martes, 30 de enero de 2024

Juan-Ramón Capella, maestro

El miércoles pasado murió Juan-Ramón Capella (1939-2024), catedrático de Filosofía, Moral y Derecho de la Universidad de Barcelona. Tenía 85 años. Fue mi profesor de Derecho Natural, en primer curso, y de Filosofía del Derecho, en quinto, y el único al que, en aquella facultad, pude llamar maestro. No hubo más: el resto de profesores eran simplemente eso, profesores, y, más a menudo de lo que me habría gustado, mediocres o anodinos. La estampa del Capella, como lo llamábamos los estudiantes, era impresionante: paseando sus casi dos metros de altura por el estrado del Aula Magna, con una mirada redonda, que sus gruesos lentes magnificaban, y una voz honda, aterciopelada, milagrosa, desarrollaba un discurso, siempre crítico, que planteaba preguntas, desmontaba prejuicios —la tarea más ardua de un maestro— y asumía riesgos. Lo recuerdo esgrimir, desde nuestros primeros días de clase, los principios de la filosofía analítica aplicada al derecho y combatir la noción misma de la asignatura que impartía, Derecho Natural, propia del escolasticismo que asfixiaba la filosofía del derecho —y, en general, la filosofía— en España desde Cánovas del Castillo. El derecho natural, decía, es un oxímoron, porque el derecho no es una creación de la naturaleza —no hay nada en ella que pueda considerarse jurídico—, sino del ser humano. Debería llamarse, pues, derecho humano, pero entonces sería una redundancia. De Capella se decía —aunque yo siempre he sospechado que esto es apócrifo— que la única pregunta que había puesto en un examen final había sido “Describa las relaciones jurídicas entre los peces de una pecera”. La respuesta era, claro, que entre los peces de una pecera no había relaciones jurídicas, porque estas solo existen entre los hombres. También recuerdo muchas de las cosas que nos enseñó, como que el trabajo es una relación con la naturaleza; que la fuerza ciega de la ley debía sustituirse, para acelerar la emancipación social, por las normas de moralidad positiva que regían en algunos pueblos primitivos; o aquel irónico corolario de la ley de Murphy, impregnado de optimismo marxista vuelto del revés, según el cual no debíamos cometer “el craso error de pensar que las cosas no pueden ir peor: las cosas siempre pueden ir peor”. Juan- Ramón Capella no tenía miedo de comprometerse ni de decir lo que sabía que muchos —y yo mismo— considerarían una abominación: en una clase nos confesó que, para él, el futuro de las sociedades radicaba en una organización semejante a la que habían implantado los regímenes comunistas en el sudeste asiático. “Qué quieren que les diga”, concluyó, un poco resignado, “así lo creo sinceramente” (y razonadamente, añado yo: sus ideas, aunque equivocadas, se apoyaban siempre en un minucioso análisis de la realidad). En Filosofía del Derecho, cuando ya estábamos a punto de licenciarnos, desveló la razón por la que, inconscientemente, me (nos) había cautivado desde el principio: “Pronto serán ustedes abogados. Y lo serán porque en esta casa les habrán enseñado un lenguaje”. El derecho no es más que un lenguaje, en efecto, un código con su propia lógica y sus normas particulares que basta con dominar para lograr los objetivos que se persigan. De eso, precisamente, trata la tesis con la que Juan-Ramón Capella se doctoró: El Derecho como lenguaje, publicada por Ariel en 1968. Su interés por el lenguaje como base de la razón y el poder humanos explica también su interés por la literatura. En clase, nos recomendó que leyéramos e incluso nos invitó a colaborar con Mientras Tanto, una revista de pensamiento emancipador, como a él le gustaba llamarla, precursora en España de la reivindicación ecologista y feminista, cuyas páginas finales siempre estaban reservadas a un poema. Además, Juan-Ramón Capella fue traductor de autores tan destacados como Gramsci, Russell, Marcuse, Pasolini, Weil, o C. P. MacPherson (cuyo La teoría política del individualismo posesivo nos recomendó vivamente) y escribió una obra ensayística y narrativa sobresaliente. Entre otros libros, en 1993 publicó Los ciudadanos siervos, un punzante análisis de los mecanismos de poder, tanto ideológicos como materiales, que someten a los miembros de la comunidad; en 2005, publicó La práctica de Manuel Sacristán. Una biografía política, la biografía del pensador marxista español probablemente más importante, de quien había sido discípulo; y en 2011, Sin Ítaca. Memorias: 1940-1975, una espléndida autobiografía de juventud en la que narraba sus dificultades, que fueron las de muchos otros de su generación, para vivir bajo el sórdido franquismo —al que combatió como miembro del clandestino Partido Comunista—, y revelaba, con mucha delicadeza, cómo había descubierto su homosexualidad en el París en el que, expulsado de la universidad, tuvo que refugiarse. Yo hablé con él, a solas, en varias ocasiones. Primero como delegado de curso —en primero; en segundo me derrotó un zopenco del Opus Dei que iba para notario—, como cuando fui a pedirle disculpas porque la clase hubiera salido de estampida cuando el bedel dio la hora (entonces los bedeles, uniformados, entraban en el aula y gritaban: “¡Doctor, la hora!”), antes de que él hubiese acabado su exposición, y luego en una visita que le hice a su casa, en la calle Aribau de Barcelona, muy cerca de donde yo mismo vivía, en Muntaner. Me recibió con mucha amabilidad en aquel amplio caserón del Ensanche, donde me pareció que vivía solo: no observé ningún detalle que me hiciera pensar que compartía su intimidad con nadie. Me ofreció un agua tónica y charlamos ya no recuerdo de qué. Sí que él me habló de un antiguo maestro suyo, don Alejandro, al que él había acudido, cuando estudiante, como yo entonces acudía a él. Volví a verlo, por casualidad, en una calle de Barcelona. En 2015, yo vivía en Londres y había regresado unos días a la ciudad para atender a mi madre, vecina también del Ensanche. Cerca del Hospital Clínico, pasé por delante de la terraza de un bar y allí lo vi, sentado y nuevamente solo. Hacía un crucigrama. Su interés por el lenguaje no había disminuido. Estaba mayor, pero no se había olvidado de mí, es más, se acordaba de mí en unos términos que me parecieron elogiosos, y no porque hubiese ido a sus clases, sino por razones literarias. “Yo fui alumno suyo [siempre nos tratamos de ‘usted’], soy Eduardo Moga”, le dije, venciendo, por la cercanía que habíamos tenido hacía tantos años, el pudor que me suele impedir acercarme a gente conocida. “Ah, Eduardo Moga, el poeta”, respondió con una sonrisa. Me hinché un poco, debo admitir. Conversamos brevemente, y otra vez se me ha olvidado de qué. Pero no tiene importancia: lo importante es que seguíamos siendo, tantos años después y en un lugar tan desaborido como aquella calle barcelonesa: él, un hombre inteligente, amable, responsable, bueno, alguien capaz —y esto es infrecuente— de estimular la inteligencia de los demás, de motivarlos a aprender, a reflexionar y a debatir; y yo, un antiguo alumno suyo, aún maravillado por su luz intelectual y humana. Descanse en paz, querido maestro.

jueves, 25 de enero de 2024

Galeras, galeotes y esclavos: el Museo Marítimo de Barcelona

Mi amigo Juan Carlos y yo vamos hoy al Museo Marítimo de Barcelona, después de haber visitado la iglesia de Sant Pau del Camp, la más antigua de la ciudad, un encantador templo románico, documentado desde finales del siglo X —que, para mi vergüenza, yo, un barcelonés de sesenta y un años, no conocía todavía—, y del que nos llevamos algunas imágenes memorables, como las de unas sirenas con alas y unos sapos que les comen los pechos a unas mujeres en sendos capiteles del recoleto claustro. El Museo Marítimo no queda lejos de la iglesia y llegamos tras un breve paseo. Ocupa el edificio de las Atarazanas, una enorme construcción del siglo XIII destinada a armar galeras y barcos desde tiempos del rey de Aragón Pedro III, llamado el Grande. Recuerdo haberlo visitado, hace muchísimos años, con mi padre, que admiraba las Atarazanas como un ejemplo más del poder industrial de Cataluña. Mi padre admiraba todas las pequeñas grandezas de Cataluña. De aquella visita solo guardo un vago recuerdo de la gigantesca galera que ocupaba, y sigue ocupando, el centro del recinto, reproducción de La Real, la nave capitana de la Liga Santa en la batalla de Lepanto. Considerando que se construyó en 1971 —para conmemorar el cuarto centenario de aquel triunfo de la Cristiandad que el franquismo agonizante, pero aún ferozmente católico, quería exaltar como una de mayores gestas de la muy nacionalcatólica España—, yo debía de tener nueve o diez años. Desde el principio, las Atarazanas fueron uno de los puntales del desarrollo marítimo y comercial de Barcelona y de todo el Reino de Aragón. Poco después de que se edificaran, el 6% de la población de la ciudad ya trabajaba en ellas: eran la primera infraestructura de la urbe. Allí se construían más de treinta galeras al año, una barbaridad. Eran unos barcos colosales, evolución de las trirremes romanas, que alojaban a 236 galeotes y 400 marineros y soldados —aunque “alojar” es un decir, a la vista de las condiciones en que lo hacían—. Desde luego, ir a bordo de una de aquellas sobrecogedoras embarcaciones no permitía confiar en que se fuese a tener una vida muy larga, pero quienes menos confiaban en ello eran los galeotes, el motor de la nave, cuya única función era remar, y que lo hacían, horas y horas, encadenados a los bancos. Allí también comían —bizcocho duro, un puñado de legumbres cocidas y dos litros de agua al día—, dormían y hacían sus necesidades. Es fácil imaginar cómo estaba el agüilla en el que tenían permanentemente hundidos los pies. De hecho, en aquellos tiempos los ataques marítimos por sorpresa eran imposibles: las galeras apestaban de tal manera que revelaban su presencia a millas de distancia. Los galeotes remaban al ritmo que marcaban el cómitre y los latigazos que sus acólitos les propinaban, y lo hacían hasta literalmente morir de agotamiento en las batallas o en las maniobras urgentes que había que ejecutar, por tormentas o alguna de las muchas adversidades que les deparaba el mar, para mover aquellos farragosísimos mastodontes (cuya velocidad máxima, a plena palamenta —es decir, cuando los 236 galeotes remaban a la vez al ritmo más elevado posible durante media hora—, era de seis nudos, unos once kilómetros por hora). Por supuesto, en los combates, ellos eran los que peor lo tenían. Aherrojados al barco, no podían escapar del fuego o el abordaje enemigos, ni del naufragio si el buque se hundía. Y, si enfermaban, quedaban heridos o protestaban demasiado, se les echaba sin miramientos por la borda. En el Museo, averiguamos que había tres clases de galeotes: los esclavos (por lo general, turcos o moros capturados en batalla, pero también cristianos reducidos a servidumbre, como los herejes condenados por la Iglesia), los forzados (delincuentes penados, que no podían purgar sus culpas en galeras más de diez años, aunque a este límite no llegaba casi ninguno: la media de supervivencia de los galeotes era de dos) y los “buenos boyas”, hombres libres que se prestaban a remar a cambio de un sueldo. Hoy, lo que hacemos no es muy diferente: sacrificamos nuestro tiempo —nuestra vida—, haciendo un trabajo que casi todos aborrecemos, para ganar el dinero que nos permita comer (y, por lo tanto, seguir trabajando). Las condiciones de trabajo han mejorado, pero la esencia del sacrificio es la misma. La galera que ilustra este mundo infernal es el buque insignia de la flota cristiana en Lepanto, que se despliega en la nave central del Museo y que se puede admirar desde dos tribunas levantadas a proa y popa. Destaca el larguísimo espolón, rematado por un Neptuno dorado a lomos de un pez, cuya finalidad era ensartar los buques enemigos y dejarlos sometidos al fuego de los cañones situados detrás de él y alimentados con los mil proyectiles de piedra que solían cargar las galeras. En una de las dos velas latinas del barco cuelga el estandarte de Jesucristo, y a popa se alzan los tres enormes fanales que representan las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, y que indicaban el alto rango del navío. Por cierto que fe y esperanza puede que sí tuvieran los marinos que luchaban en estos monstruos, pero caridad, más bien poca, ni consigo mismos, expuestos al horror del choque, ni, sobre todo, con los enemigos, para los que no había perdón, sino solo ensañamiento y muerte. El barco tiene una eslora de sesenta metros, como un campo de fútbol, y a popa, lo más resguardada posible, se encuentra la parte noble: donde vivían don Juan de Austria, el comandante de la flota cristiana, y su séquito de oficiales. En esta zona adquiere plena vigencia la brutal diferencia de clases que caracterizaba a la época: los galeotes remaban, entre excrementos, hasta la muerte; los soldados y marineros vivían a la intemperie, enfrentándose al frío y el sol, al hambre y la sed, y, cuando llegaba el combate, a turcos muy enfadados que les disparaban flechas envenenadas, arcabuzazos y piedras, y querían hacerlos picadillo a golpes de cimitarra; y los jefes disfrutaban de suelos de marquetería y finas esculturas, de cortinajes y vinos, de sirvientes y cámaras privadas. Aunque en Lepanto, todos pringaron, desde luego: pese a que las fuerzas estaban muy igualadas (unos 300 barcos por bando y casi las mismas tropas: cerca de 90.000, aunque las fuerzas de la Liga contaban con más artillería, y eso resultó decisivo), los cristianos manejaron mejor el fuego, y las picas de la infantería de marina española, creada en 1534 por Carlos I, fueron fundamentales en los abordajes. Miguel de Cervantes se había enrolado en la flota y, aunque estaba enfermo, con malaria, pidió luchar donde fuera más peligroso. Y su petición fue atendida: lo destinaron a la cabeza de un esquife de abordaje. Allí recibió tres arcabuzazos: dos en el pecho y uno en la mano, que le quedó estropeada (sorprende que Cervantes sobreviviese a tantos azares: fue gravemente herido en Lepanto, participó en otras expediciones navales no menos peligrosas, sufrió cautiverio cinco años en Argel, fue excomulgado y estuvo también preso en España...). Cuando la batalla terminó, habían muerto 40.000 turcos y 10.000 cristianos, los otomanos habían perdido 200 galeras, y los cristianos habían hecho 8.000 prisioneros y liberado a 12.000 cautivos que remaban en los bajeles de la Sublime Puerta. Juan Carlos y yo observamos que la información que proporciona el Museo sobre estos primeros siglos de navegación es coherente con las últimas tendencias museísticas. Así, apenas menciona la batalla de Lepanto ni a los grandes señores que urdieron o participaron en aquel enfrentamiento, sino que se concentra en exponer la crudeza de las condiciones de vida de los galeotes y marineros, y la relación fundamental de la industria marítima con el auge de las rutas comerciales y la dominación colonial, y, en última instancia, con el desarrollo del capitalismo. Los museos son cada vez menos épicos y más intrahistóricos; cada vez aluden menos a los privilegiados de la sociedad (que son los que más han hecho por que esos museos existan y para nutrir sus fondos) y más a los que consideran los verdaderos protagonistas de la historia: los de abajo, los sometidos, los desgraciados: los que construían los barcos o los impulsaban con sus brazos; los que edificaban las ciudades y los palacios donde vivían los obispos y los reyes; los que acarreaban los bloques de granito con los que se levantaban las pirámides; los negros que recogían el algodón o formaban el servicio doméstico de los millonarios. Y el Museo Marítimo no es una excepción. Ya no cuenta hazañas, sino que desmenuza relaciones de producción: se ha vuelto cordialmente marxista. Apreciamos este cambio de rumbo, y nunca mejor dicho, en el tratamiento de la esclavitud no solo en la época de las galeras, sino también al hablar de la navegación comercial en los siglos posteriores, hasta el XIX. En una sala completamente negra, luctuosa, dedicada al “tráfico de personas esclavizadas”, se exponen varios documentos de la monarquía española —de Carlos IV, que liberalizó el comercio negrero, y su hijo, el preclaro Fernando VII— que autorizan o promueven el tráfico “legítimo” de esclavos, y yo me fijo en uno en virtud del cual se constituyen comisiones para recoger negros cimarrones, esto es, rebeldes o fugitivos refugiados en las profundidades de la selva o en riscos inaccesibles. España tiene mucho que explicar todavía sobre ese negocio infame, por el que trasladó a más de un millón de africanos a América entre 1501 y 1875 (aunque no fue el imperio más esclavizador: ese fue el portugués, seguido por el inglés y el francés), y se agradecería que el Museo dedicara más espacio a este tema. En otra interesante ala de las Atarazanas, se expone el barco Les Sorres X, los restos de una pequeña embarcación de cabotaje de la segunda mitad del siglo XIV, hallada en 1990 en los humedales de la desembocadura del Llobregat durante las obras de construcción del canal de remo para los juegos olímpicos de 1992, y preservada para la posteridad por las arenas aislantes de la capa freática en la que vino a depositarse. La barca transportaba pescado en conserva desde el golfo de Cádiz hasta Barcelona y otras ciudades norteñas. La exposición de los restos está acotada por varias citas literarias: una del Espill, la sátira misógina de Jaume Roig que he traducido para Pre-Textos, y otra del célebre poema de Ausiàs March “Veles e vents”, ambas de la misma época en que Les Sorres, se llamara como se llamara entonces, caboteaba por la costa catalana. Son maravillosas, en el Museo Marítimo, las innumerables maquetas de los barcos. Los amantes de estas minuciosas miniaturas han de estar encantados. Admiramos reproducciones del Victory, el buque insignia de la flota británica en Trafalgar, en el que murió Nelson, abatido por un fusilero francés; del Santa María de la Victoria, la única nave de la expedición de Magallanes que volvió a España, al mando de Juan Sebastián Elcano, después de haber circunnavegado el globo por primera vez (que se sepa); de muchos barcos de placer de las compañías Transmediterránea y Transatlántica, aunque los de esta última sirvieron también para transportar a los desdichados reclutas españoles a luchar en los manglares de Cuba, infestados de mosquitos y de mambises; y del Ictíneo II, el sumergible gordezuelo inventado, para pescar coral, por el catalán Narcís Monturiol en 1858, cuya réplica se exhibe en los luminosos jardines del Museo. Los aparatos de navegación —brújulas, cronómetros, esferas armilares, globos terráqueos, rosas de los vientos, sextantes, monoculares— son también estupendos, como los cañones roídos por el salitre y las bombardas, los mascarones de proa, los patines de vela y los dinghies, las campanas de buzo y la fantástica óptica giratoria dióptrica catadióptrica del faro de San Sebastián, de Calella de Palafrugell, de 1924, cuyo centelleo se divisaba a 31 millas de distancia.

sábado, 20 de enero de 2024

La infancia recuperada de Javier Pérez Walias

Javier Pérez Walias (Plasencia, 1960) lleva construyendo, desde su primer libro, Ceremonias del barro, publicado en 1988, una prolongada elegía, un canto al nacimiento del mundo, de su mundo: cuando ante sus ojos maravillados aparecieron la casa y la familia, enclavadas en un paisaje difícil e inmaculado, y accedió a la conciencia. Su poesía —biográfica, aunque al modo embozado, metamórfico, de la poesía— destiña una melancolía flamígera, fruto de la constante evocación de la infancia, del auge auroral de la juventud. Pero esa evocación no es un himno abstracto, sino una profundización en los detalles cotidianos, en el devenir minucioso de las cosas experimentadas a su alrededor —y construidas— por un ser que nace, por alguien que aprende a existir: a poseer un yo. El poeta cuenta, por ejemplo, la historia de un cordero que se crio en su casa, y con el que la familia se acabó alimentando; o recuerda al pájaro enjaulado («sucede que una jaula es un lugar sin aire que cuelga boca arriba», precisa), o la clásica caja con gusanos de seda con la que a todos, de niños, nos han enseñado el ciclo de la vida. Javier Pérez Walias es un ser que recuerda y que edifica el poema con ese recuerdo, con esos «seres recordados que tanto [ama]»; con «los suyos», que constituyen su única comunión. Su nostalgia, no obstante, no se limita a la dolorosa y a la vez placentera rememoración de lo ido, sino que se sumerge en el propio ser del poeta, que se pregunta por su identidad («soy yunque y martillo para conmigo mismo», dice en los primeros versos del primer poema del libro) e interpela a la conciencia misma: «Hoy he regresado a ti / a ti mi conciencia tan desconocida tú insecto ámbar hermana de la palabra», escribe en el último poema de Insecto ámbar, cerrando así un círculo —o, mejor, una elipse— de pesquisa en la interioridad, de análisis del ensamblaje de los recuerdos y la experiencia para la erección del yo. De este abismamiento interior no solo surgen las figuras amadas, los parajes de la niñez, el paraíso perdido de la inocencia y la invulnerabilidad, sino también, asociados a ellos, en pugna con ellos y con quien ahora es el poeta, la soledad («vivo en soledad», dice de nuevo en el poema 1; como todos, claro), el miedo (que también es de todos), la angustia permanente por el paso del tiempo (lo mismo) y la certeza de que «solo la muerte/ existe/ justo antes/ de la muerte» (así lo afirma en el poema 8, y exactamente igual en el poema 5). Pero es que lo que hay justo antes de la muerte es la vida. Completando esta punzante introspección, los recuerdos que el poeta invoca a lo largo del poemario —y de toda su obra anterior— se proyectan también en el futuro, abarcando el arco temporal entero. Así, el frecuente recuerdo del padre del poeta se transforma en el que su hijo guardará de él.

En el mundo evocado de Insecto ámbar, la presencia de la naturaleza es protagónica: el poemario está recorrido por animales —sobre todo pájaros—, por insectos, por el fluir hipnótico y exultante del río, que es el río Jerte. Toda esta naturaleza es, biográficamente, la del hermosísimo valle del Jerte, cerca del que nació y en el que fue niño Javier Pérez Walias. Pero el poeta no se limita a describirla —aunque lo hace muy bien y con mucha intensidad—, sino que se la apropia existencialmente y la convierte en raíz y prolongación de su ser. Hombres, animales, plantas y hasta seres sobrenaturales se funden en el cosmos rememorado, en su espacio de libertad y pureza: «Caído / como un ángel. // El insecto / palo / se abraza a la rama. // Sus círculos de leña gritan / mi edad. / Y comenzaron a precipitarse sobre mí letras, hojas, signos deformes…», escribe Pérez Walias en el poema 7. Y también: «Antes de que amanezca y un perro arañe mis ojos escarbando la tierra…». En Insecto ámbar, el yo es la tierra.  

El «insecto» de este libro, central en su articulación visionaria, es un símbolo polisémico, que se ajusta, como un engranaje rotatorio, a las necesidades expresivas del poeta: a veces es solo un insecto (como el puro de Freud no era, a veces, un símbolo fálico, sino nada más que un puro), pero otras se identifica con el hombre, con las palabras, con el pasado, con la memoria («cada recuerdo es un insecto») o con el tiempo. El «insecto ámbar» del título representa la solidificación de las nieves de antaño, su pervivencia agónica en el recuerdo. El poema es, en este libro, y siempre, la forma que tiene Javier Pérez Walias de revivir lo muerto, de extraer los insectos fosilizados de la resina de los años para que vuelen otra vez: de emancipar al ser del tiempo.

Pese al carácter melancólico, y por lo tanto benigno, de los poemas, no pocas imágenes de Insecto ámbar son fieras, incluso violentas: transparentan el conflicto interior entre la añoranza de los seres amados y los placeres vividos, y la comprobación de su alejarse diario, de su inevitable palidecer ante los embates de la edad y el olvido: «Nadando en plomo. // Sin aire en los pulmones, como pecios de salitre y alquitrán nos asfixiaba la sed de sobrevivir. // El insecto del tiempo no se alimenta del néctar de la luna. // Ni de los despojos de la luz/ (…) ni de los estambres de los cuchillos/ que abren sus retinas/ en la noche». A las asociaciones de Javier Pérez Walias las anima una libertad a la que impone cada vez menos restricciones; su realismo basal se ha enriquecido, a lo largo de los años, con una panoplia de metáforas, alegorías, figuras de la dicción —en Insecto ámbar abundan las aliteraciones— y, en general, cristalizaciones retóricas de la imaginación, que aquí se despliega con toda su fuerza. Son de destacar las enumeraciones en prosa sin signos de puntuación —aunque no sean, en realidad, enumeraciones, sino apilamientos de versos desnudos, cadenas de sintagmas que se transfunden unos a otros, que alean sus contornos en un restallante cuerpo verbal—, con detalles de la vida, de la casa, que, en su radicalmente yuxtapuesta sequedad, crean un ritmo acelerado y vivificador, y explotan de lirismo. El poema 9, el último del libro, se compone fundamentalmente de ellas: «Aletean los rabilargos en la noche zumban en mis oídos colgados como galgos de las ramas enhebradas las bogas en un junco abrazando mi cuello con sus picos vaciando las entrañas a otros pájaros la bilis los miedos bajo un alumbramiento de plumas mi cabeza es un papel secante / de palabras…».

[Este artículo se publicó, bajo el título de «Volver a vivir», en Letras Libres, nº 268, enero de 2024, pp. 47-48]

lunes, 15 de enero de 2024

En Miravet y Siurana con Andreu Navarra

Llego a Miravet con mi buen amigo Andreu, polifacético como pocos —poeta, novelista, historiador, profesor, sindicalista de Educación, músico de una banda anarcosatánica—, en un día soleado pero frío. Hacía tiempo que queríamos venir, pero preferíamos no hacerlo en verano: las temperaturas escalan aquí a los cuarenta grados o más en julio y agosto (y pronto, tal como pintan las cosas, lo harán en los demás meses del año: había que apresurarse). Miravet se alza, literalmente, sobre un meandro del río Ebro, ya cerca de su desembocadura. El río viene hoy con mucha agua; y aunque sea el más caudaloso de España, no nos lo habíamos imaginado, con la sequía que hay. Antes de internarnos por las callejas del pueblo y subir al castillo, nos fortalecemos en uno de los bares de la localidad: sendos bocadillos de fuet, generosamente guarnecidos, nos devuelven a la vida, tras casi dos horas de pesada autopista. Al salir de los aseos, veo, frente a la puerta, algunas de las fotos que han hecho famoso a Miravet, y, singularmente, esa en la que se ve a una docena de soldados republicanos, fusiles en ristre, vadear el río justo delante de donde estamos y por donde hoy solo circulan los kayaks de las empresas de recreo. La foto es una montaje de los servicios de propaganda de la República, tomada dos días después del inicio de la batalla de Ebro —el 25 de julio de 1938— en un lugar que no puede cruzarse a pie, pero funciona: se ha vuelto un icono de aquella última ofensiva de la República, capitaneada por el legendario Vicente Rojo y ejecutada por hombres no menos míticos del bando republicano —Líster, Modesto, Tagüeña—, cuyo fracaso final selló el destino de la breve y malhadada democracia española. Vivificados por el tremendo bocadillo de fuet y el melancólico recuerdo de aquellos valientes luchadores por la libertad, salimos a las calles de Miravet, que nos recibe con un apiñado enjambre de casas de piedra, arcos, porches, aljamas e iglesias, en cuyos huecos y alrededores se amontonan las chumberas, verticales, que descienden hasta la misma agua. Todo el pueblo está encajado en la roca de la ribera, cuyas irregularidades forman los cimientos de muchas casas. Sobre la cinta verdegrís del Ebro planean garzas y garcetas, y a mí me parece reconocer también una oropéndola. En el agua, la cabeza de un ánade real, que se mueve con soberana indiferencia, lanza eléctricos destellos verdes. De camino al castillo, pasamos por delante de la iglesia vieja, un espléndido templo renacentista de la segunda mitad del siglo XVI, construido por la Orden del Hospital sobre una antigua mezquita. Así ha sido casi siempre, y en todas partes: las religiones se superponen y reemplazan. Miravet es de origen árabe: los musulmanes fundaron aquí una alquería en el siglo VIII, que creció y prosperó, y en la que vivieron sus descendientes hasta su definitiva expulsión del país en el XVII. Por desgracia, la iglesia, desacralizada, está cerrada y no podemos contemplar sus esgrafiados y pinturas murales ni su ara románica, pero, al menos, la admiramos entera y en pie. No lo estaría si hubiera estallado la bomba que lanzó la aviación fascista y que atravesó la cúpula. En la fachada que da al río, en la plaza de la Sanaqueta, en cambio, todavía se aprecian los impactos de bala y metralla que le regaló la guerra al templo, como en tantos otros lugares de España: pienso en la iglesia de San Felipe Neri, en Barcelona, con la portada aún marcada por la viruela de una bomba asesina, también lanzada por la aviación italiana que martilleaba la ciudad desde Mallorca por orden de Franco, que mató aquí a cuarenta y dos personas, la mayoría niños, el 30 de enero de 1938. El tramo final de acceso al castillo, por un camino de madera, es muy empinado, y tanto a Andreu como a mí, que sumamos casi doscientos kilos entre los dos, nos cuesta superarlo. Jadeamos y ralentizamos el paso, pero por fin lo conseguimos: hemos asaltado con éxito el castillo. Al igual que la iglesia, se construyó sobre una antigua fortaleza árabe, de la que aún se conservan restos, como el arco de herradura de alguna ventana (situada junto a un sillar marcado con una ostentosa cruz: los obreros cristianos no dejaban de acotar el terreno). Lo edificaron los caballeros templarios a mediados el siglo XII, mezclando en la construcción los estilos islámico, bizantino y cisterciense. El resultado fue el gigantesco castillo-convento de piedra clara que ahora vemos, dividido en dos grandes áreas, señaladas a su vez por sendas explanadas: el recinto jussà, andalusí, más antiguo y escalonado, y el recinto soberano, posterior, con una estructura poligonal, cinco torres, contrafuertes y un patio de armas donde se podría jugar un partido de fútbol. En esta parte se concentran las dependencias destinadas a garantizar la autonomía del castillo, en particular si era sitiado: la cisterna, en la que se recogía el agua de la lluvia (entonces llovía más que ahora); las caballerizas, donde aún se reconocen los comederos de los animales; el granero, con dos silos; el almacén, que también era donde se fabricaba y guardaba la pólvora, aunque nos parece temerario que estuviera situado debajo de las salas principales de la fortaleza; el refectorio, donde comían los caballeros templarios y que luego fue dormitorio de la soldadesca, y en el que, como el suelo está levantado, admiramos los cimientos de las columnas que, parecidas a palmeras, sostenían los arcos del techo: tres grandes tubos truncos de piedra; la bodega, la mayor sala de todas (nos la imaginamos repleta de barricas de vino, el mejor producto de esta tierra, y el trasiego de odres y botellas para saciar la sed y satisfacer la necesidad de alegría de los que vivían aquí); y, por último, la iglesia, románica, interior, austera, silenciosa, fortificada, en la que pasamos un buen rato descansando y charlando. Nuestra última visita es a la torre de San Miguel, una de las varias que circundan el castillo, a veinticinco metros de altura, desde la que volvemos a disfrutar de la vista del Ebro adentrándose majestuosamente en la sierra de Pàndols, entre arboledas plateadas y breves campos de labor, y sobrevolado por una pareja de milanos negros que buscan el almuerzo. Después del nuestro en un restaurante del pueblo —yo compenso el megabocata de fuet, que aún me pesa en las entrañas, con una crema de coliflor, blanca y delicada, y una exquisita calabaza con queso de la tierra—, vamos a Siurana, que Andreu considera el pueblo más bonito de Cataluña. Para que pueblos como este —o como Cadaqués— hayan conservado su encanto secular, la inaccesibilidad ha sido fundamental. Hoy ya no es inaccesible, pero para llegar todavía hay que recorrer una carretera muy estrecha y sinuosa (que Andreu insiste en que han arreglado mucho desde la última vez que estuvo aquí), batida por el viento. El pueblo corona un enorme peñón de casi 740 metros de altitud, asomado al río y al embalse de Siurana —hoy prácticamente seco, menos el tramo más cercano al dique, en el que sobrevive un brazo de agua verde— y rodeado por otras espectaculares formaciones rocosas, como la peña gemela de Siuranella y los acantilados de Arbolí, todos ellos frecuentados por escaladores que dejan las furgonetas con las que viajan en los inexistentes arcenes de la carretera. Muchas de estas peñas son, en la base, rojizas, y, en la cúspide, ocres o casi blancas, y a todas las pinta de cobre y transparencia el sol poniente. De piedra son asimismo las casas del pueblo, entre las que una fuente de 1888 recuerda a mosén Josep Salvat, fuese este quien fuese, y se alza la iglesia románica de Santa María, cuya hermosa portada luce tres arcos de medio punto, sostenidos por columnas con capiteles historiados, y un tímpano con un Cristo crucificado y ocho, no doce, adláteres. Desafiando el frío creciente, nos encaminamos a los restos de castillo, erigido en el siglo IX y último enclave musulmán de Cataluña, conquistado para la causa de Dios y el provecho de sus ministros por Ramón Berenguer IV en 1153. Aunque los restos son solo muñones de murallas y cimientos desorejados que no se pueden visitar, el paseo nos permite asomarnos al llamado Salto de la Reina Mora, un mirador situado en una de las muchas plataformas rocosas que se solapan en el pueblo, desde el que la leyenda dice que la última reina de la taifa se precipitó al vacío porque prefería la muerte a ser capturada por los cristianos. Sí, uno puede imaginarse lo que habrían hecho con ella. Es solo una leyenda, pero mucho más arrebatadora que la tontería aquella de Boabdil de echarse a llorar por la pérdida de Granada, y que encima le riñese su madre por hacerlo.

miércoles, 10 de enero de 2024

La multitud y sus formas: sobre Agustín Fernández Mallo

Tras varios ensayos, en los que ha investigado en la poesía posmoderna (Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma) y en los conceptos de creación —a partir de los residuos, de la basura, de quienes han creado antes que nosotros— (Teoría general de la basura (cultura, apropiación, complejidad)) e identidad —formada, asimismo, por una caótica agrupación de informaciones, sobre la que no tenemos control y ni siquiera conocimiento— (La mirada imposible), Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) entrega, con La forma de la multitud (capitalismo, religión, identidad) (Galaxia Gutenberg, 2023, I Premio de Ensayo Eugenio Trías), su ensayo más político. Denso de filosofía, como los anteriores, La forma de la multitud abunda y profundiza en asuntos esbozados, o solo parcialmente desarrollados, en La mirada imposible, publicado en 2021 por una pequeña editorial gerundense. Fernández Mallo analiza las tripas del capitalismo, un sistema descentralizado, fagocitador e infinitamente elástico, y su modo de construir no solo su hegemonía económica e ideológica, sino también, y sobre todo, la identidad (o identidades) de quienes lo sostienen, es decir, hoy, de todo el mundo. Algo esencial en esta fase de su desarrollo —en que ha logrado persuadirnos de que la reivindicación de la identidad, y no la justicia social, es la clave de la emancipación humana—, que se consigue gracias a la suma intangible y desordenada, pero gobernada con firmeza teleológica e implacabilidad estadística, de los elementos que constituyen esa identidad; una suma resuelta por la Red, por el invisible monstruo digital, una realidad tan fantasmagórica como apabullante. 

Desde esta idea seminal, el autor de Nocilla Dream avanza en todas direcciones. Porque así ha operado siempre Fernández Mallo: expandiéndose, ramificándose, multiplicándose, pero sin que esta distensión disperse las ideas, sino, por el contrario, amalgamándolas en una cadena de perturbadoras figuraciones. De hecho, este es, a mi juicio, el principal atractivo del pensamiento de Fernández Mallo: a lo mejor, lo que dice no es una verdad empírica, ni una especulación irrefutable, pero siempre conmueve por su lucidez, por su capacidad para alumbrar realidades nunca concebidas y vínculos insospechados entre las cosas. De hecho, uno puede discrepar de lo que dice, o incluso descubrir contradicciones en su argumentación, pero esta resulta siempre más afortunada que la de tantos ensayistas narcóticos, y abre caminos de reflexión —y de placer estético— desconocidos hasta ese momento. Fernández Mallo practica el ensayo en el sentido clásico del término: como tanteo, como averiguación, como pensamiento en marcha, dinámico, vacilante a veces, pero siempre vivo, saltando de una proposición a otra como un bailarín, o como si bajara por los rápidos de un río, acomodándose a su imprevisible encadenamiento de turbulencias. Sus páginas, coherentes en el iter discursivo, chisporrotean de excursos, de intersticios en los que se insinúan otros discursos, de centelleos que son, a menudo, iluminaciones. La habilidad de Fernández Mallo para engarzar ideas alejadas o incluso contrarias entre sí, esto es, para ejercer la inteligencia, nunca decae. En el epígrafe «Cuando la contabilidad entra en el discurso religioso», leemos: «Los contemporáneos procesos de creación de identidades estadísticas a través de los análisis big data, que operan en esa masa que es la Red, tienen su origen teológico en la selección de almas que, según el cristianismo, hará Dios el día del Juicio Final»; y, un poco más adelante, asevera: «La religiosa propagación del mal, del pecado original encarnado en la amorfa forma de la masa y de la multitud, tiene su espejo en la biología simple, no compleja, prácticamente unicelular y bacteriana». El big data y el Apocalipsis, el pecado original y los protozoos: extremos nunca antes eslabonados, que aquí sugieren una continuidad esclarecedora. 

A Agustín Fernández Mallo le encanta subvertir las ideas establecidas, abrir claraboyas —o avenidas— en lo consabido y ejercer la metáfora. La metáfora, en tanto que fusión de realidades distintas y distantes, tanto más eficaz cuando más distantes sean, es la figura que mejor se adecua a su estilo y la que mejor sintetiza su forma de razonar. Y también es el núcleo de su concepción de la literatura. Porque Fernández Mallo es poeta antes que nada, o por encima de todo, ya escriba poesía, novela o ensayo. Inmediatamente antes de la segunda cita transcrita, ha dicho: «Todas las células son la misma célula, todas las Hydras son la misma Hydra, todos los electrones son el mismo electrón, todos los fuegos, el mismo fuego»: un pasaje, hecho de emparejamientos, de rítmicas simetrías, intensamente lírico —y a cuya redacción, en una nueva paradoja, ha contribuido la condición de físico nuclear de su autor—. Sin embargo, toda esta poesía se vierte en una prosa clara y fluyente, que nunca se enreda en abstrusas jergas académicas o se vuelve un engrudo intransitable. Su voluntad es omnicomprensiva, como en los filósofos antiguos, y con ella desmiente una posmodernidad de la que se le ha considerado portavoz: Fernández Mallo gusta de articular sistemas complejos, que integren todas las hebras del tapiz elaborado, aunque sea consciente de que no hay, ni puede haber, universos clausos, y de que todo lo que forma parte de la vida participa de una inasibilidad esencial. Al escritor se le puede aplicar lo mismo que él mismo dice de los fenómenos expansivos: «[aquellos] que, partiendo de un punto de dimensiones más o menos reducidas, crecen de tal modo que su desarrollo tiende a infinito. (…) La expansión es algo propio de los sistemas abiertos, aquellos que, con sus hábitats y entornos, intercambian materia, energía e información a través de sus fronteras; unas fronteras que, por lo tanto, son porosas, en contraposición a los sistemas aislados, que carecen de intercambios en su entorno». Agustín Fernández Mallo es un sistema abierto en sí mismo, que tiende al infinito.

[Este artículo, con el título de “¿Por qué soy lo que soy?”, se publicó en Turia, nº 148, noviembre de 2023-febrero de 2024, pp. 443-445]

viernes, 5 de enero de 2024

Los sueños en color (y también en blanco y negro) de Marc Chagall

Marc Chagall fue un judío bielorruso —Moshe Segal— que vivió la mayor parte de sus casi cien años de existencia en Francia y murió en un pueblecito cerca de Niza. En Niza, precisamente, se encuentra el principal museo dedicado a su obra, el único del planeta que se ha inaugurado cuando el artista aún estaba vivo. Tuve ocasión de visitarlo hace cuatro años, andando yo por la Côte d’Azur de cónyuge de mi entonces mujer, que asistía a un congreso médico. Desembarazado de toda obligación social o profesional, paseaba, más feliz que una perdiz, por los parajes nicenses, que no solo incluían las oníricas piezas del maestro bielorruso, sino también deslumbrantes edificios nobiliarios, catedrales ortodoxas, mercados de flores, circos romanos, playas ferozmente mediterráneas y el consabido, aunque todavía placentero, paseo de los ingleses (que estaba, en efecto, lleno de ingleses). Hoy, mi amiga Anay y yo visitamos la exposición “Marc Chagall, el color de los sueños” en el espléndido Palau Martorell, junto a la basílica de la Mercè. El Palau nos recibe como siempre, con elegancia neoclásica, la magnífica columnata del atrio —que alberga las primeras salas de la exposición— y una colorista vidriera de motivos florales y geométricos en el techo. La primera sección de la muestra recoge un buen número de obras que reflejan el interés que siempre sintió Chagall por la Biblia y sus estupefacientes historias. De hecho, fue más que interés: fue casi una obsesión. Chagall se inspiró toda su vida en la poesía de los Evangelios —así la consideraba él—, y de ella surgieron series de pinturas como algunas de las que nos encontramos aquí. Vemos aguafuertes, entre otros, de Moisés —es muy coherente que utilizara esta técnica para representar a alguien capaz de separar las poderosas aguas del mar Rojo—, de Josué y de David, este por partida doble: ante Saúl y descalabrando al pobre Goliat (menudo papelón el del gigante filisteo: representar para siempre al poseedor de la fuerza bruta, al que vence un judío esmirriado). También observo a un ángel que sostiene una espada por el filo. Pero no es extraño: los ángeles son seres celestiales que pueden hacer lo que a los pobres humanos solo nos estaría permitido a costa de un profundo corte en la mano. (No obstante, aún no se ha determinado si tienen sexo. Pero estemos tranquilos: la Iglesia sigue trabajando en elucidarlo). Las imágenes de Chagall, animadas por un poderoso espíritu onírico e infantil, oscilan siempre entre la caricatura y la poesía, y el contraste de colores con que suele urdirlas, ese rasgo tan propio de su trazo, es más que contraste: es choque. De este impacto entre rojos y verdes, entre amarillos y azules, entre blancos y negros, surge una visualidad rabiosa pero dulce, una como bruma de pigmentos vivaces que permea volúmenes siempre en movimiento. Otra serie de la exposición recoge la historia del Éxodo de Egipto del pueblo judío. En ella aparecen Moisés, de nuevo; muchos ángeles, a los que se suman numerosas y a menudo inidentificables criaturas voladoras (a Chagall le gustaba que el firmamento no fuera solo un elemento de la naturaleza o una parcela del escenario, sino que se integrara en la acción del cuadro); la zarza ardiente; las tablas de la ley (acompañadas por una menorá simplificada, de solo cinco brazos; en otras piezas aparece la versión expandida, de siete); muchos animales (en varios cuadros, un asno rojo); y numerosas figuras del Éxodo, entre las que las masculinas suelen portar unos extraños cuernecitos, que no sé si representan el aura de la santidad o alguna prenda de cabeza, o son, simplemente, la expresión de la irrestricta fantasía chagalliana. El trazo sigue siendo flexible, poroso, dinámico, preñado de matices surreales, siempre fluctuante entre la fijación y el vuelo. Hay que celebrar la écfrasis inversa —la representación visual de una representación verbal— que hace Chagall de la Biblia, pero reconozco que habría resultado aún más estimulante que hubiese reparado en —y pintado— otros capítulos del Libro, como la destrucción de Sodoma y Gomorra, donde Dios no distinguió entre pecadores e inocentes y perecieron miles de personas, y que dio pie a otros edificantes episodios, protagonizados por la familia de Lot (cuyas cenas de Nochebuena debían de ser muy entretenidas): la esposa de este ofreció a sus dos hijas vírgenes a una turba para que fuesen violadas en lugar de los ángeles que se alojaban en su casa: Génesis, 19, 4-11), y luego esas mismas hijas, que habían sido rescatadas por los ángeles de quienes querían conocerlas, huyeron al desierto con su anciano padre (la madre se había quedado en Sodoma, hecha una estatua de sal) para yacer con él y asegurarse de tener descendencia (Génesis, 19, 30-38), uno de los más delicados ejemplos de incesto de los muchos que nos regala la Biblia. Los Evangelios, sobre todo el Antiguo Testamento —que es palabra de Dios, exactamente igual el Nuevo Testamento, como prescribe la Iglesia—, son una de las obras más crueles y sanguinarias de la historia de la humanidad, fruto paradójico del Dios del Amor, que ofrecen un verdadero arsenal de horrores que pintar, pero Chagall prefirió su lado menos despiadado. Perdió, a mi juicio, una gran oportunidad, pero también ganó tranquilidad de espíritu; y se comprende. Hablando de esto, Anay y yo recordamos que Jesús no se rio ni una sola vez en toda su vida: en la Biblia no lo hace nunca. Se conoce que era un hombre con poco sentido de humor. Yo me pregunto si también padeció o se libró de otros rasgos que aquejan al hombre: ¿tuvo alguna vez un orzuelo? Siendo carpintero, ¿se machacó algún dedo con el martillo? ¿Se tiraba pedos? A juzgar por la Biblia, tampoco. Pero todo esto siguen y seguirán siendo misterios inescrutables. No obstante, la Biblia, con ser fundamental, no es el único tema de la pintura de Chagall. Vemos también algún ejemplo de sus orígenes pictóricos, como el hermoso Pueblo ruso, un óleo de 1929, que tiene nieve —parece lógico—, un campanario con un reloj y un trineo volador (algo surca siempre los cielos de Chagall), y de otros asuntos que ocuparon su atención, como el circo, del que fue un gran admirador (también infantil y poético), y los paisajes de París, la ciudad de la que siempre estuvo enamorado. Y, aunque el erotismo no está demasiado presente en su obra, sí vemos un Gran desnudo femenino, de trazo muy grueso, en tinta, con unos enormes pechos y un no simplemente sugerido, sino muy visible triángulo púbico. La serie más importante de las representadas en la exposición, fuera de las bíblicas, es la correspondiente a las fábulas de La Fontaine, realizada entre 1927 y 1952. Todas son aguafuertes en blanco y negro, sin color alguno, salvo dos: Las exequias de la leona, en la que uno de los asistentes a la ceremonia aparece pintado de rojo (me recuerda, en el conjunto de la serie, a la niña coloreada del gueto de Cracovia en La lista de Schindler) y El loco que vendía sabiduría, una figura expresionista y retorcida, valga la redundancia, que luce tres puntitos asimismo rojos en una pierna. Esta serie, de aire tenebrista y hasta goyesco —del Goya de los desastres y los sueños—, constituye una virulenta pausa en la eclosión cromática que es la pintura de Chagall, aunque no nos hace añorar el color; al menos, a mí no. Se sostiene con fuerza, casi con furia, en los cimientos esópicos de La Fontaine, en los que reconocemos la celebérrima (y tan psicológicamente perspicaz) fábula del zorro y las uvas, entre muchas otras que tienen a los animales por protagonistas, como manda el canon del género. En una, la cigüeña compasiva mete el pico en la boca del lobo para sacarle el huesecillo con el que se ha atragantado; en otra, la madre ateta al niño mientras el lobo mira, hambriento, por la ventana. La última sección de la exposición está dedicada al amor, un amor que, en la vida de Chagall, personifica Bella Rosenberg, su esposa entre 1915 y 1944, fallecida prematuramente. Aquí vuelven los vivísimos colores chagallianos. Con ellos pinta flores y más flores, cuya luz y ligereza, casi ingravidez, encarnan la experiencia del amor. En muchos de estos cuadros aparece, en un rincón o a un lado, una pareja que se está casando o ya casada (en uno, junto a un asno azul). Y el óleo que cierra la serie es Los reflejos verdes, frente al cual nos sentamos Anay y yo, y que contemplamos largamente, embebidos en su simplicidad y su alegría.