domingo, 15 de junio de 2025

La lectura y los libros

Nunca doblo la esquina de la página para marcar hasta dónde he leído. A veces, me dejo engatusar por los colores llamativos o el diseño innovador de las cubiertas. Soy incapaz de leer si no lo hago con un lápiz en la mano. Siempre miro cuántas páginas tiene un libro antes de empezar a leer. Conforme leo, calculo cuántas me faltan todavía para acabar. Detesto las erratas, que los puntos se pongan dentro de las comillas, que las palabras se separen mal al final de la línea, que se sangre siempre el principio de párrafo, que no haya coma antes de pero, sino y aunque. Subrayo lo que me gusta utilizando el punto de libro como regla. Cuando lo que me gusta es un párrafo, o un pasaje muy extenso, trazo una línea vertical con el lápiz y el punto de libro en el margen de la página. Huelo los libros al abrirlos. También al reabrirlos. Detesto que huelan a periódico. Metería en la cárcel a los que los rayan con bolígrafo, fusilaría a los que lo hacen con rotulador, y fusilaría y luego demolería su casa y sembraría las ruinas de sal a los que lo hacen con rotulador fosforescente. Señalo lo que me disgusta trazando una línea sinuosa debajo o, si es muy largo, al lado. Celebro el papel verjurado, la tipografía inglesa, el gramaje generoso. Suelo olvidarme de retirar las tiras adhesivas de colores con las que he marcado alguna página, y luego me encuentro los libros con un penacho amarillo, o verde, o naranja, como un indio con una pluma. A veces, insulto al autor. Rodeo las erratas con un círculo. Añado los signos de puntuación que faltan, sobre todo los puntos y comas y las comas vocativas, que ya casi nadie utiliza. Si desconozco un término, lo señalo con un signo de interrogación. Si se menciona a alguien repulsivo, como Abelardo Linares, Cayetana Álvarez de Toledo o Raphael, escribo en el margen alguna expresión de disgusto o dibujo un montoncito de mierda. Leo en un sillón, con los pies en un escabel y una lámpara de lectura a la altura de la cabeza. Vuelvo a mirar cuántas páginas me faltan para acabar. Prefiero la letra tirando a grande que la más bien pequeña. Aplaudo los colofones ingeniosos. Me gustan los márgenes amplios, pero no los interlineados excesivos. Las letras han de ser negras, muy negras. Nunca reparo los desgarrones con pegamento ni mucho menos con el horror del celo. No me decido a estampar el exlibris que me regaló uno de mis primeros editores en todos los libros que tengo. Empiezo a fatigarme tras una hora u hora y media de lectura, pero me duele el cuerpo antes que la mente. Siento un extraño alivio cuando el texto llega a un cambio de capítulo o de parte y encuentro una o varias páginas en blanco. Nunca dejo los libros abiertos boca abajo, ni los utilizo para calzar nada. Me molestan las fajas, aunque no me atrevo a tirarlas y las guardo entre las primeras páginas del libro (pero siempre se acaban cayendo). La georgia es la más legible, pero la garamond es la más elegante. Sobriedad, siempre sobriedad, incluso cuando el libro contiene disparates o excesos. El papel satinado solo es bueno para las fotografías. El papel biblia solo es bueno para la Biblia. Releo muy poco: queda tanto por leer. No obstante, cuando releo, borro anotaciones que hice (y me sorprende haberlas hecho) y añado otras nuevas (que me sorprenderán si vuelvo a leerlo). El libro, siempre cosido: qué horror el crujido de las páginas al despegarse y qué tristeza que se desprendan del volumen como las hojas de los árboles. Ya me queda menos para terminarlo. A veces, descubro libros muy anotados de los que no guardo ningún recuerdo, ninguna impresión; de hecho, ni siquiera me acuerdo de haberlos leído. Disfruto con los epígrafes, las dedicatorias, las notas a pie de página; raramente con las fotos de los autores. A veces, escribo el día en que he acabado de leer el libro y un brevísimo juicio crítico en una página de respeto. Leo en los autobuses y los coches —no me mareo al hacerlo—, en los trenes y el metro, en las salas de espera y los aviones, en los bancos de las calles y los parques, en la playa y los cafés, cuando como y cuando cago; leo hasta andando. El único sitio en el que no puedo leer es la cama: siempre me quedo dormido. Pocas veces me salto partes del libro; antes abandono la lectura. Cuando leo en el sillón, me apoyo el libro en la tripa. El índice, al final. Nunca me deshago de lo que encuentro en los libros de segunda mano: flores secas, billetes de autobús (o de tranvía), fotografías, cartas, listas de la compra; se me ocurre que también son el libro. En ocasiones, tacho palabras que leo y que sustituyo por otras que me parecen más pertinentes. También corrijo los errores de traducción. Antes leía los libros hasta el final, aunque no me gustaran; ahora ya no lo hago, pero todavía me resisto a dar por terminada la lectura: dejo los libros que me aburren o disgustan en una pila de “empezados y pendientes”, donde pueden pasar mucho tiempo, con la esperanza de retomarlos en algún momento, hasta que los arrumbo definitivamente en la estantería. Aborrezco el papel reciclado, aunque sea muy necesario. Qué bien: ya estoy cerca del final.

domingo, 8 de junio de 2025

Ninguna idea es sagrada

Los tres textos que contienen estos libros son alegatos jurídicos: se emitieron en los procesos judiciales seguidos en Francia contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo por reproducir en 2007 las caricaturas de Mahoma que había publicado tres años antes el periódico danés Jyllands-Posten, y contra los yihadistas que asesinaron en 2015 a doce trabajadores de la propia Charlie Hebdo. Y quienes los pronunciaron son abogados: Richard Malka, que participó en ambos procesos, y George Kiejman, que lo hizo solo en el primero, ambos prestigiosos letrados, y el segundo, además, ministro de Justicia, Cultura y Relaciones Exteriores con el socialista François Mitterrand. Los dos discursos, no obstante, exceden el ámbito estrictamente judicial y se erigen en proclamas universales a favor del laicismo, la crítica a la religión y la libertad de expresión. Se inscriben también en una larga y desventurada tradición: la de quienes han de defender a escritores —o, como en este caso, a dibujantes— de las acusaciones de los biempensantes que, parapetados en su fe, aspiran a impedir que nadie arañe la coraza de sus creencias, o a que, si lo han hecho, paguen por ello. Por suerte, en los países democráticos esto ha de dirimirse en los tribunales, lo que, pese a algunos inconvenientes —los jueces, en España al menos, son mayoritariamente católicos, y algunas organizaciones, como la nefanda Abogados Cristianos, acogiéndose a lo que dispone el medieval artículo 525 del Código Penal, que castiga la ofensa a los sentimientos religiosos, han hecho de la querella una espada flamígera con la que aspiran a rebanar todas las cabezas que, a diferencia de las suyas, piensan por sí mismas—, ofrece garantías suficientes de imparcialidad. Antes, sin esta salvaguardia, se despachaba a los críticos al exilio o a la hoguera sin que al responsable del terrible castigo se le moviese un pelo del bigote. Pero, aun con las supuestas garantías de los tribunales, los escritores y artistas llevan siglos lidiando con los defensores más celosos de la moral pública y los creyentes furibundos en el más allá: a Whitman lo denunció en 1882 la Sociedad de Nueva Inglaterra por la Supresión del Vicio, que logró evitar la distribución de una nueva edición de Hojas de hierba, donde se describían actos repugnantes, y, apenas unos años antes, tanto Charles Baudelaire, por Las flores del mal, como Gustave Flaubert, por Madame Bovary, habían sufrido las embestidas forenses de los perturbados por los versos lujuriosos de uno y las escenas impropias de cualquier persona respetable del otro.

Hoy, por suerte, ya no se considera denunciable, en los países occidentales, el retrato del sexo, pero la burla de la religión sigue manteniendo un estatus incomprensiblemente privilegiado. Richard Malka —autor de un admirable El derecho a cagarse en Dios, publicado en 2022— pone el dedo en la llaga cuando desvela, en Tratado sobre la intolerancia —el mismo título que dio Voltaire en 1763 a su denuncia de la religión, que la Iglesia se apresuró a incluir en su Index Librorum Prohibitorum: la cosa, como se ve, viene de lejos—, cuál es la causa que mató a los doce trabajadores de Charlie Hebdo (y a las 2973 personas de las Torres Gemelas de Nueva York, las 193 de la estación de Atocha de Madrid, las 52 de Londres en 2005, las 86 de Niza en 2016 y un largo y sangrante etcétera): «Tiene nombre: es el acusado que jamás comparecerá ante el tribunal, a pesar de que es el que transforma a seres humanos ordinarios en autores de crímenes, cada uno más monstruoso que el anterior (…). Este acusado mata indiscriminadamente a cristianos, judíos, musulmanes, ateos y, sin embargo, se supone que su nombre no debería pronunciarse nunca. (…) En esta sala, tenemos que nombrarlo y mirarlo a la cara: se llama Religión. Es mi acusado». En efecto, pese a que los terroristas de Charlie Hebdo entraron en la redacción al grito de «¡Hemos venido a vengar al Profeta!» y salieron de ella con el no menos escalofriante de «¡Allahu akbar! ¡Hemos vengado al Profeta», mucha gente se negaba a admitir que la razón de la salvajada fuese, simplemente, la fe, la creencia en un Ser superior al que hay que proteger —como si no tuviera suficiente con ser Dios para protegerse él solo— de las chanzas de sus criaturas, y la atribuía al fanatismo de unos pocos, al racismo de la sociedad, a las desigualdades sociales y las diferencias culturales, a la difícil integración de los inmigrantes y hasta a una libertad de expresión mal entendida, que se había propasado dibujando a Mahoma con una bomba en el turbante, entre otras lindezas. Bien, los hermanos Kouachi no llevaban bombas ni turbantes, pero sí sendos y muy eficaces kalashnikovs. Pese a este prometedor toque de rebato, que anuncia una ofensiva general contra los peligros y las necedades de la religión, de todas las religiones, Malka —y también Kiejman— se ciñen a las circunstancias de los casos en los que intervienen. Y la pequeña decepción que esta particularización pueda causar, se ve pronto superada por la brillantez de su argumentos. Malka se remonta a un debate teológico entre mutazilitas y hanbalitas, en el siglo VIII, para situar el origen del fanatismo islámico: los primeros consideraban que la razón era el fundamento primordial del islam y otorgaban un papel crucial al libre albedrío; los segundos, rigoristas, creían en un Corán increado, es decir, procedente directamente de Dios, y sostenían, en consecuencia, que el creyente no debía interpretarlo ni cambiarlo: solo debía obedecer. No en vano, islam significa «sumisión». Y vencieron los hanbalitas: el actual wahabismo saudí y el salafismo, patrocinadores de la yihad, son la emanación actual de esta corriente literalista. El islam se halla instalado, pues, en un absolutismo radical y una inmovilidad ponzoñosa, cimentados en los versículos del Corán que predican la violencia, como este, tan desgraciadamente célebre: «Matad a los infieles dondequiera que los encontréis, capturadlos, asediadlos, emboscadlos». Malka analiza la evolución histórica de esta trágica fosilización hermenéutica —y de sus cruentas consecuencias—, que se ha dotado, hasta nuestros días, de un arma poderosa: el delito de blasfemia, que es el que se esgrimió, en primer término, contra Jyllands-Posten y Charlie Hebdo (hasta que algunos la juzgaron insuficiente y decidieron emplear métodos más resolutivos), y propone que luchemos contra él como un modo de «denunciar los sortilegios de la pureza religiosa» y de devolver al islam una «espiritualidad, una libertad, una poesía, como la del transgresor Abu Nouwas en el siglo VIII, o la del refinado poeta palestino Mahmoud Darwich, una filosofía brillante, abierta y tolerante».

Georges Kiejman, por su parte, en un refinado alegato, no exento de humor, repasa la jurisprudencia francesa e internacional —«correosas», las califica— sobre las ofensas a la religión y la libertad de expresión, analiza las caricaturas que originaron el primer proceso y culminaron en la matanza del Charlie Hebdo (sostiene que «hay que ser estúpido para ver en esa cubierta otra cosa que no sea un homenaje a Mahoma»), define a los integristas como «gente que se adueña de determinadas partes del Corán, de los versículos belicosos, ignorando otros que preconizan la comprensión y el amor», pide a los jueces que han de fallar que no pongan «fin a una época bendita en la que podíamos decirnos unos a otros lo que pensábamos unos de otros», y concluye que «la humanidad debe ser puesta por encima de las religiones».

Tanto Tratado sobre la intolerancia como Elogio de la irreverencia incluyen sendas cronologías de los hechos que condujeron a los procesos judiciales en los que participaron Malka y Kiejman, y el segundo incorpora también la sentencia del Tribunal de Primera Instancia de París, de 22 de marzo de 2007, por la que se absuelve a Charlie Hebdo de los delitos de que la acusaban los denunciantes —la Sociedad de los Habús y los Lugares Santos del Islam, y la Unión de Organizaciones Islámicas de Francia—, ratificada después por el Tribunal de Apelación de París y por el Tribunal Supremo. Por sentencia del 16 de diciembre de 2020, las catorce personas acusadas por los asesinatos de Charlie Hebdo fueron condenadas a penas que van de los cuatro años de prisión a cadena perpetua.

[Este artículo se publicó en Letras Libresnº 284, mayo de 2025, pp. 49-51]

martes, 3 de junio de 2025

Historias de la oficina (y V)

En cuanto a mí, me encargaba de auditar los contratos de las empresas y entidades públicas sometidas al control de la administración, es decir, de comprobar que se hubieran instruido y suscrito de acuerdo con la ley. Era un trabajo mortalmente aburrido. Consistía en apilar expedientes de contratación —que, en algunas empresas grandes, podían alcanzar varios metros de altura: crecían a mi alrededor como columnas dóricas— y verificar que contuviesen los papeles necesarios. Porque eso era lo terrible: que faltase un papel. Los papeles habían de cuadrarse en los expedientes como los reclutas en el cuartel. Aquellos papeles eran siempre los mismos: resoluciones de incoación, pliegos de cláusulas administrativas y prescripciones técnicas, ofertas económicas, ofertas técnicas, actas de la mesa de contratación, informes de adjudicación, propuestas de adjudicación, resoluciones de adjudicación, entre muchos otros documentos encumbrados y fieros. El lenguaje administrativo se imponía como una plaga de caracoles manzana. Y yo había de navegar, cada día, cada hora, cada minuto, por aquellos sargazos inextricables, que sumaban la reiteración a la prolijidad: la de las mismas fórmulas, tan huecas como el cerebro de quien las había ideado. Mi condena, mi fatalidad, consistía en ser un ser lingüístico enfrentado a un mundo sin conciencia lingüística. Si se daba la circunstancia de que uno fuese contable o economista, las necedades escritas en los expedientes le eran irrelevantes, es más, ni siquiera las advertía. El contable o el economista se limitan a cuadrar cifras y a disfrutar con ese malabarismo numérico. Para ellos, el lenguaje es solo un vehículo —molesto casi siempre, por impreciso— de esa abstracta manipulación de relojería a la que se entregan y que no admite inexactitudes ni ambigüedades —aunque sí interpretaciones—. Los ojos del contable o del economista se deslizaban por la superficie del lenguaje sin reparar en el oleaje o los accidentes del agua, ni en las espumas o las irisaciones del mar, urgidos solamente por la necesidad de remontar las corrientes y alcanzar el puerto del resultado. Los míos, en cambio, se hundían fatalmente en aquellos caldos tenebrosos, donde no hallaban ni una pizca de verdad ni una chispa de aliento. Y allí, en aquel piélago sin luz ni redención, quedaba atrapado, pegajoso de palabras descarriadas, abatido por tanto dislate de leguleyo. Había intentado distraer el cerebro con música clásica: me ponía los auriculares y escuchaba For unto us a Child is Born de Händel, o el concierto para mandolina en do mayor de Vivaldi, o el Ave María de Caccini, pero aquellas piezas obraban el efecto contrario al deseado: no me distraían de la negrura que me atenazaba, sino que la acrecentaban: me hacían más consciente de la distancia que mediaba entre los acordes y las frases, entre las lágrimas de placer que me arrancaban aquellos y las de aburrimiento que me producían estas. Los expedientes de contratación acababan siendo una espesura vacía, un magma helado. Yo penaba interminables mañanas entre párrafos hoscos, sobreviviendo a duras penas a facturas aberrantes, albaranes taimados y un amplio surtido de horripilantes documentos mercantiles. Necesariamente había de sacar la cabeza del barro y respirar. Cerraba entonces las carpetas, cogía el libro que me hubiera llevado aquel día conmigo y me iba a algún bar de los alrededores. Era el mejor momento de la jornada: si hacía bueno, me acomodaba en la terraza, pedía un café con leché y empezaba a leer. El lenguaje por fin consentido y con sentido —aunque me gustase poco lo que leyera: todo lenguaje, comparado con el de las auditorías, era una celebración, y todo mi yo bailaba con él como un apache alrededor de una hoguera propiciatoria— me rescataba de aquella tortura sin consuelo y me devolvía al mundo de los vivos. El hecho de que hubiese de desplazarme a donde la empresa auditada tuviera su sede, era una de las pocas cosas buenas de aquel trabajo: me permitía conocer barrios de la ciudad que apenas había visitado y descubrir rincones ignorados. Recuerdo una placita de Sarriá, junto a una iglesia, en la que todo sosiego tenía asiento. Yo me sumergía en la lectura de La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre, pero también levantaba la vista, de vez en cuando, y veía a una madre joven empujar el cochecito de su hijo, o a un viejo sentarse en uno de los bancos de la plaza para leer el periódico, o a unos niños peloteando con la misma pasión con la que unos soldados habrían asaltado una trinchera enemiga. Las palomas se posaban en las farolas despintadas y en los saledizos de la fachada de la iglesia, y echaban otra vez a volar, sin otro motivo que porque eran palomas. El sol caía sobre la plaza como una sábana recién lavada, y de una pastelería vecina llegaban fragancias dominicales, aunque fuera lunes: olores a crema y pan, vaharadas de yema, exhalaciones de chocolate. Luego, bajaba la vista, daba un sorbo al café con leche y seguía leyendo.

martes, 27 de mayo de 2025

Historias de la oficina (IV)

Otros funcionarios acudían a la oficina siniestra. Entre la clase de tropa —los auxiliares administrativos—, estaba Lola, una señora de mucho porte y seriedad, pese a la modestia de su rango laboral, y, a diferencia de la Carpintero, trabajadora infatigable. Llegaba siempre la primera al despacho y muchos días era la última en marcharse. Hacía muchas más horas de las que le correspondían: allí estaba, mañana y tarde, atornillada a la mesa, tecleando sin parar en el ordenador o punteando interminables hileras de números. Uno pensaba que era imposible que se pasara tantas horas ante la pantalla solo trabajando, y que era muy probable que dedicase parte de ese tiempo a chatear por internet o a jugar al buscaminas, como hacíamos todos. Pero no era así: cuando uno pasaba por detrás de ella y lanzaba una mirada a su pantalla, solo veía números, ristras y ristras de números; o documentos de excel con infinidad de celdillas, llenas igualmente de números; o pedeefes de facturas, de hirsutas y tenebrosas facturas. Lola trabajaba y nunca dejaba de trabajar; trabajaba con furiosa concentración, con tenacidad sisífica; trabajaba como si la salvación de la humanidad dependiese de su trabajo. Pero nadie sabía en qué. Lola nunca había entregado ningún informe que recogiese el fruto de tanto quehacer, ni rendido a nadie los grandes totales de aquellas sumas que remataba con inexorable escrupulosidad. González le asignaba la verificación de unas cuentas —averigüé que era él el que depositaba los papeles en la mesa de Lola— y luego desaparecía, enfrascado como estaba en la comprobación de las cuentas de alguna entidad y en la recuperación o reconstrucción de esas mismas cuentas, inevitablemente extraviadas en el ordenador. Y durante las muchas semanas o meses en que su jefe no estaba presente, Lola se entregaba a la tarea asignada con el ahínco de un toro semental. Pero Lola era ya mayor, y le llegó la hora de la jubilación, que para ella era como la hora de la muerte. Su expresión se contrajo hasta adoptar un rictus agónico. Siguió sumando desesperadamente, hasta el último momento, columnas de números, pero ya no había aquella entereza, aquella majestuosidad, en lo que hacía, sino un sufrimiento apenas disimulado: pronto habría de enfrentarse a la realidad de una vida sin números que sumar, ni facturas que revisar, ni archivadores que ordenar, ni oficinas a las que acudir. Cuando llegó el día fatídico, vació los cajones, limpió los armarios, reunió sus pertenencias, cerró el ordenador y, en medio de un silencio estremecedor, con el abatimiento de un condenado a muerte, salió por la puerta como si, pese a todos sus esfuerzos, no hubiera podido salvar a la humanidad y el fin del mundo hubiese llegado. Sin embargo, y para nuestra sorpresa, por la tarde reapareció. Y también la tarde siguiente. Y las otras. Se sentaba en su antigua mesa y volvía a revolver facturas y papeles. Pero esta vez eran los suyos: le había pedido al jefe que le permitiese acabar en la oficina la declaración de la Renta, que tenía a medio hacer. Así cumplía con sus deberes fiscales y mitigaba, al mismo tiempo, el vacío que la ahogaba. El jefe, misericordioso, le permitió hacerlo.

También estaba Evaristo. Y subrayo su nombre, Evaristo, porque durante mucho tiempo nadie estaba seguro de cómo se llamaba. Unos pensaban que Guillermo, otros que Ceferino; hubo incluso quien adujo que podría no tener nombre, o que acaso lo había olvidado en algún accidente que le hubiese producido amnesia. Pero todo eran hipótesis sin confirmación. Alguno llegó a dudar de que existiera: quizá fuese un holograma. Por fin, una secretaria, tras muchas pesquisas, exhumó algunos documentos de su expediente personal y nos dio a todos la feliz noticia: tenía nombre, y ese nombre era Evaristo. Evaristo llegaba cada mañana a la oficina y, muy ceremoniosamente, se sentaba en su silla. No decía «hola», ni «buenos días», ni nada; Evaristo no hablaba con nadie: se sentaba y desenfundaba algún expediente, o algún documento en el ordenador, y se abismaba en él. Acorazado en su mutismo, las horas pasaban por sus carnes como los rayos del sol por el cristal. Cuando llegaba la hora sagrada del bocadillo, sacaba una fiambrera monstruosa y se aplicaba a devorar lo que contuviera con la misma silenciosa eficacia con la que atendía sus obligaciones, fueran cuales fueran, en su mesa de trabajo. Cuando, cuatro horas después, llegaba la hora de salir, recogía los bártulos, rescataba la fiambrera vacía de las profundidades del cajón, apagaba el ordenador y se iba, haciendo sonar la tarjeta de fichar en el mismo instante en que la minutera golpeaba la raya de las doce. Y todo ello sin preocuparse jamás de escándalos ni chismorreos. ¿Que unos fanáticos habían estampado sendos aviones en las Torres Gemelas y matado a 3.000 personas? Sin comentarios. ¿Que el Partido Popular, una organización constituida por y para la corrupción, había logrado la mayoría absoluta? ¿Y qué? ¿Qué tenía él que decir? ¿Que Jordi Pujol y su catalana familia, además de católicos practicantes, eran unos facinerosos? Nada que añadir. ¿Que a los funcionarios nos rebajaban el sueldo otra vez? Pues qué le íbamos a hacer. Su mirada resbalaba por el lomo de quienes se hacían eco de aquellos acontecimientos como la de la reina de Inglaterra lo habría hecho por el de un dependiente de zapatería. Evaristo era inmune a la actualidad y a la comunicación humana. Un gusano platelminto era más expresivo que él.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Historias de la oficina (III)

Luego estaba la Carpintero. La Carpintero era una hembra, dilatada como un zepelín, que gobernaba su espacio como una venus atrapamoscas el suyo. Por analogía, tenía una planta, tal vez carnívora, en la mesa de su despacho, que regaba con unción; un suministro incesante de botellas de agua mineral, de las que chupaba también con ahínco, sin que, empero, aquella insistente libación redundase en merma alguna de su figura; y un conjunto de enseres decorativos y domésticos —fotos, cuadritos, colgantillos— que convertían su mesa y su armario archivero en una prolongación del comedor de su casa. De hecho, toda la oficina era una prolongación de su casa. La Carpintero se levantaba a apagar los fluorescentes que la gente hubiera dejado encendidos, o se preocupaba por que hubiese papel higiénico en el baño, o reñía a quien hubiera agotado el papel de la fotocopiadora y no lo hubiese repuesto. Todo eso hacía la Carpintero. Lo que no hacía era trabajar. Los papeles llegaban a su mesa y en ella establecían su residencia. Algunos hasta se jubilaban allí. Si alguien quería que algo no se tramitase —cosa que sucedía a menudo: dejar que los asuntos se pudrieran era la mejor forma de resolverlos—, lo único que tenía que hacer era mandárselo a la Carpintero, que, con diligencia extraordinaria, no hacía nada con ellos. La Carpintero llevaba ocupando el mismo puesto desde la creación de la oficina, dos décadas atrás. Y la auditoría no hace prisioneros: a quien atrapa es aniquilado. La Carpintero había sido paulatinamente anulada por la aritmética y la repetición. No es que hubiese mucho que anular, en cualquier caso, pero la reincidencia la había pulverizado. Un halo de vetustez o esclerosis nimbaba sus carnes espaciosas y su escueta inteligencia. Sus ojos irradiaban el brillo de las telarañas y en su sonrisa tintineaba una delicuescencia maligna. Porque este era otro de los perversos legados de un trabajo devastador: no destruía del todo el raciocinio, sino que lo emponzoñaba. La Carpintero escupía veneno a las recién llegadas que se podían permitir una falda más corta que la suya, que eran casi todas; malmetía meticulosamente en todo corro o cenáculo que se formase, en la oficina o fuera de ella; e intrigaba con no menos énfasis, aunque también con admirable disimulo, desarrollado a lo largo de muchos años de doblez, en cualquier circunstancia de la vida. Pero no se olvidaba de sonreírle al mandamás en las reuniones de trabajo. Ponía en el asiento al lado del suyo un papelito o un bolígrafo para que nadie se sentara allí y le hurtase el privilegio de escoltarlo en el ejercicio de sus funciones. Allí podría apreciar la amplitud de su sonrisa y su adhesión inquebrantable a las instrucciones que diera. Más aún, allí podría rozarle la pierna, y hasta tocarle el brazo, entre cacareos admi(nist)rativos, en un gesto público, y a la vez íntimo, de aprobación y camaradería. Pese a todo, la Carpintero había conocido tiempos mejores. Estuvo casada con un alto ejecutivo de una empresa importante —de cuyos éxitos profesionales y viajes por el mundo no dejaba de presumir en las charlas de ascensor—, hasta que el alto ejecutivo la dejó por una camarera de bar. Ahora bregaba con el prozac, dos hijos adolescentes de carácter tenebrosamente parecido al suyo, y una creciente dificultad para encontrar ropa de su talla.

Una tercera figura sobresaliente en el érebo de la auditoria era Moreno. Moreno era el segundo de a bordo de la unidad, y lo era desde hacía varios lustros. Los lustros habían caído en él como la nieve en el campo: enterrándolo bajo una capa de frialdad, que maquillaba con unos modales ceremoniosos y unas corbatas escalofriantes, y arrasando todo asomo de vida. Las corbatas, de hecho, constituían una obsesión para él. Llevar corbata, en el ejercicio de la auditoría, era un signo de distinción del que no cabía prescindir: significaba que el auditor era alguien serio, respetable, alguien en quien se podía confiar. La corbata obraba así el prodigio alquímico de transmutar la materia en significado, aunque quien la portase fuese un tarugo. Lo mismo hacen las banderas, aunque quienes las ondeen sean unos mastuerzos. Moreno llevaba siempre corbata, y con ella transmitía los valores que abanderaba, a saber, el rigor y la constancia: aquel rigor y aquella constancia con los que llevaba liquidando una sociedad, y solo esa sociedad, desde hacía tantos lustros como era lugarteniente; o el rigor y la constancia con que atendía sus negocios inmobiliarios en horario laboral. En esto Moreno había desarrollado una técnica insuperable: con el pretexto de visitar las entidades que estaban siendo auditadas y comprobar que los equipos de auditoría estuvieran cumpliendo con su deber, se escapaba de la oficina para cumplir con el suyo como gestor inmobiliario. Corbata en ristre, asistía a reuniones de vecinos, firmaba contratos de alquiler y compraventa, supervisaba propiedades, recibía y constituía fianzas, y, en resumen, se enriquecía como trabajador autónomo, a la vez que se embolsaba el sueldo de funcionario —que, dado su nivel equivalente al de jefe de servicio, no era bajo—. Pero hay que subrayar que a estas actividades solo dedicaba el tiempo estrictamente necesario: nunca se iba a tomar café, por ejemplo, después de sus ocupaciones privadas: las ejercía, pero, una vez concluidas, regresaba con presteza a la oficina a seguir cuadrando las cuentas de la entidad que llevaba liquidando desde 1997, o a comprobar que todos los empleados llevasen corbata. Quizá por eso, porque sabía cuánto absorbía aquella labor y no quería que otros asuntos distrajesen su atención, llegó a reclamarme en una ocasión que trabajara menos. Le presenté el apartado del borrador del informe que había redactado, de unas cuarenta páginas, lo miró como un entomólogo que acabase de descubrir una nueva especie de coleóptero arborícola, y me dijo: «Esto está muy bien, pero ¿no te parece que se podría resumir un poco? Quiero decir, si el informe en su conjunto tiene 150 páginas, que es a lo que calculo que llegará —y aquí Moreno me lanzó una mirada de inteligencia, como el experto que era—, ¿no quedará un poco desequilibrado?». «¿Me estás pidiendo que trabaje menos?», le pregunté. «No, no, de ninguna manera —respondió con urgencia, removiéndose en el sillón ergonómico—. Solo digo que quizá podría pulirse un poco». «Está perfectamente pulido», contesté yo, sintiendo cada vez más apretado el nudo de la corbata —la mía, no la de Moreno—. El jefe, que acertó a pasar entonces por el despacho de Moreno, dirimió la disputa: «Dejémoslo tal como está». Moreno me devolvió entonces los papeles con un gesto de displicencia, en el que se advertía el malestar por aquella inesperada derrota, pero aliviado, al mismo tiempo, porque la superioridad hubiera resuelto la controversia: Moreno era un funcionario disciplinado y, si el jefe decidía que el informe estaba bien como estaba, el informe estaba bien como estaba.

viernes, 16 de mayo de 2025

Historias de la oficina (II)

Auditar es volver a hacer lo que otros han hecho. Volver a contar lo ya contado. Volver a sumar lo ya sumado. Auditar es el trabajo más aburrido del mundo, después de hacer fotocopias en una copistería o cobrar peajes en una autopista. Por suerte, estos trabajos están a punto de desaparecer, como tantos otros, sustituidos por las máquinas. Quizá pueda diseñarse también un artilugio que reemplace a los auditores: un aparato en el que se introduzcan por una ranura los papeles que hay que examinar y del que salgan examinados, con todas las cuentas verificadas, por otra. No es imposible: si se han diseñado ya exoesqueletos que permiten andar a los parapléjicos, o relojes que cumplen todas las funciones de una oficina, o trenes de alta velocidad que flotan electromagnéticamente y viajan a 500 km por hora, no veo por qué no se puede inventar una máquina que compruebe la gestión económica de una empresa. La inteligencia artificial ayudará probablemente a acabar con la figura del auditor: será una suerte de compensación por liquidar otras que me son mucho más queridas, pero que también se volverán innecesarias, como la de traductor o incluso la de poeta. El trabajo de auditoría es tan devastador que muy pocos sobreviven a su ejercicio continuado. No se puede estar haciendo sumas y restas (y multiplicaciones y divisiones, más corrosivas todavía) una y otra vez, durante días sin cuento —y valga la paradoja, porque si algo se hace esos días es contar—, sin que algo fundamental se averíe en el cerebro. Algunos compañeros de la oficina acusaban, acaso irreversiblemente, el efecto calamitoso de su labor. González, por ejemplo, se había convertido en un fantasma. No solo había encanecido: la piel, apergaminada, prolongaba aquella blancura aciaga hasta las uñas de unas manos que parecían churretones de carne, y los ojos acumulaban una vidriosidad luctuosa, como si los aguara una tristeza presupuestario-financiera. El contacto de décadas con los ominosos expedientes le había reblandecido la figura, y todo él se me antojaba un ectoplasma lúgubre, constituido por unos miembros exánimes y un apagamiento cerebral. Tan espectral era que parecía deslizarse por la oficina sin tocar el suelo, como los vampiros. Yo le miraba los pies cuando lo veía acercarse a su despacho, contiguo al mío, y no podía asegurar que estuviesen en contacto con el parqué. González, además, no descollaba por su inteligencia. La auditoría tiene eso: que afecta a todos los rincones de la personalidad y destruye al más pintado. La especialidad de González consistía en extraviar archivos informáticos. Su desesperación era entonces homérica. Se había pasado varios meses reuniendo la valiosa información con la que trabajaba y el documento en el que debía estar había desaparecido de su ordenador, o estaba vacío, o, en alguna ocasión, no era la versión que había guardado, sino otra anterior, o defectuosa, o incompleta. Sus amargos lamentos invadían la oficina. «No lo entiendo, no lo entiendo», farfullaba. Cuando, tras revolver Roma con Santiago en el ordenador y hasta recurrir, siempre sin éxito, a los técnicos informáticos, se convencía de que era imposible recuperar lo perdido, empezaba a acumular otra vez la información que había acopiado, y a cotejarla de nuevo, para alcanzar las mismas sagaces conclusiones a las que sabía que había llegado, pero que se habían volatilizado en el averno de silicio al que tenía que enfrentarse cada día. González representaba, así, el summum de la auditoría, su expresión insuperable: repasaba, no las cuentas, sino lo repasado de las cuentas; repasaba lo ya repasado, y lo volvía a repasar. En una ocasión infausta pero memorable, perdió un archivo que ya había perdido antes, con lo que hubo de volver a lo que ya había vuelto antes, y yo rogaba a la Providencia por que lo extraviase una vez más, con lo que habría que repasar lo ya repasado de lo ya repasado de las cuentas, en un bucle prodigioso que podría haberle llevado a la locura, pero quizá también —quién sabe— al paraíso de los auditores, allí donde alcanzan la beatitud de la revisión imperecedera, de la fiscalización eterna. La Providencia, sin embargo, no atendió mis súplicas. Con la parsimonia funcionarial de los fantasmas —que, como ya están muertos, no tienen ninguna prisa por nada— y las semanas o meses que había de dedicar a resucitar lo que extraviaba, González tardaba años en resolver las auditorías. También era célebre por esto. Se acomodaba en las entidades sometidas a su escrutinio como las cigüeñas en los campanarios: para pasar allí toda la vida. Transcurrían los meses, y las estaciones, y los años, y González seguía apilando papeles y cerciorándose de que dos más dos fuesen cuatro, sin que asomase atisbo alguno de que aquella tarea fundamental, que desempeñaba con el esmero de un calígrafo japonés, se acercara a su conclusión. Empresas hubo que desaparecieron sin que él hubiese acabado su trabajo: un buen día llegó a su razón social, y ya no había razón social. En otras lo trataban como a esos indigentes que se refugian en los aeropuertos de las grandes ciudades: alguien que vive ahí, aunque no pertenezca a ese lugar, y que se entretiene paseando carritos de equipaje de una sala a otra, como González se entretenía trasladando expedientes de un montón a otro.

domingo, 11 de mayo de 2025

Historias de la oficina (I)

A las ocho de la mañana, cuando había de empezar a trabajar, una suciedad blanquecina manchaba todavía las cosas. La luz no se había desprendido aún de la tizne de la noche, y el suelo de las calles olía a mugre tenaz, combatida con poco éxito por los barrenderos. Los manguerazos no disipaban el tufo a madrugada triste: se llevaban los escupitajos, las cajas vacías del McDonald’s con grumos de kétchup, las latas arrugadas de los lateros, la mierda de las palomas y los condones pringosos, pero en el aire persistía un hedor que a mí se me hacía el aroma del mundo. Salía todas las mañanas del metro con la rigidez de un muerto, y cuanto encontraba a mi paso estaba tan tieso como yo: el torno de salida, que nos expulsaba con un eructo metálico; las escaleras mecánicas, que casi nunca funcionaban; y las caras arrasadas de los cientos de personas que emergían del subsuelo y se desparramaban por la ciudad. Muchos días, en uno de los pasadizos más cercanos a la salida, veía yo al mendigo que lo tenía por oficina. Los indigentes se apuestan así: en zonas de uso privativo, donde su jurisdicción no se discute (y, si se discute, se resuelve a bramidos). Era un hombre aún joven, cuya calvicie no parecía el resultado de una pérdida, sino algo añadido, como un casquete, en una silla de ruedas. Allí sentado, exhibía dos piernas embrolladas, cuyas articulaciones habían mudado de lugar: la rótula estaba en el peroné, el escafoides en el calcáneo, el astrágalo en algún rincón sin identificar. Aquellas extremidades destruidas eran finas como pinceles. El mendigo gangoseaba. Pedía, y no dejaba de pedir, «una moneda, por favor». Aquella repetición maquinal se unía a las demás de aquel espacio: también la gente, también yo, éramos una mera repetición, un acto obcecado, sin otro destino que suceder, cada mañana, cada día, en aquella penumbra lechosa, entre olores de basura pegados a las baldosas y al aire. Cuando salía, por fin, al exterior, me esperaba otra fila de menesterosos. En el edificio donde estaba la oficina, se encontraba también el organismo del Estado encargado de garantizar los salarios que hubieran dejado a deber a los empleados las empresas quebradas o clausuradas. No todo el sueldo, desde luego, sino solo aquella parte que les correspondiese, de acuerdo con las leyes empequeñecedoras que regulaban la prestación —y que, además, solo recibirían después de muchos meses de angustiosa espera—. Las leyes están para eso: para coartar, para restringir, para rebañar: para que no nos olvidemos de que estamos sometidos a las necesidades e intereses de seres superiores a nosotros. Yo salía del metro, y la cola de los solicitantes casi llegaba a la entrada de la estación. Y cada día era más larga. Pasaba por delante de una óptica de lujo, una sucursal bancaria y un megacafé de diseño, en cuya terraza se apretujaban, al mediodía, manadas de turistas encantados de pagar un congo por un sándwich de poliuretano o un filete de hacía una semana, reencarnado en albóndiga. Las caras de los que guardaban cola se sucedían como los adoquines de una tapia. Con las manos en los bolsillos y un cigarrillo sombrío en los labios, la mirada de muchos se diluía en las tinieblas encharcadas de la plaza, o moría en el suelo. Algunas se cruzaban con la mía, aunque yo procuraba mantenerla pegada al periódico que había comprado y en cuya lectura me refugiaba. Sentía vergüenza: por tener trabajo, aunque fuese insufrible, cuando aquellos desgraciados no lo tenían; y por haberme podido comprar un periódico, que casi costaba lo que un desayuno. Su lectura, si es que alguna tenían, eran los diarios gratuitos a los que echaban mano en el metro: páginas desteñidas de noticias absurdas, chillonas o irrelevantes. Apenas alguno hablaba con un compañero. Habían de hacer cola porque el CEGAHA —«Centro de Garantía de Haberes»: un nombre, gongorino, en cuyas connotaciones oscuras ningún cerebro de la Administración parecía haber reparado— solo atendía en persona. Y habían de llegar muy pronto, porque su capacidad era limitada y solo si uno estaba entre las primeras decenas de peticionarios gozaría del privilegio de presentar su solicitud o de cumplir cualquiera de los prolijos trámites que exigía el procedimiento. Peor aún me sentía yo al volver a la calle para tomarme un café en la cafetería de al lado. Subía las escaleras con una urgencia entorpecida por la hilera de parados, entraba en la oficina, fichaba y volvía a salir. No había inconveniente en hacerlo así: era la costumbre de todo el mundo, a la que el jefe, que con los años había aprendido, sabiamente, a mirar para otro lado, no ponía reparos. Un café sin prisa, cuando, según el reloj, ya estábamos trabajando, era la forma habitual de empezar el día. Sheila me servía el café humeante, que casi siempre acompañaba con un cruasán, y entonces, en alguno de los aparatosos pero mediocres sillones del piso de arriba, perpetrados por IKEA, podía abandonarme a la lectura del periódico sin la mirada reprobatoria, o simplemente desvalida, de los cegahados. Al regresar a la oficina, había pasado media hora, o cuarenta y cinco minutos, o algunos días de noticias especialmente sustanciosas casi una hora: todo eso que estaba más cerca de irme a casa.