miércoles, 31 de julio de 2019

Vacaciones en Mánchester (y 3): El Museo de la Policía

Nunca he estado en un museo de la policía. Acudo al que se encuentra en Newton Street, muy cerca de nuestra casa en Mánchester, para enterarme de qué es eso de un museo de la policía. Pero debo hacerlo esta misma mañana: solo abre los martes y hoy lo es, de 10.30 a 13.30 h. La limitación horaria parece ser su primera característica; la segunda, el mantenimiento de las antiguas instalaciones, como es tradición en la Gran Bretaña, que primero fueron comisaría y luego sede de la policía de la ciudad y su conurbación. Estuvieron en funcionamiento desde 1878 hasta 1979 y solo dos años más tarde se convirtieron en el museo que hoy es, de entrada gratuita. El lugar no es muy grande. Tiene cuatro espacios bien delimitados. En los dos primeros se expone el material de la policía, tal como ha evolucionado históricamente: desde porras (en inglés, truncheons), pequeñas (para las agentes: durante mucho tiempo, las mujeres policía no podían utilizar las defensas de sus compañeros varones, sino otras más reducidas y casi ornamentales), grandes y extragrandes como las de los policías a caballo, largas, rectas y sobrecogedoras, que en España se llamaban, en tiempo de los grises, "vergas de toro", por razones obvias—; cascos, los clásicos, cupulares, del bobby inglés, y también uno rosa y de lentejuelas, muy estimulante, usado para recrear el mural de Bansky Kissing Coppers (aquel de los dos polis, uno de ellos barbado, abrazados y morreándose) en el Día del Orgullo Gay de Mánchester en 2016; chalecos antibalas, la armadura de los policías de hoy; y las carracas que se empleaban para pedir refuerzos antes de que se generalizase el silbato, y que tienen un sonido muy potente y desagradable. Y, si todo esto ha formado parte del equipo de la policía desde el siglo XIX, el museo también expone el armamento usado contra ella, y que es aún más espantoso que el suyo: katanas, nutchakos, mazas (de bola con pinchos), machetes que le rebanarían el cuello a un elefante, rifles de dos cañones con los que podrían cazarse osos, puños americanos, bolas de billar que son unos proyectiles temibles, ballestas, estrellas ninja, dardos de bar, con los que puede sacarse bonitamente un ojo o perforar un testículo, y sword sticks o bastones que ocultan espadas (como el que utilizaba Sherlock Holmes, pero ahora en manos de los malos). También se exhiben algunos de los artilugios con los que un malo ha intentado atacar a otro malo, como la trampa que preparó un hijo contra su padre, consistente en un madero con clavos colocado encima de una puerta, de modo que, cuando la víctima la abriera, el trasto cayese y le golpease en la cara (algo parecido a lo que nosotros les hacíamos, con las papeleras del colegio, a algunos de los novicios que nos daban clase, pero con muchísima peor intención). De hecho, según informa la cartela, la trampa funcionó, pero el padre no quiso denunciar a su hijo. Lo que no dice el rótulo es cómo le quedó la cara. En un rincón se ha reproducido también el despacho típico de un inspector jefe (la detective inspector's office). Hay un cenicero lleno de colillas y un teléfono de baquelita negra encima de la mesa, y un sombrero y una gabardina beis y arrugada colgados de una percha detrás del asiento, entre muchos archivadores y papeles. Estos elementos no sorprenden: los hemos visto muchas veces en las películas de Hollywood. Pero sí llama la atención la botella de whisky que el inspector estaba autorizado a tener en su despacho "para ofrecer a las visitas", aunque siempre apartada de la vista; por eso aparece guardada en un cajón. Aunque el licor era un agasajo, o acaso un tranquilizante, para los comprensiblemente agitados denunciantes o víctimas de un delito, supongo que también tranquilizaba al inspector. El hecho de que el whisky fuese una presencia normal en una comisaría de policía me lleva a recordar que en el Parlamento de Westminster está prohibido comer y beber, con la excepción del Ministro de Hacienda, que puede tomarse una copa en la presentación del presupuesto, supongo que para hacer más llevadero el angustioso trance. La relación de los ingleses con el alcohol ha sido siempre así de fluida. En el patio central de la antigua comisaría hay una breve por razones de espacio representación de los coches y motos empleados por la policía, y, en un rincón, una vitrina con una magnífica colección de cochecitos de policía de juguete, que amplía la perspectiva que se tiene de los vehículos policiales y pone una nota de humor en el conjunto. Paso a continuación a las dependencias de la antigua comisaría, conservadas tal como se mantuvieron hasta 1979. Un bobby jubilado y voluntarios entusiastas nos explican cómo funcionaba el cuartelillo hasta 1972, los comerciantes de la ciudad dejaban cada noche las llaves de sus negocios en una caja que se custodiaba aquí, y volvían a recogerlas a la mañana siguiente; por otra parte, era normal que la gente asaltase las comisarías para liberar a los presos, si consideraban que no debían estar allí: por eso dirigen nuestra atención a los enrejados interiores que fungen de segunda e infranqueable contención tras las puertas de entrada y, después, me entretengo en las celdas (qué rara suena esta frase), constatando su exigüidad, su grisura y, en definitiva, su sordidez: a los presos se les proporcionaba una sola manta, lo que en Mánchester, en invierno, no auguraba una noche tranquila; en el catre no había almohada, sino solo una elevación de madera, que debía de martirizar el cuello; y la cadena del inodoro se tiraba desde fuera, para lo que el preso debía apretar un botón y esperar a que un policía fuese a librarlo de lo evacuado, una tarea que también debía de ser muy agradable para el propio bobby. En las paredes de las celdas se informa a los visitantes del derecho penal que se ha aplicado en la Gran Bretaña a lo largo de la historia y se proporcionan algunos interesantes, aunque estremecedores, datos sociológicos. En 1810, por ejemplo, 220 delitos implicaban en este país la pena de muerte, entre ellos el robo del correo y la falsificación de moneda. Las ejecuciones fueron públicas hasta 1864 (las ejecuciones públicas siempre me recuerdan aquella novela de Baroja en la que alguien, entre la masa de asistentes a una de ellas en una plaza española, grita, enfurecido por que no le dejan disfrutar del espectáculo: "¡Que no se ve!") y el último ahorcamiento se produjo en 1964, en Mánchester, precisamente. Pero, antes de llegarla death penalty, los británicos conocieron muchos otros castigos terribles: a los jóvenes que cometían delitos menores se les azotaba con ramas de abedul de las que se exhibe un turbador ejemplo en la pared, porque desde la Edad Media se creía que el abedul arrancaba los malos espíritus (además de la piel y la dignidad del azotado); a los reos de determinados crímenes, como la receptación, se les deportaba hasta 14 años a las colonias, donde cumplían trabajos forzados, y se les colgaba si quebrantaban la condena y volvían a Inglaterra; y a los perjuros, sediciosos y, en general, vagos y maleantes se les ponía en la picota (seguro que hoy, en España, no faltan a quienes les gustaría que se recuperara ese castigo para el delito de sedición). La lista es larga y deprimente. Salgo aliviado de las mazmorras y visito la última dependencia del museo, una sala de justicia, en el piso superior, custodiada (y explicada) por un policía retirado, vestido con casco y uniforme de gala, al que la jubilación ha sentado de maravilla: está orondo. La sala, clara y austera, no se encontraba en este edificio, sino en otra comisaría de la ciudad. Hace algunos años, se decidió trasladarla a la sede del museo para que completase la visión de la justicia que se ofrecía a los ciudadanos. Y vaya si lo hace: luce el severo rigor de la ley inglesa. Su ubicación, en el piso de arriba, justo encima de las celdas, es una acertada metáfora del funcionamiento de las normas: la condena lo hace caer a uno desde el espacio de la luz al pozo del encierro. Reparo, en una mesita situada delante del banquillo de los acusados (que no es, en realidad, un banco, como en los juzgados españoles, sino un pequeño estrado individual), en un librito que recoge las fórmulas de juramento admisibles según la religión del procesado: aquello de "Juro por Dios decir la verdad, solo la verdad y nada más que la verdad", que tantas veces hemos escuchado en las películas, con una mano sobre la Biblia, se adapta a la fe de cada cual, con igual validez jurídica: hasta los rastafaris tienen su propia declaración; y los ateos, que siempre han sido muy pejigueros, deben afirmar que "dicen la verdad, solo la verdad, etcétera". Aquí te podían mandar media vida a Tasmania a picar piedra, pero habría sido una tropelía incalificable obligarte a jurar por un Dios que no era el tuyo. Me voy, por fin, del museo, algo desilusionado por que aquí no haya fantasmas, como en Denton, otra comisaría de Mánchester, donde constan tres avistamientos, dos de policías de servicio y otro de una paseante que se asomó por una ventana. Hay razones más que sobradas para que aquí vivan almas en pena.

viernes, 26 de julio de 2019

Ha muerto Jordi Royo

Interrumpo la serie que abrí hace unos días sobre "Vacaciones en Mánchester", porque Jordi Royo, poeta de Barcelona, murió el miércoles pasado, tras una muy larga y penosa enfermedad. Tenía 60 años. Jordi escribió toda su vida, desde los 23, cuando dio a conocer su primer libro, Naznava, hasta hace poco, cuando la dolencia que padecía lo privó de las últimas fuerzas, y con su labor, irrenunciable y excelente, contribuyó a la vigencia de la poesía –en este territorio minoritario y a veces catacúmbico que ha sido siempre el de la verdadera poesía– en la Barcelona, sobre todo, de los 80 y 90. Nos vimos en algunas ocasiones, intercambiamos libros y hablamos mucho por teléfono. Eran largas conversaciones en las que compartíamos admiraciones poéticas y chismes literarios. Y esas conversaciones eran muy fáciles: Jordi era divertido —nunca lo oí quejarse de sus males; a lo sumo, una vez me dijo que "acababa de pasar la ITV", refiriéndose a la última revisión médica—, natural, culto, sensible, educado: tenía todo lo que hace falta para que una charla resulte agradable y enriquecedora. Pero Jordi era mucho más que un buen conversador. Era un buen poeta y, más importante todavía, era una buena persona. He sentido mucho su pérdida. En recuerdo suyo, transcribo a continuación el artículo que, con el título de "Vanguardia viva", publiqué en el núm. 820 de Cuadernos Hispanoamericanos (octubre, 2018, pp. 132-135) sobre su Poesía reunida (1980-2011), con prefacio de Kepa Murua, A. G. Porta y Gustavo Vega Mansilla, prólogo de Gustavo Vega Mansilla e ilustraciones de Víctor Ramírez (Barcelona, Ediciones Sin Fin, 2017). Descanse en paz.

Jordi Royo (Barcelona, 1959) encarna la figura del poeta fiel a la vanguardia, tanto en su labor creativa como en su sentido de adhesión a la rebeldía, a lo marginal, a lo inusitado. Y en los márgenes, o en los rincones, con rara coherencia, ha permanecido este autor catalán que ha escrito siempre en castellano, como tantos otros, desde 1982, cuando debutó en la poesía con Naznava, publicado en la legendaria colección «Ámbito Literario», de Anthropos, en cuyo título «avanzan» al revés se reconoce ya la influencia de los procedimientos vanguardistas que Royo ha cultivado, con matices y sinuosidades, pero con permanente obsesión, a lo largo de toda su vida como escritor. Luego vendrían Ipsithilla, en 1983; Il gobbo. Poesía reunida (1980-1986), que incluía NaznavaSiete plaquettes y Último destierro, de nuevo en la colección «Ámbito Literario», en 1988; In memoriam, en 1989; La utilidad de la muerte, en 1997; Okupación del alma, en 2002; y @-dreams, en 2009. Por desgracia, un factor personal, y no solo una opción estética, ha contribuido a que esta relativamente nutrida producción poética no haya recibido la atención crítica y lectora que merece: la grave enfermedad que ha padecido, y padece todavía, el poeta, que la ha ido espaciando y, por fin, prácticamente silenciado. Se reúnen ahora sus hitos fundamentales —Il gobboLa utilidad de la muerteOkupación del alma y @-dreams—, más una sección de «Otros poemas», en la que se incluye algunos inéditos y poemas dispersos, publicados en revistas de escasa o nula circulación, y el último poemario en el que Jordi Royo ha trabajado, desde 2011: releyendo a N. Tazukuri.

En los títulos de Royo y en muchos de sus poemas, cuando llegamos a ellos se advierte otro procedimiento de vanguardia: la poliglosia. No es extraño en un poeta dos de cuyos autores tutelares son T. S. Eliot y Ezra Pound, políglotas pertinaces. Royo practica asimismo el tachón, los juegos visuales y tipográficos con grafismos y casi caligramas y la relativización de la ortografía (es, por ejemplo, una poesía sin puntos ni mayúsculas iniciales), y gusta de numerar sus piezas, o incluso de introducir incisos numéricos entre los versos, como si buscara una ordenación caótica, una lógica anómala, para sus creaciones. En la última de sus Siete plaquettes incluye un pentagrama del Impromtu nº 10, op. 79, de Francisco Fleta Polo, que explicita un interés por la música ya acreditado, por otra parte, en los siempre diligentes flujos rítmicos, por quebrados y brincantes que nos parezcan. Y aquí y allá, a lo largo de esta Poesía reunida, constan poemas visuales, publicados o inéditos. No obstante, las inclinaciones experimentales de Jordi Royo no presentan la misma intensidad en todos sus títulos: se moderan, por ejemplo, en Último destierro y La utilidad de la muerte. Frente a la mayor tensión y hasta ruptura sintáctica de sus primeras y últimas entregas (en releyendo a N. Tazukuri vuelve Royo a la síncopa de Naznava), cierta narratividad, o una mayor cohesión elocutiva, prevalece en la etapa central de su producción, desde La utilidad de la muerte hasta @-dreams

Este cauce alternativo, fracturado, acoge una poesía violenta, desgarrada, casi ensangrentada, con un aire, en ocasiones, a Leopoldo María Panero: «ya no me perteneces ahora que vas vomitando / la sangre de tus hormonas sobre las arterias rojas / de las avenidas nocturnas / mientras conduces 1 enorme falo a 180 por hora», leemos en Naznava. (En la segunda de sus Siete plaquettes, el homenaje es manifiesto: Royo incorpora al poema un verso de Teoría, de Panero: «sollozando como Ossian desde una roca»). La muerte la sobrevuela siempre, a veces como aliento, a veces como figura espectral, a veces como abstracción ominosa, a veces bajo la especie de cadáver. Pero, adopte la forma que adopte, es siempre una muerte cromática, vívida y vivida: «es el cadáver que resucita / aun cuando el resplandor de los peces / arde envuelto en una urna de cristal», seguimos leyendo en Naznava. La nada es una segunda fuerza, lindante o sinónima de la primera, que acompaña el deambular del poeta por la vida y por el lenguaje. A ambas las anuncian, premonitorios de la destrucción que suponen, de la invisibilidad a que conducen, la enfermedad, el miedo y el fracaso. La enfermedad, en especial, o lo enfermizo, está siempre ahí, muy tangible, concreto, corroyendo, ajando, amenazando: «4 a. m. / mirando fijamente los bidones de éter a mis pies, / devorando un pavimento sobreexpuesto / a la fría oscuridad del tiempo:», escribe Royo en Okupación del alma (y no es errata que el poema acabe con dos puntos que no conducen a nada más; así obra a menudo el poeta, que anuncia desarrollos frustrados, que sugiere y acalla expectativas). Pero también está ahí el sexo: la explosión de eros, que acaso equilibre el peso del sufrimiento y la succión de la inexistencia. La poesía de Jordi Royo está llena de falos, pechos, vulvas y semen: de los órganos o emanaciones del amor, que lo suscitan o reciben, para vivificar la caída, para contrarrestar lo oscuro. Este es, quizá, el principal eje de la poesía royiana: el indeclinable binomio eros-tánatos, la lucha sin fin entre la anulación y el deseo: «siempre amándose / desprendiendo de sus ojos ese amor maldito / con el que solo se engendra la muerte», leemos una vez más en Naznava; y en La utilidad de la muerte: «rozo la muerte cuando finjo abrazarte / tras ese cristal poroso que encierra la vida». 

Es esta una obra alucinada, tumultuosamente atravesada de visiones, con las que se nos da a conocer un cosmos de tensión y violencia, de padecimiento y horror, pero también de sensualidad y concupiscencia, como si solo la carne y su fuerza presente, o su recuerdo imborrable, pudieran exonerarnos de la injuria de los días. Sin descanso, la belleza se opone a la maldad; el paraíso, al infierno; la luz, a la oscuridad. Pero toda oposición es también un nexo: en la poesía de Jordi Royo, lo noble y lo infame, lo dulce y lo cruel, lo frágil y lo robusto, aparecen siempre unidos, trabados en combate, golpeándose y acariciándose. Lo frágil, en particular, se repite a menudo, frente al ímpetu de lo violento: el cuerpo es frágil, el amor es frágil, la vida es frágil, pero incomprensiblemente resiste al furor. Las metáforas que plasman esta lid multitudinaria son muchas, pero algunas rozan la obsesión: los sueños, las flores las orquídeas, sobre todo y los niños menudean en las páginas de esta Poesía reunida. Pero también lo hacen el insomnio, la nieve y la sangre, que es ambivalente, pero que en Royo simboliza el abandono y la fatalidad. 

En este marco de lucha feroz, el poeta contrapone un pasado de amor y placer, en el que se entretejen sueños, esperanzas e ilusiones, y que se remonta a veces hasta la infancia o la juventud, a un presente de enfermedad, pérdida y, en última instancia, muerte; y le cuenta ese enfrentamiento a un «tú» femenino: «recuerdo que una vez jugaste / corriendo enloquecida por los pasillos; derramabas fantástica sonrisas / en las frías estancias que endulzaban / la trastienda de mis sentidos», dice en @-dreams. El poeta parece dialogar siempre con una mujer, presente o recordada, real o fabulosa, que se enfrenta a la vida y se une o se opone a él; una mujer que en algunos poemas, como el segundo de las Siete plaquettes, se encarna en arquetipos literarios, como la Beatriz del Dante: «o. esa sonrisa que nos lame / a trompicones la lengua y nos vomita / suavemente / ? / Beatriz:». El discurso, retrospectivo, transforma en ocasiones a esa mujer en una niña, modelo de pureza, inocencia y amor. 

El estilo de Jordi Royo es reconocible y suntuoso. En su voz se han filtrado muchos de los mejores representantes de la poesía contemporánea desde Nerval hasta Ginsberg, pasando por los ya mencionados Eliot y Pound, entre otros, pero esa filtración no la ha sofocado, sino que la ha moldeado con perfiles propios. Royo trabaja con un vocabulario en el que aparecen equilibradas la amplitud e imprevisibilidad y las recurrencias, aunque, en el último trecho de su obra, cierto léxico y un puñado de imágenes se hacen cada vez más insistentes, casi obsesivos. Tanto que, en algunos casos, se repiten sin variación: «las arrugas violáceas de la madrugada», por ejemplo, aparece en dos poemas distintos de @-dreams. En otros supuestos, las coincidencias se explican por tratarse de versiones distintas de una mismo pieza, como sucede con una composición inédita que se reelabora en releyendo a N. Tazukuri

Singular resulta también una estructura constante en la poesía de Jordi Royo, compuesta por sustantivo + adjetivo + complemento preposicional: «la tristeza enloquecida del crepúsculo», «la tortura huidiza de los náufragos», «la náusea somnolienta del amor». Esta forma triangular suscita una visión compleja y una cadencia prolongada, que envuelve tanto al ojo como al oído. No hay una percepción instantánea, sino una sostenida averiguación, un lento y melodioso descubrimiento. La aromática pastosidad de esta sintaxis, a cuya espesura contribuyen otras figuras retóricas, como la sinestesia, y el ingente arsenal metafórico, configura una poesía vehemente, matérica, en la que las ideas cuajan en objetos, en geometrías; una poesía con la que Jordi Royo, atado, como todos, a los límites de la vida pero él, quizá, más sujeto que otros, más doliente, ha pretendido escapar de la reclusión y alcanzar, también como todos, esa «otra orilla» que justifica el esfuerzo creador y nos redime de la angustia de ser, de estar aquí: «paraplejia de sonidos / en la otra orilla / SIEMPRE EN LA OTRA ORILLA».

domingo, 21 de julio de 2019

Vacaciones en Mánchester (2): Tatton Park

Hoy vamos a Tatton Park, una de esas imponentes propiedades que una familia cresa habita durante siglos, hasta que el último descendiente, empobrecido o disoluto, se desprende de ella. En este caso fue Maurice, un viajero excéntrico que murió sin descendencia y cuyos causahabientes la entregaron para pagar los derechos sucesorios, y la familia fue la Egerton, cuyos principales personajes fueron Thomas, canciller de Isabel I, que compró la tierra; John, tataranieto suyo, que construyó la casa que hoy conocemos, a principios del s. XVIII; Samuel, que la dotó de su esplendor neoclásico a finales de ese mismo siglo y principios del siguiente; Wilbraham, que la llevó a su cúspide social en el periodo victoriano: organizaba fiestas fastuosas, a las que acudía el todo Mánchester, y hasta daba alojamiento a ilustres visitantes extranjeros, como el sha de Persia o el rey de Siam; y el propio Maurice, el último y desprendido lord Egerton, el explorador sin hijos cuya colección de objetos recolectados en sus viajes por el mundo se expone en una sala de la mansión. Para llegar a ella, y a la inmensa finca que la rodea, hemos de desplazarnos a Knutsford, una localidad al suroeste de Mánchester. El nombre del pueblo —el fiordo de Canuto— no deja dudas sobre el hecho de que por aquí anduvieron los daneses, seguramente saqueando monasterios, quemando pueblos y violando a las lugareñas, que era a lo que se dedicaban en sus correrías. Llegar a Knutsford se vuelve una pequeña odisea, porque la línea férrea está cortada por obras y el tren nos deja en Stockport, donde hay que coger un autobús para alcanzar nuestro destino: tarda media hora en salir de la estación y una entera en llegar al pueblo. El rodeo, que damos por una maraña de carreteritas que no deben de aparecer ni en los mapas, nos ofrece la compensación de darnos a conocer el paisaje de Cheshire. Las arboledas y las casas a lo Beatrix Potter se suceden. Yo busco un gato o, mejor, la sonrisa de un gato en las ramas y los tejados, pero no la veo. Lo que sí vemos son ciclistas —cuya lentitud, sumada a la estrechez de las vías, nos retrasa aún más—, coches de lujo, caballos a la carrera en las fincas que nos flanquean, aviones en descenso —el aeropuerto de Mánchester no está lejos—, drones y aviones no tripulados. Por fin llegamos. Cruzamos la calle principal de Knutsford, en la que reconocemos un Spanish Restaurant (que especifica "tapas bar" a la entrada; mencionar las tapas es fundamental para atraer a la gente) y una torre en homenaje de la escritora Elizabeth Gaskell, que pasó buena parte de su infancia aquí. Uno de los accesos al parque se encuentra al final de la calle. Antes de entrar, reparo en las Ruskin Rooms, un edificio donde el general Patton instaló el club de bienvenida de los oficiales del Tercer Ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, y en cuya inauguración pronunció una de aquellas alocuciones que tanto contribuyeran a su fama internacional, y que se conoce como "el incidente de Knutsford": "Es el destino evidente de los británicos y americanos (bueno, y también de los rusos)", dijo, "gobernar el mundo". Se comprende que a los franceses o a los chinos, por ejemplo, aquello les gustara poco. (A los españoles tampoco nos gustó, pero los españoles no pintábamos nada entonces). No tardamos mucho en ver una manada de ciervos que, habituados a la presencia humana, pastan sin alterarse entre los visitantes. Hay de dos clases: el ciervo común o cervus elaphus, predominante, y el gamo, más pequeño y de nombre encantador: dama dama. (Conviven con ellos dos raras especies de ovejas: la de las Hébridas, un bicho negro de astas considerables e inquietante aspecto, y la oveja Soay, peluda, parecida al muflón). Los ciervos tienen unas cornamentas arbóreas, cubiertas por una suerte de musgo azul y gris enjoyado de irisaciones, que invita a que lo acariciemos, pero ninguno de los que estamos allí se atreve a hacerlo, no sea que el ungulado abandone su pacífico estado y nos embista con la pavorosa cuerna. En el lomo de algunos se posan las urracas, que nos otean con la misma indiferencia que sus improvisadas cabalgaduras. Los ciervos arrancan la hierba con un morro dúctil, que parece una mano, y, al hacerlo, producen un ruido sedante, crunch, crunch, como si arrugaran una bola grande de papel de arroz. Seguimos, en los 2.000 acres (unos ocho kilómetros cuadrados) por los que se extiende el parque, la avenida de las hayas, un largo sendero así llamado por ser paralelo a una interminable hilera de hayas, copudas y altísimas, cuyos troncos mantienen desnudos los ciervos. Se conoce que algunas de estas hayas fueron plantadas en el s. XVIII. El camino, lleno de excrementos de ciervo —como los de las cabras, pero, lógicamente, más grandes—, cruza alguno de los llamados tank bridges ['puentes para tanques'] que se construyeron aquí, durante la Segunda Guerra Mundial, para salvar los desniveles del terreno y que pudieran circular los vehículos blindados con los que se entrenaban las tropas aliadas. Tatton Park fue en aquellos años oscuros un gran campo de entrenamiento para soldados y paracaidistas: los ingleses siempre han sabido sacar el máximo partido de su patrimonio. Vemos también una hielera del s. XIX —que mantenía el hielo traído de los neveros, dispuesto entre capas de paja, muchos días— y, a lo lejos, el gran lago del parque, el Tatton Mere. Llegamos por fin a la mansión, cuyo lujo apabulla. Otras suntuosas residencias destacan por sus ajuares o la originalidad de su arquitectura; esta lo hace por su biblioteca —que conserva primeras ediciones de Jane Austen y manuscritos de Henry Purcell— y su colección de pintura. Admiramos óleos de Hans Memling, Canaletto, Tiépolo, Veronese, Vasari, Carracci —varios miembros de la familia Egerton, como buenos hijos de la alta burguesía inglesa, fueron enviados a Venecia, a estudiar el arte italiano, y allí adquirieron o encargaron los cuadros—, Van Dyck y Poussin, entre otros. Me llama la atención, en particular, un cuadro de Jan Sanders van Hemessen, Putto vanitas, en el que un niño desnudo duerme apoyado en una calavera, lo que no debía de ser muy cómodo, mientras sostiene con la otra un rótulo que dice Morimur, lo cual tampoco mueve al alborozo, sobre todo dicho por un niño. En la leyenda de la pintura se lee Nascentes morimur finisque ab origine pendet: 'Al nacer morimos, y el final empieza con el principio', una frase del poeta latino Marco Manilio que Montaigne cita en sus Ensayos. La contemplación de las muchas riquezas de la casa se ve entorpecida, no obstante, por los invitados a una boda que se celebra hoy aquí, y que circulan por las habitaciones y los pasillos con prisa y cierto imperio, como si los adocenados visitantes hubiéramos de cederles el paso solo porque matrimonian Maha y Faizal, que así se llaman los contrayentes, parientes suyos. Los vemos tomarse las fotos nupciales en uno de los patios, cada uno a un lado de un Rolls-Royce blanco. Lo más hermoso del conjunto es el Rolls-Royce. Maha no hace honor a su nombre —de hecho, es espeluznante— y Faizal debería perder no pocos kilos (y quizá retocarse la cara; bueno, reconstruírsela entera). Pero ambos parecen muy felices, con sus fajas y sus pompones, acariciando el Rolls-Royce, que estoy tentado de imaginar como un símbolo fálico. Paseamos, en fin, por las laberínticas dependencias de los (muchísimos) criados, entre las que se cuentan un cuarto para salar la comida y un horno de pan. En el suelo advertimos unos raíles que servían para desplazar las plataformas con los alimentos para la familia o sus numerosos invitados y el carbón necesario para calentar el enorme edificio. Por fin, salimos al jardín italiano, uno de los varios que engalanan la propiedad. Estamos tan cansados que, apoyados el uno en el otro, casi nos quedamos dormidos. Pero aún hemos de volver a Knutsford, deshaciendo los varios kilómetros que hemos hecho para llegar. Por suerte, el tren que pensamos coger es directo a Mánchester. Si no vuelven a interrumpirse las vías, claro.

martes, 16 de julio de 2019

Vacaciones en Mánchester (1): Didsbury y Chorlton

Me despierto y miro por la ventana cómo está el tiempo, aunque hacerlo siempre demuestra, en Mánchester, cierta ingenuidad. Como era previsible, está nublado, pero, gracias sean dadas al Altísimo, no llueve. Un ejército de ocas desfila por el canal. Las flanquean dos narrow boats azules que han atracado delante de nuestro edificio. Uno se llama Arachné y, superpuesta a él, en la baranda de la terraza, veo a una araña tejer su tela: parece que baile por el aire. Desayunamos y salimos al mundo. Hoy será un día de paseos. En Port Street, camino del centro, vemos que ya no está el mural "Legends of Catalonia", que ha ocupado varias semanas la pared entera de una casa. En él se reconocían Cadaqués —por ser la patria de Dalí y destino turístico de no pocos ingleses—, la Sagrada Familia —a la que ya le falta poco para convertirse en un monstruo inconmensurable—, la Casa Milà, la Torre Acbar y hasta la escultura de Miró, Dona i ocell [Mujer y pájaro], situada en el Parc de l'Escorxador [Parque del Matadero: antes estaba ahí el matadero municipal, en el que yo he visto entrar rebaños enteros de ovejas por la calle Aragón], en Barcelona, justo detrás de casa de mi madre. Sorprendentemente, no aparecía Guardiola (el entrenador de fútbol, no el cantante) ni referencia alguna al Barça. Turisme de la Generalitat lo había financiado, pero, acabada la financiación, la pintura ha desaparecido, y la pared espera a un nuevo inquilino. En Piccadilly Gardens, que Ángeles suele evitar por la abundancia de perroflautas y colgados que los pueblan, pero a los que yo quiero ir siempre, por la abundancia de perroflautas y colgados que los pueblan (y porque allí se encuentra una de las pocas tiendas de la ciudad en las que se puede comprar El País), nos sumergimos en la acostumbrada fauna mancuniana: un homeless que lee poesía (reconozco, en passant, las líneas truncadas de los versos, y recuerdo a otro, en Londres, que leía a William Blake); un travesti sesentón, con peluca, un body negro ceñido, piernas peludas, zapatos de tacón y bolso en el antebrazo, que pasa con aire ausente; y los Piccadilly Rats, un grupo de músicos callejeros octogenarios que arrastran en las chupas llenas de chapas y en las greñas supervivientes el olor —algo rancio ya— de Mánchester, capital del  pop rock, en los 80 y 90. En Arndale, el principal centro comercial de la ciudad, visitamos la tienda de Nespresso para proveernos de cartuchos de café. Nos obsequian, como siempre, con una taza de café, que yo elijo kazaar, el más fuerte del catálogo; y, sí, es fuerte —de hecho, se me encoge el píloro—, y todo esto es muy pijo, pero me encanta. Salimos y llamamos un uber. Llega en dos minutos. En Barcelona, hay que pedirlos con una hora de antelación (aunque leí la semana pasada que un tribunal había anulado la ordenanza que lo establecía así; ahora quizá el ayuntamiento recapacite y solo exija que se pidan con cincuenta y cinco minutos de antelación). El uber nos lleva a Didsbury, un próspero suburbio de Mánchester, donde Ángeles tiene hora en la peluquería. Mientras María —una valenciana que ha tenido tiendas de moda en varias ciudades del mundo, pero que ahora ha de cortar el pelo de las inglesas para sobrevivir— se encarga de cortar, lavar y fijar, yo me acerco a la charity shop de Oxfam, en la calle principal, a ver libros. Por desgracia, no encuentro nada. Vuelvo a la peluquería y me siento a esperar en un sofá cuyas entrañas deben de ser el patio de Monipodio de los muelles. La dueña me pregunta qué quiero beber y, aunque me gustaría decirle que un chivas regal 18 con hielo, la educación se impone y le contesto que un vaso de agua. Me lo trae, pero se ha quedado insatisfecha. Cinco minutos después ofrece a todos los clientes —y al único acompañante presente, yo— una copa de vino blanco, frío e italiano. No es un chivas regal 18, pero mejora enormemente al vaso de agua. La inclinación de los mancunianos, y de los ingleses todos, por los alcoholes es proverbial. A la salida de la pelu, vemos un cartel que anuncia el Didsbury Gin Festival, el festival local de la ginebra, con gran aparato de catas y celebraciones. Ya es hora de comer, y decidimos hacerlo en un restaurante palestino cercano, el Baity. Nunca he comido en un palestino. Me gusta que dentro del local haya un olivo, un olivo entero, con su tronco, sus ramas y sus hojas. No me gusta, en cambio, que no sirvan alcohol. Los musulmanes no saben lo que se pierden. El local es agradable, salvo por el desagradable pitido del semáforo que está justo al lado, que suena cada dos minutos. También suena, en el hilo musical, el Despasito en árabe. Al camarero palestino que nos atiende, supervisado de cerca por un encargado inglés, le pedimos humus, falafel y maqlaba, un arroz con cordero que nos saca de todas las melancolías, y, de postre, un té a la menta, cuyas hojas ha de ir a buscar a algún sitio el supervisor inglés. Hemos tenido que esperar un poco, pero no podremos decir que la menta no sea fresca. Al servírnoslo, nos pregunta de dónde somos. Cuando le decimos que españoles, pero que Ángeles vive aquí, le desea buena suerte. Y, mientras todo esto sucede, recibo un guasap de una amiga con la noticia de que los españoles son los europeos que más se masturban: el 93% de los adultos de esa nacionalidad lo hace, frente al 91% de los ingleses, precisamente, y el 89% de los franceses. Me cuesta mantener la seriedad mientras le pido un poco más de pan al camarero. Pero celebro la estadística: como dice Woody Allen, masturbarse no deja de ser hacer el amor con quien más quieres. A la salida del palestino, volvemos a pasar por Oxfam para que Ángeles compre un tope para puertas (y yo vuelva a rebuscar entre los libros, de nuevo infructuosamente). Se hace con un pingüino simpático, pero, como corresponde a su oficio, muy pesado, que llevaré caballerosa y abnegadamente en la mochila, con los también onerosos cartuchos de café de Nespresso, el resto del día. Paseamos luego por el parque de Didsbury, que no es muy grande, pero sí muy verde: el sol, que asoma ahora, tímido, enluce la hierba de un fulgor de esmeralda. Hay niños en las áreas de juegos —somos capaces de reconocer a los hijos de españoles por un algo en las facciones y el modo de moverse y la forma de vestir, y comprobamos que lo son cuando se acercan a sus padres y les oímos hablar en castellano— y mayores tumbados en la hierba: cuando sale el sol, en Inglaterra la gente corre a bebérselo en el césped, como grandes babosas que no se secaran, sino que resucitasen con sus rayos. Vamos ahora a la estación del tranvía, que nos llevará a Chorlton, otra área suburbana de Mánchester, donde nos han invitado a una fiesta de cumpleaños. De camino, reparo en el anuncio de una sangüichería, donde se ve una esquina de un jugoso bocadillo, con la siguiente leyenda: Always look on the bite side, y aplaudo que los Monty Pyton y su inconmensurable La vida de Brian sigan iluminando la vida de este país, después de tantos años, aunque sea con efectos publicitarios. Llegamos a Chorlton tras un corto viaje en tram. En la zona residencial donde viven los amigos de Ángeles, las casas alcanzan la categoría de casazas. Abundan los bares y pubs con terrazas, llenas de parroquianos que trasiegan grandes cantidades de cerveza. También vemos, en un parque, una fiesta de la sidra y la cerveza. Hay que pagar por entrar, y está concurridísima; abundan los niños. No es de extrañar que, en lugar tan acomodado y proclive a la borrachera, viviese diez años George Best, aquel inenarrable jugador norirlandés del Manchester United, probablemente el mejor extremo de la historia del fútbol, que resumió así los avatares de su vida: "He gastado mucho en bebida, mujeres y coches caros; lo demás lo he dilapidado". También reveló sus intentos de desengancharse del alcohol: "Una vez dejé de beber: fueron los peores 15 minutos de mi vida". No es extraño que tuvieran que trasplantarle el hígado y que muriera, con 59 años, a causa de los fármacos inmunodepresivos que había de tomar. Uno de los locales chorltonianos que dejamos atrás, The Inn in the Green [pronúnciese di in in de grin: la posada del prado], precede a un antiguo cementerio cuyas lápidas han sido recolocadas para formar el camino y los escalones de paso, que conduce hasta una de las entradas de Ivy Park, la gran zona boscosa del lugar, mucho mayor que el parque de Didsbury. La vegetación es aquí espesísima y muy rica. La corta un arroyo de aguas cantarinas, del que no nos apartamos. Por desgracia, entre la espesura también abundan las ortigas, y yo, que no pierdo ocasión de estropear un paisaje bucólico o una situación idílica, golpeo sin darme cuenta una mata de urtica dioica. Ángeles me recomienda meter la mano en agua para aplacar la irritación, pero las probabilidades de que, al bajar por la ladera fangosa hasta el arroyo, resbale y ruede hasta meter en el agua no solo la mano, sino el cuerpo entero, son muchas. Decido, pues, ser prudente y aguantar el escozor. Llegamos, por fin, a casa de Devan, el sudafricano cuyo cumpleaños va a celebrar su grupo de amigos. Ángeles y yo somos, con diferencia, los mayores de los congregados. No conozco a nadie, y eso me incomoda. Además, la fiesta exige que todos permanezcamos alrededor de la mesa de la comida, y, tras la caminata que llevamos, seguir de pie se me hace doloroso, un dolor que se suma al que siento en la mano. La pitanza no está mal —la tortilla de patatas, que ha preparado uno de los muchos españoles que integran el grupo, es excelente; la gran cuestión que debería resolverse, en lo atinente a la tortilla de patatas, no es si ha de llevar cebolla o no, un asunto baladí, a mi juicio (está claro que con cebolla es mucho más sabrosa), sino si ha de ser jugosa o cuajada, y esta está deliciosamente deshechita—, pero yo aún estoy digiriendo el maqlaba del palestino, así que apenas encuentro satisfacción en ese apartado de la reunión. Y tampoco bebo demasiado, pese a la insistencia de Devan, que reparte tequilas con la liberalidad con que debía de tomárselos George Best: el demasiado alcohol por la noche me da una acidez insoportable. Queda, pues, la conversación, pero la conversación, dispersa y deshilachada, tampoco cuaja, y no por la falta de interés de los contertulios —muy cosmopolitas todos: el que menos, ha vivido en dos continentes y habla tres idiomas; hay dos astrofísicos, varios médicos, un geólogo, una profesora universitaria...—, sino por el ritmo que impone la celebración, brincante y, a la vez, algo envarado. Como somos los séniores del grupo, nos sentimos autorizados a ser los primeros en retirarnos. Lo hacemos con discreción, repartiendo besos aquí y allá. Y volvemos a casa, cansados y moderadamente satisfechos, aunque no haya sido la mejor fiesta de cumpleaños de nuestra vida.

jueves, 11 de julio de 2019

Poesía y sexo

Me gusta la poesía y me gusta el sexo. No debe sorprender, pues, que la poesía erótica siempre me haya fascinado. La he leído mucho y hasta la he escrito: con Unánime fuego quise explorar, en prosa, los tumultuosos recovecos de la concupiscencia; con La montaña hendida pretendí componer un poemario pornográfico, pero palideció en erótico; con Seis sextinas soeces conseguí ser explícito sin dejar de ser quiero pensar poético. Lo erótico recorre toda mi poesía, como expresión del deseo fisico, pero también del entusiasmo por estar vivo, del placer sensual que me inspira el mero hecho de existir, y que encuentra su mejor plasmación en el encuentro de los cuerpos (y de las mentes), en el diálogo inacabable de las pieles (y de las almas). Christian Tubau, poeta y editor de Libros de Aldarán, recogió una amplia selección de los poemas eróticos que he escrito a lo largo de los años en Lo profundo es la piel, publicado en 2018. 

Este año he querido dar un paso más allá: penetrar un poco más en el asunto, y nunca mejor dicho. He propuesto un curso sobre ambos temas, poesía y sexo, a la Escola d'Escriptura de Barcelona, que lo ha incluido en su programación de otoño. No obstante, esto no significa que vaya a impartirlo: solo lo haré si se matriculan suficientes alumnos. Lo he titulado "El sexo por escrito: poesía erótica universal". La duración es solo de 20 horas. Y subrayo "solo", porque de esta materia podríamos estar años hablando. No obstante, y pese a la brevedad, intentaré transmitir a mis alumnos, si es que llego a tenerlos, ese entusiasmo del que acabo de hablar, ese goce que me procuran los mejores poemas eróticos de la literatura, y también, naturalmente, desentrañar las técnicas y mecanismos por medio de los cuales sus autores llegan a producir, al menos en un lector como yo, ese resultado. Por último, pero no por ello menos importante, guiaré a los alumnos en la composición de un tríptico erótico. La literatura es mímesis: escribimos porque hemos leído. Y así será también en este curso: escribiremos poemas eróticos porque los habremos leído. Estoy seguro de que ambas cosas, escribir y leer, serán divertidas.

El programa del curso es el siguiente:

- Definición y sentido de la poesía erótica en el mundo de la imagen.
- ¿Poesía amorosa? ¿Poesía pornográfica?
- Sensualidad, excitación, melancolía. ¿Obscenidad?
- La poesía erótica desde la Biblia hasta youtube.
- Cómo encender la pasión: la poesía erótica como acto.
- Lo explícito y lo implícito: describir y sugerir, cantar y callar.
- El cuerpo: tratamiento y proyección.
- Poesía erótica masculina y poesía erótica femenina.
- Poesía erótica heterosexual y poesía erótica homosexual.

Y este es el enlace de l'Escola d'Escriptura con toda la información necesaria sobre el curso y la matrícula: 
https://campusdescriptura.com/CA/mapa-cursos-presencials#cbp=/inline/CA/curs/El-sexo-por-escrito-poesia-erotica-universal.

Como brevísimo prólogo del curso, transcribo este extraordinario soneto votivo, que hace el XVII de la serie, de Tomás Segovia, perteneciente a su libro Figura y melodías (1976):

Un momento estoy solo: tú allá abajo
te ajetreas en torno de mi cosa,
delicada y voraz, dulce y fogosa,
embebida en tu trémulo trabajo.

Toda fervor y beso y agasajo,
toda salivas suaves y jugosa
calentura carnal, abres la rosa
de los vientos de vértigo en que viajo.

Mas la brecha entre el goce y la demencia,
a medida que apuras la cadencia,
intolerablemente me disloca,

y al fin se rompe, y soy ya puro embate,
y un yo sin mí ya tuyo a ciegas late
gestándose en la noche de tu boca.
                                        
Ahora ya solo me faltan los alumnos.

sábado, 6 de julio de 2019

La (in)felicidad de los escritores

Algunos libros nos dan felicidad; los mejores, mucha, si es que la felicidad puede medirse. Y, ante ese derroche de alegría y plenitud, de excitación y paz, pensamos que sus autores han sabido compartir con nosotros la que ellos sentían: que la han cocido en el horno de las palabras y nos la han entregado, caliente todavía, recién salida de la conciencia. Se comprende. Es difícil leer el Quijote —pese a la mucha violencia que lo recorre, y que llevó a Nabokov a aborrecerlo por su crueldad— sin experimentar una satisfacción que conmueve por entero y que no es descabellado identificar con la felicidad. Algo muy parecido pasa con los poemas de Antonio Machado o de Walt Whitman. El español, aun melancólico o doliente, inspira una serenidad moral que asombra y ennoblece. El norteamericano, enumerativo, desordenado, canta al mundo y al hombre que nacen, y proclama, con alborozo, la grandeza de ser. Los ejemplos podrían multiplicarse. Y, sin embargo, esa felicidad no ha sido objeto de transmisión, ni siquiera de transformación, sino, propiamente, de invención. Esa felicidad no estaba en la persona del autor, sino en el alambique imprevisible de sus necesidades y sus circunstancias. Las personas felices no escriben: se limitan a disfrutar de su felicidad. A las que hacen literatura, en cambio, siempre les falta algo. Los escritores son, sin excepción —por normales que parezcan, aunque pocos lo parecen—, gente enferma: enferma de dolores muy materiales, de esos que aquejan igualmente a los fontaneros y los actuarios de seguros, pero también, y sobre todo, de dolores metafísicos: de ansias de ser otro, de ser más, de ser siempre. La literatura es una gran prótesis con la que rellenamos aquello de lo que carecemos, ya sea pelo en la cabeza, dinero en la cuenta corriente o alguien que nos consuele de las desdichas cotidianas y nos bese en la cama todas las noches. La literatura es un bastón o unas parihuelas, un pecio al que nos aferramos, el clavo ardiendo que nos constituye. Y cuando lo entendemos, entendemos por fin que esos escritores que tanta felicidad nos han procurado tuviesen una vida de mierda, y que esa felicidad no sea sino el fruto de su propio sufrimiento, contra el que se rebelaron con una palabra regeneradora, que los restañaba, que los justificaba. Cervantes se pasó media vida persiguiendo un empleo bien pagado —para lo que hubo de lamer el culo a muchos nobles que aspiraba a convertir en mecenas— sin conseguirlo; huyó de la justicia y tuvo que refugiarse en Italia por un altercado con un maestro de obras; conoció las miserias y horrores de las guerras que España libraba insensatamente en Europa, y perdió el uso de un brazo en una de aquellas refriegas; estuvo preso cinco años en Argel, donde siempre que intentaba huir —y lo intentó cuatro veces— era encerrado en un baño cargado de cadenas; hubo de trabajar en los desagradables oficios de comisario de provisiones y recaudador de impuestos, y fue excomulgado por embargar bienes de la Iglesia y encarcelado en Sevilla por apropiarse, al parecer, del dinero recaudado; vivió sus últimos años con y quizá de las mujeres de su familia, las cervantas, con grave quebranto de su honra; vio cómo no se le apreciaba como poeta, lo que él más quería ser, cómo sus contemporáneos lo consideraban solamente un ingenio mediano, y cómo un miserable le pirateaba el Quijote, su mayor éxito comercial, con una segunda parte apócrifa; y, en fin, murió, diabético, a los 68 años. Antonio Machado arrastró su melancolía y su menesterosa condición de maestro de escuela por las provincias de España, siempre luchando por conseguir destino en Madrid; se enamoró de una niña de trece años, con la que se casó a los quince y que se le murió, de tuberculosis, a los dieciocho; casi dos décadas después, se prendó de una mujer casada, derechosa y catoliquísima, escritora de versos lamentables, que lo tuvo enfebrecido de amor con cartas y encuentros clandestinos, pero que no le dejó tocarle un pelo; y acabó sus días, tras el fracaso de la República en la que tanto había creído y una huida dramática desde Barcelona, en un triste hostal francés, con 64 años. Whitman, en fin, tuvo un padre y un hermano alcohólicos, otro hermano mentalmente desequilibrado y una hermana, probablemente psicótica, maltratada por su marido; vio cómo su padre se arruinaba varias veces; a los once años, tuvo que dejar los estudios, salir de su casa y ponerse a trabajar, primero de chico de los recados en un bufete de abogados y luego de cajista en una imprenta, para luego ejercer de maestro rural, un empleo que detestaba, y, por fin, de periodista mal pagado en múltiples periódicos neoyorquinos; las dificultades económicas lo persiguieron siempre, y, ya mayor, hubo de recurrir a los amigos para que le facilitaran algún trabajo en la Administración, del que era siempre despedido cuando sus jefes descubrían que se pasaba el tiempo escribiendo poemas (que, además, eran indecorosos); vivió los horrores de la Guerra Civil en su país, en la que combatieron dos hermanos suyos, uno de los cuales resultó herido; fue denunciado por la Sociedad de Nueva Inglaterra para la Supresión del Vicio por la inmoralidad de su obra y perseguido por la justicia; y nunca salió del armario (poéticamente lo hizo a medias), lo que lo condenó a una vida de relaciones encubiertas e insatisfactorias. No sé si Cervantes, Machado y Whitman fueron felices. Supongo que sí: a ratos, como todos. Hasta en las hambrunas de Somalia la gente encuentra un pretexto para serlo, y quizá en las hambrunas de Somalia sea más fácil encontrar ese pretexto. Sin embargo, no parecen vidas objetivamente afortunadas; no parecen vidas deseables. Sus obras, en cambio, regalan una luz inacabable, construida por el entusiasmo y la razón: el entusiasmo de una existencia que se debate consigo misma y que emerge de las sombras de la incertidumbre y el dolor, de la conciencia desgarrada de la transitoriedad, al orden y la entereza del lenguaje; y la razón de un yo que no renuncia a abrazar al mundo, y que lo abraza, ciertamente, con la fuerza de la esperanza y el consuelo de la música. Todo eso capta al lector, esa felicidad enredada en las palabras, ese decir que es ser.

[Este artículo se publicó en El Norte de Castilla el 7 de junio de 2019]

lunes, 1 de julio de 2019

Es fiesta mayor

Salgo a pasear. Me he pasado escribiendo todo el día y lo necesito: me cruje la espalda. Al bajar a la calle, me sorprende el gentío que se amontona en una esquina, pero más me sorprende aún el helicóptero que ha motivado la montonera. Es de emergencias médicas, amarillo. El color de estos aparatos se decidió mucho antes de que a algún publicista avispado se le ocurriera identificarlo con el independentismo. No cabe, pues, protestar, aunque la coincidencia seduzca a quienes los imaginan lazos alados, pájaros que inscriben en el cielo el desiderátum de la república catalana (entre los cuales se sentirá especialmente satisfecho mi vecino de la casa de enfrente, que tiene desplegada en el balcón, desde hace casi dos años, toda la parafernalia del separatismo: esteladas, lazos, pancartas a favor de los presos políticos y la libertad de expresión...). El helicóptero es enorme: parado en el asfalto, parece un extraño saurio, con tronío, elegante. A su alrededor corretean mozos de escuadra y el personal paramédico, enfundado en chillones monos naranjas (un color que no complacerá nada a mi vecino reivindicativo). Hay cinco o seis coches de policía, y un guardia municipal reparte silbatazos para ordenar un tráfico colapsado. Hay hasta un agente forestal, que habrá acudido, supongo, para proteger a los árboles una frondosa encina ocupa el centro de la rotonda de las maniobras del autogiro. Por fin llega una ambulancia, con las luces desaforadas, que trae al infartado. Porque eso es lo que ha pasado, según revela un mozo: alguien un hombre, creo advertir, cuando lo bajan en camilla ha sufrido un infarto y ha de ser evacuado. ¿Por qué lo han de trasladar en helicóptero y no en la propia ambulancia? Quizá en coche habría llegado ya al Hospital General de Cataluña, que está a tiro de piedra, o a la Mutua de Terrassa, que dista apenas 14 kilómetros de Sant Cugat. El despliegue de medios es apabullante, como el follón. Además de los coches y el helicóptero, al menos una docena y media de trabajadores públicos se aplican al rescate del infartado, y uno desearía que semejante derroche, encomiable, se aplicara siempre que la gente necesitara socorro: que recibieran una ayuda equivalente los ancianos que viven solos, y cuya vida por caídas, accidentes y dolencias está en peligro a cada momento; los dependientes que no reciben las prestaciones a que tienen derecho por la parálisis de la administración y la insuficiencia de los recursos (que se destinan a otras cosas); los pobres que, con sus familias, sufren frío en invierno y calor en verano, y que apenas tienen para comer; los que atestan los pasillos de urgencias y mueren en ellos; los parados que lo son desde hace años, desesperados y, a veces, suicidas; los desahuciados, también desesperados y también suicidas. El helicóptero despega por fin con gran algazara del público. Del bosque de cabezas emergen las ramas de las manos, rematadas por los móviles que captan el ascenso vertical del aparato y luego su desaparición horizontal en busca de la UCI donde revivir al enfermo. En ese instante, como si alguien hubiera apretado un botón, la muchedumbre empieza a disgregarse, aunque solo para reintegrarse en la otra muchedumbre que atesta el Parc Central. Entonces caigo: hoy es la fiesta mayor del pueblo (curiosamente, los que vivimos aquí seguimos pensando en Sant Cugat como en un pueblo, pero tiene 90.000 habitantes, casi la misma población que la ciudad de Cáceres) y, en fiestas, el ayuntamiento instala cada año una zona de celebración y, ay, de música en el parque. Cientos de personas están sentadas o tumbadas en la hierba, devorando las hamburguesas, crepes y helados con que los despluman los chiringuitos concesionarios. Quizá sea el precio de estas dudosas viandas lo que le haya causado el infarto al hombre del helicóptero. O su calidad. Dejo atrás el hormiguero enguirnaldado del parque cuya soledad es reparadora: cuánto la añoro y me dirijo al centro: me apetece estirar las piernas y asestarme un granizado de limón muy grande en mi horchatería de siempre; hoy ha hecho un calor saharaui. Me cruzo con una, dos, tres, muchas adolescentes y no tan adolescentes vestidas (es un decir) con un uniforme reglamentario de las adolescentes: un top o camiseta hiperbreve y unos shorts más breves todavía, de esos que uno teme que seccionen la femoral de la portadora. Hace mucho calor, es verdad, pero no sé yo si pasearse prácticamente desnudas por la calle contribuye a la disminución de la temperatura. Me pregunto también por qué son las mujeres, sobre todo, las que consideran adecuada, y hasta deseable, una exposición tan hiperbólica del cuerpo en público, y no los hombres. No veo a jóvenes exhibiendo los músculos, o lo que sea, en camisetas de tirantes, ni ciñendo la entrepierna con calzones ajustados. Bueno, sí, alguno hay, pero todos responden a un mismo patrón: tatuajes, cigarrillos, pendientes, aspecto general de macarra. Si estuviéramos en El Salvador, serían miembros de una mara; en España, parecen integrantes de alguna comunidad carcelaria. Las mujeres siguen haciendo valer el cuerpo para afirmarse ante sí mismas y ante los demás; el cuerpo sigue siendo, en su caso, un activo social. Y, de ser mujer, no estaría muy seguro de que esta desparpajada afirmación de autonomía, de libertad personal, no sea una nueva imposición del patriarcado, que obliga a la mujer a someterse a su mirada, al papel que esta mirada le asigna; como las moras, que se tapan para no excitar la lujuria del varón, pero al revés. Cuando llego a la horchatería, la dependienta que me atiende una de las trabajadoras temporales que los dueños contratan cada verano para hacer frente al tropel de público que acude a abrevar luce otra de las fachadas habituales de las hembras hodiernas, en este caso compartida con los machos: los tatuajes. Tiene todo el brazo izquierdo y el antebrazo derecho tatuados. En aquel se ha hecho pintar plantas y flores: la piel le estalla de rojos y verdes. El brazo parece una rama florida, atravesada por tallos y estambres, por raíces y lianas. En el antebrazo reconozco un escarabajo y algo semejante a una cara, aunque no puedo precisarlo: lo mueve con rapidez para servirme el granizado y los perfiles se desdibujan. Me entrega el producto con una sonrisa. Es guapa y tiene la piel, la que no está ocupada por los arabescos de tinta, muy blanca. Un poco más abajo de la horchatería se abre la gran boca de la plaza del monasterio. Las puertas de la iglesia se mantienen cerradas. Las flanquean dos gigantes, que habitualmente se exhiben en el claustro del templo, y que los munícipes han dispuesto hoy como centinelas de la religión. El gigante luce chaquetilla, faja y, por supuesto, barretina (muy larga: le llega casi a los pies que no tiene), y la giganta es la pubilla, la hija de la casa, con rejilla en el pelo y muchos volantes por un cuerpo, a diferencia de las herederas de hoy, completamente tapado. A ambos les han puesto un lazo amarillo en el pecho: son gigantes independentistas. En los jardines del monasterio hay otra muchedumbre. Esta contempla las evoluciones de una danza tradicional, que bailan, por parejas, los vecinos. Aunque son evoluciones lánguidas: las parejas dan vueltas sin prisa. Los hombres se limitan a girar, pero las mujeres sueltan abanicazos en el aire. Eso es todo, que yo sepa. No llevan trajes típicos, aunque sí, muchos, lazos amarillos, que ya están en camino de convertirse en el nuevo traje típico. Al fondo tocan los músicos en un estrado de madera: reconozco el repique del tamboril y los agudos de la tenora. Pero los bailes tradicionales me dan sueño, así que opto por seguir mi camino. En los jardines queda el montón de gente que asiste, entusiasmada, aunque con un entusiasmo silente, al frenesí del folclore. En realidad, gente hay por todas partes: las calles están llenas. En algunas, han dispuesto largas mesas en la calle para que los vecinos cenen a la fresca. Los platos de plástico, con pan con tomate, fuet y butifarra, esperan a los comensales. (Estoy tentado de pillar una longaniza, que está diciendo "muérdeme", pero me abstengo: los embutidos poderosos me son pesados por la noche y, además, no pegan con el granizado). Busco un itinerario menos populoso, pero me es difícil encontrarlo: todo está invadido. En las plazas se reparten los diferentes grupos musicales contratados por el ayuntamiento para amenizar la velada: un poco de rock catalán aquí, algo de pop, también catalán, allá, una pizca de salsa acullá (la comunidad hispanoamericana es importante en Sant Cugat: cuidan ancianos, friegan casas, limpian váteres, en fin, como en todas partes). Lo que no oigo por ningún lado es flamenco; y de Julio Iglesias o Raphael tampoco hay noticias, alabado sea el Hacedor. Vuelvo a casa despacio, disfrutando del lentísimo ensombrecerse del aire. A la entrada del Parc Central paso por delante de las piscinas municipales, que hoy han aparecido en el Telediario del mediodía como ejemplo de una de las medidas que han tomado los consistorios de Cataluña para combatir la ola de calor: permitir la entrada gratis. Ah, los consistorios siempre velando por nuestro bienestar. Aunque pienso que, si en un día normal estas piletas están siempre abarrotadas, hoy parecerán una olla de lentejas. En el parque, sigue el jaleo. Una red multicolor de bombillas verbeneras cubre el mar de cuerpos y el archipiélago de los puestos de comida. En varios lugares se han instalado fuentes móviles, que no son sino una sucesión de grifos bajo la leyenda "¡Hidrátate!". Antes se decía "¡Bebe!", que quizá sea más fácil de comprender, pero ahora se prefiere "¡Hidrátate!", que tiene muchas más sílabas y parece más científico. Huele intensamente a carne: a carne humana y a carne asada. Me retiro por fin a la paz del hogar, aunque sé que lo peor está por llegar. En las fiestas, lo peor siempre llega por la noche. Hay programado un concierto. Por suerte, esta vez no será justo delante de mi casa, como otros años, sino algo más allá, delante de la casa de otros. En España no hay fiesta si no hay ruido. Es una seña de identidad.