miércoles, 30 de marzo de 2016

Pato Donald Trump

La incredulidad ha crecido. Confieso que me ha pasado a mí y sé que también les ha pasado a otros. ¿Cómo es posible que alguien como Donald Trump esté en condiciones de ser el próximo presidente de los Estados Unidos? Cuando empecé a verlo en televisión postulándose como candidato republicano a las elecciones presidenciales, pensé que era una astracanada más del sistema político norteamericano. Todos los sistemas tienen las suyas: en el nuestro, alguien llamado Jesús Gil y Gil, con un partido llamado GIL, fue alcalde de Marbella muchos años, y, recientemente, dos personajes de tan prístina catadura moral como Luis Bárcenas y Rita Barberá han sido, o aún son, senadores, esto es, Padres de la Patria. Pero lo de Trump era más bien un pintoresquismo de serie B (o C, o Z), una memez exudada por una cultura con un fuerte sentido del espectáculo, aunque coherente con la trayectoria singular del personaje: a Trump solo se le conocía al menos, solo lo conocía yo por ser el marido de Ivana Trump, aquella nulidad siliconada, musa de todas las vaciedades enjoyadas de la jet set yanqui. Sin embargo, esa anécdota que solo movía a la sonrisa displicente o, como mucho, a una perplejidad regocijada se ha convertido, caucus tras caucus, en una opción presidencial real, es decir, en un peligro real (y sobrecogedor). Y vuelvo al principio: ¿cómo es posible que alguien que hace que George W. Bush parezca Aristóteles haya llegado hasta donde está, a un paso de ser nombrado candidato del Partido Republicano, el de Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt, a la presidencia de su país? En realidad, el problema no es Donald Trump, como no lo eran Jesús Gil, ni Silvio Berlusconi, por poner otros dos ejemplos de políticos abyectos. El problema es toda esa gente que, en las noticias de la televisión sobre él o su campaña electoral, aparecen a su alrededor aplaudiéndolo, vitoreándolo y, finalmente, votando por él; esas personas que portan carteles con leyendas que lo exaltan; esos sujetos con stetsons, o bandanas con las barras y estrellas en la cabeza, o camisetas con mensajes contra los inmigrantes, que le declaran su amor. En las sociedades democráticas, la culpa de que quien gobierne sea un delincuente o un subnormal no es del delicuente o del subnormal, que, en definitiva, se limitan a utilizar los mecanismos del sistema para pillar todo lo que puedan, sino de quienes los votan. A los que habría que combatir es a estos individuos. Y por combatir quiero decir hacer frente a sus prejuicios, sus carencias y sus fobias. Trump no empeorará la cultura y la sociedad americanas: Trump es el empeoramiento de la cultura y la sociedad americanas. Un caudal de miedos, incertidumbres y necesidades insatisfechas se ha arremolinado en torno a él y lo ha aupado en esa ola de popularidad que amenaza con llevarlo hasta la Casa Blanca, para horror de muchos compatriotas y del mundo entero, salvo Putin. Su aspecto físico, entre gallináceo y repulsivo, no suscita rechazo entre quienes lo han elegido su adalid. Por el contrario, es indicativo, para ellos, de que la fachada no importa: de que lo que cuenta es el contenido. Cualquiera, en ejercicio del sueño americano, sea galano o feísimo, luzca la melena de Sansón o la ensaimada de Trump, puede aspirar a lo más alto. Aunque lleve siempre la corbata un símbolo fálico como otro cualquiera por debajo de la hebilla del cinturón, hasta casi la bragueta: algo imperdonable. Tampoco importa que se espante ante el movimiento imprevisto de un águila calva, el símbolo de la gran nación americana, o que se encoja del susto ante el espasmo de alguien próximo al estrado en el que está hablando: la reacción de cobardía no significa que, contra su vociferante matonismo de saloon, siempre contra los más débiles, Trump sea cobarde, sino que es espontáneo y natural, y que se comporta como previsiblemente lo haría cualquiera de los que lo apoyan. Tampoco es relevante que sea millonario y que quienes votan por él sean, en su mayoría, humildes o pobres. Su fortuna demuestra que ha vencido a las dificultades y que ha triunfado, y el éxito en los negocios se asocia en los Estados Unidos, de impepinables raíces calvinistas, al éxito metafísico, a la apoteosis trascendental. Aunque recordáramos que su entrada en el mundo del comercio fue de la mano de su padre, un importante empresario inmobiliario, que le dijo cobijo y trabajo en su establecimiento, Elizabeth Trump & Son, los que ven en Trump al supermán que necesita una superpotencia alicaída (¿cómo no va a estar alicaída si la preside un negro?) no abjurarían de él: Donald ha sabido aprovechar las oportunidades, y eso demuestra su valía. Los americanos tienen muchas virtudes: son hospitalarios, amables, prácticos, trabajadores, francos y generosos, pero Donald Trump representa todos sus defectos: es arrogante, vulgar, inelegante, inculto y engreído. Y estas características se han convertido en el vector que polariza los lamentables afanes y las siniestras esperanzas de muchos de sus compatriotas. El pensamiento por llamarlo algo filofascista del nuevo ídolo de las masas más nacionalistas y conservadoras reúne lo peor de las corrientes de opinión actuales de su país. Levantar una valla que impida la inmigración de México y otros países centro y sudamericanos, igual que prohibir la entrada de musulmanes en el país, es un hijo espurio de la atrabiliaria doctrina Monroe y un ejemplo paradigmático de que la voluntad de aislamiento es siempre hija del miedo, además de una medida que suscita alguna perplejidad lógica: ¿qué piensa hacer Trump con la población hispana y musulmana que ya vive en el país, que suma muchos millones de personas, y que tanto ha contribuido a la prosperidad reciente de los Estados Unidos? ¿Expulsarlos? Lo más revelador de estos dislates no es su contenido, con ser deleznable, sino su forma: esa manera de ladrar medidas para aplacar la angustia de los ciudadanos más primitivos, que, a su vez, las difunden y jalean; esa forma de despreciar, con escupitajos intelectuales, lo que nos perturba o incomoda; esa plebeyez encorbatada del que se atreve a exhibir los pliegues más reptilianos de su ser. Y la condición de quienes lo tienen por líder se revela en las propias opiniones de este: cuando dice que podría salir a la calle y matar a tiros a alguien, y que no perdería ni un solo voto por eso (sobre todo si el tiroteado es negro, mahometano o chicano), tiene razón: los que le votan no solo no se sienten escandalizados por que los insulten así, sino que estarían dispuestos a rematar en el suelo al tiroteado. Donald Trump, a pesar de sus millones, sus éxitos y su candidatura, es el lumpen mental de América, la hez más anaranjada de sus cloacas, la más execrable supuración de sus vertederos. Haría buenas migas con algunos políticos y periodistas españoles que yo me sé. Pero aún confío en los millones de americanos buenos y sensatos. Probablemente sea designado candidato oficial del Partido Republicano a las próximas elecciones presidenciales, pero Hillary Clinton lo derrotará, y tendremos a una mujer presidente. Y disfrutaré mucho al pensar en Trump que ha escrito que las mujeres son "en esencia, objetos estéticamente agradables" gobernado por una mujer. Puede que, finalmente, haya alguna justicia en el mundo.

viernes, 25 de marzo de 2016

La religión nos persigue o la Pasión de Torrecilla de los Ángeles

Asesinos islamistas han matado, hace pocos días, a 31 personas en Bruselas y herido a casi 300: admirable acción de los creyentes en un Dios misericordioso. Y, como era de esperar, los intelectuales progresistas de nuestro país se han apresurado a enjuiciar el atentado sin referirse apenas a su naturaleza religiosa, que es algo así como valorar una caballa con encurtidos y hojas de mújol de Joan Roca sin reparar en que es una delicatessen de pescado. En algún caso, las referencias han sido nulas: en el artículo "Una cuestión capital", de Eva Borreguero, profesora de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid, aparecido en El País el 24 de marzo, la Sra. Borreguero se las apaña para no mencionar ni una sola vez la palabra "religión". Las bombas son consecuencia de la ideología, dice, y yo me asombro de tanta lucidez, de semejante clarividencia. Cuando esté algo menos deslumbrado por la brillantez de su análisis quizá pueda leer, en un futuro artículo suyo, por qué la ideología de los islamistas conduce al asesinato: qué elemento o elementos singulares de esa ideología, si es que hay alguno, determinan que alguien se ate bombas a la tripa y se vuele en la sala de espera de un aeropuerto o una estación de metro llena de gente. Pero la religión que ha empujado a los servidores del Profeta a liquidar a un hatajo de infieles y alcanzar ellos mismos el paraíso de las huríes eternamente vírgenes, no solo está en Bélgica (y antes en París, en Londres, en Madrid, en Nueva York...), sino también muy cerca, en España, aunque aquí por fortuna, a pesar de todo en formato pacífico: es Semana Santa. Y en Semana Santa las calles y los telediarios se llenan de procesiones y disciplinantes, de cofradías y vírgenes santísimas, de caperuzas moradas y gente con gomina hasta en las cejas. Siempre me ha repelido esta celebración del dolor, esta exaltación de la tortura y la sangre, este avasallamiento lúgubre, incluso a plena luz del día, de cirios y cilicios, de coronas de espinas y rostros contraídos por el sufrimiento. Lo que más me ha sorprendido siempre ya me lo preguntaba de niño, cuando el aluvión de películas de romanos que llenaban los dos únicos canales de televisión me llenaba a mí de aburrimiento y me hacía reflexionar sobre hechos inexplicables han sido las muchedumbres que se echan a la calle para abrazar los placeres del tumulto religioso y hasta participar activamente en él, acarreando imágenes espantosas de varias toneladas de peso. Más aún: muchas de estas personas no esperan otra cosa a lo largo del año: las procesiones de Semana Santa son el desiderátum de su vida, la cúspide de su existencia mundana, el orgullo y la gloria de su ciudadanía. Para ellas se preparan once meses y tres semanas, y, cuando llegan, son recibidas apoteósicamente por toda la familia. Mi respuesta para el pasmo que este tenebroso gregarismo me ha causado siempre, es la misma que para el malsano placer que confieso me producía a veces marcar el paso en la mili: la satisfacción de pertenecer al rebaño; la certidumbre de contar con el aliento del grupo, por fétido que sea; la protección claustral que otorga una masa impulsada por una misma pulsación anímica; el orden impuesto que acalla o mitiga el desorden interior, el desorden inevitable, el desorden humano. Paradójica o contradictoriamente, hoy Ángeles y yo hemos decidido asistir a la pasión de Torrecilla de los Ángeles, el último pueblo de la Sierra de Gata. Siempre he rehuido los azotamientos, tamborileos y desfiles de estos días: no me han interesado ni siquiera como observador. Pero me han hablado bien de este espectáculo colectivo, prueba de la religiosidad popular, que remite a otros muy asentados en otros lugares, como la Passió de Esparreguera, un pueblo a 30 km de Barcelona conocido, sobre todo, por una representación que se remonta a principios del s. XVII. El de Torrecilla no es tan antiguo; de hecho, el auto sacramental que veremos esta noche se representó por primera vez en 1987. No obstante, ya se solicita que sea declarada "Fiesta de Interés Turístico Internacional" o, por lo menos, "de Interés Regional". Lo entiendo: hay que atraer turistas, es decir, dinero, como sea. Cuando llegamos a Torrecilla, a una media hora de Hoyos, nos dirigimos a la Plaza Mayor, que es donde empieza el espectáculo. La luna está llena y el cielo, estrellado: la claridad baña la noche. En la plaza se han congregado ya varios cientos de personas, todas de pie. Me llama la atención que el escenario se haya dispuesta en el lado más alto del lugarla plaza está inclinada de este a oeste y no en el más bajo, lo que facilitaría la visibilidad, dificultada, como comprobaremos enseguida, por el gentío, los niños a hombros y los brazos que emergen de la multitud con un móvil entre los dedos para fotografíar o grabar lo que sucede. En la plaza hay una fuente y una oficina de Liber Bank. La alcaldesa del pueblo y el presidente de la asociación de amigos de la Pasión, organizadora de la representación, inician la velada con sendos parlamentos que, aunque de oratoria poco sofisticada (la alcaldesa abrevia el suyo con un racial "bueno, no me quiero enrrollar, le paso la palabra a este señalando al presidente de la asociación, porque hay que ir ya al lío..."; el presidente, por su parte, no deja de repetir que hay que seguir "aportando" para que se pueda pagar lo mucho que cuesta todo), transmiten bien el espíritu comunitario del evento. Nosotros aprovechamos el introito para devorar los bocadillos de jamón serrano que nos hemos traído a guisa de cena. En el cine habría sido una bolsa de palomitas; aquí parece más adecuado el bocadillo de jamón. La obra se desarrolla en cuatro lugares diferentes: la Plaza Mayor, un olivar, la puerta de la iglesia y la cooperativa. Esta representación itinerante tiene la ventaja de que nos permite conocer el pueblo, pero el inconveniente de que hay que desplazarse por calles estrechas, en poco tiempo, junto con varios cientos de personas: en las riadas humanas que se forman se mezclan los actores, disfrazados de palestinos del siglo primero (aunque con gafas, relojes y cigarrillos del vigésimoprimero), los agentes de protección civil, los de la policía municipal, los encargados del atrezzo, los fotógrafos y representantes de prensa, y el público. Supongo que esto es lo bueno de un espectáculo así: la vivacidad e inmediatez de la representación, la plenitud de la experiencia colectiva, aunque estos beneficios se vean enturbiados por no pocos codazos, pisotones, juramentos y carreras para pillar sitio. A alguna de las escenas sencillamente no llegamos: frenados por la multitud, apenas alcanzamos a oír lo que dice Caifás delante de la puerta de la iglesia, embellecida por dos enormes palmeras de luz. Sin solución de continuidad, la multitud nos arrastra al siguiente cuadro: nos cruzamos con dos hermosos alazanes, montados por dos caballistas vestidos de romanos, que piafan y patalean (los alazanes, no los caballistas), y también con un borrico peludo y negro, atado a una pared y muy quieto, que me recuerda a Platero, aunque en oscuro (Juan Ramón tuvo la virtud, entre otras, de hacer que, siempre que veamos un burro, pensemos en Platero). Los actores de la Pasión son vecinos de Torrecilla. Casi todo el pueblo (salvo algunos renegados a los que vemos tomándose carajillos en los bares) se implica en la representación: hasta cosen ellos mismos el vestuario que emplean. Su esfuerzo es meritorio, pero tanto Ángeles como yo opinamos que habría que reforzar la dirección artística. Del papel de Jesús se encarga el joven Óscar, que toma el relevo del "gran Abel Vázquez" así lo ha llamado el presidente de la asociación, que lo ha desempeñado muchos años. El texto que dicen es una adaptación del Evangelio de San Juan hecha por el que fuera párroco de la localidad durante 40 años, don Andrés Pulido Jaraíz, que en paz descanse. Advertimos un valioso trabajo de actualización de la prosa bíblica, aunque los registros empleados difieran, a veces, demasiado entre sí o resulten, incluso, incoherentes: se me hace extraño, por ejemplo, que Caifás se dirija a Herodes y a Pilatos de "usted" y diga, con demasiada contemporaneidad, "disculpe que le moleste en su casa", en lugar de "disculpad que os moleste en vuestra casa". Pero esto son minucias. Lo importante es el trabajo colectivo que la obra supone. La escenografía es encomiable: hasta Judas, iluminado de rosa, aparece ahorcado de un olivo (al pasar junto al cuerpo colgante, una niña le pregunta a su padre qué significa "ahorcado"). Otros ejecutados serán Jesucristo y los dos ladrones en el Gólgota, situado hoy delante de la cooperativa de Torrecilla. Los actores que representan estos papeles afrontan casi desnudos el clima(x) y, teniendo en cuenta el frío que hace esta noche, se ganan el cielo, y nunca mejor dicho. Entre la música que acompaña suavemente las escenas, reconocemos los temas centrales de La lista de Schindler y La Misión. La promiscuidad con el público nos permite conocer de primera mano sus opiniones sobre la obra y su desarrollo. Cuando Pilatos ordena azotar a Jesús y los soldados desenfundan los látigos, alguien cerca de nosotros grita: "¡Sacad la espada láser!". Pero Ángeles apenas resiste ya: llevamos dos horas de trasiego y empujones por el pueblo, y tiene frío. Lo cierto es que está deseando marcharse desde el final de la primera escena, pero yo he frenado su deserción, lo que no deja de ser curioso: la católica es ella; yo, el ateo. Aguantamos hasta el descendimiento de la cruz, pero decidimos abandonar el lugar antes de que lo hagan, por la misma carretera, todos los demás visitantes de esta noche. En el camino de regreso al coche, observamos un cartel colgado en una puerta: "Prohibido aparcar los jueves santos".

miércoles, 23 de marzo de 2016

Un día en Hoyos (y alrededores)

Me levanto tarde. No debería: tengo trabajo, pero quiero prolongar la delicia de las sábanas tibias, del duermevela a la luz creciente de la mañana que se filtra por las contraventanas entornadas del balcón. Me ducho: mientras el agua caliente me envuelve el cuerpo, el verde de los campos, con cicatrices de palmeras y abedules, me envuelve la mirada. Bajo al comedor. Aún no he decidido qué hacer primero, si desayunar o ir a comprar el periódico. Depende de la hora: a partir de las once, es difícil que queden ejemplares de El País en el único quiosco del pueblo. A veces se agotan incluso antes. No entiendo por qué la quiosquera no pide más estos días vacacionales, cuando el pueblo rebosa de turistas y visitantes, pero así ha sido siempre, y así me temo que seguirá siendo siempre. Se trata, pues, de sopesar necesidades contrapuestas: la de tomar un café con leche para inaugurar el cuerpo o la de hacerme con la prensa para inaugurar el día. Pero ya lo he dicho: es tarde, así que me decanto por el periódico. Al salir al patio, veo que la vecina (a la que hace poco nos hemos enterado de que en el pueblo llaman "la chula", y no me extraña) ha puesto una verja en la puerta del suyo, como si esto fuera una rica propiedad urbana que hubiera que defender de los desvalijadores y hasta de los asesinos. Hoy luce el sol, pero sigue haciendo frío, ese frío pascual que aún conserva filos invernales. Me cruzo con Marcel, que sale a pasear los perros. Marcel es un artista audiovisual mexicano que vive en Hoyos, como tantos otros artistas y creadores que residen en la zona. Nos intercambiamos los buenos días. El País viene hoy con la noticia de los atentados en Bruselas: 34 muertos, de momento, y más de 200 heridos: una hazaña más del Estado Islámico y su Corán criminal. Al llegar a casa, hago un zumo de naranja y desayunamos. Como siempre, se establece una sorda competencia entre Ángeles y yo: ella quiere contarme cosas y yo quiero leer el periódico. Y como todo en el matrimonio, el entendimiento requiere transigir: ella no me cuenta todo lo que le gustaría, para que yo pueda ojear las noticias, y yo no leo con la concentración que quisiera, para escuchar lo que ella tenga que contarme. Luego me subo un rato al estudio a corregir la traducción que he de entregar dentro de tres semanas. No sé si me dará tiempo a pulirla como desearía. La traducción es un ejercicio estragante e inacabable, una tortura de opciones y dudas. Uno siempre sospecha que, de las muchas formas que hay de decir bien algo, ha elegido la menos buena, la más improbable, la más perfectible; y eso por no hablar del miedo permanente a no haberlo dicho bien: a haberse equivocado en la interpretación, a haber obviado un modismo o pasado por alto una referencia cultural o un doble sentido. Sufro asimismo por otro motivo: en Londres las traducciones me llenaban el tiempo, que me sobraba (y también nutrían la cuenta corriente, que, sin el gotero de la nómina, bien que lo necesitaba, aunque sin llegar a llenarla); aquí me consumen un tiempo menguante y ya sobrecargado de obligaciones, y una mente ocupada en otras cosas. Pero el deber es el deber, y he de seguir trabajando por cumplir lo acordado. Un par de horas después, Ángeles y yo decidimos salir. Iremos a Portugal, un lugar cercano y exótico, del que ya conocemos muchos rincones. Hoy nos apetece visitar Lajeosa, un pueblecito pegado a la frontera (Lajeosa da Raia, se llama oficialmente) en el que hay un gran negocio de antigüedades y decoración. Ya lo visitamos hace varios años, cuando lo dirigía Ilidio, un comerciante luso con un español perfecto, adquiridos en un trasiego fronterizo constante. Pero Ilidio murió no hace mucho, de un cáncer de vías biliares. Hoy lleva la casa su hija, que nos atiende con cordialidad. Pero llegar a Lajeosa, pese a su cercanía, no nos ha sido fácil. Hemos tenido que desviarnos para poner gasolina en el coche, que estaba peligrosamente cerca de la reserva quedarse sin combustible en estos parajes apenas poblados es un infierno, y luego se nos ha hecho largo y tortuoso, a long and winding road, llegar a nuestro destino. Al cruzar la frontera, hemos comprobado la diferencia en el estado de las carreteras entre Portugal y España, una metáfora de la situación de ambos países. En la raya misma, el asfalto negro y bien cuidado del lado español se convierte en otro gris y rugoso, lleno de arañazos y rasposidades, por no decir agujeros engullidores, del lado portugués. Los pueblos muestran asimismo un desmadejamiento entristecedor, un aire mortecino y exangüe. Nos es imposible encontrar un lugar donde comer. Después de mucho trajinar, localizamos un mesón en Aldeia Velha, pero hemos llegado tarde: son las tres y a esa hora la cocina ya está cerrada. Optamos por avituallarnos en un minisupermercado del pueblo. El establecimiento se diferencia poco de una cueva: es pequeño y oscuro, aunque le da vida la pandilla de críos que juega y corretea por entre los magros estantes. Uno de los pequeños es la hija de la dueña, que busca su amparo, llorando, después de que otro menino le haya hecho una de esas terribles trastadas que hacen los niños. La señora nos ha cortado un poco de chorizo y de queso, con los que, entre rebanadas de pan, atenderemos la vicisitud del almuerzo, y ahora nos está cobrando los víveres, un par de botellas de agua y un queso de oveja apestoso, muy prometedor, que hemos añadido al capazo, y del que pensamos dar cuenta, con calma y vino, en casa. Con el zurrón lleno, buscamos un rincón junto a la carretera para traspasar su contenido a nuestras panzas. Partimos el pan con las manos y nos llenamos de migas. Comemos en silencio. En la radio suenan los concerti grossi, op. 6, de Antonio Correlli, y a nuestro alrededor se extienden canchos y matorrales, olivos y encinas, y un cielo azul que desmiente los cielos metálicos que han prevalecido estos días de lluvia. Nadie se cruza con nosotros. A lo lejos suenan algunos esquilones, tan desfallecientes como las calles por las que acabamos de pasar. Cuando acabamos el quijotesco ágape, buscamos el negocio del difunto Ilidio. Hemos de preguntar varias veces, porque ningún letrero lo anuncia por ninguna parte. De hecho, ni siquiera el propio negocio se anuncia: se encuentra en una nave hermética e impersonal, sin señal externa alguna de su actividad. Llamo al timbre, temiendo que esté cerrado, pero me abre la hija de Ilidio, cuyo castellano se revela también excelente. Su primera recomendación es que nos abriguemos, porque dentro hace mucho frío: más que fuera. Paseamos un buen rato por los largos pasillos de la nave, atiborrados de mesas y mesitas, vajillas, cuadros, lámparas, sillas y sillones, jofainas, armarios, juegos de café, porcelanas, ceniceros, esculturas, paragüeros, espejos, arte africano, crucifijos y teléfonos, entre los cuales descubro numerosos cadáveres de moscas, que no sé si habrán muerto de frío o llevarán ahí desde antiguo. Libros, en cambio, hay pocos. Reviso, no obstante, todas las estanterías en las que se disponen: hay que mirar siempre, aun cuando creamos que solo encontraremos basura: en todo estercolero puede ocultarse una joya. Compruebo que, en efecto, predominan las ediciones baratas y sin valor, pero descubro un Trésor de la Poésie Universelle, de Gallimard, publicado en 1958, cuyos antólogos son Roger Caillois uno de los mejores críticos literarios del s. XX y Jean-Clarence Lambert, y que está perfectamente conservado; más aún: está intonso. La hija de Ilidio subraya su antigüedad por ese hecho: que las páginas no estén cortadas. Cuesta dos euros, como indica una etiqueta ignominiosamente pegada al lomo del volumen con celo, ese material aborrecible, que se oxida y mancha para siempre el papel. Solo nos llevamos eso, aunque Ángeles se ha quedado mentalmente con dos sillones de madera de palisandro para el patio de Hoyos. Volveremos más adelante, cuando hayamos acopiado los 600 euros que cuestan los mueblecitos (aunque esperamos regatear), pero hoy regresamos ya al pueblo. Aún no ha anochecido cuando llegamos, esta vez sin extraviarnos por las carreteras casi olvidadas de la región. Tenemos tiempo todavía de dar un paseo por los alrededores. Las secuelas del incendio del pasado verano son aún visibles y lo serán, ay, durante muchos años, pero la gente ha ido limpiando y adecentando las parcelas, y ya no causan la impresión deprimente de hace unos meses. Además, la naturaleza sigue su curso: la hierba crece, los campos se cultivan, la humedad retorna; la vida pinta de verde y oro lo que se ennegreció de golpe. La luna llena llena ahora el cielo de una palidez argentina. Olemos a eucalipto y a roble: aromas espesos y delicados. Pasamos por la casa de nuestros amigos Toña y José Antonio, pero no hay nadie. Vemos que en la cercana casa cuartel de la Guardia Civil han acabado las obras que empezaron el verano pasado: una valla metálica la circunda ahora. La seguridad ha mejorado, pero la vista de la hermosa piedra del edificio ha empeorado: todo sea por la patria. Por fin en casa, leo un rato Fiebre y compasión de los metales, de María Ángeles Pérez López, una de las mejores poetas españolas de hoy, que quiero reseñar para Cuadernos Hispanoamericanos. En la tele dan luego detalles del atentado de Bruselas. Empachados de indignación, decidimos consolarnos con alguna comedia y vemos Fanfan La Tulipe, de Vincent Pérez y Penélope Cruz, un chascarrillo dieciochesco con algunos momentos afortunados. El queso de Aldeia Velha es gratamente devastador. La noche se adensa, igual que nuestro cansancio. Nos acostamos. Mañana será otro día.

sábado, 19 de marzo de 2016

La biblioteca de Barcarrota

Hoy he visitado la Biblioteca de Extremadura, en Badajoz. Tenía una reunión allí con Julia, la directora, y con otras personas de la Secretaría de Cultura. He llegado con alguna antelación, y me ha atendido Javier, un simpático y muy competente técnico, que se ha aprestado a enseñarme las instalaciones. No obstante, su amable intención ha chocado con un prosaico impedimento: yo necesitaba comer algo. Era casi la una y llevaba desde las siete de la mañana sin meter ni un triste café en el cuerpo. Diligente, Javier me ha llevado a la cafetería de la Universidad porque la Biblioteca y la Universidad comparten las instalaciones para que aliviara mi desfallecimiento, aunque no he podido evitar una decepción cuando le he preguntado al camarero qué había de comer y me ha contestado que, a esa hora, "las tostadas ya se habían acabado". Yo he esperado unos segundos mirándolo de hito en hito, confiando en que hubiese algo más que tostadas, pero él me ha sostenido la mirada sin decir oxte ni moxte; o sea, no había nada. Resignado a que el estómago siguiera recriminándome el vacío a que lo tenía sometido ("¿dónde está mi pitanza?", clamaba), le he pedido un café con leche, grande, eso sí. El hambre, como el dolor, son malos compañeros de trabajo: distraen. El cuerpo ha de estar fino para que el cerebro funcione. Sin embargo, cuando el camarero me ha servido el café con leche, me ha vuelto a mirar con un destello de lucidez en los ojos, en aquellos ojos antes vacíos, y me ha preguntado a quemarropa: "Claro que también le puedo hacer unas migas". ¿Unas migas a la una de la tarde y acompañadas por un café con leche? "¡Vengan!", he contestado sin vacilar. A esa hora, y en mi estado, habría aceptado tarántula asada, como Félix Rodríguez de la Fuente en las selvas de Borneo. Y así, en la cafetería de la Biblioteca de Extremadura, mientras Javier me contaba la historia de la institución y su fantástica arquitectura, me he zampado unas migas en las que he contabilizado un cacho de pimiento, dos recios ajos y, lo más devastador, un número indeterminado de trozos de chorizo. Y todo bien regado con un café con leche cosecha de 2016; del 18 de marzo de 2016, concretamente. Tras el apabullante festín, Javier me ha llevado a ver la joya de la corona de la institución: la biblioteca de Barcarrota, el conjunto de diez libros, un manuscrito y una nómina de la primera mitad del s. XVI que se descubrió en 1992 cuando se hacían obras en una casa del pueblo del mismo nombre, en la provincia de Badajoz. El albañil atravesó con el pico un muro de 500 años de antigüedad y lo sacó con un atadijo de libros clavado a él. El conjunto estaba emparedado, es decir, encerrado entre dos tabiques de la vivienda, envuelto en trapos y atado, y rodeado de paja. Esta sencilla forma de ocultarlo fue su mejor protección y aseguró su conservación. El clima seco del pueblo contribuyó a ella, pero lo fundamental fue esa paja que actuó de insuperable aislante. Recuerdo el momento en el que se dio a conocer la noticia (en 1995: tres años después del hallazgo) y me recuerdo a mí viéndolo en la televisión. Pensé: Qué maravilla. Esto es lo que uno ha soñado siempre (junto con algunas otras cosas menos confesables): derribar un muro, abrir una alacena o hurgar en un desván, y que aparezca un tesoro. Porque aquello era un tesoro: no de monedas de oro, sino de algo mucho más valioso: de literatura, de historia, de pensamiento, de sociedad, de sentimientos humanos. Las investigaciones de los eruditos han identificado al dueño del hato de libros: Francisco de Peñaranda, un médico judeoconverso de Llerena que los sustrajo al fuego al que, de ser descubiertos, habrían ido sin duda (y quizá él con ellos). La mayoría de las obras de Barcarrota estaba incluida en el Index Librorum Prohibitorum, esa contribución eclesiástica una de tantas al progreso del pensamiento humano, que había conocido una amplia edición en 1559, de la mano del inquisidor Fernando de Valdés, y muy señaladamente las principales piezas del conjunto: una segunda edición del Lazarillo de Tormes, hecha en Medina del Campo en 1554, y La muy devota oración de la emparedada, en portugués, condenada por la Inquisición por supersticiosa y aberrante, cuyo único ejemplar conservado, de 1525, es este (los portugueses andan locos por recuperarla, y hasta han propuesto un trueque de libros: la oración de la emparedada por algún volumen español; los responsables de la Biblioteca, por supuesto, se han negado). Y los que no lo estaban, porque no habían cobrado aún forma de libro ni, por lo tanto, habían sido identificados por el ojo aterrador del Santo Oficio, como el manuscrito erótico Dialogo Intitolato la Cazzaria del Arsiccio Intronato, reunían también todas las características para ser interdictos y, por lo tanto, quemados. Ha habido cierta polémica esas fascinantes polémicas de los filólogos sobre la condición del propietario de la biblioteca de Barcarrota: tras unos escarceos iniciales, el profesor Francisco Rico sentó cátedra al afirmar, en un artículo publicado en El País en 2000, que "los ejemplares de Barcarrota tienen toda la pinta de haber salido, no de una biblioteca particular, sino de las mesas de un librero irresoluto e ignorante, que prefirió ocultar mejor que destruir las obras suspectas que hubieran debido someter a la Inquisición, y al hacerlo revolvió justos con pecadores". Como puede apreciarse, el docto profesor se expresa con la mesura que lo caracteriza, pero su tono no ha arredrado a algunos tenaces investigadores, como Fernando Serrano Mangas, que ha demostrado, en El secreto de los Peñaranda, la condición de médico de Francisco de Peñaranda y la coherencia del conjunto, muy propio de un galeno del Renacimiento. Para ver los libros de Barcarrota, Javier me introduce en la sala de "raros y curiosos", aunque él prefiere llamarla "el fondo antiguo". Sí, queda más técnico: la otra denominación me recuerda al circo Barnum. Allí, en el centro, hay un gran armario que es, en realidad, una caja fuerte. "Y totalmente ignífuga", precisa Javier. "Esto podría estar ardiendo durante horas, y lo que guarda no sufriría ningún daño". Da vueltas en la cerradura con una llave de seguridad y tira de una gruesa manija. Las puertas del enorme taquillón se abren como lo harían las de Fort Knox; y son casi igual de gruesas. Pero la protección continúa en el interior: dentro de la caja hay otra caja, más pequeña, pero igualmente de seguridad. Otra llave la abre y, cuando creo que por fin voy a poder ver los libros, descubro que cada uno está guardado en un tercer contenedor, una caja de un material que no sé identificar, pero que parece pasta o robusto cartón, hecha a medida. Javier se pone los guantes y yo, claro, sigo su ejemplo: apenas me cubren las manazas, pero hacen su trabajo. Muchas cosas me llaman la atención, pero quizá lo más sorprendente sea el perfecto estado de conservación de los libros: el Lazarillo mismo parece haber salido anteayer de la imprenta (de los hermanos Mateo y Francisco del Canto) y casi todos los demás aparecen asimismo legibles y lozanos. Solo en algunos ha habido que injertar papel. Así dice Javier: el injerto de papel es una técnica novedosa que permite recuperar las partes perdidas de las hojas, restituyéndoles su forma y textura originales. Y el resultado es espectacular: el injerto apenas se distingue a la vista y nada al tacto: uno pasa el dedo por el punto en el que se unen el papel nuevo y el viejo, y no nota cicatriz alguna: está perfectamente liso. Los libros huelen yo siempre huelo los libros a viejo, lo que apenas sorprende, pero no a sucio ni, lo que sería peor, a húmedo. No han sufrido la acción de los insectos. No tienen manchas. Los lomos están enteros y hasta cosidos. La tinta se conserva intensa y clara. Los idiomas son muchos castellano, latín, italiano, portugués y francés, y un volumen, Precationes aliquot celebriores, se parece a la piedra Rosetta: está escrito en latín, griego y hebreo: Peñaranda era un políglota, pero todos se reconocen y leen sin dificultad. Las ilustraciones, asimismo preservadas salvo el alboraique, el animal mítico, entre caballo y mulo, que en uno de los volúmenes recibió el golpe del pico del albañil que los descubrió; en el agujero también se ha insertado papel son deliciosas. Javier me enseña la nómina, el amuleto de Fernando Brandao, que acompaña al conjunto y que, de hecho, es su pieza duodécima, la cual, por su circularidad y sus inscripciones, con un tetragrámaton en el centro, me recuerda a la máquina de la verdad de Raimundo Lulio. Siento una emoción especial con el Lazarillo en las manos. Lo que hasta ahora solo había sido para mí una idea, un texto cuya materialidad se diluía en la multitud de ediciones y papeles posibles, se ha convertido en un objeto único, en un ser original, en una certeza corpórea: se ha encarnado y, teniendo en cuenta cómo ha llegado a nosotros, se puede decir que también ha resucitado. La excitación me ha abierto el apetito. Creo que me voy a comer otras migas.

martes, 15 de marzo de 2016

La soledad, el carné de identidad y la literatura

Nunca había pasado una enfermedad solo. De hecho, nunca había vivido solo. Es un constatación inquietante, que me repito, entre incrédulo y desconcertado: nunca había vivido solo. Lo estoy haciendo ahora, en Mérida. Y, así, rodeado por nadie, he penado una gripe, una de esas gripes abellacadas que te empujan a la cama como si un ejército de gnomos te hubiera vapuleado cada centímetro del cuerpo. La soledad del enfermo es terrible, y solo cuando se experimenta se da cuenta uno de la más terrible aún, ilimitada, en la que deben de vivir todos aquellos en los que no pensamos, pero que sufren padecimientos mucho mayores que los del griposo: viejos sin familia (o con familia indiferente), viudos o divorciados sin compañía, huérfanos, emigrantes, locos. El consuelo que supone que alguien te prepare un caldo caliente o una limonada con miel, o que baje a la farmacia a comprar ibuprofenos o clínex; la compasión de que te escuche, aunque suenes como una bocina estropeada, y de que soporte las ráfagas de estornudos (y el desmoronamiento de la imagen que proyectamos: ya no somos dinámicos y profesionales, ni llevamos la camisa planchada y el pelo arreglado: ahora parecemos una cama deshecha) sin huir de tu lado; el calor de la piel del otro, la melodía de su voz, su doméstica y acariciadora presencia, todo eso pierde quien está solo y enfermo: todo eso añora. (A ratos, en lo peor del trancazo, me imaginaba morir en aquella soledad, y que me descubrirían al cabo de unos días, o quizá semanas, sentado en el sofá, con una manta en las rodillas ya en proceso de descomposición, delante del televisor encendido. Pero reconozco que era un delirio exagerado, si es que alguno no lo es). Sin embargo, lo peor de la vida en soledad, sobre todo para quien no la ha conocido nunca, no es el trance o la dolencia físicos: ese es solo el ápice. Lo peor es el hartazgo de uno mismo. Como no hay con quien compartir los gestos, las actividades, los silencios, uno acaba siendo su único destinatario, su único interlocutor: la conciencia de sí se aguza, hasta el punto de que cada movimiento chirría como un punzón en un cristal; la certeza de nuestro propio torpor, de nuestra propia espesura, sin escapatoria ni trascendencia, abruma hasta el aturdimiento, un aturdimiento, no obstante, que conlleva también una urgente lucidez; hasta la quietud crepita de absurdidad: de yo pastoso y sin propósito. Se parte una nuez, y el crujido de la quebradura resuena tanto en las paredes del piso como en las del cráneo; voy por el pasillo al baño, y el chop-chop de las chanclas ocupa todo el espacio de la percepción, con una plenitud incongruente con su condición de ruido plebeyo e irrisorio, oscureciendo hasta apagar las evoluciones de la sonata para violín op. 2 de Antonio Vivaldi que suena en itunes, y que acompaña la redacción de esta entrada; llama, en fin, el teléfono, y uno se pasma de ser capaz de hablar y de informar sobre su vida a una encuestadora de Movistar que quiere conocer nuestros hábitos de comunicación, dice, y que no pretende, recalca, vendernos nada. Y uno, que no se tiene ya en demasiada estima, consciente como es de su cargamento de impericias y cobardías, acaba hastiado de lo que hace, y de que eso que hace solo redunde en su propia y atribulada conciencia. 

(Quiebro el mandato del maestro Manuel Alcántara y, en lugar de guardar una para otro día, cuento dos cosas en una misma entrada. Será que las encuentro extrañamente relacionadas).

Hoy me toca renovar el carné de identidad. Renovar el carné de identidad es una de esas penosas obligaciones que todos los españoles hemos de cumplir inevitablemente, como ir al callista o soportar las campañas electorales. Por suerte, la comisaría a la que el sistema de cita previa de la policía me ha remitido para despachar el aflictivo trámite está justo delante de mi trabajo: pocas veces he tenido tanta suerte. Provisto, pues, de mi D. N. I. antiguo y ya caducado, de una foto tamaño carné que me tomé ayer en un fotomatón de Mérida (debía de hacer veinte o veinticinco años que no utilizaba un fotomatón; los fotomatones solo servían en mi adolescencia para que tonteáramos con las novias, o con las que pretendíamos que lo fueran, y hasta les palpáramos atolondradamente las carnes), un libro con el que entretener la previsible espera, y una carretada de paciencia, de la que la experiencia me ha enseñado a hacer acopio siempre que vaya a tener tratos con la Administración, acudo a las dependencias policiales. En la sala de espera escandinava: limpia, iluminada, insulsa me encuentro apenas a cinco o seis personas, a las que pido tanda, pero no hace falta: llaman a cada cual por su nombre. Al cabo de muy poco, unos minutos antes incluso de que se cumpla la hora de la cita, y cuando apenas he tenido tiempo de abrir el libro, una funcionaria se levanta de una mesa y nos pide a todos el nombre. Cuando se lo doy, me hace pasar el primero: otra insólita ventura. Empezamos ambos el protocolo, que se desarrolla con una fluidez para mí sorprendente. Además, ya no hay que pringarse los dedos de tinta, ni estamparlos en un trozo de cartón (y luego secárselos, nunca bien, con un clínex barato), como si fuera uno un facineroso al que le cogieran el número. La funcionaria es joven y de aspecto agradable, aunque el automatismo de los que hacemos me impide verla como la vería en cualquier otra circunstancia; y seguramente a ella le pasa lo mismo conmigo: estas gestiones robotizan al ciudadano y al empleado: los deshumanizan. Sí percibo, hincado en su piel, un tedio funesto, un tedio inacabable, fruto del infierno de la repetición. Debe de hacer estos mismos gestos y pronunciar estas mismas palabras docenas de veces al día, centenares a la semana, miles al mes. Los trabajos mecánicos estragan como ninguno: un trabajo como este acabaría con Supermán más deprisa que la kriptonita. Unas sutiles ojeras y las pupilas sin vida de la funcionaria lo acreditan. Pero de repente se vacía del aburrimiento que le entela la mirada y me pregunta: "¿Qué está leyendo?". Cojo el libro que he dejado en la silla vecina, le enseño la portada y le respondo: "Cien centavos, de César Martín Ortiz, uno de los mejores prosistas españoles de los últimos treinta años. Un escritor apenas conocido, quizá porque murió con solo 52 años, pero un autor excepcional". Y seguimos hablando de literatura, mientras ellas continúa con el protocolo de renovación del documento nacional de identidad. Su expresión se ha encendido, como si el cortocircuito del aburrimiento se hubiera enmendado. Vuelve a ser un ser humano. Y yo, abandonada la condición de administrado, también. Sigo ponderándole a Martín Ortiz, y hasta dudo si leerle un fragmento de una de las últimas crónicas que he leído del libro, que reúne lo mejor de Pla, Camba, Ruano, Umbral y Millás (finalmente, no me atrevo a hacerlo; pero no me resisto a transcribir aquí lo que le hubiera leído: "Reputamos de hortera chambón u hortera inespecífico al gordo que viste ropa deportiva. Es hortera sin dinero pero rijoso, al que le tiran las mujeres, pero, como no es tonto, sabe que las mujeres no quieren nada con gordos pobres; de ahí que vaya por la calle vestido como los jugadores de balonmano, porque así da a entender que está en vías de regeneración de gordo y que solo es gordo accidental y no sustantivo. En su versión más taimada, lleva de bar en bar una bicicleta en la que no se sube nunca, empujándola por el manubrio. Las mujeres lo ven sudando y creen que es por el deporte y no por las bandejas de callos picantes que se enhebra antes de comer. Como hay muchas que son crédulas y que están necesitadas de cariño, entornan los ojos y lo quieren ver prospectivamente más delgado, y admiran su fuerza de voluntad, que quizá logre conducirlo a la riqueza, y de este modo el gordo chambón consigue de vez en cuando arrimar material"; de "Definición y letanía de los horteras I. Versiones masculinas"). En los poco más de cinco minutos que dura toda la operación, nos da tiempo a hablar del elitismo de algunos escritores, de la necesidad de publicidad para que se difunda su obra que yo pongo en práctica anunciándole que mañana participaré en un recital poético en la Biblioteca de Mérida con ocasión del Día Mundial de la Poesía; ella me promete asistir, aunque veremos y de amigos escritores comunes. Y, mientras hablamos, ella sigue haciendo sus cosas administrativas, como empujarme bien el índice de la mano derecha contra el lector informático que recoge la huella ("¿no le hago daño, verdad?") o devolverme el D. N. I. antiguo "de recuerdo" (las fotos de nuestros carnés de identidad son una de nuestras biografías más objetivas: si las pusiéramos una al lado de la otra, desde nuestra primera expedición hasta nuestra muerte, tendríamos un relato visual irreprochable de nuestra existencia y nuestro fin). Cuando hemos acabado, le digo que nunca me habría imaginado renovarme el carné hablando de literatura, pero que ha sido muy agradable. Y lo ha sido. Sobre todo, comprobar cómo, cada vez que lo hacía ella, su mueca de apatía desaparecía, para volver otra vez cuando recaía en el tremedal burocrático. Era como un semáforo de vitalidad e indiferencia. No sé cómo se llama. Pero espero averiguarlo si viene al recital de mañana.

jueves, 10 de marzo de 2016

La revisión médica

Hoy me han hecho la revisión médica del trabajo. Concertaron la visita antes incluso de que me incorporara a mi nuevo puesto. No hay duda de que la prevención de los riesgos laborales y la defensa de la salud de los trabajadores han calado en las empresas y la administración pública españolas. Antes, la salud era asunto de cada cual y, si se perdía en el trabajo, más se había perdido en Cuba. Además, comparadas con las condiciones en que bregaban quienes habían edificado el Valle de los Caídos o los pantanos que luego inauguraba Su Excelencia, las nuestras eran las de un Creso: quejarse era antipatriótico y casi homosexual. Por fortuna, como decía el poeta, los tiempos adelantan que es una barbaridad. Acudo por la mañana a la revisión con el ánimo despejado: me la harán en la plaza de los Escritores. Porque en Mérida hay una plaza de los Escritores. Así, en general. El nombre, si bien ambiguo, tiene ventajas: por una parte, nos incluye a todos, y, por otra, evita purgas. De este modo no se puede depurar el callejero de la ciudad de nombres de autores franquistas o simpatizantes con el franquismo, como ha estado a punto de suceder, vergonzantemente, en Madrid. El chequeo es como todos: la enfermera recoge el bote de orina, te saca sangre, te toma la tensión, te pesa y talla, y te comprueba la vista y la audición. Esto último me plantea una duda terrible: ¿Oigo el pitido que he de oír o golpeo el cristal cuando me lo imagino? ¿Confundo mi acúfeno con el pitido? ¿Me avanzo al ritmo que le imprime la enfermera? Desde la posición de esta, la cosa puede resultar rara: tengo el oído tan fino que reacciona aun antes de que haya sonido. Cuando me da el resultado "oye Ud. bien", pagaría por que mi mujer estuviera presente: Ángeles siempre me reprocha que estoy sordo (pero eso es porque nunca respondo cuando me dice que hay que limpiar el baño o arreglar los libros). La médica que me examina a continuación me hace algunas preguntas y un electrocardiograma. Cuando me quito la camisa, me mira con pasmo y dice algo que me hace sentir como un prisionero de la Gestapo al que le comunicaran que va a ser interrogado en el sótano: "Pues no sé si vamos a poder hacerlo sin rasurar". "Hombre, yo preferiría que no", respondo con timidez, pero reconozco en lo que acabo de decir acentos de Bartleby, y ese linaje literario me infunde ánimos. Después de todo, ¿no estamos en la plaza de los Escritores? Cuando me tumbo en la camilla, la médica me explora el pecho como un entomólogo examinaría un termitero en el Amazonas. "Ah", dice, aliviada, "creo que vamos a poder enganchar todas las pegatinas. Porque, si no, habría que rasurar", insiste. Y, en efecto, bendito sea el Altísimo, encuentra donde hacerlo. No acabo de entender la obsesión contemporánea por eliminar todo vestigio de vello en el cuerpo de los hombres. En el gimnasio veo individuos que se han depilado hasta las cejas; dudo, incluso, de que tengan flora intestinal. Yo, en cambio, siempre he creído que el pelo, natural, humaniza a las personas, aunque a algunas, como Isabel Pantoja, sobre todo cuando levanta el brazo del micrófono para soltar un quejío, quizá las deshumanice. El pelo hace mucha compañía y quienes no lo tienen parecen probetas o minions. Me levanto de la camilla con el doble júbilo de quien no se ha visto privado de su viejo y multitudinario compañero de fatigas, ni del buen funcionamiento de su no menos antiguo corazón. La médica me despide con un gesto entre el reproche y el alivio: "Hoy solo tengo que hacer 19 revisiones; ayer hice 26...". Siento alguna conmiseración por ella: hacer 26 revisiones iguales al día me recuerda a la cadena de montaje de Tiempos modernos, pero con electrocardiogramas en lugar de llaves inglesas. La revisión por la que acabo de pasar indolora, burocrática me recuerda inevitablemente a otras a las que también he tenido que someterme a lo largo de la vida. De las del colegio, en los años 60 y primeros 70, solo recuerdo pero muy vívidamente que desfilábamos ante un médico sentado en un taburete que nos examinaba el pito. El muy ladino quería saber si teníamos fimosis y nos empujaba sañudamente el prepucio. Hay pocas sensaciones mayores de indefensión que estar en calzoncillos delante de alguien que te manipula el apéndice como un fontanero. Eso, y la categoría en que nos situaba a cada uno según la clasificación de Kretschmer, se me ha quedado grabado en la memoria: yo a veces era leptosómico y a veces pícnico, pero nunca atlético. No obstante, las revisiones más traumáticas que he padecido fueron las de la mili. Las sesiones de vacunación, por ejemplo, eran un ejemplo de delicadeza: pasábamos por un primer puesto en el que alguien con una bata blanca nos clavaba una jeringa monstruosa, y teníamos que caminar (por fortuna, sin marcar el paso), con la aguja colgando, hasta otro tenderete en el que un segundo sujeto con bata blanca (aunque yo creo que era el cabo de cocina) nos inoculaba de un arreón el líquido. Algunos no llegaban: se desplomaban entre los dos chiringos. Por qué se disociaba el banderillazo y la inyección es algo que nunca he llegado a elucidar, pero que no dudo de que fuese por una buena razón, que atribuyo a la inteligencia preclara de los militares y a la sutileza que caracteriza a la institución. Luego, cada dos meses, nos hacían revisiones genitales, y yo revivía, más lúgubremente aún, aquellos manoseos forenses de mi niñez. Los mandos querían evitar que el cuartel se convirtiera en un criadero de venéreas y se aseguraban de que nuestro instrumental estuviese incólume y rozagante. Así que nos hacían formar en dos filas a lo largo del pasillo central de la compañía, desnudos de cintura para abajo, hasta la llegada del oficial médico. Y suspendía el ánimo ver ciento cincuenta penes colgando en el inacabable pasadizo, detrás de los cuales otros tantos varones esperaban con inquietud el grito del cabo de guardia: "¡Compañía, atención!", en cuyo momento nos poníamos todos firmes (y digo esto solo en el sentido militar del término: sacábamos pecho y levantábamos la cabeza: enderezábamos el cuerpo) y entraba el comandante médico. Una segunda orden nos dejaba listos para la inspección: "¡Compañía, descapullad!". Y los que no estaban circuncidados se retiraban diligentemente el prepucio, como si amartillasen el cetme, hasta que una sucesión de glandes flanqueaba, con purpúrea marcialidad, el paso del jefe. El comandante, bajito y rechoncho pícnico, nunca se detuvo ante nadie, ni demostró emoción especial alguna. Caminaba a buen paso, echando los ojos a uno y otro lado, con indiferente profesionalidad, escoltado por una pareja de cabos primeros que, ellos sí, nos fulminaban con la mirada: "Como alguien tenga requesón", nos transmitían sus pupilas draconianas, "me lo follo". (Los primeros hablaban así: era su modo natural de expresarse. A sus hermanas, por ejemplo, las llamaban "zorras" o alguna otra cosa igualmente lisonjera). Constatada la probidad de los rabos, el comandante se iba por donde había venido y nosotros nos quedábamos allí, firmes, examinados, descapullados, hasta que, misericordiosamente, nos daban la orden de romper filas. Se comprenderá que nunca me haya impresionado el realismo mágico de García Márquez; para realismo mágico, el de las revisiones médicas del Ejército español, y el Ejército español en general.

domingo, 6 de marzo de 2016

El Museo de Arte Romano de Mérida

Visité el Museo de Arte Romano de Mérida por primera vez hace ya algunos años. Pasábamos unos días en la ciudad Ángeles y yo, y dedicamos una mañana a una visita que era, y sigue siendo, inexcusable. Hoy, un domingo frío y soleado, la hago solo, entre renacido y melancólico. Nada más entrar, veo anunciado algo muy estimulante: una exposición sobre "Sexo, desnudo y erotismo en Emérita Augusta". Qué bien, pienso: me encanta el sexo, el desnudo y el erotismo, tanto en Emérita Augusta como, de hecho, en cualquier sitio. El sexo, el desnudo y el erotismo es uno de los valores universales que nos unen a los humanos. Recorro primero la cripta, umbría, como han de ser todas las criptas, y donde se conservan, además de estelas funerarias con nombres reconocibles Paulae, Julius, Aemilia y mosaicos con aves zancudas, un fragmento de una tubería de piedra del acueducto de San Lázaro y un trozo de calzada de la ciudad. Uno de los grandes atractivos de la civilización romana, tan bien plasmado por este museo, es la proximidad de todo con nuestro mundo: la tubería es como las tuberías de hoy, si bien de otro material; la calzada me recuerda a otras que he pisado, en mi vida diaria, en Barcelona y algunas ciudades europeas y norteafricanas; las aves zancudas son las mismas que divisiba en las salinas de Calpe desde la terraza del apartamento de mis suegros, mientras leía a Perse o a Vázquez Montalbán; los nombres de las estelas son nombres de amigos actuales y de personas conocidas. En el museo de Mérida impresiona tanto el edificio como los fondos que contiene. La obra de Moneo es espectacular y tiene la ventaja, frente a las de otros encumbrados arquitectos españoles, como Santiago Calatrava, que ni ha costado 500 veces lo presupuestado ni se ha caído. La amplitud de la nave central, en la que se abrazan la luz blanca del exterior, filtrada por los enormes lucernarios del techo, y la sombra rojiza de los ladrillos que la sostienen, dibuja un espacio que suspende el ánimo al tiempo que lo sosiega. Grandeza y minucia se alían en esta gran catedral pagana, a cuyos lados y en cuyos pisos superiores se disponen las muestras del arte romano que se desarrolló en la capital de la Lusitania y su área de influencia desde el siglo I a. C. hasta el V de nuestra era. Algunas piezas son inolvidables, como el Augusto velado lo está porque aquí representa la máxima figura sacerdotal del Imperio e idealizado (no era tan guapo), pero reconocible por el flequillo. A su lado se disponen imágenes de sus sucesores en el trono imperial: Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón, y menudo póker de ases: Tiberio, pese a ser llamado "el más triste de los hombres", se daba a tan orgiásticas cuchipandas que su nombre sirve para designar hoy el ágape insuperable; Calígula nombró senador a su caballo, se acostó con varias de sus hermanas y luego las asesinó, y, en la guerra contra los britanos, ordenó a su ejército que, en lugar de luchar con el enemigo, recogiera conchas de las playas; Claudio fue el emperador tartamudo y pacato que murió por comer setas envenenadas y que solo sirvió para que, muchos siglos después, Robert Graves escribiera una magnífica novela histórica; y Nerón, en fin, qué decir de Nerón, aquel gran poeta que tañía la lira, arrebatado de pasión elegíaca, mientras veía cómo ardía Roma, que él mismo había hecho incendiar. Los bustos que contemplo están siempre faltos de una dignidad plena: a casi todos les falta la punta de la nariz, con la que se han ensañado los bárbaros, los niños, los fenómenos atmosféricos y el paso del tiempo. Veo también otra suerte de rostros: las máscaras usadas en el teatro para amplificar la voz; porque eso es lo que eran: altavoces. Curiosamente, la denominación correspondiente a su uso, "per sonare", pasó a designar al objeto y, por extensión, a quien lo portaba, esto es, al actor, a la persona, y me da que pensar que un aparato diseñado para falsear la realidad, aumentándola, enmascarándola o transformándola, sea ahora el nombre común de los humanos: persona. En el museo destacan también y acaso sean lo más atractivo del conjunto los mosaicos, que ocupan casi todas las paredes. Representan, en su finísima labor de encaje tesélico, escenas báquicas hay un sátiro que parece estar divirtiéndose mucho, cinegéticas los animales cazados, jabalíes o panteras, se dibujan con una viveza deslumbrante, nilóticas en el centro del mosaico aparece un literato, aunque no sé cómo pueden estar seguros de esto: a su lado hay una cabra, de aurigas y carreras de caballos en el circo de Mérida se estuvieron disputando estas popularísimas competiciones hasta el s. V d. C., de nereidas y animales marinos en uno con delfines, besugos y cráteras hay también cruces gamadas, símbolos solares y de figuras reverenciales de la antigüedad, como los siete sabios de Grecia, o mitos centrales de su cosmogonía, como el rapto de Europa o la historia de Orfeo. En este último, descubierto en 1980, se distinguen escenas de distinto orden: venatorias, agrícolas, animales, pero también eróticas: en una, el varón, en evidente estado de excitación, embiste por detrás a la dama, que parece muy complacida por su iniciativa. Es una imagen muy dinámica, muy evocadora. Más allá de las grandes referencias culturales, mitológicas o pornográficas que estos espléndidos mosaicos puedan transmitir, me interesan las cosas pequeñas, próximas, domésticas, que me vinculan con un mundo fascinante y periclitado: el silbato en forma de gallina de un niño emeritense o los centenares de lucernas, esto es, de candiles, que se reúnen en una de las salas. Estos candiles, que funcionaban con aceite, son iguales que los que yo veía a mi abuela sostener en casa, de niño, cuando se iba la luz (y se iba muchas veces): en dos mil años de historia no había variado la forma de luchar contra la oscuridad. Reparo asimismo en los dados con los que jugaban los hombres, las agujas con las que cosían las mujeres, las pinzas, las monedas, los vasos. Me gustan una estela funeraria en la que un joven aparece tocando el laúd o pandurium, y una roseta de seis pétalos, como las que todavía se ven en las fachadas de las casas de la Sierra de Gata. También sé del martirio de Santa Eulalia, patrona de Mérida, gracias al poema de Aurelio Prudencio, inscrito parcialmente en una de las piezas del museo. Santa Eulalia es una de las patronas de Barcelona, mi ciudad (la otra es la Virgen de la Merced), y esa doble condición, además de la de niña mártir, me la hace especialmente simpática. Llego, por fin, ¡albricias!, a la exposición sobre las prácticas sexuales en Emérita Augusta, y me dispongo a gozar, y nunca mejor dicho, de sus fondos e informaciones. Aprender siempre es edificante, y aprender sobre el sexo constituye el mejor ejemplo de lo que predicaba Horacio: prodesse et delectare. La primera pieza es impactante: una herma o pilar con un altorrelieve central de dos testículos. Así, a palo seco. Estos pilares, lógicamente, sostenían bustos de varón. Las representaciones fálicas también abundan en los guardacantos de granito que servían para proteger las esquinas de los edificios, aunque por qué se elegían puntos tan expuestos para tallar símbolos tan delicados es algo que no se aclara: quizá, precisamente, para que los carreteros y conductores, espantados, extremasen el cuidado. En las vitrinas observo amuletos peneanos y sonajeros en forma de falo, y esta forma de introducir lo genital en lo infantil, de acostumbrar a los niños a la presencia del sexo y su mitología en su vida cotidiana, se me antoja envidiable. Las lucernas también abundan aquí, aunque ilustradas por una panoplia de actividades eróticas, a cuál más sugerente: coitus a more canum, coitus analis, mulier equitans, fellatio, posturas acrobáticas que diría mucho más arriesgadas que las del Kamasutra, prácticas zoofílicas que en el campo español siempre se han limitado a las agradecidas gallinas o las socorridas ovejas, pero que en Emérita Augusta incluían, por lo que aquí se ve, aves grandes como avestruces o escenas amatorias singulares, como las que reflejan a una mujer que recoge aceitunas y a otra que trabaja en un telar, que son, de nuevo, acometidas por retaguardia con ímpetu ejemplar. Los romanos, desde luego, nos superaban en naturalidad: cualquier actividad permitía la coyunda, sin que este acto feliz distrajera a las trabajadoras de su ocupación. Deberíamos tomar ejemplo. Veo, por último, una grafiti alusivo a una mamada, muy parecido a los que adornan las paredes abrasadas de Pompeya y Herculano, y una lápida con una mujer desnuda, que los expertos consideran, probablemente, una prostituta de lujo. Frente a ella un grupo de gente de la tierra que está visitando el museo echa una carcajada casi escolar. Decididamente, tenemos que ser más naturales frente al sexo.