viernes, 30 de diciembre de 2016

Poetas dictadores

Este 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, ha circulado por internet una de tantas bromas, consistente en afirmar que se había encontrado un libro de poemas escrito en 1974 por el expresidente del gobierno, José María Aznar. La chanza se ha amparado en las conocidas aficiones poéticas del exmandatario del PP, al que todavía se le recuerda leyendo Habitaciones separadas, de Luis García Montero, en las Cortes Generales. No haré ningún comentario sobre el curioso hecho de que un político tan conservador lea a quien siempre se ha presentado como un hombre de izquierdas, tan de izquierdas que en pasadas elecciones ha sido candidato a la presidencia de la Comunidad de Madrid por Izquierda Unida. A lo mejor es que no hay tanta distancia, ni estética ni ideológica, entre ambos. Pero, insisto, no entraré en este tema. Para eso, además, ya está, o ya ha estado, Alicia Bajo Cero. Lo que me interesa destacar hoy aquí es, con independencia de la falsedad de la noticia, y mutatis mutandis (porque no hay comparación posible entre Aznar y los personajes que voy a citar a continuación, por reaccionario que sea aquel, y aunque hiciera sus pinitos en el mundo del disparate criminal, metiendo a España en una guerra que ni le iba ni le venía), son las inclinaciones líricas de muchísimos dictadores y otros individuos de mal vivir. Uno, en su pertinaz ingenuidad, inmune a los continuos desengaños de la vida, piensa que la dedicación a la poesía implica una sensibilidad especial y, más importante aún, conduce a una mejora del espíritu, a una educación superior del alma y la visión, o, dicho de otro modo, que por leer –y acaso escribir– versos se es o se hace uno mejor persona. Pero la existencia de estos zamandurrios desmiente inapelablemente una creencia tan descabellada. Se recordará el caso de Nerón, uno de los primeros en compatibilizar las delicuescencias de la lira con el incendio de ciudades (y el nombramiento de caballos como senadores; en España esto se sigue haciendo, aunque ya solo con burros). El siglo XX ha sido pródigo en asesinos de masas que escribían poesía. Mao, el mayor genocida de la historia, publicó 37 poemas, cuya voluntad propagandística y revolucionaria no les restaba un ápice de la proverbial delicadeza china. En los años 70, tras los memorables hitos de la Revolución Cultural y el Gran Salto Adelante, que causaron millones de muertos y no menos torturados, represaliados, exiliados y encarcelados, los poemas de Mao, transmisores de lo más refinado del espíritu de Oriente, se difundieron por el universo mundo, admirado de la revolución comunista. Sin ir más lejos, en mi biblioteca cuento con cuatro ediciones de la poesía del Gran Timonel: una, en ediciones Júcar (en este caso, apropiadamente amarillas), con prólogo nada menos que de Alberto Moravia, de 1975; otra, en Visor, de la que es responsable Chou Chen Fu (acaso pariente de Fu Man Chu), de 1974; otra más, de la argentina Schapire Editor, a cargo de otro excelente poeta, el ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, de 1974; y, en fin, otra, en catalán, en ediciones Proa, de 1976, con traducción de Manuel de Seabra. Obsérvese la finura del poema "Nubes de invierno", en la versión de Adoum (aunque la de Seabra, en catalán, sea literariamente mejor): "Nubes de invierno cargadas de nieve, copos de algodón que vuelan; / son muy pocas las flores que no caen todavía. / En lo alto del cielo ruedan olas de aire helado, / pero la tierra exhala un suave aliento tibio. / Solo los héroes pueden ahuyentar al tigre y al leopardo / y el oso salvaje no amedrenta al valiente. / Las flores del ciruelo aman la nieve que gira; / que mueran de frío las moscas no tiene nada de extraño". (Reveladoramente, al otro lado del mar de China, el jefe de sus archienemigos, los japoneses, a los que combatió ferozmente y finalmente expulsó de su país, el emperador Hiro Hito, también escribía poemas; poemas, como los de Mao, llenos de sutileza y apacibilidad: por ejemplo, en 1940, cuando sus tropas destripaban a todo bicho viviente en China, el ocupante del Trono del Crisantemo alumbraba esto: "En este nuevo año / rezamos por que Oriente y Occidente / y el mundo entero / vivan unidos / y en prosperidad"). Antes que Mao, otros líderes comunistas habían cultivado el verso: Lenin había escrito "Desde el destierro" (Endymión reprodujo en España, en 1994, sin ahorrarnos ninguna de sus erratas, la primera edición conocida en castellano, de la peruana Ediciones Antigua, de 1975, a la que se empeña en transcribir así: "Antigüa"; el traductor se ignora), una explosión de apóstrofes tremebundos e indignados signos de exclamación: "Festeja con tus verdugos, / Déspota, tu banquete sangriento, / ¡Roe, Vampiro, la carne del pueblo, / Con tus perros insaciables! / / ¡Siembra, Déspota, el fuego! ¡Monstruo, bebe nuestra sangre! / ¡Levántate, Libertad! / ¡Flamea, Bandera Roja!", etcétera. Del impulso lírico de Vladimir Ilich Ulianov fue heredero uno de sus más conspicuos seguidores, Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, alias Stalin, el segundo en la clasificación universal de genocidas, esa que lidera el camarada Mao. Stalin aunó en su juventud dos de los propósitos más enaltecedores del hombre: estudió para cura y escribió versos, de los que apenas queda alguna muestra, de un romanticismo emético, con apelaciones al brillo de la luna y los pétalos de la rosa. Superadas estas pasiones adolescentes, se dedicó a implantar la dictadura del proletariado y matar gente. La lista de dictadores que han cultivado el verso no se agota en los comunistas. Los nazis y fascistas también se han sentido atraídos por la poesía. Hitler, el tercero en la particular clasificación criminal de la historia, aunque había sentido predilección por la pintura, siempre se consideró escritor, y no solo de Mein Kampf, esa luminaria de la razón, sino también de poemas como este, "En el Damberg", plagado de escenas entrañables, como esos borrachos que salen gateando del bar y, después de vagar y derrumbarse por ahí, vuelven a casa, para que su mujer les cure la curda con una buena paliza: "Los hombres se congregan en la diáfana casa / Beben vino y cerveza / Comen y se embriagan como reyes / Y salen a cuatro patas. // Luego ascienden las altas montañas / Trotando con el orgullo en sus caras / Para luego caer dando tumbos / incapaces de mantener el equilibrio. // Regresan a casa entristecidos / Habiendo olvidado las horas pasadas / Entonces aparece la esposa del pobre hombre / Y le cura las heridas de una paliza" (la traducción de los poemas o fragmentos de poemas incluidos en esta entrada es, salvo que se diga otra cosa, de Wout van Gils). Benito Mussolini, por su parte, fue un hombre de múltiples intereses artísticos: tocaba el violín, le encantaba el cine (sobre todo, las películas de El Gordo y el Flaco) y, claro, escribía poemas. Lo hizo de joven, pero supo utilizar su veta lírica para difundir el ideario fascista (igual que hoy se utiliza para vender mercancías) y para camelarse a Clara Petacci, un objetivo asimismo apetecible. (Clara, con admirable aunque luctuosa coherencia, vivió colgada del Duce y murió colgada por él). Por ejemplo, estableció un día para honrar el pan y escribió un poema que se imprimió en pósteres y se distribuyó por todas partes, en el que se leían cosas como "honremos todos al pan, viva el pan, vamos a hacer una fiesta por el pan". Entre los dictadores más recientes, es destacable el caso de Radovan Karadzic, expresidente de la República Srpska (que alguien me diga cómo se pronuncia esto, por favor), psiquiatra, responsable del sitio de Sarajevo y la masacre de Srebrenica, condenado por genocidio y crímenes contra la humanidad, y poeta. Muchos otros benefactores de la humanidad han rimado y contado sílabas: Genghis Khan, Napoleón Bonaparte, Oliveira Salazar (que componía himnos a la Virgen, a Dios y a la bandera portuguesa), Ceaucescu, Papá Doc, Pol Pot, Fidel Castro (con piezas magistrales como esta, "Reflejos reales y verdades que se esconden": "Cristal que no miente / solo refleja verdades / cada vez que miramos / a través de él, vemos / nuestro exterior y en / él reflejamos las / situaciones en que / nos encontramos"; repárese en los abruptos encabalgamientos que lo vinculan con el vanguardismo más radical), el ayatolá Jomeini e Idi Amín Dadá (al que, además de escribir versos, le encantaban Tom y Jerry y comerse a la gente; ¿tendrá algo que ver su apellido con su poesía?). En esta insigne lista no aparece nuestro Francisco Franco, que se decantó por el dibujo, la pintura y la prosa (Marruecos, diario de una bandera y Raza, luego llevada al cine, son sus aportaciones inmortales a la historia de la literatura). Aunque nunca se sabe: quizá en alguna gaveta extraviada en El Pardo se conserve algún soneto suyo a Santa Teresa. También ha habido muchos poetas que, sin ser tiranos, han sido personas abominables: Francisco de Quevedo, Pedro Luis de Gálvez, César González-Ruano, Charles Bukowski. Pero de esos quizá hablemos en otra entrada. Por hoy, con lo que llevo dicho, ya me siento suficientemente miserable.

domingo, 25 de diciembre de 2016

El Espejo de Jaume Roig

El siglo XV es el siglo de oro de las letras valencianas. A mediados de la centuria están escribiendo en Valencia Ausiàs March, Joanot Martorell, Joan Roís de Corella, el anónimo autor del Curial e Güelfa, sor Isabel de Villena y un médico llamado Jaume Roig, galeno de reyes, facultativo municipal y benefactor de hospitales. Este solo nos ha dejado una obra, pero muy significativa, por muchas razones, titulada Espill [Espejo]. La compuso, seguramente, hacia 1460, el mismo año en el que Martorell había empezado a escribir su Tirante el Blanco. Se trata de una novela en verso, integrada por 16.209 tetrasílabos pareados –más los 40 heptasílabos, también pareados, de la «consulta» prologal–, en la que se desarrolla una violenta sátira misógina. El protagonista, cuyo nombre coincide con el del autor, Roig, le cuenta su vida de infortunios y calamidades con las mujeres a un sobrino, Baltasar Bou, para convencerlo de que abandone todo trato con ellas y se entregue a una soltería contemplativa y un celibato reparador. Espill es, pues, una autobiografía, pero una autobiografía ficticia: nada hay que vincule las desventuras del protagonista, víctima permanente de la perversidad de las féminas, con la vida acomodada –una plétora de placeres burgueses– de Jaume Roig, que tenía cuatro casas en Valencia, copiosas fanegadas de tierra en la huerta levantina, una biblioteca de más de 50 volúmenes –a la sazón, nutridísima– y una sola mujer, Isabel Pellicer, a la que quería tiernamente. Espill, cuya técnica narrativa es el flash-back, se configura como una novela itinerante, o, por seguir con la terminología anglosajona contemporánea, como una road story. En el libro primero, el protagonista es expulsado de su casa por una madre desalmada y emprende un viaje por Cataluña y Francia, donde combate contra los ingleses en la Guerra de los Cien Años y llega a París, en uno de los escasos episodios de éxito contenidos en el volumen. En el libro segundo, detalla el fracaso de sus tres matrimonios –con una falsa virgen, una viuda y, por fin, una novicia– y de un cuarto, con una beata insufrible, que no llega a consumarse. Tras el tercero, que contiene el largo sermón de Salomón, gracias al cual comprende la necesidad y la virtud de abstenerse del trato mujeril, inicia en el cuarto un abnegado peregrinaje por diversos monasterios catalanes y se retira, a la postre, en Valencia, donde abraza una vida de castidad y contemplación que lo rescata de los sufrimientos padecidos por causa de las hembras. Espill es también, por lo tanto, una bildungsroman, una novela de formación, aunque el aprendizaje no se ciña a un periodo de juventud, sino que se extienda a toda la vida, para culminar en una conclusión ascética y desengañada: las mujeres son imposibles, y por imposibles hay que dejarlas. Ninguna, salvo la Virgen María, merece el amor ni el respeto de los hombres. La misogina del Espill tiene sólidas raíces literarias y religiosas. Jaume Roig conoce bien, como todos los autores occidentales de su tiempo, las Sátiras de Juvenal y, en particular, la sátira VI, un escabroso cuadro de los vicios y locuras de las matronas romanas, inspirado en hechos y personajes de la Roma de finales del s. I y principios del s. II d. C. Las mujeres son, según Juvenal, adúlteras, promiscuas, incontinentes, presumidas, falsas, crueles, maleducadas, supersticiosas, incestuosas, asesinas y brujas. Sin embargo, es a la Iglesia a la que corresponde la principal responsabilidad en la formación de un pensamiento misógino, que entronca con los mitos bíblicos de la creación de la mujer a partir de una costilla del hombre y de su traición en el jardín del Edén. Tertuliano, san Jerónimo, san Pablo, san Clemente de Alejandría, san Metodio, santo Tomás, san Justino, san Ambrosio, san Adelmo y san Juan Crisóstomo, entre muchos otros apologetas cristianos, se manifiestan contra la mujer y nos previenen de sus peligros. San Agustín, por poner un solo ejemplo, exclama: «¡Cuán sórdido, inmundo y horrible es el abrazo de una mujer!». Pero la misoginia del Espill destaca por su ferocidad, de la que solo se salvan la Virgen María y la propia esposa del escritor. Recorre el libro de Roig un ensañamiento bárbaro, que trasluce tanto el rigor encarnizado de la justicia de la época como el corpus atroz de los relatos medievales, con su bagaje de hipérboles y barrabasadas. Por ejemplo,

si a las mujeres les estorba el hijo que ha nacido y le cobran aversión, no les gusta que viva. Hacen entonces que muera escaldado, quemado o enterrado desnudo; a otros los meten en el mar y los ahogan; a otros los tiran vivos, sin bautizar, a los pozos y los ríos; otros, con insuperable maldad, se los echan de comer, cortados a trozos, a los cerdos y los perros; a otros los consumen por negligencia y los aniquilan por falta de cuidados: se desangran por el ombligo mal cerrado y los encuentran muertos; a otros les aprietan demasiado los pañales; a otros los atiborran de medicamentos, que son más bien venenos; a otros, en fin, los desvían de la muerte y los mandan, en secreto y desnudos del todo, a los hospitales, o los dejan en los portales de la Seo.

Más aún: las mujeres se comen a sus hijos: 

No hace mucho, en la Bretaña, una miserable, madre de un hijo precioso, le metió por el intestino un asador, que le salió por la cabeza, y lo puso al fuego. Cuando el padre y marido, un buen cristiano, vio a su hijo muerto y asado, rogó a Dios que se lo devolviese vivo y se encomendó a San Vicente Ferrer, que atendió sus plegarias y lo resucitó. ¡Ningún animal mata a sus crías para comérselas!

Sin embargo, no es esta sañuda misoginia el rasgo más destacado de Espejo, con serlo mucho, sino su estructura y su forma. Los 16.249 versos de la obra constituyen uno de los más encarnizados ejercicios métricos de la historia de la literatura, y justifican algunas de los rasgos que hacen de él un libro de difícil lectura (y aún más difícil traducción): para encajar los versos en el exiguo molde que les ha asignado, Roig se ve obligado a prescindir de conjunciones, preposiciones y, en general, nexos sintácticos; a utilizar la síntesis y la elipsis; a practicar el hipérbaton y el encabalgamiento, que conducen a enunciados tortuosos e inacabables; y, en fin, a alterar la medida común de los enunciados, bien alargándolos mucho –aunque con frecuentes incisos y cláusulas subordinadas–, bien comprimiéndolos en unos pocos elementos esenciales, pero aligerados, o incluso desnudos, de conectores oracionales. En cuanto a la voluntad de estilo de Jaume Roig, es indudable, más aún, es abrumadora. De hecho, el lenguaje que utiliza –y el mundo que plasma con él– es la principal virtud del Espill para un lector contemporáneo. El tono popular y la llaneza con los que está escrito, «conforme a la aljamía y el modo de hablar de las gentes de Paterna, Torrent y Soterna», lo alejan de la dicción sofisticada y la urdimbre mitológica de Joan Roís de Corella, el gran autor trágico, continuador de la tradición latinizante medieval, de la Valencia del siglo XV, con el que Roig mantenía un notorio debate estético. Esa lengua romanceada de Roig, repleta de frases hechas y giros vulgares, que recurre en abundancia al dicharacho y la ironía, y que narra lances cotidianos, cuando no callejeros, desprovistos de toda grandeza, conduce, según Antònia Carré, una de las principales estudiosas de la obra, al núcleo interpretativo del Espill

Roig afirma con toda claridad que su obra ha de servir de lección sobre todo a los jóvenes inexpertos para que abandonen el amor y a las mujeres. En la articulación del estilo cómico del Espill –que implica un registro bajo, un lenguaje sencillo y popular, y unas tramas banales– y la severidad extrema de su contenido pretendidamente moral, inspirado en la sátira antigua, se produce un desajuste muy fuerte que sugiere la clave interpretativa central de la obra: la ambigüedad como juego literario que reclama continuamente la complicidad del lector. En efecto, en un mismo pasaje pueden coexistir un mensaje satírico durísimo y unas fórmulas expresivas ligeras y divertidas, porque el Espill está escrito como una comedia, y, en cambio, la maldad de muchas de las acciones que relatan conduce a desenlaces fatales más propios de la tragedia. 

El lenguaje de Roig es flexible y vivísimo, de una riqueza léxica imponente. A él se incorporan, no solo el deje y las modulaciones del habla popular, sino un amplio abanico de registros y hasta jergas particulares: el vocabulario de la medicina –Roig era médico–, la fraseología jurídica –el abuelo de Roig era notario y él, como médico, sirvió a menudo, en calidad de perito, a la administración de justicia de la ciudad–, la facundia teológica y las citas bíblicas, esperables en cualquier hombre culto y devoto de su tiempo, y, en fin, los conocimientos de artes y oficios diversos, en particular, los de la agricultura, tan importante en la huerta valenciana. Con estos mimbres Roig trenza coloridas descripciones de los mercados de Valencia y de los personajes tramposos –siempre mujeres– que pululan en ellos; de las calles y barrios de la ciudad, en los que se mezclan la desgracia de las pestes y la alegría del comercio, que lleva a su puerto a marinos de todas las naciones; de los hospitales –que eran entonces más bien albergues o asilos–, los baños y los conventos, en los que abunda el engaño y la picaresca, protagonizados asimismo por mujeres; y, en fin, de un amplísimo abanico de tipos humanos, que se dividen siempre entre hembras crueles y hombres engañados, maltratados o vituperados. Los cuadros de Roig, que se nutren de la observación y la práctica profesional de Roig, son de un realismo descarnado, y el humor que los recorre es más que negro: es esperpéntico. Espill dibuja un fresco panorámico de la sociedad de su tiempo, lleno de personajes y vicisitudes, y cruzado por una frontera o cicatriz entre un medievo declinante y un Renacimiento auroral. Y si bien, como ha señalado con acierto Antònia Carré en sus minuciosos comentarios al libro, apenas contiene ejemplos que no provengan de las fuentes bíblicas y la tradición literaria medieval, tanto culta como folclórica, es asimismo cierto que el protagonista de la obra de Roig ya no pertenece a esa tradición, o se ha apartado significativamente de ella. No es, en efecto, un caballero solarmente asentado en el mundo, sino un pobre hombre zarandeado por las circunstancias de la vida, agraviado por las mujeres y la fortuna, que vaga por tierras y lugares, sobrevive a duras penas y acaba sus días renunciando a los placeres carnales y los fastos mundanos. 

[Del prólogo de mi traducción de Espejo, de Jaume Roig, recientemente publicado por Pre-Textos]


jueves, 22 de diciembre de 2016

Un paseo por Mérida

Hoy Ángeles tiene la comida navideña con sus compañeros de trabajo y me ha avisado de que volverá tarde a casa. Y me lo creo: en la que hice yo con los míos, hace una semana, el banquete se prolongó en sobremesa, baile in situ y, entre algunas compañeras, hasta discoteca nocturna: un jolgorio interminable que demostró que el funcionario no es un ser cansino, como se dice por ahí con aviesa intención, sino lleno, es más, exultante de energía. Así pues, como Ángeles se va a demorar, y yo estoy entumecido de tantas horas sentado delante del ordenador, me calzo, me enfundo el anorak, me pongo el sombrero (porque yo, a veces, gasto sombrero) y salgo a pasear por Mérida. En realidad, no es una paseo, que es actividad errabunda y saludablemente caótica, sino un trayecto, un recorrido prefijado que va desde mi casa hasta el puente romano, en el otro extremo de la ciudad. Tengo observado que muchas de mis horas las paso, allí donde me halle, haciendo un mismo camino. En Sant Cugat, cruzábamos el pueblo (aunque es curioso que lo llame "pueblo", cuando tiene casi 90 000 habitantes; a Mérida, que no llega a 60 000, la acabo de llamar "ciudad") por la calle Santa María, la plaza del monasterio y la rambla del Celler, hasta el parque de la Pollancreda, también en la otra punta del municipio; en Londres, la ruta iba desde nuestro piso en Alexandra Avenue, a través del parque de Battersea, hasta el Royal Brompton, el hospital donde trabajaba Ángeles, en Chelsea; y en Mérida voy por Juan Carlos I y Hernán Cortes hasta el parque López de Ayala, Santa Eulalia y, por fin, el Guadiana. La repetición de los itinerarios conduce a una familiaridad peculiar, hecha, a la vez, de cercanía y extrañeza. La calle siempre es ajena, pero, si uno la pisa lo bastante, acaba convirtiéndose en algo íntimo. También es inabarcable, pero fatigarla nos la vuelve accesible. Nada más salir de casa, reparo en un cartel publicitario de uno de los muchos concesionarios de automóviles de la zona: "Compre un coche y le regalamos un jamón". No un GPS, o un sensor de aparcamiento, o el primer año del seguro, no: ¡un jamón! En Juan Carlos I veo uno de los muchísimos bazares chinos de la ciudad que anuncia, en un cartel, su próximo cierre. Razón: "por se va". Así, sin más. Y pienso que, a veces, lo que llamamos incorrección alumbra hallazgos que mueven a reflexión y hasta suspenden el ánimo. En otro rótulo, de una tienda de ropa, se publicitan juegos de sábanas de tres piezas a 16,99 euros, de "calidad coralina". Me pregunto entonces cómo serán esas sábanas de calidad tan singular (aunque de precio tan ínfimo): ¿coloniales, zooides, hermatípicas, ahermatípicas? Lo que, desde luego, espero que no sean es urticantes, como la mayoría de las especies de coral. Colgado de la verja que delimita el circo romano uno de los lugares que más me gustan de Mérida veo un candado. Alguien debió de pensar que aquella cancela era el sitio óptimo para iniciar en la ciudad la tradición, recientemente establecida, de colgar cerrojos en las vallas y puentes de los lugares públicos como símbolo de un amor indestructible, y allí dejó el suyo. Pero está solo. Ningún otro de estos dañinos artefactos (la oxidación del metal acaba perjudicando al monumento al que están enganchados y, si se trata de un puente y se amontonan los candados, pueden llegar a hundirlo) lo acompaña. Los emeritenses han dado una muestra de sensatez al desdeñar la iniciativa del romántico pero obtuso cerrajero. (Lo de las tradiciones tiene mucho, o casi todo, de gregarismo y cerrazón: se hacen en masa, porque sí, porque siempre se han hecho, porque todo el mundo las hace; la razón individual cede ante el avasallamiento de la multitud, pero, pese a ello, nos complace diluirnos en la cáfila, porque nos alivia de nuestra tristeza personal y de nuestro inevitable destino de soledad, insignificancia y muerte). En la plaza de Joan Miró me cruzo con un grupo de adolescentes ruidosos, valga la redundancia. En este caso, el ruido es algo más: es aquelarre. Los muchachos bailan alrededor de un loro como una partida de apaches alrededor de una hoguera. El aparato despierta a las piedras, y al estruendo musical los jóvenes suman sus alaridos de rap y sus observaciones, moderadamente soeces, a las chicas que pasan. También hay botellón, o botelloncito: algunos del grupo chupan cerveza de una botella de Xibeca. En el nacimiento o fin, según de donde vengas de Santa Eulalia, me apetecen unas castañas "de Extremadura", anuncia el chiringuito, un tanto pleonásmicamente de uno de los puestos callejeros que han brotado con la llegada del frío. Le pido media docena al joven que lo atiende junto a una señora que debe de ser su abuela, pero el dependiente reprime una sonrisa y me aclara que aquí se funciona "por cartuchos" ("anda, como en Ciudad Juárez", pienso, pero no le digo nada). "¿Y cuántas van en un cartucho?", le pregunto. Muy serio, contesta: "Muchas". Compruebo que su respuesta es tan lacónica como irreprochable: la señora está metiendo en el cucurucho castañas para alimentar a una falange macedonia, y, ante mi mirada de estupor, el joven precisa: "Es que aquí somos muy brutos". Recuerdo, con melancolía delegada, cuando, en tiempos de más frío, la gente compraba castañas para calentarse las manos con ellas en los bolsillos. Yo me limito a zampármelas mientras bajo por Santa Eulalia hasta la plaza de España y el río. El Guadiana es a esta hora un bloque negro en el que no se advierten otras señales de vida que los reflejos de las farolas y algún brevísimo chapoteo de pájaros o peces invisibles. A la derecha se alza el hermoso puente Lusitania, con su gran arco verde, al que le faltan la mitad de las luces. (Ángeles se indigna con esta negligencia: "¡Construye un puente tan caro, tan emblemático [aquí, al decir "tan emblemático", le tiembla un poco la voz], para luego tenerlo así! ¡Paga impuestos para esto!"). Cruzo el puente romano, que, aunque se llame romano, es más bien una mezcla, algo frankensteiniana, de elementos romanos, visigodos y medievales. Por aquí lleva pasando gente más de dos mil años (¡y coches hasta 1991!), y la construcción sigue tan pimpante. Innumerables puentes modernos se han hundido en el mundo (el último, en Italia, hace poco: cayó sobre un coche que pasaba y mató a su ocupante; pienso en la causa de la muerte que constará en el certificado de defunción de ese desdichado automovilista: "aplastado por un puente", y en la probabilidad estadística de morir por esa razón), mientras este, tan baqueteado por guerras y crecidas, pero levantado por los mejores ingenieros de la historia, aquí sigue, enhiesto y magnífico. Llego su final, a la altura del merendero "El torero", que tantas tardes (veraniegas) de gloria me ha dado. Dudo si tomarme algo, para descansar los pies y bajar las castañas, pero se ha hecho tarde y aún me queda el camino de regreso. Quizá Ángeles, si ha sobrevivido al ágape bailongo, esté ya en casa. Decido volver sobre mis pasos. El Guadiana me acompaña otra vez, con su misma negrura y su mismo silencio.

martes, 20 de diciembre de 2016

Malgastar

Malgastar no es solo lo que uno hace en estas señaladas fechas navideñas, tan entrañables, sino el título del último poemario de Mercedes Cebrián, publicado por La Bella Varsovia; un título muy parecido a otro que sugieren los poemas de este libro y que este podría perfectamente ostentar: malestar. La incomodidad es la de la soledad: la que se siente en algunos lugares, como los países anglosajones, donde predomina el frío existencial; y la soledad propia, la de uno, la que se arrastra, impepinable, por el solo hecho de haber nacido y tener que morir. Pero ese desasosiego, ese malestar y esta es una de las principales características no solo de Malgastar, sino de toda la literatura de Cebrián, narradora amén de poeta, no se expresa con acidia o lobreguez, sino con un humor ingenioso y un punto negro, con una mueca irónica, que presenta la singularidad de ser cascabelera y desgarrada al mismo tiempo. La incomodidad, digamos, social de la poeta su discrepancia con los entornos afásicos y heladores de Gran Bretaña o de algunos territorios de los Estados Unidos se refleja con claridad en algunas secciones, como "Angloamérica", la significativamente titulada "Confort", "Territorio moqueta" (cuando conocí a Mercedes, en el Reino Unido, me anunció que su próximo libro se titularía así, "Moqueta", esa metonimia del carácter inglés, aunque luego, por desgracia, no lo cumpliera) y "Eurozona", que contiene otro poema muy revelador, "Brexit". Malgastar presenta un tono narrativo, a menudo coloquial, cuya naturaleza poética se confía a pequeñas rupturas o dislocaciones elocutivas, a elipsis, a imágenes anómalas, a repentinas y sorprendentes asociaciones (que rozan a veces lo surreal; la cita del gran Lorenzo García Vega que encabeza el poema "Acerca de las cajas" simboliza esta esporádica deriva irracional). Pero Cebrián no incurre nunca en lo previsiblemente lírico: parece como si le diera pudor hacerlo. Más bien se esfuerza por mostrarse antilírica, por movilizar recursos expresivos y, sobre todo, un tono contrarios a la poetización tradicional. Se mantiene, pues, sin desfallecer, en un registro despegado y burlón, parco en obviedades, en sentimientos que se presenten como tales. Su verso nunca es pegajoso, ni blando, ni oscuramente grave, sino aéreo y cosquilleante, y su atención recae, sin excepción, en lo cotidiano, en lo doméstico, en lo inmediato: en la textura áspera y familiar de las realidades concretas, en la pureza material, claroscura, de las cosas. En Malgastar aparecen, sin conflicto, el art. 20 de la Constitución española y la bechamel, dientes muchísimos y estampitas de Monseñor Escrivá de Balaguer, cucharas soperas y perros San Bernardo, las perneras de los pantalones y el queso y la ensalada que se comen en Francia después del plato fuerte; y el cine, mucho cine, cuya visualidad impregna casi todas las composiciones. La ironía, el mecanismo fundamental de la poeta, envuelve todas las composiciones como un traje de neopreno que la protegiera de cualquier efusión, de cualquier caída en lo tópico o lo convencional, valga la redundancia. Esta singular disposición, no obstante, podría conducir a la frivolidad o, peor aún, a la banalidad: la primera, en manos de alguien inteligente, todavía es tolerable; la segunda, aunque la practique un genio, no es nada. En Malgastar el peligro de la superficialidad se conjura con una inflexión peculiar: en las observaciones mordaces de Cebrián, en su desapego satírico, en su tratamiento prosaico de los asuntos más cercanos, en su crítica política y social, se esconde o, mejor, se vehicula una honda consideración existencial, una preocupación radical por las cosas, una abstracción que concierne a la conciencia y al ser; en suma, un sentimiento pleno, sin deshilachamientos metafóricos, casi avergonzado de existir, pero doliente, supurante, tangible, vulnerable. Y ese sustrato emocional revela un yo lírico que padece la soledad y el abandono, la incomunicación y el estupor ante lo incomprensible, las dudas que suscita la identidad y la disolución del yo, el desamor y el olvido, y la realidad y la angustia de la muerte. La poesía de Mercedes Cebrián, tan risueña como subterránea, detesta la vaguedad y celebra lo concreto. Fluye con orden, pero no renuncia a una enriquecedora arborescencia: abundan los incisos paréntesis y guiones y las preguntas, que dilatan y multiplican el discurso. Y su forma de decir al fin y al cabo, toda poesía es un acto de habla resulta higiénica, detergente: purga el lenguaje poético de imprecisiones y nieblas, lo rescata del lirismo almibarado y archisabido en que algunos o muchos lo tienen secuestrado, y plantea, en fin, un proyecto de renovación que empieza por lo más pequeño, lo que tenemos al alcance de la mano, lo que leemos en el periódico, y acaba, sin solución de continuidad, en las grandes cuestiones del alma, nuevamente dichas, nuevamente nacidas.

Transcribo el poema 2 de "Angloamérica":

Noto cómo me rozan el progreso, el liderazgo, el éxito,
y, sin embargo, si hubiera aquí un banquito me sentaría
a mirar, a ver pasar a gente que entra y sale
de sitios. Aquí ninguna mujer
es mi madre o mi tía, ninguna lleva una blusa envuelta
que recogió del tinte: todas tienen
mucho que hacer después, incluida yo misma,
y aun así
pido disculpas por mi poca productividad: no solamente
no dejo propina en el café al que voy, 
sino que robo
las monedas del tarro de cristal que está junto a la caja.
Con disimulo dejo caer al fondo dos botones
de nácar. Escuchan el sonido y dicen "Thank you".
Después, cuando los ven, esperan que algún día
aquello se convierta en divisa
de curso legal.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos de otros sitios)

Así de raro se titula el último libro que he publicado, una recopilación de artículos, prólogos y reseñas literarias que acaba de ver la luz en la colección "Molinos de Viento" me gusta el nombre, tan cervantino del Servicio de Publicaciones de la Universidad Autónoma Metropolitana, de la Ciudad de México. A mí me parece que es sabido me gusta reunir cada cierto tiempo mis trabajos críticos, normalmente aparecidos en revistas literarias y culturales, y darlos a conocer en forma de libro. No se me escapa que su perdurabilidad es casi tan escasa como la de los medios en los que vieron la luz originalmente y su circulación pública, aún menor, en muchos casos, pero el objeto libro me transmite una ilusoria sensación de seguridad, de permanencia. Así que, si tengo la suerte, casi el privilegio, de encontrar a un editor lo suficientemente temerario como para publicarlo, no me lo pienso dos veces y en sus manos encomiendo su espíritu. Llevo publicados, con este, cuatro compendios de estas características, y dos lo han sido en universidades de la capital azteca. El primero, De asuntos literarios, apareció en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en 2004. Tras dos publicaciones en España (Lecturas nómadas, en Candaya, en 2007 y La disección de la rosa, en la Editora Regional de Extremadura, en 2015), vuelvo a México, donde, asombrosamente, parece que sigue habiendo interés, al menos académico, por la crítica literaria, aunque no sea académica. Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos de otros sitios) cuenta con un prólogo del poeta y ensayista Ernesto Lumbreras, "Consensos y disensos de un bogavante" (otro título raro), y acoge 36 piezas sobre poetas americanos: 26 del sur y 10 del norte (estadounidenses y canadienses), más una sección dedicada a otros autores de lengua inglesa: Shakespeare, John Burnside y Robert Southey. Estas secciones revelan mi creencia constante en que la literatura en español es una sola, ya se escriba a uno u otro lado del Atlántico, y mi interés no menos duradero por muchos de los poetas que escriben allende el océano, así como por los autores en lengua inglesa, que, por azares de la vida (y de las afinidades electivas), he abrazado también como mía. La nómina completa de los escritores a los que dedico atención en Apuntes de un español... es esta: Edda Armas, Luis Armenta Malpica, Silvia Baron Supervielle, Rei Berroa, Adolfo Bioy Casares (sobre el brutal, inenarrable Borges), Rafael Cadenas, Rafael Courtoisie, Yulino Dávila, Humberto Díaz-Casanueva, Ana Franco Ortuño, Oliverio Girondo, Orlando González Esteva, Óscar Hahn (que se enfadó mucho por la reseña, aunque no era enteramente negativa, e incluso quiso censurarla allí donde podía influir para que se omitiera), Rodolfo Hinostroza, Vicente Huidobro, Lêdo Ivo, Roberto Juarroz, Willy McKey, Hugo Mujica, Nicanor Parra, Octavio Paz, David Rosenmann-Taub, Severo Sarduy, Tomás Segovia, John Ashbery, Mary Jo Bang, Anne Carson, Hart Crane, Reginald Gibbons, Jorie Graham, Jack Kerouac, James Merrill, Sylvia Plath, Anne Sexton, más los tres británicos ya señalados y dos reseñas dedicadas a sendas antologías: Poesía ante la incertidumbre, de la que no consta antólogo, y 359 delicados (con filtro). Antología de la poesía actual en México, de Pedro Serrano y Carlos López Beltrán. Me complace el objeto que ha alumbrado el servicio de publicaciones de la Universidad Autónoma Metropolitana,y que acredita la reputada tradición impresora mexicana, aunque la banderita española que han dispuesto, como una faja, en la cubierta se me antoja algo redundante; pero no me disgusta. Lo único con lo que discrepo es que el texto todavía mantenga la tilde del adverbio solo y de los pronombres demostrativos. En rigor, no los mantiene, sino que los incorpora: yo los había eliminado por completo de mi original. Pero, con una tenacidad digna de mejor causa, contra mi expreso parecer y contra el aún más expreso juicio de la Real Academia, que reserva esas tildes, y solo potestativamente, para los casos (rarísimos) de ambigüedad, se han impuesto unos criterios editoriales que exigen acentuar palabras que ya no deben acentuarse. Confieso que no lo entiendo: los criterios editoriales están para determinar la maquetación, la tipografía, los paratextos, la calidad del papel, entre muchos otros elementos de la publicación, pero no para acentuar mal las palabras.

Reproduzco aquí el artículo, «Dos recuerdos, una palabra», sobre Octavio Paz que incluye el volumen. Es el más breve del conjunto.

Yo solo vi una vez en persona a Octavio Paz. Fue en la Universidad de Barcelona, cuando estudiaba Filología, hace muchos años ya. El paraninfo estaba abarrotado, de estudiantes y de público en general, y Paz presidía la mesa de oradores, flanqueado por gente muy importante, supongo: el rector de la Universidad, el decano de la facultad de Filología, los catedráticos de literatura española, los profesores de literatura hispanoamericana. La escena tenía robustez mitológica: el gran hombre ocupaba el centro, y a su alrededor se disponían los acólitos, las semidivinidades (en algún caso, por lo que yo había podido comprobar en clase, muy semi). En aquel lugar donde sabios de todos los tiempos miraban, desde óleos catedralicios, lo que ocurría en la sala; en aquel espacio de púlpitos, pináculos y espesos cortinajes; en aquel templo de la inteligencia, en el corazón del Alma Máter, el mexicano aparecía con todo el peso de su majestad, con la dimensión casi inabarcable de su figura nobelizada. No recuerdo de qué habló –fue, como digo, hace mucho tiempo–, pero sí que, en el turno de preguntas, un estudiante exaltado –siempre los hay en los actos multitudinarios; o los había, antes de que la resignación los domesticara– lo increpó por la matanza de Tlatelolco. Paz no se revolvió con violencia ante la provocación: respondió con suavidad, recordando que, en protesta por aquellos hechos abominables, había dimitido de su cargo como embajador de México en la India. Observé aquella misma contención en otras intervenciones suyas: en la televisión española de los años 90, Paz participaba en un programa de entrevistas, junto a otro ensayista, o profesor universitario, o no sé qué, que defendía, con vehemencia, un modelo absolutista de sociedad, aunque lo vistiera de radicalidad democrática, de integrismo liberal. El mexicano escuchaba con atención, hasta que, al llegar su turno, se limitó a decir: «Sí, pero eso que propones puede derivar muy fácilmente en el totalitarismo», y a continuación explicó por qué. Después, hablando con amigos míos mexicanos, he sabido de la palabra acerba de Paz, de su extraordinaria capacidad dialéctica y, por lo tanto, de su igualmente extraordinaria capacidad para triturar a sus adversarios. No me sorprende, en realidad: quien escribe como él posee sin duda un verbo apto para todo: para una sutileza infinita, pero también para una acritud sin tasa. En esas dos ocasiones en que puede escucharlo, triunfó su contención, con la cual desarmó a sus oponentes: la respuesta incisiva y discreta es el mejor antídoto contra la vociferación. Unas respuestas incisivas y discretas que él elevó a la categoría de obras de arte en El arco y la lira y Los hijos del limo, dos de los mejores ensayos literarios escritos jamás en nuestra lengua. Ignoro si aquel estudiante airado los había leído; quizá, si lo hubiera hecho, no se habría permitido semejante exabrupto. En cuanto al profesor que apareció con él en televisión, su nombre y sus ideas se me han borrado por completo de la memoria. El arco y la lira, Los hijos del limo y Libertad bajo palabra, en cambio, perduran en mi mente y mi sensibilidad como ejemplos de pensamiento diamantino y palabra exacta: como faros que no se extinguen.


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miércoles, 14 de diciembre de 2016

En Jerez de los Caballeros

Visitamos este fin de semana Jerez de los Caballeros, una localidad de la que siempre nos han hablado bien, pero que ni Ángeles ni yo conocemos todavía. Nos alojamos en un hotel rural, a pocos kilómetros del pueblo, y, al caer ya la tarde del sábado, empezamos a pasear por sus calles. En la plaza donde hemos aparcado el coche nos recibe una estatua de Vasco Núñez de Balboa, uno de los 172 jerezanos que participaron en el Descubrimiento, y uno de los dos más destacados (el otro es Hernando de Soto, descubridor del Misisipí, pero este con el demérito de que no esté claro todavía si nació en Jerez, Badajoz o Barcarrota). Núñez de Balboa otea el horizonte, algo lógico (aunque poco original artísticamente) si tenemos en cuenta que fue el primer europeo en avistar el océano Pacífico. En aquellos lares, en aquellos tiempos y entre aquellos hombres, otear debía de ser una actividad constante e imprescindible para prevenirse de indios, accidentes geográficos y tormentas, entre otros peligros, que a veces se veía recompensada por que lo oteado fuese la primera vez que se oteaba. (La frase me ha quedado un poco espesa, pero creo que se entiende). En la misma plaza, frente al egregio descubridor, hay un local de las industrias cárnicas "El Bellotero". Los nombres nos depararán, a lo largo del fin de semana, momentos de curiosidad y diversión. Jerez de los Caballeros tiene, por ejemplo, una calle Amargura, aunque hay otra con una denominación mucho más inquietante: Capadores, por la que evito pasar. Sí pasamos por delante de un local de copas llamado "El Pantano", que no guarda el silencio que suele reinar en marismas y tremedales, sino que ensucia la calle con una música atronadora. A pocos metros del local, vemos un coche que se para en la calzada, estrechísima, y del que sale el conductor para sacar dinero de un cajero aledaño. El vehículo bloquea el paso, pero el hombre no tiene prisa. Detrás se forma una fila de vehículos. Nadie pita. Todo se resuelve con la extrañeza y, a la vez, la calma de los pueblos: el tráfico está bloqueado, pero todo el mundo asume que eso es así, y que no supone ningún problema, porque esto es un pueblo y de este modo funcionan las cosas. Seguramente, los conductores de los turismos que esperan, cuando necesitan sacar efectivo del cajero, hacen lo mismo que el que ha dejado el suyo en plena calle. El fuerte peso de la religión en la historia de la localidad ha dejado una impronta ubicua. En uno de los bancos de la plaza de España, el centro neurálgico de Jerez, hay sentado un nazareno de bronce: es un homenaje del pueblo a su Semana Santa. Si yo viviera en un lugar tan pequeño como este, huiría cada año de las festividades pascuales: el ruido y las procesiones se me harían insufribles. Pero se conoce que los ciudadanos de Jerez no solo estiman el ruido (eso ya me ha quedado claro con el estruendo de "El Pantano" y con el paso de un coche eléctrico que sonaba como una hormigonera; en la matrícula delantera se leía: "Jacinta") y las procesiones, sino, sobre todo, su condición de costaleros y procesionantes, lo que les da ocasión de manifestar una acendrada devoción. Amén (y nunca mejor dicho) del broncíneo nazareno, encontramos en la misma plaza una placa al beato padre José María Ruíz (así, acentuado) Cano, sacerdote claretiano y mártir, nacido en Jerez de los Caballeros y asesinado por milicianos de la F. A. I. en Sigüenza, a principios de la Guerra Civil. (La ortografía no parece el fuerte de los munícipes jerezanos: en la capilla de San Antonio de Padua, san Antoñito, del s. XV, otra placa informa sobre la ornacina en la que se encuentra). Andamos por las calles El Cura, Las Monjas y Detrás del Santo. Pasamos por, y visitamos, cofradías, capillas, ermitas (hay once en todo el pueblo; una de ellas es la de los Santos Mártires), iglesias (cuatro), conventos (siete; en uno, el de Madre de Dios, Ángeles quiere comprar dulces, pero allí no hay dulces: solo clausura, e impenetrable. Pero el husmeo nos sirve para leer la grave admonición de la entrada: "Ricos de la tierra, mirad al cielo. Limosna para pobres y enfermos") y hasta un museo de arte sacro. En el Hospital de Enfermos Pobres, unos azulejos representan a San Jorge matando al dragón. Todo Jerez de los Caballeros parece un gigantesco exvoto, un núcleo eclesiástico, un bastión de la Cristiandad. De hecho, la hermosa fortaleza que todavía conserva también se construyó para servir a Dios. La erigieron en el s. XIII, sobre la alcazaba árabe, los caballeros templarios, aquellos feroces cruzados que no reclamaban la gloria para ellos, sino para el Señor (Non nobis, Domine, non nobis, sed Nomini Tuo da gloriam), y que, para garantizar que el mayor número posible de almas conociera las dichas del cielo, se hartaron de rebanar cuellos en Tierra Santa, hasta que, a principios del s. XIV, ellos mismos fueron enviados derechamente a gozar de la felicidad eterna junto al Hacedor por el papa Clemente V. Y dice la leyenda que en la torre del homenaje de la fortaleza de Jerez murieron los últimos defensores de la Orden del Temple, capitaneados por el maestre Juan de Bechao: no en vano ostenta desde entonces el inquietante nombre de "torre sangrienta". Visitamos tres de las cuatro iglesias de la localidad, aunque ninguna por dentro: todas están cerradas. La de San Miguel, en la plaza de España, exhibe un "rancio sabor catedralicio", como reza la placa que flanquea su hermosa portada barroca. La de San Bartolomé es la más espectacular, con su mezcla de gótico y barroco, sus influencias portuguesas, evidentes en los azulejos y las cerámicas de la torre y la fachada, y su aire andaluz: la torre se parece a la Giralda (y está coronada por un diablo bailarín). La iglesia de Santa Catalina, en fin, la única extramuros, sobria y armoniosa, nos permite conocer la antigua judería de Jerez, cuyas callejuelas estrechas acreditan el apiñamiento protector de una comunidad universal y permanentemente perseguida. Tras una larga paseata, dificultada por el abundante tráfico rodado que circula por todo el pueblo, decidimos descansar en el bar Plaza, decorado con pinturas de los descubridores extremeños. Pero nuestro descanso será una utopía: cinco niños desenfrenados, gritones como monos aulladores, corretean por entre las mesas, se tiran al suelo y brincan por doquier, ante la pasividad, más aún, ante la ataraxia de sus padres respectivos, que departen, en animada charla, en una mesa de un rincón. En lugar de jugar en el parque, los niños juegan en la tasca. Al estrépito infantil se suma el ruido de la televisión y la música ambiental que también atruena, procedente de algún diabólico aparato hi-fi. Cuando ya hemos comprobado que para conversar tenemos que hablar como canta la Caballé, y que corremos el peligro de que en cualquier momento alguno de los incontenibles mocosos se nos suba de un salto a la chepa, dejamos nuestros tes a medio tomar y nos largamos. Yo no puedo resistirme a decirle a la camarera que nos ha servido y que ahora nos cobra, que el lugar resulta ensordecedor. Su reacción es típicamente española: dice que sí, que se da cuenta de que los niños han hecho de aquello un pandemonio, pero a continuación hace un gesto, mezcla de encogimiento de hombros y fruncimiento de ceño, que viene a significar: "Pero qué le vamos a hacer, esto es así: paciencia...". No, paciencia no: civismo y respeto. Ah, en Inglaterra estos padres desaprensivos ya estarían pasando la noche en el calabozo por despreciar con su apatía a sus conciudadanos, y sus hijos ya habrían sido enviados a un reformatorio en el que rigiese la disciplina inglesa. (Me sorprendo pensando con añoranza en el Reino Unido, pero, en cuestiones de convivencia, hay todavía algunas cosas que podríamos aprender de los hijos de la Gran Bretaña). En la cafetería del hotel, a donde volvemos a cenar, las cosas no son mucho mejores: otro grupo, esta vez de adolescentes que celebran un cumpleaños, o also así, gobiernan terroríficamente el lugar. Por suerte, el restaurante queda apartado y podemos refugiarnos en él, deliciosamente silencioso. La camarera nos confirma que esta situación se da a menudo y que las cosas aún pueden empeorar si se llama la atención de los padres (o abuelos): entonces el progenitor más ecuánime o el vejete más sosegado se convierte en un basilisco destructor, capaz de arrasar el lugar si se pretende impedir que su retoño lo arrase a gritos. Al día siguiente, domingo, comemos en la ermita de la Vera Cruz, desacralizada y transformada en restaurante. Y lo hacemos muy eucarísticamente, bajo un hermoso y enorme retablo, con un confesionario a la entrada (sin cura: he mirado dentro) y una carta que se presenta como "la BIBLIA (así, en mayúsculas) gastronómica de la ermita". Y el ibérico de bellota que nos atizamos, regado con un buen tinto Alaude, nos proporciona un placer divino. A la salida, ahondamos en la cultura gastronómica de Jerez y compramos en una tienda cercana bollos turcos, unos dulces riquísimos que solo se elaboran aquí, y cuyo nombre es una cortina de humo: las monjas que se los inventaron los bautizaron así para disimular su origen musulmán. Seguimos disfrutando de las casas, casonas y palacios de aire andaluz de la localidad (aunque no de la villa romana que también se conserva aquí: está cerrada sin previsión de reapertura, por razones que los vecinos, a los que preguntamos, son incapaces de precisar). En una de esas casas blancas distingo una placa en recuerdo del poeta Pepe Ramírez, del que nunca había oído hablar: averiguo que se trata de un vate local, autor de Las tierras pardas, de 1923, y escritor en castúo. Disfrutamos también de que algunas personas nos saluden por la calle: Ángeles y yo hemos estado sometidos a una dieta de contacto social tan estricta en Inglaterra, y durante tanto tiempo, que estos intercambios espontáneos, por superficiales que sean, nos saben a gloria: a humanidad. Nos vamos, por fin, de Jerez, satisfechos del fin de semana vivido, pero sorprendidos, hasta cierto punto, de que la última imagen que nos llevemos del pueblo sea la de un enorme complejo siderometalúrgico, que parece importado de la República Democrática Alemana, que asienta toda su magnificencia industrial en las despejadas dehesas de la comarca, y cuyo dueño es un vecino del pueblo, Alfonso Gallardo, multimillonario, octogenario y sin hijos, que se pasea por las calles del pueblo, según dicen, en un modestísimo utilitario.