martes, 30 de mayo de 2017

Nosotros a lo nuestro, hacia alta mar

El poeta Eduardo García murió hace poco más de un año. Un cáncer de páncreas se lo llevó en pocos meses. Tenía 50 años, esa edad terrible para morir (aunque todas lo sean), en la que todavía se es joven, todavía se anticipa mucha vida por vivir, pero ya se han desvanecido los espejismos aurorales y por fin sabemos, o intuimos, a qué atenernos para ser felices o, por lo menos, para no ser desgraciados. Yo lo conocí hace ocho o nueve, cuando coincidimos en el festival Cosmopoética. Me puse en contacto con él unos días antes de viajar a Córdoba y concertamos una cita. La charla fue distendida y cordial: Eduardo hablaba con precisión y escuchaba con generosidad, dos tareas difíciles. Me agradó su amabilidad, su bonhomía y su intensa conciencia lingüística, que daba para el vuelo del pensamiento y la práctica del humor. Por otra parte, cada vez me interesaban (y me siguen interesando) más los buenos poetas que son, también, buenas personas. Con los buenos poetas que son unas víboras y conozco a unos cuantos me cuesta mucho tratar (y leer su poesía). Y a los malos poetas e individuos abyectos, abundantes como la posidonia, no quiero verlos ni en pintura. De Eduardo había leído, hasta el momento de conocerlo, un excelente ensayo, Una poética del límite, publicado por Pre-Textos en 2005, riguroso, dúctil, razonador, fruto sutil de su formación filosófica, y así se lo dije cuando nos vimos (paradójica e inteligentemente, Eduardo García propugnaba "escribir sin apenas pensar" y "confiar a ciegas en la intuición"). Pero, como a todos los poetas, lo que le gustaba de verdad era ser poeta y que se le leyera como a tal. De hecho, otro de los momentos de aquel memorable (para mí) Cosmopoética fue cuando me crucé otra vez con él por la calle yendo o viniendo del estand donde hacíamos las lecturas y me dijo, emocionado, que le acababan de conceder un premio importante no recuerdo si el Fray Luis de León o el Nacional de la Crítica: fue galardonado con ambos por La vida nueva: los ojos le brillaban y yo advertí un regocijado temblor en su estar: era algo más que un erizamiento de la piel o una vacilación de la voz; era una satisfacción honda, asombrada, conmovedora. Eduardo me regaló algunos de sus poemarios y yo luego seguí la pista de sus publicaciones, lo que no era difícil, porque todas ganaban, o habían ganado, premios importantes: el Hiperión, el Juan Ramón Jiménez, el Ciudad de Melilla. También reseñé La vida nueva, uno de sus mejores libros, en efecto. Lo hice en Turia ("Dantiano y entusiasta", nº 89-90, marzo-mayo de 2009; puede leerse aquí: http://www.eduardogarcia.eu/index_archivos/Page872.htm), donde escribí: "El lenguaje de La vida nueva —y, en general, de toda la poesía de Eduardo García—, bruñido y exacto, conjuga la precisión denotativa con el arrebato analógico y el vislumbre visionario. También las formas acogen, en su pluralidad, opciones clásicas —sonetos, endecasílabos, alejandrinos— y mecanismos modernos, como el versículo extenso. (...) Esta convivencia respetuosa de modos figurativos y surreales caracteriza la obra de Eduardo García, uno de los pocos poetas españoles de su generación que ha sabido sustraerse a la estéril polarización entre realistas y experimentales, y que ha fundido en sus versos, en una síntesis ejemplar, lo mejor de ambas corrientes. La vida nueva no desprecia el detalle menudo, la algarabía de los objetos, el diorama multiforme de la realidad, pero renuncia sabiamente a la anécdota: a eso tan perezoso del hecho por el hecho, de lo nimio por lo nimio. Su poemario alberga, junto a un anclaje sólido en lo que podemos convenir que es el mundo, una voluntad cósmica: un anhelo por que el mundo acoja —y materialice— los hervores de la conciencia. (...) La vida nueva celebra el milagro de la esperanza sin éxtasis ni blanduras, con un lenguaje ceñido y resonante, de elegancias clásicas y osadías actuales". No eran estos los únicos rasgos relevantes del libro: me llamó mucho la atención también la alegría que lo empapaba: un júbilo sosegado, fruto de una madurez reflexiva, que no desconocía las malandanzas de la realidad, pero que se aferraba al goce del amor y la palabra, a la pasión del latido. La Fundación José Manuel Lara publica ahora, en su colección Vandalia, La lluvia en el desierto. Poesía completa (1995-2016), con prólogo de Andrés Neuman y epílogo de Vicente Luis Mora, ambos amigos del poeta y buenos conocedores de su obra. El primero aporta una emotiva semblanza de la persona, sin excluir la consideración estética de su poesía. De ella quiero destacar esta observación: "Me despedí de Eduardo, si es que me he despedido, unos pocos días antes de su muerte. Viajé a Córdoba para verlo y tocarlo una vez más. Era, recuerdo, una tarde muy luminosa. Piadosamente soleada. Él ya sabía y comprendía todo. Parecía más perplejo que asustado. No se mostró dispuesto a fingir ni a sobreactuar. El hospital tampoco había vencido la elegancia de su comportamiento. Se notaba su esfuerzo por no incomodar a nadie: continuaba cuidando a quienes lo cuidaban". El segundo contribuye a la comprensión de la importancia de Eduardo García en la poesía española del último cuarto de siglo con un minucioso análisis, como en él es habitual, de sus claves literarias y estéticas, "Reencantar el mundo: el legado poético y ensayístico de Eduardo García". Entre ambos encontramos un prólogo del propio Eduardo (escrito para una poesía reunida, con el título de La lluvia en el desierto, que no llegó a ver la luz) y su obra publicada: Las cartas marcadas (1995), No se trata de un juego (1998), Horizonte o frontera (2003), Refutación de la elegía (2006) obsérvese este título como ejemplo de la alegría vital a la que me he referido; al poema homónimo pertenece el endecasílabo con el que encabezo esta entrada, La vida nueva (2008) y Duermevela (2014), más dos libros inéditos La hora de la ira, escrito con la indignación de tantos españoles por la injusticia y la corrupción del país, y Bailando con la muerte, un estremecedor relato de la convivencia de su autor con un cuerpo condenado y un conjunto de poemas no incluidos en libros propios, tanto publicados en revistas o antologías como inéditos, rescatados de su gaveta de creador. En el volumen, estrictamente lírico, no se incluyen ni sus ensayos ni sus aforismos, que también cultivó, con acierto, en Las islas sumergidas (2014). La obra de Eduardo García es coherente y sólida: no tiene caídas, aunque sus formas fluctúen de los metros clásicos, a los que recurría a menudo, al verso libre y al versículo libérrimo; del poema largo a las estrofas breves y sus temas se adapten, como es lógico, a las preocupaciones y la evolución personal del poeta. Pero me gustaría destacar uno de los poemarios inéditos que se dan a conocer en esta poesía completa, Bailando con la muerte, quizá porque las reflexiones de alguien que se sabe condenado ("atravieso la perplejidad de la palabra condenado", escribe en uno de sus poemas; aunque todos lo estamos), y que sabe contarlo serenamente, se impregnan de una virulencia, de una verdad atroz, que las hace fondear muy dentro de la conciencia del lector. Impresionan las hechuras sobrias de esta sobrecogida revelación; impresiona su estoicismo; impresiona la confesión que es, radicalmente personal, pero, por eso mismo, enteramente universal: Eduardo García pronuncia, con la sabiduría helada que da mirar a la cara a nuestra única certeza, la elegía que podríamos elevar todos; y, siempre vital, siempre danzante, la refuta.

Transcribo el poema "Si todo ha de acabar"
un soneto isabelino, de Bailando con la muerte:

Si todo ha de acabar, qué importa nada.
Si el río ha de arrastrar cuanto queremos,
días, amigos, cuerpos, libros, senos,
cavando a nuestro paso una hondonada;

si todo ha de anegar la mar helada
y al cabo nos aguardan crisantemos,
más vale no olvidar lo que seremos
y enterrar en olvido la alborada.

Mas si el destino está en quedar en nada,
rema a contracorriente, a tumba abierta,
apurando los cauces, siempre alerta
al destello que inflama la mirada.

Si todo ha de acabar, muerde muy fuerte
cada hora que le robas a la muerte.

jueves, 25 de mayo de 2017

Un finde en Badajoz (y 3): Alburquerque

Dedicamos el domingo a un pueblo del que todo el mundo se hace lenguas, pero que ni Ángeles ni yo habíamos visitado todavía: Alburquerque. Nos hemos planteado hacer una excursión a Portugal, pero hemos llegado a la conclusión de que todo lo interesante lo hemos visto ya, de forma que, para encontrar lugares que merezcan la pena, hemos de desplazarnos cada vez más lejos, y no nos compensa la paliza de coche. Así que salimos de Badajoz hacia el pueblo de Juan Ruiz de Arce, Benigno Bejarano (aquel escritor anarquista cuya corta vida estuvo llena de adversidades: desertó del ejército español, se exilió dos veces en Francia, penó en un campo de concentración nazi y murió gaseado en un camión fantasma en 1944) y Luis Landero. Al llegar a Alburquerque, nos dirigimos de inmediato al castillo de Luna: en la oficina de turismo nos han informado de que la última visita de la mañana y el castillo solo puede visitarse con guía está a punto de empezar. Para llegar a tiempo, hemos de subir corriendo la cuesta que conduce a la fortaleza, lo que casi me provoca un colapso pulmonar. De camino a la cumbre, he oído gritar a Ángeles, que trota varios metros por detrás de mí: "¡Mira, unas tumbas antropomorfas excavadas en la roca!". Intento responderle que ya las veremos al bajar, pero solo emito un estertor. La cultura implica a veces algunos sacrificios, incluso el de la propia vida. La guía que nos lleva por el castillo es una joven alburquerqueña, sustituta, durante quince días, de la guía oficial. Pronto nos dirá que había hecho muchos cursos de formación de todas las administraciones públicas y que siempre había pensado que no valían para nada, pero que este trabajo que le ha salido demuestra que estaba equivocada: el que hizo de turismo en la Diputación de Badajoz sí le ha servido. Pronto noto que, en su idiolecto, el verbo "observar" sustituye, casi siempre, al verbo "ver". Así, nunca podemos ver nada, sino que podemos observar; y las vistas no se ven, sino que se observan; y hemos de observar el escalón, para no tropezar en él. Igualmente, nada está nunca en un sitio, sino que "se encuentra" en ese sitio: el castillo se encuentra en un cerro de la Sierra de San Pedro y la mesa se encuentra en el centro de la habitación. La razón de estas sustituciones es la misma por la que "escuchar" ha reemplazado a "oír": son palabras o expresiones más largas y complejas, y, por lo tanto, parecen más técnicas, más finas, lo que, a su vez, transmite una imagen más elevada o profesional de quien las utiliza; se trata, en suma, de una faceta más del horrendo polisilabismo que carcome al castellano. Si se puede decir "observar", "encontrarse" o "escuchar", ¿para qué emplear el monosilábico "ver", tan parco, tan pobretón, el simplicísimo "estar" o ese "oír" insufriblemente plebeyo, casi proletario? También observo que, en la lengua de nuestra por otra parte encantadora guía, las cosas no son, sino que son lo que son, o lo que eran. Habla, quién nos lo iba a decir, como el ministro De Guindos, para quien lo que es la economía española ha mejorado mucho con el gobierno de Rajoy, o lo que era la prima de riesgo ha descendido asimismo significativamente. Que detecte estos giros innecesarios y entorpecedores yo veo el lenguaje es un problema: si me quedo enganchado en ellos, ya no aprecio el contenido o la realidad que, mal que bien, describen. Así que me esfuerzo por atender a la información que la guía (y el ministro de Economía) nos proporcionan sin reparar en los errores y, precisamente, antieconomías que cometen. Al hacerlo, aprendo que el castillo de Luna data del s. XIII y que se llama así por haber pertenecido a don Álvaro de Luna, maestre de la Orden de Santiago y condestable de Castilla: ambos escudos, de la Orden y de la casa de Luna (una luna yacente, como no sorprende comprobar), figuran en los muros de la torre del homenaje, la impresionante construcción que preside la ciudadela. Todo está muy bien conservado, a lo que seguramente ha contribuido que el castillo no haya sido nunca expugnado ha caído por asedio, pero nunca por ocupación, pero también que una amplia reconstrucción restañara las heridas del tiempo tras la Guerra Civil. En el primer patio al que accedemos, vemos una espléndida pila bautismal de piedra, llena de agua verde, y la entrada a la cantina, donde los guerreros así llama a los soldados nuestra guía se refrescaban de los sudores de los trabajos y las guardias, que debían de ser muchos, dado el rigor de las temperaturas. En una primera terraza vemos el aljibe, al que el suelo inclinado en el que se encuentra entre cuyas baldosas crecen las amapolas llevaba el agua de la lluvia, como en los platos de ducha actuales. Nos impresionan las vistas, que abarcan 70 km a la redonda, muchos de los cuales pertenecen ya a Portugal, cuyo castillo de Marvao se eleva enfrentado a este. Visitamos también las mazmorras, que no podían faltar, tan siniestras y aniquiladoras como estas, en un castillo que se preciase: un tubo chato de sillares húmedos y negros donde pasar los días debía de ser lo más parecido a pasarlos en el infierno. En una de las habitaciones por las que cruzamos, llamada "de los susurros" (o quizá "de los secretos": no lo he anotado bien), lo que uno dice en una esquina, mirando a la pared, se oye con toda nitidez en la esquina opuesta; en otra estancia, la guía subraya la existencia de una letrina, esto es, un agujero excavado en la roca, como una tumba antropomorfa, y sus funciones también defensivas: lo que caía, caía como las piedras o el aceite hirviendo sobre quienes pretendieran asaltar la fortaleza, y con efectos quizá más devastadores todavía; y, en una tercera, desbaratando la atmósfera medieval que la guía ha sabido suscitar, distingo una ventana remendada con celo (es decir, no con cuidado, sino con cinta adhesiva). Por fin, nos asomamos a la cocina, piramidal, que no es sino una enorme chimenea y, por eso mismo, también la calefacción central de la torre. Hacemos la última parada en la iglesia de Santa María del Castillo, de finales del s. XIII, que ilustra como pocos otros lugares de Extremadura (y de España) la transición del románico tardío al gótico, y cuyos capitales parecen tallados ayer. 
       Acabada la visita, nos despedimos de la simpática guía y paseamos un buen rato por el pueblo. Hace calor, pero las callejuelas de la Villa Adentro, el barrio gótico, nos dan la sombra suficiente como para que la caminata no sea un calvario: la estrechez de los trazados urbanos era el aire acondicionado de la época. Nos gusta la arquitectura popular, encalada, con geranios y claveles en los balcones, de este enclave medieval, en el que reconocemos las casas de dinteles ojivales de la importante comunidad judía que lo ocupó hasta la fatídica expulsión de 1492, muchas de las cuales lucen todavía, en la jamba derecha de las puertas, la hendidura de la mezuzá, el pergamino con versículos de la Torá con el que los hebreos protegían sus moradas (aunque no les sirvió de mucho contra el decreto de expulsión de los Reyes Católicos). Claro que, entre tanto legado del pasado medieval, también aparecen elementos del presente, algunos amables, como los "despachos de pan" que menudean en la localidad, y otros tan inquietantes como una bandera española en un balcón con una inscripción de la Legión. Vamos de una punta a otra del barrio, que coinciden con sendas entradas de la muralla la Puerta de la Villa, con una florida capilla, y la Puerta de Valencia, flanqueada por dos contundentes torres, admiramos el pozo de Alcántara, cuadrado y granítico, de 1643, y no dejamos de visitar la iglesia de Santa María del Mercado, del s. XV, con columnas con nervaduras potentísimas, donde alguien, que sospechamos el sacristán, y que ya está perorando ante otros visitantes, culmina su exposición recitando una poesía mariana muy bonita y señalándonos la curiosa tumba de un judío converso, cuya condición de converso revela en la lápida una estrella de David de solo cinco puntas. 
        Comemos en el restaurante Rolán, al lado de la plaza de toros, que no sabemos si sigue siéndolo: los bajos están ocupados por viviendas particulares, con ropa colgada en las ventanas y antenas de televisión en las fachadas. Acaso sea este un buen ejemplo del proceso de destaurinización que está sufriendo la sociedad española. De camino allí, hemos visto un balcón, a la salida de una calle estrecha, del que colgaba un cartón con la siguiente leyenda manuscrita: "Ojo camiones: cuidado con balcón". Justo en ese momento, ha pasado la camioneta de alguien llamado Rabazo. Por suerte, y pese a la magnitud de la amenaza, no alcanzaba al balcón previsor. Tras el revuelto de criadillas de tierra, excelente, y la sepia a la plancha, no tan conseguida, que nos asestamos en el Rolán, visitamos el último punto de nuestro interés en Alburquerque: el risco de San Blas, con sus pinturas rupestres. Las pendientes empinadas son nuestro enemigo de hoy, porque otra, no menos terrorífica que la que conduce al castillo de Luna, nos espera al pie del risco. La atacamos con el lastre espantoso de las criadillas y la sepia a la plancha, resignados al último esfuerzo del día. Subiendo, veo a una cigüeña colgada en un poste cercano y por primera vez entiendo el mecanismo de la regurgitación. Llegamos, no obstante, sin habernos desmayado, aunque con muy escaso resuello, y descubrimos que las pinturas de la Edad del Bronce de las que tanto pensábamos disfrutar son solo unas desvaídas figuras rojizas, apenas visibles. De hecho, nos cuesta localizarlas, aunque el punto en el que se encuentran está vallado y señalizado. Los más de 5000 años de antigüedad que tienen no les han sentado bien: no es extraño, en realidad. Lo sorprendente es más bien que hayan resistido tanto tiempo, y que todavía puedan apreciarse, aun con trabajo, los dibujos esquemáticos, antropomorfos y zoomorfos, que constituyen los primeros balbuceos simbólicos de la humanidad. Mientras los contemplamos, oímos esquilones y balidos, y una brisa reconstituyente nos pellizca la piel. Ángeles descubre, entre los líquenes verdeamarillos que cubren casi todo el abrigo, otras pinturas neolíticas no indicadas. Cerca de una, yo advierto una cabeza de gato dibujada y varios anclajes de escalada. Se conoce que la gente viene aquí a hacer pintadas y a practicar montañismo. Excelentes ideas. Quizá podrían utilizarse estas rocas como paneles para grafiteros o carteles electorales. Aunque, si nos ponemos a ello, seguro que descubriremos otras actividades todavía más adecuadas.

lunes, 22 de mayo de 2017

Un finde en Badajoz (2): pintores, poetas y unos espirituales ni espiritados ni espirituosos

Tras el esplendoroso paréntesis de Antonio Juez Nieto, el realismo y su facción más radical, el costumbrismo, vuelven a adueñarse de las salas del Museo. Eugenio Hermoso pinta niñas sonrientes; de hecho, todos los personajes que pasan por su pincel sonríen: parecen norcoreanos. También José Pérez Jiménez da cuenta de la realidad sin complicarse la vida, aunque tiene el mérito de no eludir sus aspectos más sórdidos, como la pobreza que ha acosado, a lo largo de la historia, a tantos extremeños. El portugués Bonifacio Lázaro se acerca a esa misma realidad con un toque naïf. Felipe Checa, en fin, es pródigo en bodegones y ramos de flores que, por muy excepcionales que sean, siempre serán solo bodegones y ramos de flores, pero aporta una serie de escenas de interior, muchas de las cuales se componen de un varón mayor clérigo o burgués, acompañado por una joven fresca y risueña, cuya ironía y trazo detallista y pícaro me recuerdan al estadounidense Norman Rockwell, que también dibujaba estampas traviesas y amables, reveladoras de cierto espíritu de época. En una de las ilustraciones de Checa, "Aprovechando la ocasión", de 1896, aparecen dos monaguillos robándole la comida y bebiéndose el vino de un cura gordo dormido en su escaño. Entre la muchísima obra expuesta (que vemos sin descanso: otra cosa que el Museo no tiene, además de público, son asientos), descubrimos con sorpresa un óleo del leridano Baldomero Gili Roig, de 1922, titulado "La abadía", que representa el monasterio de Sant Cugat, el pueblo (aunque hoy de pueblo le queda poco: cuenta ya con 90.000 habitantes) donde tenemos nuestra casa. No nos cabe duda: reconocemos el rosetón el segundo más grande de Cataluña, después del de la catedral de Gerona, el lienzo de muralla por el que se accede al recinto del monasterio, y el palacio abacial. El Museo contiene poca pintura foránea. Apenas vemos un "Paisaje inglés", de Strafford Newmarch, fechado en 1871. La información sobre el cuadro señala como autor a "S. Newmarch Petersham", pero sospecho que ni es un paisaje inglés aunque lo parezca: hay un río, robles, barcas y un cielo con nubes ni Petersham es su nombre, sino una localidad y un bosque de Massachusetts que el artista, americano, pintó a menudo, incluso en una serie titulada "Por los bosques de Petersham". En la planta baja, la más añeja y menos reformada del conjunto con paredes despintadas, cables asomando por los rincones y un aire lúgubre que disuena de la modernidad luminosa del resto del edificio, admiramos varias piezas de Luis de Morales, con su trazo sorprendentemente moderno, y tres aguafuertes de Goya, entre los que destaca "El agarrotado", con un crucifijo entre las manos y los dedos de los pies tan agarrotados como su propietario. Justo detrás de esta imagen aterradora, y de las no menos horrorosas de los "Sueños" que la acompañan, cuelgan varios óleos de los reyes de España aparatosos, como todos los retratos de la realeza, desde Isabel II (con la que los pintores obran maravillas: en algunos cuadros está hasta guapa, cuando en realidad parecía un sargento de alabarderos) hasta Juan Carlos I (el actual, Felipe, todavía no ha ingresado en la galería, pero todo se andará). Me pregunto si tendrá alguna intención esta continuidad. 

A la salida del Museo, vamos a comer a Durán Cacho, un restaurante mucho más modesto que el Galaxia, pero donde las croquetas están, por lo que me dice Ángeles, que ya conoce el local, de rechupete. Y, sí, lo están. Luego pasamos por delante de la iglesia de Santo Domingo, del s. XVI, donde fray Luis de Granada escribió Guía de pecadores, uno de los best sellers de la centuria. En general, todas las obras del dominico eran recibidas y leídas con entusiasmo por el público de la época, aunque hoy, aburridas hasta la narcolepsia, solo sean pasto de eruditos sadomasoquistas (Mark Twain decía, con su habitual crueldad, que la erudición es el ruido que hace el polvo al caer en un cráneo vacío), lo que me lleva a pensar, una vez más, en la poca fiabilidad del éxito comercial de un libro para determinar su calidad (o, como en este caso, su perduración). Cruzamos después el parque de Castelar, escueto, romántico y exuberante, con sus palmeras infinitas, donde me complace encontrar dos homenajes a poetas: un busto de Luis Chamizo y la estatua de Carolina Coronado. Lo celebro no tanto por la entidad de los vates sobre todo, de Luis Chamizo, cantor castúo como por el reconocimiento que supone de la poesía: por el valor que la sociedad le atribuye, o le atribuía. Porque, sin duda, se trata de algo periclitado, que sucedía en sociedades antiguas, pero ya no en la nuestra: hoy es impensable que se rindan homenajes permanentes a poetas en los parques públicos de las ciudades (ni en ningún otro lugar: en el aeropuerto de Madeira han preferido instalar un busto, escalofriante, de un jugador de fútbol). No obstante, el estado de conservación de ambas esculturas es muy deficiente: los textos que figuraban al pie de la efigie de Chamizo y del monumento a Coronado se han borrado (aunque, en el caso de Chamizo, esto quizá no sea demasiado de lamentar), y este, además, está cubierto de cagadas de paloma. En general, los pájaros la asedian. Pienso con alguna melancolía en los parques ingleses: allí las aves serían cisnes; aquí son ocas, gansos, patos y palomas, que nunca dejan de graznar ni de tener hambre. Salimos del parque y cruzamos la poterna de San Vicente para encontrarnos en el paseo de San Francisco con nuestra amiga Teresa. En uno de los túneles de la fortificación encuentro algunas pintadas, entre ácratas y hedonistas, muy inspiradoras: "Haz lo que te dé la puta gana", "Free yourself" y, la más sintética y atinada de todas, "sé feliz". Con Teresa charlamos un buen rato en una de las terrazas del paseo. Sus virtudes son muchas, pero una destaca a mis ojos: su alegría, incluso en la adversidad. Lo que le pase, por desagradable que sea, nunca motiva el abatimiento, sino que es recibido con templanza. Teresa conserva, aun en las circunstancias más difíciles, la capacidad de reírse de todo y de sí misma, y eso tiene un valor inestimable. En realidad, esta capacidad para metabolizar con humor cuanto le preocupa es otra consecuencia de su educación. La educación no es otra cosa que la represión del yo. Ser educado supone no imponer el propio ser, sus necesidades y miserias, a los demás, y Teresa observa ese principio de convivencia a rajatabla, aunque dulcificado por la socarronería. Con ella entramos a ver, en el adyacente Teatro López de Ayala, Gospel Days, un espectáculo de espirituales negros de Xtreme Gospel, el coro gospel de Extremadura. El problema, que advertimos nada más abrirse el telón, es que de espirituales negros solo tienen lo de espiritual, y gracias. El coro, en el que solo hay una cantante oscura, parece el de una parroquia que se haya vestido con unas túnicas moradas. En su actuación falta voz, falta energía, falta autenticidad. Es a los espirituales negros lo que los bailaores japoneses al flamenco: gente muy amante del género, pero carente de ese conocimiento profundo, de ese arraigo en el arte, que da haber nacido y haberse criado en su seno. Por si la debilidad del coro fuera poca, un grupo de cuatro músicos, con guitarra, teclado y batería, ensucia aún más unas piezas que deberían cantarse a capela o con un acompañamiento mínimo, que se limitara a puntear el ritmo: en algunas canciones solo oigo el tam-tam de la percusión. Únicamente los interludios de danza, de la compañía Danzaida, sobrios y elegantes, tienen interés. Las letras de las piezas tampoco se entienden con claridad, aunque su mensaje es inequívoco: se titulan "Yo amo a Dios", "Cantaré a Dios por siempre" o "Alabad a Dios", aunque en esta última confundo el estribillo: dice "¡Alabadle!", pero yo entiendo "¡Haya bable!", lo que por un momento me hace pensar si no será este un grupo asturiano. El espectáculo concluye con el parlamento de una representante de la Asociación de Epilepsia de Extremadura, a cuyo beneficio se ha realizado la actuación, que sube al escenario, invitada por la directora de Xtreme Gospel, para promover el apoyo de los presentes a su causa, y con un "¡Oh, Happy Day!", cuyo solista es una niña asimismo sacada del público, sobre la que no se nos dice nada. Para rematar nuestra dudosa experiencia musical de hoy, en el Pepe Jerez, donde nos paramos a picar algo de cena, nos enteramos las televisiones aúllan de que España ha quedado última en Eurovisión (aunque no con zero points, como yo auguraba y me habría gustado, sino con cinco conmiserativos puntos del televoto). Ah, Manel Navarro, qué bárbaro, qué tío.

miércoles, 17 de mayo de 2017

Un finde en Badajoz (1): galaxias y jueces

Como Ángeles está de guardia localizada este fin de semana, decidimos pasarlo juntos en Badajoz. Salimos la tarde del viernes para hacer un recado y luego cenar por ahí. El recado consiste en llevar a enmarcar algunos grabados y serigrafías que tengo pendientes de adecentar desde hace años. Vamos caminando desde nuestra casa al centro; siempre lo hacemos así: es un largo paseo, pero nos conviene para combatir nuestro irremediable sedentarismo. Cuando cruzamos el Guadiana por el puente de la Universidad, no podemos dejar de reparar en los bancos de camalote que devoran las orillas y las islas interiores. Como no se le ponga coto pronto, todo el río desaparecerá bajo una especie tan invasora y dañina como los concursos de cocina en la televisión. Al otro lado del Guadiana, damos pronto con una tienda de enmarcación. La atiende uno de los palomos cojos que han hecho justamente célebre a la ciudad. Cuando ya hemos acordado lo que queremos, no nos pide paga y señal: las obras, dice, son garantía suficiente. Cumplido el deber, buscamos ahora el placer. A Ángeles le apetece cenar en un restaurante japonés, aunque yo no sea ningún fan del pescado crudo, como no lo soy de ninguna carne cruda; por el contrario, creo firmemente en las virtudes civilizatorias del fuego. No obstante, como en nuestra relación yo siempre tengo la última palabra "sí, cariño", nos dirigimos a uno de los japos pacenses con mejores reseñas en tripadvisor. Una vez allí, nos disgusta el ambiente moderadamente cutre, con olor a fritanga, no hay clientes, lo que siempre resulta sospechoso, y todo el personal es negro. No es que esto sea un inconveniente, pero nos desconcierta: esperábamos que fuese amarillo. Cambiamos de idea es decir, Ángeles cambia de idea y probamos suerte en otro restaurante del que también encontramos buenas referencias en ese piélago de sabiduría que es Google, el Galaxia, cerca del nipón tenebroso. La decoración no es mucho mejor que en este, aunque sí más ecléctica. En las paredes, que configuran una suerte de tubo metalizado, como el puente de una nave estelar, con enormes ojos de buey, se mezclan añejas fotos de toreros y carteles de corridas de toros, una camiseta y una bufanda enmarcadas del Atlético de Madrid (la bufanda es de la peña Diego Godín de Majadahonda) y jamones colgando. Tendrá forma de vehículo espacial, pero el interior recuerda a una tasca de carretera. Y la comida, como descubriremos a continuación, no está a la altura del precio, desorbitado: pagamos 68 euros de vellón por una cena mediocre, en la que solo descuella el postre, un sorbete de mandarina al cava que nos aligera de las pesadeces anteriores. Mientras nos lo tomamos, observamos a una familia, en una mesa vecina, que debe de estar celebrando algo. A las señoras empingorotadas y los caballeros enhiestos acompañan dos adolescentes trajeados y con unos flequillos que podrían cortar pan. Uno completa el memorable atuendo con unos tirantes con la bandera española, como los que usaba don Manuel Fraga Iribarne, tan añorado. Pero el muchacho demuestra una vez más que la formalidad en el vestir no se corresponde con la elegancia en el estar: con su traje y su corbata y su flequillo y sus tirantes patrióticos, suelta unos lametazos al cuchillo que nos ponen los pelos de punta. Volvemos a casa con la sensación de que todo ha salido razonablemente mal: solo el encargo de los marcos parece haber funcionado, aunque está por ver el resultado. En el camino de regreso, pasamos por delante de la librería que distribuye los libros de la Editora Regional de Extremadura. En el escaparate hay mochilas de colores para niños y una amplia selección de superventas, de Matilde Asensi a Carlos Ruiz Zafón, pero ni un solo libro de la Editora. Decididamente, hoy no ha sido nuestro día.

El sábado por la mañana volvemos a la ciudad, esta vez para visitar el Museo de Bellas Artes. Optamos por seguir hoy el paseo fluvial hasta llegar a otro puente, el de Palmas, a cuya salida nos encontraremos ya muy cerca de la pinacoteca. En un punto del camino, vemos a un ciclista, junto al agua, dando pan a los gansos. En realidad, no les da pan: les da la panadería entera. Los bichos se le amontonan, entre graznidos y revuelos, como si se lo fueran a comer a él. Al lado del ciclista, un enorme cartel prohíbe alimentar a los animales. Ya en el casco viejo, observamos la atrayente mezcla de casonas burguesas del diecinueve y construcciones proletarias del veinte, muchas de las cuales amenazan ruina. Entre las primeras, descubrimos la casa natal de Manuel Godoy, aquel cadete de la guardia de corps de Carlos IV que acabó siendo el Príncipe de la Paz, cuya lista de títulos y honores es casi tan larga como la de la reina de Inglaterra entre los cuales destaca el de Generalísimo, en el que precedió a otro militarote advenedizo bien conocido, aunque sus méritos parezcan más bien provenir de una guapura y una fogosidad muy apreciadas por María Luisa de Parma, la esposa del monarca, a la que Goya pintó como un loro. Mientras descansamos de la caminata en una terraza, cerca ya del museo, tomando una cerveza, pasa por nuestro lado una septuagenaria con el pelo hacia arriba, como Marge, la madre de los Simpson, aunque no sea azul, sino gris. Pronto veremos más imágenes inverosímiles en el Museo de Bellas Artes, situado junto a la Giraldilla. Y las veremos a nuestras anchas, porque en el Museo no habrá nadie más que nosotros, y los vigilantes de seguridad (que nos siguen discretamente en cada planta, no sé si para vigilarnos o porque los sacamos del aburrimiento), durante las dos horas largas de nuestra visita. Esta parece ser una costumbre de los museos pacenses: que nadie los visite nunca. Tampoco había nadie en el MEIAC ni el el de la Ciudad cuando los recorrimos, y eso que todos son gratuitos: quizá habría que cobrar entrada para que acuda el público. Veo, complacido, que menudean los pintores catalanes: Dalí, Guinovart, Tàpies, Estruga, Armando Font, Masriera, Subirachs. También los trabajos sobre la tauromaquia como un precioso dibujo de Rafael Alberti, algunas atormentadas piezas de Juan Barjola y un magnífico "Derribo del picador", de Antonio Gallego Cañamero, lo que resulta comprensible en esta tierra tan taurina. Y si Alberti pintaba a la vez que componía versos, aquí descubro que Luis Álvarez Lencero era escultor además de poeta: sus piezas, estilizadas, aéreas, me sorprenden por su expresiva ligereza, por su sencillez poco acomodaticia. El costumbrismo está ampliamente representado en las colecciones del Museo, pero me interesa poco. Adelardo Covarsí, por ejemplo, el más venatorio de los pintores extremeños, y aun del mundo entero, solo sabe componer escenas estáticas, retratos pasivos, maniquíes chatos, de rostros inexpresivos, intercambiables, aunque, eso sí, en óleos anchurosos y con gran aparato de escopetas, cananas, chambergos, zurrones, sabuesos y jacos, sobre fondos de montes o dehesas o cielos llenos de púrpuras y rosas, artificiosos. Por una suerte de justicia poética (o pictórica), a su lado descubro al artista extremeño más interesante, a mi juicio, de los aquí expuestos, Antonio Juez Nieto, que encarna los antípodas de Covarsí: la suntuosidad, el orientalismo, la investigación en los otros mundos (a veces, los inframundos), el Art Nouveau; no necesariamente la vanguardia a la que criticó, sobre todo al cubismo, que aborrecía, pero sí el antirrealismo, la fantasía, el sueño y el sexo, en su caso, una homosexualidad ardiente, que lo llevaba a pintarse a sí mismo con traje de varón pero tacones de mujer y pestañas postizas. Fruto de su interés por un erotismo explícito son sus cinco lienzos pintados en 1936 para los almacenes "La Giralda", que describen a cinco femmes fatales de la historia y la cultura: Venus, la reina de Saba, Cleopatra, Haru-Ko y Carmen, con cuerpos insinuantes, envueltos en un tórrido y exuberante ornato. La serie causó un considerable escándalo en su tiempo y hubo de ser retirada. Uno piensa en lo asfixiante de las costumbres de entonces cuando repara en que en estos cuadros de Juez Nieto, considerados el colmo de la impudicia, apenas se ve nada: como mucho, una teta en alguno de ellos, y de refilón. Para los probos caballeros y muy augustas señoras de aquel Badajoz prebélico, que se distinguiera un ombligo, un tobillo o un hombro nacaradamente desnudos, y no digamos un muslo o un pecho, era una desvergüenza intolerable. Juez Nieto cultivó las japoneserías y el mito, y sus lánguidas pero barrocas escenas recuerdan no poco las de otro prócer del Art Nouveau, el checo Alfons Mucha. Reparamos en un "Heliogábalo" cuyo protagonista es la viva imagen del avieso Jerjes de 300, y caigo en la cuenta de que también el escritor Antonio de Hoyos y Vinent, uno de los grandes amigos de Juez Nieto, homosexual como él, se sirvió del atroz emperador romano para una de sus más conocidas obras, La vejez de Heliogábalo. Pero Juez Nieto compaginaba sus fabulaciones eróticas con una minuciosa atención a lo oscuro de la existencia. Muchos de sus cuadros son representaciones fúnebres o diabólicas, visiones tenebristas o desgarros existenciales, con aires al Bosco y William Blake, y abundancia de personajes inquietantes, como un esqueleto tocando una flauta o un mono disfrazado de rey (u obispo). Así se aprecia en "Letanía de Satanás", "Nuestras Señoras de la Tristeza" o "Letanía vitae", un tríptico en el que vemos, a un lado, a una pareja haciendo el amor; en el otro, a la muerte con su guadaña; y, en el centro, la figura monstruosa del Destino, que rige una sociedad que ha sucumbido a los siete pecados capitales. Pese a la opulencia de su imaginación y la hipnótica brillantez de su obra, algo tuerce la consideración que Antonio Juez Nieto me inspira: su apoyo al levantamiento de Franco y a la dictadura que instauró. Siempre políticamente muy conservador (a diferencia de su amigo Hoyos y Vinent, que, pese a ser de familia noble, se hizo anarquista, colectivizó sus propios bienes y murió en 1940 en una cárcel franquista), pronunció varias charlas en Radio Extremadura en los años de la Guerra Civil a favor de los sublevados, que luego recogió en una serie de folletos patrióticamente intitulados Al servicio de España, siguió colaborando después en la prensa oficial, y hasta pintó, entre 1941 y 1943, un por otra parte soberbio tríptico ortodoxa pero vergonzantemente titulado "La oración de España. Una, Grande y Libre". Por fin, cuando ya no pudo seguir pintando, por una alergia al cobalto (que es algo tan cruel como que un ceramista tenga alergia al barro o un político corrupto, a los billetes de 500 euros), las autoridades lo nombraron jefe de parques y jardines de la ciudad de Badajoz en 1948, para que pudiera mantenerse. Su trabajo en este terreno, y nunca mejor dicho, fue sobresaliente, como ya lo había sido en los anteriores, pero me cuesta sobreponerme a su identificación con un régimen faccioso, que, por cierto, persiguió con saña a los homosexuales y fue el responsable de la muerte de algunos de sus mejores amigos. Así me sucede con todos los grandes artistas que se refugian en el autoritarismo para salvaguardar su obra, o la posibilidad de seguir creándola. Ninguna obra decente, pienso, debe cobijarse bajo el paraguas de la indecencia. Y menos si ese paraguas no chorrea agua, sino sangre.

viernes, 12 de mayo de 2017

Con una lima rompían antes los presos los límites de su encierro

Casi todas las antologías son hijas del gusto de quienes las hacen. Y es natural que sea así. Al fin y al cabo, la literatura es cosa de disfrutar, y nada hay más justo que entenderla –y ordenarla– por el goce que nos procure. La gran mayoría de selecciones, no obstante, se quedan ahí; solo unas pocas se esfuerzan por indagar en ese gusto y dilucidar las razones que lo explican. Es una tarea difícil: siempre lo es pensar el sentimiento, que es exactamente la mitad de aquella máxima vital de Unamuno: «pensar el sentimiento y sentir el pensamiento». Justamente en esa laboriosa travesía se ha embarcado Óscar de la Torre –heterónimo de Julio César Galán (Cáceres, 1978)– con esta antología, Limados, que se erige en ejemplo de crítica fuerte, de crítica inquisitiva y razonadora, que alumbra una idea y la desarrolla con todas sus consecuencias, hasta el punto de que uno no sabe si es una antología de poetas a la que se ha antepuesto una introducción o un ensayo ilustrado con los poemas de algunos autores. Pese a su singularidad, no sorprende demasiado si se conocen los antecedentes de su autor, Julio César Galán, que, en la poética que publicó en 2011 en la página de Internet «Las afinidades electivas», abogaba por la confluencia de juicio y sensibilidad en la práctica del poema: «1) Una tradición poética en la cual la propia crítica es poesía al mismo tiempo. 2) Si entendemos la poesía como una transposición de una crítica literaria, como un análisis de libros, como un acto de lectura, llegamos a un poema basado en el análisis, el juicio y la evaluación: intrapoesía. (…) 4) El poema es un ensayo sensitivo, es una “estructura lógica, donde la lógica se pone a cantar”». El poeta acredita en su obra más reciente en la que destaca, a mi juicio, Inclinación al envés esa toma de partido por una poesía quebrantadora, que hurga en sí misma, que funde la teoría y la práctica, y se ofrece al lector zarandeada y desafiante.

¿Y cuál es la idea fundamental, fruto de esa crítica fuerte, que recorre y articula este Limados? La que recoge su título: «la ruptura textual»: una poesía que deshaga las estructuras y límites lingüísticos y estilísticos convencionales –es decir, las reglas léxicas y sintácticas, y, en un sentido más amplio todavía, gramaticales y hasta visuales–, y los dote de un mayor sentido, ensanche su polisemia, su hondura, su proyección, por el procedimiento de reventar costuras y armazones, previsibilidades y tópicos. Se trata de romper la enunciación tradicional: de extrañar el poema y desautomatizar el lenguaje. Pero una duda asalta de inmediato al lector: ¿Esto no se ha hecho ya? ¿No hay contradicción en defender una poesía que se aparte de lo acostumbrado, y hasta lo niegue, y que sea, a su vez, reedición de algo ya hecho, de una costumbre anterior, por muy vanguardista que resulte? No, no la hay: la que Octavio Paz llamó «tradición de la ruptura» no consiste en inventar iconoclasias sin pausa, sino en indagar sin pausa, en una actitud incansable de busca, de alejamiento y renovación de lo consolidado o institucional, tan mortecino siempre, tan castradoramente inequívoco. Lo que Limados propone y ejemplifica ya se ha hecho antes, sin duda —desde los ismos hasta Derrida—, pero, a veces, innovar consiste en actualizar lo pasado: en adaptarlo a unas necesidades que, transcurrido el tiempo, se perciben renacidas. En cualquier caso, esta tendencia neovanguardista, esta rehabilitada corriente experimental, persigue la subversión léxica y sintáctica y el destripamiento del artefacto poético, pero manteniendo la envoltura, la apariencia discursiva, el tono lírico, para evidenciar la discrecionalidad del mensaje y subrayar la relatividad de sus elementos constitutivos. Esta voluntad de transgresión quizá sea el resultado de superponer a la posmodernidad, descreída de los absolutos —el autor, las doctrinas estéticas y cualquier forma de certidumbre artística—, la indignación coyuntural por la manipulación de los mensajes, por la mentira rampante: por la certeza de que todo enunciado comunica una interpretación de la realidad acorde con los intereses privativos de su emisor. Algunos poetas, como los que se recogen en Limados, se esfuerzan, en este contexto, por desarmar el prodigio: por revelar los materiales constructivos y las retóricas empleadas, o por manipularlos, a su vez, para que sea patente su naturaleza arbitraria y su siempre posible adulteración.

Los autores seleccionados son, por orden cronológico, Ángel Cerviño (1956), Alejandro Céspedes (1958), Yaiza Martínez (1973), Enrique Cabezón (1976), Julio César Galán (1978), Juan Andrés García Román (1979), Mario Martín Gijón (1979) y María Salgado (1984), que el antólogo se esfuerza por presentar como una «muestra» y no como una generación. Aceptándolos como muestra se atenúan algunas ausencias, como las de Julián Cañizares Mata, Óscar Curieses, Vicente Luis Mora o Agustín Fernández Mallo, que ampliarían coherentemente la nómina. Todos los autores presentes en Limados, aunque cada cual con sus técnicas, participan de la construcción progresiva, del proceso sin fin, que es el poema. La poesía es, para Óscar de la Torre y sus antologados, la «traducción de la inacabado», una realidad eternamente inconclusa y una experiencia extrema: la de lo que no conoce fondo, marco ni fin, aunque no tenga más remedio que presentarse con una apariencia determinada, que íntimamente se considera solo provisional. Por eso en Limados se defiende una «poesía de la lectura» o «de la otredad»: la que necesita imprescindiblemente al lector, a un lector interrogativo, dinámico, partícipe, co-creador (no cloqueador), un lector que pesquise, averigüe y complete, aquel «lector macho» que tan pertinente pero también tan groseramente reclamaba Julio Cortázar.

La paradoja que alimenta la poesía por la que aboga Limados es esta: la ruptura del poema pretende multiplicar el poema (y, por lo tanto, también el yo), abrirlo, magnificarlo, hacerlo más vivo, más posible, menos cierto. Los autores de esta antología disienten de la certidumbre, esa cosa muerta, y se sitúan en los antípodas de quienes la reclaman como bálsamo para las tribulaciones del hombre, vindicación de la que hemos tenido algún ejemplo reciente, tan lamentable como inane. Ellos, por el contrario, coinciden con Emily Dickinson en hallar consuelo solo en lo inestable. Todos buscan una textualidad poética caleidoscópica. Todos persiguen las afueras del poema para que también sean el poema; o su silencio, para que diga; o su negación, para que se afirme y se refute; todos cabalgan en una permanente desarticulación, que configura una paradójica entereza.

Óscar de la Torre insiste en su magno prólogo –que es, como digo, un meritorio ejemplo de investigación literaria– en que lo que hacen los autores limados no es metapoesía, sino «destrucción del texto poético», entendido este como obra conclusa, intangible, definitiva, perfecta. De la Torre, y todos, defienden un lenguaje detonado, un texto expansivo, al que cada uno llega por diferentes vías logofágicas: el «ostracón», el poema hecho con restos o ruinas, ejemplificado por Alejandro Céspedes; la «lexicalización», que fractura el texto y aísla los elementos que lo integran por medio de las barras, practicada por Ángel Cerviño; el «leucós», que utiliza el blanco de la página para multiplicar el significado del poema, y que encontramos en María Salgado; el «tachón», del que son representantes Enrique Cabezón y Julio César Galán, que tiene un ilustre antecedente en José Miguel Ullán, y que revela que «escribir es tachar, ensuciar es limpiar, ya que se intenta enseñar esa censura del autor con su obra, la autocrítica como forma de autobiografía versal. Por eso convergen lo cerrado y lo embrionario, el afán de perfección y la impureza»; la «adnotatio», o adición de notas a pie de página, que se incardinan creativamente en el poema y, a la vez, lo vuelven indeterminado, turbulento, a la que recurren Ángel Cerviño y Yaiza Martínez; la polifonía fragmentaria e intertextual de Juan Andrés García Román; el desmontaje del signo lingüístico, protagonizado por Mario Martín Gijón, cuyos poemas aparecen saturados de «vocablos desflorados en semas»; el recurso a «babel», o la incorporación de otros idiomas a los poemas, como hacen Mario Martín Gijón y María Salgado. Todos estos mecanismos, y otros de menor presencia, desdibujan (y, por lo tanto, amplían) los límites (y el contenido) del texto. Como escribe Óscar de la Torre, «el poema deja de ser un espacio definido (…) la lectura se bifurca y se disemina; el texto deja de ser algo lineal y se vuelve objeto doble o simultáneo, progresivo y retroactivo, incluso aleatorio (…) una derrota del significado por la amplitud del sentido: limar y liberar el texto en otros textos». Se desea el alargamiento del lenguaje, el dinamismo comunicativo y cognoscitivo, la obra proteica y creciente. Y no esconde el proceso creativo: por el contrario, se incorpora al poema, como elemento que ratifica su temporalidad y su mutabilidad.

Un rasgo más es de subrayar en este Limados, su carácter colectivo, y no solo por su condición de antología: el antólogo es otro, dado que Julio César Galán, siguiendo una propensión a la heteronimia que lo singulariza en el panorama de la poesía española actual, ha optado por firmarlo bajo el seudónimo de Óscar de la Torre (un alias que se suma a otros que ya tiene establecidos: Pablo Gaudet, Luis Yarza y Jimena Alba); y los epiloguistas (o autores de un “epílogo bicéfalo”) son dos: César Nicolás y Marco Antonio Núñez. El primero firma un posfacio estupefaciente, en el que abundan la ironía y hasta el sarcasmo con tirios –el propio libro y él mismo– y troyanos, y el segundo entrega una no menos inesperada fábula oriental, seguida por algunas atinadas observaciones críticas. Lo singular de este espíritu colectivo es que no promueve la tribalidad ni el sectarismo, sino que engloba a un conjunto de voces independientes, que actúan, en general, en los márgenes del espacio permitido a la poesía, o abiertamente fuera de ellos. Quizá por esta libertad de criterio y creación que subyace en la antología, quienes la componen se permiten, como ya se ha dicho en el caso de César Nicolás, no tener miedo a la polémica ni a la reacción –si es que llega a producirse en el mortecino territorio de la crítica española actual, por no hablar de la catatónica academia– y utilizar, así, un lenguaje percutiente y desembarazado. Óscar de la Torre, por ejemplo, habla del «redil chusco de la Generación de los 80», y tanto él como César Nicolás arremeten sin reparos contra la epigonalidad, obsesión teórica de ambos: Óscar de la Torre, «aquel ignaro friki de Teruel», escribe Nicolás, «tenía el valor de decir (…) esa enfermedad contagiosa, mal común que nos afecta a todos y que llamaremos para entendernos epigonitis (“putrefactos” y “mafiosos”, de ilustre tradición vanguardista, son términos complementarios para calificar de paso a muchos de esos escritores…)».

[Esta reseña, sobre Limados: la ruptura textual en la última poesía española, edición y prólogo de Óscar de la Torre, se ha publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 801, marzo de 2017, pp. 158-161]

domingo, 7 de mayo de 2017

Siega Verde

Nos acercamos hoy, con nuestros amigos Toña y José Antonio, al yacimiento paleolítico de Sierra Verde, en Villar de la Yegua, a unos quince kilómetros de Ciudad Rodrigo (qué nombres tan fantásticos tienen los pueblos castellano-leoneses). Es, al parecer, uno de las principales zonas de arte rupestre de Europa, y hace solo treinta años que se descubrió. En 1988, Manuel Santonja y Rosario Pérez, unos profesores que estaban trabajando en el inventario arqueológico de la provincia, reconocieron, en estos parajes del río Águeda, los grabados paleolíticos de cuya existencia solo sabían los pastores. Hoy, extensión del Parque Arqueológico del Valle de Côa, en Portugal, son patrimonio de la humanidad. El día es brumoso y frío, como tantos de las primaveras castellanas. No obstante, yo calzo sandalias. Salvo que diluvie o nieve, no me atrevería a dar la caminata que prevemos sin un calzado suficientemente cómodo; en mi caso, siempre torturado por los pies, el único calzado suficientemente cómodo. El centro de interpretación, donde se compran las entradas e inicia el recorrido, se alza junto a un airoso puente, por cuyos ojos pasa, alegre, el Águeda. El guía que nos toca en suerte solemos huir de los guías como de los inspectores de Hacienda, pero la visita solo puede ser guiada es un joven animoso y, como vemos desde el principio, muy impuesto en el tema: enseguida desliza tecnicismos como "prótomo", que no tengo ni idea de qué significa, pero que me seduce por su sonoridad y aparente precisión. No hay en su discurso ni rastro de los soniquetes que lastran y ridiculizan las peroratas de los guías que desconocen, en realidad, lo que muestran. Y aunque debe de haber hecho muchas veces este mismo itinerario, su tono no acusa la repetición: todo lo que dice parece decirlo por primera vez. Los datos que nos da impresionan: a lo largo de tres kilómetros, en estas riberas, se acumulan hasta 500 grabados zoomorfos y antropomorfos en 94 paneles de piedra, hechos en el Paleolítico Superior, entre los periodos gravetiense y magdaleniense, es decir, entre el 20 000 y el 12 000 a. C. Durante ocho mil años, los habitantes de esta región no dejaron de inscribir (o esculpir) estos dibujos en los esquistos fluviales. Para que luego pensemos que se tardaba mucho en erigir catedrales. Los grabados más antiguos representan, sobre todo, a animales, aunque también hay signos. Abundan los caballos, las cabras y los ciervos, y también un fascinante conjunto de criaturas ya extinguidas aquí: los uros o toros salvajes, los bisontes y el más asombroso de todos, el rinoceronte lanudo, que uno sitúa, como mínimo, en Finlandia. Pero ni siquiera los animales que hoy conocemos eran como son en la actualidad: los caballos, por ejemplo, tenían las crines erectas y se parecían más a las cebras que a las monturas de nuestros días. A veces, las bestias se entremezclan fantásticamente: en un grabado, un zorro (o quizá un lobo) aparece dentro de un uro. Los animales no están solo en las pizarras, sino también en la realidad: mientras paseamos, nos sobrevuelan buitres leonados, negros, de los muchos que anidan en estos parajes. El guía nos enseña algunos de los paneles donde las figuras resultan más reconocibles y nos explica que los musgos y líquenes de la zona no las dañan, sino que, por el contrario, las protegen. Igualmente, nos revela las técnicas que utilizaban aquellos cromañones para conseguirlas: el piqueteado, a base de golpecitos en la piedra, que dibujaban líneas de puntos, como luego haría el puntillismo contemporáneo, y la incisión, que se practicaba con cantos afilados, pasando una y otra vez por el mismo lugar. Las conexiones que se pueden establecer con el arte moderno no acaban aquí: en Siega Verde conviven el naturalismo de los grabados animales con la abstracción de los signos, menos abundantes, pero más enigmáticos. Algunos se reconocen, como manos y vulvas, que me interesan especialmente; otros son puro misterio. Pero parece claro que el binomio realismo-simbolismo está presente en el arte humano (si es que esto es arte) desde los albores de la humanidad. Por desgracia, las delicadas líneas paleolíticas se ven acompañadas ensuciadas, en realidad por los rayazos de los vándalos actuales. En los diez años posteriores a su descubrimiento, hasta que se instalaron en el yacimiento sistemas de protección y acceso, atraídos por su rareza, venían aquí la muchachada local y no pocos curiosos para dejar indebida constancia de sus inquietudes adolescentes o su congénita imbecilidad. Alguien, por ejemplo, escribió "Ana" en uno de los paneles, como si fuera el tabique de un urinario. Y, así, muchos grabados que habían permanecido incólumes durante milenios, recibieron en pocos años las chafarrinadas de los tarugos modernos. Nunca los pastores se habían atrevido a ello: los pastores eran más civilizados que estos gamberros. Las administraciones, por su parte, demostraron, una vez más, la diligencia que las caracteriza: tardaron un década en asegurar el enclave. Sigue siendo un misterio por qué aquellas tribus paleolíticas grababan estos dibujos en la piedra. Nuestro guía enuncia las diferentes teorías que lo explican: estructuralistas, chamánicas, mágico-religiosas y territoriales. Todas, menos la última, deben de ser muy divertidas. Para mitigar la ignorancia, no deja de darnos información. A veces, mayéutico, nos hace preguntas para que seamos nosotros mismos quienes despejemos las dudas. Quiere saber, verbigracia, por qué algunos équidos (quizá burros, quizá caballos) presentan unas líneas curvas en el cuerpo, desde el lomo hasta los cuartos traseros. Yo me apresuro a dar una respuesta que me parece brillante: "Son alforjas". El guía esboza una sonrisa (y mi mujer reprime una carcajada): "No, amigo mío: la domesticación vendría algo después". Ese "algo después" son 8 000 años. Acreditada mi brillantez, espero a que nuestro timonel resuelva el misterio. Y lo hace: esos despieces interiores otra expresión estupenda señalan las diferencias de color. Aquellos eran, pues, caballos manchados. La visita se extiende hasta algunos paneles muy próximos al agua. Maravilla tanta labor, tanta paciencia (hacer uno de esos grabados llevaba meses), durante tanto tiempo; y también que seres primitivos o lo que hoy consideramos primitivo, aunque nosotros lo seamos, en algunos aspectos, mucho más que ellos revelaran ya una inquietud artística o simbólica, una voluntad de crear realidades que salieran de sus estrictos límites y significasen otra cosa, un espíritu trascendente. Cuando remontamos la ribera para volver al centro de interpretación y marcharnos, levanto la vista y veo buitres planeando. Como los debían de ver aquellos creadores cavernícolas cuando se cansaban de picar o rayar la piedra y miraban al cielo para refrescar los ojos y quizá el pensamiento.

miércoles, 3 de mayo de 2017

Algunas reflexiones desalentadas

El poeta José Ignacio Montoto murió el pasado 8 de enero, a los 37 años de edad. Yo nunca lo conocí. En marzo recibí un mensaje de la red social linkedin que me instaba a felicitarlo por su 38º cumpleaños. El mensaje ha permanecido varias semanas en la página de linkedin.

Yo llegué tarde a la poesía: la empecé a escribir con veintibastantes años y publiqué mi primer libro en 1994, cumplidos ya los treinta y dos. Y, cuando llegué, me encontré con que la poesía que triunfaba en España porque, al parecer, vendía más que ninguna era la denominada de la experiencia, vigente desde principios de los 80, con la que la mía no solo no tenía nada que ver, sino que estaba radicalmente enfrentada: en 1995, por ejemplo, ganó el Nacional de Poesía Luis García Montero y, al año siguiente, Felipe Benítez Reyes. También llegué tarde a los blogs: tras unos cuantos años de proliferación, casi de explosión planetaria de bitácoras digitales, yo no creé la mía hasta 2013, al irme a vivir a Londres, y una segunda, esta en la que escribo, heredera de la anterior, en 2016, al establecerme en Extremadura. Para entonces, casi todo el mundo decía, y sigue diciendo hoy con mayor rotundidad aún, que el blog es una herramienta obsoleta, pasiva, inútil, a la que muy pocos acuden ya. Lo que se lleva ahora es la inmediatez vertiginosa, la síntesis demolera de facebook, twitter y otras redes sociales todavía más veloces. Yo no estoy en ninguna de ellas. Un joven poeta extremeño al que he leído recientemente se jacta por escrito de que él "no lee blogs". También he llegado tarde a la literatura de viajes. Empecé a publicar crónicas de los míos a Hispanoamérica, a Gran Bretaña en 2014, hace dos días, como quien dice. Hace un par de sábados leí un largo y bien documentado artículo en Babelia cuya tesis era que la literatura de viajes está en decadencia: ha sido sustituida por tripadvisor. Según el articulista, muy pocos la leen ya y menos aún la escriben, o, si lo hacen, es sin el vigor y la persuasión de antaño. También llegué tarde a Londres, con casi 50 años, una edad que lo deja a uno automáticamente fuera del mercado laboral (y de casi todo), y más en una sociedad tan áspera y competitiva como aquella. Y también he llegado tarde, a los 53, a un trabajo que me gusta, como el que hago ahora, después de 28 dedicado a aburridísimas tareas funcionariales. Y como no acabe pronto esta entrada, voy a llegar tarde al supermercado, y casi no me queda nada ya en la nevera. 

Hoy han dado la noticia en el Telediario de la presencia de la Reina, doña Letizia, en un foro público para subrayar la importancia del lenguaje claro en la comunicación. Ha leído unas palabras muy bien leídas sobre un asunto esencial para garantizar el acceso de los ciudadanos a la información y la cultura. Tras la edificante escena, el intrépido reportero que cubría la noticia ha cerrado su intervención resaltando la necesidad de expresarse "con rigurosidad".

También han dicho que el Plan de Fomento de la Lectura que acaba de aprobar el Ministerio de Cultura para el periodo 2017-2020 cuenta con un presupuesto, solo para el primer año, de 7,2 millones de euros. Pienso en el presupuesto del que dispone el Plan de Fomento de la Lectura en Extremadura y me sumo en la melancolía. 

Hace no mucho colgué una entrada en este blog sobre la estupidez. Así se titulaba, sin más: "La estupidez". Sentirse cercado por ella es algo que me pasa cada vez con más frecuencia. Será que me hago viejo (o más vanidoso aún de lo que soy: creer que a uno lo rodea algo de lo que no participa, es una vanidad estúpida). Entre muchas otras muestras de imbecilidad multitudinaria, otra vez se acerca Eurovisión, y por doquier, dedicándole muchos minutos en informativos de máxima audiencia, entrevistan a un joven con el pelo largo y una expresión que parece indicar cierto retraso mental, que ha sido elegido al alimón por la gente y algunos críticos musicales para representar a España en ese concierto del Pleistoceno, un honor cuya concesión no le impidió dedicar a quienes contribuyeron a su elección un elegante corte de mangas. En el continente, cientos de miles, si no millones, de fans de Eurovisión jalean cuanto tiene que ver con el concurso y se aprestan a saborearlo por tierra, mar y aire. Una gran mayoría de ellos sufrirá mucho por que su representante no gane. Creo que el joven español, rubio y atontado, se llama Manel.