sábado, 30 de septiembre de 2017

La soledad

Hace pocos días, oí en un telediario que los expertos, sean estos quienes sean, han identificado una nueva epidemia en las sociedades desarrolladas: la soledad. Y lo ilustraban con un dato: casi 43 millones de estadounidenses mayores de 45 años padecen soledad crónica, una enfermedad, al parecer, más dañina que otro de los grandes males (y de las grandes vergüenzas) de los países ricos: la obesidad. Soledad crónica debe de querer decir, claro, que están solos siempre, que están solos inapelablemente, y que, si alguien no lo remedia, estarán solos hasta que se mueran. Y morirán también solos, aunque esto morir solos nos ha de pasar a todos, por muy numerosa que sea nuestra familia o muchos amigos que tengamos. La casualidad quiso que ese mismo día oyese en otro programa de televisión uno de esos documentales sobre temas científicos que nunca se proyectan en cadenas generalistas ni en horarios de máxima audiencia, y cuyos parientes de sobremesa, sobre animales, tan buenos son para descabezar una siesta; mis preferidos son los que se ocupan de los primates: de los bonobos, o monos kamasutra, por ejemplo, que resuelven todos sus conflictos individuales y sociales copulando, y que han desarrollado un sofisticado arsenal erótico, más elaborado que el de muchos humanos: qué gran ejemplo deberían ser para todos que es empíricamente imposible definir la felicidad, pero que, si un rasgo se asocia a ella, según todos los estudios disponibles, ese rasgo es el de la conexión con la vida, es decir, la vinculación de la persona con grupos, actividades o causas: con realidades que la incorporen a comunidades más amplias y trascendentes, sin que esta trascendencia tenga que ser religiosa, aunque también pueda serlo y, de hecho, lo sea la mayoría de las veces. Se conoce que integrarse en una comunidad, o participar de un proyecto colectivo, o compartir los trabajos que realiza un conjunto de semejantes, proporciona a la gente una sensación de acogida y pertenencia que la aleja del desasimiento y el desconcierto que le imprime nuestra condición de seres escindidos, desde el nacimiento, de un todo irrecuperable. Esa necesidad de conexión (aunque algunos, muchos, invoquen en ocasiones una necesidad de desconexión, que no es sino una manera de reivindicar una conexión diferente) explica la agrupación familiar y las organizaciones comunales, desde el clan o la tribu hasta el Estado, y todas aquellas adhesiones a entidades supraindividuales, ya sean laicas, como los clubes de fútbol, o creyentes, como las iglesias, que, además, tienen la ventaja de asegurar la inmortalidad, esto es, la conexión con la vida más allá de la muerte. Y, desde luego, explica la vasta panoplia de nacionalismos, patriot(er)ismos y credos de toda laya que la humanidad ha excretado, y que son la expresión más acabada (y, a menudo, más peligrosa) de la función del grupo como antídoto de la soledad. Frente a estas incardinaciones redentoras, la soledad permanece como una realidad que ampara la dignidad de la persona, cifrada en el conocimiento, en la conciencia iluminadora de la incertidumbre, la transitoriedad y la indefensión que la constituye, pero también como una realidad que nos lamina e incluso corroe cuando va más allá de la soledad deseada y acariciadora que a veces necesitamos para reencontrarnos o purgarnos. La soledad vuelta estado ineludible, convertida en losa que nos oprime o nos ahoga; la soledad como manto o muro o espesura; la soledad como compañera tenebrosa que nos recuerda, sin misericordia, que a nadie podemos hablar, que a nadie podemos abrazar, que nadie nos ama ni a nadie podemos amar; la soledad que veda cuanto nos une con el mundo, y que resulta tan impenetrable como un chaleco de kevlar. Esa soledad es terrible. Y lo peor de su terrible condición es que es compatible con la compañía y la comunicación. De hecho, no hay peor soledad que la soledad multitudinaria: la que experimenta quien vive rodeado por una muchedumbre de soledades tan abrumadoras como la suya (la británica Olivia Laing ha escrito un magnífico tratado sobre el arte de estar solo en las megalópolis, La ciudad solitaria; y no es extraño que lo haya hecho alguien que ha vivido muchos años en Londres y Nueva York, esos paraísos de los solitarios, como yo mismo he tenido ocasión de comprobar). Por otra parte, la digitalización de la sociedad ha ampliado la información (y también la desinformación) hasta límites casi inconcebibles, pero no ha mejorado el conocimiento la comprensión de aquello de lo que se nos informa ni aumentado la fraternidad. Más bien lo contrario: ha potenciado el apartamiento y hasta la reclusión. Es pavorosa la soledad de los ancianos: ese abandono total, en el que están solos incluso de sí mismos, y que no conoce ya ni una palabra de consuelo, ni una mirada de reconocimiento, ni una caricia. No menos aterradora es la de los expulsados a los márgenes, la de los caídos en las tinieblas exteriores de la existencia: indigentes, enajenados, presos, enfermos impedidos o terminales. Pero también resulta fiera esa soledad más modesta, aunque no menos intemperante, que nos aqueja a algunos, a veces, por circunstancias indeseadas o la siempre tortuosa conducta del azar. Caminamos entonces por nuestra casa sin otro compañero que nuestro propio cuerpo y nuestro propio silencio. Nos sentimos lejos de toda cordialidad y toda salud. Los pasos de ese caminar desolado resuenan en las paredes de las habitaciones como un tambor de duelo. Lo que hacemos está seco, igual que nosotros. Nada nos eleva: nada nos mueve, salvo la fuerza que se nos traga –hacia dentro: hacia la nada como si lleváramos una piedra atada al cuello o fuésemos esa agua que desaparece, entre borborigmos, por el desagüe de la ducha. La ausencia se adensa como una cosa, y percibimos la dureza de su hueco, el peso intangible con que nos empareda. Pensamos entonces en nuestras renuncias, que nos configuran tanto o más que nuestras adhesiones: a un amor difícil o imposible, para librarnos del sufrimiento que nos causa esa dificultad o imposibilidad; a un amigo, o a muchos, sobre los que el tiempo o la divergencia han formado una costra de desapego que no hemos tenido la perseverancia o la generosidad de levantar; a la fuerza de las ilusiones, al empuje de la ingenuidad, que el cansancio y la ineptitud la ineptitud que ni siquiera la experiencia es capaz ya de disimular no dejan de persuadirnos para que enterremos de una vez por todas. La renuncia a los desafíos de la vida implica la renuncia a nosotros mismos. En esos momentos, los pasos suenan más vacíos que nunca, y los relojes, más feroces; y todos los ecos se extinguen. Uno habla en voz alta, y se sorprende de hablar con un extraño. Pero ese extraño soy yo.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Una lectura en Madrid

Hoy leo poemas de Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, mi más reciente poemario, publicado por Vaso Roto, en la galería de arte David Bardía, en Madrid. Lo hago con mi ya viejo amigo Javier Pérez Walias, que leerá de W, aparecido en la misma editorial. Llego, contra mi costumbre y contra mis principios: la puntualidad es una cortesía inexcusable, con algún retraso: como me dice Jordi Doce cuando por fin arribo, voy con la hora canaria. Pero exagera. Lo que más me incomoda aunque no se lo confiese a nadie es que el retraso se daba a unos calcetines. Al cambiarme para ir a la lectura, me he dado cuenta de que se me había olvidado meter calcetines en la maleta. Maldigo mi torpeza: si me hubiera olvidado los calzoncillos, nadie se percataría si fuese a la lectura, digamos, más ligero que nunca, pero los calcetines son una prenda visible y, como todavía no he alcanzado, ni creo que alcance nunca, la condición de hipster que me permita vestir sin ellos, no me ha quedado más remedio que buscar una tienda de ropa cercana en la que hacerme con un par (de calcetines, digo). Temía acabar comprando en un chino, o en algún bazar todavía más deleznable, pero he tenido la suerte de encontrar una tienda Inside al lado. A causa del retraso, apenas hay prolegómenos en la galería, y Javier, nuestro común amigo José Antonio Llera, que fungirá de presentador, y yo entramos en la sala de la galería habilitada para la lectura. Al pasar, solo me da tiempo a saludar a José Luis Gracia Mosteo y a Marta Agudo, que están entre el público. Cuando ocupo mi lugar, reparo en lo que nos envuelve: cuadros llenos de color, de Juan Pita, y esculturas llenas de sobriedad, de Borja Barrajón. Me siento entonces en un espacio placentario: un refugio de las turbulencias cotidianas (y mundiales), en el que un grupo de seres extravagantes, amantes de la poesía, se reúnen una tarde de viernes para escuchar a otros aún más raros, que la escriben, rodeados de obras de arte, cuyos colores y volúmenes se enmarcan en las paredes impolutas de la galería con una elegancia que sosiega. La elegancia siempre sosiega. Leemos sin tropiezos, con intervenciones pautadas por la batuta de José Antonio. Javier expone algunas muestras del álbum familiar que es W, y yo hago lo propio con otras del álbum del exilio que es Muerte y amapolas... Como señalará Jordi, con su buen ojo crítico habitual, en el coloquio posterior a la lectura, W intenta traer personajes y escenas al mundo, recuperarlos del pasado y de la muerte, mientras que Muerte y amapolas... refleja un movimiento de alejamiento, rechazo o incluso expulsión de lo circunstante. Mientras leo, procuro no mirar al público. Nunca lo hago: si reparo en las caras, me aturullo: la expresión de tedio o incluso de antipatía de alguno me desalienta hasta el punto de perder el hilo (e intensidad la lectura). Así que me curo en salud fijando la vista en algún punto de la pared del fondo, o en el horizonte, si la lectura es al aire libre y no hay pared, lo que tiene la ventaja adicional de darle a la expresión un matiz enigmático, aventurero, como si oteara un paisaje ilimitado. No obstante, es muy difícil, si no imposible, evitar la contemplación del público, y entre sus filas veo a alguien dormir: es R., que descabeza un sueñecito tras el circunspecto parapeto de los caballeros que lo preceden. El mismo R. que, en la charla posterior, dirá, despejado ya, que este es mi mejor libro, porque en él he dejado de poner dificultades al lector. Yo le respondo que, desde el culteranismo, ningún poeta que se tome en serio escribe para poner dificultades (ni tampoco para dar facilidades) al lector, sino para decir lo que tenga que decir según su íntimo sentir y su razón estética. Prolongamos el piscolabis con que nos obsequia la galería queso manchego y cava con una cena de raciones en una tasca vecina, en la que nos reunimos Javier, José Antonio, Jordi, Marta, Gema una amiga extremeña que ha querido asistir también a la lectura, R. y yo. Allí caen y desaparecen pronto: el manchego nos ha despertado el hambre platos de pulpo, pixín (así se llama en Asturias a unos deliciosos bocaditos de rape), boquerones fritos, carne en salsa y unas croquetas que no se las salta un pertiguista (antes habría dicho que no se las salta un gitano, pero hay que oponerse a las sevicias del lenguaje), todo regado con abundante cerveza (y un ballantine's doble, a cargo del siempre entusiasta R.). Hablamos algún rato de los diarios y de lo que puede decirse, o no, en ellos. Javier me reprocha con jovialidad (pero con esa jovialidad que camufla una reprobación verdadera) que, en una entrada de este blog, diera a conocer que Teresa, su mujer, se había hecho un esguince en un pie. (En el fragor de la batalla dialéctica, me echo, sin querer, una rodaja de chorizo en la cerveza). Por su parte, Jordi me cuenta que Marta le ha dejado traslucir alguna vez cierta decepción por que no la mencionara en la bitácora. José Antonio (autor, por cierto, de un diario excelente: Cuidados paliativos, premio Café Breton & Bodegas Olarra, que acaba de publicar Pepitas de Calabaza) revela que algunos le pedían a Andrés Trapiello, el diarista más conspicuo de este mundo y seguramente también del otro, que hablara de ellos en su diario, aunque fuese mal. Pero el entusiasmo existencial de R., al que he aludido antes, lo convierte, aquí y en todas partes, en el centro de las conversaciones, tanto si quieren sus interlocutores como si no. Y R. nos regala, a voz en grito, algunas observaciones preciosas, aunque no sobre el complejo mundo de los diarios, en el que no parece interesado: por ejemplo, que a Celan no lo lee nadie (a la objeción de que todos los que estamos en esa mesa lo leemos responde con un concienzudo lingotazo de ballantine's); que a Bergman se lo pasa por el culo; y que mi libro está bien, a pesar de esa mariconada de los haikus y poemas breves que incluyo en la sección "Estampas del destierro". También insiste en que lo he despojado del "plumaje" de otros poemarios míos, lo que, sumado a su juicio sobre mis haikus y poemas breves, me lleva a considerar la posibilidad de que me tenga por homosexual. La perspicacia crítica de R. brilla también en otros asuntos: un comentario sobre Lorca le merece un gorrazo físico, no dialéctico de Marta, sentada estoicamente a su lado (sospecho que también José Antonio, que va a publicar una espléndida reunión de trabajos sobre Poeta en Nueva York, desearía asestárselo, pero le pilla al otro lado de la mesa). En cualquier caso, no podemos dejar de admirar la sutileza de R., que no solo resplandece en el ámbito literario, sino asimismo en el personal, cuando nos informa de que ha tenido dos poluciones nocturnas, aunque sin especificar cuándo ni dónde. Poco después, levantamos la sesión: tememos que nos lo especifique.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

La humanidad de los metales

Frente a una concepción laxa, improvisada –fluyente o ramificante–, de la creación poética –esa que lleva a muchos autores a escribir poemas en diferentes momentos y situaciones de la vida, tal como se les aparecen, y a agavillarlos luego, con algo de la pesantez recolectora del vendimiador, en un objeto llamado libro–, otra forma de pensar –y de hacer– la poesía pasa por espolearla a partir de un motivo: por forzarse a elucubrar, líricamente, sobre una realidad sentida o imaginada, sobre un eje que dé sentido y organización al temblor de nuestra conciencia. Esa violencia ejercida sobre la propia sensibilidad no desvirtúa el poema: lo alienta, lo empuja, lo moldea, como en un alumbramiento. Más aún: lo ilumina con un plus de inteligencia. El impulso teleológico lo cartografía con minucia, lo muscula con una entereza sistemática, y lo arroja a la contemplación del mundo signado por un emblema o una obsesión. El de Fiebre y compasión de los metales, el sexto poemario de Mª Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967), son esos metales inclementes del título, que representan la violencia y el dolor de la realidad, pero que, en un proceso de proyección o transubstanciación, mudan en carne, en ser; esos objetos inanimados que, dañando la vida, desembocan en la vida; esas superficies tajantes que se acoplan, hendiéndolo o acorazándolo, al cuerpo fragilísimo de los hombres y le inspiran un nuevo dinamismo, una andadura más honda o menos pesarosa. Por eso, quizá, abundan las personificaciones, que insuflan latido a lo carente de corazón: las tijeras sueñan y lloran, las raíces se remojan los tobillos, nada el sol. En los metales de esta fiebre y compasión se funden lo orgánico y lo inorgánico, lo que hiere y lo que restaña, y el resultado es una nueva percepción de lo que ocurre alrededor –y dentro– de nosotros, una comprensión distinta de la ferocidad y la apacibilidad inextricables del mundo. El bisturí, por ejemplo, nos conduce al “corte limpísimo [en el que] florece / el polen que envenenan las avispas” y “recorta el corazón / de la página blanca del poema, / la sábana que tapa el cuerpo del enfermo”. El acoplamiento de violencia y sanación –la forma que adopta la redención en la Tierra– es permanente en los poemas, metáfora de las dolientes paradojas que asaltan el desempeño moral de los hombres, como paradójicas son muchas de las imágenes –“sangrar oscuridad”– con las que se intenta reproducir ese disenso. Constante es también la trabazón de realidad y palabra, de poesía y ser: su mutua fecundación es otro símbolo de la concordia perseguida. El lenguaje se interpone, se aparea con los metales: el vínculo entre el espíritu y estos, protagonistas de su transformación o su muerte, aparece tamizado por las palabras que los dicen, por los versos que fotografían sus estocadas y sus laceraciones. Ambos ejes vuelven a confluir en “El yunque”, donde “golpea su herradura / la pata dolorida del caballo / como golpea el martillo en las palabras”; y en “Canción de acero”: “El hacha silba su canción de acero / y amputa la memoria, el silabario, / la mano en que se escriben las palabras. / Caen los dedos como vocales de aire…”. Por eso, frente al proceder inmisericorde de los metales, la poeta reclama compasión. Así lo hace, explícitamente, en la última estrofa de “Correas”, y así se desprende de muchos otros pasajes de sus poemas: una piedad que es la esencia misma de lo humano; una clemencia que supone una jaculatoria ética frente a la miseria que nos rodea.
        El dolor comparece obsesivamente en Fiebre y compasión de los metales, un dolor que es símbolo del malestar, la enfermedad y la muerte. Sabemos del insomnio, de las heridas, de las cicatrices y las llagas, del “enfisema que es vivir”, de las agujas y “los guantes quirúrgicos de látex”, de la asfixia y el óxido. El lenguaje, transportado por su propia fruición descriptiva, y adentrándose en el terreno de las jergas científicas para capturar el significante menos impreciso, más corporal, se vuelve bioquímico, y entonces leemos que “combustiona el anhídrido carbónico”, o que estalla la testosterona en el amor, o que la morfina viaja en las lágrimas, o que el orín y el amoníaco son emanaciones de la muerte, entre muchas otras especificaciones técnicas. 
        Pero los metales no solo aluden a los conflictos existenciales del individuo. Obedeciendo a la preocupación social de la autora, acreditada en sus poemarios y plaquettes anteriores, también alegorizan las quebraduras colectivas, las injusticias que rebasan lo interior de las personas, para configurarse en cilicios de todos, en cortapisas que empequeñecen a la tribu. María Ángeles Pérez López habla con naturalidad y pasión de las tijeras que han rapado a los huérfanos, de los mendigos que rebuscan un lacónico condumio entre los despojos, de la valla levantada en Melilla para proteger a los españoles de la negritud impecune y cuyas cuchillas siegan dedos y fracturan falanges, del asesinato de los ríos (“el agua envenenada de mercurio / baja también como si fuera un cuerpo, / una arteria agostada en su toxina…”) y de las piedras con la que los palestinos defienden su dignidad ante los merkava israelíes: “Hay en su corazón un alto pájaro…”.
       La reivindicación de causas justas –poética, no ideológica– se alía, en Fiebre y compasión de los metales, con una simultánea reivindicación de la cotidianidad. Los objetos pequeños y en apariencia insignificantes concurren con los motivos trascendentes para la configuración de los poemas. Se trata de otro de los rasgos singulares de la poesía de María Ángeles Pérez López, siempre atenta a esa epopeya de las pequeñas cosas en la que se plasma una mirada meticulosa y perseverante, preocupada por que la grandeza –y la emoción– surjan del detalle veraz y no de la elocuencia, tan próxima de continuo a la impostación. Y esas pequeñas cosas son desde un alfiler hasta las escaleras mecánicas de una estación de metro, en las que se distinguen “pegotones / de chicle (…) [y] emoticonos”, aunque la suya no sea una poesía exclusivamente urbana, sino también imbuida de un sentido totalizante, que incluye la imagen agrícola y el espacio natural. La plasticidad con que retrata los sucesos diarios los redime de la banalidad y la chatura. Los objetos de los poemas son siempre objetos dolorosamente visibles, próximos al altorrelieve, pero también algo más que objetos: son arquetipos de la materia, ideas a las que se ha prestado cuerpo. Esa corporalidad tan propia de la poesía de María Ángeles Pérez López –que le otorgan la espesura sensual y la reciedumbre sonora de sus opciones semánticas y su aliento rítmico– se refleja en todo el poemario, pero se adensa en pasajes señalados, como la estrofa inicial de “Ronquera”: “Descascarilla el día su ronquera. / Quien masticara estopa desgarrada, / papel de estraza en que se envuelve el día / como se envuelve en lana el animal, / conoce las palabras en penumbra, / los huesos desgajados del sonido”. A ella contribuyen también algunos recursos retóricos que fomentan el hervor y la música, como la sinestesia –“el bullicio de la luz”, “los huesos del sonido”–; la aliteración, presente, entre otros poemas, en “El yunque”: “las crines del caballo (…) / son raudo remolino encabritado. / Las palabras (…) piden ser viento / que arrase los paisajes de la usura, / (…) respingo que celebra en su osadía / la roja ceremonia de vivir”; o las enumeraciones, que se aprietan, borgiana o nerudianamente, para dar amplitud y prisa al discurso: “Hay en ella arrecifes, elefantes, / caminos y escaleras, soliloquios, / las circunvoluciones, el destino, / el álgebra, la luz de las estrellas, / el abrazo de Abel y de Caín”. La luz baña el conjunto, en una persecución porfiada de una claridad que atenúe las asperezas de lo narrado: de lo denunciado. En ese afán por lo diáfano, que acaba convirtiéndose en omnipresencia, se reconoce el ascendiente de Claudio Rodríguez, uno de los poetas tutelares de la poeta, al que dedica dos poemas de los veintisiete que componen este no muy extenso libro: la claridad toca todos los cuerpos, o camina a su estallido, o la beben las garzas blancas, y uno no puede dejar de recordar el prodigioso inicio de Don de la ebriedad, tan lleno de luz como este Fiebre y compasión de los metales: “Siempre la claridad viene del cielo; / es un don…”. Todo el poemario es, de hecho, un diálogo con otros poetas, que se refleja en los homenajes y las complicidades que lo recorren, y que la propia María Ángeles Pérez López reconoce en el epílogo, “Por el lado sin filo”. En él aparecen, entre muchos otros, el citado Claudio Rodríguez junto a San Juan de la Cruz, Alejandra Pizarnik, Agustín Fernández Mallo, Tomás Sánchez Santiago o Juan Carlos Mestre, autor, además, del prólogo del volumen: autores todos (incluido Juan de Yepes) de estirpe imaginativa o experimental, vanguardista o antifigurativa –o, al menos, contraria al figurativismo monolítico con el que se ha querido domeñar la palabra y homogeneizar, es decir, desactivar, el pensamiento.
          Importa subrayar que el empuje inquisitivo e hímnico de María Ángeles Pérez López encuentra el cauce acostumbrado del endecasílabo blanco. Y digo “acostumbrado”, porque ya lo ha empleado con frecuencia en sus entregas precedentes. La soltura y, a la vez, la enjundia con que maneja este verso clásico, fundamental en la historia de nuestra literatura, tiene escaso o ningún parangón entre los autores de su generación. Predomina el endecasílabo melódico; el sáfico, en cambio, es infrecuente. Los encabalgamientos, constantes, empujan la dicción hasta su remate, que no suele revestirse de la dureza del epifonema, sino de la suavidad de los finales abiertos, aptos para la evocación, el vagabundeo y el eco.

[Reseña publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 805-806, julio-agosto de 2017, pp. 227-230]

sábado, 16 de septiembre de 2017

La estupidez (bis)

Hace algunos meses escribí una entrada en este blog titulada "La estupidez". Todo cuanto se escribe en un diario (en realidad, todo cuanto se escribe, sin más) tiene algo de exorcismo, y con esa entrada con el mero acto de decir lo que dije, como si la palabra fuera una objetivación ahuyentadora pretendí alejar de mí el fantasma de la imbecilidad, siquiera temporalmente. Sabía bien que uno no puede librarse de algo tan extendido y, a la vez, ¡ay!, tan íntimo (Einstein decía que había dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana, aunque no estaba seguro de la primera) con un acto tan precario e intrascendente, pero escribir aquellas reflexiones me ayudó a sobrellevar la constancia abrumadora de lo idiota que resulta todo. (Para empezar, vivir: nacer, morir y sufrir, entre ambos momentos, una sucesión de afanes, conflictos y desgracias que son muy importantes para nosotros, pero que no son más que una molécula en la infinitud del universo y que se perderán en el océano indescriptible de la eternidad, es, decididamente, una tontería). Por desgracia, los efectos terapéuticos de mi disertación duraron poco y la conciencia de la estupidez circundante y ejerciente ha vuelto a abrumarme. De hecho, de unos meses acá quizá coincidiendo con los de verano, siempre más proclives a las efusiones majaderas me siento asediado por la estulticia. Como pertenezco a una generación provecta, aún hago cosas que los antiguos hacían y los jóvenes ya no, como leer el periódico (en papel) y ver la televisión. Y ver las noticias en la caja tonta resulta devastador. Primero suele aparecer Donald Trump, cuyo cretinismo filofascista me hace vomitar. Luego, el chino como le llama un chófer estupendo que tenemos en la Secretaría, aunque sea norcoreano (el chino, no el chófer), hermoso como él solo, siempre ante tableros militares, con botones de colores que desencadenan el lanzamiento de misiles nucleares, y rodeado de enanos sonrientes y saltarines, tocados por gorras de plato más grandes que un plato de ducha. Por fin, Nicolás Maduro, que, cuando no está escuchando lo que le pía el difunto Hugo Chávez transustanciado en pájaro o arengando a las vacas (y ha creado escuela: su corresponsal en España, Pablo Iglesias, le habla a un leño), suelta las barbaridades propias de un conductor de autobús vuelto caudillo castrista. Eso, entre muchas otras cosas, en el apartado internacional. Pero la sección nacional no se queda corta. En los medios de comunicación resuena un permanente estruendo de idiocia, al que contribuyen con singular ahínco los tertulianos que envenenan las ondas y los cerebros menos articulados con barrabasadas cataclísmicas (¡ah, el respetuoso Marhuenda!; ¡ah, el sutil Inda!; ¡ah, la refinada San Sebastián!) y los políticos que repiten como máquinas tragaperras el soniquete hueco de los argumentarios y los lugares comunes que colonizan el debate público para sofocar el pensamiento verdadero, que es siempre crítico, disconforme, inquisitivo. Luego tenemos noticia de los muchos, de los innumerables festejos veraniegos, por lo general coincidentes con las fiestas patronales de la localidad, en los que el homo hispanicus practica cualquiera de las muchas borricadas que amenizan sus días en el terruño: verbenas terroríficas, para las que los participantes han de vestirse como astronautas, y que, pese a ello, suelen redundar en dedos amputados y quemaduras atroces; o lanzamiento de tomates, de agua, de leche, de cualquier producto agropecuario, en general, y hasta de huesos de aceituna: en un pueblo de Murcia, se celebra un campeonato de esta afamada modalidad deportiva, consistente en que los mozos (y también las mozas, que han luchado esforzadamente por la igualdad) compiten en lanzar el pipo lo más lejos posible, como otros arrojan jabalinas, martillos, pesos o discos. Y, como en estos casos, también en su concurso hay jueces que miden escrupulosamente la distancia cubierta por el huesecillo y determinan el vencedor, que resulta aclamado por los enfervorizados lugareños y también por algunos turistas, que ya han empezado a llegar al pueblo, atraídos por el marchamo de espectáculo de interés turístico que la administración pública se ha apresurado a darle y por el indiscutible interés antropológico del fenómeno. A las batallas con hortalizas se suman las batallas con animales, que son mucho menos risibles, porque no son patochadas, sino ejercicios de crueldad. Hace poco se ha vuelto a celebrar en Tordesillas (el pueblo célebre por el Tratado homónimo, que, contra lo que suele creerse, fue un tratado de paz, un extraordinario ejercicio de diplomacia internacional, que evitó una terrible guerra planetaria entre los dos grandes poderes de la época, España y Portugal) el ignominioso Toro de la Vega, aunque esta vez sin matar al animal, gracias a un decreto de la Junta de Castilla y León que proscribe el maltrato y la muerte del rumiante. No obstante, los indígenas están en pie de guerra, indignados con unas autoridades tan civilizadas, reclamando su derecho medieval a perseguirlo, alancearlo y, en resumen, hacerlo picadillo, y luego cortarle los testículos y entregárselos como trofeo sanguinolento al caballista que le haya administrado la lanzada definitiva. Pero hay que admitir que no todo es imbécil en el mundo taurino: una noticia digna de aplauso ha sido la reciente desaparición del bombero torero, ese espectáculo exquisito, y tan español, que ha entretenido a generaciones enteras de espectadores de ferias y charlotadas. No obstante, en el reportaje en el que se informaba de su jubilación, uno de los enanos de su cuadrilla (porque el bombero torero solo se rodeaba de acondroplásicos para ejecutar sus faenas) afirmaba, muy serio, y dolido por la injusticia de acabar: "Nosotros somos artistas...". Tras las noticias sobre las delicadezas de la tauromaquia, en cualquiera de sus grotescas o inclementes formas, se nos instruye sobre la última pasarela internacional, por la que desfilan osamentas animadas con trapos encima que desafiarían al mejor dadá, ante la mirada entusiasta de aristócratas desteñidos y estrellas (enanas) de la televisión. Por fin, y apoteósicamente, llega el fútbol, al que suelen dedicarse diez o quince minutos del noticiero, de una hora de duración. En esta sección, encontramos un desfile asombroso de inteligencias sin par. El hecho de que estos cráneos privilegiados sean casi siempre también defraudadores fiscales no impide a los aficionados, contribuyentes de las mismas arcas a las que los futbolistas sustraen sus millones, jalearlos y adorarlos como si fueran Hércules reencarnados. Y todo ello se nos proporciona porque los periodistas del medio correspondiente, gente con muchas licenciaturas y hasta algún máster, y muchos años de profesión, han decidido que esas son las realidades que hay que compartir, que ese es el mundo que nos interesa y nos constituye, que eso es lo que somos o lo que queremos ser. Suelo recordar, con añoranza, la máxima de Manuel Azaña, uno de los mejores intelectuales españoles del s. XX: "Si cada español hablara solo de lo que sabe, se haría un gran silencio nacional que podríamos aprovechar para estudiar". Y también aquella otra de don Antonio Machado, otro pensador por el que deberíamos dar gracias cada día al Todopoderoso: "En España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa". La estupidez nos cerca, pero me da pereza correr. Me voy a quedar aquí, defendiéndome a papirotazos, rodeándome de un dique de libros, de Albinoni y Thelonius Monk, de amigos inteligentes y buenas películas, intentando que no me invada. Aunque la infiltración es inevitable: la estupidez penetra en nosotros por boquetes ínfimos e intersticios apenas perceptibles, y nos impregna. Hay que estar muy atento para detectarla y expulsarla, algo que solo se consigue manteniendo una disposición permanentemente crítica, una desconfianza activa por todo lo acomodado, evidente o unánime. Pero la estupidez es untuosa, y tiende a sedimentarse en las fosas de la inteligencia, donde cohabita con los instintos reptilianos, los prejuicios que la familia y la educación nos han inoculado desde el nacimiento (o que nosotros hemos ido construyendo sin saberlo) y la basura del inconsciente. Me temo que nos va a acompañar siempre.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Sobre el 11 de septiembre y la independencia de Cataluña

Acabo de pasar nueve días en Barcelona, por razones familiares, y he vuelto a Mérida hoy, víspera de la Diada Nacional de Cataluña (tan cercana, curiosamente, al Día de Extremadura). Hace años, la Diada en alguna de cuyas ediciones, siendo yo más joven, llegué a participar, aunque como se participaba entonces: con risa y alboroto adolescentes era un motivo de celebración, un acto festivo en el que, aparcadas  las diferencias políticas (o escondidas debajo de la alfombra), se depositaban ramos de flores a los pies de las estatuas de los próceres de la comunidad, se cantaba Els segadors y se desfilaba en razonable orden por una arteria principal de la ciudad dando algunas voces, pero, sobre todo, participando de la exaltación incruenta y de la certeza de inmortalidad que otorga pertenecer a un grupo. De un tiempo a esta parte, la Diada se ha convertido en un foro más de la brega o, más bien, del barro político. El espíritu colectivo que la animaba heredado de la lucha antifranquista y de la recuperación de las instituciones y, por lo tanto, de la dignidad de la comunidad, gracias a los pactos de la Transición y al más meritorio de todos, la Constitución del 78 se ha visto pulverizado por la desintegración del catalanismo moderado, aquejado de esclerosis y corrupción, y el crecimiento del independentismo, espoleado, a su vez, por la decadencia del pujolismo, la inquina y la ineptitud del Partido Popular (y, en general, del españolismo más obtuso), y los embates de la crisis económica. Mañana, los pueblos y ciudades de Cataluña se llenarán de muchos de los más de dos millones de catalanes es decir, el doble de toda la población extremeña actual que no se sienten y no quieren ser españoles, adecuadamente apacentados por los partidos políticos secesionistas y las poderosas organizaciones que el independentismo ha sabido crear para robustecer sus pretensiones: la Asamblea Nacional Catalana de la que fue presidenta Carme Forcadell, hoy presidenta del Parlament, Òmnium Cultural que hizo, no obstante, una importante labor de defensa de la cultura y la lengua catalanas durante el franquismo y la Asociación de Municipios por la Independencia, entre otras espeluncas menores. Y las manifestaciones que protagonizarán con las inevitables contramanifestaciones de los grupúsculos de ultraderecha, que siempre han estado presentes, más las que convoquen las entidades contrarias a la secesión auguran un 1 de octubre aciago, en el que confío que, pese a la dureza irreductible de las posiciones, a nadie se le vaya la mano y tengamos que lamentar alguna desgracia. Desde luego, si alguna vez los catalanes hemos gozado de algún prestigio en España (y no el que autorizaba a Dalí a decir que llegaría el momento en el que, por ser catalanes, lo tendríamos todo pagado en todas partes, sino el que otorga la conciencia del ser propio y los rasgos que tradicionalmente se nos han atribuido: la laboriosidad, el seny y un espíritu avanzado, más cosmopolita o próximo a Europa), ese prestigio se ha desvanecido; ahora más bien damos pena, cuando no risa. Las pasadas sesiones del Parlament en las que se aprobaron las llamadas ley del referéndum y la de transitoriedad constituyeron uno de los espectáculos más bochornosos que le ha sido dado contemplar a cualquiera que respete los principios democráticos, tenga cierto sentido de la decencia y no vea la realidad con la lente deformante, por monomaníaca, de un objetivo político que no es factible con el ordenamiento jurídico actual y, más importante aún, que no responde a una demanda mayoritaria de la sociedad. Hay que recordar que, en las últimas elecciones autonómicas, a las que el independentismo dio un carácter plebiscitario, y de las que proviene la actual mayoría parlamentaria que está sosteniendo el procés, los partidos que propugnaban la independencia sumaron el 47,8% de los votos, mientras que los partidos constitucionalistas (o unionistas: no debe haber inconveniente en asumir lo que uno es; yo también me defino como unionista: estoy a favor de la unión de los pueblos de España) que la rechazaban lograban un 50,6%. Ello no obstante, y por mor de la ley electoral (que, irónicamente, no es catalana, sino española: Cataluña es la única comunidad autónoma que no cuenta con una ley electoral propia, y eso porque Pujol y sus adláteres se resistieron siempre a modificarla, dado que beneficiaba sus intereses, y sigue haciéndolo: privilegia el voto rural e interior, más nacionalista y conservador, como se ha podido comprobar una vez más), los indepes consiguieron la mayoría absoluta en el Parlament, igual que Donald Trump, ese monstruo de sutileza, obtenía la presidencia de los Estados Unidos, aunque le habían votado tres millones de norteamericanos menos que a Clinton: maravillas de los procedimientos electorales. Esto es lo que resulta, a mi parecer, más escandaloso: que estemos viviendo esta espiral de absurdos (y esperemos que no de violencia), esta inmensa pérdida de tiempo (mientras se discute sobre la independencia, los servicios sociales se caen a trozos en Cataluña), este huracán de imbecilidad (con el presidente de una institución casi milenaria comportándose como un hooligan en la casa de todos), cuando la mayor parte de los catalanes no quiere la independencia (y, dos años después de las elecciones autonómicas, continúa sin quererla: según la última encuesta del Centro de Estudios de Opinión, dependiente de la Generalidad, de hace dos meses, el 49,4 %  se opone a ella y el 41,1% la apoya). Decía antes que lo que está pasando en el Parlament y, en general, en la sociedad catalana se debe a la cerrilidad de quien solo tiene el nacionalismo en la cabeza. Un buen amigo mío, extremeño pero residente en Barcelona desde hace años, expresaba así su estupor por la obsesión de tantos: "¿Pero cómo, habiendo tantas cosas buenas en las que ocuparse la literatura, el arte, las mujeres (mi amigo es varón, claro; pero ponga aquí cada cual el sexo que prefiera), el alcohol..., puede alguien, puede tanta gente pensar solo en eso, y dedicarle todas sus energías, y ofuscarse hasta la ceguera?". Dicho todo lo cual, aún cabe hacer otra consideración. Uno de los tópicos que se repite como un mantra (porque la vida política se teje de lugares comunes que tienen éxito y eco entre quienes sienten pereza de pensar, que son casi todos) es que Mariano Rajoy no ha hecho nada ante el desafío independentista y que ese dontancredismo ha favorecido su auge, o, dicho como reza el mantra, que ha sido una fábrica de independentistas. (Tampoco hay que olvidar que Mariano es registrador de la propiedad, y que los registradores, de lo que sea, no actúan: solo registran. La formación de uno, condicionada por nuestro carácter, acaba determinando nuestro carácter: el chaplinesco Aznar, héroe de las Azores, de Perejil y de la ley del Suelo, es inspector de Hacienda). Es cierto que el presidente del gobierno ha sido inoperante en la cuestión catalana, esto es, no ha operado: ante todas las iniciativas o propuestas que se le han formulado (y no todas secesionistas: Artur Mas le entregó hace unos años una lista de graves asuntos pendientes entre el Estado y la Generalidad, cuya resolución podía haber mejorado la situación y, quizá, reencauzado el conflicto, y no dio respuesta a ninguno), se ha limitado a responder "no", a invocar la sagrada unidad de la patria y la necesidad de aplicar la ley, y, como es  habitual en él, a dejar pasar el tiempo. Pero no es verdad que no haya hecho nada. Al contrario, ha hecho muchas cosas. Voy a hacer memoria. Cuando Maragall promovió la modificación del Estatuto de Cataluña, para, entre otras cosas, adecuar la norma autonómica a una realidad cambiante y mejorar la autonomía, Rajoy y el PP se movilizaron para recoger firmas contrarias a esa modificación en todo el país (y cosecharon cuatro millones...) y hasta apoyaron un boicot de los consumidores a los productos catalanes, con lo que lograron perjudicar a una parte significativa del país que decían defender (y también a otras: boicoteando el cava catalán, se dañaba asimismo a las empresas extremeñas que fabricaban los tapones de corcho). Cuando ese nuevo Estatuto ya estaba aprobado por el Parlament, por las Cortes españolas y por el pueblo catalán en referéndum (este sí legal: votaron dos millones y medio de catalanes, cuatro quintas partes de los cuales lo hicieron a favor de la norma), Rajoy y el PP lo impugnaron ante el Tribunal Constitucional, para que este anulara 14 artículos, sujetara otros 27 a la interpretación del Tribunal y determinara carentes de eficacia jurídica las referencias del Preámbulo a "Cataluña como nación" y a la "realidad nacional de Cataluña", expresiones sin valor normativo, pero de alto contenido simbólico. Teniendo en cuenta que Rajoy y el PP, que consideraban que el nuevo estatuto era una cosa horrible más de los catalanes (y de los socialistas) que ponía en riesgo la España indisoluble y eterna, habían impugnado 114 artículos de la ley, el resultado fue poco favorable a sus intereses, pero bastó para que culminara uno de los mayores dislates de la democracia española y de la historia del Tribunal Constitucional: una abrogación de la voluntad de las instituciones catalanas (y españolas) y de los propios catalanes que se había materializado de acuerdo con la ley y cumpliendo todos los requisitos legales, y cuando esa voluntad ya se había manifestado, es decir, contraviniendo el mandato expreso de los ciudadanos. Pero las fechorías de Rajoy y el PP no han acabado aquí, y las que han venido luego han sido todavía más sórdidas: los dosieres filtrados a los periódicos con falsas acusaciones contra políticos nacionalistas, la creación de brigadas policiales patrióticas para espiarlos o darles caza, o el pacto del inefable ministro Jorge Fernández Díaz (aquel que condecoraba a la Virgen por sus servicios a la patria) con el director de la Oficina Anticorrupción de Cataluña, el no menos inenarrable Daniel de Alfonso, para perjudicar al independentismo con insidias, mentiras y presiones, son algunas de las prácticas de alcantarilla que el gobierno ha realizado estos últimos años, actividades inmorales e inadmisibles, propias de facinerosos, que debería haber supuesto, por dignidad institucional y vergüenza torera, la dimisión no solo del ministro del interior, sino también del presidente del gobierno, que es quien lo nombró y el responsable último de actuaciones tan abyectas. Pero eso no se produjo, porque, para haberse producido, los responsables de tales medidas tendrían que haber tenido un sentido democrático que les falta, un sentido democrático que no se cifra en verborrea jurídica ni en grandes palabras, tan resonantes como vacías, sino en un verdadero respeto al otro, en una verdadera comprensión de las propias limitaciones y las propias incertidumbres, en una verdadera creencia en la legitimidad (y hasta en la inteligencia) del adversario, en una verdadera fe en la razón y el diálogo. Lo mismo que cabe decir, por cierto, de los políticos independentistas catalanes en su avasallador desafuero por la independencia.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

Ha muerto John Ashbery

El poeta norteamericano John Ashbery murió el pasado 3 de septiembre, a los 90 años de edad. Unánimemente reconocido como el más importante poeta de los Estados Unidos, las crónicas y artículos que han dado cuenta de su fallecimiento subrayaban su condición de heredero de Whitman, Pound y Eliot. Eduardo Lago, por ejemplo, que firmaba la página entera dedicada a su figura en El País del 4 de septiembre, lo llamaba "La voz de América", una voz que nunca había abjurado del espíritu vanguardista, quebrantador, que eleva a los poetas, a los buenos poetas, de la corrección artesanal y la ramplonería figurativa al estatus de creadores, de descubridores, de videntes. Ashbery había formado parte de la Escuela de Nueva York (esa ciudad a la que estuvo siempre vinculado, como, por cierto, Whitman), en la que militó una buena parte de los mejores poetas de los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo pasado, como Frank O'Hara, Kenneth Kock, James Schuyler y Barbara Guest. El expresionismo abstracto, escuela pictórica que influyó a todos, hasta el punto de que quisieron reproducirlo, más aún, traducirlo a poesía como puede apreciarse con claridad en la obra de Frank O'Hara, cuyos Poemas a la hora de comer traduje para DVD ediciones hace ya, ay, veinte años, permea los versos de Ashbery, sobre todo en la primera mitad de su producción, aunque nunca deje de taracearla con su dinamismo constructivo, su espesura visual y su ruptura sintáctica. Durante algunos años, leí mucho a Ashbery: me fascinaba la fractura fluida que sabía introducir en sus composiciones, sinuosas, cubistas, entre susurrantes y épicas. Lo leía en inglés, a pesar de las dificultades, pero no desatendía las muchas traducciones que, reconocedoras de su importancia y su ascendiente en la poesía contemporánea, se publicaban en España. La primera versión de su obra en nuestro país, si no estoy equivocado, corrió a cargo de Javier Marías, que tradujo el poema "Autorretrato en espejo convexo" en el número de invierno de la revista Poesía, en 1985, y luego, con pequeñas modificaciones, en la editorial Visor, en 1990. Tras ella llegaron numerosas versiones, aunque no todas plausibles. Es más, alguna como la de Pirografía, asimismo publicada por Visor, a cargo de Martín Rodríguez-Gaona es tan abominable que vuelve el libro ilegible. Julián Jiménez Heffernan es el responsable de las dos traducciones de Ashbery que se publicaron en DVD ediciones, Tres poemas (2004) y, de nuevo, Autorretrato en espejo convexo (2006), aunque esta, ahora, de todo el libro así titulado, y no solo del poema homónimo que había dado a conocer Marías, con estudios introductorios, en ambos casos, inigualados en el examen de poesía de Ashbery. Es curioso que esas dos traducciones, que tanto hicieron por difundir y prestigiar la obra del norteamericano en nuestro país, no aparezcan ya recogidas en las informaciones que se ofrecen sobre él. En la "Bibliografía de urgencia" que acompañaba al citado artículo de Eduardo Lago, por ejemplo, no se mencionan, y, lo que es aún más llamativo, en la reseña de Ashbery en Wikipedia, la enciclopedia británica de la posmodernidad, tampoco. Leí con tanta asiduidad a Ashbery que algunos de sus versos de Autorretrato en espejo convexo, acaso su mejor libro, aunque también me gusta mucho El juramento de la pista de frontón se incorporaron a mi propia poesía, como estos que transcribo, pertenecientes al poema XXXI de Bajo la piel, los días:

Acuden realidades a las que no he dado representación. [También he pensado en componer un poema enteramente fragmentario (¿enteramente fragmentario?) con retales no utilizados de otros. Pero ¿no es todo poema un remiendo, una sucesión de costurones?]. Los champiñones de hormigón que jalonan los campos de Albania. El barbero que, para mantener la muñeca caliente, le recorta el pelo a un maniquí de plástico, sentado en una butaca de la barbería. El perdigón de vidrio de un vaso roto a muchos metros de distancia, que me impacta en el ojo mientras como en un restaurante [y que me lleva a pensar en lo milagrosa que resulta nuestra indemnidad, entre tantas asechanzas del azar]. El móvil que le suena al que está meando a mi lado, en el lavabo de un antro, y al que responde sin dejar de orinar. Un verso de Ashbery: As Parmigianino did it, the right hand/ Bigger than the head, thrust at the viewer/ And swerving easily away, as though to protect/ What it advertises, que fluye con sincopada nasalidad en la penumbra de una sala, en cuyo vestíbulo se desarrolla un desfile de Mango [cuando salgamos del museo veremos a dos modelos, esquemáticas, meterse en un coche de la organización]. Violet, de la que podría enamorarme. Lara, de la que también podría enamorarme. La conjetura de que merece la pena vivir —de que el sol es sangre, y la sangre, ahora, y el ahora, eternidad—, aunque todo se hunda, con la impaciencia de una ola, en el cráter de la muerte.

Valga esto, y lo que a continuación copio, el poema "Aprensión", de Autorretrato en espejo convexo, como homenaje en memoria del poeta. La traducción es de Julián Jiménez Heffernan:

Una brisa que llega del lago efectos
de resplador ovalado evitan el contorno fingido
del lugar donde estaríamos si estuviésemos aquí.
Bombeado desde nuestras mentes, creo
que el camino hacia aquí es demasiado angosto,
atestado con brotes de emoción. No puede ser.
El borramiento sucede primero en el centro,
luego por los bordes. Un tipo enorme
con tirantes moliendo a palos a otro más pequeño
que intenta coger un hacha de platino marca excalibur:
hace solo ejercicios. Los obstáculos del día
ya están guardados, pero la noche tiene más significado
en las troneras y aberturas laterales. Siento
como si alguien me acabase de dar una ecuación.
Digo: "No puedo resolverla
que es verdad, créame, por favor,
puedo ver la prueba, majestuosa, invisible,
en el cielo, por encima de los toldos listados. Solo sé
que quiero que continúe, sin
causar daño a nadie, que se reanude el rumor
de pasos que me separa de mi lado de la noche".