martes, 30 de agosto de 2016

Diarísimos

Así se titula la tercera entrega de La Galerna. La Revista de Manual de Ultramarinos. Tabloide Crítico, aparecida hace unas pocas semanas gracias al empeño de un grupo de escritores y letraheridos capitaneado por Bruno Marcos, el director de la revista, y Juan Carbajo Larsen, su editor, en León. Como todas las demás publicaciones de Manual de Ultramarinos, "una sociedad secreta de traperos del tiempo", esta galerna ha sido coherentemente editada con la pulpa de papel de libros de viejo. El número se dedica íntegramente al género de diario, y recoge artículos de Miguel Martínez Panero sobre los diarios del matrimonio Tolstói, Bruno Marcos sobre Iluminaciones en la sombra, el diario de Alejandro Sawa, el bohemio que conoció a Verlaine y sirvió de modelo a Valle-Inclán para su Max Estrella, de Luces de bohemia, José Luis Puerto sobre el Diario de Miguel Torga, José Miguel López-Astilleros sobre el Diario de un extranjero en París, de Curzio Malaparte, Mario Paz González sobre Mitteleuropa, el relato del gallero Vicente Risco de su estancia en Alemania y Checoslovaquia, Carlos de Diego sobre los cuadernos supervivientes de los diarios del marqués de Sade y Juan Bonilla sobre el género en sí y sus mejores practicantes en la literatura reciente en español. Mi colaboración ha versado sobre el Diario íntimo, de César González-Ruano, aquel seudoaristócrata de bigotillo que fue el más famoso periodista de España además de poeta, novelista, biógrafo, antólogo y casi todo lo que se puede ser en el mundo de la literatura, que ha sido uno de los mejores prosistas del siglo XX, y que hoy, sin embargo, apenas es recordado por haber contribuido a la muerte de judíos en el París ocupado por los nazis, según las últimas averiguaciones. El nivel de los artículos de este tercer número de La Galerna es, descontando el mío, excelente, y su lectura me lleva a algunas asociaciones singulares, que es una de las cosas más estimulantes que promueve la literatura. Bruno Marcos subraya que, en el diario de Sawa, "escasean las críticas a otros escritores, no así el rechazo a Baroja". Y yo recuerdo algo de lo que el vasco un "invertebrado intelectual", según el sevillano escribió sobre el oficio de sablista de este y su orgullo descomunal: "Sawa me pidió tres pesetas. Yo no las tenía, y se lo dije. –¿Vive usted muy lejos? –me preguntó Alejandro, con su aire orgulloso. –No; bastante cerca. –Bueno, pues vaya usted a su casa, y tráigame usted ese dinero. Me lo indicó con tal convicción, que yo fui a mi casa y se lo llevé. Él salió a la puerta de la taberna, tomó el dinero, y dijo: –Puede usted marcharse". Me han interesado mucho también las revelaciones sobre los diarios de Malaparte, miembro del Partido Nacional Fascista de Mussolini en los años 20 y del Partido Comunista Italiano, facción maoísta, tras la Segunda Guerra Mundial, y autor de un libro fundamental en mi adolescencia, La piel. E igualmente las de las andanzas centroeuropeas de Vicente Risco, de las que no tenía noticia. Mario Paz González nos informa de que el escritor orensano estuvo en Praga en 1930, justo cuando Karel Capek publicó su Viaje a España, el libro en el que daba cuenta de sus impresiones de nuestro país, que había visitado un año antes, con ocasión de la Exposición Iberoamericana celebrada en Sevilla. Curiosamente, acabo de leer Viaje a España (que encontré en una librería de Kosice) durante mi reciente viaje a Chequia y Eslovaquia, entre otros países, y he acabado con la misma impresión que Paz González: "Mientras Vicente Risco trata de ahondar en todo lo que ve, Capek, sin quedarse completamente en la superficie, parece que hubiera venido a España en busca del pintoresquismo que, a la postre, acaba encontrando". Por fin, Bonilla ofrece una magnífica visión panorámica del género, subrayando que su característica identificativa "es ese rasgo de escritura en marcha, agarrar la vida cuando se está viviendo, no dejar convertirse en recuerdo lo que se relata". Junto a los diaristas ya clásicos, entre los que Andrés Trapiello, con los diecinueve volúmenes y las más de 10 000 páginas de su Salón de pasos perdidos, es el más destacado, Bonilla vocea un interesante rescate y una no menos interesante propuesta. El rescate es el de Diario de una vida breve, de Juan Manuel Silvela Sangro, un joven de la alta sociedad madrileña de la posguerra, que solo vivió 32 años murió en 1965, en París, de una enfermedad del corazón, pero que le bastaron para licenciarse en Derecho, hablar ocho idiomas, enamorarse muchas veces y dejar escritos estos papeles, que cuentan su vida desde 1949 hasta 1958, y que su madre reunió y publicó dos años después de su muerte; unos papeles en los que demuestra conocer y practicar con ventaja el sutilísmo arte del diarista, consistente en contar mucho, aunque no se cuente nada, en realidad, o, dicho acaso mejor, en escribir sobre la nada, en narrar la nada, como si fuera todo. Por último, la propuesta es la reedición del Diario de mi sentimiento, "del grandísimo y siempre polémico Alberto Hidalgo". No conozco al peruano Hidalgo, pero, por lo que dice Bonilla de él, promete. Y también que entre sus obras haya algunas tan sugerentes como España no existe, Los sapos y otras personas, Oda a Stalin o Aquí está el anticristo.

Transcribo a continuación mi colaboración, "Algunas entradas de un diario sobre el diario de César González-Ruano", compuesta por una entrada y un extracto de otra de Corónicas de Ingalaterra, dedicadas al Diario íntimo de César González-Ruano:

González-Ruano y el olvido
(17 de septiembre de 2013)

Leo el
Diario íntimo de César González-Ruano. Es un volumen enorme, de 1 161 páginas, que me he traído de España: así tengo la sensación de que no me he ido del todo, aunque, seguramente para ser feliz aquí, debería tener la sensación de que me he ido del todo. Curiosamente, rodeado ya de inglés por todas partes, siento el placer del castellano de ese mismo castellano que hace apenas algunas semanas leía en Barcelona sin alteración discernible con una intensidad superior: es como si el idioma propio brillase, superviviente, en un piélago ajeno. González-Ruano es uno de los mejores prosistas del siglo, aunque su talento se malgastara en una calderilla literaria que él producía industrialmente para sufragarse sus placeres de aristócrata aficionado. En los años 50 y 60, se le consideraba el mejor periodista de España y, al final de su vida, ganaba cantidades ingentes con el ejercicio diario de la pluma. También gozaba de una consideración intelectual extraordinaria: colaboraba en todos los medios importantes del país, y le llovían las distinciones y los homenajes. Sorprende comprobar que casi ningún joven lector ni casi ningún escritor recuerde hoy su nombre. O no sorprende. En la entrada de su diario del 2 de mayo de 1964, escribe: "La sociedad paga y costea la presencia del escritor, aunque sea cara, pero no la ausencia. Este es un país de contacto físico, sin imaginación y sin caridad para quien pretende aislarse. Hay que permanecer sobre el asfalto. La capacidad de olvido, entre nosotros, es fabulosa. Hay que morir de pie. Como un árbol". Eso mismo me pregunto yo: si mi apartamiento aquí conducirá también el olvido; si, alejado de ese contacto cotidiano con mis iguales, con la sociedad que constituye naturalmente mi entorno, me alejaré igualmente de su recuerdo y de su estimación. Efi Cubero, una buena poeta que ha tenido la gentileza de enviarme recientemente su último poemario, Condición del extraño, me pedía en uno de sus mensajes que no los olvidara. "No, querida Efi le respondí yo, es al revés: no me olvidéis vosotros a mí; yo soy el que se ha marchado". La última anotación del Diario de González-Ruano es del 30 de noviembre de 1965. Dice: "El terror es blanco. La soledad es blanca". Él moriría 15 días después. El comedor en el que escribo estas palabras es blanco.

El diario
(9 de octubre de 2013)

Yo solo he llevado dos diarios en mi vida: uno, adolescente, a finales de los 70, en el que apuntaba minuciosamente los desengaños amorosos y las veces que me había masturbado, y este, con el que intento vencer a la soledad. Cuando uno escribe un diario, habla solo, con la secreta esperanza de que alguien le escuche o, mejor aún, le conteste. Por eso resulta tan descorazonador que no haya comentarios. Así ironizaba mi buen amigo Sergio Gaspar, en sus horas de tenebrosa lucidez, sobre la eficacia de los blogs: no hay comentarios. Pero sabemos que los diarios tienen un público oculto, al que arrojamos el cabo de nuestras palabras. Y conviene hacerlo cada día, o con una regularidad suficiente: un diario intermitente o apenas activo es un diario muerto. El buen diario es como una esposa: siempre está ahí. También ha de ser veraz, como quería Hemingway que fuese toda literatura. No estimo demasiado a Ernest
salvo El viejo y el mar, un relato perfecto, pero su creencia en una escritura que fuera trasunto o emanación de la vida, de la sangre y el miedo y el amor que constituyen la vida, me parece compartible, aunque ello contradiga el principio estético, convertido ya en tópico, de que el poeta es un fingidor, etcétera. De hecho, esa proximidad a la realidad única y supurante de cada individuo es lo que más me atrae de las literaturas biográficas: diarios, memorias, crónicas de viajes. El diario ofrece más realidad que la novela. El diario está más arraigado en las entrañas de quien lo escribe. El diario permite acceder, con más viveza, al hecho incomprensible del ser, que se manifiesta en cada uno con perfiles intransferibles, pero comunicables. La novela acaso aporte más fantasía, pero no alcanza la intensidad del hecho puro, del hecho simple y sudoroso, no contaminado por la ficción. Y eso, incluso en los diarios menos literarios: aquellos que se limitan a constatar el mero devenir de alguien como nosotros, de alguien que quizá seamos nosotros. Esos, finalmente, resultan los más impactantes estéticamente: desnudos, limpios (aun con sus suciedades), verdaderos. Sigo leyendo, todavía, el Diario íntimo, de César González-Ruano, un ejemplo perfecto de esto que digo: repetitivo, calderillesco, a menudo insustancial, y partícipe de una vida social, en el franquismo, cuyos oropeles escondían la vaciedad y la mierda, pero pleno de realidad vital, de voz auténtica, con sus oquedades de terror y tedio, con su miseria cotidiana, entre cuyos pliegues anodinos se alza, paradójicamente, la mejor literatura. A mediados de 1965, pocos meses antes de morir, Ruano visitó Inglaterra por primera vez. El 6 de junio, en un día "gris y anglicano", él y sus acompañantes vieron en Tite Street "la casa donde vivió mucho tiempo, hasta el escándalo, Oscar Wilde", la misma casa de la que hablé yo en mi entrada de ayer. Luego, el 12 de junio, Ruano cuenta que se había citado con Jesús Pardo, su anfitrión en Londres, "cerca de Carolina Terrace, en un bar de Sloane Square". Y Sloane Square es una elegante plaza en Chelsea, aunque ahora notablemente castigada por el tráfico, a la que acudo con frecuencia, entre otras cosas, para husmear en los anaqueles inacabables de John Sandoe Books, una de las mejores librerías de viejo de la ciudad. Esas coincidencias con Ruano con su diario: con su vida me emocionan y me exaltan, porque yo siempre he querido ser otros, ser más, en este tránsito lineal y herméticamente subjetivo que es existir. Y eso, aunque no coincida con las opiniones, a veces brutales, que expone: Neruda "tenía un rencor cerril hacia lo español. Un rencor de judío que juega al indio indigenista"; "los ingleses viven muy mal y comen peor"; "la famosa cortesía británica es un mito, desde luego. En cambio, la hipocresía, no"; "todo el mundo está muy serio y bebiendo concienzudamente, como si fuera un problema de conciencia"; "'Los Beatles', esos imbéciles de los pelos largos"; "llueve desesperadamente" (bueno, aquí no se equivoca) [...].

jueves, 25 de agosto de 2016

Milena Busquets, la responsabilidad de los escritores y el maligno mundo literario

Leí hace algunos días una breve noticia en las páginas de cultura de El País (Busquets: 'Si la gente no lee, los escritores son también responsables', 17 de agosto de 2016) sobre la escritora Milena Busquets y su reciente superventas También esto pasará, publicado el año pasado por Anagrama y que ha alcanzado un sonoro éxito nacional va por la octava edición e internacional: ya ha sido traducido a varios idiomas y otros más esperan. La noticia daba cuenta de que Busquets iba a impartir un curso sobre autoficción en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, de Santander, y, al hilo de ese hecho, tan poco relevante, en realidad, recogía algunas opiniones de la escritora sobre la novela y la lectura. Curiosamente, estos días estoy leyendo, por razones de trabajo, su libro. Confieso que, de no haber sido una obligación profesional, es muy poco probable que lo hubiera hecho. También confieso que me está gustando. Y me sorprende. Los superventas, sobre todo los superventas con dimensión internacional, suelen ser nauseabundos. Ya sé que algunas de las mejores obras de la literatura universal desde el Quijote hasta Cien años de soledad han sido, y siguen siendo, best sellers, y que algunos, a falta de mejores argumentos, suelen invocarlo para sostener que el best seller es un producto decoroso y necesario. Pero no: los superventas son meros productos de la industria del libro, como el chopped lo es de la industria de la carne, pero ni aquellos son literatura ni este, gastronomía: ambos se limitan a satisfacer las necesidades de los consumidores más rudimentarios, que son la mayoría. También es muy socorrido decir que algunos grandes títulos de la literatura mundial Trilce o el primer volumen de En busca del tiempo perdido han sido autoediciones, para justificar que la autoedición es estupenda. Esto lo dicen, sobre todo, los que se autoeditan. Pero no: a pesar de esas excepciones (y de otras que se podrían aportar), la autoedición sigue siendo el recurso de los malos editores y de los autores que han escrito un mal libro para publicarlo, aun siendo malo. Pero estoy divagando, y lo estoy haciendo ya al principio de la entrada: debo de andar hoy especialmente disperso. Lo que quería comentar son algunas opiniones de Milena Busquets y, en particular, una. Dice primero la autora barcelonesa que si las estadísticas indican que la gente lee cada vez menos, también es responsabilidad de los escritores. 'Aunque no solo sea nuestra culpa, seamos autocríticos y hagámoslo mejor', ha señalado. Es otra opinión común, muy utilizada, por no irnos demasiado lejos, por los poetas de la experiencia, que, como sus predecesores sociales, han invocado siempre la necesidad, es más, la obligación del escritor de recuperar al lector medio: de sacar a la poesía de sus catacumbas conceptuales y estilísticas, y volver a ofrecérsela, digerible y amena, a los que no tienen demasiadas ganas de romperse la cabeza, que son también la mayoría. El primer error de la novelista es decir que la gente cada vez lee menos. Es falso: la gente cada vez lee más. En España se lee en 2016 mucho más que en 1975, y no digamos que en 1950, en 1920, o cuando el moro Muza invadió la península. Otra cosa es que no se lea tanto como a los profesionales de la escritura y, en general, a la gente cultivada: a los que creemos que leer es un placer, pero también que nos hace mejores personas nos gustaría (y, en particular, que no se lean los libros que hemos escrito nosotros, para los que el número de lectores nos parecerá siempre escandalosamente bajo). Pero la generalización de la lectura, gracias a la alfabetización y la universalización de la educación, es un hecho indiscutible. Daré las estadísticas al revés de como suele hacerse: según datos del CIS de 2015, el 65 % de los españoles lee libros, y casi la mitad de ese porcentaje lo hace todos o casi todos los días. Pero la afirmación de Busquets contiene otra falacia, que me parece mucho más peligrosa que la mera inexactitud estadística: la de que los lectores dejan de leer porque los escritores lo hacemos mal. ¿Y en qué consiste que un escritor lo haga mal? Para ella, seguramente, que no ofrezca al público la literatura que espera: que lo entretenga, que lo divierta, que lo atrape; una literatura que impida que juegue al pokemon go o a cualquier otra imbecilidad semejante. Pero eso no es hacerlo mal: eso es no subordinar la propia creación a las expectativas que algunos suponen en un colectivo tan amplio, huidizo e indeterminado como el público. Un escritor solo actúa mal cuando subvierte o desatiende la verdad de su propia obra, el impulso fidedigno, genuino, de su creación, sea este oscuro, excéntrico o inextricable. Al público solo se lo desdeña o maltrata, con el público solo se es irrespetuoso, cuando no se le da lo que uno siente que le ha de dar, lo que uno alumbra desde la raíz de su sensibilidad y las entrañas de su razón (o sinrazón), sino otra cosa, acomodada al aplauso de los mediocres o a las adivinaciones de los jefes de marketing de las editoriales o los gurús culturales. Pero, algo más adelante, según la noticia a la que vengo refiriéndome, Milena Busquets añade que “el mundo literario es narcisista y malvado. No conozco a ningún escritor que te recomiende leer a ningún autor vivo, y hay gente buenísima como Javier Marías, que en mi opinión se merece el Nobel”. En que el mundo literario es narcisista y malvado, tiene razón, aunque solo en parte: el mundo literario también ofrece amistades sinceras y apoyos desinteresados, aunque haya que escarbar un poco para encontrarlos. Y tampoco se equivoca en que Javier Marías es un buen escritor, aunque su candidatura al Nóbel sea harto discutible. A mí se me ocurren bastantes otros, españoles y extranjeros, con mayores merecimientos, aunque esto también sea discutible. De hecho, todo lo que concierne al Nóbel es, por definición, discutible. Pero ya estoy divagando otra vez. Luego dice y esto es lo que más me interesa que no conoce a ningún escritor que recomiende leer a ningún autor vivo. No digo que mienta, pero sí que ha tenido muy mala suerte: yo sí conozco a escritores que recomiendan a otros escritores. Yo mismo lo hago, habitualmente, sin reservas ni desdoro. Y lo hago hasta por escrito: en Insumisión incluyo un poema construido exclusivamente con versos, o fragmentos de versos, de autores españoles e hispanoamericanos, vivos y muertos, del siglo XX y lo que llevamos del XXI, a los que quiero y admiro, por este orden, con la indicación de su nombre, por orden alfabético. Lo escribí en 2012 como un homenaje y, de hecho, una recomendación de lectura a todos cuantos me han deleitado e influido, por este orden, y han contribuido a que yo mismo escriba versos, no sé con cuánto acierto. Se me permitirá decir que este poema sí lo es, un acierto, aunque solo sea como celebración de la poesía. Huelga señalar que, si lo reeditara hoy, añadiría algunos poetas más (pero no quitaría a ninguno, aunque con dos o tres haya tenido desde entonces alguna diferencia, literaria o personal). Lo transcribo a continuación. Va por Milena Busquets.

Una vía de agua es siempre más inteligente que el capitán de un barco [Jesús Aguado] ¿Hacia dónde, pues, trazar la fuga? [Marta Agudo] ¿Soy yo ese mismo que hace unos momentos se cagaba en la madre del que parió las tinieblas? [Rafael Alberti] ¡Oh río que como luz hoy veo, / que como brazo hoy veo de amor que a mí me llama! [Vicente Aleixandre] A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en que hace 45 años que me pudro [Dámaso Alonso] Sucede que oyes una voz donde nadie habita, que ves una sombra donde nada existe, que tocas un rostro que nunca fue [Manuel Álvarez Ortega] Al morir, abriré toda mi sombra. / Con la mano extendida, / sopesando la nada [Ramón Andrés] Llévame a la arena en que dormías [Olga Bernad] El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho / (…) El que prefiere que los otros tengan razón [Jorge Luis Borges] Vivir, ¿dónde es? [Rafael Cadenas] A conciencia, con saña: / hacia el interior [Juan Luis Calbarro] ¿Durando, un lugar? [Arnaldo Calveyra] Construyo obstáculos deseados / y con amor los destruyo [Agustín Calvo Galán] Yo no pertenezco a este libro, pero este libro me posee [Bruno Marcos Carcedo] Qué tibia mansedumbre, ya sin centro [Ignacio Cartagena] Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman [Luis Cernuda] Ya va siendo hora de admitir la derrota [Álex Chico] Nunca, nada y nadie son lo mismo [José Ángel Cilleruelo] Nos morimos de pobres y desnudos [Antonio Colinas] Ohheraldoblancoennieveensangrentado, / desnuda nuestra psique con tus rosas! [Óscar Curieses] ¡Oh, cuerpo, (…) ostenta el tiempo que contienes! [Humberto Díaz-Casanueva] Tú por tu sueño y por el mar las naves [Gerardo Diego] En el delirio está la flor [Jordi Doce] Mi corazón es un látigo de pan cocido [Enrique Falcón] Hurga en mi corazón, oréalo, estercólalo [Luis Feria] Solo se ama lo que se pudre a nuestro lado [Basilio Fernández] Devoramos el mundo, esa bestia sordomuda, para hacernos menos sordos, menos mudos [Agustín Fernández Mallo] Avanzan / un árbol y un farol / Nadie los mira / Hacen surcos en la tierra / dibujan una boca / El planeta / gime [Antonio Fernández Molina] Urge reconstruir la lucidez [Ana Franco Ortuño] Dejar que el cuerpo ondule / para que ondule el cielo [Julio César Galán] ¿Son mías mis manos porque toman / o porque acarician? [Federico Gallego Ripoll] Sea la luz / un acto humano [Antonio Gamoneda] Ya no hay quien reparta el pan ni el vino / ni quien cultive hierbas en la boca del muerto, / ni quien abra los linos del reposo, / ni quien llore por las heridas de los elefantes [Federico García Lorca] Dímelo, padre, y no te mueras tanto [Ramón García Mateos] Rodeado estoy de nombres: solo mi nombre me rodea [Sergio Gaspar] Tus corazonadas son una mierda; incluso cuando aciertas, son una mierda [Alfredo Gavín] Si vivo aún, ¿por qué / nada al cuerpo retiene? [Pere Gimferrer] Se miran, se presienten, se desean, / se acarician, se besan, se desnudan, / se respiran, se acuestan, se olfatean, / se penetran, se chupan, se demudan [Oliverio Girondo] La añoranza de mi después [Juan Antonio González Fuentes] ¡Oh, inteligencia, soledad en llamas / que lo consume todo hasta el silencio! [José Gorostiza] Es el redondeamiento / Del esplendor: mediodía [Jorge Guillén] Se desliza por la memoria aquello / que tuvo un nombre y fue tachado [Rafael Guillén] Quiero escarbar la tierra con los dientes, / quiero apartar la tierra parte a parte / a dentelladas secas y calientes [Miguel Hernández] Soy el blanco del arma con que apunto [Ricardo Hernández Bravo] Moriré como todos y mi vida / será oscura memoria en otras almas [José Luis Hidalgo] ¡Pesaba tanto el tiempo después de la alegría! [Jesús Hilario Tundidor] Yo amo mis ojos y tus ojos y los ojos [Vicente Huidobro] A veces amanece [Diego Jesús Jiménez] Y lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es solo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido [Juan Ramón Jiménez] Hagamos de lo hollado lo habitable [Carlos Jiménez Arribas] Si te preguntan por el mundo, / responde simplemente: alguien está muriendo [Roberto Juarroz] Concede, piedra, de tus nervaduras, vena abrupta, la resurrección [José Kozer] Para amarte en silencio / la carne no es indispensable [Juan Larrea] Soy lo que arrecia en la tarde [José Antonio Llera] La frontera de mi patria / es el borde de mi plato [Juan López-Carrillo] Oh, esa extraña claridad / que no viene del alba, / que se parece demasiado a la conciencia, / cuando un niño abre los ojos, y se ve solo [Juan Manuel Macías] La voz del hoy perpetuo, / su más clara espesura dentro, / su más oscuro clarear / invisible visible entre visillos / de inextinguible luz [Juan Carlos Marset] Noches desoladas / desojadas / a fuerza de ver / toda la oscuridad / tan clara [Mario Martín Gijón] Puedo confundir una caricia con una tempestad [José Martínez Ros] Saciado de felicidad, / escribo palabras infelices [Juan Antonio Masoliver Ródenas] Dije silencio. / Quise decir invierno [Regino Mateo] Solo el silencio es indispensable [Willy McKey] No conozco otra conciencia que la oscuridad traslúcida / la sábana de vidrio sobre la que la infernal razón se acuesta [Juan Carlos Mestre] Toda estancia es un tránsito [José María Micó] El que fui surge a veces como un gran espacio barrido por un viento inmemorial, / las membranas del cielo vibrando en su corazón como un río [Enrique Molina] De su semen nace el aire [Marco Antonio Montes de Oca] Solo sé / que solo tú / serás / lo que reste de mí / cuando ya ni siquiera yo / o mi sombra / seamos [Andreu Navarra] Y a vuestra vida, a vuestra muerte asidme, / y a vuestros materiales sometidos, / a vuestras muertas palomas neutrales,/ y hagamos fuego, y silencio, y sonido, / y ardamos, y callemos, y campanas [Pablo Neruda] El que cierra los ojos se convierte en morada de todo el universo [Olga Orozco] Alzo la mano, y tú me la cercenas. / Abro los ojos: me los sajas vivos. / Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas [Blas de Otero] Si no es amor, ¿qué es esto que me agobia de ternura? [Gilberto Owen] Leí mucho y no recuerdo nada. Y en la / habitación del fondo mi madre / se pudre: es un pez [Leopoldo María Panero] Cordero de dios que lavas los pecados del mundo / Déjanos fornicar tranquilamente [Nicanor Parra] Nadie está solo y nada es sólido: el cambio se resuelve en fijezas que son acuerdos momentáneos [Octavio Paz] la metafísica El tiempo ha terminado (Una de las respuestas que da una cocina fabricada en Estados Unidos dotada de voz sintética a través de ordenadores) [Esteban Peicovich] Aire es el espacio multiforme comprendido entre dos cuerpos entregados [María Ángeles Pérez López] La tahona donde se amasan las palabras, es un lugar habitado por ángeles y unicornios y narvales y papagayos de cualquier condición y cordura [Javier Pérez Walias] No bastan las manos para acariciar todas las manos [Mariano Peyrou] Tierra o madre o muerte, no me abandones aun si yo me he abandonado [Alejandra Pizarnik] ¡Qué despacio vas entrando, / caliente, viva, en mi cuerpo, / desde ti misma manando / igual que una fuente, ardiendo! [Emilio Prados] La inclinación de los sumisos, nuestra / inclinación [Manuel Rico] Siempre la claridad viene del cielo; / es un don [Claudio Rodríguez] Lo cercano siempre se aleja, ¡últimamente / todo es tan relámpago! [Gonzalo Rojas] Me gustaría saber para qué sirve este silencio que me rodea, / este silencio que es como un luto de hombres solos, / este silencio que yo tengo [Luis Rosales] Mira, vamos a salir / de tanto ser tú y ser yo. / Deja tu cuerpo dormido, / deja mi cuerpo a tu lado, / déjalos. / Deja tu nombre y el mío [Pedro Salinas] Uno borra a su paso las huellas de la muerte / y a eso lo llama vida [Basilio Sánchez] Oyes la hora otra vez / de tu quedar a solas con el cuerpo [Tomás Sánchez Santiago] El émbolo brillante y engrasado / embiste jubiloso la ranura / y derrama su blanca quemadura / más abrasante cuanto más pausado [Severo Sarduy] Y sin embargo, a veces, todavía / así, de pronto, cuando te estoy viendo, / vuelvo a verte como antes, y me enciendo / del mismo fuego inútil que solía [Tomás Segovia] Se enjabonaba todo el ser, de arriba abajo, para confundir a la muerte; y de tanto restregarse los recuerdos más tristes, algunos se le volvían transparentes [Alberto Tugues] Sentirte así venir como la sangre, / de golpe, ave, corazón, sentirme, / sentirte al fin llegar, entrar, entrarme, / ligera como luz, alborearme [José Ángel Valente] Todos teníamos que amarte, pero yo permanecí [Julieta Valero] Yo os traigo el espanto de una habitación despoblada [Rosamel del Valle] Señor esclavo, ¿y bien? / ¿los metaloides obran en tu angustia? [César Vallejo] Avanzas como solo sabe hacerlo / quien ha huido [Álvaro Valverde] Al enlazarme a tu lengua húmeda corro el riesgo de confundirme de mar: inmerso en lo inmenso [Joan de la Vega] Plantada en tierra estéril, / mi sed sigue creciendo [Juan Vico] Ámame / como el recuerdo de tu piel me ama [Carlos Vitale] Me deslumbra tanta noche [Emilio Adolfo Westphalen] Luego bajan las alas ciegas de la noche, caen y pesan, siendo alas, sobre el que vive anclado a la tierra [María Zambrano]

domingo, 21 de agosto de 2016

Un finde en Londres (y II)

Hoy, domingo, iremos a Hampstead, un antiguo pueblo y hoy barrio de Londres al norte de la ciudad. Cogemos el 24. Tardaremos una hora en llegar, pero, desde el puente superior del double decker, tendremos buenas vistas de todo. Muy pronto se nos sientan detrás tres hispanas evangélicas y todo el trayecto que hacen con nosotros lo dedican a hablar de los salmos y los libros de la Biblia. Me intranquiliza que mencionen el del Apocalipsis, pero luego me alivia que citen el salmo XV ("¿Quién, Señor, puede habitar en tu santuario? / ¿Quién, vivir en tu santo monte?..."). También le dedican un recuerdo emocionado a su elocuente pastor. Tras el repaso testamentario, las muy pías damas bajan cloqueando y se llevan a la calle sus piídos. No es la única manifestación de la vigencia de la religión que observaremos en el 24. Al cabo de poco, al pasar junto a la catedral de Westminster, el hombre que se ha sentado al lado de Álvaro se persigna. El autobús atraviesa muy despacio el centro de Londres por la plaza de Trafalgar: el tráfico y la caterva de turistas son coagulantes. La lentitud es tal que los double deckers se van acumulando en comitiva: parecemos una gran serpiente roja que avanza penosamente por el légamo de la multitud de coches y la aglomeración de personas. En el pandemonio en el que estamos sumidos, de vez en cuando una chispa de ingenio o, paradójicamente, de humanidad nos vivifica. Distingo, por ejemplo, a un mendigo en la acera, que pide ayuda con un cartel en el que ha escrito: "Smile and just breathe in that power. Race calmer. Homeless & smiling" ("Sonríe y respira ese poder. Apresúrate despacio. Sin techo, pero risueño"). Y, en efecto, el hombre no deja de sonreír. Debe de ser durísimo hacerlo en un maremágnum tan hostil, tan indiferente, como el de este lugar de Londres, una ciudad indiferente y hostil. Los músculos risorios del hombre deben de tallar esa sonrisa a martillazos y sostenerla todo el día, con perseverancia hercúlea, para que no desaparezca o se convierta en una mueca grotesca. Algo más allá, otro cartel de una tienda para niños reza: "Don't grow up. It's a trap" ("No crezcas. Es una trampa"). Los ingleses descuellan por este ingenio ubicuo, por este ejercicio nunca desfalleciente de algo siempre a medio camino entre la publicidad y la ironía. Tras la hora de viaje prevista y la visita de un revisor que ha comprobado nuestros billetes con un lector electrónico nunca, en dos años y medio que he pasado en Londres, me había revisado nadie los billetes-, nos bajamos en Hampstead y comemos en un pub que, pese a serlo y llamarse "The White Horse", solo sirve comida libanesa (y fish & chips, la única concesión a la gastronomía autóctona). Con los estómagos reconfortados, remontamos el parque de Hampstead hasta Parliament Hill. El parque, conocido como "The Heath" ("El páramo", aunque de páramo tiene poco, lleno como está de estanques y vegetación), es uno de los más grandes y agrestes de la ciudad. Y Parliament Hill es su mayor elevación, desde la que se goza de unas vistas privilegiadas de Londres, que abarcan de Canary Wharf hasta el Parlamento. Nos detenemos ahí un momento para contemplar una ciudad tan fascinante como monstruosa. Otros también lo hacen, pero muchos más están en la hierba yacer en la hierba es la (in)actividad preferida de los ingleses en verano, rebozándose de sol o metiéndose discretamente mano. Bajamos luego la colina y paseamos por entre algunos de los veinticinco estanques del parque, en varios de los cuales se puede nadar. Uno es solo para hombres y, en efecto, solo vemos a bañistas varones. Su condición salta a la vista: vientres repujados de músculos, slips minúsculos y, en no pocos casos, turgentes de meollo y mucho aceite corporal, que algunas parejas se aplican mutuamente con meticulosidad de novios recientes. Algo más allá hay otro estanque solo para mujeres, aunque a este no podemos llegar, porque no se accede directamente, sino por un camino que veda la entrada a quien no lo sea. La separación por sexos, de origen victoriano, se da, pues, también aquí, en la capital de la democracia, y no solo en Yemen o Afganistán. Después de constatarlo, progresamos hasta Highgate, otro lucido barrio londinense, y seguimos descubriendo leyendas mordaces, aunque algunas sean intraducibles: "Alcohol and calculus don't mix. So if you drink, don't derive", y, a continuación, una derivada ("El alcohol y el cálculo son incompatibles. Así que, si bebes, no derives", lo que supone un juego de palabras entre "drive", conducir, y "derive", derivar, hacer derivadas). De Highgate volvemos al centro de la ciudad por Islington, un barrio populoso en el que ha vivido hasta hace poco el también populoso Boris Johnson, exalcalde de Londres y brexita militante pero menos agraciado que los que llevamos recorridos esta mañana. Vemos una tienda de patinetes, y solo de patinetes, y un local donde se diseñan pasteles, y solo pasteles. Pasamos al lado del estadio del Arsenal, el Barça de Londres, aunque sin su historial glorioso (el Madrid es el Chelsea, desde luego), y reconocemos a sus muchos aficionados, uniformados todos con la camiseta roja del equipo. Otra cosa que los hermana es que casi todos sostienen una pinta de cerveza en la mano. Por entre los ruidosos corros que forman, pasan a veces mujeres con niqabs, es decir, cubiertas completamente, excepto los ojos, por un capisayo negro. Como la caminata ha sido de aúpa, cogemos un metro en la siguiente parada que encontramos y volvemos a casa. Allí cenamos en el patio, un exiguo reducto de la propiedad que adornan una palmera enana y una no menos lacónica enredadera, y del que solo podemos disfrutar los meses de verano: los demás del año nos limitamos a verlo inundado por la lluvia (que está pudriendo la mesa y las sillas de madera) o inaccesible por el frío. Está encajonado entre otros patios vecinos y las paredes de los edificios circundantes, pero aun así nos gusta: supone una expansión del piso que nos alivia de su pequeñez. Es muy difícil que un propietario inglés renuncie a un jardín propio. Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un propietario inglés renuncie a un jardín propio. Aunque viva en un rincón, en un ground floor o en el barrio menos afortunado de la ciudad, peleará por hacerse con un espacio individual donde sembrar césped y cuatro plantas, que cuidará con dedicación benedictina. Cenamos, y me invade la melancolía: mañana ya tengo que volver. Y así es, claro. Despunta un día soleado los días soleados son infrecuentes pero maravillosos en Londres; lamento que este haya llegado cuando me he de ir y me pongo en marcha. Cuando salimos a la calle con las maletas Álvaro me acompañará a Victoria, todo está como lo recordaba: el dueño del restaurante italiano en el que solíamos comer, al que llamábamos el mafioso no por nada, sino porque a todos los italianos gordos que se sientan a la puerta de su establecimiento, hablan en dialecto siciliano con sus compatriotas y conducen un Rolls Royce dorado, como hace este por las calles de Battersea, nos gusta creerlos mafiosos—, está a la puerta de su establecimiento, habla en dialecto siciliano con un compatriota y me saluda con una leve inclinación de cabeza (me reconoce aún, después de casi seis meses de ausencia: para él, sigo siendo un vecino); el cajero del Tesco continúa dándonos el dinero que necesitamos; y la estación de Victoria está tan atiborrada como siempre. Pero algunas cosas sí han cambiado: el Gatwick Express es nuevo, ahora de color rojo. Llego al aeropuerto sin novedad y tampoco hay novedad en el vuelo de Easyjet: tiene un retraso de una hora, y el avión, cuando montamos por fin en él, está sucísimo: con las migas que hay en el suelo de mi fila de asientos podría jugarse a las canicas. El sobrecargo se suma al jolgorio general anunciando que viaja con nosotros un pasajero con alergia a los frutos secos, y que eso impedirá que sirvan hoy productos que los contengan; también nos pide que no los consumamos. Una mujer saluda su petición con varios comentarios en voz alta, que no sé si son jocosos o groseros: "¡Eso! Y nosotros, que somos muy educados y solidarios, no comeremos frutos secos. ¡Venga! ¡Que todo el mundo se libre de sus frutos secos!". Es la misma tipa que me ha preguntado en la sala de embarque, cuando ya estábamos dentro, si el vuelo que salía de allí iba a Madrid. Le he dicho que sí (aunque, si hubiera sabido la que iba a montar luego, a lo mejor le habría dicho que iba a Tombuctú). "Es que me lío", ha precisado. Pero la cosa no acaba ahí: cuando despegamos, da otra voz, que retumba en toda la cabina del avión: "¡Ya era hora, cabrones!" (con lo que, a pesar de su ordinariez, muchos estamos de acuerdo, debo decir). Durante el vuelo, no deja de canturrear, dar palmas y soltar exabruptos sin destinatario conocido, pero que todos oímos. Y, cuando estamos aterrizando, se pone de pie para hurgar en el compartimento del equipaje lo que le merece una bronca por megafonía de una azafata, a la que ella no presta atención, porque no se sienta hasta que ha acabado de hacer lo que quiera que esté haciendo, aplaude sarcásticamente cuando ya rodamos por la pista, salta del asiento en cuanto nos paramos, arrollando a varios pasajeros, al grito, poco preciso gramaticalmente, de "¡Vamos, vamos, que es gerundio!", y remata su nada complaciente valoración del trabajo de la tripulación con un estentóreo "¡Venga, que sois más lentos que el caballo del malo!". Hombre, no ha sido Melendi, pero como pasajera tocacojones no está mal. Quizá tenga tanto miedo a volar que lo combata con este despliegue de groseros pronunciamientos, porque toda exhibición oculta en realidad una carencia; o quizá esté mal de la cabeza; o quizá, simplemente, se haya tomado demasiadas pastillas (o demasiado pocas). Pero el último incidente del viaje no lo protagoniza ella a la que veo alejarse por la terminal de Barajas arrastrando ruidosamente el trolley por las escaleras de bajada, sino un caballero con un enorme carro de equipaje, cargado hasta los topes, que me precede en una escalera mecánica de subida. Al llegar arriba, un pico del carrito se le engancha en la parte inferior del pasamanos y no puede salir, lo que nos empuja hacia atrás, a nosotros y a los que nos siguen, y amenaza con precipitarnos escaleras abajo. En realidad, la situación es ridícula: retrocedemos en una escalera de subida. El hombre, que no puede con el peso del carro, se limita a hacer aspavientos y exclamar: "¡Joder, joder, joder!". Yo, asomado ya al abismo, pienso que eso es exactamente lo que el hombre está haciendo, jodernos, y pruebo a darle un empujón al carrito, que se me ha venido encima, en confusa amalgama con el hombre. Eso basta: el trasto se desencallada y podemos salir por fin de la inexorable trampa mecánica. Me alegro de haber sido capaz de, literalmente, echar una mano.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Un finde en Londres (I)

Desde que volví a España para establecerme en Mérida, no había regresado a Londres. Pero allí siguen Ángeles y Álvaro, y, aprovechando el puente de la Asunción de la Virgen, decido hacerles una visita. Quiero verlos, como es natural, pero también me apetece cultivar la nostalgia: recorrer otra vez los lugares recorridos docenas de veces, visitar los lugares ya visitados, llenarme de nuevo del aire y del espíritu (y probablemente de la lluvia) de la ciudad. Es una forma como otra cualquiera de luchar contra el paso del tiempo: repitiendo lo ya vivido, uno se figura que vuelve a ser quien era entonces, que los meses o los años no han transcurrido desde aquellos momentos, acaso infelices o turbulentos, pero a los que la memoria dota de una pátina de complacencia. En cuanto piso Gatwick, huelo otra vez Inglaterra porque eso, los olores, son siempre lo que se impone en mi percepción y recupero, de pronto, los gestos que fueron automáticos pasar el control de pasaportes, dirigirme al Gatwick Express, leer las pantallas de información de los trenes, pero que ahora estaban enterrados por una cotidianidad distinta y que el olvido iba taladrando silenciosa e implacablemente. No distingo el paisaje, que, ya de noche, es una inmensa masa oscura agujereada por las luces de los pueblos y las estaciones a las que llegamos. En Victoria me viene a recoger Ángeles con un taxi. El taxista es nepalí. Nunca había conocido a ninguno de esta nacionalidad en los black cabs, pero no me extraña: el colectivo de los conductores de taxis londinenses debe de ser más internacional que las Naciones Unidas. Apenas llegar a casa, me derrumbo en la cama el viaje desde Mérida ha durado doce horas, con ocho conexiones: en Madrid había obras en las vías del tren y duermo de un tirón hasta bien entrada la mañana siguiente. Decidimos entonces pasear por Shoreditch, un barrio que está de moda, a pesar de sus orígines poco limpios, vinculados al sewer ditch, es decir, al canal de desagüe que lo cruzaba en la Edad Media. Tan sucio se reputaba que no es extraño que aquí se fundara, en 1576, el primer teatro de Inglaterra, en el que se representaron algunas obras de Shakespeare: en aquella época, el teatro era una actividad propia de gente fementida e inverecunda, y su ejercicio, si llegaba a tolerarse, se confinaba extramuros, donde no pudiese perturbar las buenas conciencias de los londinenses de pro. Hoy Shoreditch sigue manteniendo un aire alternativo y un poco bohemio, aunque el bestial aumento de los precios de la vivienda, acorde con la indeclinable pujanza del mercado inmobiliario en la capital británica, demuestra que los negocios y los pijos han puesto sus ojos en él. Cuando ya estamos en Kingsland Road, compro El País, que en Mérida me resulta difícil de conseguir no hay ningún quiosco cerca de donde trabajo ni de donde vivo, y compruebo que cuesta diez peniques más: el tiempo pasa, y una buena demostración es que los precios suben. En la calle miro a mi alrededor y constato la inigualable mezcolanza de tipos humanos que siempre me ha cautivado de esta ciudad: nos cruzamos con un punky de geriátrico, un sesentón con una cresta amarilla de medio metro en la cabeza y un kilo de tachuelas distribuidas por el cuerpo: parece sacado de un álbum de razas humanas de mi adolescencia; con un perro con gafas; con un número indeterminado de perroflautas (con más perros que flautas, eso sí: aquí son unos grandes amantes de los animales); con un japonés con el pelo rosa; con una inglesa con el pelo naranja (y la camiseta rosa); con otra muy delgada que camina leyendo un libro de Penguin y esquiva a los demás viandantes sin levantar la vista de la página, como un murciélago; con una pareja de hombres que se besa y restriega con pasión de dormitorio en una balaustrada de piedra; con un joven vestido de Luke Skywalker; con otro con una curda formidable, pero que hace eses con discreción, a la inglesa, sin molestar, y alcanza, no sé muy bien cómo, a meterse en un taxi; y con una gorda que apenas pueda caminar y parece que vaya a elevarse en cualquier momento como un globo de helio. Los edificios y objetos de las calles acompañan este fenomenal revoltijo: junto a pequeñas iglesias góticas se alzan rascacielos de aluminio y cristal, y en la calzada no dejan de cruzarse Rolls casi invariablemente conducidos por árabes y los vehículos más estrafalarios (si es que el Rolls no es también, ahora que lo pienso, un vehículo estrafalario), algunos de los cuales se dirían sacados de Los autos locos. El destino de nuestra deambulación es el museo Geffrye, uno de los más curiosos de una ciudad en la que abundan los museos curiosos. Conforme nos acercamos, observamos que  menudean los restaurantes vietnamitas: esta debe de ser, pues, una zona de emigración del país asiático. En Londres, como en tantas otras grandes capitales, los diferentes colectivos de inmigrantes tienden a establecerse en unos mismos barrios, o a crearlos. Es un mecanismo de defensa: los guetos los aíslan, pero también los amparan, por lo menos hasta que estén en condiciones de integrarse en el resto de la urbe y la sociedad. Estamos tentados de quedarnos a comer en uno de ellos, pero tenemos ganas de llegar al museo y, además, sabemos que las galerías londinenses suelen tener cafeterías donde se puede comer muy dignamente en un ambiente relajado. De forma que seguimos hasta el Geffrye, que ya no dista mucho de donde nos encontramos. Al llegar, nos impacta su patio, un rectángulo de césped armoniosamente flanqueado por árboles frente al edificio de 1714, oscuro pero noble, que hizo construir el alcalde, presidente de la cofradía de ferreteros y filántropo Robert Geffrye, y que fue mucho tiempo asilo de ancianos. El lugar, de hecho, aunque reconvertido en el museo que es hoy, sigue acogiendo a gente necesitada: en los bancos dormitan dos mendigos, un hombre y una mujer, una bag lady, de esas que arrastran sus míseras pertenencias en un racimo gigantesco de bolsas. El hombre, con la delicadeza que caracteriza a los pedigüeños británicos (y solo a ellos: en ningún otro lugar del mundo he visto a los indigentes limosnear con tanta urbanidad), ha escrito en un cartón: "Could you please donate some money for food and shelter at night?" ("¿Podrían, por favor, donar algún dinero para comer y cobijarme por la noche?). Pero, junto con los pordioseros, otra gente está tirada en la hierba, y estos no parecen necesitar la ayuda del prójimo: se limitan a tomar el sol, desnudos de cintura para arriba; en los parques de la ciudad, cuando hace bueno, ni hombres ni mujeres tienen empacho en hacerlo en bañador. Nada más llegar, comemos, como habíamos planeado: una sopa de tomate excelente y una original ensalada de remolacha, naranja y menta, bien regadas con una artesanal shoreditch blonde, cuyo afinado sabor a cebada me golpea con tacto el paladar; y, de postre, un trozo de pastel de zanahoria, en el que encuentro un pelo. Ese pelo amenaza la perfección de la mañana; ese pelo puede emborronar un día que se promete inmejorable. Pero no estoy dispuesto a que lo haga: con entereza de ánimo, lo aparto del bizcocho, pongo el pensamiento en otra cosa y sigo comiendo. Mientras almorzamos, vemos pasar, junto a donde estamos, un convoy del overground, el metro elevado de Londres. En la incesante amalgama de la ciudad, esta confusión de espacios trenes y museos, Rolls y perroflautas, mendigos y ociosos no chirría, ni contamina al bueno con la irradiación del malo, antes bien, resulta atractiva y hasta fascinante. El museo Geffrye, dedicado a la historia de la decoración de interiores inglesa, expone once habitaciones características de las casas británicas desde 1600 hasta 2000. Pero no son los cuartos de los ricos o poderosos, como se ven en los innumerables palacios y mansiones del país, sino los de las clases medias y urbanas: aquellas que tejieron la sociedad inglesa desde los prolegómenos de la revolución industrial hasta hoy mismo. Y, si lo pensamos bien, es lógico que haya un museo así: en los países fríos (y de carácter frío), el hogar es el reducto cálido e inevitable, el lugar donde se pasa la mayor parte de la vida (salvo la destinada al pub) y, por lo tanto, el punto más importante de la vida familiar y, durante varios siglos, también de la vida social. Las once habitaciones están acompañadas por una exposición temporal sobre el servicio doméstico, que informa sobre las tareas que los criados han realizado a lo largo de la historia y la evolución en el trato que les han dado sus amos, y que nos permite averiguar, por ejemplo, que, en el siglo XVII, la orina se utilizaba como quitamanchas de la ropa o que, en el XVIII, los domésticos todavía despiojaban a los señores; y también que, como consignó una señora en su diario, "laundry was not men's business" ("hacer la colada no era cosa de hombres"), algo que, a diferencia del uso de la orina, muchos hombres siguen sosteniendo hoy. Los manuales del servicio decimonónicos recordaban a las sirvientas que llevaran siempre los pies limpios para no ensuciar las habitaciones inmediatamente después de limpiarlas, y que anduvieran sin hacer ruido para no despertar a la familia. Y debían de ser libros muy leídos y con mucho predicamento, porque en 1851 el 10,4% de la población de Londres se dedicaba al servicio doméstico. Entre las habitaciones aparece la capilla del asilo que fue el museo, blanca, con el Credo y el Padre Nuestro inscritos en las paredes. Y, en los últimos aposentos representados, llama la atención la paulatina introducción de elementos sanitarios y de la tecnología en el hogar. Los retretes, por ejemplo, y los sistemas de desagüe de la ciudad se instalaron en la segunda mitad del XIX, cuando se acreditó la relación entre su ausencia y las epidemias de cólera que periódicamente la sacudían. También nos fijamos en una aspiradora prehistórica, un carpet sweeper compuesto por un mango de escoba y dos rodillos de funcionamiento contrario, que absorbían el polvo empujándolo el uno contra el otro y depositándolo en una cajita ad hoc. No nos vamos del Geffrey sin pasear por sus pequeños pero afamados jardines, aunque hemos de hacerlo deprisa, porque son las cinco y ya cierran. Se dividen en un huerto medicinal, que huele muy bien (aunque contiene algunas especies muy venenosas, como el acónito), y una parte recreativa, en la que, de nuevo, encontramos a gente tumbada en la hierba, donde hay grandes dominós, petancas y ajedreces para que los desocupados se entretengan. Luego enfilamos por Bishopsgate, pasando por delante de algunos magníficos edificios de art déco que conviven con pubs llamados, por ejemplo, Dirty Dicks que, aunque debe de tener algún otro significado, yo no puedo dejar de traducir como "pollas sucias" hasta la recoleta plazuela de Saint Helen, con su hermosa iglesia del siglo XII, remodelada en 1995, tras sendos atentados terroristas en 1992 y 1993. De allí, tras una larga caminata, llegamos al malecón de Saint Katherine, un embarcadero junto a la Torre de Londres, que la gran mayoría de los miles de turistas que atiborran siempre la Torre, pastoreados por sus férreos guías o embutidos en la visita que han de despachar en pocos días, no llegan a conocer nunca, aunque está a unos pocos pasos. Tomamos sendas copas de vino blanco y unas aceitunas grandes como ojos en un local regentado por un italiano y nos encaminamos por fin al muelle del Puente de la Torre, en el que cogemos uno de los transbordadores que circulan por el Támesis para llegar a Westminster. El día está declinando y las grandes construcciones en las riberas del río, o en el mismo río, como el crucero HMS Belfast, brillan con la luz del ocaso o con su propia iluminación, que se funde con el sol agonizante. Las torres del Puente de la Torre ya no son grises, sino púrpuras, y el London Eye, cuando lo alcanzamos, esplende, rojo. Pasan otros barcos, como el Silver Sturgeon, "El esturión de plata", que vuelca el blanco chillón de sus neones en la negrura espesa del Támesis. En Westminster, ya solo nos falta coger un autobús para llegar al casa. Al subir, el conductor recrimina a una pasajera negra que acaba de montarse con dos compañeras que una de ellas no ha pagado. La joven le responde que sí lo ha hecho: "What's wrong with you? Are you blind?" ("¿Qué diablos te pasa? ¿Estás ciego?"), le pregunta, muy enfadada. Y yo pienso que, si estuviera ciego, tanto ella como nosotros haríamos muy bien en bajarnos corriendo del autobús.