sábado, 27 de junio de 2020

El paraíso difícil. Siete años en Extremadura (2013-2019)

Acaba de aparecer El paraíso difícil. Siete años en Extremadura (2013-2019), el libro que recoge todas las entradas publicadas en mis blogs Corónicas de Ingalaterra y Corónicas de  Españia sobre la región y mis experiencias en ella. Me felicito por que vea la luz un trabajo que me ha llevado tanto tiempo culminar y que tan importante es para mí; ahora espero que también lo sea, literariamente, para los lectores. Pero asimismo me felicito por que un libro sobre Extremadura, intensa y casi exclusivamente sobre Extremadura, haya sido publicado por una editorial catalana, que lleva el nombre de un pueblecito de Tarragona, creada y dirigida por Matilde Martínez Sallés. Ese binomio se me antoja, en estos tiempos de lejanías y desgarramientos, un ejemplo de cosmopolitismo y solidaridad, por el que no puedo sino expresar mi reconocimiento y mi gratitud— a Matilde. En El paraíso difícil no he hecho selección: va, como he dicho, todo cuanto he escrito en estos años sobre mi segunda (o tercera o cuarta o..., qué más da) tierra. También, pues, aquellas entradas críticas o menos complacientes sobre un lugar amabilísimo, pero a veces arduo, a veces, incluso, quemante, y no me refiero solo a las temperaturas del verano. Cuando escribí el prólogo, hace seis meses largos, confiaba en que la publicación del libro no representase el final de ninguna etapa, sino un jalón más en mi ya larga relación con Extremadura. Hoy, tras algunas mudanzas personales, ya no estoy seguro de ello. No obstante, constituya o no un final, me satisface poder presentarlo como, por una parte —y si se me permite la expresión un tanto pretenciosa—, relato histórico y fresco social, y, por otra, confesión de la intimidad: de todos aquellos sucesos que acaban haciéndonos como somos y que nos dan, en algunas ocasiones, una pizca de felicidad.

Transcribo a continuación el fragmento inicial del prólogo:

Mi relación con Extremadura se explica por uno de esos azares inexplicables que acaban acaso explicándonos. En mi vida solo había habido un extremeño destacado —aunque no precisamente por sus virtudes: un tío político que, tras treinta años de vida en Barcelona, donde había fundado una familia y labrado un futuro para sus hijas, seguía cagándose en los catalanes; comprensiblemente, su estima por parte del resto de la familia no era muy alta—, hasta que di en unir mi destino al de una madrileña hija de extremeños, un fruto más —de segunda generación— de la eterna y desafortunada diáspora de aquellas tierras. El vínculo familiar me condujo, con los años, a un pueblecito de la sierra de Gata, Hoyos, donde mis suegros conservaban una casa vieja, casi caída. Con esfuerzo, la recuperamos y la convertimos en el asiento de nuestros descansos: como tantos otros habitantes de las ciudades, volvíamos al pueblo en Semana Santa, en verano y, a veces, algunos días de diciembre. Extremadura se convirtió, poco a poco, en otro espacio mío, en otro albergue, en otra piel. Y que estuviera tan lejos de Barcelona me favorecía: me permitía sentir que me alejaba de cuanto me oprimía, de cuanto me entristecía, de cuanto me cansaba: de lo conocido y aborrecido. Mientras mis vecinos y compañeros de trabajo se iban los fines de semana a su segunda residencia en la Costa Brava o la Costa Dorada, nosotros nos aprestábamos, en vacaciones y otras fiestas de guardar, para una expedición que había de cruzar la península ibérica. De Extremadura me cautivaba la amabilidad de la gente y la maravilla del paisaje, silencioso, hipnótico, de exuberancia aún sin desbastar. Y, sobre todo, me seducía cierta sensación de virginidad, de pausa y primitivismo —sin que esto tenga ninguna connotación negativa: lo primitivo es puro y esencial— que yo no hallaba en ninguna otra parte conocida de España. Extremadura configuraba, a mis ojos, un lugar crudo y sin adherencias, donde aún era posible encontrar cosas olvidadas, y encontrarlas también en uno mismo. Hice amigos en la sociedad civil y en la sociedad literaria. Constaté las muchas inquietudes creadoras y la pujanza de la poesía escrita por extremeños, tanto aquellos que se habían quedado en su tierra como los que habían optado por el difícil pero habitual camino de la emigración. Y me acomodé a sentir Extremadura como una parte de mí mismo: como otro pliegue de mi identidad, que no es un bloque sin resquicios ni alteraciones, sino una superposición de capas, de las que la extremeña es la más reciente y, quizá, la que más ha penetrado en mi sensibilidad. Por eso, cuando vivía en Londres —a donde había huido del tedio del trabajo y del adormecimiento existencial en Cataluña— y surgió la posibilidad de concurrir al puesto de trabajo de director de la Editora Regional de Extremadura —una veterana y muy noble editorial pública, la mejor, a mi juicio, entre las españolas, aunque algo decaída en los últimos años— y coordinador del plan de fomento de la lectura de la región —una materia de la que sabía poco, pero que estaba más que dispuesto a aprender—, no lo dudé: eché los papeles y, para mi sorpresa —porque uno está acostumbrado a que los puestos de responsabilidad en la administración pública se adjudiquen no por afinidad política o amistad manifiesta, sino por razones objetivas—, gané el concurso. Ejercí ambos puestos entre principios de 2016 y principios de 2018. Fue una experiencia agridulce: aprendí mucho, en efecto, disfruté no poco con los amigos que ya tenía y con otros que hice mientras ostenté el cargo, y colaboré, me parece, en el resurgimiento de un sello languideciente, pero también hube de sufrir una sobrecarga de responsabilidades, unas graves limitaciones presupuestarias y estructurales, y la oposición de algunos, tanto dentro como fuera de la administración, que veían con extrañeza que un foráneo ocupase un cargo local, para el que otros estaban llamados. Dimití del puesto en abril de 2018 y volví a Barcelona, pero eso no ha roto mi relación con Extremadura, ni tenía por qué: sigo cruzando la península ibérica para pasar temporadas en mi otra casa, en mi casa gateña, sigo teniendo amigos con los que hablo de literatura y de la vida, y sigo queriendo a Extremadura como queremos a las personas que nos dan disgustos, pero también felicidad: con sus errores y sus defectos. Extremadura es un paraíso difícil: una tierra en la que conviven los placeres y las injusticias, el afán de progreso y las servidumbres históricas, el esfuerzo y la indolencia, la feracidad de la naturaleza y la tragedia de la despoblación, las autopistas excelentes y las comarcas abandonadas, la voluntad de ser y la necesidad de marcharse para lograrlo, el turismo y la pobreza, la modernidad y el arcaísmo, el trabajo bien hecho y el trabajo anclado en un pasado polvoriento. Aunque, releyendo la lista que acabo de escribir, lo mismo, o cosas muy parecidas, podría decirse de la mayoría de lugares que conozco. En cualquier caso, sigo comiendo en Extremadura un jamón serrano y una morcilla patatera excepcionales (...).


Este es el enlace a la página web de la editorial, con toda la información sobre el libro: https://godalledicions.cat/es/titulos/el-paraiso-dificil/

lunes, 22 de junio de 2020

Anne Carson: las virtudes de la sequedad

La poeta canadiense Anne Carson acaba de ganar el premio Princesa de Asturias de las Letras. En 2007, publicó el poemario Hombres en sus horas libres (Pre-Textos, con traducción de Jordi Doce) y yo lo reseñé en la revista Letras Libres (nº 76, enero de 2008, pág. 56-57). Reproduzco ahora aquel artículo con algunas leves modificaciones— como homenaje a la autora:

El interés —y el inconveniente— de la poesía de Anne Carson (Toronto, 1950) radica en el hecho de que su autora carezca de sentido lírico, aunque la adornen muchas otras virtudes intelectuales. Es la suya una poesía en lucha constante por ser poesía: que busca, en la formación clásica de su creadora —profesora universitaria de insigne trayectoria—, en el laberíntico mundo de la cultura y en el orden abstracto del pensamiento, el suelo donde arraigar. Honra a la poeta que reconozca sus limitaciones. En «Quiero ser insoportable», la entrevista incorporada como epílogo del volumen, afirma: «No soy una persona con oído musical. A veces hago versos con cierta gracia, pero en general tienden a ser bastantes toscos. […] nunca seré una persona que escriba hermosos sonetos musicales. Eso no va a pasar, así que tengo que hacer otra cosa, algo de tipo narrativo». Sin embargo, su falta de oído y su contención emocional se avienen a la perfección con el canon posmoderno, porque obligan a la canadiense a hibridar los géneros y a sustituir el discurso lírico por artefactos figurativos o peroratas filológicas, que se erigen, por su estricta presencia, en verdad poética. El bucle que consiste en no poder hablar sin ser consciente de que se habla, constituye otro rasgo específicamente posmoderno, del que también participa Hombres en sus horas libres: «Nunca he podido pensar sin pensar en mí misma pensando», revela Carson en su entrevista.

Para obtener estos resultados, Carson se apoya en dos grandes pilares: la cultura clásica y el irracionalismo contemporáneo. Las referencias a la literatura grecolatina son constantes, aunque no siempre respetuosas: con frecuencia aparecen salpicadas de elementos paródicos o irreverentemente mezcladas con la actualidad: Catulo, por ejemplo, es sumergido en el hoy, ácido e incomprensible; Safo es comparada con Catherine Deneuve; y Tucídides y Virginia Woolf conversan en un plató de televisión sobre la guerra del Peloponeso. Carson cultiva asimismo el epitafio, un género provecto, aunque con querencias y zigzagueos actuales. El titulado «El mal» dice así: «Para obtener el sonido toma cuanto no sea el sonido déjalo caer/ Por un pozo, escucha./ Luego deja caer el sonido. Escucha la diferencia/ Estallar». El culturalismo, en general, con alusiones recurrentes a la literatura, la pintura y la música, opera como un bastón o una muleta con los que la poeta persigue estímulos cantables y avanza, a tientas, por el territorio del poema. También los intertextos: muchas composiciones son un trenzado de citas, un cúmulo de versos ajenos, como los de Emily Dickinson en «Suntuosa indigencia» o ese «par les soirs bleus d’été», principio del célebre «Sensación», de Rimbaud, que se incorpora a un poema inspirado por el pintor Edward Hopper. La literatura de Asia la seduce asimismo, y no es raro encontrar epígrafes de poetas chinos o entrevistas —ficticias— con autores japoneses.

Pero los cimientos clásicos se combinan con el devaneo vanguardista. Carson acude a menudo al neologismo fantasioso, al juego tipográfico y al quebrantamiento del poema como acicates para el hallazgo de lo poético, aunque con éxito dispar. Cuando acierta, un agradable aroma dadá, con ribetes de delirio —un delirio, sin embargo, siempre adusto, racional—, envuelve al lector: «Gracias a la fuerza que le da pensar en el flequillo de Ingeborg Bachmann, Deneuve es capaz de dar un seminario alusivo y ligeramente sarcástico a toda velocidad sobre uno de los fragmentos líricos del siglo VI a. C…». Cuando yerra, la impresión que nos deja es que el poema, simplemente, no ha encontrado los nutrientes que necesitaba para desarrollarse, y que carece de sentido.

Cimentados en lo clásico o en lo moderno, los poemas no suelen abismarse en la conciencia de la autora, ni indagar en honduras existenciales, ni documentar tortuosas investigaciones lingüísticas; se limitan a contar historias. Son composiciones narrativas, a veces simplemente prosaicas; tanto que pueden entenderse, aquí y allá, como prosa recortada en verso. Relatos breves, juguetes satíricos, diálogos casi teatrales, biografías poetizadas y sucintos ensayos llenan las páginas de Hombres en sus horas libres, a menudo agrupados en series, la más significativa de las cuales es «Hombres de TV», por la que desfilan Safo, Artaud, Tolstoi, Lázaro, Giotto, Antígona y Ana Ajmátova. Los ensayos dejan de ser breves y poéticos en ocasiones, para convertirse en ensayos stricto sensu. Así sucede con «Suciedad y deseo: ensayo sobre la fenomenología de la polución femenina en la antigüedad», una espléndida pieza de reflexión que se suma, con sus correspondientes notas a pie de página, al volumen, y para cuya traducción Jordi Doce, con acierto, ha considerado innecesario transcribir el texto original. En estos trabajos figurativos o sobriamente intelectuales escasean los incisos líricos, aunque los que hay se revelen tallados con notable felicidad: «El olor de la noche tan diferente al olor del día. La oscuridad helada como hojalata vieja...».

Pero otra suerte de composiciones sí acreditan un vínculo más estrecho con las inquietudes de la contemporaneidad: aquellas que se presentan como fragmentos desasidos, como depósitos de elipsis y suposiciones, como fugaces mosaicos de alusiones gobernadas por el desgobierno interior. El borboteo de ideas, o de saltos mentales, intenta taquigrafiar el caótico proceso del razonamiento, desde la no menos caótica irrupción de los estímulos sensoriales hasta la configuración de algo parecido a la certeza intelectual, al modo de John Ashbery o Jorie Graham: «Freud no se decide a llamarme por mi nombre / pero / déjenme decirles / que eso no es ninguna / mancha de polen. / Aquí / podría glosar a Descartes / la mano ese instrumento afanoso / o dejarlo correr. / Después de todo, / ¿qué somos ustedes o yo comparados con él? / Olor a pastillas quemadas. / Aún recuerdo la frase cada vez que paso por ese lugar», leemos, no sin desconcierto, en «Ensayo sobre el error (segundo borrador)». En estos espacios levemente cubistas, acalambrados de asociaciones imprevistas, se captan hilos, partículas, de la realidad, y se recrean en el crisol de la conciencia, sin implicación afectiva por parte de la poeta, pero con toda la rotundidad de lo fracturado, de lo huidizo, de lo indiscernible. Es difícil, en cualquier caso, que esta poesía genere vínculos emocionales. Carson es pensamiento y ruptura del pensamiento: oscila entre la plasmación —necesariamente desordenada— de los procesos mentales y el relato histórico o biográfico. No obstante, sus premisas estéticas, expresadas en «Ensayo sobre aquello en lo que pienso» —que cabe considerar una poética—, son compartibles: se trata de construir poemas breves, ligeros y económicos, de sugerir sin nombrar, de plantear problemas fundamentales «sin un análisis explícito» y de buscar la «lucidez involuntaria». Todo ello encarna —o, mejor, enhuesa— en esta poesía tentativa, enteca, multifacetada y suavemente dodecafónica que Jordi Doce ha sabido traducir con nitidez y flexibilidad ejemplares.

miércoles, 17 de junio de 2020

Sobre el racismo

Esto de las razas a mí me ha pillado tarde. De niño y adolescente apenas conviví con nadie de otro color. Por la calle, si veías a un negro, casi le gritabas a tu madre: "¡Mira, mamá, un negro!". Era una obviedad, pero es que, dada la palidez general del paisanaje, resultaba espectacular. En el colegio —de curas— tampoco tuve contacto con gente de otros colores. Solo un compañero venezolano, cuya familia se había establecido en Barcelona, compartió las aulas con nosotros un par de cursos. Se apellidaba Aguilar. Aunque, desgraciadamente, no alcanzaba una negritud plena, era bastante moreno, y eso bastaba para que lo consideráramos negro. Por lo demás, era un chico discreto y un buen estudiante; de comportamiento muy poco exótico. A pesar de la escasez general de individuos oscuros, puedo decir con orgullo que a mí el color de la piel del prójimo nunca me ha dado ni frío ni calor (salvo en el caso de algunas modelos, en las que debo reconocer que la tostadura ha aumentado el interés innato que siento por su gremio) y que el hecho de que alguien fuese muy moreno, o negro, o amarillo, o rosado, o agitanado, me ha parecido tan relevante como que llevase el pelo largo, los zapatos marrones o un bolígrafo en el bolsillo. Tras el fugaz contacto con Aguilar, con diecisiete años viví un año en Atlanta, la capital del Estado de Georgia, en los Estados Unidos. Georgia es una de las trece colonias originales, las que declararon la independencia de la Gran Bretaña en 1776, lo que la sitúa entre la aristocracia histórica del país, pero también integrante del Sur profundo, ese que conforman algunos de los Estados más pobres de la Unión, como Alabama, Tennessee, Louisiana o Misisipi. Atlanta era, y sigue siendo, una de las ciudades con mayor población negra de los Estados Unidos (el 54%), aunque su presencia iba por barrios. En el que yo vivía, y en muchos otros de los alrededores de la ciudad (los suburbios de las metrópolis estadounidenses no son el refugio del lumpen, como en España, sino de las clases medias y altas), apenas había negros (ni hispanos, salvo yo, aunque a mí no me tenían por inmigrante sudamericano: yo era europeo). Coherentemente, en el instituto en el que estudiaba, Ridgeview High School, tampoco los había. De unos 1.500 alumnos que estudiaban en el centro, solo cuatro o cinco eran de color. La segregación funcionaba allí estupendamente. Curiosamente, los equipos deportivos del centro se identificaban con los redskins, 'los pieles rojas', una etnia de color. Y de la inicial del colegio, la R, que se usaba como emblema para todo, colgaban dos plumas indias. Yo era el portero del equipo de fútbol, así que, durante un curso escolar, también tuve la piel roja. Pero aquella era una asociación folclórica, despojada de todo propósito reivindicativo. Para ver negros en Atlanta, tenías que ir a ciertas zonas o al propio centro de la ciudad. Allí aparecían por todas partes. De entrada, el conductor del autobús que te llevaba al downtown (la compañía se llamaba MARTA, como una novia que tuve) solía serlo, como casi todos los que viajaban en él. También lo eran los que atendían los puestos de perritos calientes y los comercios populares, los que barrían las calles y los que se refrescaban en las fuentes callejeras (en Atlanta, en verano, hace un calor endemoniado); e igualmente eran mayoría entre los mendigos. Muchos estaban muy gordos, porque, en los países occidentales, la pobreza se asocia con la obesidad. El alcalde de la ciudad era entonces Maynard Jackson, negro, y el hecho de que lo fuera se mencionaba con una mezcla de orgullo y aprensión: por una parte, que un afroamericano hubiese alcanzado la más alta magistratura de la ciudad demostraba que el racismo había cedido ante la civilización, pero, por otra, introducía una sombra de duda sobre su capacidad para gestionar los asuntos públicos y, en particular, la convivencia entre comunidades. Precisamente el año en que viví en Atlanta, entre 1979 y 1980, la ciudad ostentaba la tasa más alta de homicidios, y delitos en general, de todo el país, y Jackson no fue ajeno a las controversias raciales y las críticas por su forma de abordar el problema de la delincuencia. Una de las decisiones que más oposición le había acarreado, unos años antes, había sido el cese del jefe de la policía local, blanco, de cuyo maltrato a la población negra se habían quejado las organizaciones de defensa de los derechos civiles y la propia comunidad de color. Eso ocurrió en 1974. Casi medio siglo después, la brutalidad policial con los ciudadanos de color —y, por eso mismo, automáticamente sospechosos, aunque no se sepa muy bien de qué— sigue causando víctimas en Atlanta y en todo el país. Tras el asesinato de George Floyd, hace cuatro días la policía de Atlanta mató de tres disparos a otro negro, Rayshard Brooks, que, al parecer, entorpecía la entrada a un restaurante de comida rápida y se resistió a la autoridad. La gente está muy sensible y, poco después de la muerte de Brooks, se despidió al policía autor del disparo, un tal Garrett Rolfe, dimitió la jefa de policía de la ciudad y se quemó el restaurante de comida rápida. El racismo, que está pegado a los cimientos de la nación, como una liana estranguladora, es uno de los pilares de esa conducta criminal. Pero también hay otro, que se alía con él para formar un binomio letal: la opresión de la ley, el puritanismo normativo, el peso asfixiante de los códigos sociales. Cuando en los Estados Unidos te dicen: "It's the law!", ya puedes echarte a temblar: no habrá escapatoria; lo que establezca la ley, sea inicuo, injusto, erróneo, excesivo o estúpido, o todo a la vez, se te aplicará implacablemente. Como esa rodilla del policía Derk Chauvin, que cayó implacablemente sobre el cuello de Floyd porque este hubiera intentado colar un billete falso de 20 dólares en una tienda, o como la pistola de Rolfe, que disparó implacablemente tres balas contra quien dificultaba que la gente pidiese la hamburguesa doble con queso y la Coca-Cola en Wendy's. La desproporción entre el rigor de la norma y la compleja y claroscura realidad a la que ha de aplicarse constituye un problema cultural y político de primer orden, a mi juicio, en los Estados Unidos y en otros países de tradición protestante. Un poco de laxitud y hasta de picaresca, tan denostada en nuestro país, no les vendría mal; dicho en términos jurídicos, el principio de equidad y el de interpretación de las leyes de acuerdo con la realidad social de su tiempo se me antojan muy necesarios para superar algunos de los males que acosan, desde hace dos siglos largos, a los Estados Unidos. Mi única experiencia real con negros en Atlanta fue una noche con el YMCA. Era una de esas noches que la Asociación de Jóvenes Cristianos reservaba para que los chicos de los barrios confraternizáramos, realizando actividades o jugando a cosas. Yo, como era alto y había tirado un poco a canasta en mi colegio de Barcelona, cometí la temeridad de apuntarme a un partido de baloncesto. Me di cuenta de mi error al saltar a la cancha: todos los demás jugadores eran negros. Me pasé el partido debajo de la canasta propia, haciendo de Tkachenko, pero de Tkachenko malo: yo me limitaba a levantar los brazos y ver pasar a mi alrededor, como gacelas, a aquellos negros fibrosos y brincadores, que me hacían la raya en el pelo del derecho y del revés. Y cuando era mi equipo el que atacaba, apenas me daba yo cuenta de que empezábamos la ofensiva que ya veía a los míos, también negros, saltando y encestando en la otra canasta: no llegué nunca a cruzar al campo contrario. Eso sí: ninguno de ellos se rio de mí; hasta me pasaban la pelota de vez en cuando. Desde entonces, tengo una visión muy dinámica y respetuosa de la negritud, y un muy pobre concepto de mis capacidades atléticas. En Londres también hay una comunidad negra muy numerosa, proveniente, sobre todo, de las excolonias británicas en África, pero está muy diluida en la multiculturalidad étnica de la capital. Allí todas las pieles, con todos sus matices, desde el muy blanco de los propios ingleses hasta el muy negro de los nigerianos o los keniatas, están presentes y saludablemente mezclados. No son infrecuentes las parejas mixtas, a diferencia de en los Estados Unidos, donde rara vez se ven. De estos se dice que son un melting pot, un 'crisol' de razas y culturas, pero es un crisol con muchos filtros, y algunos insoportablemente estrechos o afilados. En Gran Bretaña, hoy, ese crisol y sus benéficos destilados son mucho más perceptibles en la sociedad, aunque no estén exentos de injusticias y desigualdades, y aunque la responsabilidad de los británicos en la configuración del racismo en el mundo, y particularmente en aquellos países que llegaron a gobernar y en cuya cultura política influyeron decisivamente, sea inexcusable. En Sudáfrica generó el apartheid; en la India y en los países de Oceanía causó víctimas innumerables; en los Estados Unidos alumbró la esclavitud, la casi exterminación de los pueblos indígenas y el poso execrable de la discriminación racial. Pero el racismo, por desgracia, es un fenómeno universal. Algunos antropólogos afirman que es inevitable: que se trata de una reacción automática frente a lo distinto, frente a lo que no reconocemos como propio o familiar; frente a lo otro, o el otro. Así pues, sería semejante a una fobia, como la que algunas personas sienten al ver una araña o una serpiente, un mecanismo primitivo e incontrolable de autoprotección. Sin embargo, contra las fobias se lucha; a las fobias se las educa y se las extirpa, si uno aplica la razón y, sobre todo, la voluntad. El racismo constituye un rasgo repugnante de la humanidad. Hemos de someter, de una vez por todas, a ese monstruo que anida en nuestra psique y en nuestras sociedades para que todos gocemos de la misma dignidad, los mismos derechos y las mismas oportunidades. Como escribió Dürrenmatt, es triste vivir en una época en la que hay que luchar por las cosas evidentes, pero quién ha dicho que en esta vida no haya que sobreponerse a la tristeza.

viernes, 12 de junio de 2020

El principio del regreso a lo de antes de la catástrofe

Hoy me toca ir a Barcelona —ya es posible hacerlo— para recoger el ordenador portátil que la Generalitat me entrega para que pueda hacer eso que tanto me gusta: teletrabajar. Vuelvo, pues, rebosante de ilusión, al centro de la ciudad, donde radica la oficina en la que trabajo. Al pasar por la plaza hipóstila del metro, en la plaza de Cataluña, veo que han vuelto a instalar el puesto de Llibres Solidaris en el rincón de siempre. Y me sorprende, porque no contaba con que un trabajo callejero tan expuesto al contacto con los demás se restableciese tan pronto; ni siquiera que se restableciese en absoluto. Pero ahí está la encargada —eso sí, acorazada con mascarilla y guantes— ordenando los libros y presta a vendérselos otra vez a los hambrientos de celulosa como yo. Husmeo deprisa en el cajón de poesía —no puedo entretenerme demasiado, porque nos han pedido que seamos puntuales y ya casi es la hora a la que me han citado—, pero no veo nada interesante: solo el batiburrillo habitual de colecciones espantosas y autoediciones más espantosas todavía. En la calle, reconozco los paisajes acostumbrados, esos que recorría cada día, hace solo tres meses, para entregar mi libra de carne al sistema capitalista en forma de jornada laboral. Ahí está El Fornet, la franquicia disfrazada de cafetería a la antigua, y atendida por un puñado de simpáticas hispanoamericanas (y una española), en la que desayunaba casi todos los días; la tienda de estilográficas; la tienda de sombreros; la tienda de paraguas; y la mole indestructible de El Corte Inglés, que lo inunda todo con su gris geométrico. Los reconozco con una chispa de sorpresa y también con una chispa de alegría. No es que no supiera que los edificios y los lugares seguían ahí, pero la memoria es débil y tiende a olvidar cuanto no le importa, o cuanto le importa solo porque permite a quien la ejerce comer y pagar facturas. El recuerdo —y de ahí la sorpresa— emerge del barro de la indiferencia, como si, tras tres meses de alejamiento, estas calles y esta atmósfera hubieran sido enterradas bajo espesas capas de nada, y ahora, al ruido de mis pasos y mi mirada, resurgiesen. Sin embargo, también siento cierta alegría: aunque lo que vemos no nos haga felices, forma parte de nuestra vida e inevitablemente despierta asociaciones que nos interpelan; su presencia nos cosquillea, porque nos reconocemos en los bares, en las tiendas, en los árboles, en los viandantes. Las caras de la gente que veo —que ya no pertenecen a turistas, una especie momentáneamente extinguida, sino a barceloneses como yo— son también mi cara: acuciadas por una cierta urgencia, con el rictus de la obligación y la prisa, pero, a la vez, pálidas, tintadas por la lividez del encierro y el susto. Claro que también hay detalles nuevos: las ciudades, como los cuerpos, aunque hibernen como osos, nunca dejan de cambiar. En el portal de un hotel Room Mate cerrado, justo enfrente de mi trabajo, un mendigo ha instalado su casa: un colchón con su somier, una pequeña estantería con libros, una bolsa con sus cosas, hasta una maceta. La reapertura del Room Mate supondrá el derribo de esta vivienda efímera. Entro en el edificio donde trabajo y saludo al vigilante de siempre, enfundado también en la mascarilla, tras la que intuyo una sonrisa de reconocimiento. Se la agradezco. Subo a la sala donde se entregan los ordenadores. Lo hago por las escaleras, como siempre: para un hombre de vida sedentaria, estos momentos de ejercicio son imprescindibles para evitar la rechonchez y la fofería. Se conoce que, cuando nos reincorporemos, las escaleras van a estar mucho más transitadas, porque en el ascensor solo podrá subir una persona cada vez. Quién sabe, quizá el coronavirus acabe por ayudarnos a estar más sanos y fuertes. Al llegar a la sala, descubro que no figuro en la lista de funcionarios a los que hoy había que entregar un portátil. No obstante, el encargado del reparto me dice que da igual: que me darán uno. Qué bien, pienso. Me indica a continuación que necesitarán un rato para configurarlo, que me vaya a tomar un café para hacer tiempo y que pase dentro de una hora a recogerlo. Antes de tomarme el café, me acerco a la librería Laie, mi proveedora habitual de libros, para comprar los que he anotado en una lista a lo largo del confinamiento. No me he sumado a las campañas de compra por Internet porque no he querido renunciar al placer de ir a la librería a hacerlo personalmente, tras deambular por el maravilloso bosque de papel, aunque fuese con las limitaciones impuestas por el condenado virus. Algunos estaban rabiando por asentarse en una terraza; otros, por pasear por la playa; otros más, por salir a correr. Sin quitarle atractivo a estas actividades (por lo menos, a las dos primeras), yo habría matado por visitar librerías y comprar libros. Saludo a Lluís Morral, el director, que hace hoy de dependiente y me busca, diligente, los nueve libros que integran mi lista. Me los consigue todos menos uno, que ha publicado, me dice, una editorial de la que tienen poca noticia. Meto en el zurrón la reciente autobiografía de Woody Allen, uno de mis genios tutelares; Un hotel en la Costa Brava, de Nancy Johnstone, una de esas inglesas que descubrieron el Mediterráneo, literalmente, y les gustó tanto que se quedó a vivir en él: en Tossa de Mar aún se conserva la casa en la que regentó un hotel con su marido en los años de la República y la Guerra Civil, y donde se reunió con una fascinante troupe de artistas, escritores y corresponsales de guerra; Diario de un genio, de Salvador Dalí, que fue tan buen escritor como pintor (o incluso mejor: remito a quien lo dude a su obra completa, publicada por Destino y la Fundación Gala-Dalí) y cuya lectura tenía pendiente desde hacía años; Nieve negra, una galería de grandes jugadores de ajedrez, escrito por el periodista Jorge Benítez, desde el seductor Capablanca hasta la maltratada gloria nacional, Arturo Pomar, que con 13 años hizo tablas, jugando con negras, con Alekhine, el campeón del mundo, y a quien Bobby Fischer —con quien también empató, tras una lucha de nueve horas, en el Interzonal de Estocolmo, en 1962, donde Pomar era el único jugador que no tenía entrenador— le dijo: "Pobre cartero español. Con el talento que tienes y ahora has de volver a pegar sellos..."; Mar d'estiu, otro relato mediterráneo, este de Rafel Nadal (que no tiene nada que ver con el jugador de tenis), que cuenta los viajes del periodista por el Mare Nostrum (incluido Chipre, un país fascinante, que descubrí con asombro el verano pasado); Sangre en Atarazanas, de Francisco Madrid, un superventas de antes de la Guerra Civil, que refiere la vida, bohemia y sórdida, valga la redundancia, del que a partir de este libro sería ya para siempre el barrio chino de Barcelona; Tensión y sentido, un ensayo sobre poesía contemporána del poeta Mariano Peyrou; Cinco horas con Mario, un clásico de Miguel Delibes que, incomprensible y reprobablemente, aún no había leído; y, por último, un libro que no estaba en la lista, pero que distingo en la estantería de novedades y me llama la atención: Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, del sueco Stieg Dagerman, publicado por Pepitas de Calabaza, esa editorial riojana "con menos proyección que un Cinexín", como ella misma se anuncia. Su título me parece una obviedad y, al mismo tiempo, una revelación. Alguien capaz de decir eso, y de hacerlo el título de un libro, tiene que merecer la pena. En total, me dejo 130 euros en la compra. Pero un día es un día. Estos 130 pavos son como la tarta de chocolate que uno se zampa después de un mes de dieta, o de ayuno. Cargo con la bolsa hasta una terraza cercana donde diviso una mesa inverosímilmente libre. En estas fases en que aún no se permite entrar en los bares ni completar el aforo de las terrazas, las mesas se han vuelto un objeto codiciado, por el que la gente está dispuesta a esperar en la calle, a pie firme, durante horas. El local parece desabrido, pero no me importa. En tiempos de dificultad, los remilgos ceden ante los anhelos. Acomodado en el asiento (o más bien incomodado por él: es una mala silla de tubos de aluminio, fatigada ya por miles de culos), hojeo felizmente los libros, mientras reconozco, una vez más, aquellos gestos habituales de antes de la catástrofe, pero que se habían desdibujado durante la catástrofe: un pirado que da vueltas alrededor de la terraza, con un asendereado macuto a la espalda, y chilla sus locuras; las palomas que vienen a picotear las migas debajo de las mesas; la gente que habla alto, altísimo, enterándonos a todos de sus citas, problemas y obsesiones. No puedo resistir la tentación de leer el librito de Dagerman, que es brevísimo, pero, como he intuido desde el momento que lo he visto, también hipnótico. Dice el sueco: "Estoy desprovisto de fe y no puedo, pues, ser dichoso, ya que un hombre dichoso nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia una muerte cierta. No me ha sido dado en herencia ni un dios ni un punto firme en la tierra desde el cual poder llamar la atención de Dios; ni he heredado tampoco el furor disimulado del escéptico, ni las astucias del racionalista, ni el ardiente candor del ateo. Por eso no me atrevo a tirar la piedra ni a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien idolatra la duda como si esta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me alcanzaría a mí mismo, ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable". Me zambullo en Internet y me entero de que Stieg Dagerman se suicidó con 31 años, tras haber escrito, en apenas un lustro, cuatro novelas, cuatro obras de teatro, un compendio de novelas cortas, una abundante obra periodística y algunos poemas, uno de los cuales se incluye, a modo de epílogo, en Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, que incorpora, asimismo, un fervoroso artículo de Federica Montseny, una de las líderes del anarcosindicalismo español, movimiento al que también se adscribió Dagerman. Transcurrido más tiempo del que me han sugerido, vuelvo al trabajo para recoger el portátil, pero el trasto se hace de rogar: me dicen que la configuración ha dado problemas y que van a necesitar más tiempo. En realidad, no me importa: la espera me va a dar ocasión de acabar el testamento de Dagerman, y hasta de leerlo por segunda vez. Porque eso es lo que es Nuestra necesidad de consuelo es insaciable: un testamento, escrito dos años antes de suicidarse, en que plantea el horror y, a la vez, la maravilla de estar vivo, aunque estar vivo suponga un nudo que cada vez aprieta más, un dilema ininteligible y fatal. 

domingo, 7 de junio de 2020

Redescubrir el parque Güell

He leído en el periódico que, a causa de la pandemia, el ayuntamiento de Barcelona ha decidido devolver (temporalmente) la gratuidad al parque Güell y abrirlo por completo al público. Como hacía muchos años que no lo visitaba —por la constante muchedumbre de turistas y por tener que pagar—, he pensado que estaría bien celebrar la paulatina salida del confinamiento con un buen paseo por el parque, como he hecho tantas veces en mi juventud y como han hecho siempre los barceloneses antes de que la ciudad fuera invadida por el turismo internacional: sin prisa, sin colas, sin multitudes y sin pagar. Quedo allí con Álvaro —para que él también disfrute del parque de antaño— y llego, a bordo primero de los ferrocarriles de la Generalitat y luego del metro, a la estación de Vallcarca, la más cercana al parque. Veo, tanto en el tren como en el metropolitano, que las compañías han señalizado ya los asientos que no pueden ocuparse y los lugares en que ha de situarse la gente que viaje de pie, para mantener la distancia de seguridad  impuesta por el coronavirus. Hoy, festivo en la ciudad, los vagones van casi vacíos. Pero me pregunto cómo podrán respetarse estas prevenciones cuando el día sea laborable y ya no haya restricciones de la movilidad. Aunque mucha gente se quede en casa teletrabajando y otros decidan ir en coche a la oficina, el número de personas que se trasladan cada día a Barcelona desde Sabadell, Terrassa y todas las poblaciones que se encuentran de camino a la capital, seguirá siendo enorme. Viajar con mascarilla, por otra parte, me incomoda sobremanera. Llevar mascarilla, en cualquier circunstancia, me incomoda sobremanera: me molesta, me da calor, me descoloca y empaña las gafas, huele mal. Pero hay que llevarla, maldita sea mi estampa. En cuanto salgo a la calle, en la estación de Vallcarca, me la quito. En la calle se puede respetar la distancia de seguridad y, por lo tanto, no es obligatoria. Me viene muy bien quitármela, porque lo que me espera en el barrio, que se extiende por las estribaciones de la sierra de Collserola, es una sucesión de cuestas. En una de ellas, en la avenida del Coll del Portell, cerca ya del parque, me cruzo con dos chalés magníficos, elevados y rodeados de  una vegetación floreciente, entre la que destaca una buganvilla enorme, con su chisporroteo púrpura, que parecen preludiar, con su singularidad, la singularidad del Park Güell. Al llegar al parque, por la rambla de Mercedes, lo que me encuentro es un lienzo del muro que lo rodea parcialmente, sobre el cual se alza uno de sus mayores edificios, completamente envuelto por una de esas redes de plástico que se instalan para evitar que se produzcan desprendimientos. La impresión no es buena. Pero pronto comprobaré que el ayuntamiento ha aprovechado el parón del coronavirus para hacer obras en muchas partes del parque. Entro, por fin, por el acceso principal, en la calle Olot, en la que se despliega una sucesión de casas decimonónicas modestas, pero exquisitamente conservadas. Me recibe la famosa escalinata con el dragón, cerrada por obras. Ya veo que los barceloneses vamos a poder disfrutar otra vez del lugar, pero parcheado, tatuado, escayolado. El Park Güell se construyó entre 1900 y 1914, por iniciativa —y con la financiación— del quizá mayor industrial catalán de la época, Eusebi Güell, que fue también senador del Reino y al que Alfonso XIII hizo conde. El potentado quería construir un parque residencial para familias ricas, a imitación de las ciudades-jardín inglesas. En aquella época, todos los industriales catalanes (y, en particular, los dedicados al textil: los Güell confeccionaban pana para todo el país) se inspiraban en Inglaterra, paraíso de las ciencias aplicadas y motor de la Revolución Industrial. Por eso el nombre oficial del parque no es "parc", en catalán, ni "parque", en castellano, sino "park", en inglés: esa k final delata la anglofilia de Güell. Sin embargo, el proyecto de que se construyeran en el park más de sesenta viviendas para grandes burgueses no cuajó —los candidatos consideraban la zona demasiado agreste y excéntrica, y preferían instalarse en los fastuosos pisos del paseo de Gracia: falló, por una vez, el olfato empresarial del conde— y, en 1922, Güell se lo vendió al ayuntamiento de Barcelona. Las formas fantasiosas y serpenteantes de Gaudí —el arquitecto al que Güell encargó el trabajo, como ya había hecho en otras ocasiones— seducen desde el primer momento. Por todas partes se advierte el trencadís, ese "troceado" o "picadillo" decorativo, hecho a base de fragmentos cerámicos unidos con argamasa. Lo inventó Gaudí, pero fue su colaborador Josep Maria Jujol el que le dio su perfil característico y lo enriqueció hasta extremos casi delirantes. El brillo del esmalte del trencadís se mezcla hoy con la exuberante vegetación del parque, pintada de amarillo, naranja, rosa y violeta, y la mezcla de ambas explosiones cromáticas es casi dolorosa para los ojos. El canto de los pájaros llena también los sentidos: la ausencia de multitudes, destructoras per se, ha devuelto espacio y sosiego a las aves, y ellas parecen agradecer la deferencia con trinos incansables, de barroquismos sinfónicos. Me acerco a ver al dragón —aunque a mí siempre me ha parecido más bien un lagarto— desde una puerta de acceso a la escalinata, cerrada pero cercana a la escultura. El bicho mide casi dos metros y medio, y está revestido de trencadís, en el que predominan los azules. Parece echar una espuma verde por la boca, pero es solo musgo. Un hilo de agua de la fuente que se alza a su espalda —donde beben dos palomas— surte del morro. Hay discusiones sobre el significado del animal. A Gaudí le gustaba el simbolismo mistérico, y todo el parque está plagado de emblemas sin duda cristianos —como las cruces, que se observan por doquier—, pero también de otros enigmáticos e interpretables. Así, el dragón podría ser la salamandra alquímica, el mitológico Pitón del templo de Delfos y hasta el cocodrilo del escudo de la ciudad de Nîmes, donde Gaudí se había criado. Lo que está claro es que no es el símbolo del mal al que vence el campeón del bien, San Jorge, en la tradición mitológica catalana y en tantas otras. Por eso se ha convertido en un icono de la ciudad de Barcelona. Antes esa función la cumplía, con ventaja, Copito de Nieve, pero, desde que el gorila blanco se fue al cielo de los gorilas, el dragón de piedra del park Güell ha ganado peso en la representación simbólica de la urbe. Tanto del dragón como de todo lo construido por Gaudí y su taller me fascina la irregularidad controlada: nada es igual, aunque nada sea distinto. Todos los mosaicos difieren, pero proyectan una paradójica sensación de unidad. Ningún elemento tiene la misma forma, y ni siquiera la misma función, pero de todos se desprende una turbulenta homogeneidad. Cruzo los jardines de Austria —así llamados porque las plantas que se plantaron cuando se abrió, en los años 60, y que hoy revientan de color, provenían de ese país— para acceder a la sala hipóstila, también llamada "sala de las cien columnas", aunque solo tenga ochenta y seis. En realidad, había de tener noventa, pero Gaudí, siempre religioso, siempre preocupado por dotar de un sentido devocional a cuanto hacía, decidió retirar cuatro para que los espacios abiertos recordasen a las tres naves de los templos católicos. En el techo ganado situó cuatro grandes plafones ornamentales, de trencadís, deliciosamente surreales, obra de Jujol, para representar las cuatro estaciones del año, que se suman a los catorce plafones más pequeños que ocupan el centro de las bóvedas, y que describen el ciclo lunar. Las columnas exteriores se inclinan hacia el interior. Esta inclinación cumple una función: mejorar el sustentación del conjunto, pero no deja de sorprenderme, porque uno piensa que las columnas están precisamente para eso, para sustentar, y que una torcida poco va a poder hacerlo. Pero a Gaudí le gustaba romper las expectativas, y en el parque abundan las columnas que parecen negar su propia naturaleza, ladeadas. Uno de los lados de la sala hipóstila —cuánto me gusta esta palabra— está ocupado por andamios hasta el techo, desde los cuales los obreros se afanan por reparar lo estropeado. Cosquillea pensar que que esta sala, que hoy parece un ágora techada, un lugar sin otro propósito que el paseo despreocupado, estaba pensada para alojar el mercado del parque, donde las criadas pudieran hacer la compra que necesitasen cada día los señores. Las columnas sostienen un extremo de la plaza de la Naturaleza, un amplio terreno circundado por un banco de piedra de más de cien metros de longitud, construido con el omnipresente trencadís y también, parcialmente, en obras. La plaza central debía ser un teatro griego, pero, como tantos otros elementos del parque, al decaer el proyecto residencial, también este decayó. Hoy acoge a los paseantes y les ofrece una bonita vista de la escalinata, la entrada y los aledaños del parque. Y hace honor a su nombre, al practicar algunos de los principios de la ecología que hoy tenemos tan asumidos que ni nos damos cuenta ya, pero que, a principios del siglo XX, constituían técnicas revolucionarias, como el hecho de que la plaza no esté pavimentada para poder recoger —a través de las columnas de la sala hipóstila— el agua de la lluvia y regar con ella el parque (cuando excede la capacidad de los aljibes desagua por la boca del dragón, esa de la que hoy apenas sale nada), o de que el caótico trencadís del asiento, en el que se identifican, no obstante, algunas figuras —peces, cangrejos, estrellas, flores—, se hiciera con materiales de desecho —baldosas, botellas y vajillas rotas— y sea, por lo tanto, fruto del reciclaje. Las familias deambulan por la gran explanada, contándoles a los niños la historia del dragón-lagarto o admirándose de las vistas. Algunos rememoran a Gaudí o intentan desentrañar alguno de los símbolos ocultos en el parque. Pero también hay parejas que se besan en el banco, como siempre se ha hecho —veo a un joven que va más allá y se recoloca los bajos con la mano, por debajo del pantalón de chándal, ante la mirada inquisitiva de la novia—, y visitantes solitarios como yo. Vuelvo a tener esa sensación de redescubrimiento que he percibido desde que he llegado. Es como si los barceloneses volvieran a entrar en el cuarto de la abuela, una habitación en la que se han divertido muchas tardes de infancia, pero que llevaba cerrada mucho tiempo. Ahí ven, otra vez, los juguetes que usaron, los rincones en los que se escondieron, la luz y la sombra añoradas. Llega por fin Álvaro, con el que recorro los lugares que ya he recorrido —pero no me importa— y advierto detalles que se me habían escapado, como las gárgolas con forma de cabezas de león y los grupos anejos de cuatro gotas de piedra —aunque a mí me recuerdan higos o testículos, pero también podrían remitir a las cuatro barras catalanas— que jalonan la cornisa que forma el banco de la plaza en el techo de la sala hipóstila. Nos adentramos luego en las crestas boscosas del parque por el paseo de las palmeras y seguimos en dirección al mirador de Joan Sales, uno de los varios que atesora el lugar. Muchos senderos están cortados —las obras se desarrollan por todas partes—, pero el camino principal prosigue sin interrupciones hasta la atalaya. En muchas zonas nos acompañan las columnas exentas, de piedra rústica, asimismo típicas del parque. Parecen hormigueros gigantescos. En el mirador —dedicado al que fue el primer editor de La plaça del diamant, de Mercè Rodoreda, y Bearn, de Llorenç Villalonga— disfrutamos de una excelente panorámica de Barcelona, con el falo de la Torre Agbar a la izquierda, las torres gemelas del hotel Mapfre y el hotel Arts, en el centro, y el hotel W —también llamado hotel Vela, por la forma que tiene— cerca de Montjuïc, y, en plena ciudad, la catedral y la siempre creciente Sagrada Familia, cuya faraónica torre central atacan ya multitud de grúas. Cuando era pequeño y visitaba el templo con mis padres, mi padre siempre decía que ni siquiera mis nietos la verían acabada. Medio siglo después, a la Sagrada Familia solo le faltan unos pocos años para estar concluida, siempre que siga afluyendo el raudal de monises con que el turismo internacional la ha regado desde los juegos olímpicos. En cualquier caso, mi padre no lo verá. Suenan campanas. No sabemos de dónde vienen; puede que de la misma Sagrada Familia. Bajo el cielo de pronto gris, las campanadas cobran un tono lánguido, una melancolía de ceniza. Como Álvaro tiene sed por la caminata que se ha dado para llegar al parque, nos acercamos a la fuente del mirador. Deberíamos haber pensado que el enorme charco que la rodea significaba algo, pero, acuciados por la sed, hemos omitido toda consideración racional y apretado a lo loco el botón del agua. Era un sensor a presión. El chorrazo que sale casi le incrusta las lentillas en los ojos a Álvaro, que no solo sacia la sed, sino que se refresca enteramente para el resto de la mañana. Cuando me toca el turno, rozo ligeramente el taimado sensor y bebo sin sobresaltos. Estas cosas suelen pasarme a mí. Que le haya pasado a Álvaro es, sin duda, legado mío. A la salida del parque, divisamos a nuestra izquierda el Turó de la Rovira, la colina en la que se instaló, en 1937, la principal batería antiaérea de Barcelona, con cuatro cañones Vickers traídos de Cartagena, durante la Guerra Civil. No sirvió de mucho: la ciudad fue machacada por la Aviación Legionaria italiana que operaba desde Mallorca. En la posguerra, la colina se llenó de las barracas que construían los inmigrantes andaluces y extremeños. Hoy, ya sin chabolas, los antiguos búnqueres son un lugar ideal para botellones y otras efusiones adolescentes. 

martes, 2 de junio de 2020

El fascismo de VOX

Aunque es verdad que el término "facha" forma parte, desde hace mucho, del vocabulario de los españoles —igual que "rojo", aunque ahora quienes gustan de utilizarlo prefieren otros, más adecuados a los tiempos, como "socialcomunista" o "bolivariano"— y que se emplea con prodigalidad en el debate político, y no digamos en el de taberna, si es que no se han convertido en lo mismo, así como su versión expandida "fascista", normalmente entre signos de admiración, vengo observando cierta reticencia a aplicarlo a las formaciones políticas con las que, me parece, resultaría adecuado hacerlo. Muchos intelectuales y politólogos lo sustituyen por otras expresiones más finas, más intelectual y politológicamente apropiadas, como "ultraconservadurismo", "populismo de derechas" u otras aún más alambicadas, como "ultraliberalismo nacionalista". Parece como si diera un poco de reparo llamar a las cosas —en este caso, a un partido— por su nombre; como si asustara el término, que nos remite, dicen, a banderías, guerracivilismos y crispaciones. Pero no. Es muy fácil: VOX es fascista. Si todos (incluyendo a los de VOX) lo repitiéramos cinco minutos al día, como un ejercicio de respiración o un mantra védico, veríamos las cosas más claras, y ver las cosas más claras, aunque puede resultar doloroso, siempre ayuda a solucionar los problemas. Repitamos todos, pues: VOX es fascista, VOX es fascista, VOX es fascista. Y lo es como el PP es conservador, ERC, independentista, el PSOE, socialdemócrata y Podemos, comunista. No pasa nada. Así son las cosas. Claro, VOX no es fascista como lo eran los partidos fascistas de entreguerras, igual que Podemos no es comunista como los comunistas que asaltaron el palacio de Invierno. El tiempo pasa —tiene esa mala costumbre— y las sociedades cambian. Pero es fascista —sigue siéndolo— porque su ideario y su acción política, moldeados para adecuarse al mundo presente, abrazan y reproducen la ideología del fascismo. El fascismo de la porra y la pistola, el fascismo antiliberal y antidemocrático, el fascismo totalitario —el fetén, el de toda la vida: el mussoliniano, que en España se materializó en la Falange, aliada crucial de Franco, a la que este hizo desaparecer por el taimado procedimiento de absorberla— ha evolucionado en un punto asimismo crucial: ya no rechaza la democracia ni el sistema parlamentario, por lo menos formalmente. Al contrario: ha sabido utilizarlo para crecer. La saga Le Pen, la más linajuda del fascio en Europa, fundada por un torturador con aspecto de pirata, lleva décadas sumando votos en Francia, y en alguna elección ha estado muy cerca de constituir un candidatura seria a la presidencia de la República. En España hemos ido, como casi siempre, con retraso. Tras la muerte de Franco, el fascismo se refugió en el transformismo propiciado por la Transición —las camisas azules de toda la vida se blanquearon a la velocidad del rayo— y en grupos y grupúsculos más o menos ortodoxos, de los que Fuerza Nueva —aquella caterva de mamporreros catoliquísimos que, cuando atizaban a los estudiantes o a quien tuviera la mala suerte de pasar por allí, lo hacían al grito de "¡Viva Cristo Rey!"— fue el más adelantado. Pero el fascismo como movimiento político, como impulso social (retrógado, pero impulso), incluso como actitud vital, se acomodó —y se camufló— en el Partido Popular, que ha sido el único partido derechista que ha habido en España hasta la aparición de UPyD y, poco después, de Ciudadanos y VOX; es decir, lo ha sido durante treinta años, como mínimo, sin competencia. No es casualidad que el fundador del partido, entonces con el nombre de Alianza Popular (que se presentaba a las elecciones con lemas tan patrióticos como "España, lo único importante"), fuera un exministro de Franco, que se había sentado con él, en el consejo de ministros, cuando seguía encarcelando a opositores y firmando sentencias de muerte. La exclusividad en la representación nacional de la derecha ha permitido al PP acoger en su seno a las variadas familias del conservadurismo patrio, desde los democristianos hasta los ultras, como los que ahora militan y votan a VOX. De hecho, VOX es una escisión del PP: no orgánica (aunque muchos de sus dirigentes, como Abascal, Espinosa de los Monteros o Ignacio Garriga, han sido militantes del PP), pero sí ideológica. Muchas de las barbaridades que sueltan los gerifaltes y monaguillos de VOX a troche y moche las he oído, a lo largo de los años, en boca de dirigentes peperos, como Jaime Mayor Oreja, Alejo Vidal-Quadras, Ángel Acebes, Maite Pagazaurtundúa, el indescriptible Miguel Ángel Rodríguez (ahora rescatado del ostracismo para hacer de alguien como Isabel Díaz Ayuso la lideresa cuqui en la que, sin duda, se está convirtiendo) o el propio e inolvidable José María Aznar. Este fascismo acurrucado en las entretelas de los conservadores patrios no es que pasara inadvertido, pero se sobrellevaba sin demasiada alarma, porque se entendía el peaje que había que pagar por que el PP hubiese llevado al redil de la democracia parlamentaria a los más ultramontanos de la derecha. Pero la brutal crisis de 2008 —a la que, aun sin haber cesado, se ha sumado la del coronavirus— y el crecimiento internacional del "populismo de derechas", que ha propiciado, entre otros males, el bréxit, los triunfos electorales de Trump, Bolsonaro y otros mequetrefes menores, pero no menos dañinos, como Rodrigo Duterte en las Filipinas, y la asfixiante progresión de los nacionalismos en el planeta, ha hecho aflorar —e individualizarse— a VOX. Lo más preocupante de este hecho es que se ha producido por mecanismos democráticos, esos mecanismos que el fascismo ha sabido asumir, en la medida en que lo beneficiaban, y utilizar en su provecho: VOX obtuvo 3.300.000 votos en las últimas elecciones generales. Dicho de otro modo: 3.300.000 compatriotas han votado a un partido fascista. Eso es lo realmente sobrecogedor: que más de tres millones de vecinos nuestros se hayan decantado por la barbarie que representa la ultraderecha. Abascal no es el problema; de hecho, Abascal es una nulidad intelectual y un gestor público insignificante (salvo para trincar un buen sueldo en una fundación sin cometido en la que lo enchufó nuestra Churchill de Moratalaz, Esperanza Aguirre). Tampoco lo es Ortega Smith, el exmiembro de los grupos de operaciones especiales del ejército, más torpe aún con la palabra que con el gatillo. Ni ese matrimonio terrorífico, compuesto por un promotor inmobiliario, el espinoso Espinosa, también llamado Iván el Terrible (aunque sea clavado a un gnomo de jardín), y una arquitecta falsificadora, Rocío Monasterio, la Morticia Adams de la política española. Ni el exfalangista Buxadé (en su doble vertiente de candidato por Falange Española de las JONS y por Falange Española Auténtica). El problema son quienes les votan. Como los que votan a Trump en los Estados Unidos o a Bolsonaro en Brasil, o votaron a Berlusconi o a Jesús Gil en el pasado. A estos, a los votantes, es a los que hay que intentar hacerles comprender que su opción es inmoral y conduce al desastre. Siempre he sospechado que las preferencias políticas, como las que sentimos en los demás ámbitos de la vida, no son tanto una decisión racional como emocional. Votamos a los que votamos no porque nos hayamos informado bien sobre el programa de cada cual y hecho después un análisis frío de sus ventajas o inconvenientes, del que haya resultado una conclusión juiciosa y motivada, sino porque nuestro voto expresa una adhesión, digamos, existencial. Y los partidos fascistas, como VOX, ofrecen seguridad a sus votantes, un valor muy socorrido siempre, pero sobre todo en tiempos de dificultad. Ofrecen más que seguridad: ofrecen certidumbre, jerarquía, totalidad. Creen en todo aquello, firme y cerrado, que consuela del miedo de vivir (del miedo a la liberad, como decía Fromm) y casi del miedo de ser; en todo aquello que nos refuerza como grupo, o más bien como rebaño, apeñuscados frente a los desafíos de los lobos, que son siempre otros: los extranjeros, los raros, los distintos, los desconocidos. Creen en la patria, única, sagrada, indivisible, anterior y superior al Estado (y a la Constitución), históricamente indubitable y orgánicamente inmanente. Creen en las fuerzas de seguridad y el Ejército, que representan el bien sin fisuras, el orden que nos protege, el brazo armado de la comunidad, y que obedecen a estrictas jerarquías piramidales, sometidos a un riguroso principio de disciplina (y creen, por consiguiente, en las armas, metáfora viva de la seguridad que ansían). Creen en la religión y, en el caso español, en la Iglesia, que traslada al mundo ultraterreno el orden deseado en la Tierra: un padre que cuida de sus hijos y lo rescata de la muerte (aunque haya sido este mismo padre el que la haya creado), y en la moral católica, que da a cada cual su papel en esta vida —un papel inmodificable— y la certeza de que, si lo desempeña bien, obtendrá el premio de la felicidad: temporal in hac lachrymarum valle y eterna en el más allá. Creen en la tradición —desde la caza a los toros, desde las fiestas populares a las procesiones de Semana Santa—, porque la tradición consolida el ser, petrifica el tiempo: vuelve absoluto lo que solo es transitorio. Creen, en fin, en todo aquello que es único, recto, sólido, cierto, estable, normal. Porque, más allá de esos círculos amigos, de los que importa más la protección que nos dan que las limitaciones que nos imponen, están las tinieblas exteriores: lo desconocido, lo inseguro, lo cambiante, lo diferente, lo incomprensible, lo impuro, lo provisional. El fascismo es una cuestión de actitud, de configuración psíquica, de necesidad vital. VOX es fascista porque condice con esa actitud, se adecua a esa configuración y satisface esa necesidad. Y, así, igual que hicieron sus predecesores históricos —Mussolini et al—, aunque ahora acomodados a las formas de la democracia liberal y bien trajeados —las corbatas de Espinosa de los Monteros son espectaculares; aunque a Abascal, que se machaca cada día en el gimnasio, cuando no está montando a caballo, los músculos siempre parecen a punto de reventarle la americana—, defiende la patria y la raza, el militarismo y el apego a la cadena de mando (siempre que sea él quien mande; si no, como ahora, agita a las policías contra el gobierno felón), el antintelectualismo y el corporativismo (que hoy se plasma, entre otras cosas, en una vigorosa defensa del estado unitario); y rechaza cuanto establece su eje en una colectividad dinámica, pluriforme, incontrolable, que no obedece a unas pautas herméticas de funcionamiento, sino que fluctúa impulsada por los latidos de la realidad social, los avances del conocimiento y la conciencia pública, y la percepción de la injusticia y la desigualdad. También afirma el monólogo, que transmite seguridad, frente al diálogo, que introduce dudas, y lo hace por varias vías: utilizando una violencia verbal extraordinaria —en la que predominan el disparate y el insulto, del que cada día nos dan nuevos ejemplos—, que acalla, o pretende acallar, a quienes disientan; rechazando a los medios de comunicación que le sean hostiles o siquiera incómodos, convencidos de que, si se hace oídos sordos a su discurso, se refuerza el discurso propio; y utilizando los medios de comunicación de que se dispone —las redes sociales, fundamentalmente— como armas de combate: sembrando falsedades, manipulando informaciones, agitando miedos, excitando las pasiones reptilianas de los seres humanos. Trump ha sido en esto un modelo inmejorable. Yo no tengo ninguna duda: VOX es un partido fascista y, como tal, depositario de una de las ideologías más cafres, más nefastas del siglo XX, hoy tristemente reencarnada en movimientos populistas y ultraconservadores a lo largo del globo. VOX, repito, es un partido fascista.