jueves, 30 de diciembre de 2021

Gospel de Harlem

En el Auditorio actúa hoy el Harlem Gospel Choir, un grupo neoyorquino que recorre el mundo cantando espirituales negros. Voy a verlos con mis hijos. El Auditorio está abarrotado: no queda un asiento libre. El presentador de la velada lo recalca orgullosamente desde el escenario: «No queda un asiento libre». Nosotros estamos en el anfiteatro, desde donde vemos, en la platea, un mar de cabezas, mayoritariamente calvas. La media de edad, como enseguida señalan Pablo y Álvaro con alguna melancolía, es alta. El presentador también subraya que el concierto se enmarca en el Voll Damm Jazz Festival de Barcelona, y los tres juzgamos prometedor que sea una empresa de cervezas la que lo patrocine. El Harlem Gospel Choir está compuesto por nueve cantantes (seis mujeres y tres hombres), un teclista y un batería; todos negros, y todos de negro. Los toques de color se limitan a una estola anaranjada que visten los nueve, que recuerda el origen evangélico de la música, pero que de lejos parece una bufanda del Atlético de Madrid, y a unos pompones verdes, rojos o amarillos que llevan en el pelo las mujeres, parecidos a las rosas o los claveles reventones de las cantaoras hispanas. Estas cantantes, sin embargo, no vienen de Triana, sino del Bronx, o quizá de Alabama. Al coro, me parece, le cuesta calentar la voz: empiezan con un tono bajo, que el entusiasmo del batería contribuye a hacer más bajo todavía (aunque algo le debe de pasar, porque un operario no deja de acercársele, marcharse y luego volvérsele a acercar por el fondo del escenario; cosas del directo). Gastan buenas voces, pero todo parece un poco anodino, un poco lábil aún. Los temas que cantan tampoco son conocidos: no hay piezas clásicas, sino un repertorio privado, algo blando para mi gusto. Pero poco a poco se van animando. Cantan a coro algunas piezas, pero en otras alguno de ellos se adelanta del grupo y ejerce de solista. Nos emociona la voz de uno de los hombres, el único delgado del conjunto, y también el único calvo; todos los demás demuestran tener un apetito formidable, y tienen pelo. Su fraseo es flexible y hondo, repleto de acariciantes vibratos. El Harlem Gospel Choir es muy participativo: desde el primer momento piden las palmas del público e incluso lo animan a cantar con ellos, lo que el respetable de Sant Cugat hace a medias, con educada tibieza. El que parece líder del grupo, que ocupa el centro del semicírculo que dibuja el coro en el escenario, nos recuerda que you don't have to be quiet ['no tenéis que estar callados'], recomendación que la mayoría no atiende, pero no por desinterés, sino porque no la entiende. Los cantantes no hablan español y se dirigen al público solo en inglés. Lo único que dicen en otro idioma —breves fórmulas de cortesía, como «gracias» o, dadas las entrañables fechas en las que nos encontramos, «feliz Navidad»— es en castellano, y me sorprende que nadie les haya informado de que quizá habría sido más conveniente, para seducir al público local, emplear el catalán, aunque el catalán sea para los neoyorquinos un idioma tan exótico como el samoano. El deseo de que acompañemos su actuación se deriva del carácter comunitario y celebratorio de la música espiritual, que se cantaba en las iglesias negras en el siglo XVIII y que se popularizó en los años 30 del siglo pasado; hasta Elvis la pelvis Presley —«Peace in the Valley», Elvis Christmas Album— la incorporó a su repertorio. Se nota que, cantándola (y bailándola), estos músicos se lo pasan bien. Es más, se lo pasan en grande. Alternan las canciones más alborozadas con otras más melancólicas, pero todas expresión de un sentimiento religioso elemental y exultante: en las letras, no siempre comprensibles, se reconocen multitud de lords, gods, aleluyas y amens. Una solista agradece a Dios los cambios en nuestra vida, aunque no alcanzo a imaginar qué gracias podríamos darle por el cambio que supone quedarnos sin trabajo, sin casa o sin hígado. Otra se confiesa glad to serve this wonderful God ['alegre de servir a este maravilloso Dios'], y yo me pregunto qué necesidad tendrá Dios, omnipresente, omnipotente y eterno, de que le sirvan unas criaturas tan insignificantes como nosotros; yo, francamente, prefiero servir a seres menos encumbrados. Los miembros del Harlem Gospel Choir siguen exhibiendo sus magníficas voces, acompañándose de una gestualidad que no es unánime ni sincrónica, sino más bien caótica (qué esdrújulo me ha salido esto, pero no encuentro adjetivos mejores). Las canciones transmiten alabanza y alegría. Un cantante empieza a tocar una pandereta. Los focos del auditorio, dirigidos al público, se encienden y apagan a veces, como un rudimentario remedo de la iluminación discotequera. La parte final del concierto la han reservado para cantar a la Navidad, the most wonderful time of the year ['la época más maravillosa del año'], como dice una de las solistas, que añade: Jesus is the reason for this season ['Jesús es la razón de esta estación']. De nuevo discrepo (íntimamente): la Navidad no tiene para mí nada de wonderful; es más bien un horror. Pero ella se ratifica entonando con mucho sentimiento el «Oh, Happy Day», uno de los varios temas clásicos que ahora sí atacan, punteados por numerosos «¡Feliz Navidad!». La velada se cierra con entusiasmo, tanto por parte del coro como del público. Pablo no deja de acompañar las canciones con palmas; Álvaro lo hace con menos fervor; yo no aplaudo. Cuestión de caracteres. A la salida, una colaboradora del grupo ha plantado un tenderete en el vestíbulo del Auditorio, desde donde esgrime un CD y vocea: «¡sidís!, ¡sidís!» . No estoy seguro de que el público sepa a qué se refiere.

sábado, 25 de diciembre de 2021

Uno de nosotros. Homenaje a Ramón García Mateos

Silva Editorial, de Tarragona, acaba de publicar Uno de nosotros. Miscelánea homenaje a Ramón García Mateos, un libro dedicado a mi viejo amigo, poeta y folclorista, con ocasión de su jubilación como profesor de enseñanza secundaria. Los responsables de la edición son sus también amigos Juan López-Carrillo, Alfredo Gavín y Germán García Martorell, y en el volumen, de casi cuatrocientas páginas, han colaborado algunos de los mejores poetas españoles del momento, como Antonio Gamoneda, Juan Carlos Mestre, Agustín Fernández Mallo, María Ángeles Pérez López, Jaime Siles, Antonio Carvajal, Luis Alberto de Cuenca o Tomás Sánchez Santiago, además de muchísimos excelentes escritores y amigos —porque esta es una de las principales virtudes de Ramón: fomentar la amistad—, como Juan Luis Calbarro, Pilar Blanco, Luis Felipe Comendador, Efi Cubero, Teresa Domingo Català, Juan Carlos Elijas, José Luis Ferris, Ángel García López, Juan González Soto, Ángel Guinda, Gustavo Hernández Becerra, José Ángel Hernández, Máximo Hernández, Manuel Moya, Nancy Morejón, Ángel Luis Prieto de Paula, Manuel Rivera —editor de Silva— o Antonio Tello, entre muchos otros. El libro también incluye una sección con muestras de la correspondencia que Ramón mantuvo con grandes escritores ya fallecidos, desde José Agustín Goytisolo —una de sus principales influencias, a quien ha dedicado su tesis doctoral— a Claudio Rodríguez, desde Diego Jesús Jiménez hasta Félix Grande, estudioso del flamenco y la copla popular, como él. Ramón se merecía este homenaje, sin duda. Su obra literaria, su rica e infatigable labor docente, su condición de activista cultural, de dinamizador de la palabra y la literatura, y, sobre todo, su bonhomía, su inteligencia y su sentido del humor, lo hacían un candidato ideal al reconocimiento de sus contemporáneos. Esta ha sido mi contribución al volumen, titulada «Elogio de Ramón García Mateos»:

 
la vida:
esa puta que puede
de pronto enamorarnos
y puede sin motivo
pudrirnos la esperanza.

RAMÓN GARCÍA MATEOS,
«La luz que huye es más hermosa», III,
Como el faro sin luz de la tristeza

La primera vez que vi a Ramón García Mateos, iba desnudo (él). Yo entraba en la habitación donde iba a alojarme durante el curso de verano en el que me había inscrito, allá por 1996, que se celebraba en El Escorial y trataba de poesía amorosa (los organizadores, como nos revelaron luego, habrían preferido titularlo El sexo en la boca de los poetas, con lo que la asistencia habría sido multitudinaria, pero la universidad, incomprensiblemente, no lo consideró oportuno), y me encontré a un voluminoso y reluciente varón saliendo de la ducha. Por fortuna, llevaba una toalla blanca enrollada a la cintura. Era Ramón. Por un momento, pensé si la presencia de un señor en cueros en las habitaciones no formaría parte del curso, que acaso pretendía complementar con ejercicios prácticos el contenido académico, y lo primero que se me ocurrió es que habían equivocado mis gustos: a pesar de las prometedoras hechuras de Ramón, yo habría preferido a una señora. Pero Ramón se apresuró a presentarse y a informarme de que a) en aquel establecimiento, las duchas eran compartidas, y b) él ocupaba el cuarto de al lado. Así que nos dimos la mano, yo sujetando aún la maleta con la otra, y él, la toalla. Contra todo pronóstico, aquel fue el principio de una larga amistad. El curso del que ambos éramos alumnos no solo fue un excelente encuentro poético —fue un placer, por ejemplo, escuchar a Claudio Rodríguez hablar de flores y frutas en la poesía amorosa del Siglo de Oro—, sino también, y aún más importante, un suceso afortunado que sirvió para que se cimentaran numerosas amistades entre los asistentes, con las que ambos todavía nos honramos: con Juan Luis Calbarro, con Máximo Hernández, con Ada Salas, con Luis Felipe Comendador —al que bautizamos cariñosamente como «el comendador de Béjar»—, con Regino Mateo, con Tono González Fuentes y con un ser maravilloso, por el que todos sentíamos una encendida admiración, la barcelonesa Montse Salas. Tras aquella enriquecedora juerga veraniega, Ramón y yo seguimos hablando, carteándonos, intercambiando libros, compartiendo inquietudes, visitándonos. Pude comprobar, a lo largo de los años, su energía incansable en pro de la poesía. Ramón no solo era un escritor sobresaliente, sino un organizador estupendo y un dinamizador cultural de primer orden. Sus Jornadas de Poesía Contemporánea, que se celebraron en Cambrils en 2003 y cuyas ponencias y poemas se recogieron en el volumen Palabras frente al mar. Antología, coordinado y editado por él, constituyeron un acontecimiento poético memorable, en el que participaron poetas de la talla de Antonio Gamoneda, Félix Grande, Diego Jesús Jiménez, Juan Carlos Mestre, Antonio Carvajal, José Corredor-Matheos, Ada Salas, María Ángeles Pérez López, Tomás Sánchez Santiago (que, con ocasión de las Jornadas, y dado lo mucho que llovió aquellos días de abril, contribuyó a la renovación de la paremiología española: En Cambrils, aguas mils, proclamó), Agustín García Calvo o José Agustín Goytisolo. Ramón siempre ha bregado por los demás, lo que constituye un mérito insólito en un mundo —y sobre todo en el mundo poético— generalmente insolidario e incluso solipsista. Lo ha hecho como maestro, ganándose el afecto de los cientos de alumnos que han pasado por sus clases en el Instituto de Cambrils donde ha trabajado muchos años, y también como poeta y amigo. Durante un tiempo ejerció incluso de editor, alumbrando títulos novedosos en una colección de su invención, Trujal, cuya segunda época tuve la satisfacción de inaugurar con un breve y muy surrealista poemario, La ordenación del miedo, en 1997. Pero Ramón ha sido, y sigue siendo, también, un magnífico escritor, cuyos poemas claros, luminosos, humanos, que persiguen la noble, la transparente vibración de la literatura popular, me han acompañado desde que lo conocí. Cuando los leo, además del placer estético que me procuran, no puedo dejar de sentir afecto por el hombre que los ha escrito; y así sería aunque no fuese mi amigo. Sus versos promueven una estima especial por alguien que persigue la limpieza en cuanto dice o hace; que mira el mundo con ojos inteligentes, pero que han sabido conservar un candor casi infantil; que aspira al amor sin desconocer su naturaleza claroscura y perecedera; que se diría incapaz de una traición o una bajeza. Ramón es una de las personas más generosas que conozco, pero cuya generosidad no excluye otras virtudes reseñables, como la lucidez, a veces ácida, y el sentido del humor, omnipresente —que son, en realidad, una y la misma—. Ramón bromea, bromea mucho, pero siempre con sentido, y siempre sobre cosas serias. Y ríe mucho también, aunque su risa enseguida desborde esa condición y prospere en carcajada: una carcajada sanadora, ancha como su mirada, bruñida como tantos versos suyos; una carcajada que se diptonga: juá, juá, juá. Ramón es un amante de la vida y de sus placeres. Hedónico, radical en sus querencias, pero hospitalario con todo, gusta del vino y la copla, del mar y la luz, de la amistad y la alegría, de la palabra y el silencio. Ramón García Mateos recicla las amarguras y las devuelve encalmadas —y, a veces, encamadas, lo que es aún mejor—, desbrava la tristeza, destiñe la bilis, ahuyenta el malestar, baila cuando procede, sabe hacer pedorretas pero también discursos, no repara en admiraciones, desde Antonio Machado hasta Juan Gelman —y admirar es una de las tareas más difíciles en este mundo de egoísmos perros, solo al alcance de los espíritus más altos—, es saludablemente anticlerical y disfruta tanto con Luis Cernuda como con El cipote de Archidona, de don Camilo. Ramón posee la rara virtud de contagiar, a la vez, sosiego y energía. Cuando uno está con él, está mejor: es mejor.

lunes, 20 de diciembre de 2021

De jardines mediterráneos (y 2): Santa Clotilde, en Lloret de Mar

Los jardines de Santa Clotilde, en Lloret de Mar, están a solo quince minutos en coche de los de Marimurtra. Nos llama la atención que haya unos jardines considerados bien cultural de interés nacional en un lugar como Lloret, que se ha significado, desde hace mucho tiempo, como destino del turismo europeo más andrajoso y devastador: hordas de guiris que ya bajan borrachos del avión (y que, si aún no lo están, no tardan ni cinco minutos en pillar tremenda cogorza) han conquistado sus calles y sus hoteles, desde los que practican la afamada modalidad del balconing, en la que son unos expertos, gracias a la cual engrosan cada año la lista de los turistas muertos por descalabramiento o fractura de columna vertebral. Sin embargo, cuando llegamos a los jardines de Santa Clotilde, somos nosotros los que nos emborrachamos enseguida, pero de la belleza del lugar. Son muy distintos de Marimurtra, ubérrimos, lujuriantes; Santa Clotilde es aristocrática y renacentista. No encontraremos la frondosidad del cosmopolita vergel de Blanes, pero, a cambio, disfrutaremos del orden delicioso de estas hectáreas espléndidas. A la entrada, se alza un casa particular, en la que todavía vive la última familia propietaria de los jardines. El acceso está prohibido, como diversas vallas y carteles (en varios idiomas, entre ellos el ruso) y los propios empleados de los jardines no se cansan de recordar. Dos estatuas de perros muy fieros, con collar de clavos al cuello, como los mastines que velan por las ovejas contra los lobos, flanquean el acceso a la propiedad. Nos queda claro que los curiosos no son allí bienvenidos. En cambio, el camino —o más bien avenida— que se adentra en los jardines, despejado como el cielo, nos acoge, hospitalario, enseguida. Por el paseo de los Tilos llegamos a la primera plaza del recinto, apropiadamente llamada «de la Bienvenida». En la plazuela hay un busto de mármol, neoclásico, apoyado en un pedestal cubierto de hiedra. Está desnarigado, como otros que veremos. La tentación de desnarigar los bustos es irremediable y universal. Muchos pueblos han privado a las estatuas de las civilizaciones que las habían precedido de todo aquello que sobresaliera —narices y, ay, órganos genitales— para despojarlas de su poder simbólico y, por lo tanto, para afirmar su presencia frente a los desalojados o vencidos. Pero el desnarigamiento de los bustos de estos jardines no obedece a ningún conflicto territorial, sino a puro y simple gamberrismo. Advertimos muchos cipreses a nuestro alrededor. De hecho, los jardines de Santa Clotilde son un vasto cipresal, que abarca tanto el autóctono cupressus como el más exótico ciprés de Monterrey (cupressus macrocarpa), que puede vivir más de 2.000 años, aunque estos no deben de ser tan antiguos. Los jardines se empezaron a construir en 1919, pero no se inauguraron hasta 1926. A diferencia de Marimurtra, obra de un burgués ilustrado, Santa Clotilde es creación de un aristócrata católico, el marqués de Roviralta, que era médico y un aplicado creyente en la beneficencia pública. Por eso fue consejero de Asistencia Social en el gobierno de la Generalitat durante el Bienio Negro. La caridad cristiana inspiraba su actuación. Su marquesado era pontificio, es decir, había sido otorgado por el Papa. En su escudo heráldico lucía la divisa Robur in fide, o sea, la fortaleza está en la fe. Y el nombre del jardín es el de su primera mujer, Clotilde Rocamora, muerta a los 32 años a causa de una intoxicación, al que se añadió el trascendental aunque algo previsible adjetivo de «santa». Claro que el marqués se podía permitir ser filántropo: por ser marqués y por el éxito de sus negocios, el principal de los cuales fue el de la glefina, un tónico reconstituyente a base de aceite de hígado de bacalao endulzado con azúcar quemado, como la crema catalana, indicado contra el raquitismo y la malnutrición, que a principios del siglo XX todavía causaban estragos en España, y que arrasó entre los enclenques del Principado y de España toda. El truco del azúcar quemado, que disimulaba el espantoso sabor del aceite, explica la popularidad del producto. La glefina hizo rico al laboratorio que la preparaba, Andrómaco —el nombre de uno de los médicos de Nerón—, propiedad del marqués de Roviralta y de Ferran Rubió i Tudurí, hermano de Nicolau Maria Rubió i Tudurí, el arquitecto a quien el marqués encargó el diseño de los jardines, que sería su primer proyecto; luego se haría famoso. Seguimos por el paseo y llegamos a la plaza central del conjunto, «de las Sirenas», así llamada porque de ella nace la escalera homónima, con cinco estatuas de sirenas, de bronce y aire botticceliano. Algunas tienen una sola cola; otras, dos. Varias surgen de sendas conchas; otras, no. Todo depende. Las esculpió Maria Llimona. En la plaza de las Sirenas nacen otras dos escalinatas. En lo alto de una, distinguimos otra estatua, muy parecida a la Venus de Milo, sin brazos, como ella. Avanzamos por el paseo, ahora llamado del marqués de Roviralta, hasta llegar al mirador de la Boadella, cuyo nombre es el de la playa aledaña, blanca, tranquila, en la que vemos a algunas parejas paseando y hasta tomando el sol. Anay me conmina a sentarnos en las chaises-longues que hay en el césped y desde las que contemplamos el enriscado paisaje que ya hemos admirado en Blanes. Aquí, sin embargo, no hay casas ensuciando las laderas ni colgadas de los acantilados: el paisaje es verde y virginal. Por el cielo pasan nubes, con las que es divertido hacer tests de Rorschach. Anay está absorta en el firmamento, quizá imaginando que los cúmulos que pasan ahora son seres maravillosos. Yo, en cambio, soy más de ver criaturas deformes o fieras corrupias. Las olas siguen ahí, laboriosas, perseverantes. Los rayos del sol continúan cayendo, como dardos amables. Los pinos que nos escoltan se inclinan hacia el agua en busca de luz. Y las rocas de los acantilados acogen a bandadas de pájaros, que se refugian, chillando, en sus escarpaduras. Descansados, reemprendemos el paseo, que nos lleva, subiendo por la escalinata del Mar, hasta la plaza del Mediterráneo, presidida por otro busto masculino, este con nariz, y luego al estanque, en cuyo centro se alza una estatua doble, de una mujer con túnica y un niño a su vera. Nos reconforta saber, como informa un rótulo, que los jardines se riegan con agua regenerada. El agua es un elemento muy preciado en este lugar, y a sus muchas virtudes se suma, pues, la de tener varias vidas. Además de los omnipresentes cipreses —ese árbol alegre, que daba la bienvenida en las villas romanas, y que el cristianismo convirtió en un árbol fúnebre, habitual de los cementerios, donde simboliza el ascenso del alma de los finados al reino de Dios—, vemos pinos, tilos, naranjos y cedros del Himalaya y del Atlas. No son gregarios: no se juntan en exceso; todo se distingue con nitidez, sin merma del equilibrio del conjunto. Todo en estos jardines es suave, mesurado, sereno: ejemplo de la armonía renacentista, recuperada por el novecentismo catalán. No hay terrazas, fisuras ni destemplanzas en el terreno: todo fluye con ligereza y cae sin fricción. Lo hecho por el hombre encaja, sin disonancias, con lo creado por la naturaleza. Más allá del estanque, damos con la pérgola, la escalera de los leones —guardada por sendas estatuas: de un león dormido y de otro despierto— y el mirador dedicado al diseñador del lugar, Rubió i Tudurí. Este no da al mar, sino a la montaña: la perspectiva es limitada, pero aun así agradable. Poco nos queda ya por ver, aunque no nos importaría seguir viendo esto mismo una y otra vez; más aún, no nos importaría quedarnos a vivir aquí. Nos encaminamos, pues, a la salida, moderadamente felices. No hemos hecho nada más que pasear y mirar. Pero eso nos ha dado felicidad. Ojalá nunca hiciera falta hacer, ese tótem abominable de la vida contemporánea, y solo bastara la contemplación para sentir que el mundo está bien hecho, como decía Jorge Guillén, y que es complaciente con nosotros.

martes, 14 de diciembre de 2021

De jardines mediterráneos (1): Marimurtra, en Blanes

Hoy me voy de excursión con una amiga, Anay. Visitaremos dos jardines botánicos muy cercanos entre sí: Marimurtra, en Blanes, y Santa Clotilde, en Lloret de Mar. No me gusta conducir, pero encuentro hasta placentero circular por las calles de Barcelona a esta hora tempranísima de un miércoles atravesado por el magno puente de la Inmaculada Constitución: están vacías, casi como durante el confinamiento. Solo nos acompaña el temblor grisáceo de la mañana recién estrenada y el rumor rugoso de los neumáticos en el asfalto húmedo. En menos de una hora llegamos a Blanes: la autopista está aún más vacía que la ciudad. El tráfico ha sido tan llevadero que aparcamos en la misma puerta del jardín botánico Marimurtra un cuarto de hora antes de que abran y decidimos llenar ese hueco imprevisto con una visita a la vecina ermita de Sant Francesc, una de las muchas que salpican los alrededores de Blanes. Es una construcción encalada de blanco y muy chiquita, pero con espadaña. A una de sus paredes se aferra una hinchada buganvilla, tachonada por sus hermosas flores violetas, debajo de la cual luce una placa cerámica con un poema de Joan Maragall, «Cap al tard en la platja de Sant Francesc ['Al atardecer en la playa de Sant Francesc']: Flameja al sol ponent l'estol de veles / en el llunyà confí del cel i l'aigua... ['Flamea al sol poniente la escuadra de velas / en el lejano confín del cielo y el agua...']. La ermita data de finales del siglo XVII, como acreditan dos inscripciones en piedra de la fachada, aunque discrepantes: en una consta 1681 y en la otra, 1683. La erigieron los pescadores de atún de la comarca para rendir culto a San Francisco Javier, aunque inquieta que la primera piedra la colocara el reverendo padre Francisco de Poch, nada menos que calificador del tribunal de la Santa Inquisición de Barcelona y examinador sinodal del obispado de Barcelona, sea esto lo que sea, pero que acojona. A los pies de la ermita, igual que, como veremos luego, a los pies de los jardines, el Mediterráneo se estampa contra las rocas de los acantilados y expulsa espumas que se esparcen por el aire, llamas blancas, desaparecidas tras la explosión, pero que se suceden sin fin. La piedra, no obstante, aunque mordida por el oleaje, resiste el embate, y se diría más bravía que el agua, torcida, dentada, zarandeada, dinámicamente inmóvil. Volvemos a Marimurtra y entramos ya. El jardín lo fundó, en 1921, un hombre de negocios alemán establecido en Cataluña, Carl Faust Schimdt, al que la botánica le gustaba más que los negocios. El nombre proviene de la unión de «mar» y «murtra», 'mirto' en catalán, abundante en estos parajes. Carl Faust habría podido llamar a su jardín «Mar y Montaña», pero la gente lo habría confundido con un restaurante, y, claro, se lo pensó mejor. El hombre luchó mucho por este lugar: consiguió que sobreviviera a los bombardeos y catástrofes de la Guerra Civil, y luego a la incautación de las propiedades alemanas después de la Segunda Guerra Mundial. Es un jardín enorme y exuberante: contiene más de 200.000 plantas de 6.000 especies diferentes, incluidas 150 en peligro de extinción o que ya han desaparecido de sus hábitats originales. Esto es, pues, un bosque y una suerte de museo, o de reserva india. El terreno, de unas 16 hectáreas, se divide en zonas etnobotánicas, aunque muy juntas unas con otros, casi superpuestas: paseamos por entre las cactáceas de México o las propias de las zonas áridas de Chile, Canarias o Sudáfrica, por el arboretum templado o el subtropical. Admiramos magníficos ejemplares de euphorbia canariensis, de encephalartos ferox, con sus bulbos anaranjados, de gloriosa mediopicta —esto es, yuca—, de araucaria heterophylla o de la aún más espectacular araucaria bidwillii. Hay palmerales, chaparrales y bambudales, cuyo salvajismo contrasta con el artificio de un tronco seco y pintado, al modo de Agustín Ibarrola. Nos intriga la zona de plantas tóxicas, junto a la que pasamos con cautela y alguna reverencia. Identificamos la ungínea marítima, que sirve como matarratas, y la belladona, que tiene usos médicos, pero cuyos muchos alcaloides la convierten, mal administrada, en un veneno fatal. En un recodo, damos con un ombú, también llamado bellasombra, cuyo panel informativo, un tanto ajado ya, dice que es el árbol nacional de la Argentina. Pero Anay —cuyo nombre proviene de anahí, el nombre guaraní de la flor del ceibo— sostiene que el árbol nacional de la Argentina es el ceibo. Acudo, en un aparte, sin que Anay me vea, a la versión contemporánea y muy mejorada de la Enciclopedia Británica que es Wikipedia, y compruebo que las opiniones están divididas, como en los toros: en algunas páginas consta el ombú como árbol nacional; en otras, el ceibo; y en otras más se especifica que el árbol nacional es el ombú, pero la flor nacional es la del ceibo, una distinción interesante que acaso resuelva la peliaguda cuestión. A mí, no obstante, más interesante que la condición nacional o no del árbol, me interesa el hecho de que el ombú puede ser masculino, y tener solo flores, o femenino, y tener flores y frutos. Como los humanos, más o menos. Seguimos nuestro paseo por la selva de Marimurtra, bendecidos por el día claro y la temperatura suave, el canto de los pájaros que se refugian en las infinitas ramas del lugar, y los olores, también infinitos, que desprenden de los matorrales y las plantas. Cerca del área de descanso —un bar con una agradable terraza de sillas y mesas de madera en el septentrión del jardín— vemos un «hotel de insectos», una de esas casitas rellenas de paja, madera y broza para que críen los insectos, a salvo de depredadores, pisotones y riadas, y con todas las comodidades de la hostelería moderna. Pese a su interés, Anay no se acerca demasiado. No le gustan los bichos, y sospecho que, si por alguno de los muchos agujeros de la casita asomara un abejorro, una crisopa o una avispa de las arañas, tres de las especies que se hospedan en estos establecimientos, apretaría a correr y quizá no parase hasta llegar a Barcelona. Pero Marimurtra no es solo un jardín botánico, sino también algo parecido a un parque cultural: Carl Faust era un filántropo ilustrado, uno de esos alemanes laboriosos creyentes en la ciencia y la razón, como un von Humboldt del Ampurdán, que sembró su jardín de numerosos ejemplos de su devoción por las artes y el saber, en forma de homenajes a científicos, filósofos y escritores. Un busto suyo, modesto para la magnitud de su esfuerzo, luce en la pérgola de Marimurtra. Y en varios rincones asoman versos, inscritos en delicadas placas cerámicas. Wordsworth nos recuerda que «la naturaleza nunca ha traicionado al corazón que la ha amado», y Goethe, una de las grandes influencias de Carl Faust —de nombre muy goethiano—, nos da la clave del lugar con estos versos de una canción que canta Mignon, la protagonista de su novela Años de aprendizaje de Wilhelm Meister, traducidos al catalán por Joan Maragall y al castellano por Sebastián Sánchez Juan: Kennst du das Land, wo die Zitronen blühn, / Im dunkeln Laub die Gold-Orangen glühn, / Ein sanfter Wind vom blauen Himmel weht, / Die Myrte still und hoch der Lorbeer steht? ['¿Conoces el país donde florece el limonero, / centellean las naranjas doradas entre el follaje oscuro, / una suave brisa sopla bajo el cielo azul, / y hallar se puede al silencioso mirto y al alto laurel?' (versión de Abel Alamillo)]. En otro punto del recorrido encontramos el adusto pero penetrante perfil de Charles Darwin, homenajeado también. Uno de los varios miradores del jardín está dedicado a Ramón Margalef, el gran ecólogo catalán, que, recién licenciado, colaboró con Carl Faust en Marimurtra. Y, en fin, la escalera de Epicuro —aquel gran defensor del placer morigerado, del hedonismo racional: el otro gran referente del pensamiento de Carl Faust—, flanqueada por cipreses, se constituye como columna vertebral del conjunto, si es que algo cumple esa función en esta romántica y, por lo tanto, deliciosamente caótica jungla mediterránea (y mundial). La magnífica drossanthemum floribundum, también llamada cabellera de la reina, tiñe de rosa, en primavera, la rocalla por la que discurren las escaleras epicúreas, pero ahora, en diciembre, solo podemos disfrutar de los colores pizarrosos de la piedra. La escalera de Epicuro desemboca (o nace, según se mire) en el templete de Linneo, el padre de la taxonomía biológica, a quien Carl Faust rinde asimismo homenaje, un sencillo pero airoso quiosco sostenido por ocho columnas dóricas, desde el que contemplamos el mar y el cielo azules, hermanados —apenas los distingue el horizonte—, y la abrupta línea de la costa, salpicada por espesos cúmulos de vegetación, en muchos de los cuales brillan, como estrellas varadas, legiones de flores amarillas, o bien por las casas que se construyeron aquí, y en toda la Costa Brava, en los años 50, cuando estos parajes, hasta entonces moderadamente intactos, se abrieron —o más bien se destriparon— al turismo moderno, es decir, masivo. Las construcciones que vemos eran entonces semilujosas; hoy resultan feas y toscas, como grandes moluscos gibosos que se hubieran abierto camino por la infinita pineda que tapiza la costa. Hacemos el esfuerzo de imaginar este lugar sin la presencia humana —o, por lo menos, sin la presencia humana inmobiliaria; el templete de Linneo nos parece estupendo que esté aquí— y nos dejamos arrullar por el ruido de las olas y acariciar por la luz sedosa, que cae con delicadeza, como si no quisiera molestar. Nos marchamos, por fin, calmados y excitados al mismo tiempo. Camino de la salida, pasamos junto a un estanque habitado por nenúfares, aquellas plantas que tan a menudo aparecían en los poemas de Francisco Villaespesa, el cual se maravilló un día, paseando por el Retiro con Unamuno, de lo bonitas que eran aquellas extrañas flores que flotaban en el estanque del parque. «Son nenúfares, Paco», le respondió don Miguel, «esas flores que tanto elogias en tus poemas». Anay recuerda a Ofelia, muerta, rodeada de flores. Y su evocación es certera, aunque no haya nenúfares en el cuadro de Millais.

viernes, 10 de diciembre de 2021

Cayetana

Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta-Ramos tiene cara de personaje de Picasso, como Rossy de Palma. Y carácter de personaje de Céline. O de Pedro Muñoz Seca. También es marquesa de Casa Fuerte. Su prosapia sobrecoge: entre quienes han transmitido la semilla principesca que ha desembocado en Cayetana, figuran conquistadores, virreyes, capitanes generales y grandes de España; hasta los burgueses de su familia han culminado grandes gestas: el fundador de la ciudad del Mar del Plata, estanciero intrépido, es tataratataraalgo suyo; y otro de sus antepasados, no menos ilustre, Francisco de Borja Álvarez de Toledo Osorio y Gonzaga, duodécimo marqués de Villafranca, recibió en 1819 de Fernando VII, aquel monarca preclaro, la Medalla de Sufrimientos por la Patria. La familia Álvarez de Toledo siempre se ha significado por sufrir mucho por la patria; por la patria, por su unidad y su gloria, hay que hacer cuantos sacrificios sea menester, y hasta colaborar con la FAES si es necesario. Es normal, pues, que, sin haber alcanzado un genuino conocimiento de la condición humana —que conduce a la certeza de la incertidumbre y al calambre del desamparo, antídotos para cualquier tentación de encumbramiento—, haya desarrollado los aires de emperatriz de todas las Rusias que la caracterizan. Cayetana, como cualquier marquesa viajada, habla varios idiomas: inglés, francés y español, como mínimo, y en todos ellos suelta los mismos disparates. No habla, sin embargo —casi ni entiende—, el catalán que se habla en la provincia por la que es diputada, Barcelona, pero eso es normal, porque todo el mundo sabe que el catalán es un idioma de segunda que los barceloneses, y los catalanes en general, utilizan porque no les da la gana utilizar el castellano, que es la lengua de todos. Aunque, si Cayetana visitara un poco más la provincia cuyos intereses tiene la obligación de defender —en la que ha puesto los pies una vez o ninguna desde que fuera elegida, hace un bienio—, quizá le resultaría menos engorroso aprenderlo. Cayetana no es nacionalista, es más, es antinacionalista, pero tiene tres nacionalidades: española, francesa y argentina. Como uno de sus variopintos mentores, el Nobel y antiguo escritor Vargas Llosa, que tampoco es nacionalista, pero que tiene dos: peruana y española. Curiosamente, los que más contrarios al nacionalismo dicen ser, son los que más naciones acaparan. Cayetana es antinacionalista como el Papa es antirreligioso. Cayetana defiende que España sea soberana e independiente, pero rechaza que otras comunidades también lo sean. Como tantos otros patriotas españoles, niega a los demás aquello de lo que ella disfruta. Cayetana comparte un nacionalismo plenamente investido de Estado, que, por tanto, ha satisfecho todas sus ansias de reconocimiento institucional frente a sí y frente al mundo, y que, a fuerza de no percibirse, ni siquiera llega a concebirse como nacionalista. El nacionalismo es, para Cayetana, un horror, siempre que sea el de los otros. El propio no lo es, porque no es nacionalismo. O, en todo caso, es un nacionalismo no nacionalista. La invisibilidad del nacionalismo que anima a tantos —políticos y no políticos, de derechas y de izquierdas, aunque los de derechas siempre han experimentado una mayor necesidad de refugiarse en la comunidad, en la tribu, para sentirse alguien— es una singularidad de la política contemporánea, casi tan reseñable como la propia existencia del nacionalismo. Cayetana lleva la ideología como lleva la ropa: visible, colorida, de marca. En su cráneo no hay cerebro, sino ideología. La ideología le rebosa hasta tal punto que, cuando abre la boca, se le caen las palabras «democracia» o «libertad». Son palabras de escayola, tan escuálidas como la razón que las sustenta, aunque, cuando las expele, parezca que pronuncie un nuevo discurso de Gettysburg. El concepto de democracia de Cayetana es como el concepto de religión del Papa: es democrático (y religioso) lo que ya existe, lo que tengo yo, lo que no cuestiona las seguridades en las que he prosperado. Esa es la única fe verdadera; lo demás es expulsado a las tinieblas exteriores: cosas irrealizables, inimaginables, heladoras. Cayetana no concibe el Estado moderno como un acuerdo, diariamente renovado, entre ciudadanos libres, sino como el mantenimiento de las instituciones públicas y las entidades políticas sacramentadas por el curso ciego de la historia. Defiende una democracia de estuco, una democracia mosaica, una democracia españolísima y sagrada. La democracia es para ella un fetiche que debe permanecer incólume, un tótem de piedra. Como ha recordado el peligroso crítico marxista Terry Eagleton en Ideología (2005), «cuanto más terriblemente utilitaria es una ideología dominante, más refugio buscará en la retórica compensatoria de carácter trascendental (...). La base del capitalismo moderno está, así, en contraposición con su superestructura. Un orden social para el cual la verdad significa el cálculo pragmático sigue apelando a verdades eternas; una forma de vida que (...) invoca ritualmente lo sagrado». De la misma guisa procede Cayetana con la palabra «libertad», revestida de pladur sacro, vacía como el caparazón de una tortuga muerta, y que solo es libertad si libera a quienes piensan como ella de cuantos piensan —es decir, desean— otra cosa. En la cosa de la libertad, Cayetana ha encontrado una amiga entrañable en Isabel Díaz Ayuso, la musa capitalina cuya capacidad para excretar sandeces, con muy castiza naturalidad, eso sí, supera la de cualquier dirigente político desde el inenarrable Pich i Pon. Pero Cayetana también ha tenido aciertos, y uno, en particular, muy destacado: ha conseguido engañar a todo el mundo, y eso es muy meritorio, aunque España sea tierra propicia para engatusamientos semejantes. Alguien que se presentaba sencillamente como periodista, aterrizó un buen día en España y, tal como puso el pie en la tierra de sus ancestros, embrujó a Pedro J., que se atusó los tirantes y la aupó a los altares del El Mundo, y luego a ese prócer del periodismo patrio, fino intelectual y dechado de ecuanimidad, que es el turolense Federico Jiménez Losantos, para, por fin, infiltrarse en el PP y ser nombrada jefa de gabinete de Angelito Acebes, aquel ínclito secuaz aznariano al que todavía recordamos asegurando a los españoles, con aplomo inconmovible, que el atentado del 11-M había sido obra de ETA. Cayetana se labró, con desparpajo y largueza verbal, el futuro del que carecía en la Argentina, una república quizá demasiado turbulenta para ella y poco dada a bailarles el agua a aristócratas que confraternizaban con el enemigo, y en el Reino Unido, donde había estudiado con el historiador conservador John Elliott, pero en el que su mediocridad intelectual, su conservadurismo inclemente y su patrioterismo mohoso, amén de una altanería draconiana, no iban, no podían pasar inadvertidos, ni las rígidas esferas políticas iban a abrirse para dar cabida, como Cayetana ansiaba, a una franco-argentina más estirada que las inglesas más estiradas, que ya es decir. Como decía Julio Camba, las hijas de Albión parecen paraguas; pero es que Cayetana parece una sombrilla de playa. Por eso recaló en España. Como recuerda siempre que puede —porque eso de la patria, ya lo hemos visto, le mola mucho, siempre que no sea una patria que impugne a la suya—, Cayetana decidió hacerse española, desmintiendo así a Cánovas del Castillo, para quien era español el que no podía ser otra cosa. Aquí debió de reconocer el lugarejo papanatas donde los políticos —y, ay, los intelectuales— son tan zoquetes que aclaman a las señoras linajudas que hablan idiomas (y español con exótico deje rioplatense) y se pasean por las redacciones de los periódicos y los congresos de los partidos con un doctorado por Oxford bajo el brazo (Pablo Casado lo hace con uno por Harvaravaca, facilitado por un ahora retribuido magistrado del Tribunal Constitucional, y Pedro Sánchez con otro semiplagiado, de prosa atroz) y mucho deslenguado y neolítico neoliberalismo: un rincón estupendo para ser cabeza de ratón, porque, en realidad, Cayetana siempre ha querido ser lo que le falta: cabeza, aunque sea de una sociedad tan provinciana y cabrera, al decir de Cernuda, como la nuestra. Cayetana se hizo, pues, española —y ahora flamea su españolía con desacomplejada facundia— y del PP, es decir, de centro-derecha: en nuestro país, igual que los nacionalistas españoles no son nacionalistas, sino constitucionalistas, los derechistas no son derechistas, sino centroderechistas, que es lo mismo, pero un poco menos. Hasta los neofascistas de VOX, con los que el PP no vacila en amistarse para gobernar, son de centroderecha. Y a Cayetana, tan liberal, tan esclarecida, tan constitucionalista, la veneran ahora hasta los otrora eximios intelectuales patrios, como Fernando Savater, que cada día que pasa abraza la carcundia con más ahínco (y para mayor sonrojo de los que alguna vez creímos en sus infancias recuperadas y sus corrosivas desmitificaciones), o Félix de Azúa, que idolatra a Cayetana solo un pizca menos que a Ciudadanos, otros cracs del facherío nacional, a los que piensa seguir votando hasta que culminen el camino que han emprendido con entusiasmo y se suiciden definitivamente, por no hablar del ya mentado Mario Vargas Llosa, que acaba de publicar un articulazo en la página noble de El País, ese periódico dizque de izquierdas, para defender a su pupila resueltamente contraria al nacionalismo (de los otros). Todos ellos han sido seducidos por el hecho, insólito en la política española, de que Cayetana sea capaz de articular una frase con un sujeto, un verbo y un predicado, por este orden, y hasta con una oración subordinada a continuación. Pobres, no estaban acostumbrados. No obstante, no sé yo si a Cayetana le complacerán demasiado los halagos de estos revenidos septuagenarios y octogenarios de la reacción, cuando ella ha demostrado no sentir demasiado respeto por la edad, como en aquella ocasión en que llamó «senil» y «abuelita entrañable» a Manuela Carmena, la alcaldesa más civilizada que ha tenido Madrid en décadas, a la que no pudo, ni podrá nunca, perdonar que hubiese cometido la atrocidad de vestir al rey Gaspar con un vestido que no era de verdad. Se conoce que Cayetana acaba de publicar un libro, Políticamente indeseable, cuyo título es otro acierto, acaso el único: Cayetana es políticamente indeseable, pero no por las razones que ella alega, y con las que se autoengaña y pretende seguir engañando a todos, sino por dogmática, sectaria y radical: radical del españolismo, radical del capitalismo, radical de la injusticia, radical del desdén, radical de la desigualdad, radical de la falta de compasión. A Cayetana, como la portadora de la sangre azul que es, le resulta existencialmente inconcebible que haya gente que sufra necesidades —en muchos casos, necesidades extremas— sin responsabilidad por su parte, sino como consecuencia de unas relaciones de poder obscenamente desequilibradas, de las iniquidades estructurales a que conduce la economía de mercado. Cayetana es incapaz de entender que muchas mujeres están sometidas a la violencia machista —a veces, física o sexual; siempre social, todavía— y que no pueden librarse de ella sin ayuda. Cayetana desconoce el concepto de solidaridad, que es, para ella, una superchería de la izquierda, como la sociedad era una engañifa para Margaret Thatcher, para quien solo existía el individuo. Cayetana lleva toda la vida siendo rica, viajando por el mundo, codeándose (y hasta casándose) con lo mejor de cada casa. A algunos beneficiados por la fortuna, los más lúcidos o sensibles, disfrutar de tantos privilegios por derecho de nacimiento los vuelve conscientes de la situación en la que malviven tantos que no tienen tanta suerte. Pero a la mayoría no, y a Cayetana tampoco. Cayetana es, en este sentido, una aristócrata adocenada cuyo ensoberbecimiento solo obedece a una íntima mezquindad moral, a una sombría vileza disimulada por una bien cuidada cabellera rubia.

domingo, 5 de diciembre de 2021

Ventajas e inconvenientes del suicidio

                          No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio.
ALBERT CAMUS, El mito de Sísifo

VENTAJAS

No tendría que coger un tren abarrotado todas las mañanas para ir a trabajar.

No tendría que ir a trabajar.

No contaría, desde la cama, los grumos de oscuridad que me asedian por la noche, ni los vería sonreírme, como polillas enormes. 

No sentiría la oscuridad mordiéndome los dedos de los pies y subiéndome por el espinazo hasta estallar dentro, donde los pulmones.

No vería cómo los cuerpos de las personas que me rodean se pudren.

No tendría que ir a la farmacia a comprar los medicamentos que impiden que se pudra el mío.

No tendría que esperar a que me dieran mesa en un restaurante.

No sentiría la levedad deshacerme los huesos, obstruirme la tráquea, arrancarme los testículos.

No pasaría los días sentado frente a la nada.

No sufriría por no haber escrito un poema en mucho tiempo.

No escribiría poemas.

No me dolería recordar a quienes han muerto.

No tendría que ir al dentista, ni quitar el polvo de los libros, ni soportar que se llenen de ronchas de óxido los espejos.

No conviviría con la idiotez.

No tendría que pasar la ITV del coche.

No tendría que oír las escalas que el vecino del primero practica implacablemente al piano.

No vería cómo se me mueren las plantas.

No tendría que comer solo en Navidad y cenar, también solo, en Nochevieja. 

No me dejaría medio sueldo en algo tan frágil y perecedero como los libros.

No tendría que ir a hacer pesas a un gimnasio ruinoso.

No tendría que desatascar el váter.

Nadie volvería a decirme nunca que no.

No añoraría a quien me repudia.

No necesitaría hablarle a la cajera del supermercado porque llevase días sin hacerlo con nadie.

No sentiría el tiempo perderse por el desagüe de los días. 

No se me estropearía la lavadora, ni la impresora se quedaría sin tinta cuando estuviera imprimiendo un documento importante.

No tendría que cargar con un pene indolente, reacio a la refriega.

No me cruzaría con la odiosa vecina del quinto, que, además, es feísima.

No me decepcionaría releer libros que me entusiasmaron la primera vez que los leí.

No tendría que planificar, al levantarme, en qué voy a ocupar la jornada, ni salir a pasear para desentumecer un cuerpo baldado por la inactividad.

No pensaría en la muerte, ni tendría miedo a morir.

No tendría que sonreír cuando no quisiera sonreír, ni llorar cuando se esperase de mí que llorase.

No sufriría atroces calambres en la cama.

Se extinguiría la incertidumbre.

No tendría que privarme de la tarta sacher, de la morcilla de Burgos, de la torta del Casar.

No sentiría las horas echárseme encima, despacio, como un manto de lava y vacío.

No evitaría mirar fotos para ahorrarme la tristeza.

No pagaría impuestos.

No sería cruel, ni mentiría, ni manejaría por interés a mis semejantes, ni me mostraría indiferente a su sufrimiento.

No tendría que afeitarme.

No me preguntaría por qué hay que vivir, para qué hay que vivir.

No tendría que ser educado; no tendría que agradar.

No me preguntaría quién es ese, cansado, arrugado, que me mira desde el espejo, o que camina a mi lado, o dentro de mí.

No envejecería.

No tendría que negociar nada con nadie; no habría de transigir.

No sentiría envidia.

Tampoco el peso del yo: su espesor ominoso, su gruesa tiniebla, su despótico imperio.

No tendría que hacer trámites digitales, ni despachar con robots telefónicos.

No creería que nada existe, que todo pasa: que la realidad se consuma y desaparece en el mismo instante en el que sucede. 

Dejaría de preocuparme por el destino de mi biblioteca tras mi muerte.

Dejaría de tener esperanza, esa mala puta.

INCONVENIENTES

Elegir la forma de hacerlo: cortarse las venas lo deja todo perdido, y no quisiera poner a mis hijos en el brete de recoger con una fregona la sangre de su padre muerto; para dispararse en la boca o en la sien hace falta un arma de fuego que no tengo ni sabría cómo conseguir; ahorcarse requiere un soporte firme que no ceda a mi mucho peso («dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», dijo Arquímedes; dádmelo a mí y me acabaré para el mundo, digo yo) y del que mi piso carece (además, el estrangulamiento afloja los intestinos y produce erecciones post mortem, dos consecuencias desagradables que me gustaría ahorrar a forenses y allegados), aunque siempre podría colgarme de la reja de una ventana callejera, como hizo Nerval; arrojarse al vacío no asegura el resultado (y puede que conduzca a una situación mucho peor, en una silla de ruedas o lelo para siempre, que la que se pretendía evitar); hacerlo a las vías del tren es una descortesía para con los viajeros; e ingerir una sustancia letal exige un asesoramiento científico que no estoy seguro de lograr, ni de que me garantice un final óptimo, sin incertidumbre ni agonía. (Aunque siempre queden opciones más ingeniosas, como la de Virginia Woolf en el río Ouse: llenarse de piedras los bolsillos del abrigo y meterse en las aguas. Pero ¿en qué río haría eso? ¿En el Llobregat?). 

No tendría vacaciones; ni siquiera libraría los fines de semana.

Los ataúdes son muy estrechos: no podría rascarme la espalda, ni acomodarme la entrepierna, ni rebullir.

El silencio sería, de tan compacto, doloroso.

No vería cuerpos de mujer, ni álamos mecidos por el viento, ni atardeceres.

No leería a san Juan de la Cruz, ni a Marcel Proust, ni a Alejandra Pizarnik.

Nadie me diría nunca que sí.

No sentiría el calor de las sábanas las mañanas de invierno.

Serían imposibles el café con leche y el gin-tonic, el gorgonzola y el tête de moine.

No sentiría la satisfacción de haber escrito un poema, aunque fuese malo.

No podría ayudar a nadie.

No acariciaría pechos, ni lamería vulvas.

No me acompañaría el calor de establo que desprende el latido, la tibieza maternal de las cosas que nos arropan, la alegría animal de respirar.

No sentiría el pálido fulgor de la conciencia, aunque no estoy seguro de que esto sea un inconveniente.

Tampoco el consuelo de las palabras, que pueden ser inicuas, pero también sanadoras.

Sería pasto de los gusanos antes de tiempo.

Bajo tierra, hace frío.

Me envolvería la nada: me colmaría. (La nada sería tanta que ni esta frase sería cierta: no habría nada que envolver; yo ya no ostentaría la condición de algo que pudiera ser envuelto; la nada prevalecería, total, arrolladora en su inexistencia).

Nadie me diría «te quiero», aunque fuese mentira.

Nadie pronunciaría mi nombre.

Nadie vendría a visitarme, salvo, quizá, las escolopendras.

No podría ducharme.

No sentiría el placer del grafito del lápiz rasguñando el papel cuando escribo un verso.

No vería crecer las plantas.

No me encontraría con los amigos para tomar una cerveza y charlar un rato, mientras la tarde pasa.

No vería a mi madre, sin pelo ya, pero sonriendo, en el retrato que conservo de ella en el dormitorio.

No recordaría a las mujeres que he amado.

No escucharía los conciertos para oboe y violín de Albinoni, ni Kind of Blue, de Miles Davis.

No sabría qué ha sido de mis hijos.

No podría celebrar que hubiese justicia, alguna vez, en el mundo: por ejemplo, que Gadafi fuera linchado, o que Slobodan Praljak se suicidara al escuchar el veredicto en su contra del Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia, o que Franco fuese exhumado del obsceno monumento a su victoria.

 

Me salen más ventajas que inconvenientes.


martes, 30 de noviembre de 2021

La recreación del mundo

Marie-René-Alexis Saint-Leger Leger, más conocido por su nom de plume, Saint-John Perse, tuvo, como todos los hombres, una vida claroscura. Pero, a diferencia de todos los hombres, él supo construir con esa penumbra —o no le quedó más remedio que hacerlo— una poesía deslumbrante, que da cuenta tanto de su tortuoso recorrido vital —aunque sin referencias biográficas, sin datos que aminoren la enjundia imaginativa de su relato— como del mundo, real y a la vez fantástico, en el que tuvo lugar.

Había nacido en 1887 en Pointe-à-Pitre, en la isla de Guadalupe, en el seno de una familia de terratenientes, rodeado de la exuberante naturaleza del Caribe. Pero la isla tembló —hubo un devastador seísmo en 1897— y la economía de la familia también, y el niño Alexis hubo de sufrir el primer exilio de su vida: la familia se radicó en Pau, en los Pirineos franceses, después de que la biblioteca familiar, tan querida, que trasladaban desde las Antillas se hundiese por accidente en el mar y solo le pudiera ser devuelta en forma de pasta de papel. Su padre murió pocos años después. Saint John-Perse se marchó entonces a París, ingresó en el Ministerio de Relaciones Exteriores, viajó por Asia —estuvo destinado en China de 1916 a 1921— y, ya regresado a Europa, participó activamente, como alto funcionario y luego secretario general del Ministerio, en la convulsa política europea de los años 20 y 30. Militó, por desgracia, a favor de la no intervención de Francia en la Guerra Civil española —aquella malhadada abstención condescendiente con el fascismo y letal para la República— y formó parte de la delegación francesa en la Conferencia de Múnich de 1938, donde Mussolini lo piropeó como al gran poeta que ya era —había publicado Anábasis en 1924—, pero Hitler gritó: «¿Quién es este martiniqués, este negro que se atreve a desafiarme?». Hitler se equivocaba doblemente: Perse ni era de la Martinica, sino de Guadalupe, ni negro. Pero qué orgullo que Hitler lo insultara a uno. Los nazis, no obstante, le hicieron pagar sus osadías y, cuando ocupan Francia, saquean su piso en París —cinco volúmenes manuscritos e inéditos se convierten en humo—, el gobierno títere de Vichy confisca todos sus bienes y lo priva de la nacionalidad francesa, y él, arruinado y apátrida, tiene que huir a Inglaterra, luego a Canadá y, por fin, a los Estados Unidos, donde se establecerá. Será su segundo y definitivo exilio, y de él nacerá uno de sus mejores poemarios: Exilio. En Washington sobrevive como asesor de la Biblioteca del Congreso, gracias a la mediación de su amigo, el también poeta Archibald MacLeish. Luego viaja por el país, tan anchuroso como China, como ya hiciera en Asia. En 1960 recibe el premio Nobel y muere en Francia en 1975.

Es significativo que su primer libro, Estampas para Crusoe, publicado en la Nouvelle Revue Française en 1909, invocase al protagonista de la novela de Defoe, alguien que reconstruyó la civilización, el mundo, en una isla desierta, con su ingenio y los magros medios que sobrevivieron a su naufragio. Porque lo mismo hará Perse con su poesía: rehacer el mundo, y cantar su reconstrucción, con la materia del lenguaje, eso que sobrevive, en cada uno de nosotros, al naufragio de la vida. Saint-John Perse, desde Estampas para Crusoe hasta Canto para un equinoccio, su último poemario, publicado en 1971, edifica el cosmos: reúne los infinitos paisajes de la naturaleza (Lluvias, Nieves, Vientos, Mares, Pájaros: así se titulan sucesivos poemarios suyos) y las desconcertantes aventuras de los hombres, en el azaroso serpentear de la historia (sus ciudades, sus mitos, sus civilizaciones, sus catástrofes), para comprender ese caos maravilloso y también luciferino, ese hogar y ese exilio: para someterlo al dominio del espíritu. Y lo hace desplegando unos vastísimos conocimientos de geología, de navegación, de astronomía, de botánica, que se suman a los que le proporciona haber pisado, en sus destierros y correrías, las tierras y los océanos del planeta. Los poemas de Perse son himnos euclidianos, ecuaciones jubilosas, saber que muda en asombro y alegría: «erudición sensible», como dijo José Antonio Gabriel y Galán, uno de los mejores traductores de Anábasis. Perse reúne el lirismo y la épica, la objetividad y la imaginación, la conciencia individual y la conciencia colectiva. Y practica la enumeración como pocos poetas lo han hecho: a la altura de Whitman, o incluso más allá, Perse teje sus poemas con montuosas acumulaciones de objetos, profesiones, sucesos o seres; acumulaciones que no son meros catálogos, sino delicados entramados de correspondencias. Nunca sabemos muy bien de qué nos está hablando Perse, pero sabemos con seguridad que es algo muy importante, que nos concierne esencialmente como seres humanos, como habitantes de la historia y del planeta. Saint-John Perse ha pasado a menudo por poeta hermético, pero, como él mismo dijo y recoge el encendido y a la vez analítico prólogo de Juan Carlos Mestre y Alexandra Domínguez, ils m’ont appelé l’obscur et j’habitais l’éclat: «Me llamaban el oscuro, pero yo habitaba el resplandor». Y eso mismo siente, no puede dejar de sentir, quien se acerca a su obra sin la estrechez del cíngulo racional: su forma, versicular, fluyente, exaltada, precisa, constituye el sentido. Sus imágenes, desligadas de ataduras chatamente inteligibles, se bastan para transmitir el alborozo y la confusión de la vida, el pasmo ante las realidades visibles y las invisibles, las luces y las sombras del hacer humano, la soledad que subyace tanto en el exilio como en el amor, las tinieblas del sol y la claridad de la noche. Y todo eso se capta sin más, sin asedios lógicos, desciframientos ni exégesis: por la mera exposición al poder alquímico de sus alegorías, al ritmo embriagador de su verbo. Los poemas de Perse no significan: son.

Saint-John Perse ha tenido siempre mucha suerte con sus traductores: Rilke, Eliot, Ungaretti, Octavio Paz, Walter Benjamin, Drummond de Andrade, Auden y Lezama Lima, entre otros grandes, han vertido su obra a casi todos los idiomas del mundo. En España, también ha recibido la atención de excelentes traductores, como José Antonio Gabriel y Galán, Manuel Álvarez Ortega —que publicó una amplia antología de su poesía, Pájaros y otros poemas, en 1976— y Enrique Moreno Castillo, responsable de unas también magníficas Poesías en 1988. La versión de Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre, probablemente el poeta más persiano de España, junto con Antonio Gamoneda, obra el prodigio de reproducir sin merma la sintaxis ramificante de Saint-John Perse, la prosodia hirviente de sus enumeraciones y su acusada dificultad léxica: la precisión insuperable del original requiere una exactitud equiparable en la traducción. Au grand bruit frais de l’autre rive, les forgerons sont maîtres de leurs feux ! Les claquements du fouet déchargent aux rues neuves des tombereaux de malheurs inéclos. Ô mules, nos ténèbres sous le sabre de cuivre ! quatre têtes rétives au noeud du poing font un vivant corymb sur l’azur, escribe Perse en el poema IV de Anábasis. Y traducen Mestre y Domínguez: «¡En el reciente estruendo de la otra orilla, los herreros son dueños de su lumbre! Los chasquidos del látigo descargan en las nuevas calles sus carretelas de latentes infortunios. ¡Oh mulas, nuestras tinieblas bajo el yatagán de cobre! cuatro cabezas reacias a las bridas del puño forman un floreciente corimbo en el azur».

La edición se completa con el discurso de aceptación del Premio Nobel, que Perse pronunció el 10 de diciembre de 1960, una pieza de altísima oratoria donde se dan razones como esta: «Mediante el pensamiento analógico y simbólico, mediante la iluminación remota de la imagen mediadora y a través del juego de sus correspondencias, en miles de reacciones en cadena y de inéditas asociaciones, por la gracia al fin de un lenguaje en el que se tramite la manifestación misma del ser, el poeta se inviste de otra realidad». Esta visión expansiva, y a la vez entrañada, define la poesía de Saint-John Perse. Y la realidad de la que habla es la que todos albergamos, sin conocerla.

[Este artículo, sobre Obra poética (1904-1974), de Saint-John Perse, con traducción y prólogo de Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2021), se publicó en Letras Libres, nº 235, abril de 2021, pág. 44-46]

jueves, 25 de noviembre de 2021

Dancing Vivaldi

Asisto hoy, en el teatro-auditorio de Sant Cugat —una instalación que no tiene nada que envidiar al Madison Square Garden de Nueva York—, a un espectáculo musical, Dancing Vivaldi, que le pone danza al concierto de Brandenburgo número 3 en sol mayor, BWV 1048, de Juan Sebastián Bach, y al Gloria RV589 en re mayor para coro, solistas y orquesta, de Antonio Vivaldi. No me ha hecho falta mucho para decidirme: Vivaldi es mi compositor favorito y ver las obras que le he escuchado tantas veces me intriga tanto como me conmueve. Los conciertos de Brandenburgo, por su parte, tampoco están mal. Al interés de la velada se suma mi habitual encierro dominical, que he pasado encadenado a la banca de trabajo, como un galeote de la literatura (o de lo que pretendo sea literatura). El cuerpo me pide, pues, algo de movimiento, y el paseo al teatro-auditorio me reconfortará por dentro y por fuera. En la calle hace frío ya, y revolotean las primeras bufandas. Veo a varios vecinos esperando a que las enormes lavadoras de un autoservicio de lavandería concluyan la colada. Los tambores de las máquinas giran como grandes ojos desquiciados, en un caos circular de prendas y colores. Poco antes de llegar al teatro-auditorio, oigo, en un parque adyacente, el estruendo de un concierto. Se conoce que el ayuntamiento lleva —o permite que se lleve— la música tanto a los espacios cerrados como a los abiertos, para que sea omnipresente en la vida de los ciudadanos, aunque estos —en el caso de la música a la intemperie— no quieran. En España, ha de haber música siempre, en todos lados: en el metro, en las plazas públicas, en los retretes, en los ascensores y hasta en los cementerios. Viva la música y abajo el silencio, qué cojones. Que se note que vivimos en una cultura mediterránea y callejera. Por suerte, el teatro-auditorio está insonorizado. No sería agradable, ni para el público ni para los bailarines, que con los acordes de Bach y Vivaldi se mezclaran los exabruptos de un rapero o la última canción del verano de Georgie Dann, in memoriam. Mi asiento está, inverosímilmente, en la primera fila. Aún quedaban huecos en ese lugar privilegiado cuando compré la entrada por internet, y no dudé en hacerme con uno. Mi padre, que iba a menudo al teatro, su espectáculo preferido (junto con el pressing catch, otra forma de teatro), siempre pedía butacas de primera fila. Incluso había sobornado a los taquilleros alguna vez para que se las proporcionaran. Decía que le encantaba que le salpicara el sudor de los actores cuando trabajaban. La sensación de vida, de realidad única e irrepetible, que le transmitía aquella cercanía, frente a la frialdad de tantos espectáculos vistos desde lejos o en una pantalla, era, para él, impagable. Yo no llego a tanto, pero también me alegro de esta proximidad, que permite apreciar mejor muchos detalles de la actuación, y, sobre todo, de la posibilidad de estirar las piernas, algo casi siempre imposible por la estrechez de las butacas, aunque este desahogo tiene una contrapartida: no podré descalzarme como suelo hacer, sino que tendré que disimularlo, no sacando completamente los pies de sus fundas. Para que se note menos, hoy me he puesto calcetines oscuros. Poco antes de que empiece el espectáculo, cuando la orquesta —la sinfónica Victoria dels Àngels— ya está afinando los instrumentos en el foso e interpretando, así, esa suerte de prólogo dadaísta que nos regalan todas las orquestas del mundo, veo a mi lado a una chica con síndrome de Down bailando en el pasillo y haciendo como si dirigiera a la orquesta; luego, les toma algunas fotografías a los músicos. Pero alguien viene a buscarla y desaparecen en la platea. Empieza el espectáculo (precedido por una salutación enlatada en la que la locutora se dirige a los presentes con el inevitable «benvinguts i benvingudes» ['bienvenidos y bienvenidas']; ¿qué ha sido del elegante y exacto «senyors i senyores» o «damas y caballeros» que se ha usado siempre?), y los bailarines, vestidos como en el siglo XVIII, acompañan las alegres evoluciones del concierto de Brandenburgo con una sonrisa. Debe de ser muy difícil mantener esa sonrisa congelada en la cara cuando uno está sometiendo a tanta presión a todos los músculos del cuerpo y, además, tiene que hacerlo coordinadamente con muchos otros, ante los ojos implacables de la audiencia. Pero la compañía de danza, Par en Dansa, integrada por gente muy joven, en su mayoría mujeres, mantiene la mueca con profesionalidad. Sería incoherente, desde luego, que los rostros fueran inexpresivos o reflejasen tristeza cuando suenan los allegros impetuosos de Bach o sus rondós molto vivaci. También percibo de inmediato, y de una forma acuciante, el erotismo de la actuación. La danza, a la que nunca he sido muy asiduo, me impresiona siempre como exaltación del cuerpo, como gloria y culminación del cuerpo. Su presencia en absoluta: todo pasa por él; todo remite a él. El cuerpo —sus movimientos, su flexibilidad, su fuerza— es la voz del baile; el cuerpo dice la música, y es más elocuente que la palabra. Aprecio los muslos desnudos —y sorprendentemente recios, en el caso de no pocas bailarinas; lo celebro—, y los pechos, también rotundos, que se imprimen contra las mallas, y el revoloteo de las manos, y la miradas encendidas, y las nalgas pétreas, de hombres y mujeres, que parecen, en cambio, ligerísimas: todo me acaricia los ojos, mientras las notas de Juan Sebastián me acarician el oído; y siento que se me excita el tacto, inmóvil en la butaca. Los bailarines se tocan, se abrazan, se levantan en el aire, se sujetan por cintura o la entrepierna, se arrastran, hunden la cara en las axilas o el vientre del otro. Oigo el golpeteo de los pies en las tablas del entarimado, el roce granuloso de los dedos en los elásticos, los jadeos de unos y otros en los movimientos más esforzados, y me enardezco, turulato de sensualidad, pero sin perder la compostura, como si el calor de los gestos y la conjunción de los organismos me inflamase por dentro sin alterar mi educado hieratismo. La segunda parte de Dancing Vivaldi no tiene dancing: consiste en la interpretación de la Suite Abdelazer, de Henry Purcell, inspirada en la obra de teatro, de inquietante título, Abdelazer o La venganza del moro, de Aphrah Benn, cuya acción transcurre durante la Reconquista cristiana de la península ibérica. La orquesta, que en realidad debe de ser la sección de cuerda de la formación, porque solo se compone de violines, violas y cellos, ataca la pieza bajo la enérgica dirección de Pedro Pardo, que lee, en el atril, una partitura digital y no luce melena, como la mayoría de los directores —un rasgo que permite ver su actuación—, sino una pronunciada calvicie, lamentable pérdida que compensa con la abundancia sobrevenida de dos mascarillas: una blanca, abajo, y otra negra, encima, esta destinada a hacer juego con el uniforme del grupo, rigurosamente negro, y evitar que la albura de la primera introduzca una pincelada disonante en algo que ha de sonar, en todos los sentidos, minuciosamente conjuntado. Mientras las maestros tocan, se proyecta en la pantalla del escenario una serie de imágenes de cuadros del siglo XVII y los bailarines tienen tiempo de cambiar la indumentaria de época que han lucido en la primera parte por la estrictamente contemporánea que lucirán en la segunda. La coreografía es plenamente moderna, y los trenzados, carreras y sacudidas de los cuerpos hacen una nueva lectura de la deliciosa y a la vez sobrecogedora música de Vivaldi, y le dan un nuevo volumen. A los músicos y bailarines se ha sumado el coro del Orfeó Lleidatà, también dirigido por Pardo, con mujeres a la derecha del foso y hombres a la izquierda. La primera fila en la que me encuentro, me permite apreciar la vocalización de muchos de los cantantes, y hasta las palabras concretas que pronuncia cada uno, no solo el conjunto sonoro, siempre compacto e impersonal: otra ventaja de la contigüidad. En esta tercera y última parte también actúa el coreógrafo de la compañía, Rodolfo Castellanos, exbailarín principal del Ballet Nacional de Cuba, de admirable estampa y evoluciones felinas. También calvo, pero este por expreso rasurado. Sus músculos se despliegan por el escenario en una alarde de elegancia y flexibilidad, llevando las torsiones y los saltos a un ápice de belleza. Cuando salgo del teatro-auditorio, tengo los ojos, los oídos y el pensamiento llenos de ritmo y rebosantes de gozo. Paso al lado de un paqui y me compro unos higos. Así me llenaré también el gusto de placer. 

sábado, 20 de noviembre de 2021

Cosas que no hemos hecho nunca

Ir al cine. Ver atardecer en una playa. La compra. Tender la colada y poner los calzoncillos al lado de las bragas. Tumbarnos en el sofá, con una manta, para ver una película. Jugar a pimpón. Preparar una limonada caliente para el otro cuando está resfriado. Sexo anal. Leer juntos, en silencio. Regar las plantas. Planear un viaje al extranjero. Viajar al extranjero. Caminar sin objeto por la calle cogidos de la mano. Burlarnos de alguna costumbre del otro. Ayudar al otro a hacer la declaración de la renta. Cosquillas. La comida de Navidad. Ir a bailar. Quitarle al otro las gafas cuando se ha quedado dormido en el sillón. Ponernos los dos debajo de un solo paraguas cuando llueve. Ir a la ópera. Endilgarle al otro que asista a la reunión de la comunidad de propietarios. Ir a un restaurante caro a celebrar una buena noticia o un aniversario. Ver la tele (y discutir por quién tiene el mando). Quitarle al otro una miga o una mancha que tenga en los labios o en la ropa. Comprar regalos. Aburrirnos. Cocinar. Escribir juntos. Conocer a la familia del otro. Ir a un entierro. Ir en globo. Leernos en voz alta poemas que nos hayan gustado. Acompañar al otro al médico. Lavarle al otro el pelo, los dientes, el sexo. Cortarle las uñas de los pies. Escucharnos incluso cuando no tengamos ganas de hacerlo. Arroparnos. Emborracharnos. Tener celos. Tener hijos. Ir a buscar al otro a la salida del trabajo. Reírnos con El Intermedio. Jugar al Scrabble. Felicitarnos el aniversario, el cumpleaños, el año nuevo. Quedar con gente. Pensar que el otro ha de morir. Pasar una tarde de domingo en casa sin hacer nada. Ponernos crema en la espalda. Ir al teatro. Bajar a tirar la basura. Mojarnos con la lluvia. Chuparnos los dedos de los pies. Ir a votar. Desatar un nudo que el otro no puede. Llamar para decir que hemos llegado bien. Ver crecer a los hijos. Estar desnudos en casa. Mirarnos a los ojos en la cama por la noche hasta quedarnos dormidos. Ordenar los libros. Descorchar una botella de champán. Hacer el amor en un lugar público. Ir a misa. Grabar un corazón atravesado por una flecha con nuestros nombres en la corteza de un árbol. Llevarle papel higiénico al otro cuando el del váter se ha acabado. Rascarnos la espalda. Acompañar a alguien que agoniza. Discutir de política. Abrir una cuenta corriente a nombre de los dos. Sacarle al otro algo que se le ha metido en el ojo. Ir a un entierro. Casarnos. Intercambiar con el otro el plato que hemos pedido en un restaurante porque no nos gusta. Utilizar el cepillo de dientes del otro. Quitar el polvo. Juguetear con los pies del otro por debajo de la mesa en una reunión. Jugar al Trivial Pursuit. Darle un masaje al otro cuando le duele la espalda. Dejar las persianas subidas para que algún vecino nos vea haciendo el amor. Usar las gafas del otro cuando no encontramos las nuestras. Curarle una herida al otro. Ver amanecer. Vivir juntos. Morir juntos.

domingo, 14 de noviembre de 2021

La ciudad encontrada

Por tercera vez, Los Papeles de Brighton, la editorial fundada y dirigida por Juan Luis Calbarro hace ya ocho años, acoge una obra mía. Antes fueron un sucinto poemario, Décimas de fiebre, en 2014, y un compendio de reseñas y artículos literarios, Homo legens, en 2018. Ahora es La ciudad encontrada, una recopilación de las crónicas que he escrito sobre Sant Cugat del Vallès, la ciudad en la que resido desde 1998 —con los paréntesis de Londres y Mérida—, y que he publicado en mis blogs, Corónicas de Ingalaterra y Corónicas de Españia, desde el 2 de enero de 2014 hasta el 24 de junio de 2021. Así, justamente, se subtitula el volumen: Crónicas de Sant Cugat. Es el cuarto diario que publico, entendiendo por diario esta suma de relatos sobre los lugares en los que he vivido. Me gusta escribir diarios, o quizá debería decir que a los diarios les gusta escribirme. Dar forma escrita a las casi siempre pequeñas peripecias que me suceden allí donde estoy y colgarlas en el blog, es una forma —modesta, pero forma al fin y al cabo— de perdurar: de dejar constancia de nuestros leves pasos in hac lachrymarum valle, que tan importantes son para nosotros mismos, pero a los que tan indiferentes se muestra el mundo. La épica de la cotidianidad nos rescata de la insignificancia de la que estamos hechos, y da la oportunidad a los lectores de reconocerse y, por lo tanto, de confraternizar con su propia levedad. La levedad es nuestra amiga: nos quiere. Aunque casi siempre creamos que lo que nos pasa es el eje alrededor del cual gira el universo, lo que nos pasa suele ser una menudencia por la que no se le mueve un pelo al cosmos (ni a casi nadie). Asumir esa futilidad y relatarla con humor, para que no supure, sino para enaltecerla humildemente, para hacerla tolerable (y hacernos tolerables nosotros) y hasta placentera, es la única redención posible. De eso tratan estas crónicas: de plasmar lo que ocurre con ironía y llaneza; de ofrecer el fruto de la contemplación, ese arte olvidado, con la sal necesaria, para que no sea solo un fruto, sino también un alimento; de contar sin ánimo literario, o con un ánimo literario embridado, consciente de su causticidad, lo que ocupa los días y la conciencia. La ciudad encontrada es, claro, Sant Cugat del Vallès, en el doble sentido del término: es la ciudad que la que entonces era mi mujer y yo encontramos cuando buscábamos un lugar en el que escapar de los alquileres abusivos y el jaleo de la ciudad, pero también una ciudad con la que se tropieza, a la que uno se opone, o de la que disiente. Tengo sentimientos encontrados con Sant Cugat, como creo que se podrá apreciar en estas crónicas. Del libro que ahora publico, me gusta especialmente la ilustración de la cubierta, que reproduce el adorno de la aldaba de hierro de la actual puerta principal de acceso al monasterio de Sant Cugat: es una cara negra, que parece una máscara africana. Y eso conviene singularmente a un pueblo cuyo epónimo —Sant Cugat: San Cucufato— fue un mártir nacido en la provincia romana de Cartago y, por lo tanto, de piel oscura. Por cierto que Cucufato, según el Martirologia romano, ofreció una resistencia numantina a sus torturadores, con la ayuda de Dios: primero volvió a meterse en el vientre las tripas que le habían sacado y a coserse acto seguido el abdomen con un cordón; luego, condenado a la hoguera, vio cómo Dios apagaba de un soplo el fuego que iba a consumirlo; y, más tarde aún, encerrado en una mazmorra (se conoce que los romanos se habían cansado de intentar matarlo sin conseguirlo), logró convertir a sus carceleros. Pero él quería subir al cielo por la vía del martirio y Dios, para agradecerle su fe inquebrantable, accedió a su deseo: permitió que sus perseguidores lo degollasen. Ese regalo le hizo. Hoy, de san Cucufato —Cucuphas en el Martirologio queda la oración testicular que pronuncian los que han perdido algo y hacen unos nudos en un pañuelo: "San Cucufato, san Cucufato, los cojones te ato, y hasta que no encuentres [lo que sea que hayan extraviado], no te los desato". Yo confieso no haber recurrido nunca a Sant Cugat (ni acudido a la oficina de objetos perdidos de la ciudad) para encontrar los paraguas o las gafas que constantemente me dejo por ahí, pero quizá deba hacerlo la próxima vez. Será otra de las ventajas de vivir aquí.

Esto cuento en el prólogo del libro:

Me establecí en Sant Cugat en 1998. Ángeles, mi mujer entonces, y yo llevábamos diez años viviendo en un piso de alquiler en Barcelona y estábamos cansados; de vivir en alquiler, quiero decir, no el uno del otro (todavía). Como ambos habíamos venido, desde nuestros inicios proletarios, a mejor fortuna (por el muy hispánico procedimiento de hacernos funcionarios), decidimos convertirnos en eso que casi todos los españoles quieren ser: propietarios. De proletarios a propietarios, pues. Y empezamos a buscar casa en Barcelona, una tarea que se reveló, sobre agotadora, desesperante: a finales del siglo pasado, el mercado inmobiliario, más hinchado que un zepelín, ofrecía pocilgas a precio de casa solariega, y nuestros magros ingresos no podían hacer frente a los dinerales que el más deleznable hacendado pedía por sus cuatro (y a veces solo tres) paredes. Pero tuvimos un golpe de suerte: el colegio de médicos de Barcelona, alentado por la perspectiva de sumarse a aquel frenesí constructor que dejaba a casi todos beneficios astronómicos, decidió ejercer de promotor inmobiliario y ofreció a sus colegiados —entre los que se contaba mi esposa— una propiedad sobre plano en Sant Cugat del Vallès. (...) La promoción se llevó a cabo sin desfalcos ni incumplimientos —el colegio de médicos de Barcelona es mucho colegio de médicos— y muy pronto nos radicamos en una calle que daba al Parc Central, una zona de nueva urbanización en el municipio. Hasta entonces, Sant Cugat solo había sido para nosotros una más de las muchas localidades del cinturón de Barcelona, de la que apenas sabíamos nada. Sí teníamos la impresión, empero, de que no era como Santa Coloma de Gramenet o L’Hospitalet de Llobregat, destinos de la inmigración española a Cataluña en las décadas precedentes y, a nuestros ojos asustadizos y pequeñoburgueses, ciudades sin ley, poco más que amontonamientos de chabolas, habitadas por hordas de lolailos y navajeros. Sant Cugat era un reducto tranquilo, catalán (no como Santa Coloma y Hospitalet, que eran enclaves andaluces en Cataluña), acomodado y ultramontano  —esto es, situado más allá de la montaña del Tibidabo—, que crecía con firmeza, y que muchos consideraban ya un refugio de pijos. Mi único conocimiento del pueblo —que en 1998 ya tenía poco de pueblo: contaba con más de 50.000 habitantes; hoy acoge a más de 90.000— provenía de las visitas que le había hecho a un amigo de adolescencia que había vivido allí durante un tiempo antes de emigrar a Israel. (...) Recuerdo que un día, tras pasar toda la tarde con ambos paseando por el lugar, fui a la estación de los ferrocarriles de la Generalitat para volver a casa y ya no había trenes: la estación oscura, las puertas cerradas, la sensación de abandono. Volví al piso de mis amigos y hube de pasar con ellos la noche (compartiendo la cama con otra amiga; fue una noche rara). Pero ahí se acabaron mis relaciones con Sant Cugat, hasta que el azar médico inmobiliario me devolvió a él. 

Cuando nos instalamos en nuestro nuevo hogar, aún quedaban bastantes rastros del pueblo que había sido. El Parc Central solo estaba construido hasta la mitad —luego ha crecido hasta constituir, con el adyacente Parc del Turó de Can Mates, uno de los parques urbanos más grandes de España— y, al llegar al final de lo edificado, se veían unos trigales que se extendían al horizonte, interrumpido por los grumos rocosos de la montaña de Montserrat, y que era un placer contemplar a la puesta del sol, cuando los últimos rayos desordenaban los ocres serenos y los convertían en un amarillo refulgente, casi desquiciado. También subsistían —y siguen subsistiendo— algunas casas de la posguerra entre los edificios nuevos y rutilantes: lugares sencillos, a veces incluso toscos, que tenían huertos en lugar de jardines, trabajados por propietarios provectos, que atendían los tomates y las lechugas en camiseta de tirantes. Aquellas fincas, sólidamente ancladas a la tierra, habían resistido el vendaval de la reurbanización y seguían manteniendo su carácter dignamente humilde, que recordaba los esfuerzos de la gente, no demasiados años atrás, por hacerse un hueco en el extrarradio y levantar un techo propio que los protegiera de las amenazas del mundo. Esta condición rural, presente aún en muchos rasgos del pueblo —sus masías, su tradición vinícola, sus negocios de cerámica—, venía conviviendo, no obstante, con el carácter residencial que le había otorgado la burguesía de Barcelona a finales del siglo XIX. Familias pudientes habían descubierto un lugar fresco y apacible, en pleno bosque de Collserola, donde pasar felizmente los veranos húmedos y los incómodos inviernos de su ciudad. En 1914, los ingenieros norteamericanos y canadienses de la Barcelona Traction, Light and Power Company, que estaba electrificando Barcelona, inauguraron en Sant Cugat el primer club de golf de Cataluña, que no solo sigue funcionando hoy, sino que se ha convertido en una respetable institución de la comunidad. Y en 1917 llegó el tren, que facilitó el desplazamiento desde la capital: ya no eran necesarios fatigosos viajes en coche, tartana o animal por los polvorientos caminos o las improbables carreteras de la época. Los más adinerados se apresuraron a levantar torres, mansiones y villas (...) que hoy constituyen un significativo muestrario de la arquitectura modernista y posmodernista catalana, y una prueba del poderío de muchas familias capitalinas. No pocas de esas casas se construyeron cerca de la vía férrea, lo que las hacía aún más adecuadas, a pesar del ruido de los trenes. Otras se diseminaron por el núcleo urbano o dieron pie a nuevos barrios. (...)



Enlace del libro en la página web de la editorial: https://lospapelesdebrighton.com/2021/11/05/eduardo-moga-la-ciudad-encontrada/

miércoles, 10 de noviembre de 2021

Literatura gay

¿La hay? ¿Se puede identificar algo que sea, o que nosotros convengamos en que sea, por los rasgos que la caracterizan, por su tono u objeto, por el perfil psicológico que refleja —si es que refleja alguno—, literatura homosexual? ¿Es literatura gay la escrita por un homosexual, aunque hable del cultivo del crisantemo, o la literatura que trata de la vida sexual y los conflictos emocionales de los homosexuales, aunque la haya escrito alguien que no lo sea? Más aún: ¿es lícito hablar de «literatura homosexual», cuando nunca se habla de «literatura heterosexual» como categoría literaria o fenómeno estético? ¿No supone hacerlo una especificación indebida, una suerte de establecimiento de un gueto ideológico, algo muy cercano a una discriminación? Por otra parte, ¿no es lógico pensar que un rasgo tan señalado de la condición sexual —señalado no por su naturaleza intrínseca, sino por su desviación de la norma, por su carácter excéntrico respecto del mandato social, y, por lo tanto, también por la marginación sufrida, por la superación (o no) de las dificultades para su expresión impuestas por la ley común— ha de imprimirse, de alguna forma, en la sustancia o matriz de lo dicho? Todas estas preguntas, y otras que no sigo enumerando, me asaltan estos días, en que han coincidido en mis manos, por azar, varios textos en los que la homosexualidad está singularmente presente. El primero son los Diarios. A ratos perdidos 1 y 2, de Rafael Chirbes, una obra excepcional, cuya lectura me ha absorbido: por la calidad de su prosa, por la autenticidad y entereza de sus revelaciones personales, por el acierto crítico con el que disecciona el mundo y por la integridad moral que demuestra. Descubrí a Chirbes tarde, cuando vivía en Mérida. Allí leí algunos de sus ensayos, y me sedujo para siempre. Curiosamente, él también había vivido en Extremadura: en un pueblo de menos de 300 habitantes, entre Zafra y Fregenal de la Sierra, llamado Valverde de Burguillos, donde residió nada menos que doce años y escribió seis de sus catorce libros. Allí asistí, como director de la Editora Regional de Extremadura, en 2016, a un encuentro en su homenaje en el que recuerdo que participó, con una destacada intervención, Luciano Feria. En los Diarios da cuenta tanto de las relaciones sentimentales que mantiene con algunos hombres —durante bastante tiempo, con un francés llamado François— como de los encuentros fugaces y moderadamente sórdidos con otros partenaires en locales de ambiente o rincones urbanos aptos para el desahogo inmediato. Pero su relato, aunque cargado del peso que supone satisfacer una sexualidad distinta en una sociedad todavía reticente y a menudo intolerante con el otro, nunca incurre en la autocompasión ni se refocila en lo morboso. Sus informaciones son directas pero naturales, o todo lo naturales que pueden ser en un entorno adverso. (Los Diarios abarcan de 1984 a 2005, un periodo en el que España aún no había avanzado todo lo que ha progresado luego en la defensa de los derechos de los homosexuales, y los españoles participaban más que hoy del tradicional espíritu del macho hispánico y la abominación de los maricones). A Chirbes no lo ofuscan las dificultades que sufre para vivir y disfrutar de su condición, ni la expía de ningún modo, ni exagera lo que experimenta o añora, ni borra con la hipérbole de la prosa el daño o la insatisfacción que siente: refiere lo que le pasa con precisión y calma, aunque no sin confusión ni, a veces, perplejidad. Y lo hace sin envolverlo en metáforas o veladuras retóricas: su llaneza, cervantina, beneficia al relato e ilumina al lector. En la entrada correspondiente al 12 y 13 de diciembre de 1987, describe este encuentro con un vecino:

A las once de la noche, salgo de casa y me encuentro con mi vecino R.: borrachera hasta las siete de la mañana, alcohol, coca, y, a última hora, popper. Como otras veces (todo son preludios para ese desenlace sabido), me pide que me haga una paja delante de él: acerca su cara y mira con ojos morbosas cómo me corro. Él está casado, convencido de su heterosexualidad, pero tiene un órgano infantil, y prácticamente inútil. Se desnuda, se tumba y me mira con la cara pegada a mi polla, que es más bien poca cosa. A mí me excita eso: verle el deseo en los ojos. Me frota, me palmea en las nalgas mientras me la meneo, pega su cara a mi polla casi a punto de chupármela, le doy con ella junto a la boca. Se aparta, finge asco. La tienes gorda, cabrón, dice. No es verdad, pero a él le excita decirlo. Deja que te la toque. Lo hace con dos dedos, como si le diera asco, y a mí me excita verle ese corpachón y allá a fondo de la entrepierna, el rabito como un niño perdido entre sus carnosos y fuertes muslos blancos, mientras vuelve a poner los labios junto a mi polla. Pero no me toques con ella, cabrón susurra (pp. 190-191)

Un segundo libro gay —¿libro gay?— que me acompaña estos días es una antología poética del norteamericano Harold Norse, que ando traduciendo para una editorial andaluza. Norse es un autor completamente desconocido en España. Perteneció al grupo beat, aunque nunca descolló entre los Burroughs, Ginsberg o Kerouac que se llevaban la fama. La primera vez que supe de él fue cuando investigaba sobre un poema de Auden titulado «A Platonic Blow (A Day for a Lay)» [‘Una mamada platónica (un día para echar un polvo)’], que también quería traducir, y di con una cita suya, sacada de su autobiografía, Memoirs of a Bastard Angel ['Memorias de un ángel bastardo'] (que está pidiendo a gritos ser traducida al castellano), en la que decía de Auden y de su escasa habilidad para la felación: «Cuantas más ganas le echaba, menos respondía yo». Norse, obviamente, sabía de lo que hablaba. En su antología, el norteamericano canta el amor homosexual con una intensidad inusitada, y también con poca ocultación, como Chirbes. Pero en sus poemas siempre hay una crítica por la marginación a la que se ve sometido como gay, una denuncia de la represión y el desprecio que el homoerotismo suscita, incluso un temor por el daño que los déspotas de la heterosexualidad de las-cosas-como-deben-ser— todavía podían causar. En una fecha tan tardía como 1999 —Norse había nacido en 1916, y moriría en 2009, solo, en una residencia de ancianos aún escribió un poema titulado «Réquiem por San Robbie Kirkland (1984-1998, martirizado por sus compañeros de colegio)», en recuerdo de un adolescente gay que se había suicidado un año antes como consecuencia del terrible acoso que llevaba sufriendo en la escuela desde los seis años. La poesía de Norse es una exaltación del deseo y de la satisfacción del deseo; una llamada a la liberación de las ataduras que le impiden a cada cual ser como es y a los demás, aceptarlo; una oda al cuerpo del hombre y al placer que proporciona. Harold Norse era muy lorquiano, no tanto en su estilo, más próximo a Bukowski, pero sin sus exabruptos facciosos y sus bravatas de macho, como en su sensibilidad. Admiraba al granadino, cuya «Oda a Walt Whitman» figuraba entre sus lecturas de cabecera, y al que dedica un duro y hermoso poema, «Nos hemos cargado a su amigo el poeta», y menciona en muchos otros, como este «Yo no recomendaría el Amor», de inequívocas sugerencias:

                                                        Mi cabeza se sentía apuñalada
por una corona de espinas, pero bromeaba e iba en metro
y me metía en los calzoncillos del colegio y me masturbaba
y escribía en secreto
                                      sobre el infierno de la adolescencia
porque era “diferente”
el primero y el último de mi especie
reprimiendo sensaciones muy agudas
en piscinas y vestuarios
adicto a los labios y los genitales
loco por las nalgas
                                   que Whitman y Lorca
y Catulo y Marlowe
                                        y Miguel Ángel
y Sócrates admiraban

y escribí: Amigos,
si queréis sobrevivir,
yo no recomendaría
el Amor

Por fin, el tercer libro de asunto (o espíritu, o sensibilidad) homosexual que estoy leyendo, es Poems of a Penisist, que se traduce, sin más, por Poemas de un adorador del pene, del japonés Matsuo Takahashi, publicado en 1975, una antología que incluye su pieza más reconocida, «Oda», un poema de más de mil versos que el publicista Winston Leyland ha calificado como «el gran poema gay del siglo XX». Lo leo, claro, en la traducción al inglés hecha por Hiroaki Sato: mi conocimiento del japonés es ninguno. He descubierto este libro en otra investigación que estoy llevando a cabo: la de la literatura universal dedicada al sexo oral, tanto el practicado por hombres como por mujeres. En fin, es un tema de mi interés. E indagando en este campo, he llegado a esta «Oda», una descripción del amor homosexual hecha por el poeta Takahashi, como Norse, desconocido en España. Es un canto explícito y, a diferencia de los dos anteriores, hondamente metafórico. Takahashi envuelve su adoración en un lujoso manto verbal, plagado de referencias literarias y mitológicas, con el que eleva el objeto de su deseo a una condición espiritual, casi divina, sin privarlo de una dimensión material que conoce bien. No obstante, el pene de esta «Oda» es también un símbolo (fálico, nunca mejor dicho) de la condición homosexual y de la busca homosexual: de compañeros en la oscuridad de algún local, de placer urgente y enseguida desechado por otro, de antídoto contra la soledad; de amor, supongo que podemos concluir. De todo eso habla este libro franco, minucioso, arrebatado, naturalista, alegórico y desvergonzado, esto es, desprovisto de la vergüenza de sentir y de decir lo sentido. Transcribo un fragmento de «Oda». La traducción es mía:

Impulsado por tiernos pensamientos de amor, envuelvo con                         los labios
La camelia, el alambique, la jarra de boca ancha
Un gozoso fulgor
Que brota y desciende al infierno, mi garganta
Espumoso licor de miel que rebosa del tarro de boca ancha
Se derrama por el bien torneado surco y deja una estela                                 brillante
Lo tuvieron almacenado en tiempos de niebla y granizo                                 persistentes
Los feroces bárbaros de un país desconocido
Allende los mares de olas que se desatan en tormentas de                                 invierno
Los hombres que lo engendraron son valientes y violentos
Pero el licor que nació es suave y delicado en la lengua
Agua sagrada que mana en la isla purificadora de Okeonos
Y que una paloma sabia lleva en el pico
Hasta el Olimpo y los labios de los dioses
El mercurio del Dr. Fausto, el espíritu de la tierra de color                            mercurio
Agua que fluye por oscuros caminos subterráneos
Un pozo profundo que se quiebra si se le tira un cubo en una                         noche oscura
Un repentino surtidor en un parque invernal
El humo que expulsa un cohete
Los viscosos vapores de un volcán
Lava que se escurre hasta el pie de la montaña
El tiempo que gotea, una clepsidra
Una avalancha, el descenso de un glaciar
Cataratas congeladas, carámbanos, columnas de hielo
La saliva con que la luciérnaga alimenta a sus larvas
La baba del dragón, las lágrimas de una serpiente, el rastro                         de una babosa
El Camino de Santiago, el río de leche que se formó cuando                             volcó la enorme jarra del cielo (...)