miércoles, 29 de noviembre de 2023

Las iglesias de San Pedro, en Terrassa

Visito hoy la Seu d’Ègara, el conjunto monumental de las iglesias de San Pedro, en Terrassa, en la grata compañía de mi amigo Juan Carlos. Ya intentamos hacerlo la semana pasada, pero cometimos un error de principiantes: no comprobar que estuviese abierto. Era lunes, y los lunes casi todos los museos y monumentos de España cierran; y este no era una excepción. Volvemos hoy con ímpetu renovado, seguros de que el conjunto no nos va a dar con la puerta en las narices. Al llegar, nos damos cuenta de que la visita será doblemente agradable, porque apenas hay visitantes. Pasear a solas, o casi, por un lugar como este siempre se me ha antojado un lujo. La tarde está ventosa y el cielo, gris, y hasta chispea un poco, pero no nos preocupa: nuestra visita será mayormente de interior. Además, la tiniebla incipiente que nos envuelve se acompasa con el románico del conjunto, austero, introvertido, esencial. Para comprar las entradas —que a unos visitantes provectos como nosotros nos salen baratas, a dos euros y medio—, hemos de pasar por una habitación diáfana solo ocupada por un extraordinario retablo de Lluis Borrassà, de 1411, compuesto por trece tablas, muy expresivas y coloristas, sobre la figura de San Pedro, el patrón del lugar. Al salir de la taquilla, ubicada en la antigua residencia episcopal, vemos el baptisterio del siglo VII y, gracias a un firme transparente, parte del subsuelo. La Seu d’Ègara fue sede del obispado homónimo entre mediados del siglo V, cuando los visigodos ya se habían establecido en la península, y el siglo VIII, en que los sarracenos decidieron que ellos serían los nuevos ocupantes del lugar, aunque la alegría les duró poco, porque los francos decidieron enseguida despedir a la morisma y establecerse ellos. La historia no deja de ser una historia de cambios y reemplazos. Aquí mismo, los primeros asentamientos humanos documentados se remontan al Neolítico, unos tres milenios antes de Cristo (y se comprende: el emplazamiento se situaba entre dos cursos de agua, imprescindibles para la vida), luego fue territorio ibero y más tarde romano, visigodo, árabe y, por fin, hispano. Simplificando mucho, claro. Juan Carlos y yo empezamos el recorrido por la iglesia de Santa María, la primera de las tres que componen el conjunto. Santa María es de un románico sobrio, valga la redundancia, limpio y luminoso, cuyo suelo conserva restos de mosaicos romanos con figuras de pavos reales. Varios retablos nos llaman la atención. El primero es el de los santos Abdón y Senén (cuyos nombres me recuerdan a los que Camilo José Cela solía poner a sus personajes colmeneros o carpetovetónicos; según las crónicas antiguas, Abdón y Senén eran unos sepultureros persas), debajo de los cuales aparecen los santos médicos Cosme y Damián, pintado por Jaume Huguet en 1458, y que ilustra el martirio y muerte de aquellos, causada por decapitación con una suerte de guillotina antigua. La escena me enseña que perder la cabeza no suponer perder la santidad: el aura que la representa sigue rodeando la testa cercenada (que ahora mismo no sé si pertenece a Abdón o a Senén). La obra es narrativa y detallista, y predomina en ella el color rojo, metáfora de la sangre derramada por los mártires cristianos. Como también lo es el retablo de San Miguel, obra de Jaume Cirera i Guillem Talarn, de 1451, que describe unas bonitas peleas entre ángeles y demonios, y pinta también varias escenas de la Pasión de Cristo. De nuevo, la sangre y la violencia llenan el cuadro, para ilustración de los analfabetos cristianos de su tiempo, envueltas en el halo de refinamiento, color y exquisitez del primer Renacimiento. Pero debo reconocer que lo que más me ha atraído siempre de la iconografía cristiana han sido las imágenes del infierno, con sus condenados al fuego eterno, sus réprobos maravillosamente torturados, sus monstruos brueghelescos y sus demonios con cola, cuernos y tridentes. Ah, qué cosa tan fenomenal, entre el expresionismo y el teatro del absurdo, entre el humor más descacharrante y la maldad más atroz. Nos llaman también la atención, en una absidiola con pinturas murales románicas de finales del siglo XII, unos frescos de un Cristo en Majestad y escenas del martirio de santo Tomás Beckett, en tonos rojos y blancos. En la franja superior, aparece Cristo entronizado en la mandorla o almendra mística; en la inferior, vemos escenas del martirio de Becket, desarrolladas cinematográficamente: la acusación, el asesinato y el entierro. En esta franja, abundan las figuras con espadas, que supongo corresponden a las de los cuatro caballeros anglonormandos que le reventaron la cabeza a golpes de espada, por orden del rey Enrique II, mientras rezaba en la catedral de Canterbury. Todo volvió, pues, a llenarse de sangre. La sangre es muy importante en el cristianismo, tanto que hasta se convierte en vino y se la beben. Nos intriga la presencia de un santo inglés en una iglesia de Terrassa, aunque se trate de un santo y mártir de la Iglesia católica (y de la anglicana) desde 1174 (lo canonizó el papa Alejandro III solo tres años después de su muerte: a una velocidad vertiginosa, considerando la rapidez con la que actúa la Iglesia en estos casos, y en todos). Aunque recordamos que no es el primer vínculo fuerte que se ha llegado a establecer entre la Pérfida Albión y esta vieja ciudad catalana. A finales del siglo XIX y principios del XX, los empresarios que habían hecho de Terrassa una de las capitales de la industria textil en España (Sabadell, que fue otra, está aquí al lado) visitaban a menudo Inglaterra, la primera potencia textil del mundo, para mejorar las técnicas de producción que se habían implantado en sus fábricas y conocer formas más eficaces de explotar a los obreros, y entonces descubrieron algunos deportes, como el hockey sobre hierba, que los ingleses practicaban con ahínco, y los importaron a su tierra. Por eso Terrassa ha sido, desde hace más de un siglo, la capital española del hockey sobre hierba, ese deporte fundamental que consiste en llevar una bola, a garrotazos, hasta la portería contraria. De la iglesia de Santa María pasamos a la de San Miguel, un templo funerario, aunque durante algún tiempo se creyó un baptisterio. San Miguel ocupa el centro del conjunto monumental, entre las dos iglesias principales, la de Santa María y la de San Pedro. Y, aunque es el más pequeño, es el que tiene más encanto, el que me parece más auténtico. Conserva la planta primitiva entera, cuadrada, cubierta por una cúpula sostenida por ocho columnas hechas con restos del templo visigótico y cuatro capiteles tardorrománicos. Debajo de la cúpula está la piscina del baptisterio, octogonal, en cuyo centro se alza la estatua de un cervatillo que bebe. Esta figura no es original, desde luego. Alguien, en algún momento, debió de pensar que era una buena idea salpimentar ornamentalmente un lugar tan recogido con una figura animal. Y no digo yo que esté mal de hecho, tiene encanto—, pero no sé si un templo funerario cuyos orígenes se sitúan en el siglo VI es el emplazamiento adecuado para una obra de estas características, que no es, obviamente, ni protocristiana, ni visigótica, ni románica, ni nada. El lugar está en penumbra y el silencio es absoluto. Durante un buen rato, solo lo rompen el roce de nuestros zapatos contra el suelo. Luego entra una pareja de turistas franceses y el encanto se resquebraja. No obstante, perdura todavía la sensación de que estamos en otro universo, en un paréntesis de tiempo, aislados de todo bullicio y de toda urgencia. Debajo del ábside se encuentra la cripta de Sant Celoni, con una capilla trilobulada, cuya puerta de acceso data de los siglos IX y X, aunque las pinturas murales del ábside se remontan al siglo VI, con una escena de Cristo rodeado de ángeles y, debajo, los doce apóstoles. El pavimento es de picadís, una técnica romana que en los manuales de construcción recibe el nombre de opus signinum, y que consiste en apisonar tejas partidas en trozos pequeños, mezcladas con cal. En este conjunto delicioso disuenan los modernísimos vidrios colocados en las ventanas, en los que se refleja la cara de los visitantes, y donde leemos, impresos, varios desconcertantes “te amo” (quizá sean la versión industrial de las apasionadas inscripciones de los novios en la corteza de los árboles). La última parada de la visita es la iglesia que da nombre al conjunto, la de San Pedro, la más grande de las tres, cuyos orígenes se sitúan entre los siglos VI y VIII, y la única que hoy funciona todavía como parroquia. Para llegar a ella, apenas hemos de andar unos metros. Todo el suelo exterior del recinto restaurado, como las propias iglesias, desde 2009— reproduce la desordenada red de tumbas y pozos del conjunto monumental, donde, en su momento, la gente no solo rezaba, sino que vivía y moría. Cuando entramos, alguien está ensayando al órgano. En la única nave con que cuenta, observamos el retablo de piedra del altar mayor y las pinturas murales que lo adornan, prerrománicas, muy deterioradas. También reconocemos una virgen de Montserrat moderna en una capilla, y, en otra, una Madre de Dios de los Payeses. En las paredes hay varios cepillos que piden para los pobres y el culto de las almas: hay que recordar que esto es una parroquia. De los años infaustos del covid, han sobrevivido, junto a la puerta, una “estación de higiene”, con un depósito de desinfectante, y, a su lado, un dispensador metálico de agua bendita. De este modo tan aséptico podían los fieles mojarse los dedos con el líquido sagrado sin necesidad de sumergirlos en una pila comunal, que, en lugar de repartir espiritualidad, repartía virus. Es un raro ejemplo de adaptación de la Iglesia a los tiempos. Pero a la fuerza ahorcan. No lejos de la “estación de higiene” quedan los lavabos, o, como dice el cartel que los señaliza, los lavatrinae. Juan Carlos y yo nos sentamos en los bancos de la iglesia para disfrutar de la música del órgano, que sigue sonando. Es un ensayo, sí, pero el intérprete demuestra estar ya muy entrenado. Las notas de los tubos se mezclan tenuemente con el rumor de la lluvia, fuera.

jueves, 23 de noviembre de 2023

La letra con sangre entra

La sociedad lleva bastante tiempo ya denunciando e investigando —y esperemos que llegue pronto también el momento de la reparación, si es que alguna reparación es posible— el vasto y horripilante mundo de la pederastia en la Iglesia, algo que casi todos sabíamos desde hacía décadas, si no siglos, pero que solo se decía en voz baja, como una suerte de chascarrillo acre, como uno más de los peajes terribles, pero asumidos, que uno pagaba en este país por una educación supuestamente mejor: los curas metían mano y a veces algo peor, pero qué le íbamos a hacer. Uno se aguantaba y seguía adelante. No obstante, yo, que fui durante once años a un colegio de curas, nunca viví la espantosa experiencia de que un ensotanado se frotara contra ti, ni sé tampoco de ningún compañero que la sufriera, por suerte. Aunque sí viví (vivimos todos) otra clase de experiencia que los sacerdotes se afanaban en procurarnos —quizá no tan penosa, pero que dejaba asimismo un recuerdo imborrable— y que consistía en ser hostiado, y no en el sentido eucarístico, sino en el puramente físico. Era curioso que los curas manejasen con soltura equiparable ambas hostias, tan distintas entre sí: la de misa, que dispensaban con mano mansa y hasta genuflexa, y la del guantazo, que administraban con abnegación cristiana (aunque sospecho que también con recóndito placer). Hoy es impensable que un profesor, ni nadie, le ponga la mano encima a un chico y mucho menos a una chica: se le caería el pelo hasta del sobaco. Pero cuando yo estudié la EGB, y hasta el BUP, las galletas iban que volaban; es más, la violencia, una hidra de infinitas cabezas, estaba arraigada en la educación como uno de los métodos pedagógicos más eficaces. Y, sí, eficaz lo era, igual que una patada en los huevos aplaca la inquietud sexual. Esta contundente pedagogía se extendía, en los colegios católicos, a muchos profesores laicos, que veían amparada su práctica por la tolerancia e incluso el estímulo eclesial. El abanico de torturas que los curas y sus adláteres seglares nos tenían reservado era profuso e imaginativo. La figura más egregia de la congregación en la esforzada tarea de tundir a los alumnos era el inolvidable padre Carrasco, que, siempre enfundado en su elegante clergyman gris y su alzacuellos (era un cura posconciliar), y con el pelo pulquérrimamente engominado, había sofisticado el clásico tortazo, que es a la bofetada lo que la posición del misionero al coito. Porque el buen padre no solo largaba uno, con la mano derecha, sino que le sumaba un segundo, simultáneo, con la izquierda. Con lo que conseguía que la fuerza de ambas manazas confluyera íntegramente en la cabeza de su víctima, sin que parte alguna de ella se perdiese en el vacío, por inercia, y, por lo tanto, que al doblemente abofeteado se le apareciera, de golpe, y nunca mejor dicho, un dolorosísimo castillo de fuegos artificiales ante los ojos y sintiera que un yunque le había aplastado el cráneo. Aquella práctica, que el padre Carrasco había heredado, sin duda, de sus ilustres antecesores de la Inquisición, tenía otra ventaja para el golpeador, y es que te dejaba un intenso dolor de cabeza el resto del día, lo que constituía un inmejorable recordatorio de las desagradables consecuencias que podía tener que no te callaras cuando el padre Carrasco te decía que te callaras. Dado que todo esto sucedía hace más o menos medio siglo, supongo que ahora el padre Carrasco ya estará muerto (o quizá no; acaso sea un venerable nonagenario que se pase el día repartiendo sonrisas, como antes repartía mandobles). Si es así, espero que Dios no lo haya llamado a su lado, sino enviado a las calderas de Pedro Botero, y que arda allí, eternamente, con sus compañeros pedófilos. Otra práctica que involucraba al sopapo era aún más sofisticada. Esta no la llevaba a cabo al padre Carrasco, sino un profesor sin sotana, cuyo nombre he olvidado. Se trataba de apalear a los alumnos sin mancharse las manos, haciendo que se apaleasen ellos. El maestro hacía subir a los dos revoltosos a la tarima (se necesitaba que hubiera una pareja de infractores), los situaba frente a frente y les imponía el castigo de que se dieran mutuamente diez bofetadas. No exigía —y aquí estaba el pérfido busilis de la cosa— que las bofetadas tuvieran una fuerza determinada, sino solo que fueran bofetadas y que fueran diez. Los desventurados estudiantes empezaban todos, sin excepción, dándose unos bofetones que eran más bien caricias, pero el taimado profesor jugaba con la psicología infantil a su favor y sabía que, tarde o temprano, uno de ellos interpretaría que el otro lo había abofeteado más fuerte que él. En aquel momento se iniciaría una espiral de violencia irreversible que, con suerte, acabaría con los dos atizándose unas hostias capaces de tumbar a un peso pesado. Así vi que sucedía varias veces, ante la mirada complacida de aquel sádico camuflado de profesor de ciencias naturales. Otra forma de castigar sin ensuciarse las manos era tirando cosas: el escarmiento por vía aérea. Los profesores que preferían esta modalidad punitiva tenían a su disposición dos clases de proyectiles: las tizas y los borradores. Uno de ellos, Correas, también profesor de ciencias naturales (las ciencias naturales eran muy peligrosas en nuestro colegio), era muy hábil en esto: certero con la tiza, que producía un “¡clac!” muy divertido en la cabeza del bombardeado (y, a veces, un “¡ay!” aún más jocoso, si daba en un ojo), e infalible con el borrador, que conseguía que impactara siempre del lado de la madera, y cuyo sonido al alcanzar el objetivo, “¡cloc!”, resonaba gravemente en el aula, al modo de un proyectil de cabeza hueca (como solía estar la cabeza de quien lo recibía, seamos justos). El castigo artillero tenía la ventaja adicional de llenar la cara del bombardeado del polvo de tiza del que estaba impregnado, y hacer que pareciera un payaso, pero un payaso de esos de los cuadros, que lloran. No obstante, las posibilidades de infligir dolor al alumnado eran muchas, y la fértil inventiva de los maestros, religiosos o no, las había refinado hasta extremos propios del mandarinato chino. Había un profesor de inglés (nuestro colegio era muy moderno; tenía hasta laboratorio de idiomas, de cuyos magnetofones salían unas voces muy extrañas que pronunciaban palabras incomprensibles), un salvadoreño que se llamaba Colocho (era muy grandote y, como en aquellos tiempos arrasaba en los cines la película de John Guillermin, lo llamábamos el colocho en llamas), que se había traído de su país (célebre, entre otras cosas, por el refinamiento de la tortura que aplicaban sus militares, como el siniestro Roberto D’Aubuisson, adquirido en la estadounidense Escuela de las Américas) técnicas como las que ponía en práctica con nosotros. La más sofisticada consistía en ponernos de espalda a la pared y obligarnos a permanecer en cuclillas el tiempo que nos prescribiese. La razón de que nos pusiera no de cara, como se había hecho siempre —un castigo insultantemente inocuo—, sino de espalda a la pared, era porque así nuestros compañeros podían espantarse con las expresiones de dolor que muy pronto empezaban a dibujarse en la cara del torturado y que iban creciendo, grotescamente, hasta que parecía desencajado por completo. Estar acuclillado más allá de unos pocos minutos causa un dolor insoportable en las rodillas, la espalda y el cuerpo todo. La contrahecha inmovilidad a que nos obligaba el Colocho era un suplicio, que era de lo que se trataba, supongo. Otro fino tormento consistía en tirarnos de las patillas, pero no hacia abajo, siguiendo su caída natural, sino hacia arriba, haciendo que nos estirásemos como un junco y acabáramos de puntillas, intentando rebajar el dolor insufrible que aquel tirón nos producía. Yo nunca he deseado más flotar, o levitar, que cuando alguno de nuestros beneméritos profesores me izaba a las alturas de aquellos pelos malhadados (hasta el punto de que algunos, amantes de las curras [Curro Jiménez estaba entonces también en pleno éxito], pero también víctimas del procedimiento, decidieron afeitárselas para no facilitarles el trabajo a sus maltratadores). Pese a todo, el ejercicio sistemático de estas exquisitas sevicias no estaba reñido con la práctica de la violencia más elemental. Las guantadas directas, sencillas, limpias como una mañana de primavera, por cualquier impertinencia o indisciplina, no eran infrecuentes en las aulas y los pasillos. Los capones, repartidos asimismo con liberalidad, enriquecían metacarpianamente aquella violencia cotidiana. Un profesor de gimnasia —y exparacaidista— le propinó un puñetazo a un alumno que se le había puesto en guardia (las horas de patio también eran muy entretenidas en mi colegio). Y vi a otro, de historia y latín, abandonarse un día a un frenesí de golpes contra un desdichado enredador: le atizaba con ambas puños, como un molinillo, sin parar, entre lágrimas e hipidos (del profesor, no del alumno). Cuando, tras unos momentos interminables, acabó la paliza, el perpetrador salió descompuesto del aula a acabar de llorar su suerte, y el perpetrado se quedó encogido en el pupitre, más asombrado que dolorido (aunque también), mirándonos con pasmo a todos, que también lo mirábamos a él, en medio de un silencio sobrecogedor.

domingo, 19 de noviembre de 2023

El peso de este mundo. Haikus con mariposa

La editorial La Garúa, nacida en la populosa ciudad de Santa Coloma de Gramenet, uno de esos lugares, en el cinturón industrial de Barcelona, que recibieron el aluvión de la inmigración del resto de España en los años cincuenta, sesenta y setenta, y que, quizá por eso, lleva décadas desarrollando una intensa actividad cultural, y particularmente poética, en la que priman el compromiso social, el mestizaje y la audacia, la editorial La Garúa, decía, es ya un veterano sello de poesía, con veinte años largos de vida y más de un centenar de títulos en su catálogo —entre los que figuran algunos grandes nombres de la lírica actual—, que ha sufrido algunos parones, obligada por las circunstancias, pero que siempre renace, pese a todas las adversidades, que en la poesía son muchas. Su capacidad de supervivencia está directamente vinculada a la personalidad resistente de su creador y editor, el también poeta Joan de la Vega. En la etapa que ahora inicia, ha inaugurado una nueva colección, de haikus, dirigida por uno de los poetas españoles que mejor conoce las tradiciones literarias orientales, gracias a su larga estancia en la India, Jesús Aguado. El haiku es la creación más universal de la literatura japonesa —más que el Genji monogatari, más que el teatro No, más que Mishima—: se ha difundido por el planeta y ha sido adoptado por todas las lenguas. Para explicar su éxito, se suele recurrir a su simplicidad. Y, es cierto, el haiku es una composición sencilla, pero su sencillez es engañosa. Captar, con toda su pureza, un momento de la vida, apresar en diecisiete sílabas la fugaz ligereza de lo que nos sucede, aunque lo que nos suceda sea doloroso, dibujar la plenitud del ser con una leve pincelada de apenas tres versos, y todo ello sin enjoyamiento, sin convertir el poema es pedrería metafórica, sino preservando la palpitación de lo vivo, la transparencia de la palabra verdadera, es de una dificultad diabólica. Quien lo probó lo sabe. El primer volumen de la colección de haikus de La Garúa, con el paradójico pero muy pertinente título de El peso de este mundo. Haikus con mariposa, es una antología de estos delicados tercetos, dedicados a las mariposas. Esta ha sido la “palabra de estación” utilizada para articular el libro: el motivo singular que, en la literatura nipona clásica, vincula las composiciones con una estación del año. No sé ahora mismo si la mariposa es una palabra de estación establecida en la tradición del haiku, pero da igual: en estos poemas funciona como espinazo colectivo, y lo hace fundiendo su propia levedad, la del frágil lepidóptero que colorea los paisajes del mundo, con la levedad constitutiva del haiku. Jesús Aguado firma un breve prólogo (no podía ser largo), inspirado en lo que han escrito sobre las mariposas Rafael Argullol, Marina Tsvietaieva, Erri de Luca, Christian Bobin, Ramón Gómez de la Serna y Mario Satz, y setenta y seis poetas colaboran en ella, entre los cuales celebro encontrar a muchos amigos admirados, como José Ángel Cilleruelo, Ernesto Hernández Busto, Ricardo Virtanen, Juan Manuel Uría, los propios Jesús Aguado y Joan de la Vega, Hilario Jiménez, Alejandro Duque Amusco y Agustín García Calvo. Me alegro también de que la selección incluya a otro amigo, el malogrado Manuel Lara Cantizani, fallecido en 2020, y algunos nombres grandes de la poesía en español, como José Juan Tablada —acaso el primer cultivador del haiku en nuestra lengua— o José María Millares Sall. He dicho que son setenta y seis los poetas antologados, pero voy a compartir un secreto: en realidad, son setenta y tres. El antólogo nos ha confesado que tres nombres son apócrifos. Yo ya he descubierto dos, pero aún ando a la busca del tercero. Aunque no importa. Lo realmente importante es disfrutar de esta muestra certera de los deliciosos poemas japoneses.

He aquí una pequeña muestra de la antología:

Señal de tráfico.
La mariposa vuela
desorientada.

    Susana Benet

Le resta un gramo
al peso de este mundo
la mariposa.

    Vicente Gallego

Me paro a ver
cómo la mariposa
también medita.
    Antonio Moreno

La mariposa
reparte sus temblores
en el cristal.

    Antonio Luces

Dos mariposas
apareadas, quietas,
como si nada.

    Isabel Escudero

las mariposas
que vuelan en tu estómago,
¿lo hacen por mí?
    Ferran Fernández

La mariposa
no sabe que la miro
cuando me ve.

    Manuel Lara Cantizani

Bajo la vía láctea
la mariposa
de la cometa.

    Samuel Yee Rangel

Y estos son los dos que yo he aportado:

Bisagra leve,
hipérbole de alas,
la mariposa.

La mariposa
resiste el vendaval:
es un milagro.

martes, 14 de noviembre de 2023

Monodia del no

No escucho la radio. No sé esquiar. No sé cocinar. No me gustan los programas de cocina de la televisión. No fumo. No escribo cuando soy feliz. No soy feliz. No quiero dormir solo. No plancho. No he publicado en la colección “Nuevos Textos Sagrados” porque su director, cuando le ofrecí un libro, ni siquiera sabía quién era yo. No estoy contento con mi cuerpo. No veo partidos de fútbol. No creo en Dios. No quiero morirme. Nunca me acuerdo de dónde he dejado las gafas. No soy joven. No he plantado un árbol. No dejo de querer a quienes he querido. No sé hacer nudos marineros. Nunca he ido de putas. No descarto ningún licor: todos me gustan, hasta el sake. No dejo en la estacada a los amigos. No seré abuelo. No dejo de desear cosas que sé que no conseguiré. No busco el peligro. No rehúyo el peligro. Nunca me he tatuado nada. No tomo horchata sin azúcar, cerveza sin alcohol, leche sin lactosa. No canto bien, ni muchísimo menos. No me depilo. No creo que todas las opiniones sean respetables, ni que todas las guerras sean ilegítimas. No me gusta el rap, ni el reguetón, ni el heavy metal. No alabo mis virtudes ni reniego de mis defectos. No llevo joyas. Nunca he pasado una tarde de sábado en un centro comercial. No sé nadar estilo mariposa. No eludo la contradicción. Nunca me abstengo en unas elecciones. No soy partidario de la crueldad, ni de la estupidez, ni de la injusticia. No participo en las redes sociales. No sé hablar japonés. No me gusta que las sábanas no estén bien metidas debajo del colchón cuando me acuesto, pero no me importa que el embozo sea escaso. No soporto el ruido. No celebro el día de mi santo. No recuerdo cómo se llaman los vecinos del primero primera. Ya no sé dónde meter los libros en casa. No dejo de ver la cara de mi madre y de mi padre. No tengo jardín. No sé qué habrá sido de Marta, ni de Karina, ni de Montse. No me gusta la soledad, pero no puedo evitar estar solo. No digo la verdad cuando pueda herir a alguien. No sé qué es la verdad. No soy tan inteligente como me gustaría. No se me da mal hablar en público. No soy capaz de escribir novelas. Nunca hago la cama al levantarme. No tengo mentalidad de empresario: ni con una pistola apuntándome al pecho habría podido dedicarme a los negocios. No respondo al teléfono cuando suena a la hora de la siesta. No me dedico a la caza. No practico squash. No sé cómo se llaman las plantas ni los árboles que veo en los parques. No quiero volver a Londres para que no me aplaste la melancolía. No aguanto a los conspiranoicos, ni a los testigos de Jehová, ni a los fascistas. No dejo de pensar en qué escribir en este blog. No cojo los ascensores, salvo que vuelva a casa cargado con la compra. No creo en las patrias. No entiendo de mecánica ni de metafísica. No sé cambiar una rueda. No sé arreglar un enchufe. No me gusta la Navidad. No veo películas de superhéroes. No he alcanzado la ataraxia por la que abogaban los griegos, ni el nirvana de los budistas, ni la paz interior que persiguen los cristianos. No he olvidado a mis abuelos, a quienes no conocí. No sé hacer tablas de excel. No pasaré a la posteridad. No creo que la ley no deba ser igual para todos, pero tampoco que nadie sea mejor que nadie. No participo en las reuniones de la comunidad de vecinos. No cultivo orquídeas ni bonsáis. No tengo perro. No se me escapa que dos noes son un sí. No me gustan los gatos. No tengo un seguro privado de salud, ni de decesos. No he leído Patria, ni nada de Vargas Llosa desde La guerra del fin del mundo, ni a Almudena Grandes. Nunca he estado en Uzbekistán. No conozco Venecia. No me gusta conducir. No me gusta decir “no”. No quiero depender de nadie. No leo la mayoría de los libros que compro o que me regalan. No estoy seguro de casi nada. No entiendo cómo se puede votar a Isabel Díaz Ayuso. Tampoco entiendo a Derrida. No tengo prisa. A veces, no recuerdo cómo me llamo. No me agradan las librerías de viejo —su olor anciano, la oscuridad, el polvo, la cara sombría del librovejero—, pero no puedo dejar de visitarlas. No indultaría a Raphael si fueran a fusilarlo al amanecer. No me he liberado todavía de la terrible obligación de trabajar para vivir. No me gustan los bailes regionales. No perdono con facilidad, pero no me cuesta pedir perdón si creo que me he equivocado. Tampoco me sustraigo fácilmente a la tentación. No soy humilde. No aguanto la respiración demasiado tiempo. No me gusta Gil de Biedma, ni suelen gustarme aquellos a los que gusta. No soporto esos coches que pasan con las ventanillas bajadas y una música horrenda a todo volumen. No creo que se hayan inventado cosas mejores que la anestesia, el aire acondicionado y el orgasmo. No dudo en admirar a quienes merecen admiración. No recuerdo cómo se hace una sextina. Nunca he hecho el amor en una playa, ni en un ascensor, ni en el aseo de un avión. No envidio a casi nadie. No me desconozco cuando leo lo que escribí a los quince años. No hay nada más desagradable que el sonido de una taladradora delante de casa o una fiesta de dominicanos en el piso de arriba. No creo en la vida después de la muerte. No acepto esperar para que me den mesa en un restaurante. No me imagino nada más horroroso que trabajar en un banco, una compañía de seguros o un registro de la propiedad. No puedo mover las orejas. No soy hijo de una familia catalana de toda la vida, sino de inmigrantes pobres. No me gusta corregir pruebas. No sé regatear, ni con precios ni con pelotas. No sé reaccionar a las agresiones gratuitas de la gente. Nunca me aburro. No tengo cojones para muchas cosas. No comprendo la falta de educación. No creo que las mujeres sean mejores que los hombres, ni que se haya de plantear así el debate sobre la igualdad de los sexos. No me gusta el papel reciclado, pero no queda más remedio que utilizarlo. No me gusta el teatro No. No me pongo potingues en el cuerpo. No me mareo cuando leo en un coche, ni cuando me siento en un tren en sentido contrario a la dirección de la marcha. No me gustan los caracoles, pero no desdeño las ostras. No sé pilotar un barco. No me gustan los libros con erratas. No desespero, pese a todo. No canto en la ducha. No puedo dormir en los aviones. Nunca me ha tocado la lotería. No permito que pase un día sin leer algo. No me asaltan ideas, sino imágenes. No puedo escribir en los bares, ni donde haya bullicio. No me he desprendido de una sola carta que haya recibido en mi vida. No sé hacer álbumes de fotos en el teléfono móvil. No suelo dar limosna a los mendigos. No leo un artículo del Código Civil cada día, como hacía Stendhal, para mejorar mi lenguaje. No les pido perejil a mis vecinos. No tengo perejil en casa. No he ganado el Premio Nacional de Poesía. No soy capaz de ver la cara de José María Aznar, y menos aún de oírlo hablar, sin sentir una náusea vertiginosa. No me emborracho. Todavía no pido a los jóvenes que ocupan un asiento reservado para las personas mayores en el tren o el autobús que me lo cedan. Nunca he volado en ala delta ni en parapente, ni me he tirado en paracaídas. No he jugado a más videojuego que aquel de mi adolescencia en que una nave triangular tenía que desintegrar, a base de rayos, a los meteoritos que no dejaban de lanzarse contra él. No sé tocar ningún instrumento musical. Nunca he militado en ningún partido político, ni soy miembro de ninguna asociación, ni frecuento club alguno. No sé por qué, a veces, me duelen las sienes. Nunca sé si regar poco o mucho las plantas. No me gusta molestar. No sé quién soy. No puedo desprenderme de quien soy. No concibo que alguien pueda encontrar estímulo o sagacidad en las flatulencias de Paulo Coelho, o en los libros de autoayuda, o en las reuniones de la parroquia. No estoy inclinado a la acción, sino a la pereza y la contemplación. No puedo pasar más de dos horas en la playa. Antes no me gustaba que no reparasen en mí; ahora no me gusta que lo hagan. No sé barajar las cartas como un profesional. No he renunciado a poseer algún día a Monica Bellucci, aunque no lo considere probable. No tomo azúcar refinado. No compro cosas que no necesito. No aúllo “¡gol!” cuando marca el Barça, ni me cago en los muertos de Florentino cuando lo hace el Madrid. No estoy a favor de la independencia de Cataluña, pero tampoco de que la unidad de la patria —de ninguna patria— sea un valor sagrado e indisoluble. Ya no leo poesía con el mismo entusiasmo. No hago cruceros, ni viajes organizados. No espero vivir mucho más. No sé cómo acabar esta entrada. No.

jueves, 9 de noviembre de 2023

Identidad truncada: Descampados, de Manuel Calderón

Descampados [Tusquets, 2023], de Manuel Calderón (Peñarroya-Pueblonuevo, Córdoba, 1957), narra la historia de un derrumbe: el del mundo de la infancia y la juventud del autor, que ya no encuentra continuidad —esa continuidad difusa, siempre agrietada por el tiempo, pero que sostiene nuestra identidad— en la realidad de hoy, en el ser que se es hoy. El libro, autobiográfico —unas memorias de juventud—, refiere la llegada del autor y su familia a Barcelona en 1970, provenientes del pueblo cordobés en el que habían vivido hasta entonces, y se configura, desde ese momento, como un relato de la intrahistoria de la emigración interior española, en el que se entrelazan la melancolía —cierta melancolía— por el lugar que se ha dejado atrás, con el recuerdo de las vidas difíciles de los padres y los antepasados, y el proceso de adaptación social y cultural al nuevo entorno, asimismo difícil. Descampados constituye, de hecho, una relación de esas dificultades: las que aquejan a una familia humilde instalada en una gran ciudad industrial, que convive con la realidad que da título al libro: territorios laterales, imprecisos, transitorios, mestizos, fronterizos; siempre zonas traseras, suburbios, arrabales, periferias, ruinas. El descampado es este territorio híbrido de la emigración, en las afueras siempre, ni el pueblo que se ha dejado ni la urbe a la que se ha venido, siempre en construcción, siempre lacerado, pero palpitante. A ese espacio gris, en el que no faltan los desechos, pero que también acoge una insólita pureza, Calderón le otorga un protagonismo contradictorio: es la metáfora de la necesidad y la incertidumbre, pero también de la alegría —de cierta alegría— y de la vida, esa que no deja de hacerse, que empuja en todas direcciones, que se desmorona y vuelve a erigirse, en la que la gente, pese a todo, puede ser feliz o, al menos, no desgraciada. En varios pasajes del libro, así se defiende: más allá de la fealdad o el sentido (o sinsentido) que aquellos barrios, pueblos, edificios y lugares pudieran tener, el autor reivindica los sentimientos de las personas que vivieron en ellos, que también podían ser felices allí, y que lo fueron. Esos sitios determinan una identidad imprecisa, claroscura, pero indudable; una identidad, en el caso de Manuel Calderón, arraigada en Barcelona, en aquella Barcelona de los 70 y 80 que se siente ahora perdida: «Yo sentía la tristeza de una pérdida. De una vida. La ciudad ya no me habla, yo tampoco le pregunto. Es un friso continuo de edificios y personas. Luego, días después, regreso a Madrid, sin nada que contar», escribe Calderón hacia el final del libro; y poco después: «Recorro las calles [de Barcelona], siempre los mismos lugares, y solo veo fantasmas. Mis propios fantasmas. La ciudad que yo conocí, mis viejos amigos, muchos muertos, otros perdidos. Yo también perdido para ellos». En esa pérdida desaparecen también, como tragadas por un sumidero, algunas esperanzas y proyectos que se tuvieron y que el tiempo ha desbaratado, e incluso el aprecio por la generación propia: «No siento admiración por esa generación, que es la mía. No son mártires de nada, ni cumplieron con mayor sacrificio que saciar un hedonista mandamiento copiado muchas veces de revistas extranjeras, ni hicieron nada superior a lo que hicieron sus padres, nada. Aprovecharon gozosos la libertad que encontraron, que fue más que la que indican sus arrugas circunspectas, y la vivieron con ansia y caprichos. Punto. La palabra es “liberticidio”».

Aunque Descampados es un libro térreo —lo que cuenta se asienta en la tierra, o tiene que ver con ella: los campos que se cultivan, los barrios que se habitan, el urbanismo de la ciudad, los escombros que se acumulan en los eriales, la construcción, destrucción y reconstrucción de los parajes—, el relato que contiene se extiende por latitudes menos arcillosas. Descampados es también un recorrido por la historia de la cultura y una, en ocasiones, acerba crítica política, desde una perspectiva esencialmente conservadora. Está entretejido de referencias literarias y artísticas, que a veces dan pie a excursos estético-morales, como los que llevan a Calderón a ensalzar a Camus, otro «chico de suburbio», y a sustentar una crítica feroz contra el artista Santiago Serra y la galerista Helga de Alvear, y, en general, contra el arte contemporáneo: «Así es el arte, o también es así, por no cargar más las tintas. No hace mejorar a nadie, incluso puede embrutecernos aún más: es lo que tiene mantener alguna conexión con la divinidad. No despierta ningún espíritu de justicia, solidaridad y compasión. Puede que al contrario». Entre las referencias literarias, destacan las poéticas: Cernuda, Gil de Biedma, Claudio Rodríguez, José María Valverde (de quien hace una sentida elegía) o Manuel Vázquez Montalbán (al que tacha de «hierático» y despectivo con los discrepantes) aparecen en estas páginas, entre muchos otros. Lo lírico impregna a menudo la prosa ágil, rica y exacta de Descampados: «Un sonido que perfora el alma», escribe Calderón al principio, «una moto —de poca cilindrada—, una tarde, abriéndose paso en la nada quemada por el sol, prolongando su sonido hasta más allá de lo desconocido, donde tiembla el aire», cuyo final recuerda al «donde habite el olvido» cernudiano. En uno de los últimos capítulos del libro, se consigna incluso un poema, «Los recogedores de nieve», que describe escenas de la ciudad de Budapest.

Pero Descampados, pese a sus circunvoluciones, apunta a un final: ese derrumbamiento del mundo primero (o segundo) que se percibe en la ciudad de hoy, en la ciudad que fue la de uno, pero que ahora es la de otros. Y esos otros no son sino los partidarios de la independencia de Cataluña, que quiebran el sentimiento de pertenencia a la ciudad y emborronan, o anulan, la identidad asociada a ella. El soberanismo expulsa del paraíso de la infancia y vuelve ajeno lo que fue propio. Calderón no comparte la pulsión nacional de los independentistas (esa «entidad tan hiperhistórica, hiperpolítica e hipersentimental como Cataluña, entre otras razones porque yo nunca he vivido en Cataluña, sino en Hospitalet y en Barcelona»: su patria es otra) y metaboliza esa frustración con una desapacible crítica política, que con frecuencia se vuelve hiperbólica. Pero es lógico: tanto es el dolor, tanta es la reprobación. En varios pasajes del libro se identifica, directa o indirectamente, al independentismo con el fascismo y hasta con el nazismo: con el Anschluss austríaco, con la Marcha sobre Roma de Mussolini y con la práctica nazi de señalar a los judíos con una estrella de David. El libro gana cuando se aparta de esta crítica abrupta y desnortada, aunque sea una consecuencia comprensible del proceso de desposesión narrado, y se adentra en la convulsión íntima, en el doloroso pero también iluminador proceso de aprendizaje que se verifica en la conciencia de quien vive el desarraigo y la transculturación. Ahí, en la reflexión sobre un ser zarandeado por la ilusión y el desengaño, lúcidamente aturdido por el desvelamiento de la realidad, en las conmovedoras páginas, por ejemplo, dedicadas a su amigo Carlos, al final de Descampados, está lo mejor de este libro. 

[Este artículo se ha publicado en Letras Libres, nº 265, octubre de 2023, pp. 45-46]

sábado, 4 de noviembre de 2023

El Museo del Arte Prohibido: crítica y persecución

El Museo del Arte Prohibido, recientemente inaugurado, se encuentra en pleno centro de Barcelona, en la casa Garriga Nogués, un señorial edificio de 1904 que por sí solo merece una visita. Por la impresionante escalinata de mármol, iluminada cenitalmente por una no menos fastuosa claraboya de vidrios policromados, se accede a la planta noble del inmueble, que alberga la mayoría de los fondos del museo, una colección privada del periodista Tatxo Benet compuesta por piezas de arte perseguidas, denunciadas o censuradas en todo el mundo. El arte crítico, el arte provocador e insurrecto, el arte que a(r)taca al tabú, el arte insultante y soez (¿por qué no?), vuelve a cobrar en esta muestra el protagonismo que nunca debió perder, domesticado por el hipócrita y omnipotente endriago capitalista (aunque no se me escapa que también este museo es un ejemplo de domesticación: el tigre del vituperio se ha vuelto un gatito doméstico, aunque todavía arañe). Tres son los ámbitos en los que suele recaer la crítica de estas obras sobre las que se ha cernido la ominosa tiniebla de la censura: las religiones, los sexos (lo digo en plural porque hoy, por fortuna, hay muchos ya) y las patrias (o los regímenes políticos). Como se ve, todo aquello que tiene que ver con la trascendencia, con la perduración de la conciencia en ámbitos inmateriales o escatológicos. El museo nos recibe con una de las piezas más famosas de la colección, La civilización occidental y cristiana, del argentino León Ferrari, fechada en 1966, en la que un Cristo aparece crucificado en un cazabombardero de los Estados Unidos. Las manos de Jesús están clavadas en dos de los cuatro misiles que porta el avión. Cuando la obra, de pequeñas dimensiones, se expuso en Buenos Aires en 2004, la ciudad ardió de protestas, hubo agresiones físicas y la exposición se tuvo que cerrar. El entonces arzobispo de la ciudad y hoy papa, el moderado Francisco, la tachó de blasfema. Como pronto comprobaré, la acusación de blasfemia es una de las más repetidas contra las obras del Museo del Arte Prohibido. Al lado de la perturbadora crucifixión de Ferrari, se encuentra La revolución, del mexicano Fabián Chávez, un delicioso cuadrito de 2019 con un Zapata gay (desnudo, con sombrero charro rosa de purpurina y zapatos de tacón) montado en un caballo blanco que despliega un enorme falo. También esta representación despertó la indignación de muchos, y supuso agresiones físicas y amenazas de pegarle fuego al Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México donde se exponía. También ella era blasfema. Lo sagrado que se vulneraba aquí era otro Dios, civil y laico: Emiliano Zapata, con sus irreductibles mostachos. Completando un magnífico trío introductorio, Con flores a María, de la española Charo Corrales, que pinta a una Virgen contemporánea haciendo algo muy parecido a masturbarse; por lo menos, su mano se cuela entre los pliegues de la túnica que la cubre y parece hurgar en los propios pliegues intercrurales. Aquí aparecen por primera vez algunos de los contradictores habituales del, a su juicio, “arte degenerado” español: la Asociación de Abogados Cristianos (qué combinación más horrible: abogados y cristianos) y su brazo político, VOX, que arremetieron pública y judicialmente contra la Virgen de Corrales, y estuvieron encantados con que un fulano acuchillara la pieza de arriba abajo: el desgarrón de la puñalada se ha incorporado a la obra y hoy luce, esplendoroso, revelador —más que cualquier información— y oportunamente parecido a una generosa vagina, en pleno lienzo, como un elemento más de la representación mariana. Vemos, en esta tríada introductoria, los polos de atracción de la censura que ya he señalado, y que se repetirán, de una forma u otra, a lo largo de toda la exposición: Dios, el sexo y la patria. El primero es uno de los destinatarios preferidos de los artistas que son también activistas, y asimismo de los censores de estos, que no toleran que se chiste contra sus mitos eternos. Asombra pensar que cuanto menos existe una realidad, si es sagrada, más materiales, más existentes son los medios utilizados para protestar contra la burla que se haga de ella: golpes, insultos, amenazas, voladuras, incendios, asesinatos. El colectivo Mujeres Públicas creó en 2005 Cajita de fósforos, una lacónica instalación con varias cajas de cerillas en las que se lee una de las proclamas clásicas del anarquismo: “La única iglesia que ilumina es la que arde”. Y, en rigor, tienen razón: todas las iglesias, de cualquier fe, solo oscurecen. Naturalmente, los Abogados Cristianos salieron de sus covachuelas, armados con quijadas de asno jurídicas, y denunciaron al artista y al Museo Reina Sofía, donde se exponía la obra. Y, como siempre, perdieron, aunque su objetivo nunca es ganar —saben que lo tienen muy difícil, por fortuna—, sino hacerse presentes, difundir su tenebroso mensaje, dar esperanza a los más cafres de que alguien va a defenderlos. Amén o La pederastia, de Abel Azcona, es quizá el mayor ejemplo contemporáneo de persecución de una obra crítica con la religión católica en España, hasta el punto de que, tras años de denuncias y querellas (muchas formuladas, naturalmente, por la Asociación de Abogados Cristianos, pero también por la Archidiócesis de Pamplona y Tudela), que han llegado hasta el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, Azcona ha tenido que exiliarse en Portugal. Amén es una enorme y genial instalación, de 2015, en la que, en un panel rectangular, 242 hostias consagradas (recogidas por el propio Azcona en eucaristías celebradas en Navarra, cuyo número corresponde al de denuncias por pederastia presentadas en el norte de España en la última década) forman la palabra “pederastia”. Piss Christ, o Cristo del pis, del estadounidense Andrés Serrano, es una fotografía que muestra un Cristo crucificado sumergido en un líquido rojo, que, según ha dicho Serrano, es su propia orina. El Cristo del pis ha sido atacado en varias ciudades, ataques que Serrano también ha manifestado no entender, porque él se considera católico y seguidor de Cristo. El motivo de la crucifixión es muy socorrido en el arte blasfemo (un adjetivo que todos los que lo practican pronuncian con orgullo) y se repite a lo largo de la exposición. En la antigua sala de billar de la casa Nogués, flanqueado por un hermoso vitral modernista, de motivos vegetales, y destacando sobre el azul subido de la habitación, se exhibe McJesus, de Jani Leinonen, que representa a Ronald McDonald, el payaso de la publicidad de la multinacional de la hamburguesa, clavado en la cruz. En Haifa, manifestantes cristianos tiraron una bomba incendiaria a la sala donde se exponía, aunque, por suerte, no lo dañó. Alguien debería recordarles a estos aguerridos creyentes que, según su fe, si no recuerdo mal, intentar quemar a alguien es un pecado (y muy gordo), y que el cristiano ha de amar a su enemigo y ofrecer siempre la otra mejilla a quienes le ofenden. (McDonalds aparece también en Freedom fries: naturaleza muerta, del mexicano Yoshua Okón, que presenta a una obesa desnuda en el escaparate de uno de sus locales, mientras alguien limpia los cristales). En esta misma sala de billar hay colgada otra crucifixión: la de Raquel Welch, vestida como iba (es un decir) en Hace un millón de años. La fotografía, de Terry O’Neill, no se hizo pública hasta treinta años después de componerse, en 1966: su autor temía la reacción de las masas, ya fuese de júbilo por la belleza salvaje de la actriz o de indignación por la nueva blasfemia. Se comprende la prudencia del artista, pero habría que recordar que el cuerpo que se desplegaba en la cruz había sido creado por Dios, alabado sea el Hacedor. La impresionante figura de la Welch conecta el arte blasfemo con el arte feminista, que hasta muy recientemente ha sido objeto de una persecución constante. Muchas de las piezas expuestas critican el machismo y el maltrato de la mujer en muchas partes del mundo, sobre todo en los países musulmanes, donde el Islam, que no ha pasado por un Siglo de las Luces ni una revolución industrial, sino directamente de la Edad Media a la posmodernidad tecnológica, aún no ha resuelto el problema de la presencia de la mujer en el mundo. El saco de boxeo con formas de mujer que la kazaja Zoya Falkova expuso en su país en 2017 tuvo que ser retirado, según el Ministerio de Cultura, por pornográfica y “por ser incompatible con las tradiciones nacionales” (entre las que, en consecuencia, parece estar implícita la de practicar el pugilato con la mujer). En Silence rouge et bleu, Zoulikha Bouabdellah, de origen argelino, llena una habitación de alfombras para la oración en cada una de las cuales hay un par de zapatos de mujer, de tacón y purpurina (como el Zapata de Chávez). Pese a la contención crítica de la obra, que no utiliza imágenes, como marca la tradición islámica, ni un lenguaje sucio o rabioso, la Federación de las Asociaciones Musulmanas de Clichy, donde estaba expuesta la instalación, expresó su temor de que hubiera protestas y altercados, y se optó por retirarla. La iconoclasia sexual o la reivindicación o simple exposición de la homosexualidad constituyen también uno de los ejes de la muestra. Pierre Molinier alumbra una serie de fotografías de desnudos y muchas piernas como manifestación contra la normopatía —un interesante concepto que descubro aquí— y que causó un gran escándalo en Burdeos. Robert Mapplethorpe no podía faltar en el museo y, en efecto, no falta. En una habitación pintada completamente de rojo, su serie X Portfolio, de 1978, recoge una serie de fotografías de hombres y mujeres en cueros y con cuero, con primeros planos de explosivos paquetes (y no me refiero a bombas), hombres que orinan en la boca de otros hombres (esta foto ya la vi en la exposición sobre Sade; debe de ser habitual en todas las colecciones escandalosas), manos que se introducen consoladores, brazos que penetran en anos y meñiques en penes, y, final y apoteósicamente, unos genitales masculinos, lacerados y sanguinolentos, atrapados por una trampa para cazar ratones. Solo verlo hace que te duelan los tuyos. En L’estadasidilatex, de 2015, Juan Francisco Casas, pinta a una mujer desnuda que se masturba, con guantes y botas de látex, y la cara tapada por un libro sobre Bernini con el extático rostro de su famosa Virgen en la portada. Dios y el sexo vuelven a mezclarse. Y también el poder público: el embajador de España en Roma impidió que la obra formase parte de una exposición en la Real Academia de España en la ciudad. Entre los clásicos, también ha habido notables casos de iconoclasia y persecución: Gustav Klimt vio vetado los trabajos que habían de decorar el techo de la Universidad de Viena cuando 87 profesores de la docta institución se opusieron a que una obra pornográfica como aquella luciese en el templo del saber. La que está en el museo es un dibujo preparatorio, en el que destaca la melena púbica de una mujer desnuda tumbada en una cama. Picasso, un erotómano de cuidado, aporta algunos aguafuertes de Suite 347, cuyos protagonistas son su admirado Rafael Sanzio y la modelo y amante de este, Fornarina, unidos no solo por su amor por el arte, sino corporalmente, gracias al monumental falo de aquel y la no menos generosa vagina de esta, y contemplados en secreto por un papa voyeur, que podría ser Julio II o León X. Los Caprichos de Goya, pintados entre 1797 y 1798, también están representados, aunque su tratamiento del sexo es escaso y oblicuo: aquí predominan las imágenes demoníacas, con seres deformes y tenebrosos, un claro antecedente surreal. El pobre Goya quería venderlos, pero, temeroso de que la Inquisición, inquieta por aquel tenebrismo impío, le hiciera una visita —ante la que todos se echaban a temblar, como hoy lo hacemos cuando recibimos una carta de la Agencia Tributaria—, decidió regalárselos al Rey para que no pudieran ser castigados. El arte prohibido de corte político, que ataca a las dictaduras, al capitalismo o a las patrias tiene una amplia representación en el museo. Algunas piezas sobrecogen, como Plusvalía, una instalación de Tania Bruguera, de 2010, en la que el rótulo de hierro que daba la bienvenida a los deportados a Auschwitz, Arbeit Macht Frei (‘El trabajo libera’), preside una serie de herramientas herrumbrosas desperdigadas por el suelo. O Estatua de la chica de la paz, de los surcoreanos Kin Eun-Sung y Kim Seo-Kyung, una estatua de bronce de metro y medio de altura que representa a una esclava sexual de los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial y homenajea a las miles de coreanas que fueron obligadas a prestar esos repugnantes servicios a las tropas del Sol Naciente. Naturalmente, la obra ha sido prohibida en Japón y sigue causando conflictos diplomáticos entre ambos países. Al lado de la joven representada, una silla vacía invita a sentarse al contemplador para simbolizar que se comparte el sufrimiento y el recuerdo de las esclavas. O Shark, de David Cerny, fechada en 2005, en la que se ve al dictador Saddam Hussein atado, ahorcado y en calzoncillos, flotando en un tanque de agua. Quiero ver aquí tanto una denuncia de la sangrienta dictadura de Saddam como de su ignominioso fin, colgado por una turba de compatriotas. En una ciudad belga, se prohibió su exposición para no espantar ni a los vecinos musulmanes ni a los turistas. Otras piezas son más risibles, aunque ninguna es frívola. Not dressed for conquering [‘No están vestidos para conquistar’], de Ines Doujak, de 2010, es una instalación con tres personajes en un lecho de cascos de la Primera Guerra Mundial, oxidados y agujereados. El que sostiene a cuatro patas a los demás (una mujer gorda y desnuda, y un perro que la penetra analmente), mientras masca hierbas, luce un inquietante parecido con el inolvidable rey emérito, razón por la cual tuvo que dimitir en 2015 el director del MACBA, donde se expuso en España por primera vez, y los dos comisarios de la muestra en la que se incluía. Lo curioso del caso es que ni el dichoso personaje representa a nuestro bienamado exmonarca —el parecido es meramente casual—, ni la instalación carece de sentido: es una reivindicación de la sindicalista boliviana Domitila Barrios (por eso la figura de la obra lleva un casco de minero), un personaje fundamental en la historia de la democracia en el país andino. Con España tienen que ver algunas piezas más del conjunto: Roland Garros, de Miquel Barceló, de 1995, que firma un cartel publicitario del open tenístico cuyo motivo central y único es un torero toreando a un toro. Los organizadores franceses desestimaron la obra, que le habían encargado, y contrataron a otro artista. En la planta baja, en la misma sala en la que se encuentra el cadáver de Saddam, y formando una tétrica pareja con este, vemos Always Franco, de Eugenio Merino, donde un Franco anciano con uniforme de capitán general nos mira, desde detrás de unas gafas oscuras y el interior de una nevera de Coca-Cola. El muñeco, con la semejanza aproximada y la expresividad torcida de los que pueblan los museos de cera, y con un gesto congelado de las manos que me recuerda a otro que hacía Chiquito de la Calzada, da tanto miedo como risa. Always Franco no ha sido denunciado por los Abogados Cristianos, que se dedican más a los asuntos ultraterrenos, pero sí por la inefable Fundación Francisco Franco, dedicada a la defensa de la figura y el legado del dictador, otra entidad que promueve el bien común, por lo que ha recibido cuantiosas subvenciones públicas. Su demanda, no obstante, fue desestimada. El Caudillo aparece otra vez en la terraza del museo, donde recibe al visitante un viejo Fiat Uno blanco. Se trata de la instalación Ideologías oscilatorias de los catalanes Núria Güell y Levi Orta, de 2015. En la carrocería del coche, se han pegado varias banderas españolas franquistas, con aguilucho; otra de la Falange; una imagen de Franco calvo, pero con muchas medallas; y una cruz celta, neonazi. El ayuntamiento de Figueras prohibió que el coche —que se exhibía en una muestra de arte contemporáneo— circulara por las calles de la ciudad, alegando que había que tener “sentido común en un festival que recibía dinero público” —el famoso seny de los catalanes, puesto esta vez al servicio de la censura—. La terraza en la que se encuentra el vehículo me permite observar por primera vez las fachadas traseras del cine Coliseum y del Institut Català de la Salut, en uno de cuyos despachos trabajé muchos años. Siempre sorprende ver la espalda de los edificios que uno ha conocido por delante o por dentro. Y siempre son decepcionantes: lisas, aburridas, desconchadas. La del ICS está recorrida por innumerables ventanas, todas iguales y todas en penumbra: una certera metáfora visual de la administración pública. Los Estados Unidos se llevan una buena tajada de críticas entre las obras del museo. El inevitable Warhol aporta un colorista retrato de Mao Tsé Tung, de 1972, que, naturalmente, las autoridades chinas no dejaron entrar en el país. Untitled (Flag 2), de Josephine Meckseper, que presenta una bandera estadounidense manchada y desfigurada, donde incluso se ha pintado un calcetín, se consideró un ataque a los valores patrios y sufrió la persecución correspondiente. Make America Great Again, de la australiana Ilma Gore, de 2016, utiliza como título el tristemente famoso lema de Donald Trump para presentar al personaje desnudo. El dibujo acredita algo de lo que siempre he estado convencido: que Trump la tiene pequeña. Si alguien es tan bocazas y jactancioso como él, y usa corbatas mucho más largas de lo que la etiqueta prescribe, es porque siente la necesidad de compensar la mezquindad con que la naturaleza se ha portado con él. Su pene es minúsculo, como su inteligencia. En cualquier caso, a Gore, que había difundido la obra en Facebook, le clausuraron la cuenta por obscenidad y desnudez, valga la redundancia, recibió amenazas de muerte por Internet y un seguidor de Trump la agredió por la calle. Dentro de la que cabe, tuvo suerte: se llevó solo algún puñetazo; su fanático no era tan fanático como el que apuñaló a Salman Rushdie. Dos grandes artistas contemporáneos, en fin, contribuyen a la exposición: el chino Ai Weiwei, con uno de sus retratos de disidentes —en  este caso, de Filippo Strozzi— hechos con piezas de Lego (como Lego se negó a proporcionárselas, por el carácter político de sus construcciones, hizo un crowfunding de ellas y la gente le dio las suficientes como para que las concluyera), y el misterioso Banksy, con el dibujo —en spray, como buen grafitero— de un policía fuertemente armado con un smiley por cara. Cuando retiro mi mochila de la taquilla donde te hacen dejarla al entrar, leo lo que está escrito al fondo: If I’ve got nothing else, at least I’ve got my art (‘Si carezco de todo, al menos me queda el arte’). Estoy de acuerdo.