lunes, 27 de marzo de 2023

Tocoloro, de Terence Dooley

La independiente y amazónica editorial Los Papeles de Brighton, creada y dirigida, desde hace ocho años ya, por el poeta y escritor Juan Luis Calbarro, acaba de publicar Tocoloro, una antología bilingüe del poeta inglés Terence Dooley, cuya traducción al español y prólogo han corrido a mi cargo. Terence es más conocido como traductor de poesía española. Experto en la cultura y la literatura españolas, y visitante habitual de nuestro país, ha vertido al inglés obras de Mariano Peyrou, Mario Martín Gijón, Mercedes Cebrián, Jordi Doce y el argentino Daniel Samoilovich, entre otros autores, así como dos libros míos: Selected Poems (2017) y My Father (2021), y la antología que preparé de poemas sobre la ciudad de Londres escritos por poetas españoles de los dos últimos siglos, Streets Where To Walk Is to Embark (2019), todos ellos publicados por la editorial Shearsman. Pese a esta sobresaliente labor como traductor, que le ha valido reconocimientos en su país su versión de Mi padre fue la Translation Choice de la Poetry Book Society el mismo año de su publicación, su tarea como poeta es asimismo destacable, y Tocoloro así lo demuestra.
  
Transcribo a continuación mi prólogo del libro:

Terence Dooley es un traductor distinguido, uno de los más diligentes en verter poetas españoles y en español a un inglés bruñido y dúctil como una plancha de cobre. Pero también —y me atrevo a decir que fundamentalmente, pese a su dilatada labor como traductor— es poeta. Un poeta minucioso y libérrimo, que construye poemas con la precisión de un calígrafo japonés, pero sin renunciar a la ironía, como buen inglés, ni al misterio, como buen poeta. 

En Tocoloro, esta antología de su poesía reciente, muchos poemas hablan de los pequeños sucesos que componen la realidad cotidiana: mirar un escaparate, visitar al dentista, subir a un autobús, curiosear en un mercadillo, echar una siesta. Sin embargo, Dooley se mete en cada uno de esos modestos acontecimientos como por un túnel que condujera a la luz. Tras los gestos domésticos y las breves hazañas de todos los días, se esconde lo inesperado, lo desconocido, lo fantástico; y un caudal de sentimientos, como una corriente subterránea, al que el poeta accede —y al que permite que nosotros accedamos— como un espeleólogo que se deslizase por las galerías en penumbra de una espelunca. En esa investigación entrañada, su mayor descubrimiento es la condición incierta, contradictoria, de la intimidad, en la que se abrazan el entusiasmo y la indiferencia, el rapto y el sueño, la negrura y la luz. Así concluye «La pinacoteca de los viejos», que se desarrolla en el Museo del Prado: con el deseo del yo poético de andar por «el museo nunca visitado del pasado» y asomarse al «claroscuro del corazón». 

Dooley practica ejemplarmente la inducción: pasa de lo concreto a lo general, siendo lo general lo singular de su espíritu y lo irrepetible, lo perecedero, de cuanto sucede. Entonces encuentra, y encontramos también los lectores, una conciencia que se interroga; o que se reviste de añoranza; o que escruta el amor pasado, o perdido, o presente; o que critica, con humor sutil y británico estoicismo. Una conciencia que desea alcanzar «el porqué de ello», como se titula uno de los poemas (y el libro, The Why of It, que Dooley publicó en 2016), pero que no está segura de lograrlo. Un agujero en los pantalones, por ejemplo, le suscita una acuciosa reflexión sobre el tiempo y el desmoronamiento del ser. O un viaje en autobús (el 73) le permite vislumbrar un amor y lamentarse por no haberlo vivido. Las viñetas se suceden, pues, acarreando la realidad exterior y también la realidad interior que su contemplación y su análisis desvelan. Son instantáneas verbales cuyo ángulo se amplía conforme nos adentramos en ellas. Y una incertidumbre sobrecogedora, que se desprende no solo de un juicio inevitablemente suspenso, sino también de las elipsis con las que gusta de construir su pensamiento, envuelve los versos, que no esconden su fragilidad, sino que la exponen, desnuda, casi amniótica: son obra de alguien que tiembla al descubrirse y tiembla al mirar el mundo, como temblamos todos.

En Tocoloro, lo percibido se desmenuza en una multitud de facetas, como si las cosas se descompusieran en cristales al recibir la mirada de quien las contempla. Terence Dooley es un gran descriptor: exacto y detallista, pero sin que ni la exactitud ni el detalle le impidan comprender los rasgos esenciales de lo que describe. En sus manos, la realidad se revela compuesta por innumerables piezas, o teselas, o aristas, todas caótica pero hermosamente articuladas por la mirada interrogativa del poeta. Una articulación que pasa por una sintaxis insumisa, algo no demasiado frecuente en la poesía inglesa, que es mayormente pragmática y considera descorteses los inconformismos sintácticos. Terence Dooley, en cambio, acentúa a veces los giros anómalos, las torceduras expresivas, para subrayar el dolor o el desconcierto de lo dicho. En algunas series de Tocoloro, como «Siberian Violets», la sintaxis, intrincada pero nunca hostil, refuerza el timbre experimental. El poeta se dirige a menudo a un tú que es la amada, pero que también puede ser él mismo, duplicado, enajenado. Y le gusta pormenorizar paisajes: de la campiña inglesa, de las ciudades en las que vive y ha vivido, de lugares en Francia y de lugares, sobre todo, en España, de la que tratan varios de los poemas de Tocoloro. El mar, tan importante en la cultura y la historia de las islas Británicas y en la propia vida del autor, que vive en Cornualles, un rincón marítimo, es otro asunto de la poesía de Dooley. A todo acude con el escalpelo de un discurso escrupuloso. Su mirada barre la anodinia circunstante y desnuda lo que ha enterrado en las honduras del yo el aluvión sucesivo de los años. El paso del tiempo y la melancolía que procura —los relojes abundan en Tocoloro— ocupan los versos de Terence Dooley, como ocupan la poesía occidental desde hace siglos. Pero en su contemplación no hay alarma; es discreta, templada, analítica, estremecida. Sus palabras descorren el velo de un alma guarecida en el lenguaje, pero arrebatada por el asombro y la turbación de vivir.

Este es el primer poema del libro:

HABITACIONES ROJAS

He llegado a preguntarme dónde guardo el corazón,
cuántas cicatrices tiene, cuánto pesa,
si aún transporta la maravillosa carga
de los sentimientos que he grabado en él, su forma
de perseguir lo inalcanzable
o de quedarse atrás, desanimado por la carrera,
con el extraño dolor de perder el aliento, y, sí,
he llegado a preguntarme qué hace
cuando me ausento de él, esclavo del sueño,
o al despertarme, por qué lo cojo y lo miro
y recorro sus habitaciones rojas, palpitantes,
y cuento cuatro, y luego cinco:
la quinta habitación del corazón, la que nadie observa,
la habitación invernal, el corazón del vacío.

RED ROOMS

I came to wonder where I keep my heart
how scarred it has become, how much it weighs
and if indeed it bears the lovely freight
of feeling I have etched in it, the ways
it scurries after what it cannot have
or lags behind discouraged by the chase
with this strange ache of breathlessness, and yes
I came to wonder how my heart behaves
when I am absent from it, slave to sleep
or waking why I grasp it and I prove
and peer into its red pulsating rooms
and count to four, then reckon up to five:
the heart’s fifth room, the watch that no-one keeps
the winter room the heart of emptiness.



https://lospapelesdebrighton.com/2023/03/14/terence-dooley-tocoloro/

miércoles, 22 de marzo de 2023

Una entrevista en MAKMA: "Escribir no es solo un modo de mirar el mundo, sino de sobrevivir a él"

Hombre solo, así ha titulado Eduardo Moga su último libro de poemas, publicado por Huerga & Fierro (2022); y desde esa soledad es desde la que se sitúa el autor para ponerle palabras a aquello que lo rodea y nos rodea a todos. Palabras que van discurriendo en cascada, que como una corriente de agua va generando meandros, curvas y recodos por los que transitamos conforme avanzan los versos. 

Poemas largos –muy largos algunos–, pues, como explica Moga, es su modo de intentar entender las cosas, de intentar manejar un ensayo y error basado en ideas y palabras en constante tensión que, finalmente, han terminado por transformar la soledad del hombre en palabra y hacerlo decir “escribir soy yo”, sin nada más que añadir. A partir de la lectura de Hombre solo han surgido unos apuntes y preguntas que el autor ha respondido dirigiéndonos hacia su intención primera.

Rocío Rojas-Marcos: A lo largo del poemario discurres por los entresijos del conflicto interno. Debates con el reflejo en el espejo de un hombre solo que intenta reconocerse. ¿Dónde mirabas al escribir?

Eduardo Moga: Hacia dentro y hacia fuera: hacia todas partes. Para que todo se juntara en un punto sanador en el que confluyesen la conciencia y lo que la rodeaba, el yo y el mundo.

R. R.-M.: La obra está dividida en ocho partes, compuesta por poemas muy largos, en los que fluye una poética que tiende a lo discursivo mientras avanzas. ¿Cómo planteas esa forma poética a la hora de abordar la soledad del hombre solo que vertebra estas páginas?

E. M.: Me gusta el poema largo. Siempre me ha gustado. Me da la oportunidad de desarrollar el pensamiento: de encontrarlo en los versos. Mi poesía tiende a ser discursiva –aunque también he practicado la poesía breve o muy breve: haikus, décimas, sonetos, poemas compuestos por unos pocos versículos–, porque me gusta andar por las vueltas y revueltas del lenguaje y de la realidad, que son las mismas que damos en la vida: me permite comprender las cosas, o por lo menos entreverlas. 

Además, el poema largo es más amable para quien lo escribe (y espero que también para quien lo lee): te permite equivocarte, divagar, abrir puertas y claraboyas, asomarte a zonas en sombra, explorar músicas diversas, retroceder, avanzar. La poesía ha de ser un río –fluir, formar meandros, acelerarse en rápidos, remansarse–, pero también una casa: esa fluencia debe ser arquitectónica, no informe; ha de tener el cauce, la solidez de una construcción rítmicamente asentada.

R. R.-M.: El libro tiene un recorrido de introspección interesante. Al leerlo, vamos desde Paseando por la ciudad” hasta Ventajas e inconvenientes del suicidio”, parte final esta que abordas casi con humor, a pesar del tema. ¿Ha sido ese también el proceso de escritura? ¿Has sentido esa necesidad de ir mirando hacia dentro?

E. M.: Como te decía en mi primera respuesta, mi poesía es siempre un ejercicio de introspección, de comprender al que camina conmigo dentro de mí, pero también un examen del mundo, que es el que abre –o ciega– las sendas por las que me muevo (y se mueve). En esa doble mirada simultánea, trato de establecer una alianza entre ambos: lo que siento y lo que es. 

Los dos se condicionan y penetran: la conciencia sesga la visión de lo exterior; pero lo que está fuera de mí me permea y, muchas veces, me domina. Es un diálogo conflictivo, que no estoy seguro de que tenga solución. Cernuda lo sintetizó en un binomio insuperable: la realidad y el deseo.

R. R.-M.: Son poemas de catarsis en los que, volviendo al Hombre solo del título, vemos cómo va intentado reconocerse. Desde el primer verso (Hoy es una tarde como otra cualquiera. El sol entibia...”), desde esa tarde cualquiera despliegas un mundo propio arduo por el que transitas. ¿Había que llegar a algún sitio? ¿Esa tarde cualquiera es tu metáfora de la vida?

E. M.: No hay que llegar a ningún sitio. Mas aún, dudo de que haya algún sitio al que llegar. Se trata de vivir, sin que vivir te destruya; de eso ya se encarga la muerte. Se trata de aceptar lo que nos pasa como una fatalidad inevitable e inexplicable, y de que somos seres de incertidumbre. 

Pero, por eso mismo, se trata también de extraer lo que se pueda de los momentos –los años– que nos han sido dados y disfrutar de los placeres del cuerpo, de las palabras, de la inteligencia, de la fraternidad. 

Una tarde cualquiera, sí, es una metáfora de mi vida, pero también de la vida de todos. Siempre estamos en una tarde cualquiera; todas las tardes son cualquiera. Nosotros somos cualquiera. En esa provisionalidad y ese anonimato existimos.

R. R.-M.: La segunda parte del poemario,“Variaciones sobre el dolor invariable”, se inicia con un largo poema en prosa. De frases rápidas, angustiosas por el vértigo que van provocando al leerlas. Es un texto que desde el vocabulario nos adentra en el dolor que va a recorrer el resto de las páginas. ¿Es ese dolor invariable el motor de esta obra?

E. M.: El motor de la obra es la soledad, entendida como separación de los demás (y hasta de uno mismo) y de cuanto contiene el mundo, primigenia, radical e inerradicable, a pesar de las cataplasmas que aplicamos: el amor, el arte, la vida en sociedad. De eso se desprende el dolor, sí. Pero el dolor es efecto, no causa del malestar. El dolor es la materialización de la soledad: su traducción sensorial.

R. R.-M.: En el poema Autobiografía sentimental” utilizas unas variaciones tipográficas que van estableciendo diferencias en la lectura y que nos hace entender la presencia de varias voces que van tomándose la palabra para ir creando lo que parece una autobiografía coral. ¿Cuál era tu deseo en este poema? ¿Qué hay de autobiografía a varias voces en él?

E. M.: En “Autobiografía sentimental”, la distinta tipografía expresa no las distintas voces, sino los distintos personajes del poema: sus distintas protagonistas, aunque cada una determina un tono diferente, unas inflexiones particulares en el discurso. 

Me interesa lo coral, aunque sea, como en este caso, un coro limitado de cuatro caracteres, porque lo coral aúna, junta lo disperso, reduce la separación entre los seres. La palabra “autobiografía”, no obstante, no hay que entenderla en sentido literal, sino poético, es decir, metafórico. Expresa no tanto una realidad vivida cuanto una realidad deseada; mezcla lo sucedido y lo imaginado.   

R. R.-M.: La quinta parte está dedicada a Escribir, así la titulas. En ese recorrido de introspección al que antes me refería, esta parte parece hacer de bisagra. ¿Es la escritura el punto central del libro y por tanto del modo de mirar el mundo que te rodea?

E. M.: Escribir soy yo: no solo lo que hago, sino también, y más importante, lo que me estructura y me permite sentirme asentado, aunque siempre inestablemente, en el mundo. Escribir me justifica. Un escritor es alguien que escribe. Sin más, pero tampoco menos. 

Yo oriento, inconscientemente, todo lo que siento, todo lo que pienso, hacia la escritura. En ella desemboca cuanto vivo. Y me protege: no importa lo que me pase, por malo que sea. Si lo escribo, lo encapsulo, lo desactivo, lo sublimo. Escribir no es solo un modo de mirar el mundo, sino de sobrevivir a él.

R. R.-M.: Y para cerrar el libro, Ventajas e inconvenientes del suicidio”, una sección dividida a su vez en dos poemas, de los cuales las ventajas se componen de un texto de versos muy largos, todos comenzando con un No” en mayúsculas muy invasivo, menos el último de los versos, que dice: Dejaría de tener esperanza, esa mala puta”. En cambio, para terminar con los inconvenientes del suicidio escribes: Me salen más ventajas que inconvenientes”,  y retomo esa idea anterior de estar lidiando con un asunto tan espinoso, pero valiéndote de la ironía para afrontarlo con la distancia necesaria. ¿Es ese el final? ¿Es esa la desazón última?

E. M.: Como dice el epígrafe del poema, el suicidio es el único problema filosófico verdaderamente serio. Lo decía Camus y tenía razón, como siempre. Yo me lo he planteado muchas veces, aunque no he llegado a ninguna conclusión, supongo que por exigencia del instinto de conservación (y de conversación). 

Por otra parte, con los problemas filosóficos verdaderamente serios es imposible llegar a ninguna conclusión; si no, dejarían de serlo. Por eso en el poema hago constar ventajas e inconvenientes, sin resolver la duda, aunque tiendo a inclinarme (intelectualmente) por las primeras. Y subrayo que no son dos poemas distintos, sino un solo poema, con dos partes. 

Si lo pensamos bien, qué absurdo es vivir: un chispazo entre dos inexistencias, como dice Gamoneda. Aparecemos en este mundo sin haberlo pedido, crecemos, enfermamos, envejecemos, sufrimos como cabrones y, al final de unos cuantos años, que son siempre una nada infinitesimal en la inconmensurabilidad del tiempo, nos morimos, casi siempre contra nuestra voluntad. ¿Tiene esto sentido? ¿Vale la pena? Y tener esperanza es una putada, porque la esperanza te induce a soportar lo que vives, que puede ser horroroso, que puede ser insufrible. 

El suicido acaba con la coacción, casi siempre injustificada, de la esperanza. Pero mientras todo esto sucede (la esperanza, que te impulsa a seguir, la jodida; el suicidio, que te hace gestos con un dedo sonriente para que te acerques), la ironía –el humor– nos ayuda en el tránsito, y no solo el intestinal. Es uno de los pocos mecanismos que funcionan, al menos para mí. 

Durante mucho tiempo, mi poesía ha sido grave y melancólica. Pero en la prosa –la que leo y la que escribo– he descubierto el consuelo del humor, y he intentado trasladarlo, en mis últimos libros, a algunas zonas de mi poesía. Me siento a gusto con ella, aunque no se me escape que es otro producto de la derrota: ironizamos porque no podemos vencer; nos burlamos de lo que nos duele, porque así nos duele un poco menos. Pero no deja de dolernos.

[Rocío Rojas-Marcos es colaboradora de MAKMA, escritora, poeta y profesora de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad de Sevilla]

[Esta entrevista se publicó en MAKMA. Revista de Artes Visuales y Cultura Contemporánea el 6 de marzo de 2023: https://www.makma.net/eduardo-moga-hombre-solo/]

viernes, 17 de marzo de 2023

La destrucción de la mariposa

Ayer por la tarde, cuando estaba escribiendo en casa, me llamó Jordi, poeta y amigo, para invitarme a la ópera: en el Teatro Auditorio de Sant Cugat se representaba Madama Butterfly, de Puccini. Acepté, aunque —debo admitir— tras un momento de vacilación: la ópera es el arte al que menos llamado me siento. Me emocionan una buena aria o un coro memorable, pero nunca me he sobrepuesto a la inverosimilitud del espectáculo (¿por qué dicen lo que dicen cantando?) ni a la grandilocuencia de los libretos. Y entre arias y coros suele haber largas, muy largas escenas dialogadas cuya magnificencia, o siquiera encanto, se me escapa. Nunca me he dormido en el cine o el teatro; en la ópera, en cambio, he descabezado algún sueñecito. Y con algunos compositores, como Wagner (que es «imbatible», me dice Jordi; «sí, Hitler pensaba lo mismo», le respondo yo), me pasa como a Woody Allen: cuando lo oigo, me dan ganas de invadir Polonia. No obstante, acudí con ilusión al Teatro Auditorio en compañía de mi amigo y ocupamos dos asientos, inevitablemente estrechos, en la fila dieciséis, la última de la platea. La lejanía del escenario se compensaba con la proximidad al guardarropía, donde habíamos dejado los abrigos —ayer hacía frío en Sant Cugat—, lo que nos ahorraría una cola soviética al salir y recogerlos: el teatro estaba de bote en bote.

Madama Butterfly (cuyo título siempre me recuerda una escena de cierta película en la que un policía amenaza a un detenido al que está interrogando: «¡Vas a cantar más que madame Butterfly!») se estrenó en la Scala de Milán en 1904 y fue un rotundo fracaso: el público insultó al compositor y a los intérpretes, y cubrió el escenario de hortalizas (y alguna piedra), como en los mejores tiempos de Shakespeare y Lope. Puccini, un genio sensible a las inclinaciones de la gente, entendió el mensaje —no era difícil— y modificó la obra: dividió el segundo acto en dos, introdujo cambios importantes en el argumento y afinó la música. Apenas tres meses más tarde, la nueva versión, estrenada en Brescia, conquistó a la audiencia, ya para siempre.

La ópera se desarrolla en Nagasaki, la ciudad que los norteamericanos arrasarían con una bomba nuclear cuarenta años después, y cuenta una historia de manipulación y amor. La manipulación corre a cargo del perverso galán, el teniente de marina Benjamin Franklin Pinkerton (cuyo nombre evoca a presidentes y detectives), que ha comprado una casa y también una geisha japonesa de quince años, llamada Cio-Cio-San (que se pronuncia chocho san, lo suena poco elegante a oídos españoles), con la que planea casarse para entretenerse, porque con quien espera unirse de verdad, cuando vuelva a su país, es con una mujer americana. El amor, por su parte, lo aporta Cio-Cio-San, también llamada Butterfly —‘mariposa’— (porque a las mariposas se las clava en un corcho para admirarlas y coleccionarlas), que se enamora del desaprensivo Pinkerton y se entrega a él en la noche de bodas, una escena cuya descripción verista habría sido muy estimulante, pero que el pudoroso Puccini nos escamotea, permitiendo solo un insulso juego de sombras detrás de un biombo. De este encuentro nace un niño, que cuidará madama Butterfly, mientras Pinkerton vuelve a los Estados Unidos y, en efecto, se casa. Al cabo de tres años, el teniente vuelve a Nagasaki, para felicidad de Cio-Cio-San, que no sabe de la bigamia de su amado ni que este ha regresado con su (otra) mujer. Al enterarse, loca de amor y devastada por la traición, la Butterfly se suicida por el acreditado método japonés de clavarse un wakizashi—una katana corta— en el pecho.

En el conflicto con la verosimilitud que mantengo desde siempre con la ópera, Madama Butterfly aporta algunas razones. Cio-Cio-San tiene quince años: quindici. Todos lo hemos oído bien, aunque no sepamos italiano. Pero quien la representa, Carmen Solís, de Badajoz —una soprano excepcional—, tienes bastantes más, muchos más, y un cuerpo que no se corresponde con el de una adolescente, ni japonesa ni española. De hecho, en las muchas ocasiones en que la protagonista, arrodillada o caída (madama Butterfly propende a expresar su entusiasmo o su dolor cayendo de hinojos o desplomándose en las tablas), y vestida con un monumental kimono, tiene que levantarse del suelo, lo hace sin ninguna agilidad adolescente y ha de ser ayudada, sutilmente, por otro intérprete. Uno se imagina a la robusta Caballé en el papel de Cio-Cio-San —aunque no hay que imaginarse: puede verse en internet— y la distancia entre el personaje y su actriz se vuelve irresoluble.

En la escena de la boda entre Cio-Cio-San y Pinkerton, los oficiantes de la ceremonia se aseguran de que él se case por su propia voluntad y ella, con el permiso de sus parientes. Durante más de un siglo, a esta distinción no se le ha otorgado más importancia que la de reflejar las condiciones en las que se casaban hombres y mujeres en Oriente (y también en Occidente). Pero me pregunto si hoy no autorizarán a algún cenutrio —o cenutria— a pedir que se modifique o suprima el pasaje, es decir, que se censure, dada la inicua desigualdad que refleja. Por no hablar del hecho de que un treintañero despose a una niña…

Madama Butterfly expone, por otra parte, una idea fundamental, pero que hoy se encuentra en peligro, amenazada por las nuevas formas de relación sentimental que está alumbrando la conciencia contemporánea (aunque espero que esta amenaza no la abata, sino que la aparte sin destruirla; que la confíe al subsuelo psíquico, desde donde pueda seguir nutriéndonos): el amor lo es todo; nada prevalece frente a él. Cio-Cio-San renuncia a su fe y se convierte al cristianismo, la religión del fraudulento Pinkerton (un tío bonzo aparece en escena en el primer acto para maldecirla por ello: será para siempre una renegada); también está dispuesta a abandonar su patria y marcharse con su marido a América; ni siquiera su hijo, que la fiel sirvienta Suzuki arroja en sus brazos para disuadirla de suicidarse, la aparta de su propósito; y, en fin, Cio-Cio-San se mata (cumpliendo así la teoría de que toda ópera cuenta la historia de tres que se aman y uno que se suicida): la vida, el magnético hecho de vivir, no basta para retenerla en un mundo sin amor. La hipérbole de esta visión es de tal magnitud que todas las inverosimilitudes de la historia o el espectáculo se disuelven en su fuerza trascendente, en su explosión sensual, en su pureza absoluta. Madama Butterfly es un canto inigualado al amor y por eso perdura, aunque yo no beba los vientos por la ópera.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 11 de marzo de 2023]

sábado, 11 de marzo de 2023

De la izquierda al neofascismo

La deriva ideológica de muchos intelectuales españoles —y de todas partes, en realidad— siempre me ha llamado la atención. Personas que destacaron, en su juventud, por un pensamiento (y una práctica) de izquierdas se convierten, cuando alcanzan la edad madura o, más frecuentemente, la edad senecta, en conservadores acérrimos e incluso en pugnaces adalides de la reacción. El ejemplo más visible de esta tenebrosa evolución es Fernando Savater, que ha mudado del pensamiento libertario —expuesto con admirable contundencia en títulos tan elocuentes como La filosofía como anhelo de la revolución o Para la anarquía y otros enfrentamientos— a militar en UPyD, aquel engendro de la exsocialista Rosa Díez, y a pedir después el voto para la cognitivamente limitada y dudosamente ácrata Isabel Díaz Ayuso (a la que teledirige el faccioso Miguel Ángel Rodríguez) en las páginas de El País (un medio socialdemócrata que admite como colaboradores a reaccionarios sobrevenidos como el propio Savater o, quién nos lo iba a decir, el mismísimo Juan Luis Cebrián, director muchos años del periódico). Savater, que, a pesar de su mudanza, ha conservado siempre un fondo de racionalidad, tuvo la objetividad de reconocerla y la gentileza de anunciarla. En La tarea del héroe, escribe: «He sido un revolucionario sin ira; espero ser un conservador sin vileza». Y cuando alguien le ha reprochado su tránsito (intelectual e intestinal) a la derecha, él ha respondido así: "Si la realidad cambia, mis ideas también. ¿Las suyas no?". O algo parecido. Que haya obrado en dicha defección con vileza o no es asunto debatible. Pero su reciente propensión a secundar las posiciones más radicales y sectarias de la derecha patria lo acerca, no sé si a la vileza, pero sí al energumenismo. Hay otros casos insignes de derechización política y existencial. El de Federico Jiménez Losantos —este sí, instalado desde hace décadas en la iracundia más enloquecida y, cabe decir, en un neofascismo perentorio: era VOX antes de VOX— sobresale también por la virulencia de su mutación: de la maoísta Organización Comunista de España (Bandera Roja) al nacionalismo mussoliniano (español, por supuesto) y el insulto permanente de cuanto esté más allá de la facción más conservadora del PP. Más ejemplos. Pío Moa, hoy sedicente historiador, fue uno de los fundadores de la organización terrorista marxista-leninista GRAPO y participó en varias de sus acciones, como el atraco a un banco en el que un policía fue asesinado por otro de los asaltantes, y el secuestro del teniente general Emilio Villaescusa. Luego, el poco pío Pío dio un giro copernicano y se convirtió en hagiógrafo de Franco y corifeo de su dictadura, y ahora anda investigando la Reconquista, el momento seminal del nacimiento de ese gran país, de ese país inigualable —y que tantos grandes hijos, como él mismo, ha dado— que es España. Jon Juaristi, pésimo poeta (también escribe versos Jiménez Losantos, aunque los suyos, por increíble que parezca, no son malos), se inició también en la política militando en organizaciones terroristas, en su caso, ETA. Luego, según se iba de(sen)cantando de unos y otros, ha pasado por ETA-VI Asamblea, una escisión obrerista de la organización; la trotskista Liga Comunista Revolucionaria, con la que ETA-VI Asamblea se fusionó; el Partido Comunista de Euskadi (PCE-EPK); Euzkadiko Ezkerra, con el que se fusionó el PCE-EPK; el Partido Socialista Obrero Español; y, desde 2006, es miembro del Patronato de Honor de la Fundación DANAES, cuyo objetivo, el faro que guía su impagable labor, es "la defensa de la Nación Española", una organización simbiótica con VOX. Albert Boadella, ese caricato hiperventilado que se ganó la fama con La Torna, una brutal sátira del Ejército, que le valió un consejo de guerra en 1977, entre otras comedias críticas con Franco y su dictadura sanguinaria, renunció a su constante oposición al poder, de la que tanto blasonaba, cuando aceptó ser director artístico de los Teatros del Canal entre 2009 y 2016, es decir, cuando se hizo paniaguado de Esperanza Aguirre, madre putativa de Isabel Díaz Ayuso y su casticismo pijo-facha (a cuyo lado se deja ver con una sonrisa dentífrica y muy sentidos vivas a España). Ramón Tamames, pese a sus 89 años, es el más actual de estos intelectuales (o no) tránsfugas de la izquierda. Militante muchos años del Partido Comunista de España, de cuyo Comité Ejecutivo fue miembro, y partícipe luego en la fundación de Izquierda Unida, en 1989 dio un salto mortal hasta el Centro Democrático y Social, el agónico invento de Adolfo Suárez para sobrevivirse, y poco después abandonó la política. Hoy, ataviado con fulares chillones e inverosímiles camisas (a las que también es aficionado Fernando Savater: debe de ser un rasgo común a los desertores de la izquierda), resurge de la mano de VOX para encabezar la charlotada de la moción de censura que este partido ha presentado contra el gobierno socialista. Hay muchos más ejemplos: Félix de Azúa, que ha dicho que votará a Ciudadanos hasta la muerte, incluso aunque el partido haya desaparecido (de hecho, el partido ya ha desaparecido); Fernando Sánchez Dragó, el autor del magnífico Gárgoris y Habidis, hoy feliz adlátere de Santiago Abascal; o Hermann Tertsch, militante del Partido Comunista de Euskadi en su juventud y colaborador muchos años de El País, y en la actualidad diputado colmilludo de VOX en el Parlamento Europeo (aunque, en este caso, de casta le viene al galgo el ser rabilargo: Tertsch es hijo de un nazi austríaco).
    Mucho menos frecuente es el viaje contrario: de la derecha recalcitrante a la izquierda más pétrea. Yo solo conozco un caso: el de Jorge Verstrynge (otro hijo de nazis, por cierto: su padre fue seguidor del hitleriano belga Leon Degrelle), que de joven estuvo vinculado a grupos neonazis y los Guerrilleros de Cristo Rey, luego se afilió a Alianza Popular, de la que fue diputado varios años y secretario general entre 1979 y 1986, y por fin, tras un breve paso por el Centro Democrático y Social, saltó cada vez más a la izquierda: PSOE, PCE, Izquierda Unida y, hoy, Podemos. Hay otro ejemplo, este de carácter histórico: el de Dionisio Ridruejo, excelente poeta, pero también fascista y falangista redomado, divisionista azul por convicción y jefe de la propaganda franquista durante la Guerra Civil, que rompe con el Régimen poco después de su triunfo y progresa, en un tránsito muy prolongado pero inequívoco, hasta la socialdemocracia. A título personal, conozco otro caso de mudanza político-vital del conservadurismo al progresismo: un buen amigo mío, cántabro y asimismo poeta, hijo de una influyente familia altoburguesa de Santander, licenciado en Derecho, militante del Partido Popular y católico, que, joven todavía, abandona la derecha con armas y bagajes y transforma su vida: sale del armario, se da de baja del PP y de alta en el PSOE, se quita de la Iglesia y abandona el Derecho, para hacerse músico y bibliotecario, además de poeta.
    La evolución ideológica no es un delito ni un pecado. Todos tenemos derecho a cambiar de opinión. Es más, hacerlo puede ser necesario si, en efecto, las circunstancias han dado un vuelco total o uno mismo pasa a experimentar la vida de una forma distinta a como lo ha hecho hasta cierto momento, y eso requiere una adecuación del pensamiento a los nuevos valores que lo animan. Sin embargo, lo que sorprende de los casos de izquierdistas vueltos derechistas antes mencionados (y de Jorge Verstrynge) es su radicalidad: el hecho de que ese cambio se haya producido de un extremo del arco político, caracterizado por su ferocidad reivindicativa y su pensamiento totalitario, al otro, caracterizado por una ferocidad reivindicativa aún mayor y un pensamiento no ya totalitario, sino abiertamente fascista. Parece como si el problema no estuviera en el contenido de las ideas que defienden, sino en la propia mente de quien las defiende; como si esa mente necesitara un molde absoluto, un sostén inflexible, la negación absoluta de la incertidumbre que esa ideología supone. Es llamativo también que, habiéndose dado cuenta de lo equivocado y arbitrario que era el totalitarismo que suscribían, practiquen ahora otro con idéntica o aún mayor ferocidad; que aquella antigua radicalidad no los haya vacunado contra la nueva; que se hayan olvidado de la ceguera con la que vivieron su primera experiencia (cuando estaban convencidos de estar en posesión de la verdad y dispuestos a enfrentarse hasta físicamente con quien no la compartiera) y vuelvan a mostrarse ciegos en la última; que no sospechen que la certeza abrasadora con la que abrazan ahora sus verdades diestras es tan falsa como la que sintieron cuando, jóvenes, felices e indocumentados, abrazaron las verdades siniestras. Todos se comportan con una violencia corregida y aumentada: haberse caído del caballo, como San Pablo, no los disuade de montar otro caballo aún más desenfrenado ni los persuade de que, a lo mejor, la causa de semejante desenfreno —y de la caída— no son los caballos, sino ellos mismos: su propio cerebro, ávido de seguridades, de rotundidades, de infalibilidades, que los eximan de razonar y, aún más importante, de dudar; que los eximan del miedo.

domingo, 5 de marzo de 2023

Elogio del disidente

El disidente es alguien que dice no. Su no hace el mismo ruido que un nadador que nada a contracorriente o un cocinero que saca algo del aceite hirviendo. El disidente no solo discrepa: el disidente se niega a no discrepar. Su no obedece a un impulso tan sensible como cerebral: es un no recio como la caoba, lujurioso como un beso sin engaño, seguro de su razón de ser no. Su no se afirma ante el obsequioso sí y también ante una pléyade de noes indecisos: el no agnóstico, acomodaticio y cobardón, que se dice incapaz de saber si sí; el no falaz, que se escabulle de un sí vergonzante; el no agarrotado, al que le tiemblan las rodillas y se le erizan los pelillos del cogote; el no que aún no ha salido del armario, incapaz de asumir su honorable condición de no. El disidente pronuncia un no que es un no al mundo y a las criaturas del mundo, representadas por la instancia, doctrina, credo u organismo al que dice no. El disidente recuerda, con su no desembarazado, con su no sin afueras ni penumbras ni fronteras, que la vida ofrece siempre más posibilidades que las que la realidad nos pone delante. La masa, cree el disidente, no es un interlocutor válido, sino minusválido. La masa siempre dice que sí, aunque se oponga. Y ese sí nos atrapa como un pozo, nos engulle como una ameba, nos destruye, aunque parezca que nos confirme. El disidente escapa de la oscuridad del aljibe aferrándose a su debilidad: convirtiendo la flaqueza en determinación. Y derrota a la ameba diciendo solo que no: no nado en tu aguazal; no comparto tu ectoplasma; no soy otro, sino yo; no soy yo, sino todo. Su no es un sí que nos aleja de los senderos pisoteados por la grey: sí a la bifurcación, sí al error, sí a la incerteza, sí a la soledad luminosa, aunque tajante, de la que surge el no. El disidente arraiga en el no, como en un humus fecunda, para que no lo arrastre la renuncia, para que los transeúntes, adormecidos por la adhesión, y cuantos trafican con la concordia, administradores de la catalepsis, no lo sepulten en la unanimidad.  El disidente cree en todo lo que no. El disidente desconfía de la razón invulnerable y los problemas sin solución. Al disidente lo entristece el vasallaje y lo estimula la subversión; es más: al disidente, insubordinarse se la pone dura. Su no contiene el latido y expulsa la mansedumbre. El disidente no se deja seducir por cantos de sirena: sabe que la armonía es narcótica y que su objetivo es encarcelarnos en el extravío. El disidente dice no para advertirnos de que aún no nos hemos sumado al concierto de la nada y de que conviene seguir disintiendo, aunque eso nos indisponga con nosotros mismos. El no del disidente llama a la indisciplina y al amor, porque la única sensatez es el disparate. El no del disidente no revela convicciones, sino incertidumbres, y eso lo salva; y a todos, porque nos redime del suplicio de las doctrinas y la inanidad de la obediencia.

martes, 28 de febrero de 2023

El Miami Design District: un barrio muy artístico

Miami tiene un barrio del diseño, el Miami Design District, un lujoso rincón enclavado entre barrios pobres: al norte linda con Little Haiti, donde llevan décadas hacinándose los emigrados del desventurado país caribeño, y al oeste, con otro vecindario de escaso glamur, ante cuyas casas —unifamiliares, eso sí— se sienta la gente, casi toda negra, en sillas de camping, para charlar y echar el rato. Pero, dentro de los límites del barrio, entre las calles 38 y 42 de la zona de Buena Vista, al norte de la ciudad, reina la opulencia. El Miami Design District alberga 130 establecimientos, entre salas de exposiciones, tiendas de moda, estudios de arquitectura, anticuarios, museos, bares y restaurantes, a cuál más chic, a cuál más obscenamente caro. Con la rehabilitación del languideciente barrio a finales de los noventa, se quiso maridar el arte y el comercio, y parece que lo han logrado: aquí se muestran inextricablemente unidos. Pero el arte no solo está en las galerías y pinacotecas, una de las cuales, el Instituto de Arte Contemporáneo, ha sido diseñado por arquitectos españoles —Aranguren & Gallego—, sino en las propias calles del barrio. Cuando lo visitamos, una colección de animales azules se despliega en las aceras. En Palm Court (que también acoge palmeras con el tronco pintado a colores, a lo Ibarrola, y platos, también polícromos, colgando de las ramas) encontramos, delante de una gigantesca burbuja situada en el centro de un estanque (en la que se puede entrar, y que conduce a un aparcamiento subterráneo), un rinoceronte azul con una rinocerontito, también azul, en el cuerno; en Paradise Plaza, al otro extremo del district, nos espera un elefante con un oso dormido en el lomo (y una menina de amatista, que forma parte de otra colección); y en el Paseo Ponti, la avenida peatonal que constituye el eje del barrio y que lo recorre de un extremo a otro, nos sorprende un gorila, inevitablemente azul, que abraza (y besa) a un cisne. Lo peculiar de esta pieza es que, vista desde un lado, el perfil que componen el simio y el cuello del ave parece otra cosa: un ejercicio de autosatisfacción practicado por un primate espectacularmente dotado. El arte tiene estas cosas: siempre ofrece nuevas interpretaciones, nuevas lecturas.

Seguimos nuestro paseo por el barrio, admirando la suntuosidad de los escaparates de Cartier, Bulgari, Givenchy, Balenciaga, Hermès o Ximena Kavalekas, entre muchas otras marcas internacionales, aunque mi compañera, que ha trabajado en una gran casa de cosmética, me dice que no es oro todo lo que reluce: el perfume Creed, por ejemplo, una botellita del cual puede valer 600 dólares, huele a rayos. Durante nuestro paseo, cruzan las calles deportivos que parecen naves espaciales y motos como transatlánticos, ambos ruidosísimos, y también mucha policía, tanto local como privada: los americanos protegen ferozmente la riqueza. En otro lugar, damos con una marquesina bajo la que descansa un esqueleto: parece que se hubiera muerto esperando el autobús. No sabemos quién es el autor de la instalación, pero probablemente sea cubano: en Cuba la gente se muere esperando el autobús. En la planta superior de Palm Court, también admiramos el enorme torso azul celeste de alguien que emerge del suelo y escribe en él. Yo, sin saber de quién se trata, asumo que es un escritor y me hago fotografiar entre sus brazos, sin que la toma tenga nada de erótica, aunque sí algo de fetichista. (Me temo que no ha sido una buena idea: me he puesto en cuclillas, y me cuesta un mundo resistir el tiempo que tarda mi compañera en pulsar el disparador y luego levantarme; ah, yo quisiera, como Pereda, aprender a arrastrar con valentía la cruz de mis dolores). Pero estoy equivocado: el personaje representado es Le Corbusier, el arquitecto, y el autor de la escultura —poligonal, en fibra de vidrio—, Xavier Veilhan. La gente no resulta menos llamativa que el arte callejero y los esplendorosos aparadores: nos cruzamos con un rastafari que lleva el pelo, alto como el de Marge Simpson, envuelto en ropa y unas gafas con tres lentes: uno a cada lado y otro en la frente (¿para el tercer ojo?); y también con una señorita enfundada en un traje de rejilla negro que permite admirar todos los rincones de su anatomía, ciertamente admirable. Su escueta ropa interior es asimismo negra. 

En Paradise Plaza, oímos música española: es Paco de Lucía. Y en la Opera Gallery hay una exposición de Spanish Masters: Miró, Picasso y Manolo Valdés. La sala no es muy grande, aunque tiene dos pisos. Contemplamos las obras de los artistas: Nu assis appuyé sur des coussins, de 1964, de Picasso, cuyo modelo es Jacqueline, su último amor, en el que el centro del cuadro —y, por lo tanto, de la mirada— lo ocupa el triángulo púbico, rizado, de la esposa; Tête, de Miró, de 1967, con sus círculos, sus estrellas y sus colores primordiales; y unas maravillosas Mariposas de colores y Vidriera como pretexto II, de Valdés, recién creadas: en 2022. Sin embargo, la pieza que más nos llama la atención es un óleo de Picasso, que los galeristas han situado en el centro de la sala, frente a la entrada, y que representa un cabeza de mujer, roja y verde, sobre fondo gris: Buste de femme au chapeau, de 1943. La encargada nos explica que acaban de adquirirlo de un coleccionista suizo y que es la primera vez que se expone públicamente. Nos atrevemos a preguntar cuánto vale. «Diecisiete millones de dólares», es la respuesta. Nos retiramos respetuosamente. En el piso de arriba, se expone un Chagall. Ante el interés que demostramos por el cuadro, la que debe de ser la dueña de la galería nos pregunta si queremos ver más cuadros del francorruso. Le decimos que sí. La señora abre entonces un armario, muy cerca de donde estamos, y nos enseña varios, alineados en un altillo. Uno, de 1974, es L’hiver: arbre en hiver (les quatre saisons), un paisaje marino en el que no faltan ángeles, caballos y peces que parecen navegar a vela. La galería tiene, pues, muchos millones de dólares guardados en el cuarto de las escobas. Como los museos, en cuyos sótanos se apilan piezas de valor incalculable que no se exponen por falta de espacio. En esta misma planta, contemplamos también —y nos contempla— otra menina, como la de la plaza, pero naranja. Y una encantadora joven, francesa por el acento y las hechuras, que eleva la anécdota de becaria a la categoría de princesa, nos da conversación: amable, educada, cosmopolita. Como es casi todo en el Miami Design District. Y carísimo.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 10 de febrero de 2023]


jueves, 23 de febrero de 2023

Camba, el mejor articulista

Julio Camba, dijo Josep Pla en 1975, es «el mejor escritor de artículos de este país». Pese a la precisión con que Pla lo decía —o lo escribía— todo, me atrevo a discutir su afirmación. En mi opinión, le sobra «de artículos». Los escritores son piezas enteras. La excelencia en cualquiera de las facetas que cultiven irradia toda su personalidad. Francisco Fuster, autor de esta elegante biografía de Camba [Julio Camba. Una lección de periodismo, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2022] —cuya frase final es la primera de este artículo—, cree que el autor de La casa de Lúculo está lejos de ser leído hoy como debería, y puede que cerca del olvido. Si es así, hay que lamentarse, porque Camba tendría que ser objeto de lectura, estudio y difusión en todas las facultades de letras y escuelas de escritura del mundo hispánico, junto con González-Ruano, Cunqueiro, Pla, Ignacio Aldecoa, Umbral, Millás y Joaquín Vidal. Su prosa es una de las más agudas que se haya escrito en español en el siglo XX. Su rasgo principal, que harían bien en emular cuantos manejan el idioma como herramienta de persuasión, es la ausencia total de superfluidad. En los artículos de Camba no hay redundancias —salvo las que se permite con un fin expresivo, casi siempre para dar cauce a la ironía—, circunloquios, anfibologías, adjetivos sobrantes o imágenes que chapoteen entre palabras, como si no acabaran de encontrar la forma exacta de manifestarse; y ambigüedades, solo las justas, cuando así lo decide el escritor, para garantizar la textura literaria de lo dicho. Camba siempre dice lo que quiere decir de la forma más lúcida y desnuda posible, sin merma de su lustre formal ni su acuidad intelectual. Para ello se sirve de un castellano minucioso y sensato, con el que plasma una singular habilidad para el razonamiento inductivo, esto es, para extraer, a partir de la observación de ejemplos concretos, conclusiones o leyes de carácter general, y regado siempre de paradojas, que son el cimiento de su función irónica, de su escrutinio desapegado y hasta un tanto cínico de la realidad. Como Chesterton, como Cioran (ambos opuestos en el tono: el inglés, jovial, pero en el fondo triste; el rumano, tenebroso, pero pese a ello alegre), Camba mantiene encendida la llama de la antítesis iluminadora, aunque enunciada con cachaza galaica, con la despreocupación —y, a veces, el aparente desinterés— de quien está en eso del articulismo —y de la literatura— por casualidad, o incluso a su pesar, pero no obstante lo ejecuta con frialdad profesional, con rigor ajeno a inadecuadas implicaciones emocionales.

Aunque Julio Camba implicaciones emocionales tuvo muchas a lo largo de su vida (si bien no sentimentales: ni se casó nunca, ni tuvo hijos, ni se le conocen relaciones estables con personas de uno u otro sexo). Nació en 1884 en Villanueva de Arosa, en el seno de una familia acomodada. Pero, urgido por unas inquietudes intelectuales y políticas para las que no encontraba satisfacción en aquella comarca arrinconada y poco estimulante de un país en decadencia, se decidió a hacer lo que hacían tantos paisanos suyos y emigró —de polizón en un barco— a la Argentina, donde apenas vivió un año y medio, mezclado con los anarquistas porteños, dando clases nocturnas, redactando panfletos y colaborando con un periódico llamado nada menos que La Protesta Humana. Su participación en una huelga a finales de 1902 le comportó la expulsión del país. En España, publica un artículo sobre el amor libre (por el que el obispo de Santiago excomulgó al semanario donde había aparecido), colabora con revistas que defienden el ideal libertario, como Tiempo y Libertad, y hasta funda un semanario «revolucionario», El Rebelde, que tuvo una corta vida, pero que le permitió acrecentar su prestigio entre la izquierda española: fue detenido catorce veces en poco más de un año por «delitos de imprenta», algunos de los cuales le fueron imputados por jalear los magnicidios de Antonio Maura y Antonio Cánovas del Castillo (también sería llamado a declarar en el caso de Mateo Morral, el anarquista que había intentado asesinar a Alfonso XIII el día de su boda).

La felicidad de su pluma, no obstante, despierta el interés de medios más acomodados —y menos levantiscos—, que le ofrecen colaboraciones. En 1907 renuncia a su credo anarquista y se incorpora a un diario monárquico, El Mundo, desde el que iniciará una carrera de cronista y corresponsal en los mayores y más conservadores periódicos españoles, como El Sol y ABC, en el último de los cuales escribirá hasta su muerte. Camba experimenta, así, la clásica (clásica por lo repetida, no por su ejemplaridad) evolución ideológica: del radicalismo juvenil al conservadurismo más tenaz —que él disimuló, en sus últimas décadas, de liberalismo vagamente crítico con el Régimen—, pasando por el abrazo decidido al levantamiento militar del 36 y la dictadura instaurada por el general Franco. Fuster aventura, con razones atendibles, que el motivo de su desafección por la República no fue tanto política como material: Camba no recibió el cargo diplomático que esperaba de las nuevas autoridades republicanas, y que les fue concedido a otros intelectuales y escritores, muchos de ellos amigos suyos y compañeros de generación —Pérez de Ayala, Madariaga, Marañón, Ortega y Gasset, Azorín, Unamuno—, y se sintió asimismo abandonado por estos. En el ABC de Sevilla, publica desde mediados de 1937 artículos acerbos contra la República, otros ferozmente anticomunistas, alguno hasta antisemita y, el 11 de enero de 1938, con el título de «El tabú», un panegírico de Franco: «¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!... Una de las cosas que mejor demuestran la limpieza de nuestra vida pública es esta claridad con que pronunciamos todos el nombre del Caudillo. Franco. Francisco Franco Bahamonde. ¡Saludo a Franco! ¡Viva Franco!». Los escritores tan dotados como Camba están siempre al borde, si no los contiene un freno moral que deben haberse procurado y no dejar de cultivar, de poner sus privilegiados recursos al servicio de la iniquidad. Y eso hizo Julio Camba no solo con la eclosión del nacionalcatolicismo hispano, sino con artículos tan característicos de su paradójica pluma como aberrantes, como «En defensa del analfabetismo», publicado en ABC y fechado en Nueva York el 17 de junio de 1931, donde escribe: «El analfabetismo, como causa de atraso y de barbarie, es una superstición de nuestras izquierdas. […] en España solo los analfabetos conservan íntegra la inteligencia…».

El triunfo de los suyos en la Guerra Civil le supuso a Camba la tranquilidad definitiva —siguió colaborando en los mejores periódicos del país (y también en Arriba, de la Falange), aunque a menudo lo hacía con refritos, y publicando recopilaciones de sus artículos; y obtuvo diversos reconocimientos, aunque no quiso entrar en la Academia, alegando que él no necesitaba un sillón en la docta casa, sino un piso, y que eso no se lo iban a dar los académicos—, pero también el principio de su decadencia literaria. Su trabajo más brillante, con sus viajes por el mundo y sus legendarias corresponsalías en Estambul, París, Londres, Roma, Berlín y Nueva York, había muerto con el conflicto, y, salvo alguna excepción, Camba se limitó a sobrevivir; en buena medida, a sobrevivirse a sí mismo: a su figura de cronista certero, luminoso y cosmopolita, y a escritor de humor fino y retranca acreditada. La metáfora de este encierro en sí mismo, sin apenas obra encomiable ni trabajo innovador, es su encierro en el hotel Palace de Madrid, en el que vive desde 1949 hasta su muerte en 1962. Allí pasa el tiempo acostado, atendiendo el teléfono con una visera de oficinista y leyendo novelas policiacas en inglés.

Francisco Fuster ha escrito una biografía óptima de Julio Camba —merecedora del Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías 2022—, en la que mezcla con tino los aspectos periodísticos, literarios, estilísticos y personales del biografiado. No empece la objetividad con que trata los asuntos que se apropie, en ocasiones, del procedimiento expresivo preferido de Camba: la paradoja. Al describir el despacho de este en la única vivienda estable que tuvo en su vida, en la calle Menéndez y Pelayo de Madrid, dice: «Es el despacho de un escritor al que, sin embargo, le gusta escribir en cualquier lugar, menos en el despacho».

[Este artículo se publicó en Letras Libres, nº 256, enero de 2023, pp. 48-49]