lunes, 27 de abril de 2020

Escaleras y galgos

Como en estas semanas —pronto meses— de arresto domiciliario todo cuanto nos ofrecen los medios de comunicación son interiores —las casas de los personajes a los que entrevistan o de los que hablan—, uno puede asomarse, sin escrúpulo alguno, a la intimidad de la gente. Y una de las cosas que suele asombrarme es la sofisticación y, en no pocos casos, la fastuosidad de los aparatos que tienen para hacer deporte. Y no hablo de los deportistas profesionales, sino de la gente corriente, es decir, esos que no dedican su vida entera a hacer algo insalubre, inútil y, con frecuencia, perfectamente idiota. Abundan las bicicletas estáticas, tan aerodinámicas —y casi aeroespaciales— que a uno le parece que, desclavadas, podrían correr el Tour de Francia; las cintas andadoras, para manejar cuyo panel de mandos se diría que hay que ser ingeniero de caminos, canales y puertos; y toda suerte de tablas, mancuernas, espalderas, pelotas y artilugios, fabricados con los más modernos diseños y materiales, con los que impedir que la panza crezca y los músculos decrezcan. Yo no tengo nada de eso en mi casa. Yo subo y bajo escaleras. Descubrí las virtudes de este simplicísimo pero efectivo ejercicio cuando vivía en Mérida. Algunos días hacía tanto calor (o tanto frío) que lo último que quería era salir a la calle. Pero, por otra parte, me pasaba tantas horas sentado, leyendo y escribiendo, que necesitaba mover el cuerpo: no solo estirar las piernas, sino estirarlo todo. Así que subía y bajaba escaleras. Me ponía una camiseta y unos shorts viejos y recorría la escalera de la finca hasta acabar bañado en sudor. Al principio, los vecinos con los que me cruzaba me miraban raro, pero acabaron acostumbrándose. "¡Ahí está el friqui del segundo!", les leía en los ojos. Y seguían su camino con una sonrisa desvaída. Ahora, por cortesía del coronavirus, vuelvo a hacer lo mismo en Sant Cugat. Son cinco tramos de escaleras (siempre me ha parecido curioso que en inglés se diga flights of stairs: 'vuelos de escalera'), desde el aparcamiento hasta el tercer y último piso, que cubro en apenas unos minutos. Subir y bajar escaleras tiene una ventaja adicional: me permite leer, y la lectura me libra del aburrimiento ilimitado que supone subir y bajar escaleras. Otras actividades no cuentan con ese beneficio. Nadar, por ejemplo, también es muy aburrido, y además no se puede leer, porque necesitas los brazos para no ahogarte. Pero leer comporta un riesgo: que uno no vea dónde pone el pie y se precipite rodando por ellas. Como la escalera del inmueble es estrecha y yo bastante ancho, de momento no me he roto nada. Además, si uno sabe cuánto ha de adelantar el pie en cada escalón, lo normal es que encuentre siempre uno debajo. A menos, claro está, que lo sobresalte alguna página de las que está leyendo (descartado, pues, Stephen King) o los ruidos de algún piso. Cuando uno pasa media hora o cuarenta minutos subiendo y bajando escaleras, no solo repara en cosas que hasta ese momento le habían pasado inadvertidas (como la decoración de las esterillas de la entrada: en mi finca hay un cocodrilo, una leyenda que invita al visitante a marcharse, una bruja en una escoba y unos cactus: no somos una comunidad demasiado hospitalaria; los cactus son míos), sino que se siente un poco diablo cojuelo, oyendo los ruidos que salen de los pisos: ayer la de los bajos le reñía al perro (o quizá fuera al marido) por haberse meado en el sofá y el del tercero desafinaba un fragmento de Madame Butterfly. Es muy importante también escoger la lectura adecuada. No me imagino leyendo El hombre sin atributos por la escalera. Si lo hiciera, seguramente acabaría perdiendo los míos. Ni El ser y el tiempo, por más que alguien que se pasa media hora subiendo y bajando la escalera sea muy consciente de ser alguien que se pasa media hora subiendo y bajando la escalera y del tiempo, media hora, que dedica a subir y bajar la escalera. Hay que elegir, pues, lecturas llevaderas, y nunca mejor dicho, en libros pequeños, que no ocupen todo el campo de visión. Para estos días, he seleccionado a Roald Dahl, uno de mis narradores favoritos, siempre acerado y, a la vez, encantador. No tiene un gran tratamiento del lenguaje, ni falta que le hace: sus historias resultan deliciosas. Este libro que paseo por las escaleras se titula La venganza es mía, S. A., y lo publicó Debate en 1985, con la traducción de Flora Casas. Es una edición barata (aunque sin erratas y bien traducida), que compré en un puesto de libros de segunda mano por un par de euros. En una página de respeto, tiene un exlibris de Margarita Frutos, a quien no tengo el gusto de conocer. Entre los relatos que reúne, uno me llama sobre todo la atención, "El señor Feasy", que cuenta la estafa que urden los protagonistas en una carrera de galgos: llevan perdiendo deliberadamente carreras con un chucho que no ganaría a un caracol y dan el cambiazo con otro idéntico, pero que corre que se las pela, para apostar por él y ganar una fortuna. El cuento aprovecha para referir —que es la forma más eficaz de denunciar— las técnicas crueles que aplican a los perros para que corran más (o menos) y de las argucias utilizadas por los empresarios para amañar las carreras. Entre las primeras, apretarles el bozal (para que no puedan respirar), ponerles un trozo de chicle masticado debajo de la cola (para que se les pegue a los pelos de la zona, que es muy delicada tanto en perros como en humanos), darles somníferos (pero no tanto como para que se duerman), frotarles la piel con linimento Sloan o aceite de gualteria (que pican horriblemente), meterles jengibre por el culo (cuyas consecuencias creo innecesario consignar), meter una rata en un bote que se cuelga del cuello del perro (para que le muerda durante la carrera), dejarlos suspendidos de un arnés con las patas colgando todo un día, frotárselas con papel de lija (para que les duelan al correr) e inyectarles éter, cafeína disuelta en aceite, alcanfor, whisky o sustancias como clorbutal, petidine o hyoscine. El resultado de este abanico de barbaridades son "perros atados con cuerdas, perros miserables con la cabeza colgante, flacos y sarnosos, con heridas en las patas traseras por dormir sobre madera, perros viejos y tristes con el hocico gris, perros drogados o cebados con avena para evitar que ganasen, perros que caminaban con las patas rígidas", que traen a las carreras "hombres y mujeres de nariz afilada, cara sucia y dientes picados, con unos ojos astutos. Las heces de la gran ciudad. Como aguas residuales que rezuman de una cañería rota, se desparramaban por la carretera, cruzaban la verja y formaban una pequeña charca fétida en el extremo del prado. Estaban todos allí, todos los gandules, los gitanos, los apostadores y las heces y los residuos, los desperdicios y la porquería de las cañerías rotas de la gran ciudad". El cuento de Dahl me ha recordado a la infancia, cuando mi padre me llevaba al canódromo a ver las carreras de galgos los domingos por la mañana. La pista estaba en la Gran Vía, al lado de la plaza de España, cerca de casa, tanto que íbamos paseando. Tras el espectáculo, nos parábamos en algún bar y nos tomábamos unos boquerones: mi padre, con vermú; yo, con gaseosa. Las carreras de galgos eran otro de los entretenimientos populares como el fútbol, el boxeo, los toros, la lucha libre de mentira y las verbenas a los que mi padre era aficionado. A mí me gustaban, aunque sucedían muy deprisa: los animales corrían como exhalaciones detrás de un bulto blanco que se suponía era una liebre, pero que a mí nunca dejó de parecerme un bulto blanco, y cruzaban la meta antes de que me hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando. Recuerdo el ruido seco de los cajones al abrirse y el furor con que los animales iniciaban la persecución. También cómo derrapaban en las curvas, y cómo saltaba la arena, empujada por las patas velocísimas, con un siseo granular. Aquellos bichos se estiraban sobre la pista como muelles y, en las décimas de segundos en que se encontraban en el aire, en pleno esfuerzo, sin que ninguna de las patas tocara el suelo, uno los percibía como aves sinuosas, de vuelo rasante, grises, ocres, negras y blancas. Y recuerdo los petos, de distintos colores, con los números que identifican a los canes, del 1 al 6. Al acabar la carrera, toda la velocidad que se había desplegado en la pista se coagulaba de repente en una maraña de perros detenidos, o casi, confusos, caracoleantes, ladrando a la liebre o ladrándose entre sí, que los empleados se apresuraban a agarrar por el pescuezo y llevar a cajones, o perreras, o dondequiera que los metiesen tras la competición. A menudo, alguno continuaba el sprint, aunque progresivamente atenuado por la falta de liebre y de rivales, y deambulaba por la pista un rato, hasta que un propio lo atrapaba y devolvía al redil. En el canódromo olía siempre muy fuerte: a perro, a gentío, a excremento y a sudor. En una trasera de la tribuna —o lo que yo creía la tribuna— estaban las oficinas de apuestas, a donde la gente peregrinaba antes de cada carrera y de donde salía con unos billetes en la mano y caras generalmente inexpresivas. El suelo estaba lleno de billetes rotos. Nunca vi apostar a mi padre. Tampoco vi nunca que se maltratara a los galgos, ni mucho menos que se hiciera con ellos las salvajadas que describe Dahl, aunque seguramente hoy el solo hecho de que se los entrene para que corran cada domingo tras una liebre de pega se considere un maltrato. Pero cada cual tiene su destino: el de los galgos es correr; el mío, mientras dure este confinamiento que ya empieza a parecer un emparedamiento, subir y bajar escaleras mientras leo.

jueves, 23 de abril de 2020

La Biblioteca Nacional de Poesía

En Londres hay una biblioteca dedicada exclusivamente a la poesía. Es la National Poetry Library, que no significa Biblioteca de Poesía Nacional, sino Biblioteca Nacional de Poesía. Hasta tal punto se dedica exclusivamente a la poesía que sus empleados, con la suave firmeza que caracteriza a los ingleses, invitan a abandonarla a todo aquel que quiera utilizar sus instalaciones para algo que no sea la poesía. La Biblioteca Nacional de Poesía se encuentra en el Southwark Centre, un centro cultural que reúne múltiples instituciones consagradas al pensamiento y las artes. A pocos metros discurre el Támesis, un río que nunca se sabe a dónde va —a veces fluye hacia los Cotswold, donde nace; a veces, hacia el mar del Norte, donde desemboca, pero siempre imponente y fangoso. Desde las ventanas de la Biblioteca se lo ve pasar, espejo gris en el que se reflejan las luces de Westminster, la City, Canary Wharf y la sucesión de barrios, más allá, que engarzan una ciudad interminable. El Big Ben está escayolado: lo envuelven andamios y lonas, bajo los que un enjambre de trabajadores se afanan por lustrarlo y enderezarlo –el viejo Ben se inclina, como la Torre de Pisa–, aunque esa férula de tubos y plataformas que lo inmoviliza no impide que suene. Muchos de los que se concentraron en la capital para celebrar el bréxit, recibieron sus campanadas de medianoche como la confirmación jubilosa de una excarcelación. Más acá, en la ribera sur del Támesis, los skaters fatigan una pista de patinaje habilitada por el ayuntamiento, decorada con espantosos grafitis multicolores. El choque de las tablas y las ruedas con el suelo de cemento y los bloques de piedra que parecen bancos, pero donde nunca se ha sentado nadie— produce un tableteo seco, como si unos francotiradores ejerciesen distraídamente su oficio. El lugar, aunque cubierto, me recuerda a algunas plazas de Barcelona la dels Àngels, frente al MACBA; la de la Universitat, frente la Universidad— donde los patinadores se desfogan también con cabriolas y piruetas: todas me transmiten una sensación de reserva india, de coto en el que se estabula a una tribu de alborotadores. No lejos de la caverna de los skaters, bajo el puente de Waterloo, los libreros de viejo montan sus paradas callejeras. Aunque nunca haya demasiada poesía, ahí he encontrado algunos títulos y algunos grabados— interesantes; y también, en ocasiones, dificultades para pagar. A diferencia de los librovejeros españoles, celosísimos custodios de su polvorienta mercancía, los británicos suelen ser centinelas desidiosos. Muchos prefieren mantenerse pegados a las paredes del puente, más resguardados del viento a menudo helador y bebiendo discretamente de una petaca. Y no es infrecuente no encontrar al dueño del puesto, que está dando una vuelta o se ha ido a contemplar las limosas turbulencias del Támesis o las vocingleras evoluciones de las gaviotas. Más hacia el oeste, se levanta el London Eye, el «Ojo de Londres» como si Londres no tuviese ya miles, millones de ojos, contemplándolo a uno por todas partes, delicia de turistas y chirrido esférico en la sucesión de sosegados edificios neoclásicos que jalonan ambas orillas del río.

La Biblioteca Nacional de Poesía se inauguró en 1953, con los auspicios de grandes autores, como T. S. Eliot y Herbert Read. En una Inglaterra aún traumatizada por los devastadores efectos de la Segunda Guerra Mundial, aquella isla de versos floreció como algo delicado y profundamente consolador. Y no dejó de crecer: la cantidad de libros que recibía y de actividades que organizaba hizo que se quedasen pequeñas las sucesivas sedes por las que pasó, hasta que, en 1988, se instaló definitivamente —es decir, definitivamente por ahora— en su localización actual. Otro premio Nobel, Seamus Heaney, participó en la reinauguración de la Biblioteca. No se trata de un archivo antiguo: alberga fondos publicados a partir de 1912; hoy atesora más de 200 000 volúmenes y documentos, tanto de poesía británica como extranjera traducida al inglés, incluyendo plaquettes, folletos y opúsculos de editoriales independientes y minúsculas: conforma la colección de poesía moderna más grande del mundo. Pero, como en los grandes museos del planeta, lo que pueden exhibir constituye solo un porcentaje muy pequeño de lo que poseen. El lugar, de hecho, no es muy grande, aunque da para una desahogada sección infantil y hasta puede transformarse en salón de actos, con capacidad para una cincuentena de personas. En alguna visita futura, me gustaría pasearme por sus almacenes, que han de ser, como en la fantasía borgiana, una sección del paraíso, o, por el contrario, como en algunas espeluncas que conozco, un negociado abismal, una comarca del infierno. Sus infatigablemente amables bibliotecarios hacen realidad el sueño de que la poesía forme parte habitual de la vida cotidiana. Así, si alguien quiere leer un poema en una boda, un divorcio o un entierro —como el maravilloso «Funeral blues», de Auden, en Cuatro bodas y un funeral: «Stop all the clocks, cut off the telephone. / Prevent the dog from barking with a juicy bone, / Silence the pianos and with muffled drum / Bring out the coffin, let the mourners come»: «Parad los relojes, desconectad el teléfono, / Echadle un buen hueso al perro para que no ladre, / Acallad los pianos y, con aplacado redoble, / sacad el féretro, y que acudan los que penan»—, ellos le recomendarán los más adecuados; o, si quiere saber quién ha escrito el poema al que pertenece un verso que recuerda o ha oído, ellos se lo revelarán. Muchos poetas se han refugiado en la Biblioteca para investigar, leer o escribir. Philip Larkin la calificó de «puro florecimiento de la imaginación» (y añadió: «que no suele darse en Inglaterra»). Andrew Motion consideraba que lo más extraordinario de la Biblioteca era, simplemente, que existiese. Y Wendy Cope la juzgaba agradable, salvo por el peligro de encontrar a otros poetas en ella. En España no hay nada parecido. Contamos con casas del lector, casas de las letras y casas del poeta —todas en permanente peligro de extinción—, pero no una biblioteca exclusivamente dedicada a la poesía. ¿Tan difícil sería crearla? ¿Tan arduo, mantenerla? ¿Tan incomprensible, tenerla?

(Este artículo se publicó en la tribuna «Otras latitudes», de La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 6 de marzo de 2020).

domingo, 19 de abril de 2020

Lecturas en la prisión (4)

Una de las ventajas de un encierro tan prolongado, si uno es lector, es el mucho tiempo que se tiene para leer. Se trata, además, de un tiempo tranquilo, sin obligaciones laborales, ni interrupciones domésticas, ni urgencias. Leer se convierte en el sentido último o, mejor, único del tiempo, algo que todos los verdaderos lectores, los lectores para los que leer es lo más placentero y lo más importante, hemos deseado siempre. Por si fuera poco, ese tiempo felizmente caído del cielo, y que se nos acumula en las manos como un regalo suntuoso, nos permite abordar libros difíciles o desafiantes, como en el que estoy enfrascado desde que empezara la reclusión: Churchill. La biografía, del inglés Andrew Roberts, con la excelente traducción de Tomás Fernández Aúz (Barcelona, Planeta, 2019). Tiene 1.468 páginas. Pese a tan ciclópeas dimensiones, la lectura es cómoda y hasta podría decirse que engancha. Churchill es, como decía Antonio Muñoz Molina de un libro de Tony Judt en un reciente artículo publicado en Babelia ("Un recuerdo de Tony Judt", 11 de abril de 2020), "un libro de historia y también un ejercicio arrollador de facultades narrativas, de esa forma específica de talento literario que al menos desde Edward Gibbon es una tradición gloriosa de los historiadores británicos". Como el relato de la caída de Constantinopla, de Steven Runciman, o de las enloquecidas hazañas de Lope de Aguirre, de Robert Southey, entre tantos otros. Churchill es uno de los políticos más importantes del siglo XX, por el que siempre he sentido un gran interés, como ya se reflejó en varias entradas de mi blog Corónicas de Ingalaterra, como "Churchill" (https://eduardomoga.blogspot.com/2015/01/churchill.html, 29 de enero de 2015) o "Las Salas de Guerra de Churchill" (https://eduardomoga.blogspot.com/2015/11/las-salas-de-guerra-de-churchill.html, 24 de noviembre de 2015). El colosal estudio de Roberts repasa, con una minucia que nunca resulta prolija, la vida del estadista inglés y huye como de la peste (y nunca, hoy, mejor dicho) tanto de la exaltación acrítica como del vituperio gratuito. Churchill aparece retratado con toda la complejidad de un ser humano inteligente y ambicioso; acreedor vitalicio del amor de sus padres, que estos siempre le escatimaron, y deudor a la vez del suyo a una familia a la que postergó por su dedicación política; conservador e imperialista, pero defensor de causas nobles y liberal empedernido; contradictorio y disparatado; lúcido y depresivo; extraordinario orador y extraordinario bebedor; culto y pugnaz; soldado en varias guerras y capaz de liarse a puñetazos con el enemigo, pero también de reconocer su valor y pactar con él honrosos y generosísimos acuerdos; escritor meticuloso de sus propios discursos, pero también de sesudos estudios históricos y perspicaces ensayos políticos; pintor devoto y muy estimable (cuando le preguntaron por su pasión por la pintura, respondió que, cuando se muriera, pensaba dedicar el primer millón de años de la eternidad a llegar al fondo de ese asunto); viajero incansable, pero amante insuperable del suelo inglés; de piel grosísima para el debate político, pero sensibilidad extrema para las cuestiones que consideraba esenciales; culto siempre y grosero cuando quería; seductor y apabullante; responsable del desastre de Gallípoli en la Primera Guerra Mundial, pero también de la resistencia del país a Hitler, sin ayuda, en la Segunda; aristocrático y excéntrico; medio americano y admirador de los franceses; dotado de una memoria enciclopédica y de una lengua exquisitamente viperina; misógino y admirador de las mujeres; y muchos otros rasgos y comportamientos más, de los que Andrew Roberts da cuenta con puntualidad británica. Churchill fascina por la enormidad de su figura, y no me refiero solo a su orondo perfil, sino a la grandeza apenas abarcable de quien combatió en dos guerras mundiales, derrotó al nazismo, negoció con Stalian y Roosevelt, y hasta ganó un premio Nobel de Literatura. Comparados con el elefante de Churchill, los políticos de hoy son solo chinches; y los españoles, bacterias. 

He leído también Años de hotel. Postales de la Europa de entreguerras, de Joseph Roth, con selección de Michael Hofmann y traducción de Miguel Sáenz (Barcelona, Acantilado, 2020). Roth es un ejemplo paradigmático de escritor centroeuropeo desgarrado por los conflictos de la primera mitad del siglo XX; de hecho, ser centroeuropeo, en aquellos tiempos atribulados, era garantía de desgarro. Nació a finales del siglo XIX en Brody, una ciudad que hoy pertenece a Ucrania, pero que entonces formaba parte del imperio austrohúngaro. La descomposición de este llevó a Roth a un vagabundeo interminable por las ciudades del continente —Viena, Berlín, París, Amsterdam— y a sobrevivir como periodista, aunque también escribió novelas, algunas espléndidas, como La marcha Radetzky —esa que tocan cada año en el concierto de Nochevieja, en Viena—. Finalmente, y tras huir de Alemania y Austria por el auge del nazismo, murió, con 45 años, en París, víctima de la angustia, la pobreza y, sobre todo, el alcoholismo. Años de hotel recoge una selección de los artículos que publicó en algunos de los más destacados periódicos europeos entre 1919 y 1939, el año de su fallecimiento. En ellos describe la Europa de aquellas décadas convulsas, pero no solo en lo que tenían de tiempos agitados o difíciles, sino también como pecios del naufragio de un orden anterior, que Roth siempre añoró. Hay crónicas de sus viajes a Galitzia —de donde él provenía—, a la URSS —que lo desengañó para siempre de las bondades del socialismo—, a Albania —que dibuja como un país áspero y pintoresco, lo que todavía es; la descripción del presidente (y luego rey) Ahmed Zogu y del entrenamiento del ejército albanés da para más de una carcajada—. Hay también estampas impagables de la vida viajera de aquellos días: Roth se alojó en docenas de hoteles del continente, y los artículos que les dedica incluyen algunas de las mejores piezas del volumen, como "El camarero anciano". Y, en fin, hay denuncias estremecedoras del nazismo que se había posesionado de Alemania, con el consentimiento de sus habitantes, como "El Tercer Reich, filial del Infierno en la tierra", publicado en el Pariser Tageblatt el 6 de julio de 1934, que acaba con esta clarividente denuncia: "Ningún reportero está a la altura de un país donde, por primera vez desde la creación del mundo, se producen anomalías no solo físicas, sino también metafísicas: monstruosos engendros infernales, lisiados que corren, incendiarios que se queman a sí mismos, fratricidas, diablos que se muerden la cola. Es el séptimo círculo del Infierno, cuya filial en la tierra se conoce con el nombre de Tercer Reich". Roth escribe magistralmente: mezcla, sin descompensación, ironía y melancolía, y sabe cultivar los detalles, y también las grandes ideas, sin resultar farragoso. En Años de hotel advertimos un dolor basal que asoma por entre los resquicios de la narración desenfadada y hasta jovial. La literatura de Roth está llena de verdad: sabemos que el mundo que nos describe es —o ha sido— un mundo cierto, aunque haya pasado por el tamiz de su percepción, o quizá porque ha pasado por el tamiz de su percepción. En muchos aspectos —la precisión, la inteligencia, la socarronería— me recuerda a Julio Camba, otro gran periodista y visitante de hoteles, y a Stefan Zweig, un desconcertado superviviente más del cataclismo de los Habsburgo, a quien Roth conoció y con quien se carteó. La traducción de Miguel Sáez es, como siempre, impecable. 

Aunque en estas "lecturas en la prisión" me he propuesto dar cuenta de los libros que lea durante la reclusión coronavírica, quiero también dejar noticia, en esta ocasión, de un artículo. Se titula "¿Qué es lo esencial?", y lo publicó Santiago Alba Rico en la tribuna de opinión de El País el pasado 15 de abril. De Alba Rico supe por primera vez en Mérida, ejerciendo de director de la Editora Regional de Extremadura. El hecho de que un ensayista de su talla me fuera desconocido hasta entonces es solo imputable a mi gigantesca ignorancia, que siempre avanza más que yo: cuanto más quiero reducirla, más se ensancha. Antonio Orihuela, a quien yo le había propuesto publicar una antología de su poesía en la Editora, lo eligió a él como antólogo y prologuista. Hubo que hacer luego algunas modificaciones en el proyecto inicial y, contra los temores que pudiéramos abrigar, Alba Rico aceptó los cambios con elegancia y sin protestar. Curiosamente, al año siguiente tuve ocasión de verlo en unas jornadas de poesía en Sidi Bou Saïd, en Túnez, a las que me habían invitado. Al parecer, vive parte del año en el país norteafricano, y allí se reunió con Laura Casielles, la otra poeta española invitada al evento. Pese a coincidir con él en varias de las lecturas que se celebraron, no quise presentarme e importunarlo. Para estas cosas del trato social soy bastante retraído. Nunca se me ha dado bien lo de asaltar a la gente por la calle, aunque sea para demostrarle mi admiración. De "¿Qué es lo esencial?" me atrapó este párrafo del principio: "Estos decretos [los del Gobierno del 14 y del 28 de marzo sobre la pandemia], en su trágica raíz común, incluyen sin darse cuenta dos elementos imprevistos: uno poético y otro subversivo. Uno poético porque la poesía se ocupa siempre de lo esencial: la tierra, el aire, el fuego, el agua, el pan, el amor, la muerte. En su sequedad administrativa, los últimos decretos son los más poéticos de la historia reciente de España...". ¿No es asombroso que un articulista político invoque la poesía como sostén de su razonamiento y afirme la naturaleza poética de los reglamentos dictados por el Gobierno? Porque, en efecto, esa sequedad de la norma, esa desnudez casi, que apela al tuétano de la realidad de los hombres, es radicalmente poética, como también lo es la filosofía, asimismo desnuda, asimismo desollada, de Ludwig Wittgenstein: el Tractatus logico-philosophicus es uno de los alegatos líricos primordiales de la contemporaneidad, además de una revelación de la razón lingüística. Alba Rico también menciona a otro autor que admiro y que hace muchos años que está arrumbado por politólogos y lógicos: Herbert Marcuse, cuyo hombre unidimensional, de 1964, fue una de mis lecturas de cabecera en aquellos años en los que despertaba a las injusticias del capitalismo, y que ahora aquel reivindica como denunciante de las "falsas necesidades" de la economía de mercado. Por último, Alba Rico sugiere "que aprovechemos el confinamiento [estos días en que el tiempo pasa muy despacio y los días, muy deprisa] para hacer una lista de cosas esenciales, de cosas necesarias y de lujos compatibles con los derechos humanos", y recuerda algunas listas poéticas que le gustan, de Sei Shonagon, Bertolt Brecht y Erri de Luca. La sugerencia es atinada, y un no pequeño reto. (En Mérida, precisamente, descubrí que hacía falta muy poco, o, mejor, que nos sobra casi todo, para vivir con dignidad). Pero, como a mí también me gustan las listas, a Alba Rico y a cuantos compartan esta predilección quiero recomendarles un libro de Umberto Eco, hecho con la sabiduría con que el italiano solía hacerlo todo: El vértigo de las listas, con traducción de Maria Pons Irazazábal (Barcelona, Lumen, 2009). Ahí quedará saciada la pasión por la enumeración, tanto de cosas esenciales como de cosas insignificantes.

miércoles, 15 de abril de 2020

Un mes de reclusión

Que todos los días sean iguales. Que no pase nada, excepto que muera gente. Que las camisas se acumulen sin planchar en el armario. Las calles vacías. Que la lluvia no encuentre obstáculos al caer. Ordenar la biblioteca. Barrer. Sentir la presión de hacer, de no dejar de hacer, y buscar la manera de evitarla. Que no suene el despertador. No afeitarte. Averiguar dónde estaba la lejía. Que los telediarios solo hablen de la epidemia. Los aplausos de las ocho. Que los periódicos se sigan publicando. El aluvión de memes. VOX vomitando basura. Escribir un poema. Que cada día sepamos cuántos han muerto por el virus en las últimas veinticuatro horas. Hacerte cliente de la tienda de comidas preparadas en la que no habías entrado nunca. Ordenar los zapatos. Lavarte minuciosamente las manos. Hacer una lista con lo que harás cuando acabe el confinamiento. Las calles vacías. Escribir un poema. Acostarte tarde. Sorprenderte cuando llega correo. Preguntarte qué habrá sido del chico del tercero, que tenía cáncer de huesos. Ordenar los cajones. Olvidarte de la agenda. Comprar gel higienizante. Leer una biografía de Churchill de 1.500 páginas. Corregir poemas. Escuchar los conciertos para mandolina de Vivaldi. Ver porno. Limpiar los picaportes y tiradores de la casa. Un ron por las tardes. Que haya urracas y cotorras, gorriones y tórtolas, golondrinas y palomas. Ponerle guasaps a tu hijo. Desayunar despacio. No saber cómo funciona la plataforma en la que te han incluido para que teletrabajes. Hacerte fan de Netflix. Que se acumulen, junto a los contenedores de basura, cajas con los libros y los trastos de los que la gente se ha desprendido al ordenar la casa. Ordenar el armario de la limpieza. Las calles vacías. Que te escriba un amigo del que hacía años no sabías. Escribir el informe del trabajo en el ordenador de casa. Un güisqui los sábados. No perdonar la siesta. Escribir con mucha antelación el artículo comprometido. Ordenar los papeles. Dejarte acariciar por la inactividad. Que no falte papel higiénico. Que se te empañen las gafas si te pones la mascarilla. Saber de las actividades inverosímiles que se inventa la gente para entretenerse. Que las personas con las que te cruzas por la calle te deseen "buenas tardes". Estar preocupado por que te denuncie algún policía de balcón (o te echen agua sucia). Ir al paqui los festivos. Que te llame la jefa a una hora a la que nunca te había llamado. Leer los diarios del encierro que escribe la gente. Corregir poemas. Que no haya fútbol. Que el periódico adelgace cada día, como si estuviéramos en agosto. Los árboles inmóviles, incluso cuando sopla el viento. Hacer flexiones en el comedor. Escribir un poema. Leer a Ernesto Cardenal. Las calles vacías. Echar de menos a gente a la que nunca has echado de menos. Desear no estar con gente de la que nunca has deseado separarte. Preocuparte por un dolor leve de garganta. Felicitarte por no haber metido a tu madre en una residencia de ancianos. Que una amiga te escriba para decirte que ha pillado el bicho. Que otra te comunique que ha dado negativo en la prueba. Que se cumpla el 89.º aniversario de la proclamación de la República y nadie salga a la calle a celebrarlo. El canto de los pájaros. Escribir una entrada para el blog. El ladrido de los perros. No cruzarte nunca con nadie en la escalera. Preguntarte de dónde sale el polvo que se acumula por todas partes. Que te duela todo el cuerpo de estar tantas horas sentado. Cambiar las sábanas de la cama. Un gorrión que se posa en la barandilla de la terraza y pía con desespero. Escuchar a Ella Fitzgerald. Negarte a hacer pasteles. Ordenar el pasado. Escribir un poema. Quedarte hipnotizado por la nada. Afeitarte con esmero. Las calles vacías. No encontrar guantes en ninguna farmacia. Dejar salir antes de entrar. Sentir el peso del tiempo. Tener dificultades para sonreír. Soportar a los miles de epidemiólogos que había en el país sin que lo supiéramos, que despotrican contra el gobierno por no haber aplicado las medidas que ellos sí sabían, y que habrían evitado la expansión de la pandemia en España. Escribir un poema. Poner la lavadora a 60 grados. Las calles vacías. Reparar en una grieta de la pared que no te habías dado cuenta de que estaba ahí. La inquietud por que acabe el confinamiento y te encuentres otra vez con una vida que aborreces. Dormir solo. Leer a Joseph Roth y admirar su descripción de la Europa de entreguerras. Recuperar viejos proyectos arrumbados en los archivadores o la memoria. Los discursos de Pedro Sánchez. Que los canales de deportes de la televisión sigan existiendo. Que los productos en los supermercados estén siempre cerca de caducar. Volver a hablar con tu hijo a la hora de comer. Desear que los que les piden a sus vecinos médicos y enfermeros que se marchen de la finca común, sean privados de su nacionalidad y desterrados a un atolón del Pacífico; o, mejor, fusilados al amanecer. Corregir poemas. Enterarte de que un escritor admirado ha muerto por el virus. Desinfectar el móvil. Ordenar la ropa. Descongelar cosas que llevaban meses congeladas. Que todas las recomendaciones de los deportistas y la gente de la farándula por las redes y los medios de comunicación suenen a máximas de autoayuda. Un amigo que telefonea sin otra finalidad que charlar. Las calles vacías. Desear que pase el tiempo. Desear que no pase.

sábado, 11 de abril de 2020

El pesado

El pesado, entre los escritores, es aquel que está seguro de que su obra es la mejor que hayan visto los siglos desde Homero (o antes de él) y desea hacértelo saber a cada instante, en cada estación del año, con cada libro o artículo que publica, o, mejor, con cada libro o artículo que se publica sobre él. El pesado no tiene escrúpulos ni conoce la fatiga. Antes, cuando lo digital no se había adueñado de la sociedad, el pesado se veía limitado, muy a su pesar, a los parsimoniosos procedimientos de la comunicación analógica y, singularmente, del correo postal. Sus libros caían entonces en el buzón como caen las hojas de los árboles en otoño o las campanadas de las iglesias los domingos y las fiestas de guardar: metálica, metódica, implacablemente. O bien, para superar las lentitudes o negligencias del cartero (qué iluminador aquel epigrama del Eladio Cabañero: "¡Cojones!, dijo el cartero. / Tres libros de Marrodán / y estamos a dos de enero"; Marrodán fue un pesado de narices), el pesado hacía acopio de ejemplares —o de artículos, o de fotocopias, o de lo que fuese que hablara de él— y se lanzaba al río de la existencia con ellos a cuestas, ya fuese en macuto vietnamita, ya en menesterosa pero suficiente bolsa de supermercado, para asestárselos al colega desprevenido con el que se cruzase por la calle. Hoy en día, atrapados por las redes como estamos, el pesado inunda el espacio con sus noticias, poemas, crónicas, artículos, homenajes, presentaciones y publicaciones, y nos aplasta con ellos. No obstante, el pesado que lo es de verdad, el pesado pesado, el pesado pata negra, es capaz de combinar ambos medios: fumiga con sus novedades el universo digital, pero no renuncia a la distribución artesanal de antaño, y ni siquiera a la entrañable bolsa del Mercadona que le ha servido, durante tantos años, para dar cuenta al mundo de su estro simpar. Uno de los mayores pesados de la actualidad, quizá el mayor de España, residente, ay, en Barcelona, practica este binomio mortífero. Yo lo he visto entrar en el bar donde me estaba tomando una copa con otros amigos escritores, con su temible bolsa de plástico colgada del brazo, a modo de gigantesca cartuchera, y desenfundar de ella las fotocopias de varias cartas con los que algunos escritores famosos habían acusado recibo de sus libros, esas notas que todos hemos garabateado alguna vez agradeciendo al autor el envío de un volumen que ni hemos leído ni pensamos leer, y pergeñando sobre él algunas consideraciones elogiosas y lo suficientemente vagas como para que no se perciba que ha ido derecho del sobre acolchado a la estantería, en el mejor de los casos, o al contenedor de papel, en el peor (y más habitual). Para este pesado que digo, aquellas frases manuscritas y fotocopiadas  a granel eran la mejor prueba de su talento. Yo no conservo sus libros, pero sí algunas de ellas, como el coleccionista que guarda en sus arcones vulgares pero raros pliegos de cordel o sellos equivocados, con la esperanza de que en el futuro se conozcan —y hasta se coticen— las torpezas o los disparates del pasado. Pero el pesado barcelonés se ha especializado, con la llegada de la tecnología informática, en la difusión digital de sus logros. Ahora, desde hace años, se cuela cada pocos días en nuestro correo electrónico —supongo que lo hará también en Facebook y Twitter, pero, como yo de eso no gasto, no puedo asegurarlo— y nos informa de sus últimos éxitos. No obstante, lo característico de estos éxitos es que se producen en los lugares más inverosímiles. Así, una comunicación típica de este pesado sería más o menos como sigue: "Queridos amigos: me complace informaros de que la Asociación de Bosnia-Herzegovina para el Desarrollo de las Relaciones Hispano-Balcánicas ha publicado, en su boletín mensual, un artículo del reconocido profesor de la Universidad de Bosanki Petrovac, Milos Vrijmareski, sobre mi último poemario La noche cautiva de las estrellas fugaces, en el que analiza las conexiones de mi poesía con las últimas manifestaciones del neosimbolismo en los Cárpatos. Os adjunto el enlace al boletín mencionado, con la esperanza de que sea de vuestro interés". O bien: "Queridos amigos: es un placer daros a conocer que, en el volumen colectivo Les sujets poétiques dans le déconstructionnisme du subconscient collectif des animaux de compagnie, coordinado por el director del Colegio de Veterinarios de las islas Tuamotu, Mr. Auguste Poquelin-Charnaud, se ha incluido un artículo de mi autoría sobre el papel de los periquitos en el desarrollo de la sensibilidad poética en las sociedades contemporáneas. Os adjunto el enlace al volumen mencionado, por si fuera de vuestro interés". Y de este modo, día tras día, mes tras mes, año tras año, el pesado nos propina sus novedades, en la creencia de que constituyen grandes avances en el estudio de la literatura, y en la literatura misma, y de que vamos a abalanzarnos a leerlas como si nos fuese dado abrevar en la fuente de la eterna juventud. Un rasgo singularísimo de este pesado es que su pesadez debe de contar con una raíz genética, porque tiene un hermano que también es poeta y también es un pesado. Este hermano fue el protagonista de la presentación más pesada a la que yo haya asistido nunca: duró dos horas y media, y no es extraño que se alargara tanto, porque había invitado a cinco presentadores, cinco, a hablar (elogiosamente, claro: ninguno era Francisco Umbral) de su obra, un prolijo ladrillo sobre asuntos político-jurídicos, cuyos largos y tediosos parlamentos se sumaron al suyo propio, que fue el más largo y tedioso de todos. Pero en el mundillo literario circulan otros pesados memorables. Otro, muy célebre, andaluz, presenta un matiz del que el pesado barcelonés carece: está enfadado, muy enfadado. El pesado barcelonés solo está cegado por la ilusión poética, y eso le impide calibrar el alcance social de sus acciones, y, por lo tanto, el ridículo en el que cae con su incesante autobombo, pero no transmite acidez: solo la produce —de estómago— por su pesadez. El pesado andaluz, en cambio, te atiza sus libros, o los libros que hablan de él, como si se vengara del mundo por no haberle prestado la atención necesaria ni proporcionado el reconocimiento suficiente. "¡Ten!", parece decir cada vez, "aquí tienes la demostración de que yo soy mucho mejor que todos esos analfabetos de los que no paran de hablar los suplementos literarios y los medios de comunicación. ¡Léelo y a ver si te enteras de una vez!". El mundo, ciertamente, tan injusto e ignorante, no ha sabido comprender su genio, y él utiliza cada libro publicado como un bate con el que le arrea en el colodrillo. Por cierto, que el iracundo pesado andaluz ha publicado en editoriales importantes (no como el pesado barcelonés, que publica en sellos misericordiosos o en aquellos donde su familia, adinerada, conserva alguna influencia) gracias a poderosos contactos nacidos de su época de profesor, pero ni siquiera ese privilegio ha aplacado su enojo ni su sed de venganza. Sospecho que, en el fondo, este pesado sabe que esa publicación no obedece a sus propios méritos, sino a la lealtad de un antiguo alumno que ha alcanzado la cúspide del poder literario en España, y eso aún lo enrabieta más. Hay muchas otras modalidades de pesados, como el pesado ganador de concursos. Este no deja de informarnos de sus constantes, de sus innumerables triunfos en certámenes poéticos. Cada mes llega un correo electrónico con la bienaventurada nueva de que se ha hecho con la flor natural en los afamados juegos florales de Villaurdaneta de los Infanzones, en honor de la Virgen de los Remedios de la Buena Muerte, y de que el soneto ganador se publicará en un volumen colectivo patrocinado por la excelentísima diputación provincial. Este pesado aspira a emular a Manuel Terrín Benavides, esa leyenda viva de las justas poéticas, que ostenta el honor de ser el español que más premios literarios ha ganado en todo el mundo, con 1.769 triunfos en su haber (a fecha de hoy). Pero al menos Terrín no difunde sus éxitos —que yo sepa—, entre otras cosas porque estimularía a la competencia: se limita a embolsarse el premio y a seguir expeliendo sonetos. Todos los pesados participan de un mal mayor, que explica, en buena parte, su pesadez: el yoísmo. Todos creen que su yo —y la literatura inmortal que de él emana— es lo más de lo más, la crème de la crème, la culminación del latido del universo, el único asunto, de cuantos componen la vida in hac lachrymarum valle, al que merece la pena atender. Aunque alguno hay que ejerce su yoísmo con ahínco sobresaliente y llega a descollar, para pasmo general, de la grey yoísta. Es ese individuo que, cuando te lo encuentras por la calle y le deseas buenos días, responde: "Pues sí, hace un día magnífico [aquí hace una pausa, porque le gustaría decir 'querido...' y añadir tu nombre, pero se le ha olvidado; sigue, pues, impertérrito, su melopea], como anteayer, cuando estuve en el Ateneo y leí unos poemas de mi último libro, que acaba de traducir al polaco un profesor al que conocí cuando me invitaron a la Universidad de Byalistok, a dar una charla sobre la evolución de mi poesía, que ya era conocida allí porque otro filólogo muy importante había escrito sobre ella en...". Y así sucesivamente: el pesado es capaz de engarzar acontecimientos de su vida literaria —y de su vida, en general— hasta el infinito, sin que en ningún momento se interrumpa para demostrar atisbo alguno de interés por su interlocutor. Ninguno de estos pesados se da cuenta de que, cuanto mayor sea su insistencia, mayor será también la indisposición o el rechazo que genere en los lectores. Como tampoco de que la multiplicación indiscriminada de premios, publicaciones y novedades, que ellos convierten en propaganda, no guarda ninguna relación con la verdadera calidad de su obra y su importancia en el mundo de las letras: ninguno de estos cuatro pesados de los que he hablado hoy es un peso pesado de la literatura española actual. De hecho, ninguno es siquiera un peso minimosca. Cuanto más airean su pretendida fama, menos significan. Pero la convicción de que están a la altura de Rilke les anula el pudor, el sentido de la mesura y, peor aún, el espíritu crítico. Todos creemos que nuestra obra es la mejor (o, por lo menos, lo suficientemente buena) y, hasta cierto punto, está bien que sea así: esa creencia es el combustible que nos mueve a seguir escribiendo. Pero esa creencia ha de ser moderada por el decoro, la duda y, si no fuera demasiado pedir (a veces creo que sí lo es), la comprensión de la realidad. Luchemos por lo nuestro, pero seamos conscientes de lo que somos y de lo que es el mundo en el que tenemos la responsabilidad de vivir. Luchemos, pero, sobre todo, hagámoslo sin pesadez.

martes, 7 de abril de 2020

Lecturas en la prisión (3)

Releo Benarés, India, de Jesús Aguado, la crónica de sus experiencias, durante varios años, en esa ciudad y ese país. Es un libro admirable, al que vuelvo con placer. Transcribo a continuación la reseña que publiqué, hace algo más de un año, en Cuadernos Hispanoamericanos:

Benarés, India es un libro paradójico, un libro que ha hecho de la paradoja una de sus razones de ser, acaso la más importante. Por eso mismo es un libro unitivo, un libro cuyo objetivo fundamental es reconciliar al caos con el caos, al todo con el todo, al yo con el yo. Su condición contradictoria y, a la vez, abrazadora se advierte en su propia armazón, en eso que antiguamente se llamaba género literario y que, en este caso, no es sino una mezcla de diario personal, crónica de viajes, ensayo literario y filosófico, novela de amor y desamor, libro de versos y compendio de aforismos. Benarés, India –un volumen que conoció una primera versión en 2010, con el título de La astucia del vacío. Cuadernos de Benarés 1988-2004, bajo el benemérito sello de DVD ediciones– es todo eso y seguramente más cosas para las que la preceptiva literaria todavía no ha encontrado la denominación adecuada. Estamos, pues, ante un libro híbrido, mestizo, multifacético, plural, escrito con ocasión de los años que su autor vivió en Benarés, la ciudad habitada más antigua del mundo –desde el siglo IX a. C.–, y en cuya composición quizá haya influido el haibun, un tipo de obra, perteneciente a la tradición japonesa, que combina la prosa y el verso, y en el que cabe esto mismo que Jesús Aguado (Málaga, 1961) incluye en Benarés, India: la biografía, el ensayo, la historia, el cuento, la prosa poética y la literatura de viajes. Matsuo Bashō, el gran haikuista nipón, fue uno de sus primeros y más destacados cultivadores, y Jesús Aguado tradujo su célebre De camino a Oku, también en DVD, en 2011. Aguado transita con fluidez entre poesía y prosa, entre lirismo y narración. Los diferentes géneros –llamémoslos así, en interés de la claridad– se imbrican y entrelazan no como vasos comunicantes, rígidamente contenidos por sus recipientes, sino como un tejido vivo, como una membrana irrigada por una laberíntica capilaridad. Esa fluidez que lo lleva del verso a la sentencia, del fragmento breve a la reflexión minuciosa, de la gravedad a la ironía, es la misma fluidez de la vida –del cosmos, si nos ponemos estupendos–, que él intenta aprehender con una escritura dúctil y esponjosa. En un pasaje, reivindica «ser solo, y qué placer, parte del flujo, una onda en la superficie de los seres»; en otro, critica al «demonio del sentido –que coagula, esclerosa y termina solidificando lo que roza». Esta oposición a lo inmóvil es característica de Benarés, India y, en general, de toda la literatura de Aguado. Estancarse es sinónimo de morir. Es necesario, parece decir siempre, sumirse en la corriente de la existencia: cabalgarla o, mejor, dejarse arrastrar por ella. Sus páginas combaten la fijeza de las cosas, de las ideas, del ser, y no por casualidad su poesía completa, publicada en 1998, se titula El fugitivo, metáfora del que huye permanentemente de la reclusión en doctrinas, lugares o instituciones, y, por extensión, en formas de vivir, en papeles impuestos, que los demás, y nosotros mismos, se obstinan en imponernos. Los patrones inconmovibles están prohibidos. Los confines de este libro son paredes celulares, permeables a todo, prestas a abandonarse al torrente de lo que sucede. La vida en la India, crisol de culturas, religiones e idiomas, caótica e imprevisible, favorece este inmersión en lo heterogéneo y derramado. Y la paradoja sirve para volver comprensible lo disímil, para metabolizar lo que, según la lógica en la que nos hemos educado, es antagónico o imposible. Todo Benarés, India está salpicado de afirmaciones que se niegan o de negaciones que se afirman. Pero su intención no es suscitar el enfrentamiento, ni avivar el fuego interior del texto –aunque algo de esto hay–, sino promover una concordia oppositorum que cree una nueva realidad, estética y existencial, sin que los elementos antitéticos que la componen pierdan su esencia ni sus perfiles singulares. Y no es ajena a este propósito cordial la propia cultura de Oriente, desapegada de una lógica aristotélica que hecho mucho bien al progreso intelectual y material, pero que nos ha alejado, quizá, de una comprensión más aquiescente, menos irritada, de las cosas y de nosotros mismos. Al principio de Benarés, India, leemos estos versos: «Mi enemigo me busca para amarme (…). / Me acaricia con tiernas dentelladas / y me ofrece la muerte, esa herida perfecta, como un dulce». Bien avanzado el libro, leemos también: «El eros, que es (…) la actividad pasiva, la pasividad activa que pone en movimiento el movimiento, que inmoviliza la inmovilidad, que despierta a los despiertos, que aduerme a los dormidos. Lo que nos transforma en transbordadores de nosotros mismos, transportándonos de una ribera a la otra ribera de lo que somosnosomos en un ir y venir incesante…». Entre ambos, y más allá de sus límites, se despliega un esfuerzo incansable –pero esfuerzo líquido, amable– por captar toda esa contradicción que constituye la vida, todo lo que no entendemos, pero que, aun así, o por eso mismo, nos empuja a seguir. En un ejercicio insólito de coherencia, Aguado expone consecutivamente dos visiones distintas –enfrentadas– de lo mismo, y concluye que la equivocada es la suya. En un largo pasaje, refiere la triste vida que llevan las vacas, el animal sagrado de los hindúes, «una vida de rumiante a la que le sobrarían casi todos los estómagos que tiene». Las vacas vagan sin destino, famélicas, hurgando en los basureros en busca de algo que comer, y se mueren sin que nadie les preste atención. Para quien, como él, ha conocido a las esplendorosas reses de los pastos españoles, la visión de las vacas de la India, por impregnadas que estén de la espiritualidad indostánica, no puede sino encogerle el corazón. Pero en el pasaje inmediatamente siguiente, dos amigos suyos, occidentales, lo convencen de que se trata de una percepción errónea: las vacas se mueren de viejas, no de hambre; y solo las ponen en la calle cuando dejan de dar leche, y para no tener que sacrificarlas. La gente las estima realmente y las cuida con afecto. Aguado sabe, «de pronto avergonzado y arrepentido, que tienen razón y que, en efecto, mis ojos y mi inteligencia se han comportado contraviniendo los consejos que les tengo dados de luchar contra las inercias hermenéuticas, contra los aprioris, contra la sarta de prejuicios que estrangulan nuestras percepciones, contra los cantos de sirena de las ocurrencias brillantes y hermosas que tironean de nosotros y nos seducen al margen de la realidad, de la verdad, de lo justo o de lo posible». Por otro lado, y si bien la forma de Benarés, India –cambiante, elástica, enumerativa– reproduce la tumultuosa diversidad de percibido, Aguado no se abandona a una estructura lábil o un estilo sin hormas. En numerosos pasajes, sobre todo al principio del libro, encontramos fragmentos anafóricos, que consignan diferentes aspectos de lo mismo, y que dan consistencia al caudal de la prosa. 

En Benarés, India se presta una atención privilegiada a las cosas pequeñas: a un gatito abandonado, a un «gorrilla» (o más bien «turbantillo») que vigila zapatos, a los problemas, difícilmente imaginables, a los que se ha de enfrentar cualquiera para cruzar una calle. Y de lo pequeño se pasa a lo grande, que nunca es monumental, sino sensual, espiritual. También están presentes la miseria y la violencia, tan emparentadas: el autor presencia una discusión en la calle, una de las muchas que estallan cada día entre los habitantes de la ciudad, y ve cómo uno de los contendientes mata al otro de un ladrillazo. También cuenta el asalto que sufren una amiga y él por parte de cuatro niñas mendigas, a las que, no obstante, consiguen distraer de su insistente mendicidad y devolver a su condición de niñas, enseñándoles un juego de canciones y palmas. Ambas situaciones no se agotan en sí mismas, como escenas de un mundo exótico analizado con precisión racional, sino que sirven para acceder a otro estadio: a la aceptación de la realidad, a la integración de lo punzante, de lo doloroso, en un todo armónico, aunque fugaz. Este es otro rasgo capital del libro: la constante busca de la armonía, una busca que no rehúye los mayores escándalos de la vida, como la muerte, la indigencia y el horror. En otro pasaje de Benarés, India, el autor nos informa de una noche pasada en un hospital. La gente duerme y se hace la comida por los pasillos y entre las camas. Las bombillas están fundidas, y las enfermeras, ausentes. La basura se amontona en el cuarto de baño, y ratas y gatos se pasean por las habitaciones. Aguado ve a una niña descalza y sonámbula. Sin despertarla, la coge en brazos y la devuelve a su habitación, donde sus padres están dormidos. Los besa a los tres. Y concluye: «Mientras regreso junto a mi enferma, alguien estertora y, por los lamentos apagados que siguen, supongo que muere. Nadie acudirá a certificar la defunción hasta que amanezca». La atención a la pequeña sonámbula refleja una permanente preocupación por los niños, objeto siempre de la ternura del autor, que ha escrito poesía infantil y que incluye en Benarés, India varios poemas para niños. Pero la convivencia del desamparo, la solidaridad y la muerte en un todo irrefragable es un buen ejemplo de comprensión, y acaso de aceptación, de las claroscuras aristas de la existencia. 

En esta integración fluida de los contrarios, que no elude las esperanzas ni las sombras, otro elemento esencial entra en juego, y lo protagoniza: el yo. El yo forma parte de ese caos primigenio en el que somos. Y Aguado insiste en la necesidad de ser quien se es: de desprenderse de las costras o caparazones con que nos separamos del mundo, y de acceder al centro de nosotros, donde yacemos inermes, a la intemperie de nuestros miedos, pero también de nuestras quimeras. En un pasaje, leemos: «Amar la sabiduría (…) no es más que mantenerse vigilantes para desactivar las equivocaciones antes de que nos aparten definitivamente de lo que somos, antes de que nos aparten de nuestro ser. Los tullidos, los zombis y los muertos (morirse en vida es la equivocación por antonomasia, y la más frecuente) son los que, por no amar la sabiduría, por no saber amar, se arrastran inacertándose, exiliados de su centro y malgastando las flechas de sus ilusiones y sus proyectos». Sin embargo, el yo, por estar inmerso en el anárquico hervidero existencial, participa igualmente de las contradicciones que lo zarandean, y por eso Aguado sugiere también huir del yo cuando ese yo nos ciñe, cuando nos estrangula. El yo ha de adentrarse, no hipertrofiarse; expandirse, no coagularse. Con el yo, que a veces se encrespa y otras desaparece, mantiene Aguado una pelea sin tregua. Y también con un «tú», o un «ella», que es la otra protagonista de una historia de amor y desamor que asimismo encuentra acomodo en Benarés, India. Se trata de un relato elíptico, velado, en el que intuimos la pasión y la complicidad, pero también, después, el alejamiento y hasta una ira sutil, valga la paradoja, que en este libro vale muchas veces, que asoma tamizada por la reflexión y mitigada por el desencanto. 

Pero la violencia que podría asociarse con la paradoja, con la asunción de lo lacerante, con la disputa íntima, con la ruptura sentimental, no es tal. Cuente lo que cuente, admira en Benarés, India la facilidad y la felicidad con la que Jesús Aguado escribe. Este es un libro bienaventurado, quizá como fruto tangible de la voluntad apaciguadora que lo anima, y también bienhumorado. Una alegría fundamental lo recorre de principio a fin. Y cierta sorna, que suscita siempre una sonrisa benévola. Casi al final, relata la visita que hizo Severo Sarduy, el gran escritor cubano, a Benarés, y su intento, lamentablemente fallido, de ofrendar al Ganges uno de sus manuscritos, que, tras alquilar una barca, arrojó, ceremonioso, a las ondas del río. «La ciudad sagrada y el río sagrado, sin embargo, no parecían dispuestos a aceptarlo, ya que las hojas encuadernas de ese texto se acartonaron sobre la superficie de este, negándose a hundirse y, peor todavía, alejándose hacia la orilla de enfrente, la orilla nefasta según la traducción hindú». Sarduy, ayudado por el estupefacto barquero, empieza entonces a perseguir los arrugados papeles y, perdiendo la compostura –precisa Aguado–, a propinarles desaforados golpes de remo para hundirlos en las profundidades del río. No lo consigue, «pero sí que se alejen corriente abajo, en dirección al delta, salvándose así del mal augurio de la ribera maldita». 

Jesús Aguado, con insurgencia léxica y sintaxis meticulosa, ha armado un libro excelente, en el que la realidad y la conciencia, palpitantes, se embarcan en un mismo viaje: el viaje del asombro y la intimidad, el viaje del ensanchamiento y la penumbra. Benarés, India es un diario total, que narra, con regocijo, el estupor y el consuelo que nos depara un mundo a un tiempo incomprensible y sanador.

[Este artículo se publicó en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 823, enero 2019, pp. 138-142]

viernes, 3 de abril de 2020

Algunas reflexiones, qué remedio, a cuenta del coronavirus

En la horquilla del plátano que veo por la ventana de mi estudio —allí donde el tronco se ramifica para formar la copa, que ahora es una filigrana de varas festoneadas por botones primaverales y hojas incipientes—, una pareja de palomas ha hecho el nido. Cuando nos establecimos aquí, este y los demás plátanos del parque —y los naranjos, y las higueras, y los chopos— eran solo unos frágiles pimpollos que ni sombra daban, de tan famélicos como estaban. Pero han prosperado y ahora no solo dan sombra, sino también cobijo a muchas criaturas. Las palomas cuyas evoluciones sigo por la ventana son más robustas y de un color gris más homogéneo que las clásicas palomas de ciudad. Sospecho, pues, que no deben de ser palomas, sino alguna otra especie emparentada. Pero mis conocimientos ornitológicos son muy escasos. Alcanzo a distinguir un gorrión de un buitre y, si me concentro, a un cuervo de una cotorra argentina, que se significan fácilmente, pero se me escapan las sutiles diferencias entre casi todas las demás especies. Estos días, y sin moverme de la silla, practico el birdwatching, una actividad que siempre me ha parecido, como la pesca o la contabilidad, atrozmente tediosa. Aunque la verdad es que las palomas —o lo que sean— pasan poco tiempo en el nido. A veces llega una —en otras ocasiones, más raramente, las dos—, se posa en alguna rama aledaña y, poco a poco, a saltitos, se mete en el cubil. Allí no suele hacer nada, salvo mirar alrededor, con esos golpes de cabeza sincopados, típicamente pajariles. Solo de tarde en tarde picotea algo o recoloca una ramita. En el nido, por lo que alcanzo a ver, no hay huevos ni polluelos. Esta pareja aún no ha criado. Por eso, seguramente, la casa está tan solitaria. Además, los pájaros no están recluidos por el coronavirus. Pero la contemplación de las palomas me ha permitido asistir también a algunos momentos dramáticos: cuando una urraca se ha posado, con vigorosos graznidos y aleteos, en las ramas del mismo árbol y ha ahuyentado a las pacíficas palomas. Las urracas tienen una bien ganada fama de ladronas, y gastan mala leche. Con las palomas huidas, las picazas —a las que, curiosamente, también se llama maricas— dan unos cuantos saltos alrededor —y alguna vez dentro— del nido y, frustradas por no haber encontrado nada que llevarse al pico, pero satisfechas de su dominio territorial, o quizá debería decir arborícola, alzan otra vez un vuelo blanquinegro y se alejan en busca de nuevos domicilios que allanar. Las palomas tardan en volver. Cuando lo hacen, de nuevo saltan, miran, picotean y se marchan otra vez. Salvo por la llegada de visitantes indeseados, su vida doméstica es escasa y muy monótona. 

La pandemia lo ha alterado todo. Ha alterado el mundo. Nuestra vida no tiene nada que ver con la que manteníamos en lo que, tras apenas tres semanas de encierro, nos parece illo tempore, una época remota, una eternidad. Las rutinas han cambiado. Las costumbres, también. ¿Pero realmente es todo distinto? ¿Nada permanece igual a como era? No. Algunas cosas no se han modificado. Como en la antigua Galia, sometida al yugo romano, pero donde resistía una aldea de galos irreductibles, aún hay cosas que no se dejan doblegar por el virus, núcleos de resistencia indomeñable, héroes de las cosas como siempre han sido. Como Jordi Hurtado y Saber y ganar. Cada tarde, a la hora de la siesta, ahí está Jordi, como siempre, con sus gafas chirriantes, su sonrisa dentífrica y sus hipérboles concursiles (que no concursales), interrogando a los innumerables sabelotodos que, desde hace 23 años, lo alimentan a él y a su familia y nos procuran a los demás, benditos sean, unas siestas inenarrables. Jordi —cuyo padre, por cierto, es de Garrovillas de Alconétar, en la provincia de Cáceres, como el padre de otro Jordi sobresaliente, Évole— ha superado casi un cuarto de siglo a los micrófonos de Saber y ganar, una operación de corazón y multitud de memes, y mantiene el cutis tan terso como el primer día. Jordi Hurtado es el Astérix y el Obélix de la televisión pública, el monolito de 2001: Odisea en el espacio, la fortaleza inexpugnable de Hohensalzburg, el pilar que nunca falla, la deidad eterna. El coronavirus no podrá con él, de hecho, ninguna catástrofe cósmica podrá con él, y eso me consuela y fortalece. Es bueno que algo nos dé certidumbre en estos tiempos de tribulación.

Otro reportaje de la televisión —cuyo consumo ha crecido exponencialmente con la reclusión por el coronavirus; y creíamos que estaba muerta— me hace reflexionar. Entre las muchas actividades que se han potenciado —y difundido por las redes sociales— para combatir el aislamiento está la música. Compositores e intérpretes se conciertan, y nunca mejor dicho, para deleitar a sus compatriotas con sus himnos, romanzas y melodías. Como de lo que se trata es de no dejar de hacer, de seguir haciendo, aunque el mundo se hunda, y de que los demás se enteren, los melómanos continúan, infatigables, tocando sus instrumentos y llenando el aire, tan viciado por la covid, de salutíferas notas. Pero yo me pregunto si ese frenesí interpretativo agradará a los vecinos. No dudo de que tocar la ocarina sea llevadero, pero sospecho que un maestro del piano, el trombón de varas o el bombo practicando en casa, o grabando algo para lanzarlo a las ondas y aliviar así el confinamiento de sus congéneres, no va a aliviar precisamente a algunos de esos congéneres: los paredaños. A veces pienso que una de las medidas contra la pandemia que deberían adoptar las autoridades sanitarias es promover el conocimiento y la aplicación del desafío de Pascal, según el cual "la infelicidad del hombre se basa solo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación".

Ayer fui a hacer la compra: ya no me quedaba nada en la nevera. Gracias a Dios, no me encontré a ninguna muchedumbre en el Consum, aunque, ya en la caja, hube de esperar casi media hora a que una clienta concluyera una compra que ocupaba varios contenedores y que debía de alimentar no solo a su familia, sino a toda la urbanización en la que seguramente vivía. Como siempre, me había puesto en la cola más inteligente. Cuando me tocó el turno, y contabilizados ya todos los productos, recordé algo que también quería adquirir, pero que no puede coger uno de los estantes: está guardado bajo llave. "¡Y una botella de ron!", le dije a —o más bien exclamé ante— la cajera. Me pregunto si la animosa dependienta captó la referencia. Pero yo me sentí como John Silver el Largo y sus quince hombres sobre el cofre del muerto. Aunque no llevara un loro en el hombro.

Cuantos más días pasan de reclusión, más se refuerzan los comportamientos que acentúan el llamado distanciamiento social. Parece como si la gente, ante un número de infectados y muertos que no disminuye, radicalizara su aislamiento, se separara aún más de todo. Hoy, cuando he ido a comprar el periódico, me he encontrado con que la quiosquera, que ya se vestía como un buzo y se alejaba del mostrador cuando te acercabas a pagar (en una cajita que había dejado, donde se tenían que echar las monedas), había puesto una enorme caja de cartón delante de ese mostrador para que te mantuvieras a un metro más de distancia. Ahora casi hay que tirar las monedas a la cajita, como un jugador de baloncesto.

Algo bueno que nos ha traído la pandemia es vivir rodeados de héroes. Para los medios de comunicación, muchos, muchísimos lo son: médicos y enfermeras, policías y militares, conductores de autobús y cajeras de supermercado, camioneros y enterradores. Los mensajes se inflaman con cantos a su esfuerzo y abnegación, a su denuedo y sacrificio. Y es verdad que ante la situación excepcional a la que muchos trabajadores se enfrentan, su dedicación y su entrega también son excepcionales, sobre todo las del personal sanitario, que combate a la enfermedad en primera línea. Pero a mí, la verdad, no sé si me gusta esta inflación de semidioses, tan pregonada. Entre otras razones, porque los heroísmos suelen compensar grandes flaquezas, igual que muchas palomitas de los porteros de fútbol esconden grandes descolocaciones. En una sociedad sensata, que procura por el bien de sus ciudadanos y no solo por el medro de los privilegiados, no deberían hacer falta los héroes, sino solo trabajadores responsables y dotados de los medios adecuados para ejercer su responsabilidad. Por otra parte, ensalzar a los héroes de hoy supone desconocer —y ser injusto con— los heroísmos de todos los días, exigidos por unas condiciones de vida lamentables: el de la madre sola que ha de apechugar con un trabajo de mierda y varios críos; el del anciano olvidado por su familia que, no obstante, lucha por seguir viviendo con dignidad; el de la inmigrante que, sin papeles y lejos de su familia, no deja de fregar suelos o cuidar a viejos o enfermos para alcanzar el sueño, siempre postergado, de una vida mejor; el de la infinidad de seres anónimos y olvidados, en fin, que penan, que sufren, pero que, aun así, se esfuerzan cada día por darse, por respetar al otro, por ayudar cuando pueden, por pasar con entereza, y con provecho para todos, esta cosa incomprensible que es vivir. Bien está que se reconozca la generosidad presente de nuestros sanitarios y gendarmes, pero mejor estaría que nos preocupáramos todos —y los responsables públicos, los primeros— porque el heroísmo desapareciera, de una vez y para siempre, de entre nuestras necesidades.

Hoy he encontrado en el buzón un ejemplar del último número de la revista Turia, el correspondiente a los meses de marzo a mayo. Me ha dado una gran alegría. Primero, porque pensaba que Correos ya solo funcionaba simbólicamente; y segundo, porque el hallazgo me ha devuelto una chispa de la normalidad perdida: de aquella normalidad en la que uno enviaba libros por correo a los amigos, o los recibía; o iba a las librerías y los compraba; o quedaba con colegas para charlar de las últimas publicaciones o lecturas; u hojeaba revistas culturales aquí o allá; o asistía a presentaciones o conferencias, o las daba. En fin, todo aquello que conformaba, para su regocijo o su tortura, el cosmos social en el que se mueven los escritores. Turia ha aparecido como siempre, puntual y gordezuela, cargada de letras, rebosante de reseñas. Entre ellas, por cierto, una mía sobre el último poemario de Francisco Javier Irazoki, excelente, El contador de gotas. Y con poemas de buenos amigos: Javier Lostalé, Jordi Doce, Mariano Peyrou, José Ángel Cilleruelo, Cecilia Quílez, Rafael Fombellida, Mercedes Cebrián, José Luis Morante... Turia —sus hacedores, sus distribuidores, sus colaboradores— ha sido mi heroína del día.