miércoles, 26 de junio de 2019

Las enseñanzas de L. S. Lowry

Laurence Stephen Lowry fue un pintor inglés. Nació en 1887 y murió en 1976. Su obra es muy singular: pinta, casi siempre, los paisajes, industriales y desolados, de Pendlebury y Salford, dos localidades aledañas de Mánchester, en la primera de las cuales vivió cerca de cuarenta años, y lo hace con un trazo escueto y naïf, que siembra las escenas de personajes anónimos que, por su esquematismo, los críticos de su época llamaron "hombres cerilla": palotes con un punto gordo por cabeza. Yo conocía ya a Lowry por visitas anteriores a su Mancunia natal. Había visto obras suyas en el Museo de Arte de Mánchester y en otras instituciones británicas, y me habían intrigado sobremanera esos fósforos desperdigados por lienzos blancos, pero a la vez tenebrosos, y esas imágenes de ciudades erizadas de chimeneas humeantes. Este fin de semana Ángeles y yo hemos decidido verlo con sosiego, y hemos visitado el museo que lleva su nombre, en la Mediacity de Salford. Lo más fascinante del recorrido no han sido sus dibujos y sus pinturas, con serlo mucho, sino el conocimiento que hemos adquirido de su vida y su pensamiento, si es que las opiniones que expresa encajan en un sustantivo tan abstracto. Ambas revelan a un hombre elemental y profundo, que no ostenta que no quiso ostentar ninguna de las características tradicionalmente asignadas a los artistas; un hombre cuya sencillez explica su hondura. Lowry se hizo pintor por haber perdido un tren: salió de la estación de Pendlebury para hacer tiempo hasta que pasara el siguiente y, paseando, se encontró con el cambio de turno de los trabajadores de una inmensa fábrica de tejidos (que se llamaba Acme): el movimiento de aquella muchedumbre, enmarcado por la espectacular mole de la fábrica, y a la vez contrapuesto a ella, lo persuadió de que su tarea había de ser  retratar la claroscura realidad industrial que lo rodeaba. Lowry nunca salió del Reino Unido, nunca tuvo teléfono, nunca tuvo coche. Vivía en una casa muy modesta, que era también su taller. Se ganaba la vida como recaudador de alquileres: se ponía el sombrero y la gabardina (que, colgados en el recibidor, arrugados y tristes, llegó a pintar en una ocasión) y se iba a recolectar las rentas que debían los inquilinos de Pendlebury. No se casó nunca. Quienes lo trataron en la universidad lo recordaban como un ser completamente asexual, y él confirmó a los 88 años, poco antes de morir, que "nunca había estado con una mujer" (solo algunos torturados cuadros suyos, en los que aparecen enigmáticas hembras ceñidas por corsés asfixiantes, resultan vagamente eróticos). La única relación duradera que mantuvo con una persona del otro sexo fue con su madre, a la que cuidó los ocho años que pasó enferma, en cama, hasta su muerte, a pesar de que considerara a su hijo un fracaso. Lowry aceptó todos los honores locales que se le ofrecieron, pero rechazó los nacionales: que lo nombraran oficial y caballero del Imperio Británico, y también que lo hicieran sir. De hecho, el pintor ostenta el récord mundial de distinciones rehusadas: hasta seis noes dio a quienes, en el último tramo de su vida, quisieron reconocer su valía con una medalla y un título. Pero aún más que estos singulares rasgos biográficos, tan alejados de la grandilocuencia y el glamur, me siento especialmente identificado con sus ideas, recogidas en las cartelas que acompañan a los cuadros, en el espléndido documental que prologa la exposición y en el catálogo de su obra. Él se refiere, claro está, a la pintura, pero yo las entiendo aplicables, sin apenas modificación, a la poesía. Lowry fue un hombre de vida solitaria. Y dice: "Si yo no hubiera vivido en soledad, ninguna de mis obras existiría. No habría hecho lo que he hecho, ni visto las cosas como las he visto". Así es: la destrucción que supone la soledad nos construye; la soledad, devastadora, es el motor de la creación. Escribe también: "Me gusta muchísimo el lápiz". De nuevo, a mí también. Él lo utilizaba para bosquejar, para sombrear, para dar relieve. Yo, para escribir versos: es lo único que no puedo hacer directamente en el ordenador. Necesito percibir la leve pero estimulante vibración del grafito en el papel; necesito oler a carboncillo conforme avanzo; me es imprescindible vencer la resistencia de los materiales al progresar si es que progreso  en la página, como metáfora o trasunto de la misma resistencia de la palabra poética a ser dicha. Dice Lowry: "Si puedes dibujar la vida, puedes dibujar cualquier cosa". De eso se trata: de dibujar, de decir, la vida. Se pinta, y se escribe, para volver a experimentar la plenitud de la existencia, la maravilla de la realidad, por árida o dolorosa que sea: para vivir más, para ser más. Dice asimismo: "La pintura debería carecer de sentimientos" (the thing about painting is there should be no sentiment es la frase original; y sentiment significa "sentimiento", pero también "sentimentalismo"). Es otra afirmación que suscribo: la obra de arte no debe contener sentimientos, sino generarlos en el contemplador (o en el lector). Y esa generación, paradójicamente, se produce tanto más cuanto mayor sea el despojamiento emocional, la vaciedad patética. Continúa Lowry: "Yo no soy un reformador social. Pinto lo que veo, como lo veo; pinto lo que me gusta ver". Esta afirmación engarza con la anterior. La primera visión de sus cuadros hace pensar en la denuncia social: manchas geométricas; espacios sin árboles, sin luz; seres despersonalizados en ciudades fabriles y tristes. Pero Lowry no pretendía agitar las conciencias ni exponer las terribles consecuencias de la alienación capitalista. Por eso, justamente, lo consigue: porque no hay sentimientos, ni tesis, en sus escenas: hay, simplemente, mirada, una mirada desnuda, entre mondrianesca y anfractuosa, que refleja, en realidad, paisajes que le fascinaban, mezcla de vaciedad y tumulto, de pureza y suciedad. (En sus obras conviven siempre los fondos y suelos blancos con las figuras y edificios negros. Si la blancura es omnipresente, es porque, cuando estudiaba en la Escuela de Bellas Artes de Mánchester, un profesor le criticó la "excesiva oscuridad" de sus cuadros. Lowry decidió entonces dotarlos de una claridad radical, cifrada en el color blanco, a la que fue fiel hasta el final de sus días). En cualquier caso, esa asepsia emocional invocada, y ejercida, por Lowry se manifestaba en sus obras, pero no se extendía al ser humano, por muy inglés que fuese. Uno de sus cuadros más conocidos, y más terribles, es Cabeza de hombre, fechado en 1938. Empezó siendo un autorretrato, aunque luego, según el pintor, se independizó de él. Pero los rasgos atormentados, el pelo revuelto, los ojos y la nariz enrojecidos, la expresión arrasada, reflejan todo el sufrimiento que puede albergar una persona. Es el grito de Munch sin grito, un sobrecogedor ejemplo de la quiet desperation, la desesperación callada, que, según Pink Floyd, constituye la English way, la forma de ser inglesa. Quizá para atenuar ese desespero, Lowry era un enamorado de la música, una de sus escasas pasiones (junto con el mar y el Manchester City). Sus compositores favoritos eran Donizetti y Bellini. La música, decía, lo transportaba "al otro lado". Ese otro lado es el que buscamos todos los consumidos por el arte: el otro lado de la realidad, la cara oculta del ser, los sótanos de nosotros mismos. Lowry no se consideraba responsable de sus cuadros: simplemente, sucedían; eran "extensiones de sí mismo". Como los poemas que escribimos, que aspiramos a que sean ajenos a nosotros, entidades del mundo, cosas que suceden, pero también, e indisociablemente, proyecciones de nuestra carne, pedazos nuestros diseminados como lluvia o metralla. Lowry, en fin, no se preguntaba por qué hacía lo que hacía, ni qué significaba, ni cuál era su propósito. Simplemente, se encontraba haciéndolo y lo seguía haciendo, sin más, sin otra preocupación que acabar lo que había empezado de la manera que mejor expresase lo que quería decir. Y ya estaba. Eso era todo. Y eso es todo siempre. 

viernes, 21 de junio de 2019

Un museo raro en Sant Cugat

Sant Cugat tiene pocos museos, quizá por la cercanía de Barcelona, cuya fuerza centrípeta cultural atrae las mejores colecciones. Los más destacados quizá sean el Museo del Monasterio y el Museo del Tapiz Contemporáneo, ambos moderadamente aburridos (se acaba de abrir otro, el Museo del Cómic, que tendré que ir a ver, aunque yo sea poco de tebeos). Hay un tercero, sin embargo, que se me antoja el más atractivo de todos, y uno de los más singulares que haya conocido nunca, el Museo Cal Gerrer [La casa del alfarero]. Se encuentra en la plaza de Octaviano, también llamada del Monasterio, que se abre al cenobio construido entre los siglos IX y XIV, centro de la vida sancugatense desde aquellos tiempos remotos. El origen del lugar —la fábrica de cerámica que funcionó aquí desde el s. XVII hasta 1945, y cuyo edificio actual data de 1853— no mueve al entusiasmo, a menos que uno sea un forofo de la alfarería, pero el museo alberga una gran sorpresa. Se divide en tres plantas. En la de abajo encontramos lo previsible: una amplia exposición de la actividad ceramista de la familia Arpí, cuyo último patriarca, Pere Arpí Massana, a quien sus convecinos llamaban Peret Gerrer [Pedrito el alfarero], pero que firmaba como Pedro Arpí, luce boina y bigotazo blanco en una foto tomada poco antes de fallecer, en 1945. Veo en esta planta torsos de mujer de terracota, setas enormes (de barro, no esporocarpos, a pesar de la humedad que se percibe en el ambiente), medallones decorativos, placas esmaltadas. Y también varias cisternas y pozos, que proporcionaban la mucha agua que necesitaba el negocio de la cerámica; y cubas para el vino. Recorrido el sótano, subo, en ascensor, al extremo contrario: al mirador, en el que doy con una enorme estelada (cuyo triángulo azul, desteñido por el sol, es ahora violeta, lo que le confiere un sugerente aire gay). Me pregunto si esta exhibición condice con el acrisolado espíritu comercial de los catalanes, porque no estoy seguro de que complazca a los visitantes, catalanes y españoles, que hayan pagado entrada, pero que no sean indepes. A su sombra tremolante contemplo los chiringuitos que los partidos independentistas —ERC, la CUP y otros grupos o grupúsculos igualmente partidarios de que Cataluña se libere del yugo opresor de España— han instalado en la plaza de Octaviano. Reclaman libertad de expresión, como si no estuvieran en la plaza de Octaviano reclamando libertad de expresión, y alegan que se han vulnerado derechos fundamentales de los presos políticos. Es lógico que lo hagan: de vulneración de derechos fundamentales —de la mayoría de ciudadanos de Cataluña, sin ir más lejos— ellos saben un rato. Al lado de la estelada, la escultura metálica de una mujer desnuda, titulada Art a Sant Cugat, apunta al cielo. Veo el monasterio desde esta perspectiva insólita, veo el Tibidabo, vuelvo a ver el amarillo vociferante de la plaza, y decido visitar la planta superior, dedicada a la obra artística de los hermanos Cabanas Alibau: Joan, fotógrafo; Francesc, pintor y escritor; y Miquel, pintor y poeta. El padre, Frederic Cabanas Serra, fue industrial textil e inventor. Entre los frutos de su magín se cuentan una máquina de hacer flecos, sin duda utilísima, y el telar más pequeño del mundo, también muy práctico, supongo. Joan, el hermano mayor, dejó una obra corta, como su vida: murió en 1952, a los 45 años. La de Francesc, el mediano, es más extensa y, sobre todo, variada. A sus paisajes coloristas, de trazo grueso, sumó novelas (Un venedor de llibres), obras de teatro (La màgia negra), ensayos sobre pintura (La finestra del meu estudi (incoherències de pintor)) y libros con anécdotas sobre Santiago Rusiñol, de quien fue amigo. En una pared se conserva el permiso del jardinero mayor del Servicio de Parques y Jardines del Ayuntamiento de Madrid, de 12 de abril de 1945, para que "Francisco Cabanas pueda sacar apuntes del natural en el Parque de Madrid, siempre que con ello no se cause perjuicio alguno a las plantaciones". A Miquel, el más joven de los hermanos y también el último en fallecer, en 1995, se le dedica el grueso del espacio. Pintó asimismo paisajes y bodegones, y escribió poesía. Su poética aparece plasmada en un panel informativo de los muchos que acompañan —aunque solo en catalán— las piezas expuestas. Leo (y traduzco del catalán): "Pinto despreocupado de estilismos rebuscados, sin compromisos ni promesas, sin vacilaciones y espontáneo, solo obediente a una inspiración que me empuja a hacer, y de la forma más sincera". Resoplo: los escritores que hacen bandera de la despreocupación formal, la espontaneidad y la sinceridad —fruto, como parece ser en este caso, de una inspiración irreflexiva— son, casi siempre, defectuosos. Picoteo en los versos de sus libros que se leen en las cartelas y en los volúmenes abiertos de las vitrinas (El llibre blau. Passaport a l'eternitat y Voliaina. Dotze tries de poemes), y confirmo las sospechas. Miquel Cabanes es también paisajístico en poesía. Dedica varias composiciones al campanario del monasterio, que compara con una rosa. En un salón de la sección, una grabación desgrana versos suyos. Y en un lugar preeminente se exhiben el diploma que obtuvo en los juegos florales de la tercera edad de la Residencia de Ancianos de la Parroquia y el que lo acredita como sancugatense del año en 1994. Tras el edificante recorrido por la obra de los Cabanas Alibau, bajo al tercer y último piso de mi visita, donde me espera la mayor sorpresa de la mañana: el museo de Marilyn Monroe, que reúne la mayor colección de objetos de y sobre la actriz norteamericana del mundo, propiedad de Frederic Cabanes, hijo de Miquel y también pintor. En un espacio no demasiado amplio se apiñan todo tipo de objetos: utensilios de maquillaje (muchos); cartelería de películas (muchas); cámaras fotográficas; perfumes (un frasco de Channel nº 5, que era el pijama de Marilyn: según dijo, para dormir solo se ponía unas gotas de esa esencia); innumerables fotografías, como una, enorme, de la escena de La tentación vive arriba en la que aparece con la falda volada en el respiradero del metro, ante la sonrisa estupefacta del bueno de Tom Ewell, o la celebérrima del calendario Golden Dreams de 1954, donde se muestra desnuda sobre un telón rojo; zapatos y piezas de ropa, como los guantes que llevaba en Los caballeros las prefieren rubias; cartas —Frederic Cabanas afirma tener una, fechada el 25 de julio de 1962 y dirigida a Truman Capote, en la que Marilyn le confesaba al autor de A sangre fría su miedo a ser asesinada—; las huellas de sus manos, estampadas en el paseo de la Fama hollywoodiense; y un sinfín de casquería sentimental. En un televisor se reproducen sin descanso filmaciones célebres de la actriz, incluyendo aquella en la que, enfundada en un asfixiante vestido blanco y con muchos güisquis y seguramente también bastantes pastillas en el cuerpo, le cantaba el Happy birthday to you, Mr. President, a un boquiabierto Kennedy. Los libros tienen también mucha importancia en la exposición, como la tuvieron en la vida de Marilyn, y no solo porque se casara con el dramaturgo Arthur Miller (también lo hizo con el beisbolista Joe DiMaggio, y eso no la convirtió en una amante del béisbol), sino porque buscó en la literatura la compensación a una vida vampirizada por la imagen: por su condición de símbolo sexual; de hecho, hasta llegó a escribir poesía, y, por lo que he podido leer, no completamente despreciable. En el museo se exhiben algunos de los libros que leyó, como Hojas de hierba, Ulises, Guerra y paz, biografías de Chaplin y Lincoln, y obras de Heine y Jalil Yibrán, entre otros. Pero lo más llamativo del apartado bibliográfico son los 1.962 volúmenes, de más de 45 países e idiomas diferentes, que Frederic Cabanas ha acumulado sobre Marilyn Monroe: el mayor archivo bibliográfico que existe en el mundo sobre ella. Se exponen en una sala dentro de la sala, pero, por desgracia, no se pueden consultar: la biblioteca está cerrada, supongo que para evitar que otros admiradores de Marilyn —o vulgares cleptobibliómanos como yo— la desvalijen. Miro y remiro el contenido de las vitrinas, y me dejo embriagar por la sensualidad de aquella mujer de labios rojos, mirada azul, cuerpo de gelatina y conciencia atormentada, que fue violada en la infancia, murió suicidada o asesinada, y peregrinó por los estudios y los hombres en busca de algo que se nos escapa a todos, pero a ella, quizá, con mayor estridencia: la paz, la reconciliación, la alegría. Marilyn, no obstante, dejó tras de sí una de las mejores trayectorias cinematográficas y uno de los iconos más perdurables del s. XX.

domingo, 16 de junio de 2019

Qué feos somos

Unas piernas huesudas. Un calvo con guedejas desde el occipital hasta más allá de los hombros. Unos pies con chanclas. Un hombre tapizado de tatuajes. Una mujer tapizada de tatuajes. Uno con un aro en la nariz. Otra con un clavo en la lengua. Unas uñas fluorescentes. Un traje demasiado holgado. Un culo gigantesco, aprisionado por unas mallas al borde del estallido. Unas uñas sucias. Unas orejas de soplillo. Una nariz de boxeador. Unos labios naranjas. El nudo torcido de una corbata demasiado larga (o demasiado corta). Unos pechos enormes, que cuelgan hasta la cintura. Una barriga como una barrica. Los muñones que exhibe un mendigo. Unos pantalones que dejan ver los calcetines (o los tobillos). Unas piernas celulíticas, realzadas por una minifalda. Los pelos como cuerdas de guitarra que asoman por la nariz o las orejas. El babero de una papada. Dedos de los pies que divergen. Unos dientes amarillos. Unos codos como puñales. Los tríceps colgantes. Las bubas, las verrugas, los angiomas, los vitíligos. Una chica con botas de pocero. Un señor con tacones como Sarkozy (para parecer más alto, como Sarkozy). Una voz estridente, o gangosa, o arrastrada, o pija. Un punki. Uno con barba bayeta. Una maquillada como un oso panda. Uno con pelo en el pecho, los hombros y la espalda en camiseta de tirantes. Una adolescente con acné. Unos dientes separados. Unas piernas peludas. Una mujer con barriga (sin estar embarazada). Los músculos hipertrofiados de un (o una) vigorista. La palidez mortal de alguien. El vecino del metro que huele a muerto. Un bigote a lo Aznar. Una mora cubierta de los pies a la cabeza. Un gordo armilar. Una como una sandía. Alguien vestido con ropa de camuflaje y una pulserita con la bandera de España. Unas cejas como orugas procesionarias. Una cara sin cejas. Unos pechos inflados de silicona. Unos labios inflados de silicona. Unos pómulos inflados de silicona. La que pasa con uno de los parietales rapados, aunque con la sombra ominosa de lo que hubo, y todo el pelo echado sobre el otro. Un jipi de geriátrico. Una anciana pizpireta. El michelín que asoma entre el final de una camiseta sucia y el principio de un bañador viejo. Más pies con chanclas. La que come de un táper en el autobús y mastica con la boca abierta. Pantalones como trapos de cocina. El que se rasca la entrepierna. El que se tira pedos mientras hace cola en la farmacia. Unas ojeras abultadas y sombrías. Unas gafas de azafata del Un, dos, tres. El que se laca el pelo. La que se lo carda. Unas medias con carreras. El que lleva una gorra de Supermercados Pérez y un reloj de oro que parece un despertador. El pelo verde. El turista con calcetines y sandalias. El unicejo. El hombre con anillos como pelotas de pimpón. Una mujer con bozo. Un belfo caído. El que tiene los dedos amarillos de tanto fumar. La perilla ridícula. Cadenas colgando por el cuerpo. El que se puebla las orejas de pendientes brillantes. Una mujer con el sobaco como un bosque. Al que le apesta el aliento. El que no para de sudar. El que se peina como Iñaki Anasagasti. La que usa pestañas postizas. Un hombre con tetas. Una mujer patizamba. Expresiones imbéciles. La que bosteza sin taparse la boca. El joven que lleva los tejanos por debajo de los glúteos y tiene que caminar con las piernas arqueadas para que no se le caigan hasta los tobillos. El que calza unas zapatillas deportivas de tres tallas más de la que le corresponden. La que lleva un sujetador demasiado pequeño para lo que necesita y de cada pecho hace dos. El que marca paquete. El que escupe al suelo. La que se hurga la nariz. El que lleva la raya en medio. El sesentón con melenita de adolescente. Al que, cuando habla, se le hacen pelotitas de saliva en los labios. La que no se depila. El que lleva manchas o restos de ceniza en la ropa. Un cuerpo fofo. Otro esquelético. Sudaderas, chándales, camisetas del Barça. Una mujer, casi negra, con la piel apergaminada por haber tomado demasiado el sol. Un arco supraciliar propio de un neandertal. Una boca sin dientes. Una nariz de Cyrano. Unos ojos saltones. Unos ojos separados. El que va descalzo por la calle. El que se hace trenzas en la barba y las remata con un lacito rosa. La que pasea con unos shorts que no alcanzan a cubrir toda la nalga. El que anda siempre con el ceño fruncido. La de gafas de culo de vaso. El que pasea con un perro horroroso. La que se ha tatuado una mariposa en una teta. El que se ha tatuado un águila con las alas desplegadas en la espalda, debajo del cuello. Una que tiene bocio. Un legionario al que se le nota que ha sido legionario. Mechones entrecanos, desperdigados, enloquecidos. La que padece un abultamiento en el cráneo. El que no se quita nunca la colilla de un caliqueño de la comisura de los labios. Una bragueta abierta. El que se peina como Elvis. Una otaku. El señor que lleva los pantalones a la altura del pecho. Mi cara en el espejo.

martes, 11 de junio de 2019

Yo soy el Poema de la Tierra (y 2): en Murcia y Cartagena

Tras la presentación de Yo soy el Poema de la Tierra en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, hoy viajamos Raúl y yo a su tierra, Murcia, donde ha organizado sendas presentaciones de la antología, en Murcia y Cartagena. En el tren —que se alarga más de cuatro horas para llegar a la capital— coincidimos con el actor Gorka Ochoa, que se ha hecho muy popular con el programa de la televisión vasca Vaya semanita. Está siendo un fin de semana de muchos actores: ayer Lluvia Rojo y Joaquín Reyes; hoy, Ochoa. En la estación de destino nos recoge Pilar, la encantadora hermana de Raúl. Me alojo en el hotel La Huertanica, un nombre que me parece muy apropiado en esta ciudad, cuyo cosmopolitismo, no obstante, está fuera de toda duda: el hotel se encuentra al lado del Irish Pub Fitzpatrick's, frente al cual tres angloparlantes chupan abacialmente unas pintas. Al hacer la entrada en el alojamiento, el recepcionista me ofrece jugar a los barquitos. Me explica que el juego supone una oferta: tiro dos veces y basta con que acierte uno para llevarme una consumición gratis durante mis días de estancia. Sin haber salido todavía del estupor, pongo las dos clavijitas en mi parte del tablero. Con habilidad extraordinaria, fallo los dos: uno cae en la línea que separa el acorazado y un crucero, que ya es fallar, y el otro se pierde en la única zona del tablero enemigo en el que el hospedero no ha puesto buques. De haber sido almirante, haría tiempo que hubiese perecido, sin barcos, ni honra, ni nada. Me quedo, pues, sin consumición y con cara de náufrago. Subo a la habitación y descargo los pertrechos. No tengo mucho tiempo hasta la presentación, que se hace en la librería Libros Traperos, del poeta José Daniel Espejo, así que decido no alejarme del centro. Visito la catedral, que está al lado del hotel, como el pub Fitzpatrick's. Me gusta que no haya que pagar: cada vez más seos y monumentos eclesiásticos cobran por entrar, y cada vez me gusta menos financiar a la Iglesia: ya lo hago obligatoriamente como contribuyente. Pronto advierto los numerosos recordatorios literarios del templo y sus alrededores: me saludan placas de Diego de Saavedra Fajardo, "eximio escritor", nacido en Algezares y enterrado aquí; José Selgas y Carrasco, autor de "rimas y apólogos", también inhumado en la catedral y hoy completamente olvidado; y el humanista Francisco Cascales, "preclaro literato murciano". Sin embargo, no es Cascales el más "preclaro literato" que reposa en este lugar. Al menos, enteramente. En una urna del presbiterio descansan nada menos que el corazón y las entrañas —aunque no se especifican cuáles— de Alfonso X el Sabio, que quiso que su corazón fuese enviado al monte Calvario, en Tierra Santa, y sus tripas, al monasterio de Santa María la Real del Alcázar. Por algún azar de la historia, su voluntad no se cumplió y sus órganos se quedaron a medio camino, en la catedral de Murcia. Aunque hay que comprender que debía de dar mucha fatiga viajar hasta Palestina con aquella casquería, por muy regia que fuese, en las alforjas, y por aquellos caminos, y con aquellos calores. Mientras paseo por el templo, un hermoso pastiche arquitectónico —al gótico original se le han sumado elementos renacentistas, barrocos y neoclásicos—, suena el órgano. Y en la capilla-retablo de San Cristobalón, contemplo al Niño, que mama de la Virgen María, de un pechito que apenas asoma por un resquicio del sayo. Huele intensamente a rosas. La placidez que transmite el sitio se ve turbada, a la salida, por un grupo de vociferantes que ocupan una de las terrazas de la plaza del cardenal Belluga. Nunca he entendido la necesidad de la gente de hacer ruido. Con lo bien que se está en silencio. Tengo tiempo todavía —pienso— de subir a la torre, de 93 m, la segunda más alta de España, tras la Giralda, que alberga una verdadera orquesta sinfónica de campanas: veinte. Rodeo la catedral en busca de la entrada, pero no la encuentro. En la oficina de turismo me informan de que solo se puede visitar por las mañanas. Pero en mi infructuosa inspección, doy con algo que compensa el fracaso: un tabuco de libros viejos justo detrás del ábside. Me llevo cuatro —uno de ellos, una antología de prosas en castellano de autores catalanes, de 1904, por 10 euros—y dejo un ejemplar de Oficio de los días, de Manuel Álvarez Ortega, uno de los mejores poetas españoles del siglo XX, que también he encontrado en el cajón: ya lo tengo —me lo regaló mi buen amigo Juan Luis Calbarro, que, a su vez, dio con él en la Cuesta de Moyano—, pero he dudado de si quedármelo para regalarlo. Por fin, lo he desestimado: la maleta se me va a llenar de libros esta semana, como siempre sucede en estas giras literarias, y he de economizar espacio y fuerzas. Es hora ya de ir a la librería Traperos, en la ronda de Garay. Saludo a José Daniel Espejo y a quienes van llegando, pero no puedo dejar de husmear en los estantes. Y allí encuentro una segunda edición de Visiones de neurastenia, de Wenceslao Fernández Flórez, otro autor popularísimo en su época —como Selgas en la suya— y hoy muy poco leído, aunque se salve del viento del olvido (ese que, según Cernuda, cuando sopla, mata) gracias a las adaptaciones cinematográficas de varios de sus títulos, y, en particular, de El bosque animado, cuya mejor versión es la de José Luis Cuerda, con guion de Rafael Azcona. El volumen, de 1924, se conserva bien y solo cuesta un euro: otro más para una maleta que ya está adquiriendo, pienso, la condición de baúl. El homenaje a Whitman y la presentación de la antología cuenta con numerosos participantes, que vamos desfilando tras Raúl: los poetas Héctor Castilla, Annie Castillo, Alberto Chessa, Vicente Cervera —a quien conocí el verano pasado en un curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo sobre el escritor chileno José Donoso en Santander, y a quien me agrada reencontrar— y yo, y otras personas interesadas asimismo por la poesía del norteamericano: una, Paco López, cuenta que, de joven, hace muchos años ya, se sentaba en la calle, a la puerta de la ferretería en la que trabajaba, a leer Hojas de hierba. Leer a Whitman en una calle de Murcia, a la puerta de una ferretería en los años 70, tenía, sin duda, su mérito (y su intriga: los vecinos, nos explica, le preguntaban qué era aquello que leía), y todos se lo reconocemos. Al propio Whitman, que cantó a todos los oficios, sobre todo a los más humildes, le habría encantado. Cuando acabamos, se me presenta un joven de aquí que está estudiando a Borges en París y que señala la hipálage del  soneto "Camden", que el maestro argentino escribió sobre el norteamericano, y que Vicente Cervera ha leído hoy: [Whitman] "ociosamente, / mira su cara en el cansado espejo". Doy un respingo al oír la figura retórica, hipálage, que suena a enfermedad de los nervios. Pero me gusta que alguien la recupere en una conversación informal. La hipálage era cara a Borges, como demostró en su memorable análisis del verso de la Eneidaiban oscuros bajo la solitaria noche por la sombra. La velada concluye con unos mejillones enterrados en patatas fritas, y un buen jamón serrano, y muchas jarras de cervezas en uno de los bares próximos a la librería. A la mañana siguiente —y tras una noche mal dormida: el insomnio siempre está al acecho, y esta vez ha sido azuzado por las voces de los que pasaban por la calle y también por los pasillos del hotel, pequeño y resonante—, Raúl, Alberto y yo nos desplazamos en autobús a Cartagena, donde nos espera otra presentación en otra librería, La Montaña Mágica, capitaneada por Vicente, un librero decididamente entregado al activismo cultural. Al bajar del autobús, Alberto nos hace esperar un momento en la estación para acabar el crucigrama de El País. Se sienta en un banco y lo resuelve, mientras Raúl y yo charlamos. Es, hasta cierto punto, un homenaje a Mambrino: el crucigramista acaba de fallecer. Yo también era seguidor suyo y, de hecho, lo sigo siendo: el periódico continúa publicando sus palabras cruzadas, aportadas por él antes de fallecer. Al rellenarlos, tengo la sensación de que sigue vivo y de que seguirá vivo mientras esos crucis inéditos se sigan publicando en el diario. Hasta la hora del acto, paseamos los tres por el centro de Cartagena, una ciudad que se me antoja monumental. Entre los edificios modernistas de la calle Mayor, Alberto me señala una placa dedicada al escritor acaso más célebre de la localidad, el novísimo José María Álvarez, cuyo Museo de cera recuerdo con placer. Tomamos café luego en la plaza del ayuntamiento, ante el consistorio, que es, una vez más, monumental. Acrecen la monumentalidad del sitio los dos barcos de guerra fondeados en el puerto. Los militares se encuentran también en el muelle. Han montado una carpa en la que enseñan a los niños a manejar las armas de guerra. La cola para manosear la artillería es larguísima, preveo que mucho más larga que la de quienes asistan a nuestra lectura. A Raúl le disgusta —casi diría que le indigna— la exhibición, pero los niños, y también los padres, parecen muy contentos. Paseamos por el lugar, donde se encuentra el puerto deportivo, y admiramos la amplitud de la bahía, rodeada de colinas fortificadas. Alberto me recuerda que de aquí salió al exilio el rey Alfonso XIII. Buen viaje, le desearon los cartageneros de entonces, aunque no estoy muy seguro de que hoy opinaran lo mismo. Subimos luego hasta el teatro romano, casi tan grande como el de Mérida, aunque sin su imponente escenario y con la mayoría de las gradas sin restaurar. Me gustaría visitarlo, pero el tiempo apremia, y volamos a La Montaña Mágica, donde nos volvemos a juntar los letraheridos para homenajear al viejo de las mariposas en la barba. Allí están, entre otros, Antonio Martín Albalate, mi viejo amigo José Antonio Martínez Muñoz, con barba whitmaniana (y coleta podemita), y la traductora Natalia Carbajosa, a la que conozco desde hace 24 años, sin que nunca nos hayamos visto en persona. Por otro de los azares que recosen el mundo, hoy es el día. Leen también poemas de Whitman dos adolescentes cartageneras amantes de la literatura, que nos hacen pensar que no todo está perdido en el mundo de las letras: aún hay futuro. La comida que inevitablemente remata la presentación es fabulosa: yo saboreo un salmorejo de la tierra, y descubro los michirones, unas habas sabrosísimas, que no tienen nada que envidiar a las catalanas, y el caldero, un arroz con pescado de roca y ñoras extraordinario. Alberto, que es indígena y conoce los usos y costumbres del lugar, pide otro plato de caldero. Para mi pasmo, la camarera le dice que sí —yo siempre he pensado que en los menús hay lo que hay, y ya está—, y me apresuro a secundar la petición. También me dice que sí. Mi paladar y mi colesterol se lo agradecerán. Un café asiático —un artefacto con la capacidad explosiva de una mina antipersonas, con leche condensada, canela, coñac, licor 43 y no sé cuántos ingredientes más— cierra el ágape. Haré la digestión toda la tarde, en el tren que me devuelve a Madrid, aunque con alguna incomodidad: la señora que se sienta a mi lado lee La Razón en la primera mitad del viaje y luego llama a José y se pasa la segunda hablando con él hasta llegar a Atocha. Y cotorrea literalmente de nada: las palabras, huecas, insignificantes, son solo volátiles trampantojos con los que acompaña su aburrimiento y su soledad. Aunque alguna de las que le dice a José tienen la virtud de irritarme: por ejemplo, que ha leído a "su Marhuenda". 

jueves, 6 de junio de 2019

Yo soy el Poema de la Tierra (1): en el Museo Nacional de Ciencias Naturales

Viajo hoy a Madrid, donde Raúl Gómez director de la colección "Hojas en la hierba", de la editorial RELEE, en la que se acaba de publicar mi antología de Walt Whitman Yo soy el Poema de la Tierra ha organizado una fiesta de aniversario por el 200 cumpleaños del poeta norteamericano, que servirá también como acto de presentación de la antología. Viajo en AVE, que me depara la primera sorpresa del viaje: en el asiento de detrás, viaja Eriona, la mujer de mi buen amigo, el diplomático y poeta Ignacio Cartagena. Pasamos un buen rato charlando en el vagón-cafetería: hasta Zaragoza. Ya de regreso en nuestros asientos, sube en la capital maña una señora firmemente comprimida por unas mallas de leopardo, que se sienta en la butaca de al lado, hasta ese momento vacía. No obstante, las mallas solo recubren a la viajera con una segunda piel desde la mitad del pecho hasta los tobillos: en todo lo demás, la única piel que luce es la suya, la natural. La dama fatiga primero el móvil, pero luego lo sumerge en un gran bolso que lleva, saca de la misma alforja una rebequita, se tapa los hombros y el balcón del pecho, crudamente expuestos al aire acondicionado del tren, y se queda dormida. Las leopardas también duermen. Y hasta se les aflojan los miembros con el abandono del sueño, como le sucede a mi vecina: una de sus piernas se abre inexorablemente hasta apoyarse en la mía. Y aunque esta sea la versión femenina del manspreading, no lo tengo por un gesto de dominio matriarcal ni de mala educación, sino por mera laxitud fisiológica. Para no despertarla, ya no moveré la pierna hasta llegar a Madrid. El encuentro con Eriona no será el único que me sorprenda en este trayecto. Al llegar, desde Atocha, a la estación de Príncipe Pío, frente a la cual se encuentra el hotel que me han asignado los organizadores, casi choco con otra gran amiga y poeta, Marta Agudo, que está dando su paseo vespertino. Curiosamente, me dice, hacía unos minutos les estaba hablando de mí a sus acompañantes (y, al parecer, bien). El azar tiene, en verdad, giros inimaginados. El hotel Florida Norte, en el que me alojo, es un lugar setentero al que se le nota que lo es. Necesita un buen remozado, que parece urgente en las habitaciones, pero las fallas que detecto, desconchones aparte, resultan creativas o melancólicas: algunas lamas del parqué no encajan, y para rellenar los huecos les han introducido una especie de tela asfáltica, a la vez brillante y menesterosa, en la que se reflejan las luces de la habitación. El resultado es un suelo con animación, como el de una discoteca antigua. No obstante, el mejor hallazgo es un enchufe situado justo encima del inodoro, cuya potencia 220 voltios se indica con dymo, aquellas tiras plásticas en las que, con un disco, se repujaban las letras. En su momento, durante mi infancia y buena parte de mi juventud, aquel aparato se me antojaba un prodigio de la técnica. Hoy contemplo los tres dígitos blanquecinos que ha dejado en el enchufe con asombro y nostalgia: asombro de que haya sobrevivido hasta hoy y nostalgia de un tiempo aún sin códigos binarios ni laberintos de silicio, en el que la información se imprimía, como siempre se había hecho, con la fuerza de las manos y la ductilidad de los materiales. Pese a estos restos del pasado pecios del naufragio del tiempo, debo admitir que la habitación reúne las dos mejores características que pueda tener una habitación de hotel: es silenciosa y la cama es buena: muellera, pero buena. Además, como duermo solo, nadie brincará con mis movimientos ni me llenará por ello de improperios. Aseado y mudado, me encamino al Museo Nacional de Ciencias Naturales, en cuyo salón de actos está programada la celebración. El Museo ocupa el magno Palacio de la Industria y de las Artes, construido en 1887, junto al paseo de la Castellana. Nunca he visitado este lugar. Apenas llego, me veo arrastrado al interior por un gentío muy superior a mis expectativas. Pero es que las expectativas de un poeta por lo menos, de un poeta como yo nunca implican a gentíos. Subiendo las escaleras hasta el salón de actos, y pese a estar rodeado de una muchedumbre, reparo en sucesivas vitrinas que contienen ejemplares disecados de animales exóticos: la tortuga laúd, la anaconda amarilla, el varano del Nilo, el talapoin norteño, el cercopiteco de nariz blanca y el de morro azul, el kinkajú o martucha, el estornino espléndido, el calamón común, el oso de anteojos y el aguilucho lagunero; bichos que me gustan no por su aspecto, sino por sus nombres, tan poéticos. No me importaría pararme a contemplarlos, pero la riada se hace más caudalosa por momentos. La directora del Museo nos da la bienvenida y Raúl Gómez explica sus razones y los objetivos de la colección "Hojas en la hierba", de título inequívocamente whitmaniano: despertar la sensibilidad ecológica y contribuir al conocimiento de la evolución del ecologismo en la literatura contemporánea. A continuación, desfilamos los participantes: yo abro el fuego con una síntesis de la poesía de Whitman, de su importancia en la literatura del mundo y de su novedosa, si no revolucionaria, concepción de la naturaleza, y leo dos poemas: el 21 de Canto de mí mismo —ese que dice: "Soy el poeta de la mujer igual que del hombre, / y digo que tan noble es ser mujer como ser hombre, / y digo que no hay nada tan noble como ser la madre de los hombres" y "El galanteo de las águilas", uno de los que, con sus escandalosos versos que hoy nos parecen templadísimos, motivaron que la Sociedad de Nueva Inglaterra para la Supresión del Vicio denunciara al poeta por obscenidad. Luego intervienen la actriz Lluvia Rojo, muy rubia, muy simpática; la periodista y activista María José Parejo, presentadora del programa El bosque habitado, dedicado a temas medioambientales; el cantautor gallego Xoel López, que interpreta, con voz exquisita, dos canciones que son, en realidad, dos poemas musicados (y que se lleva la mayor ovación de la noche: los poetas nunca tenemos nada que hacer con los músicos: por mucho que nos esforcemos, estos siempre se ganan el favor del público); el poeta Alberto Chessa, que ha traducido los dos primeros volúmenes de la colección, Mi primer verano en la sierra, de John Muir, y la correspondencia entre Emerson y Thoreau, y que tiene la rara virtud de que todo lo que dice constituye una observación inteligente (por ejemplo: qué raro que esa gran metáfora que es Walt Whitman del Nuevo Mundo, del hombre nuevo, de la democracia norteamericana, de una nueva forma de hacer poesía sea tan poco metafórico en su escritura); el naturalista Joaquín Araújo, que comparece con una viejísima y descabalada edición de Hojas de hierba, cuyas páginas sujeta con una pinza de oficina, y que lee, de esa edición, el mismo poema que luego recita de la mía, sin advertir que se trata de la misma composición (no está mal, pienso: así se habrá advertido la diferente traducción de ambas); y, por fin, Elvira Lindo, que cuenta cómo conoció a Raúl ("¿será un repartidor?", pensó, al ver a aquel extraño a la puerta de su casa; luego lo invitó a comer) y vuelve a citar a Fernando Fernán-Gómez, al que yo ya he mencionado: su prosodia en la inolvidable escena del "¡Señoriiiiiitooooooo!", de El viaje a ninguna parte, me recuerda a la del propio Whitman, que puede oírse declamando, con grandísimo engolamiento, el breve poema "América", hacia 1889 o 1890, en The Whitman Archive. Pero, tras Lindo, aún queda una última intervención: la del perro Skipper es lógico que haya una representación animal en lo que no deja de ser un acto de exaltación de la naturaleza, bajo cuyo disfraz se oculta Joaquín Reyes. Skipper-Reyes nos cuenta que tuvo una camada de ocho con una perra chihuahua las perras chihuahuas son muy ardorosas, especifica, pero que el último de los cachorros había salido muy enratonao, muy feo, y que habían decidido llamarlo Martínez Almeida. También le pide a Raúl que le saque del bolsillo el poema que va a leer. Pero Raúl no saca un papel, sino una pelota amarilla, y Skipper le dice que eso no es, y que no se le ocurra tirarla, que va detrás. Por fin, tras aclararnos que frío no tiene en la sala hace un calor tropical; los abanicos se agitan como mariposas, calienta la voz ("¡auuuuuu! ¡auuuuuu!") y recita, nada perrunamente, otro poema de Whitman. Como el cantautor Xoel, el cómico recibe un aplauso estruendoso, que vuelve a relegarnos a los poetas a un lugar subordinado en la escala de la estimación pública. Pero ni a Alberto ni a mí nos importa: lo importante es que triunfe Whitman. Concluido el acto, bajamos participantes y organizadores, más algunos amigos del público, a los jardines del Museo, donde celebraremos la fiesta de cumpleaños propiamente dicha. De los árboles cuelgan hojas con poemas de Whitman, que se menean como farolillos. Acompañan a las bebidas galletitas y frutos secos envueltos en hojas (de plátano, creo). Me sorprende, no obstante, que en el Museo Nacional de Ciencias Naturales haya, pegado al tronco de un árbol, al lado del estanque junto al que nos encontramos, un enorme cartel de "Perros no". Un joven periodista viene a hablar conmigo y me revela que le interesa mucho la relación entre Whitman y Emerson, aunque no tanto como la que mantuvieron Emerson y Thoreau, cuyas siluetas se ha tatuado en el antebrazo. Me sumo a un corrillo en el que a alguien parece asomarle un enorme moco por la nariz. Pero estoy equivocado: no es un moco, sino una hoja de menta metida en la narina. El hombre es ingeniero de montes y, según cuenta, le gusta oler ese aroma sin filtros, a matacaballo. Qué extraños son los ingenieros de montes. También me presentan a Américo, el librero del Museo, cuyo abuelo, portugués, combatió con las Brigadas Internacionales, fue hecho prisionero y fusilado contra una tapia. Raúl y sus colaboradores reparten a continuación unas densísimas magdalenas que valen por una cena, cada una de las cuales tiene una vela, que encendemos. Luego, Araújo lee otro poema de Whitman de su desvencijada edición y todos felicitamos al viejo Walt, al tiempo que soplamos las velas en su honor. Cansado, vuelvo al hotel setentero. Antes de recogerme en la habitación, no resisto la tentación de asestarme unas flores de alcachofas asadas en un restaurante contiguo, "El Molinón", regadas con una copa de verdejo bien frío. Lo hago y, de paso, me olvido la americana en el respaldo del asiento. Cuando ya estoy en la habitación, he de volver, a paso legionario, para recuperar la prenda. Por suerte, el camarero que me ha atendido la ha guardado antes de que alguien que no fuese yo se la llevara. Definitivamente instalado en el cuarto, y pese al agotamiento, zapeo un rato. El zapeo es un vicio que practico en todas partes, para desesperación de los circunstantes. Caigo, en un canal extraño, en Apocalipsis sexual, una película tan setentera como el hotel, pero ni siquiera las visiones ciertamente apocalípticas de los actores, que parecen navajeros, y las actrices, que parecen muñecas hinchables, me impiden caer dormido casi al instante.

domingo, 2 de junio de 2019

Walt Whitman: poeta del yo y del nosotros

Walt Whitman es una anomalía en la poesía en lengua inglesa del s. XIX, y Hojas de hierba también: una anomalía formidable. Era un hombre sin apenas formación, pero autodidacta, que se había criado, como todo el mundo, a los pechos de la poesía isabelina y el romanticismo inglés. Aferrado a los modos yámbicos de aquella lírica preciosista, él también escribió una veintena de poemas atildados y olvidables, que aparecieron en los muchos periódicos neoyorkinos con los que colaboraba, pero que nunca incluiría en Hojas de hierba. No obstante, su infancia pobre y libérrima en una Long Island que era aún, en buena medida, un territorio salvaje, había labrado en él una fuerte conciencia de sí y de asombro ante el mundo, y su asistencia a una conferencia de Ralph Waldo Emerson en 1842, «Naturaleza y facultades del poeta», en la que el filósofo abogaba por que surgiese un poeta —«el verdadero y único doctor; el que conoce y narra; el que da noticia, porque estaba presente y atento a cuanto surgía; el que (…) pronuncia lo necesario y causal»— que cantara «la vasta geografía que deslumbraba la imaginación» —las tierras, gentes y ciudades del Nuevo Mundo—, le reveló aquel papel insólito: el del poeta que escribiese el gran poema que era América. 

Emerson fue, precisamente, el único intelectual que respondió con elogios a la aparición de la primera edición de Hojas de hierba, en 1855. Todas las demás críticas sobre el libro —quitando las tres anónimas escritas por el propio Whitman, muy favorables, como es natural— fueron despiadadas. Rufus Wilmot Griswold, un crítico muy influyente de la época, creía «imposible imaginar cómo puede haber concebido la fantasía de un hombre semejante montón de estúpida porquería», aunque sí demostraba «la energía de la que es capaz, a veces, la imbecilidad natural, cuando es presa de una fuerte excitación». Otro reseñista anónimo, desde Londres, despachaba Hojas de hierba con esta sutil consideración: «Whitman conoce tanto el arte como un puerco las matemáticas». Y muchos reclamaban echar aquella basura herbácea al fuego. Pero era lógico que Hojas de hierba despertase tanto repudio. Alguien que escribiese, en aquella Nueva Inglaterra puritana y decimonónica, «la cópula no es para mí más vergonzosa que la muerte» o «el aroma de estas axilas es más exquisito que cualquier plegaria», como hace Whitman en el poema 24 de Canto de mí mismo, no podía sino concitar la incomprensión general, y la inquina de muchos.

Pero el poeta, impuesto en su papel, no se amilanó. Al contrario: dedicó su vida a
ampliar aquellos 12 poemas de la edición de 1855 hasta los 389 de la última edición, la novena, aparecida en 1891, llamada «del lecho de muerte», porque Whitman la recibió en la cama en la que pasaba su última enfermedad, y en la que moriría al cabo de pocos meses, en 1892. Su obra fue, pues, la obra de toda una vida: una poesía total, que expresaba, con idéntico vigor, la singularidad del yo —«Camerado, esto no es un libro: / quien lo toca, toca a un hombre», escribe en Cantos de despedida— y el nacimiento del nosotros, el hervor de la conciencia individual y la edificación de la comunidad, donde alentaba un hombre nuevo, que Whitman solía escribir en mayúsculas. 

Hojas de hierba hace lo que todas las grandes poesías han hecho siempre: romper con la tradición. Con una dicción versicular, a la vez coloquial y tortuosa, plagada de su mejor instrumento, la enumeración, y un tono celebratorio, Whitman inaugura una épica colectiva, multitudinaria, en la que todos —desde el último esclavo hasta el presidente de la nación— son protagonistas, y todos aportan su perspectiva individual, igualmente valiosa, a una visión caleidoscópica de la realidad. El mundo de Hojas de hierba no es mítico ni inaprehensible, sino el que el poeta ve cada día, heterogéneo, contradictorio: los campos de labor y las playas, las fábricas y los embarcaderos, las praderas y los pantanos, y, sobre todo, la tumultuosa ciudad de Nueva York, con sus muchedumbres —de blancos, negros e inmigrantes— y su frenesí, que representan la complejidad del cosmos. Whitman incluye en su visión —y reivindica— aspectos polémicos de la realidad: el amor homosexual, subyacente en toda su obra, pero sobre todo en Cálamo; la igualdad de la mujer —«soy el poeta de la mujer igual que del hombre, / y digo que tan noble es ser mujer como ser hombre, / y digo que no hay nada tan noble como ser la madre de los hombres»—; la abolición de la esclavitud —sueña con una ciudad «en la que deje de haber esclavos y dueños de esclavos»—; la autonomía y majestad de la naturaleza —«creo que una hoja de hierba no es menor que el camino recorrido por las estrellas, / y que la hormiga es asimismo perfecta, como un grano de arena o el huevo del chochín»—; y la ética pública, que debía condenar, entonces como ahora, a los jueces frívolos, los alcaldes corruptos y los curas farfulladores. 

Whitman ha estado muy presente en las letras en español —aunque su primera traducción en España fuese al catalán: Fulles d’herba, de Cebrià de Montoliu, en 1909— desde que José Martí asistiera a una conferencia del poeta en 1887 y difundiese en un artículo, «El poeta Walt Whitman», la fascinación que le habían producido su figura y sus ideas. Rubén Darío leyó a Martí y se sintió igualmente atraído por el norteamericano. Y de este binomio extraordinario surgió un interés que ha pasado por Juan Ramón Jiménez, Guillermo de Torre, Pablo de Rokha, Vicente Huidobro, Pablo Neruda —cuyo Canto general es whitmaniano hasta la médula—, García Lorca —su «Oda a Whitman», de Poeta en Nueva York, es un clásico del surrealismo—, Gabriela Mistral, León Felipe, Jorge Luis Borges —que tan cruel fue con la versión del Canto de mí mismo de Felipe, y que suscribió una de las mejores traducciones de la obra de Whitman—, Pedro Mir, Ernesto Cardenal y Raúl Zurita, entre otros, y que nunca ha decaído. Hoy mantienen su llama viva en España destacados autores como Juan Carlos Mestre, Enrique Falcón, Julieta Valero, Juan Andrés García Román o Berta García Faet, cuyos trazos épicos se entrelazan con el afán de ruptura, y cuya voluntad totalizadora no se opone, sino que incorpora la atención a la vida palpitante, a los hechos cotidianos, a los sentimientos elementales, a las injusticias colectivas y a su enmienda.

[Este artículo se publicó en El Cultural de El Mundo correspondiente al 24-30 de mayo de 2019]