sábado, 27 de enero de 2018

El príncipe de la Paz

Asisto hoy, con mi amiga Teresa Morcillo, a la proyección del documental Príncipe de la Paz. Ascenso y caída de Manuel Godoy en el teatro López de Ayala de Badajoz. Aparco en la plaza de San Atón, justo debajo de la estatua del prócer. Como llego temprano, Teresa tiene interés en que vea el museo del Carnaval, en el que nunca he estado (es decir, ni en el museo ni en el Carnaval). Recorremos la galería que lo constituye admirando el derroche de imaginación (y de costura) que año tras año le echan los pacenses a las carnestolendas. Yo no soy muy amante de los festejos populares me incomodan las muchedumbres y el ruido, pero aún más el torbellino que suponen, brotado de las profundidades de una conciencia colectiva que no necesariamente comparto: el arrastramiento y la anulación de la individualidad a que obligan, pero reconozco el cautivador desafuero de estos atavíos inconcebibles. Después, hacemos una parada en un "chino bueno", como dice Teresa, aunque yo le hago notar que eso es un oxímoron: necesito comprar una caja para mis lápices y otros utensilios de oficina. Resuelto el trámite, nos tomamos un té en otro chino, aunque no lo parezca: el local se llama "El taller" y tiene un aspecto cabalmente occidental, aunque se trata de una franquicia fundada por un empresario oriental. Los chinos compran tierras en África e Hispanoamérica y abren cafeterías en Badajoz: se están apoderando del mundo. Llegamos al López de Ayala con alguna antelación, pensando que eso bastará para conseguir unos buenos sitios. Pero ya a la puerta nos encontramos un gentío. Saludo a Miriam, mi jefa; a Miguel Murillo, dramaturgo y predecesor mío en la Editora Regional; y a Chano Fernández, asesor del presidente. Veo también (aunque no lo saludo: no nos han presentado) a José Antonio Monago, cuya delgadez me sorprende. Pero es una delgadez fibrosa, de alguien que se cuida mucho y hace mucho deporte. El teatro está abarrotado y Teresa y yo ya solo podemos refugiarnos en el gallinero. Allí nos acomodamos en los estrechísimos asientos, más apretados que los de los aviones, que procuramos queden lejos de los abrasadores chorros de aire caliente con los que, con buena intención pero escasa sensatez, se pretende calefactarnos. El documental, con guion y dirección de Santiago Mazarro, aspira a reivindicar la figura de Manuel Godoy, en consonancia con la historiografía más reciente, que trabaja por recuperar la figura de un hombre de las Luces sepultado por capas y capas de leyenda negra, elaborada y difundida por sus muchísimos enemigos. Godoy ha sido, ciertamente, el extremeño que ha ostentado más poder en la historia: con 25 años ya era primer ministro (aunque en otras latitudes habían superado esa marca: el británico William Pitt lo fue con 23) y, a lo largo de su vida, recibió todos los títulos imaginables (y algunos que ni siquiera lo eran): generalísimo y almirante general de España e Indias, capitán general del Ejército, Grande de España, duque de un montón de ducados, señor de un montón de señoríos, caballero del Toisón de Oro, superintendente general de Correos y Caminos, Alteza Serenísima y, en fin, príncipe de la Paz, este último, el más conocido de los suyos, por haber rubricado el tratado de Basilea, que ponía fin a la guerra de la Convención. Resulta paradójico, no obstante, que se le otorgara un título tan encumbrado por concluir una guerra que había empezado él y en la que España había sido derrotada. Por el tratado de Basilea, Francia devolvió a España los territorios que le había arrebatado allende los Pirineos, pero España hubo de entregarle su territorio en la isla de la Española, amén de concederle ventajas comerciales; es decir, España se quedaba como estaba, pero Francia aumentaba sus posesiones con Santo Domingo. Que el hijo de una familia hidalga de provincias (de una provincia muy remota, como era entonces Badajoz), sin estudios universitarios ni otras prendas intelectuales, se convirtiese en el valido dilectísimo del rey y ostentara un poder casi omnímodo en España durante 16 años, no deja de ser un misterio, que el documental no despeja. Se dice que tenía don de gentes, que era un buen jinete y esgrimista, que era guapo, que hablaba idiomas, y que gracias a todo eso se ganó primero la confianza y luego el amor de los monarcas. Pero supongo que muchos otros guardias de corps y caballeros de la Corte eran tan gallardos o más que él. Sin embargo, el elegido fue Godoy. Surge aquí, inevitablemente, la cuestión de sus amores con la reina, María Luisa de Parma, que sus contemporáneos daban por descontados (y que circularon en todos los mentideros y en innumerables sátiras de la época: "Una vieja insolente / lo elevó desde el cieno, / burlándose del bueno, / del esposo que es harto complaciente", reza una entre cientos), pero que él niega elegantemente en sus memorias (muy bien escritas, por cierto) y que los historiadores actuales tienden asimismo a poner en duda. La verdad es que María Luisa tenía fama de lujuriosa y que, pese a una fealdad de guacamayo, que Goya, en sus retratos de la familia real, no se preocupó de disimular, tuvo 23 embarazos en su vida, y no se está seguro de que todos fuesen de su esposo. La buena estrella que acompañó a Godoy en palacio, fuese o no por los favores prestados a la reina, le granjeó un odio africano por parte de casi todos cuantos lo rodeaban y, en particular, de los nobles, encabezados por los condes de Aranda y Floridablanca, que habían sido secretarios de Estado antes que él y que veían en Godoy a un advenedizo sin méritos ni derechos; de la Iglesia, resentida con sus medidas contra sus privilegios y quejosa de su moral disoluta (además de ser amante de la reina y de Josefina Tudó, a la que tuvo por querida durante su matrimonio con María Teresa de Borbón y Vallabriga, prima de Carlos IV, Godoy era dueño de un "gabinete erótico" en el que se solazaba contemplando La maja desnuda, que Goya había pintado por encargo suyo y cuya modelo fue, probablemente, la propia Josefina); y, sobre todo, Fernando, el futuro Fernando VII, hijo de los reyes y poseedor tanto de un pene excepcional como de un cerebro corrompido, que hizo todo lo que pudo por derribarlo, aunque fuese a costa de ensuciar el nombre de sus padres, es más, ensuciándolo con deliberación y perseverancia (él era un cornudo; ella, una puta), porque también a ellos quería derrocarlos, para ocupar cuanto antes su lugar. Fernando, como tantos en la historia, quería ser califa en lugar del califa, y a ese deseo irrefrenable consagró sus augustos esfuerzos. Con él se concertaron todos aquellos a los que la presencia de Godoy ofendía, rebajaba o humillaba, que eran legión, para desbaratar su figura y su poder. Fueron en eso muy españoles y mucho españoles, y razonaron es un decir como se sigue haciendo en nuestro país: el recién llegado que no es de los nuestros no tiene derecho a usurpar nuestra posición ni a disfrutar de nuestras prebendas. La oposición a Godoy culminó en 1808 con el motín de Aranjuez, instigado por el propio Fernando: el populacho asaltó el palacio del valido, le echó el guante a Godoy, que se había escondido debajo de una estera, y le dio una somanta de palos que habría acabado en linchamiento de no haberlo frenado el Deseado: como ya había conseguido lo que quería, la abdicación de su padre y la destitución de Godoy, un asesinato a manos de la turba resultaba innecesario. En el relato de esta asonada se produce uno de los pocos patinazos del documental: los exaltados que se dirigen a por la cabeza del príncipe de la Paz, vestidos de época y enarbolando antorchas, irrumpen en su casa y lo apresan; y entonces, para simbolizar su caída, tiran por el balcón a un muñeco que representa a Godoy. Pero el muñeco cae en un paso de cebra. Otro desliz, acaso más sutil, se produce cuando su adorada Josefina Tudó lee una carta de Manuel: la caligrafía de la misiva no es de los primeros años del siglo XIX, picuda, a pluma y con reglas ortográficas hoy inexistentes, sino la del ayudante de producción del documental, con buena letra, al que se le ha pedido que la copie. En fin, la película concluye con una imagen de la modesta tumba de Godoy en el cementerio de Père-Lachaise vivió exiliado en París desde 1832 hasta su muerte, en 1851 cubierta por una bandera española: una patriótica metáfora visual de la necesidad de recuperar, en la España moderna y constitucional de hoy, al prohombre vilipendiado y olvidado. En el documental han participado varios especialistas en la figura de Manuel Godoy (José Luis Gil Soto, Enrique Rúspoli, Emilio la Parra, Luis Alfonso Limpo) y también Carmen Posadas, y en el coloquio que sigue a la proyección lo hacen tres de ellos Gil Soto, La Parra y Limpo, más Alberto González, cronista de la ciudad de Badajoz. Gil Soto, que ejerce de moderador, pregunta qué se podría hacer para rescatar la figura de Godoy, a lo que Alberto González responde que traer sus restos de París y depositarlos en un catafalco en la catedral de Badajoz. Yo discrepo: la reivindicación de un personaje histórico se consigue conociéndolo y dándolo a conocer: estableciendo sus méritos y sus deméritos, difundiendo su legado, si es que lo hay, desnudándolo de adherencias y manipulaciones, algo que parece especialmente necesario en el caso de Godoy, cuya vida y memoria han sido trituradas por sus enemigos, para esclarecer logros y fracasos, y no, desde luego, practicando ese lúgubre acarreo funerario, al que tan proclives somos los españoles, que consiste en remover huesos y erigir catafalcos. Dejemos que cada cual descanse donde la vida y la muerte decidieron que lo hiciera (y asumamos que esa es nuestra historia: la de los conflictos fratricidas, la de los reyes ineptos o inicuos, la del exilio) y dediquémonos a aprender la verdad de su existencia y su labor.

miércoles, 24 de enero de 2018

Adiós a Nicanor Parra

Ocho días después de que muriera Pablo García Baena, lo ha hecho Nicanor Parra. Baena se fue con 95 años; Nicanor, con 103. No es consuelo, pero una larga vida como la suya nos ha permitido disfrutar mucho tiempo de su presencia y de unas obras asimismo largas, multifacetadas, con recovecos y meandros, con progresiones y regresiones: unas obras monumentales, ricas y vivísimas. Seguiremos haciéndolo. Cuando apareció el segundo volumen de las Obras completas & algo +, de Nicanor Parra, correspondiente al periodo 1975-2006, publiqué esta reseña, con el título de "Poeta reactivo", en Letras Libres (nº 124, enero 2012, pp. 57-58). Vaya hoy aquí, otra vez, in memoriam.

La poesía de Nicanor Parra (San Fabián de Alico, Chile, 1914) constituye uno de los episodios más singulares de la literatura en castellano del siglo XX. Con Poemas y antipoemas, publicado en 1954 —al que seguirá Antipoemas, en 1960—, Parra se alza contra una lírica gobernada por las sinuosidades postmodernistas de la nobelizada Gabriela Mistral y, sobre todo, contra la «poesía de pequeño dios / La poesía de vaca sagrada / La poesía de toro furioso» de la tríada de grandes autores chilenos de vanguardia: Pablo de Rokha, Vicente Huidobro y Pablo Neruda. El tercero fue el objeto central de su disensión, al tiempo que de su admiración y de buena parte de su educación poética: «Hay dos maneras de refutar a Neruda», escribe en Discursos, «una es no leyéndolo, la otra es leyéndolo / de mala fe. Yo he practicado ambas, / pero ninguna me dio resultado». Frente al idealismo creacionista de Altazor, la cósmica iconoclasia de Rohka y el vozarrón telúrico del gigante de Parral, que parecían haber devorado, o vuelto intransitables, los estratos más humildes, más ciudadanos, de la comunicación, Nicanor Parra aboga por una poesía diurna —así se llamaba el grupo poético al que se adscribió a finales de los años 30: «Poetas del amanecer»—, antimetafórica, plantada en tierra firme, como expone en «Manifiesto»: esa poesía como se habla que ya había reclamado Juan de Valdés en el Renacimiento, y que ha encontrado en los poetas contemporáneos en lengua inglesa —bien conocidos por Parra, residente varios años en Inglaterra y los Estados Unidos— constantes defensores, como Auden o Ezra Pound y su «poetry as speech». La poesía de Parra se presenta, así, como lo contrario a la poesía: como antipoesía, aunque a lo que se opone, en realidad, es a la elocuencia, a la palabrería sin hueso, al «paraíso del tonto solemne». Esta lírica a la contra ofrece un carácter detergente, burlesco, desacralizador: ensancha sus códigos, sus hábitats, sus osadías, lo que puede decirse y lo que no, que es nada, o apenas nada. Entronca, de este modo, con ciertas tradiciones heterodoxas de la literatura occidental, desde los goliardos hasta el dadaísmo, pero no renuncia al influjo de aquello contra lo que se rebela: el romanticismo, que fortifica de sentimiento no pocas de sus composiciones; el existencialismo, presente en la obsesión por la muerte y una desesperación combativa, cruelmente optimista; o el surrealismo, que subyace en muchas de sus imágenes y, sobre todo, en el impulso disparatado que las anima. Lo mismo puede decirse de aquellas escuelas que se dicen inspiradas o continuadoras de la poesía parriana: es verdad que muchos de sus rasgos pueden identificarse en la llamada poesía de la experiencia en España —el encomio de la claridad, la contención elocutiva, el relato de lo cotidiano—, pero los versos del chileno no son nunca banales, ni aburguesados, ni manieristas. Por el contrario, revelan un latir vigoroso, una inmediatez rezumante de verdad, aunque a menudo resulte brutal. Pero esta brutalidad los hace aún más verdaderos: cuando escribe, por ejemplo, que detesta que los nietos se le echen en brazos, como si fuera «un viejito pascuero/ ¡puta que los parió!» (aunque en otro poema se extasíe contemplando a su nieta jugar en el jardín), o que «mear es hacer poesía/ tan poesía como tañer el laúd / o cagar o poetizar o tirarse peos», o presenta fotografías de todos los presidentes del país colgando de una soga en «El pago de Chile», una instalación de «Obras públicas» (2006). La irreverencia de Parra linda al norte con el exabrupto y al sur con la obviedad, pero no es nunca artificiosa: se trata de una provocación asentada naturalmente en el desacuerdo, fruto de un espíritu irreprochablemente crítico. Uno simpatiza, en particular, con su permanente impugnación de Dios y su incisivo anticlericalismo, una actitud muy corajuda en un país tan católico como Chile. En una de las composiciones de «Cartas del poeta que duerme en una silla», incluido en Obra gruesa (1969), plantea una duda elemental, que la Iglesia no ha sabido despejar en dos mil años de fatigosas teologías: «Cuesta bastante trabajo creer / En un dios que deja a sus creaturas / Abandonadas a su propia suerte / A merced de las olas de la vejez / Y de las enfermedades / Para no decir nada de la muerte»; otras veces es divertidamente sacrílego: «Cordero de dios que lavas los pecados del mundo / Déjanos fornicar tranquilamente». Pero Parra fustiga a todos: al capitalismo y al comunismo, a la policía y a los manifestantes, a los poetas sacerdotales y a los malos escritores; y, cumpliendo el primer mandamiento del buen satírico, a sí mismo. En el ya citado «Cartas del poeta que duerme en una silla», escribe esta antítesis autoimprecatoria: «Me da sueño leer mis poesías / Y sin embargo fueron escritas con sangre». Y en el discurso con el que agradece los homenajes que se le rinden al cumplir ochenta años, hace este «balance patriótico»: «Saldo a favor: cero. Saldo en contra: cero. Lolas por explorar: cero. Discípulos incondicionales: cero. Dientes delanteros: cero. Premios Nóbel: cero. Potencia sexual: cero. Total: cero. Perdonen, señoras y señores. Un peso muerto para la sociedad». Sin embargo, en las bodegas del satírico hay siempre un moralista y, por consiguiente, causas que suscitan su adhesión: las de Parra son el lenguaje llano, el antidogmatismo y, desde mucho antes de que se convirtiera en un movimiento popular, el ecologismo. Su defensa se ejerce por medio de una palabra enérgica hasta la imprudencia, acidulada por el humor, elaboradamente espontánea, a veces campesina y siempre pragmática, con un pragmatismo entre quevediano y anglosajón. El tono conversacional se refuerza mediante la interpelación constante al lector: Parra le hace preguntas o le da órdenes, esto es, entra y sale del poema, como si lo estuviera escribiendo en ese mismo instante con el concurso necesario de su receptor. Sus textos recurren también a la enumeración paradójica, es decir, a la acumulación de enunciados discordantes, pero que, en su íntima adversación, forjan una nueva realidad, tan desconcertante como magnética: «Qué es un antipoeta», escribe en «Test», «Un comerciante en urnas y ataúdes? / Un sacerdote que no cree en nada? / Un general que duda de sí mismo? / Un vagabundo que se ríe de todo?...». Los aforismos jocosos que recorren la obra de Parra desembocan, en la última fase de su producción, en un poesía visual muy corrosiva, cuyas primeras manifestaciones encontramos en Artefactos (1972), pero que prosigue en Chistes parra desorientar a la policía poesía (1989) o en Obras públicas, entre muchos otros trechos de su producción. La impecable edición del segundo volumen de sus Obras completas & algo +, correspondiente al periodo 1975-2006, concluye la aventura editorial iniciada en 2006, con la aparición del primero, pero no pone fin a esta poesía juvenil e interminable, abofeteante y universal.

sábado, 20 de enero de 2018

El mundo es ancho y diverso

Acaba de ver la luz mi segundo libro de viajes, El mundo es ancho y diverso, publicado por Baile del Sol (lo hace en la colección "Dando Pata", con el nº 18, tras títulos de Robert Louis Stevenson, Henry David Thoreau, Antonio Cordero, Enrique Mercado y Bruno Marcos, entre otros). El primero fue La pasión de escribil, que apareció en La Isla de Siltolá en 2014. Aunque hay quien también ha visto crónicas viajeras en mis Corónicas de Ingalaterra, yo las considero, en esencia, diarios. El mundo es ancho y diverso para cuyo título no me inspiré en el de Ciro Alegría, que, para mi vergüenza, desconocía: El mundo es ancho y ajeno; la cercanía de ambos es completamente fortuita, y demuestra que los caminos de la sensibilidad y de la imaginación pueden confluir, o aproximarse mucho, a pesar de la distancia en el tiempo y el espacio recoge tres relatos de mis andanzas: "En la isla de la luz", que escribí cuando, con mi familia, visitamos Lanzarote en 2014 (salvo mi hijo mayor, vivíamos entonces todos en Londres, y fue toda una experiencia desembarcar en las Canarias como si fuésemos unos ingleses más, casi borrachos ya al bajar por la escalerilla); "Escapada a Túnez", que cuenta la visita que hice al país norteafricano en 2016, invitado por la Unión Europea a un encuentro hispano-magrebí de escritores, y en la que conocí, entre otros, a Chris Stewart, exbatería del grupo Genesis, ahora reconvertido en trasquilador de ovejas y escritor de éxito internacional (autor de la descacharrante saga que empezó con Entre limones) y residente en la Alpujarra granadina, como lo fue también su paisano Gerald Brenan; y "Si hoy es martes, esto es Polonia", en el que doy cuenta de mi participación en un ciclo de lecturas de autor por Centroeuropa, que me llevó a Chequia, Eslovaquia, Polonia y Ucrania, también en 2016, y que me permitió hacer una buena amistad con otros poetas españoles, como la vasca Miren Agur Meabe y el catalán Xavier Farré, el mejor traductor del polaco de nuestro país. El nexo de unión, pues, no es otro que el viaje, sin más: esa experiencia anómala pero imprescindible que tiene la virtud, al menos en mi caso, de vivificar la percepción y enriquecer la conciencia, que se ensancha gracias tanto a lo que recibe del exterior como a lo que averigua en el interior. Aunque ya se lo he agradecido personalmente, quiero dejar constancia aquí también de mi gratitud a Tito Expósito, el editor de Baile del Sol, que confió en el libro desde el principio y que ha obrado a lo largo de todo el proceso de edición con cortesía y profesionalidad.

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La información sobre el libro se encuentra en:

https://bailedelsol.org/index.php?option=com_booklibrary&task=view&id=837&catid=0&Itemid=427
 
Y así empieza:  

El microcosmos de los aviones y nunca mejor dicho, dada la pequeñez de todo nos obliga a vecindades incómodas. La mayoría de las veces resultan desagradables porque la intimidad forzosa nos revuelve contra lo que solo debería sernos indiferente, pero en ocasiones nos intrigan. Siempre me han fascinado esos viajeros que, incrustados en asientos microscópicos, rodeados de desconocidos y maltratados por tripulaciones maquinales, encuentran en ese espacio, precisamente, un lugar apropiado para disfrutar de los placeres de la vida: piden licores, bromean con las azafatas y hasta compran productos de lujo del duty free de a bordo. Y eso es exactamente lo que hace la pareja de sesentones que se sienta delante de nosotros. Él es el inglés grandote y semialbino acostumbrado a viajar por el mundo, rodeado de otros ingleses. Ella es una alemana con más arrugas que un sharpei, pero que aún enseña pierna, con una diadema de flores en el pelo. Entre las carcajadas de aquel y los mohínes geriátricos de esta, ambos se cruzan besos y magreos, solo refrenados por la presencia de otros ciento cuarenta viajeros, que auguran una lujuriosa estancia en Lanzarote. Piden ginebra y hasta especifican la marca deseada y examinan los relojes puestos a la venta por las solícitas aeromozas. Por fin, dan cuenta del gin, pero no se deciden a comprar nada. En cuanto pierden de vista el catálogo que les han proporcionado, vuelven a los arrumacos aeronáuticos, que no cesarán hasta que aterricemos en Arrecife. Cuando llegamos, tras más de cuatro horas de vuelo, observo que no solo nuestro avión vomita ingleses: varios aparatos más han descargado, o están descargando, batallones adicionales de hijos de la Gran Bretaña, que se acumulan en la terminal de llegada como una masa de insectos no demasiado sociales. Resulta extraño llegar, con esa muchedumbre de extraños, a tu propio país, pero algunas cosas no me sorprenden: el policía del control de pasaportes no mueve ni un músculo y nos deja pasar a todos sin comprobar ni un documento. La gente se apresura a franquearlo, como si le hubieran permitido la entrada en un local sin pagar (...).

martes, 16 de enero de 2018

Adiós a Pablo García Baena

El poeta Pablo García Baena murió el 14 de enero. En 2008 publicó su poesía completa en la editorial Visor. Fue, a la postre, su último libro de versos. Yo lo reseñé en Revista de Libros (nº 153, septiembre de 2009, pág. 38). Reproduzco hoy aquí esa crítica, titulada «El lujo de la palabra», en homenaje suyo:

Pablo García Baena (Córdoba, 1923) practica una poesía exquisita. Lo ha hecho siempre, desde sus inicios en el grupo Cántico —que mantuvo viva la llama del esteticismo en la lúgubre España de posguerra— hasta hoy mismo: su último poemario publicado, Los campos elíseos, data de 2006. El amor es el principal motor de su obra: un sentimiento de entrega y frenesí, que combina, no obstante, repechos de éxtasis con vaguadas de dolor. El amor es, a menudo, desengaño, olvido, deseo insatisfecho, ruptura o retorno a la soledad; casi nunca plenitud. Y no solo el amor: la vida comparte, para García Baena, esa condición bifronte de pasión y melancolía, de elevación y declive. El tópico barroco de las ruinas —que son, como escribió el también cordobés Lucano, lo único que queda del tiempo— menudea en los versos de García Baena, y se erige en metáfora del conflicto, o de la síntesis, entre el esplendor y la decadencia. A lo largo de toda su obra, amor y muerte —el binomio existencial por antonomasia— se reflejan e interpenetran: «dora de rosa tu carne funeral, ¡oh cadáver de dicha, / nupcial materia pútrida! / Entrégame en tus labios, amor, muerte, tu edén», escribe para rematar su poema «Narciso», con el que concluye Junio (1957). El versículo, al que recurre a menudo, apuntala, gracias a la amplitud y sinuosidad de sus cláusulas, la dimensión meditativa y elegíaca de su palabra.   
          El canto al amor que es la poesía de García Baena se materializa en imágenes sensuales y exaltadas, de frecuente deriva erótica. El cuerpo joven asoma en muchas páginas, a veces transubstanciado en ángel, que es también demonio: una figura rilkeana que sugiere la fusión entre lo terrenal y lo espiritual, entre lo eterno y lo perecedero. Recorren esta Poesía completa (1940-2008) sutiles relieves homoeróticos, que se hacen más explícitos en su tramo final, como la serie «Tres voces del verano», de Fieles guirnaldas fugitivas (1990), en la que se invoca a tres figuras masculinas de la mitología, el arte y la más anónima cotidianidad: Helios, David y Bobby, que se despojaba del «pequeño taparrabos celeste, / la camiseta como broquel de un pecho / sin defensa (…) / tal un dios de tobillos alados…».
          A la sensualidad de la aventura erótica corresponden la delicadeza de la imaginería, la suntuosidad metafórica y la exacerbación léxica. La poesía de García Baena es selvática: aparece tapizada de plantas, flores, frutos, arroyos, pájaros; de epifanías de la primavera, la estación sanguínea. Sus aires rurales se radicalizan, a veces, en efusiones bucólicas, con pastores y locus amœnus y figuras mitológicas. Sus poemas celebratorios, rezumantes de pulpas y savias, saturados de aromas y colores —que se potencian mediante sinestesias—, se constituyen en breves dioramas estivales, incesantemente barrocos. García Baena también practica el orientalismo, como sus antecesores modernistas cultivaron la japonesería. Muchas de sus composiciones se parecen a cuadros de Fortuny o de los románticos del s. XIX, con escenas asiáticas o bíblicas, plagadas de sedas, pedrería y árboles exóticos. La poesía de García Baena no es solo visual, sino pictórica: una sostenida eclosión de pigmentos y geometrías. Uno de sus poemarios se titula Óleo (1958). En «Agatha 2», de Antes que el tiempo acabe (1978), incluye un bodegón: «la jerarquía del ópalo y su brillo funesto, / la anestesia fugaz del heliotropo,/ el ajenjo de paso silencioso./ Frutas de cera roja como remordimientos,/ palomas como alados pechos níveos». Y los colores —cuyo repujado cabe considerar parnasiano— lo invaden todo.
          Pero esta Poesía completa es también lingüística, radicalmente lingüística: su dimensión léxica prevalece sobre cualquier otra. Su singularidad no radica en la sintaxis, siempre ordenada —no hay delirio en García Baena; tampoco visiones—, ni en los tropos, con ser relampagueantes, ni en los temas, que prolongan la tradición barroca y acogen ecos decadentistas y juanramonianos, sino en el vocabulario, jugoso y carnal, culto e infinito, que genera unos ritmos opulentos y una melodiosa ininteligibilidad. García Baena gusta de recurrir al arcaísmo y a los lenguajes específicos, y de subrayar, mediante múltiples artificios, como la similicadencia o la aliteración, la dimensión material del verso. Góngora, su mejor maestro, le suministra el andamiaje acentual y la complejidad compositiva: zeugmas, hipérbatos, quiasmos. Sin embargo, en esto mismo se sitúa la incomodidad que puede producir la poesía de García Baena. Su naturaleza esdrújula —tanto por su énfasis como por su proparoxitonía—, su adjetivación incansable —y a veces adiposa— y su encarnizamiento léxico hacen que, en ocasiones, el mero dictado sonoro se imponga a la vibración espiritual: que la técnica, o lo tecnificado, ahogue a la emoción. A veces, el poeta fuerza tanto la expresión que resulta cursi: «Desfallecía la voz como un alhelí cárdeno en la tarde de estío», leemos en «Llanto de la hija de Jephté», de Mientras cantan los pájaros (1948). En otras, se acerca a lo incomprensible: «El unicornio, el jimio, los pavones, la alcándara, / los mitrados turbantes, gabanes cibelinos, / el bezoar y el ópalo (…), / así nos retrataron al oro de las fimbrias», dice «El tapiz de los reyes de Oriente», de Fieles guirnaldas fugitivas. En estos casos, es difícil no recordar a aquel lector que del alejandrino rubeniano «que púberes canéforas te ofrenden el acanto» decía haber entendido solo el «que». Tampoco resulta simpático el empeño de García Baena en cultivar la poesía religiosa, anacrónica donde las haya, con loores a la virgen y embelesos litúrgicos, aunque a veces no sea sino un pretexto para articular escenas suntuosas. Más interesante resulta considerar otro ámbito de su producción, embebido en el torrente exquisito de su poesía, pero suficientemente reconocible, que podríamos denominar social, y que abarca tanto la descripción de su Córdoba natal como la incorporación al poema de la realidad cotidiana, de lo que envuelve prosaicamente al poeta, más frecuente, de nuevo, en sus últimos libros. La primera comprende desde una calleja insignificante hasta el mito del Sur —un espacio dorado e inalcanzable, al que también han apelado otros grandes poetas cordobeses de su tiempo, como Manuel Álvarez Ortega—; la segunda permite un discurso menos profuso y más derechamente encaminado a la emoción.
          Poesía completa (1940-2008) acredita, en cualquier caso, una de las trayectorias poéticas más meritorias de la poesía española de la segunda mitad del siglo pasado, por su singularidad, su brillantez formal y su coherencia estética.

sábado, 13 de enero de 2018

Noticias sobre Muerte y amapolas en Alexandra Avenue

Manuel Rico reseñó ayer Muerte y amapolas en Alexandra Avenue en el "Babelia" de El País. Esto dice la crítica, titulada "Cambio de vida":

La construcción de una vida nueva en plena madurez suele conllevar grandes desajustes anímicos, inseguridades y una actitud entre expectante y asombrada ante el futuro. Eduardo Moga (Barcelona, 1962) ha escrito su octavo libro de poemas, Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, bajo esa impronta. Se trata de un libro con una estructura muy pensada y con un aliento unitario, pese a su diversidad formal. La poesía torrencial de Moga, verbalmente poderosa y llena de imágenes, es un intento de respuesta a un interrogante ("Aquí ¿a qué vine? / ¿Qué sombra izó sus velas? / ¿Qué cuchillo se convirtió en antorcha?": así comienza el libro) nacido del desarraigo, del cambio de vida, de la necesidad de adaptación a Londres. La soledad, la incomunicación, el amor y sus contradicciones, la nostalgia, la relación distante pero solidaria con personajes que son parte de la urbe dialogan con la memoria propia y con la historia de nuestro destierro intelectual. Moga, así, nos ofrece un mosaico que se sustenta en la integración de estéticas y géneros. Desde el largo (y duro) poema escrito en verso libre y escalonado, "Clamor cuchillo", hasta los textos en prosa que evocan a exiliados como Barea, Garfias o Cernuda, entre otros, con que cierra el volumen. Junto a ello encontramos largos poemas que conviven con fragmentos de diario o piezas breves, entre el aforismo y el haiku. Un libro sólido, visionario en parte y en parte realista, que es metáfora de la vida urbana en el siglo XXI.

Antes, otros poetas y críticos se habían ocupado de él: 

Francisco Javier Irazoki, en "El Cultural" de El Mundo (http://www.elcultural.com/revista/letras/Muerte-y-amapolas-en-Alexandra-Avenue/40198); Irazoki también lo consignó como el primero de los libros de poesía española de 2017 en la lista que publica cada diciembre El Mundo (http://www.elcultural.com/revista/letras/Las-votaciones-de-nuestros-criticos/40483).

Javier Pérez Walias, en Turia (http://www.vasoroto.com/?lg=es&id=6&pid=1092).

José Antonio Llera, en Nayagua (http://www.cpoesiajosehierro.org/web/uploads/pdf/6e7777c9708c3f88ef71270c1ff031b1.pdf).

Agustín Calvo Galán, en Quimera (nº 405, septiembre de 2017).

Jesús Aguado, en El Ciervo (http://www.vasoroto.com/?lg=es&id=6&pid=1019).

Manuel Simón Viola, en Notas al Margen (http://simonviola.blogspot.com.es/2017/04/muerte-y-amapolas-en-alexandra-avenue.html). 

Alicia González, en Leer (http://www.vasoroto.com/?lg=es&id=6&pid=998) y, después, en Satisfacciones de Esclavo (https://jaberbock.wordpress.com/2017/07/12/muerte-y-amapolas-en-alexandra-avenue/).

Mario Martín Gijón, en El Periódico de Extremadura (http://www.elperiodicoextremadura.com/noticias/opinion/amapolas_1023263.html).

Y Agustín Fernández Mallo, en El Mundo (http://www.elcultural.com/revista/opinion/Tres-poemarios/39726).

Algunos periodistas digitales me han entrevistado o recogido mis reflexiones sobre el libro: 

Esther Peñas, en Solidaridad Digital (http://www.solidaridaddigital.es/Noticias/Cultura%20y%20ocio/Paginas/DetalleNoticia.aspx?SDid=24802).

Y Ricardo Iván Paredes en Pliego Suelto (http://www.pliegosuelto.com/?p=23051).

A todos ellos, y a los directores y coordinadores de las revistas y medios culturales que han acogido su trabajo, muchas gracias.

miércoles, 10 de enero de 2018

Del Tábula Calda al parque de la Isla

Hoy, 6 de enero, me regalo a mí mismo un menú de Reyes en el Tabula Calda, uno de los restaurantes de Mérida que me son más simpáticos. Fue el primero que descubrí al llegar a la ciudad, y me sedujeron tanto su aspecto, agradablemente cavernario, como la simpatía de Manolo, uno de sus dueños. Manolo rezumaba cordialidad, subrayaba que las verduras que servían eran de su propia huerta y me daba unas palmadas en la espalda que me descolocaban los órganos internos. Me llamaba "el catalán" y, cuando se enteró de que tenía problemas plantares, me recomendó con entusiasmo al podólogo que le había resuelto a él los suyos. Por desgracia, los achaques de Manolo no desaparecieron con la intervención del callista: hace meses dejó de atender el restaurante y ya solo lo he visto una vez, por la calle, con una muleta o un bastón. También Libertad, su encantadora sobrina, que se ocupaba de nosotros con esmero (y que estaba escribiendo una tesis doctoral sobre el conflicto palestino-israelí, dirigida por Shlomo Ben Ami, el elegante exembajador de Israel en España), ha dejado el local. Pero, pese a bajas tan sensibles, todavía me gusta comer en el Tabula Calda, que mantiene, mezcladas con los motivos romanos, las tradiciones hebraicas que lo distinguen. Así, el entrante es siempre una ensalada de naranja, granos de granada o pasas y aceite de oliva, que está de rechupete (Manolo nunca se olvidaba de decirme que lo mejor era mojar el pan en el aceite y el juguillo de la naranja). Y hoy sirven, entre los platos principales, un bacalao con salsa sefardí tan fino como contundente. También la música acompaña: las canticas que no dejan de sonar, con instrumentos deliciosamente periclitados cítaras, vihuelas, bandurrias—, me recuerdan a las tonadas de Las locas aventuras del rabbi Jacob, de Louis de Funes. El local está lleno. La gente celebra la Epifanía del Señor ante los Reyes Magos con un ágape familiar, otro más de los que se suceden, como las vallas del derby de Epsom, en estas señaladas fechas. En la mesa vecina, ocupada por media docena de personas, distingo a una joven muy hermosa, y muy ataviada para la ocasión, que, lamentablemente, mastica con la boca abierta. No sé si quien parece ser su novio o acompañante, que me da la espalda, la imita en esa desdichada costumbre, pero sí advierto, cuando se levanta para ir al baño, que es muy feo. Yo concluyo el menú y la lectura de El País, y salgo a dar un paseo por la ciudad: necesito estirar las piernas, acartonadas después de muchas horas de lectura y escritura, y estimular la digestión, que, tras las patatas panaderas, el bacalao y la tarta de queso, se anuncia pesada. Me dirijo al puente romano y al parque de la Isla. Suelo recorrerlo cuando necesito caminar: nunca hay mucha gente, y hoy luce un sol enérgico, que contrarresta al frío. El sol también hace que el azul del cielo y el del río que discurre con sosiego, solo perturbado por algún pato de irisaciones eléctricas sean muy azules, y el verde de la vegetación isleña, muy verde, aunque tapizado de flores muy amarillas, que, desorientadas por la templanza del invierno, se han adelantado a la primavera. Pienso en el principio de Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez, el prodigioso poema que escribió con 17 años, andando por su Zamora natal y las orillas del Duero "Siempre la claridad viene del cielo; / es un don...". Recorro la isla de un extremo a otro. En muchos árboles palmeras, pinos, cedros, plátanos se concentran bandadas de pájaros, que hacen que las copas suenen como carracas monstruosas. Paso por debajo de todos los puentes que la cruzan, incluso el del ferrocarril, en el extremo norte, y llego hasta donde empieza a ensancharse el embalse de Montijo. Creo distinguir allí, en la ribera, una garcilla cangrejera, uno de esos pájaros que parecen encogidos, un buruño de plumas, pero que, cuando cazan, precedidos por el arpón del pico, despliegan un aerodinamismo y una agresividad encomiables. Los gansos y ocas con los que me cruzo, en cambio, demuestran no tener ningún miedo a las personas, es más, las achuchan para que les den algún alimento. Un grupo ruidosísimo, a veces desbaratado por la incursión de algún niño, ocupa un recodo entero. En el siguiente, lo que abunda son los gatos. Una manada (si es que hay manadas de gatos, unos animales individualistas por naturaleza) remolonea entre la maleza: algunos dormitan, otros se desplazan unos pocos metros sin propósito aparente, los más me observan con indiferencia. Me admira esta convivencia de ánades y felinos, de presas y depredadores: unos y otros, a pocos metros de distancia, viven y dejan vivir, como deberíamos hacer los humanos. Claro que los territorios están claramente diferenciados, y que es muy posible que los gatos, alimentados también por los paseantes, no tengan hambre, y que los pájaros echan a volar a la menor amenaza, pero dos o tres detalles de la realidad no van a estropearme un pensamiento elevado. De regreso ya al puente romano, cruzo una pasarela y avanzo por el paseo habilitado a los pies de la alcazaba. Pasan parejas de la mano, otros solitarios, como yo, que disfrutan de la caminata y el sol, algunos ciclistas y gente en chándal o zapatillas de deporte que camina rápido, aunque no tanto como Rajoy. Supero a un grupo de jóvenes que aúna todo cuanto parece caracterizar a los grupos de jóvenes: cascos de motos, tatuajes, piercings y tachuelas, loros con música a todo trapo y móviles, muchísimos móviles. Un subgrupo, de hecho, ha formado un corro en el centro del paseo y bebe de las imágenes de los teléfonos que sus integrantes han juntado como quien participa de un acto iniciático (yo pensaba que se estaban liando unos porros, pero no: lo estupefaciente es Internet). Sigo la ruta a casa, pero esta vez no por la calle de Santa Eulalia, sino por la de Almendralejo, donde antaño tuviera su sede la Editora Regional de Extremadura. Veo una agencia inmobiliaria que se anuncia como una "inmobiliaria de confianza": es un oxímoron. Lo único de lo que puedes estar confiado, cuando tratas con una inmobiliaria, es de que te va a desplumar. Más allá, cerca del hornito, frente al que pasa un señor que se persigna (aquí siempre hay gente santiguándose o rezando: los emeritenses le tienen mucha devoción a a Santa Eulalia), oigo el llanto desgarrador de una niña. Va en una bicicleta de la que se quiere bajar. El padre la arranca del sillín, y la madre, que lleva a otro bebé en brazos, le grita: "¡Pues ahora te montas, coño! ¿Para qué te la hemos regalado si no quieres subir? (el "te la hemos regalado", en un día como hoy, puede ser un desliz causado por la ira, o quizá sea esta una familia adelantada en decir a sus hijos todo lo que tienen que saber) ¡Vamos a la plaza y aprendes! ¡Tienes que aprender! ¡Pues anda que la señorita no quiere ahora ir en bici...!". No siempre los Reyes nos traen los regalos que esperábamos, o  no siempre son como los esperábamos. Aún recuerdo el chasco que me dieron cuando, de niño, no me trajeron la escopeta de balines que había pedido. Sus majestades sospechaban, con razón, que la utilizaría para demediar la manada de gatos (sí, sí las hay) que vivía en el patio interior de nuestra manzana y que, desde el balcón de casa, constituía un estimulante blanco móvil. Pero también recuerdo la expresión de alegría de mi madre cuando me contó que un año, en el pueblo, en los años cuarenta, los Reyes le trajeron una onza de chocolate. Una onza de chocolate. Mi primera bici, en cambio, no me la mandaron los Magos de Oriente, sino que fue un regalo de cumpleaños. Y aprendí a ir en ella en una era. Me caí muchas veces, como es natural, pero me reponía comiendo el chocolate que mi madre había traído en una cesta, mientras ella me limpiaba las rozaduras y me acariciaba el pelo.