedral. 
Cuántas veces hemos oído profetizar hambrunas,
guerras o pestilencias, y prever trabajos 
y venturas que no se han cumplido.
Compadre, ojalá fuera lo bastante listo para dormir 
en una sala de los Santos, y cerrar los sentidos 
al juego, al nudo de la carne asada y el pulque,
a la dulce charla de los asesinatos políticos, a la risa 
de corrido que acompaña a un jefe hasta la cama,
a todos estos silencios, a todas estas insinuaciones 
de algo aún por construir. 
Pero perdóname por saber
             que he sido tocado por el fuego
y que ni siquiera en las cosas del espíritu hay nada perfecto.
Y entiendo que
en la gruta de la catedral, donde los reyes se han ceñido 
a sus deberes de siempre, ha entrado la dama más oscura.
No te muevas, y escucha el canto, mientras Calíope se                                                                                                         [encuentra 
                                                                       con los santos.
El cortejo nupcial,
austeramente cifrado en este hombre y esta mujer,
avanza hasta el lugar en el que la virgen 
se sentó una vez para recibirnos.

Cubierta de la segunda edición de Transfiguraciones, que estará en librerías en los primeros días del próximo diciembre.

domingo, 2 de noviembre de 2025

El número 10 de la revista Surco

Surco. Cuadernos de Poesía, la revista creada y dirigida en Sevilla por Antonio López Cañestro, ese poeta y editor con aspecto de príncipe asirio, ha alcanzado este otoño su número 10, que es el 11, en realidad, porque el inaugural recibió el número 0. Tres años, pues, de vida intensa y de exquisita labor entregada a la poesía, porque Surco es, que yo sepa, la única publicación periódica (trimestral) en España, hecha solo en papel, dedicada exclusivamente a la poesía y distribuida en todo el país. En este número, Surco mantiene el nivel de calidad que ha acreditado en los anteriores, cohonestando modernidad y clasicismo, y vuelve a impactar con una portada vigorosa y una entereza de materiales insólita. Continúa asimismo su espíritu cosmopolita, con una atención singular a los poetas de Hispanoamérica los chilenos Jorge Teillier y Enrique Lihn, la mexicana Elsa Cross, el argentino José Ignacio Hernández y la venezolana Cristina Gutiérrez Leal, sin descuidar a los autores españoles, como Emilia Conejo o el poeta al que homenajea este número, el malagueño Francisco Cumpián, amén de la que presta a la poeta lituana Judita Vaiciunaité, con traducción de Pietro U. Dini, y, en la sección “Entrada de Carruajes”, al estadounidense Cecil Taylor, entrevistado por Chris Funkhouser, con traducción de Javier Romero. A una significativa antología de la obra de Francisco Cumpián, fallecido hace pocos meses, “Nunca se puede ser definitivo”, preparada por Antonio López Cañestro, acompañan una semblanza del poeta, escrita por Chantal Maillard, y una hermosa “Elegía al poeta Francisco Cumpián”, del también malagueño Juan Miguel González. El cuaderno in memoriam de Cumpián constituye el eje de un número que gira en torno a la muerte. El epígrafe que precede las 234 páginas de este Surco es un verso de Odyseas Elytis: “La poesía comienza allí donde la muerte no tiene la última palabra”. El poema de Teillier, que puede considerarse el prólogo del número, es una honda elegía al poeta francés René-Guy Cadou, fallecido a los 31 años, en el que se lee: “Pocos saben aquí (...) cómo debe morir un poeta. / Tú moriste en un cuarto en donde se congregaba toda la primavera / mirando un cesto con manzanas. / ‘He visto morir a un príncipe’, / dijo uno de sus amigos. // Y este primero de Noviembre / cuando me rodean los muertos que siempre están conmigo / pienso en tu serena y ruda fe...”. Entre los poemas de Francisco Cumpián, encontramos el titulado “Querida muerte”, en el que leemos: “Querida muerte / tengo un lunar en mi hendida penumbra / hay un rascacielos en mi boca / Estas son las señales / pero ya me conoces / Un cáliz derramado / una estrella fugaz que me abandona / (...) Querida muerte / yo te resucito”. Y, en fin, mi contribución al número ha sido un largo artículo, “Memento mori, sí, pero non omnis moriar”, una ojeada panorámica al tratamiento de la muerte en la literatura universal. Reproduzco a continuación el principio de este trabajo:

Escribimos porque sabemos que hemos de morir. Si la muerte no nos estuviera esperando al final del camino con una sonrisa en los labios que no tiene, la escritura no nos reclamaría: no sentiríamos la necesidad de atestiguar lo que hemos sido, lo que hemos aleado en el tambaleante alambique del yo, ante la pavorosa presencia de la nada. Ese testimonio implica un ejercicio de memoria y, como ha escrito Antonio Gamoneda en El cuerpo de los símbolos, «la memoria es siempre conciencia de la pérdida (…), conciencia, por tanto, de consunción del tiempo correspondiente a mi vida y, por esto mismo, conciencia de ir hacia la muerte». La poesía supone, pues, como también ha escrito el autor leonés en Descripción de la mentira, contemplar los propios actos en el espejo de la muerte: sentirlos ciertos, pero ya reflejados —diluidos— en esa luna cruel. 

La muerte nos constituye como humanos, porque nos distingue de cuanto no lo es: de los dioses y su inmortalidad insoportable. La Epopeya de Gilgamesh refiere, entre muchas otras aventuras, el duelo del protagonista, Gilgamesh, por su amigo Enkidu, al que los dioses han condenado a morir en plena juventud por sus actos impíos, como matar al Toro del Cielo. Pero esta terrible desaparición subraya la singularidad y a la vez la paradójica grandeza de los hombres, cuyo mundo es otro que el de las abstracciones empíreas, cuya realidad es inseparable de su provisionalidad. La muerte nos humaniza, porque nos obliga a apurar la vida. Aunque el fragmento no aparezca en La Ilíada, sino que sea fruto del fecundo magín de los guionistas de Hollywood, el breve monólogo del musculoso Aquiles sobre la envidia que sienten los dioses por los hombres —«Te contaré un secreto, algo que no se enseña en tu templo: los dioses nos envidian. Nos envidian porque somos mortales, porque cada instante nuestro podría ser el último. Todo es más hermoso porque hay un final. Nunca serás más hermosa de lo que eres ahora, nunca volveremos a estar aquí…»— resulta certero: lo que da valor a la vida es que se acaba, aunque eso también nos dé responsabilidad: la de vivirla plenamente, la de vivirla con la grave responsabilidad de que sea única e irrecuperable. La muerte nos hace ser, a diferencia de los dioses, que no la necesitan para existir y que, por eso, no se juegan nada en ningún embate: ni en la gloria eterna, como el Dios de los cristianos o de los musulmanes (más entretenidos con las setenta y dos huríes que los esperan en el paraíso de Alá, vírgenes, jóvenes e infinitamente afectuosas, que los primeros, que solo aspiran a participar de una inconcreta y uno sospecha que más bien insípida beatitud eterna), ni en los amoríos, zafarranchos y tejemanejes de la mitología grecolatina.

Pero la muerte —las palabras son ahora de otro poeta, Miguel de Unamuno, aquel dudante, pese a proclamarse creyente, que gritó en uno de sus libros que no le daba la gana morirse; Calderón ya había dicho en La vida es sueño: «¡Dos higas para la muerte!»— es el gran escándalo de la existencia. Puede que le dé sentido, pero también la desquicia: la vuelve preciosa, pero exasperante e incomprensible. Todas las culturas han buscado refutar su presencia irrefutable. El mecanismo más común para hacerla tolerable ha sido considerarla puerta o frontera de otra vida. La muerte no es, según este ejemplo milenario de pensamiento desiderativo, el final de nada, sino el principio de todo; y la vida no es sino un prólogo que resultaría prescindible si no fuera porque da paso al gran viaje del ser: la continuación de la vida en otro mundo no sometido al peso ominoso de la desaparición. Este es el fundamento de todas las religiones: la negación del poder debelador de la muerte y el esclarecimiento de la oscuridad en que nos sume. Para que la muerte sea la consunción definitiva, sin nada después que la redima, tendrá que llegar el racionalismo ateo, cuyo materialismo desmiente el dualismo platónico y reduce el ser a una expresión de la naturaleza, que esta reclama para sí cuando se ha cumplido su ciclo vital: el polvo eres y en polvo te convertirás que Dios le espeta en el Génesis a un pecaminoso Adán es una frase perfectamente descreída, que el barón de Holbach o Richard Dawkins suscribirían con entusiasmo. (...)