domingo, 8 de junio de 2025

Ninguna idea es sagrada

Los tres textos que contienen estos libros son alegatos jurídicos: se emitieron en los procesos judiciales seguidos en Francia contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo por reproducir en 2007 las caricaturas de Mahoma que había publicado tres años antes el periódico danés Jyllands-Posten, y contra los yihadistas que asesinaron en 2015 a doce trabajadores de la propia Charlie Hebdo. Y quienes los pronunciaron son abogados: Richard Malka, que participó en ambos procesos, y George Kiejman, que lo hizo solo en el primero, ambos prestigiosos letrados, y el segundo, además, ministro de Justicia, Cultura y Relaciones Exteriores con el socialista François Mitterrand. Los dos discursos, no obstante, exceden el ámbito estrictamente judicial y se erigen en proclamas universales a favor del laicismo, la crítica a la religión y la libertad de expresión. Se inscriben también en una larga y desventurada tradición: la de quienes han de defender a escritores —o, como en este caso, a dibujantes— de las acusaciones de los biempensantes que, parapetados en su fe, aspiran a impedir que nadie arañe la coraza de sus creencias, o a que, si lo han hecho, paguen por ello. Por suerte, en los países democráticos esto ha de dirimirse en los tribunales, lo que, pese a algunos inconvenientes —los jueces, en España al menos, son mayoritariamente católicos, y algunas organizaciones, como la nefanda Abogados Cristianos, acogiéndose a lo que dispone el medieval artículo 525 del Código Penal, que castiga la ofensa a los sentimientos religiosos, han hecho de la querella una espada flamígera con la que aspiran a rebanar todas las cabezas que, a diferencia de las suyas, piensan por sí mismas—, ofrece garantías suficientes de imparcialidad. Antes, sin esta salvaguardia, se despachaba a los críticos al exilio o a la hoguera sin que al responsable del terrible castigo se le moviese un pelo del bigote. Pero, aun con las supuestas garantías de los tribunales, los escritores y artistas llevan siglos lidiando con los defensores más celosos de la moral pública y los creyentes furibundos en el más allá: a Whitman lo denunció en 1882 la Sociedad de Nueva Inglaterra por la Supresión del Vicio, que logró evitar la distribución de una nueva edición de Hojas de hierba, donde se describían actos repugnantes, y, apenas unos años antes, tanto Charles Baudelaire, por Las flores del mal, como Gustave Flaubert, por Madame Bovary, habían sufrido las embestidas forenses de los perturbados por los versos lujuriosos de uno y las escenas impropias de cualquier persona respetable del otro.

Hoy, por suerte, ya no se considera denunciable, en los países occidentales, el retrato del sexo, pero la burla de la religión sigue manteniendo un estatus incomprensiblemente privilegiado. Richard Malka —autor de un admirable El derecho a cagarse en Dios, publicado en 2022— pone el dedo en la llaga cuando desvela, en Tratado sobre la intolerancia —el mismo título que dio Voltaire en 1763 a su denuncia de la religión, que la Iglesia se apresuró a incluir en su Index Librorum Prohibitorum: la cosa, como se ve, viene de lejos—, cuál es la causa que mató a los doce trabajadores de Charlie Hebdo (y a las 2973 personas de las Torres Gemelas de Nueva York, las 193 de la estación de Atocha de Madrid, las 52 de Londres en 2005, las 86 de Niza en 2016 y un largo y sangrante etcétera): «Tiene nombre: es el acusado que jamás comparecerá ante el tribunal, a pesar de que es el que transforma a seres humanos ordinarios en autores de crímenes, cada uno más monstruoso que el anterior (…). Este acusado mata indiscriminadamente a cristianos, judíos, musulmanes, ateos y, sin embargo, se supone que su nombre no debería pronunciarse nunca. (…) En esta sala, tenemos que nombrarlo y mirarlo a la cara: se llama Religión. Es mi acusado». En efecto, pese a que los terroristas de Charlie Hebdo entraron en la redacción al grito de «¡Hemos venido a vengar al Profeta!» y salieron de ella con el no menos escalofriante de «¡Allahu akbar! ¡Hemos vengado al Profeta», mucha gente se negaba a admitir que la razón de la salvajada fuese, simplemente, la fe, la creencia en un Ser superior al que hay que proteger —como si no tuviera suficiente con ser Dios para protegerse él solo— de las chanzas de sus criaturas, y la atribuía al fanatismo de unos pocos, al racismo de la sociedad, a las desigualdades sociales y las diferencias culturales, a la difícil integración de los inmigrantes y hasta a una libertad de expresión mal entendida, que se había propasado dibujando a Mahoma con una bomba en el turbante, entre otras lindezas. Bien, los hermanos Kouachi no llevaban bombas ni turbantes, pero sí sendos y muy eficaces kalashnikovs. Pese a este prometedor toque de rebato, que anuncia una ofensiva general contra los peligros y las necedades de la religión, de todas las religiones, Malka —y también Kiejman— se ciñen a las circunstancias de los casos en los que intervienen. Y la pequeña decepción que esta particularización pueda causar, se ve pronto superada por la brillantez de su argumentos. Malka se remonta a un debate teológico entre mutazilitas y hanbalitas, en el siglo VIII, para situar el origen del fanatismo islámico: los primeros consideraban que la razón era el fundamento primordial del islam y otorgaban un papel crucial al libre albedrío; los segundos, rigoristas, creían en un Corán increado, es decir, procedente directamente de Dios, y sostenían, en consecuencia, que el creyente no debía interpretarlo ni cambiarlo: solo debía obedecer. No en vano, islam significa «sumisión». Y vencieron los hanbalitas: el actual wahabismo saudí y el salafismo, patrocinadores de la yihad, son la emanación actual de esta corriente literalista. El islam se halla instalado, pues, en un absolutismo radical y una inmovilidad ponzoñosa, cimentados en los versículos del Corán que predican la violencia, como este, tan desgraciadamente célebre: «Matad a los infieles dondequiera que los encontréis, capturadlos, asediadlos, emboscadlos». Malka analiza la evolución histórica de esta trágica fosilización hermenéutica —y de sus cruentas consecuencias—, que se ha dotado, hasta nuestros días, de un arma poderosa: el delito de blasfemia, que es el que se esgrimió, en primer término, contra Jyllands-Posten y Charlie Hebdo (hasta que algunos la juzgaron insuficiente y decidieron emplear métodos más resolutivos), y propone que luchemos contra él como un modo de «denunciar los sortilegios de la pureza religiosa» y de devolver al islam una «espiritualidad, una libertad, una poesía, como la del transgresor Abu Nouwas en el siglo VIII, o la del refinado poeta palestino Mahmoud Darwich, una filosofía brillante, abierta y tolerante».

Georges Kiejman, por su parte, en un refinado alegato, no exento de humor, repasa la jurisprudencia francesa e internacional —«correosas», las califica— sobre las ofensas a la religión y la libertad de expresión, analiza las caricaturas que originaron el primer proceso y culminaron en la matanza del Charlie Hebdo (sostiene que «hay que ser estúpido para ver en esa cubierta otra cosa que no sea un homenaje a Mahoma»), define a los integristas como «gente que se adueña de determinadas partes del Corán, de los versículos belicosos, ignorando otros que preconizan la comprensión y el amor», pide a los jueces que han de fallar que no pongan «fin a una época bendita en la que podíamos decirnos unos a otros lo que pensábamos unos de otros», y concluye que «la humanidad debe ser puesta por encima de las religiones».

Tanto Tratado sobre la intolerancia como Elogio de la irreverencia incluyen sendas cronologías de los hechos que condujeron a los procesos judiciales en los que participaron Malka y Kiejman, y el segundo incorpora también la sentencia del Tribunal de Primera Instancia de París, de 22 de marzo de 2007, por la que se absuelve a Charlie Hebdo de los delitos de que la acusaban los denunciantes —la Sociedad de los Habús y los Lugares Santos del Islam, y la Unión de Organizaciones Islámicas de Francia—, ratificada después por el Tribunal de Apelación de París y por el Tribunal Supremo. Por sentencia del 16 de diciembre de 2020, las catorce personas acusadas por los asesinatos de Charlie Hebdo fueron condenadas a penas que van de los cuatro años de prisión a cadena perpetua.

[Este artículo se publicó en Letras Libresnº 284, mayo de 2025, pp. 49-51]

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