jueves, 29 de agosto de 2019

Merlí

Yo suelo llegar tarde a todas las novedades, a todos los cambios, y no digamos a los introducidos por la revolución digital. Aunque a estos, si quiero ser justo, no es difícil llegar con retraso: cada media hora hay un nuevo avance que deja obsoleto lo que uno acaba de aprender. Eso me ha sucedido con Netflix: llevaba años funcionando, pero yo acabo de descubrirlo. Y quizá ese descubrimiento termine con mi adicción a la televisión, pese a que la televisión se ha convertido en un basurero aún mayor que Internet. Si sucede así, perderé mi cretácica condición de televidente, de la que no participan las generaciones más recientes: mis hijos no han visto nunca la tele; mis vecinos de rellano, treintañeros, ni siquiera tienen televisor. Pero no me importa. En realidad, ya solo acudo a la televisión para ver el telediario y El Intermedio o en busca desesperada de películas potables: apenas las hay y, si las hay, las ametralla, inmisericorde, la publicidad. En Netflix he dado con una serie que perseguía con afán y que no encontraba por ningún sitio, Merlí. Algo doblemente extraño en mi caso, porque no me gustan las series, que se me hacen acartonadas, populacheras, repetitivas y huecas: la última que seguí con interés fue Dos hombres y medio. Aunque Merlí está rodada en catalán por una productora catalana (en la que participa la empresa que publica La Vanguardia) y fue emitida, durante tres años, en TV3, la televisión pública catalana, yo empecé a verla en Mérida. Después de cenar, me tumbaba en el sofá y, como ha sido siempre mi costumbre (hasta, quizá, ahora...), zapeaba por los canales en procura de algo decente —decente intelectualmente, no decente moralmente— que echarme al magín. Y allí me topé con Merlí. La emitía un canal nacional, doblada al castellano. Yo le quitaba el doblaje y la escuchaba en versión original. Y me sorprendía —no tenía por qué, pero me sorprendía— estar viendo la tele en catalán en Extremadura. La serie me atrapó de inmediato. Era ágil, original y, sobre todo, inteligente. Trataba de filosofía y relaciones humanas. Su primer acierto era el título, el nombre de un mago: alguien que obra lo extraordinario, como es interesar a los adolescentes en la filosofía —y, por extensión, en el pensamiento y la crítica— y ayudarlos a resolver sus problemas. El protagonista, el profesor del instituto en el que transcurre la acción, Merlí Bergeron, interpretado por un magistral Francesc Orella, reúne verosímilmente algunos rasgos muy atractivos: es iconoclasta (pero responsable), mujeriego (pero leal), lúcido y contradictorio, y practica la mentira —uno de los más eficaces instrumentos de la inteligencia y también de la compasión— cuando conviene, pero detesta la hipocresía y puede ser brutalmente franco diciendo lo que piensa o lo que los demás no quieren oír (pero deben). Le dan completamente igual las redes sociales y aún le importa menos lo que piense la gente de él. Y, su característica más emocionante, no soporta a los perros. Encontrarse a un personaje así en estos tiempos de sacralización de los animales —a los que tantos cretinos consideran mejores que las personas— reconforta y consuela: «Mi animal favorito es el bistec», le dice a un alumno. A su alrededor se mueve un conjunto de personajes bien caracterizados: los jóvenes a los que da clase y sus padres, además de su propia familia. El aspecto de las relaciones entre los alumnos que más me admira, es su conducta sexual: libre, espontánea, natural. En un capítulo, y para reconocer su culpa en la difusión de un vídeo en el que una alumna —Mónica de Villamore, interpretada por la guapísima Júlia Creus— aparece desnuda, todos se desnudan en clase. En otro, dos compañeros de clase se lían en una fiesta y, cuando una amiga común le pregunta a uno de ellos —Bruno, el hijo de Merlí— si han follado, este contesta que no, pero que «se la ha chupado». En general, todos se relacionan con todos, todos picotean en todos sin ningún reparo moral ni empacho físico, como debe ser: se enamoran —uno afirma haberlo hecho ocho veces desde que está en el instituto—, se besan, se separan, vuelven a juntarse, vuelven a besarse, se acarician, se pelean, hacen el amor; y siguen en clase, con naturalidad, aprendiendo, por ejemplo, que la epojé de los escépticos griegos consiste en la «suspensión del juicio», un estado de la conciencia en el cual ni se niega ni se afirma nada. Comparo este condición libérrima de los adolescentes de hoy con la que yo viví en el colegio de curas al que no había más remedio que ir, si uno quería ser algo en la vida, en la España de los setenta del siglo pasado, y me estremezco de pena. Qué sórdido era aquello (aunque el propio colegio, barcelonés y posconciliar, presumiese de modernidad: hasta tuvimos un par de conferencias sobre educación sexual, impartidas por un experto en la materia, un sacerdote), qué rígido y oscuro. Fue un colegio exclusivamente masculino hasta 1977, cuando se incorporaron a nuestra clase cinco chicas. Cinco. El revuelo fue considerable. Pero las relaciones, si es que se dieron, estaban marcadas por la lobreguez. No había contacto físico, ni alegría, ni espontaneidad, ni nada de nada. El intercambio de fluidos era impensable. La homosexualidad, también. Los chicos nos matábamos a pajas: si ya lo hacíamos antes, en la inacabable soledad de nuestros cuartos, entonces, estimulados por la más turbadora presencia femenina, nos despellejábamos vivos. Las chicas tampoco ayudaban: educadas en el polvoriento catolicismo de la época, recuerdo a alguna sostener en público que ella no se entregaría a nadie (a ningún hombre, quería decir) hasta que hubiese pasado por el altar. Y, en última instancia, los curas velaban por la moralidad de la convivencia: todo estaba ordenado, vigilado, controlado, para que, acuciados por las hormonas, no nos desmandáramos y el libertinaje —aquel espantajo tan socorrido para los reaccionarios— no se enseñoreara de las aulas. Las clases de Merlí, en lo intelectual y en lo sexual, son solares: espacios luminosos de diálogo y placer, que es lo que debe ser siempre la educación. No obstante lo cual, la serie y, en particular, el personaje de Merlí recibieron, junto con una gran acogida de público y abundantes elogios críticos, varapalos de género: según algunos, el profesor es machista, manipulador y misógino. No lo es, pero, aunque lo fuese, es un personaje, una criatura de ficción que encarna rasgos y valores de la gente que hay a nuestro alrededor, e incluso de nosotros mismos: de los seres humanos reales. Reprobar una invención por no ajustarse a unos dictados éticos determinados es, precisamente, lo que hacían los curas con aquellos de nosotros que nos apartábamos de sus rigurosas exigencias morales. Y lo que está descafeinando la literatura —y el cine— hasta convertirlos en una papilla para débiles mentales. Y lo que Merlí aspira a evitar que hagan sus alumnos, cuyo único deber es ser radicalmente humanos: turbulentos, apasionados, contradictorios, independientes, gozosos, críticos.

sábado, 24 de agosto de 2019

La adivinanza del agua

Javier Alcaíns acaba de publicar un nuevo libro, La adivinanza de agua (Cáceres: Javier Martín Santos, 2019), un largo poema en prosa, ilustrado por él mismo. En realidad, todo en este libro es suyo: el texto, los dibujos y el libro propiamente dicho, fruto de la autoedición. Soy, como ya he dicho en otras ocasiones, un decidido enemigo de la autoedición, que se me antoja una concesión casi siempre injustificada a la vanidad (y una forma de condenar la obra a la irrelevancia), excepto en el caso de autores que hayan demostrado su calidad y que no quieran someter el flujo de su creatividad a las limitaciones estéticas, temporales o presupuestarias de las editoriales convencionales. (De hecho, un blog también es autoedición: también aquí damos rienda suelta a la escritura abundante y libérrima). Javier Alcaíns ha compuesto, como suele, una obra primorosa. En la Editora Regional de Extremadura tiene publicados varios títulos, como La locura y las rosas, Teatro de sombras y Memoria de los viajes, y también ha diseñado un buen número de exposiciones para el Plan de Fomento de la Lectura: La palabra pintada, El bestiario de iluminaciones, Fábulas de Oriente: los cuentos de Calila y Dimna y una patrocinada por mí, que tuve el honor de presentar en Extremadura poco antes de abandonar mis responsabilidades, Felicitaciones japonesas. Surimono: poesía e imagen. Recuerdo que, cuando llegué a Mérida, uno de los primeros problemas a los que hube de enfrentarme fue la desafección de Javier, que había sufrido uno de los habituales desmanes burocráticos de la administración. Contribuí a resolverlo, creo, y recuperé al poeta para la causa. De ahí surgió una nueva colaboración, que condujo a los surimonos, y una amistad que perdura hasta hoy. La adivinanza del agua constituye un relato lírico cuyo motivo central es la lluvia. Y esa lluvia espolea o inspira a la memoria, que se esfuerza por recuperar "el agua del origen". La busca de un arquetipo que explique la realidad —la realidad que se ha sido y la que todavía se es—, vinculado a un líquido primordial la sangre, el semen, el agua del que proviene la vida—, despierta rememoraciones y preguntas, que se engarzan en pasajes enumerativos, que pueden identificarse, a veces, como poemas sucesivos, como fragmentos autónomos de un único torrente poético. El trabajo del recuerdo suscita, también, la melancolía, que impregna toda La adivinanza del agua, y asociaciones clásicas, como la del río de la vida. El poema, no obstante, apela a lo cercano, a lo cotidiano, a los paisajes conocidos, entre los que reconozco algunos muy próximos: el Jálama, Eljas, Montánchez (donde presentamos, precisamente, los surimonos). Alcaíns sabe muy bien que, como decía Joan Miró, para ser universal, hay que ser local. El humor está asimismo presente, y cada vez agradezco más el humor, aun —o sobre todo— en los libros más graves o trascendentes. "En la nota del jueves —escribe Alcaíns—, se estrena en el teatro local la obra, al parecer maestra, que todo el mundo está esperando; con los primeros compases, de debajo de los asientos salen los gatos en estampida. En la nota del viernes, el periódico pregona que tanto la crítica como el público están de acuerdo en que la obra es un churro patatero, y más vale que el autor se dedique a otros menesteres" (pág. 30). Abrumado por la lluvia, pero también estimulado por ella, el hombre crece hacia dentro: hacia dentro de sí y hacia dentro de la tierra, con la que se funde. La lluvia, el agua, disuelve los perfiles del ser y lo devuelve a la naturaleza, de la que se convierte en un apéndice más, en una brizna más de esta, pero un apéndice y una brizna sosegados y plenos. El discurso de Alcaíns, bifronte, tiene también un plano visual: veinticinco ilustraciones de su mano, de trazo austero y flexible, lo hilvanan. Son imágenes de paisajes lluviosos, sin figuras humanas: casas —siempre iluminadas en el interior—, árboles, flores, lomas, rayos, lámparas, nubes, postes telefónicos; y las estiradas gotas de agua cayendo como si desgarraran suavemente las escenas, con un desgarro que, en realidad, las completa: las aúna. Esas imágenes nunca se disponen del mismo modo en las páginas: verticales a veces, horizontales otras, circulares otras más, acompañando al texto u ocupando, exentas, la página, obedecen a un dinamismo inteligente, que pretende acicatear el ojo para estimular así, también, la captación de una realidad fluyente e inmoderada, que cifra en el curso multitudinario del agua el propio estallido de la existencia. Pese a tantos elementos significativos, el poeta confiesa en el colofón: "Comenzó en abril de 2018 y le dio fin el primer domingo de junio de 2019, fecha en la que seguía sin saber la solución de la adivinanza del agua". 

Transcribo a continuación un fragmento del libro (pág. 39-42):


Abre la ventana, que el viento meta en casa la lluvia, que la lluvia traiga todos los espejismos al pensamiento, como si trajera el perfume de las violetas que Michelino da Besozzo pintó hace siglos en un libro de horas. Esto trae la lluvia, el olor de las mimosas que entraba por los ventanas de la escuela, trae a la abuela María peinando su cabellera larguísima y blanca sobre una palangana, trae la nana que la madre le canta al hijo pequeño y que duerme antes al hermano mayor, trae el dolor que aun sin querer causamos, trae la luz de un miércoles que resultó glorioso, trae momentos ridículos que quieren atenuar momentos brillantes, trae el miedo y la vergüenza del miedo, trae la redención de alguna valentía, trae la eme con la a ma, trae la quietud de un insecto verde como una hoja de abril que echa a volar de pronto y te roza la frente, trae la lluvia brillando al anochecer ante los faros de los coches, trae la extrañeza de lo que hizo daño una vez y ya no duele, trae lo que no importó cuando vino y luego se hizo necesario, trae la mano del hijo que cae como nieve sobre los ojos del padre que acaba de morir, trae una inicial bordada con hilo rojo en un pañuelo, trae la calle en la que parpadea un anuncio de neón amarillo y azul, y más allá hay un portal y más allá las sombras, trae dos cabecitas locas bajo un paraguas, tras la mano del padre que toca la cara del hijo que acaba de nacer como un pájaro cantarín posándose sobre un cerezo florecido, trae todas las lunas llenas del verano, trae el olor adolescente del comienzo de la noche de invierno, cuando las luces de la ciudad tiemblan de frío, trae un abrazo que olía a ropa mojada, a sudor y a perfume, trae unas palabras que la lluvia se lleva mezcladas con las hojas, trae una respiración honda y fresca como la juventud. Trae también las imágenes de un sueño que se intenta contar, como si se pudiera.

martes, 20 de agosto de 2019

Chalamera

Mi madre nació en Chalamera, un pueblecito del Bajo Cinca, cerca de Fraga. Aunque siempre ha sido, tenazmente, pueblo—desde la Edad del Bronce ha habido aquí asentamientos humanos—, no siempre ha sido pequeño: hace un siglo, todavía tenía 457 habitantes, pero, tras sufrir el inclemente proceso de despoblación que ha afectado a tantos lugares de España —agudizado en los años de la emigración masiva, sobre todo a Cataluña, entre 1950 y 1980—, se ha quedado en casi aldea, con poco más de 100 habitantes en invierno, aunque en los meses de verano, como también sucede en buena parte de la actual España vaciada, el municipio se hincha con los emigrantes, o los hijos (y nietos) de los emigrantes, que vuelven de vacaciones, a rememorar raíces o disfrutar de la casa del pueblo. Pero, si retrocedemos aún más, advertimos que Chalamera tuvo cierta relevancia histórica, hoy completamente desaparecida. Los visigodos construyeron un castillo en el altozano que domina la localidad y los templarios lo reedificaron en el siglo XII, a cuyo calor creció la población y la actividad agrícola y comercial. De finales de ese siglo es, justamente, el principal monumento del lugar, la ermita de Santa María, románica, asentada en la ruta del Camino de Santiago proveniente de Cataluña. Pero la Inquisición, a instancias del papa y con la reticente ayuda de Jaime II (el constructor del monasterio de Pedralbes, sobre el que versó mi entrada anterior de este diario), acabó con el Temple aragonés: tras vencer una prolongada resistencia, ocupó los castillos de Monzón y Chalamera, donde se habían refugiado los últimos caballeros de la Orden, y encerró en mazmorras a los supervivientes, entre ellos su comendador, el chalamerino Berenguer de Belvís. La suerte de los derrotados caballeros, no obstante, fue mejor que la de sus cofrades franceses, que sufrieron minuciosos tormentos o fueron, sin más, pasados a cuchillo. De ese castillo que tantos acontecimientos históricos ha contemplado, no queda nada: en la Guerra Civil, un convoy de soldados —que mi madre nunca ha sabido precisar si eran republicanos o facciosos; pero da igual— llegó al pueblo y arrambló con toda la piedra que quedaba, para, se supone, construir casamatas y trincheras. La piedra —la gruesa y ya cortada— era un bien preciado entonces. Mi madre sí recuerda sus correrías, de muy niña, por las salas sin muros de la fortificación, por los cimientos pelados. De aquel edificio ausente, que le resultaba espectral, hoy solo queda el nombre: una elevación vacía, que los chalamerinos se empeñan en llamar el castillo. Los años de la guerra fueron muy crueles en esta zona: el frente anduvo cerca, la agitación política fue alta y la represión franquista, en consecuencia, terrible. Mi abuelo, combatiente rojo, tuvo que huir a Francia para evitar que le dieran pasaporte. Pero dejó detrás, desamparadas, a una mujer y dos hijas pequeñas. Y las nuevas autoridades del lugar, inflamadas de fervor nacionalcatólico, las dejaron más solas aún: ni el Auxilio Social, que se le daba a todo el mundo, les concedieron. No fueron tiempos felices. Mi abuela los resumió con lúgubre laconismo: "Allí mataron a mucha gente". Por dos hechos más, y no solo por las escabechinas que han tenido el pueblo por escenario, conserva Chalamera alguna presencia en los libros de historia: fue el lugar en el que nació, en 1901, el novelista Ramón J. Sender, cuyo padre era el secretario del ayuntamiento (al que mi abuela, nacida en 1905, afirmaba haber conocido en el pueblo), y también el destino putativo de dos centrales nucleares en 1975, cuya construcción —para más inri, y nunca mejor dicho, en el lugar que ocupa la ermita de Santa María— ideó algún iluminado del tardofranquismo, dominado por los tecnócratas del Opus Dei, pero que una decidida oposición popular —en la que militaban famosos cantautores de la época, como La Bullonera, José Antonio Labordeta (el añorado diputado del "¡A la mierda!" dirigido a la grosera bancada popular) y Joaquín Carbonell, que popularizó el "Romance de Chalamera": "En Chalamera, con Chalamera, / ya es hora de gritar: / en Chalamera, con Chalamera, / no queremos central"— consiguió evitar. Del primero queda un busto en el centro del pueblo, una efigie contundente, en la que el escritor aparece con gafas y barbita; y de lo segundo, la canción de Carbonell y el legítimo orgullo de los aragoneses por haber evitado el desmán nuclear. Mis recuerdos del pueblo son parcos: poco tiempo pasé en él de niño, que es cuando los pueblos arraigan en la conciencia de las criaturas urbanas. La casa de la familia, abandonada hacía tanto tiempo, no estaba en condiciones de alojarnos con dignidad, y mis padres optaron por buscar refugio estival en otros pueblos de Huesca. No obstante, algunas imágenes conservo de aquellos días breves: singularmente, la de la gente sacando la mesa a la calle y cenando a la fresca, bajo lunas brillantes. Durante el día hacía tanto calor que la única forma de sobrellevar el monacato impuesto por el sol era suavizándolo de noche, entre tientos al porrón, rebanadas de pan con tomate y embutido, y mucha fruta: melones, sandías, melocotones. Recuerdo las carcajadas de mi padre, su vociferar a los vecinos. Y el trajín sin pausa de las mujeres, que se afanaban en los portales por sacar el condumio fragante. Y recuerdo también estar sentado debajo de una higuera, cuya sombra es tan fresca, comiéndome a dos carrillos los higos que mi madre no dejaba de bajar del árbol. Conservo en la memoria, antes que recuerdos concretos —los anteriores aparte—, una sensación, una atmósfera: la de un lugar a la vez árido y húmedo, que comparte la sequedad de los Monegros y el agua del Cinca y el Alcanadre; un lugar áspero, de casas de adobe, caminos pedregosos y calores achicharrantes, pero de una aspereza limpia; un lugar desollado, pero extrañamente acariciador. Y quizá esa acedía amable explique el insólito surgimiento de tantos artistas en estas tierras: Sender, como ya he dicho, nació en Chalamera y se crio entre Chalamera y Alcolea, el pueblo vecino, de donde era originario el gran filólogo, profesor de la Universidad de Barcelona, José Manuel Blecua (no llegué a tenerlo de profesor, aunque me habría gustado: se había jubilado poco antes de que yo me incorporara a las aulas); y el tenor Miguel Fleta, muy celebrado en los años 20 y 30 del siglo pasado, voz de la Falange y uno de los portadores del féretro de Miguel de Unamuno en Salamanca, había nacido en Albalate, a pocos kilómetros de Chalamera. (Y todo eso sin remontarnos a Miguel Servet, churruscado en la calvinista Ginebra, originario de Villanueva de Sigena, también a tiro de piedra). Hoy, Chalamera es un lugar tranquilo, tranquilísimo, con una de esas tranquilidades que pueden llegar a lapidarte. Ya no conserva nada de lo que una vez hubo: escuela, colmado, bar —salvo el Hogar Social que mantiene en ayuntamiento, con un horario tan exiguo como el propio pueblo, en su sede—. Pero sigue funcionando la piscina que el consistorio abrió hace unos años, y que ayuda, y cómo, a soportar el tórrido verano, y se puede llegar a la ermita por carretera, en lugar de por el camino de tierra que, por falta de uso, casi ha desaparecido entre las aliagas y las piedras. También sigue siendo un placer remojarse en el Cinca y en su afluente, el Alcanadre, aunque sus aguas no sean tan abundantes como antaño y bajen casi siempre más sucias, y los accesos estén fangosos. La dificultad para acceder enriquece la experiencia: uno se siente como Tarzán, pero un Tarzán a lo Alfredo Landa, abriéndose paso hasta los cauces. La gente continúa trabajando el campo, y no cuesta nada llenar el zurrón de fruta y productos de la huerta. Aunque también esto ha descendido. Antes, por ejemplo, de camino a Chalamera desde Fraga, uno se encontraba con un gran almacén, propiedad de una familia campesina, en el que podía hacerse, a buen precio, con kilos de peras de un blanco lunar, que soltaban agua como fuentes, y melocotones colorados, grandes como peces globo, aromáticos hasta el desmayo. En mi último viaje vi que el almacén había cerrado. Ya no lo guardaba Tigre, un perrillo que vivía atado a su caseta y venía a lamernos los pies en cuanto desembarcábamos en el lugar. Un vecino nos dijo que se lo había comido un perro cimarrón. Pero las golondrinas aún anidan en los balcones y los azores todavía cruzan el cielo para cazar a las golondrinas. Y se oye a las cigarras, desquiciadas, durante el día y a los grillos por la noche (a veces, metidos en las casas, demasiado). Los niños pululan con la bicicleta, como siempre han hecho, pero ahora no solo fatigan los pedales, sino también el móvil. Los mayores charlan, en corros breves, en la plaza o, de atardecida, a la puerta de las casas. Y el minusválido de siempre —el que antes no habría tenido empacho en llamar el tonto del pueblo—, a quien llevo viendo toda la vida sentado con el bastón y las gafas oscuras en el portal de lo que antaño fue el bar, sigue ahí, sentado con el bastón y las gafas oscuras en el portal de lo que antaño fue el bar. La gente mira cuando uno pasa con el coche, y más aún cuando pasa andando: mira con tenacidad, con ansia; escrutar, y sentirse escrutado, es patrimonio de los pueblos. En el cementerio están enterrados mi abuela y mi padre, y allí quiere descansar también mi madre. Yo no me uniré a sus huesos: prefiero volar como ceniza. Pero reconozco en esta voluntad de perdurar en la vida y en la muerte un arraigo que va más allá de la tierra, un arraigo que entronca con el aire transparente, y con el olor a jara abrasada y bosta de vaca, y con la dureza inmisericorde pero nutricia de una existencia descarnada.

jueves, 15 de agosto de 2019

En el monasterio de Pedralbes

Hacía tiempo que quería visitar el monasterio de Pedralbes. Nunca lo he hecho. Y que un barcelonés como yo no conozca el que es, probablemente, el más importante cenobio de la ciudad, no deja de ser vergonzante. Por si fuera poco, pasé cinco años estudiando en la facultad de Derecho, a un cuarto de hora a pie del lugar, y nunca se me ocurrió acercarme: estaba demasiado ocupado en el bar. Hoy pienso enmendar tan imperdonable omisión. Aunque, en cuanto salgo del metro, me pregunto si ha sido una buena idea enmendarla precisamente hoy: hace un calor que funde las piedras. Y el camino hasta el monasterio, por la avenida de Pedralbes, es recto, en cuesta y sin apenas sombra. Las cigarras chirrían desesperadas. Huele a pino gimiente y a hojarasca abrasada. La luz reverbera en los paneles de acero y cristal de la facultad de Derecho y de los lujosos edificios que jalonan la avenida. Rebaso los pabellones Güell, construidos por Gaudí, así llamados por quien los encargó, su mecenas, el conde Eusebi Güell, y reparo, como siempre que paso por aquí, en el dragón de hierro forjado de la verja de entrada, un exceso, como casi todo en Gaudí, de patas, colas, alas y, creo, cuernos. Caminando, busco la escasa sombra que proporcionan los árboles de la acera, y es escasa porque no se proyecta en ella, sino en la calzada. Bajo, pues, al asfalto, pero vuelvo a subir a la acera cuando diviso un autobús acercándose: prefiero achicharrarme a morir aplastado, aunque, si lo pienso bien, estoy cerca de morir aplastado por el sol. A medio camino, me cruzo con una mujer gorda, con una bolsa del Mercadona en un brazo, apoyada en una pared y rodeada de palomas que comen pan. La mujer no parece del barrio; las palomas, sí. Llego por fin al monasterio, poco antes de que me dé un síncope. Lo primero que hago tras comprar la entrada —cinco eurillos; tres y medio con carné de bibliotecas— es ducharme en el lavamanos de los aseos y comprarme una botella de agua en la máquina de bebidas. Luego, me siento en el primer poyo que encuentro en el claustro, me bebo la botella de un tirón y recupero el aliento. Una brisilla que las galerías del claustro vuelven fresca, contribuye a devolverme a la vida. El claustro es todo lo que voy a poder visitar, porque la iglesia solo abre un par de horas por las mañanas. Así lo ha decidido la pequeña comunidad de monjas clarisas que todavía vive, en clausura, en el monasterio, y bajo cuya responsabilidad queda el templo. Las clarisas —la rama femenina de los franciscanos— han vivido en Pedralbes desde su fundación por el rey Jaime II y su cuarta esposa, Elisenda de Montcada, en 1326. (Obviamente, Jaime era un hombre que no sabía estar solo). Inicio el paseo por el claustro por su capilla más famosa, la de San Miguel, recientemente restaurada —aún huele a madera fresca— con las pinturas del maestro Jaume Ferrer Bassa, llamado "el Giotto catalán", y a quien también se ha comparado, por sus inclinaciones libertinas y su amor por la buena vida, con otro pintor italiano, Filippo Lippi. Por desgracia, Ferrer Bassa murió a causa de la peste que azotó Europa entre 1348 y 1350, pero su obra ha quedado, al menos en esta capilla, plena de finura, serenidad y color, aunque un poco desordenada: la representación de la oración en el huerto y el prendimiento de Jesús queda encima de la anunciación, y el camino al calvario, de la adoración de los Magos y el triunfo de la Virgen. Junto a la capilla de San Miguel se encuentra la tumba de la reina Elisenda, que es bifronte: un sepulcro, en el que yace vestida de soberana, da a la iglesia, y otro, ataviada como viuda y penitente, al claustro. Se conoce que la reina no tenía bastante con un solo sarcófago, sino que necesitaba dos: cosas de la realeza. Las explicaciones del monumento están en catalán y en braille. Siguiendo el claustro —el mayor claustro gótico del mundo, con dos galerías y un tercer piso a modo de buhardilla, y 26 columnas simples a cada lado, de piedra calcárea mezclada con fósiles—, uno va encontrando las diferentes capillas, salas y celdas de las religiosas. Un poco más allá está la farmacia, donde una breve exposición nos recuerda que los tratados farmacológicos más autorizados en la Baja Edad Media, y empleados por las comunidades monásticas como la que habitaba el monasterio de Pedralbes, eran el Liber subtilitatum diversarum naturarum creaturarum, de Hildegarda de Bingen, la sibila del Rin, la profetisa teutónica que alcanzó la dignidad de Doctora de la Iglesia en 2012, gracias a la decisión de su compatriota, el simpático papa Ratzinger, y el no menos célebre Libro de los medicamentos simples, de Abu-l Mutarrif Abd al Rahman ben Muhammad ben Abd-al-Kabir ben Yahyá ibn Wafid, más económicamente llamado Ibn Wafid. Entre la farmacia y el altar de la Crucifixión, de vistosa cerámica, me cruzo primero con el colorido carrito de las señoras de la limpieza, ambas hispanoamericanas (como muchas de las monjas que ahora viven aquí), en el que no falta de nada: lejía, limpiacristales, mochos, guantes de látex, jabón y un hermoso cubo escurridor azul; y luego con un visitante sentado, con gafas de sol y las manos en la cara, que no sé si está rezando o simplemente tan agotado como yo de llegar hasta aquí. En realidad, hay poca gente, y la mayoría pasea en este momento por el centro del claustro, donde hay un pozo, la fuente del Ángel en un rincón —así llamada porque la culmina la figura de un ángel blanco, de aspecto un poco bobalicón— y la gran fuente central, rodeada de árboles copudos, con nenúfares, peces de colores, un chorrito melodioso y una envidiable sensación de paz. En la fuente del Ángel se lavaban las manos las religiosas antes de pasar al refectorio, donde comían. Hoy este amplio espacio se mantiene vacío, con solo las mesas para el yantar, de mármol, pegadas a las paredes, en las que aún se leen las admoniciones que acompañaban las colaciones: algunas, sencillas y directas: Silentium o Audi tacens; otras, más lúgubres: Considera morientem; otras, en fin, muy elaboradas: Non in solo pane vivit homo sed in omni verbo, quod procedit de ore Dei, o Sive manducatis sibe bibitis sibe aliud quid facitis, omnia in gloriam Dei facite. Mientras las leo, suenan las campanas del monasterio: un sonido cristalino, que se viene repitiendo en este lugar desde hace casi 700 años. Junto al refectorio está, como es natural, la cocina, aunque es difícil imaginársela de época: hay un calentador encima de un lavamanos, varias lámparas, unos enormes fogones y hasta una cámara frigorífica. Cerca se encuentra el lavadero o "claustro de los gatos", donde estos animales se concentraban, gracias a la gatera de la puerta de acceso, que les permitía el paso a donde estaba su principal interés, la comida. El tamaño de estas dependencias no parece corresponderse con la obligada frugalidad de las monjas: en el larguísimo periodo de ayuno, del 8 de septiembre, natividad de la Virgen, hasta Pascua, solo comían una vez al día, salvo los domingos y fiestas de guardar, y nunca carne; y el resto del año, ya desatadas, lo hacían dos veces. Los tesoros del monasterio se exponen en el antiguo dormitorio. En realidad, se trata de un museo sacro, y las colecciones de arte religioso nunca me han interesado en exceso, pero este atrae poderosamente mi atención, porque es el único espacio del monasterio con aire acondicionado. Bendigo al comisario de la exposición y me paseo sin ninguna prisa por la sala, donde admiro un Retablo de la Epifanía, de 1475, en la que destaca la figura de un santo cuyas barbas grises le cubren, como una gran medusa, todo el cuerpo; un Cristo sentado en la roca fría; un conjunto de retablos facticios único en el mundo; un muy colorista Ecce Homo, de un anónimo catalán; una Visión de San Francisco en la Porciúncula, de otro anónimo catalán (que me sirve para enterarme que la porciúncula es el jubileo que se gana el 2 de agosto en las iglesias y conventos de la Orden de San Francisco); y algunas pinturas de Joan Llimona y Josep Maria Tamburini —este pintó a una Virgen y a un Niño negros: la negritud mariana es otra seña de identidad de Cataluña—, de finales del s. XIX, cuando se recuperó el monasterio, al calor de la Renaixença, gracias sobre todo a la dedicación de otra mujer, sor Eulalia de Anzizu. Antes, en otro espacio expositivo, he contemplado un fragmento de una copia de los siglos XIV o XV del libro IV de la Metafísica, de Aristóteles, y no he podido evitar pensar en Jorge de Burgos, ese personaje de El nombre de la rosa —para el que Umberto Eco se inspiró en Borges cuya razón de ser es impedir que se conozca el tratado sobre la comedia de Aristóteles, para que la gente no se ría, porque la risa es mala: deforma una faz que solo debe expresar temor y alabanza de Dios, y nos hace parecernos a monos. Cuando salgo del dormitorio, el puñetazo de calor me retrotrae al momento de mi llegada al monasterio, pero esta vez me sobrepongo más deprisa. Ya solo me queda visitar el piso superior, cuyas claraboyas, de techo artesonado, albergan otro pequeño museo, el museíto, con un excelente, aunque inquietante, San Francisco recibiendo los estigmas, del siglo XVII. Todo visto, apuro la estancia, sentado en el mismo poyete en el que he vuelto a la vida al entrar, hasta el mismo minuto de cierre. Sé que fuera me espera el mismo sol despiadado de la venida. Sé que hace un calor babilónico. Solo espero que las sombras de los árboles se hayan alargado hasta la acera. 

sábado, 10 de agosto de 2019

Ada Salas y la medalla de Extremadura

A la poeta Ada Salas acaban de concederle la Medalla de Extremadura, el más alto honor que otorga la comunidad autónoma, a través de su Gobierno, que esta vez no se ha equivocado (aunque persista en la tendencia inflacionaria en la que lleva incurriendo muchos años: en 2019 ha entregado siete, el mismo número que el año pasado; entre 2008 y 2010 adjudicó ¡treinta y dos!). Ada es, probablemente, con permiso de Pureza Canelo, la mejor poeta extremeña actual, y también uno de los mejores poetas españoles de hoy. Yo la conocí hace veintitrés años, en un memorable curso de verano, en El Escorial, sobre poesía amorosa. El curso, como creo haber contado alguna vez, iba a titularse «El amor en la boca de los poetas», pero los organizadores juzgaron el título inapropiado para un seminario serio (aunque la mejor forma de infundir seriedad a las cosas sea llamarlas por su nombre) y decidieron cambiarlo por otro más pudoroso, aunque mucho menos preciso. Qué le vamos a hacer. Lo importante es que aquel encuentro reunió a un puñado de poetas, digamos, emergentes o aprendices de poeta, por decirlo como siempre se había dicho que, además de aprender muchas cosas sobre lírica amorosa y pasárnoslo estupendamente, fuimos capaces de labrar lo que no es menguado logro, teniendo en cuenta cómo las gastan los vates por ahí unas fértiles y duraderas relaciones de amistad. Y Ada fue una de las asistentes cuya obra, entonces todavía incipiente, pero ya destacada, más me llamó la atención. Nuestro contacto aumentó, por razones obvias, durante mis dos años largos como director de la Editora Regional de Extremadura. Coincidimos en el acto público de ingreso de Pureza Canelo en la Real Academia Extremeña de las Letras y las Artes, en el palacio de Lorenzana, de Trujillo, en la primavera de 2016. Y fue una satisfacción que se incorporara, con una magnífica colección de poemas, magníficamente ilustrada, a la colección «El Pirata», que la ERE inició, a propuesta de un grupo de profesores de la Universidad de Extremadura, encabezados por José Soto. También se sumó al elenco de escritores extremeños con Antonio Reseco y Luis Sáez, entre otros que participaron en una mesa redonda sobre la situación de la literatura extremeña y española actual, organizada por la Editora en el Instituto Cervantes de Lisboa. La distinción que ha recaído en ella reconoce una trayectoria literaria brillante y sólida, nunca complaciente su poesía, siempre impecable, ha evolucionado, deseosa de hallar campos o formas nuevas de ejecución, que se ha extendido a otros géneros, como el ensayo, en el que se ha demostrado, como debe pretender siempre todo ensayista, inquisitiva y lúcida. Me sumo ahora al homenaje que representa la Medalla con que ha sido distinguida, transcribiendo la reseña que, con el título de «Estamos todos muertos», he publicado recientemente en la revista Letras Libres (nº 214, julio 2019, pág. 51-52) sobre su último poemario, Descendimiento (Pre-Textos, 2018):

El diálogo entre la poesía y la pintura es casi tan antiguo como la civilización. Ambas artes hablan como hablarían dos hermanas; de hecho, son hermanas. Los clásicos lo tenían claro, y esa certidumbre, afianzada por las vanguardias históricas, ha perdurado hasta hoy. «La pintura es una poesía silenciosa y la poesía es una pintura que habla», dijo Simónides de Ceos, según Plutarco. Para demostrarlo, Simmias el Rodio se inventó, dos siglos después, el caligrama (como lo bautizó Apollinaire en el s. XX; Simmias lo llamaba technopaegnia). Y en Roma Horacio estableció que ut pictura poiesis. Ada Salas (Cáceres, 1965) actualiza esta milenaria tradición, como deber hacer todo artista inquieto, y ofrece en Descendimiento el resultado de una larga conversación con un cuadro, El descendimiento, de Rogier van der Weyden —no van de Weyden, como por errata se indica en una de las páginas de respeto—, pintado antes de 1443, de la que aflora no solo un análisis pictórico, sino también, y más importante, un análisis de los sentimientos que el óleo despierta. En primer lugar, la conciencia de la muerte. El descendimiento representa la bajada de la cruz de Jesucristo muerto, tras la agonía en el Gólgota. La certeza de ese fin doloroso, que ha de ser el de todos, empapa una visión desesperanzada, pero no exenta de serenidad. Es «la verdad de la muerte», como escribe Salas en el segundo poema del libro; y en el tercero, remacha: «estamos todos / muertos», como ya dijera el venezolano José Barroeta en su mejor libro, Están todos muertos. Un estoicismo sangrante, un abandono inflamado, valga la paradoja, recorre el poemario: nec spe nec metu, parece oírse a cada verso, pero arrebatado, estremecido. Salas lamenta que todo abunde en la muerte: el empecinamiento en el fin; y que no volvamos a vivir, que no haya otra oportunidad, que el corazón no vuelva a latir. «¡Ah, si pudiera volver a empezar!», reclamaba, ya anciano, el gran John Houston. 

Pero antes de la muerte, conduciendo a ella, o prefigurándola, encontramos la soledad y el dolor, como los ha encontrado Cristo. «Responde qué hay de noble en / la soledad qué hay de sagrado / en / el sufrimiento // qué de hermoso en la muerte», dice Nicodemo, el fariseo, uno de los que ayudan en el cuadro a bajar a Cristo de la cruz, en uno de los poemas de la segunda parte del libro, «Descendimiento (Oratorio)», coral, casi sinfónica. Y en el penúltimo, todos proclaman: «El tiempo es la raíz / del sufrimiento. / Y es amarga y largo / su sabor. Y siempre sobrevive a / lo que se va». Descendimiento es una larga exploración de los recovecos del dolor —ese que se refleja en los ojos entrecerrados y llorosos de los que asisten a la muerte de Jesús, en los cuerpos caídos o arqueados— y de su asunción silenciosa, como también de una soledad que los personajes —y, con ellos, todos nosotros— rumian, rumiamos, «como una hierba / correosa». 

Sin embargo, el amor participa también —y en un lugar principal— en este diorama íntimo y esta contienda de afectos. El amor alienta a quienes sostienen el cadáver de Cristo: el amor los ha llevado allí y el amor los hunde en el padecimiento. El amor representa cuanto no es muerte: sangre, ruido, compasión, ternura, luz. Y ambos, amor y muerte, se enzarzan en una pelea sin resolución, con victorias alternas: nada sobrevive a la muerte, pero la pérdida suscita el amor más hondo; y el olvido se come al amor, pero todo se consuma en la separación. La intensidad de esta brega es tanta que, a veces, desemboca en fusión: «Amar / como morir // y desangrarse». Los enemigos, abrazados, se confunden: el amor se pudre; las muertes nacen sin parar. Sea cual sea la evolución y desenlace de ese conflicto, la poeta proclama su voluntad de regresar a lo puro, a lo inaugural: de revertir el tiempo para que fluya hacia su origen con la misma inexorabilidad con que se encamina a la muerte. «Vuelve / hasta el principio / vuelve / a lo sin mancha», escribe. 

En esta dualidad turbulenta, el cuerpo aflora como cristalización del sentimiento y eje del deseo. El erotismo, una de las constantes en la poesía de Ada Salas, taracea Descendimiento y deja visiones perturbadoras: la materialidad del hijo de Dios se despoja de su aura divina, asexuada, y cobra fortalezas carnales. La magnífica irreverencia de la poeta no teme lo anatómico; al contrario, lo busca, lo acaricia con la mirada, y lo expone sin renuencia: «Jesús está desnudo. De pequeña / pensaba / si no tendría frío / luego / las curvas de su vientre / fueron / lo más cercano a lo / voluptuoso. Con sus gotas de sangre. / Cuando el pene se adentra hace sangre». En otra composición, aparecen los pezones del Nazareno, sus pies sangrantes que manchan el muslo de la Magdalena, el pliegue de la ingle, el botón del ombligo: precisiones, geometrías, sugerencias. Y en dos de «Oratorio», donde predominan las voces femeninas, surgen, contrapuestos pero concordes, los pechos y la vulva de las mujeres. Con esta última construye Salas un poema circular, de motivos encadenados: vulva, llaga y boca —sexo, muerte y amor— se identifican con virulencia, pero también con delicadeza. El cuerpo adquiere en la segunda parte de Descendimiento una relevancia singular, hasta formar el tema de varias series de poemas. Las piezas son aquí prietas y resonantes, menos discursivas, más musicales, como en los primeros libros de Ada Salas. En ella, los cuerpos se encadenan a otros cuerpos, y los órganos —lenguas, ojos, dientes, uñas—, a otros órganos. Las palabras se traban igualmente, en repeticiones crepitantes, para reproducir ese deslizamiento o esa unión: «Qué cuerpo / toca un cuerpo / cuando toca otro cuerpo», pregunta el coro; y, dos poemas más allá, canta, como Gertrude Stein a la rosa, a «un cuerpo de otro cuerpo de otro cuerpo». 

Descendimiento participa por igual de la vanguardia y el figurativismo. La elipsis, la omisión de los signos de puntuación y los juegos léxicos —«ese vello que ortiga hostiga»— contribuyen a cierta desarticulación sintáctica, que reproduce el propio claroscuro de las pasiones, la dislocación del pensamiento, inducida por el asombro y el dolor. Salas rehúye la linealidad: prefiere lo sinuoso, lo fisurado, lo lacónico y arborescente, y esa preferencia acaso explique la abundancia de incisos (y el «elogio del paréntesis» que concluye la primera parte del libro). Los límites de cuanto constituye Descendimiento son felizmente borrosos: se difuminan las fronteras entre el cuadro y la realidad, entre el cuadro y el yo, entre el cuerpo y el espíritu. Esa borrosidad no le resta tensión; al contrario, se la da. Los poemas conjugan elevación y oralidad, encajadas en un ceñido despliegue retórico, en el que destacan símiles y sinestesias, y se reconoce una aliteración sanjuaniana: «que quiere que tú quieras que no ceje». Por ser una pintura polícroma como la de van der Weyden la desencadenante del poemario, Ada Salas consigna en uno de los poemas, al modo del soneto «Vocales», de Rimbaud, una teoría de los colores: «El violeta une el cielo y la tierra / el gris enlaza el arco el gris / une lo joven con lo viejo. / El blanco es color para la muerte».

lunes, 5 de agosto de 2019

Cotorras y gestiones

Hoy es día de gestiones. Y son gestiones temibles: Hacienda y una visita al médico de la Seguridad Social. Me preparo psicológicamente mientras desayuno en la cocina. Oigo el graznido de las cotorras en los árboles que rodean la casa. Son cotorras argentinas. También tengo unos vecinos argentinos. Los argentinos menudean por estos pagos. (Y ambos, psitácidos y humanos, garlan de lo lindo). Se conoce que la globalización ha llegado asimismo a los animales: transportados en los equipajes de los turistas, o en los recovecos de los contenedores de mercancías, o en los estanques fortuitos que se forman en todo lo que se traslada de un país a otro, las especies foráneas se instalan en otros hábitats y desplazan a las especies autóctonas, es decir, se las comen o se comen lo que las alimenta; también perjudican a la agricultura. A diferencia de la emigración humana, la animal sí es dañina: el siluro, un bicho que puede llegar a los cien kilos, devora cuanto encuentra a su paso; el cangrejo americano, que tiene por hábito escarbar, mina las estructuras del ecosistema, además de portar parásitos, metales pesados y toxinas; el galápago de Florida arrasa con todo: se zampa invertebrados, anfibios y peces, y no deja un solo nenúfar vivo. La lista de depredadores invasores es larguísima: el mapache, el caracol manzana, la avispa asiática, el pez gato negro, el visón americano, la cotorra de Kramer (prima de la cotorra argentina: las cotorras se encuentran en España como en casa), la rana toro, el mosquito tigre. Pero no sé por qué pienso en estas especies perjudiciales mientras me tomo el café con leche. Quizá porque hoy he de ir a Hacienda y al ambulatorio. Pero estas especies son autóctonas, me digo.

En Hacienda no hay mucha gente. Peregrino por varios mostradores hasta que doy con quien se aviene a informarme. Apoyado en el tablero, le detallo mis cuitas al funcionario. El hombre, venciendo la desgana que le rebosa por los ojos, introduce furiosamente los datos en el ordenador. Su tecleo me recuerda a la carraca de las cotorras. Mientras mecanografía, reparo en una cartera negra que descansa en el mostrador, junto al bolígrafo con cadenita, y, lo que es aún más perturbador, advierto que le asoma un considerable fajo de billetes de 50 euros. Brilla en mi cerebro el relámpago de la tentación: con varios de esos liquidaría sin discusiones ni recursos la deuda que me reclama Hacienda. Pero el relámpago de la tentación es inmediatamente aplacado por el trueno de la conciencia (ah, la conciencia, qué lastre, qué pesadilla). Le comunico al funcionario, que sigue fatigando el ordenador, la deplorable situación: que allí hay una cartera llena de billetes sin dueño conocido. El hombre se levanta de la silla como si le hubiera mentado a la madre, deduce que debe de pertenecer al anterior administrado que ha atendido y sale en pos de él, que resulta ser ella: una mora joven, con el correspondiente pañuelo en la cabeza, que habla por el móvil a la entrada de la delegación. Le devuelve la cartera y regresa a su puesto. No me dice nada, ni me da las gracias. Tampoco la mujer, que sigue hablando por el móvil, como si nada hubiera pasado.

Me dirijo ahora al ayuntamiento de Sant Cugat, a conseguir un certificado de empadronamiento, uno más de los muchos papeles que debo aportar en mi litigio con Hacienda. El consistorio ocupa un edificio inmenso, de acero y cristal verde, en uno de los principales paseos de la ciudad. Debajo de las banderas reglamentarias, luce una igualmente gigantesca (pero nada reglamentaria) pancarta que reclama libertad para los presos políticos. Y debajo de la pancarta, justo a la entrada del edificio, hay una mujer desnuda. Completamente. Desnuda total. Cachigorda, exhibe matojo. Y habla con un perroflauta este, por fortuna, vestido que la escucha, sentado en un banco cercano. Ambos departen como si nada, como si tal cosa, como si la mujer no estuviera en cueros vivos y el asunto de la charla fuera el tiempo que hace, o el cuidado de los geranios, o a dónde van a ir en vacaciones (del comportamiento de la bolsa o del índice Dow Jones, en cambio, estoy razonablemente seguro de que no hablan). La pancarta que reclama la libertad de los presos políticos arriba y la mujer desnuda que conferencia con el perroflauta abajo dibujan una escena esperpéntica que no condice con el espíritu cosmopolita y pijo, sobre todo pijo, de Sant Cugat. Entro en el ayuntamiento y le comunico a la funcionaria de recepción, a cuyo lado un policía municipal sestea con aire ausente, que tienen a una mujer desnuda a la puerta. "Ya lo sabemos", me responde, con plural mayestático; y, sin dejar pasar ni un segundo (o, como se decía antes, sin solución de continuidad), para demostrarme que todo está controlado y que ese hecho anómalo no tiene por qué perturbar el adecuado ejercicio de las competencias municipales, me pregunta: "¿Qué desea". La mujer desnuda a la puerta no parece importarle nada. Tampoco al policía, que sigue en babia. La auxiliar me informa puntualmente sobre la naturaleza y los efectos del certificado que he solicitado, y que me entrega, solícita, y me despide con un sonoro "¡Buenos días!". A la salida, me paro a leer el cartón en el que la nudista ha garabateado el motivo de su protesta. Está contra la turistización, o como se diga: contra el hecho de que un significativo porcentaje de los pisos de la localidad sean ya pisos turísticos. Acabáramos: ¡Sant Cugat para los santcugatenses!, eso reclama la intrépida activista. Mientras me alejo, vuelvo a oír el chirrido de las cotorras argentinas. Esas sí que han ocupado Sant Cugat y expulsado a la fauna aborigen. Contra ellas debería blandir sus carnes.

Tras las gestiones, voy a trabajar. Cuando ya estoy llegando a la oficina, veo a un ciego tropezar con un indigente que está durmiendo en la calle. El mendigo, un hombre joven y rubio, siempre descansa en el mismo lugar: todas las mañanas lo veo ahí, envuelto en unas mantas cochambrosas, con la cabellera enmarañada en la cara, hasta bien entrado el día. A su lado pasan centenares, miles de personas. Él duerme. Todos lo esquivan, pero el ciego no. El bastón blanco con el que barre el suelo, como un enorme limpiaparabrisas, ha detectado el bulto extraño, pero no ha tenido tiempo suficiente para corregir la andadura. No cae. El sintecho se despierta, con la cara emborronada aún por el sueño y la miseria, y se incorpora de medio cuerpo. Algunos transeúntes estiran el brazo para sujetar al ciego. Lo consiguen. Ninguno de los dos se enfada: ni el ciego, que aprieta los labios, sortea el cuerpo imprevisto y sigue caminando, con alguna vacilación, ni el mendigo, que no parece entender muy bien lo que ha ocurrido, y que, en cuanto el ciego ha pasado, vuelve a tumbarse para seguir durmiendo. Él no tiene que llegar a ninguna oficina, ni a ningún lado. Y no le molestan ni el estruendo de los coches y camiones que pasan a millares, ni el graznar de las cotorras argentinas, que también han colonizado Barcelona, y cuyo eco verdoso me alcanza por entre el rugido de los motores y el estrépito de los viandantes.

[La frase que dice "algunos transeúntes estiran el brazo para sujetar al ciego", antes decía "algunos transeúntes estiran el brazo para sujetar al cielo". Me lo ha notificado una querida amiga, que siempre repara con cariñosa atención en las erratas de mis entradas. Esta vez ni ella ni yo estábamos seguros de que fuese adecuado corregirla. Era un buen ejemplo de equivocación que mejora el original. Qué maravillosa —e inadvertida— imagen la de esos transeúntes que estiran el brazo para sujetar el cielo...].