viernes, 28 de octubre de 2016

Ha muerto Luis Izquierdo

Hace poco, en mi reciente viaje a Colombia, conocí a varios profesores de la Universidad Tecnológica de Pereira. Todos se mostraban admirados de los profesores y filólogos españoles, y uno de ellos, en particular, expresaba abiertamente su entusiasmo: "Ah, Jordi Llovet, qué bueno". "Fue profesor mío", le respondí yo. Me miró con curiosidad. Algo después, exclamó: "Ah, Rafael Argullol, extraordinario". "También fue profesor mío", volví a responderle. Su curiosidad aumentó considerablemente. Por fin, añadió otro nombre a la lista de elogiados: "Ah, Jaume Vallcorba, estupendo editor". "Otro profesor mío", concluí. Su actitud pasó entonces de la curiosidad al respeto, y hasta me pareció percibir una chispa de la misma admiración que sentía por mis maestros. Pero no me importaba tanto la reacción de aquel profesor colombiano como la evidencia a la que yo mismo acababa de exponerme: mis profesores habían sido algunos de los mejores pensadores de la literatura de las últimas décadas en España, y eso es tanto un privilegio como una responsabilidad. Y no solo eran Llovet, Argullol y Vallcorba. Había otros, como el gran, el añorado José María Valverde, que paseaba su larguísimo espinazo, del que colgaba siempre un macuto vietnamita, por los pasillos y aulas universitarias y la aledaña calle Aribau, en la que vivía; o Adolfo Sotelo, hoy decano de la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona, que me descubrió la poesía española contemporánea (y me orientó, así, a la creación poética); o Luis Izquierdo, que hizo lo propio con la literatura hispanoamericana. En aquellas destartaladas aulas del edificio histórico de la Universidad, rodeado de maderas viejas y pizarras polvorientas, carentes del gótico glamur de los colleges británicos y de la dinámica y aterradora funcionalidad de las universidades americanas, recibí algunas de las mejores enseñanzas que puede esperar alguien apasionado por la literatura. Luis Izquierdo, mi querido y brillantísimo profesor de Hispanoamericana, murió el 19 de octubre, a los 80 años. Y he sentido mucho su falta. Valverde falleció ya hace tiempo, pero aún lo echo de menos; la muerte de Vallcorba ha sido más reciente, pero también dolorosa. Con ellos se va una parte de nuestra juventud y de nuestra vida: de las ilusiones que alumbrábamos cada día, de las ideas que nos enriquecían a cada paso, de los libros que descubríamos y que pasaban a formar parte, como floraciones perdurables, de nuestro patrimonio personal e intelectual. Luis Izquierdo era un pensador admirable, aunque buena parte de esa excelencia una palabreja propia de las escuelas de negocios que estoy seguro de que le habría disgustado se debiera a su desorden. Acudía a clase con una cartera en la que había muchos libros, una pipa que nunca fumaba en el aula, pero con la que se le podía ver en cualquier parte y apenas unas pocas notas. Esas escasísimas notas eran la raíz de un árbol muy frondoso de observaciones críticas y análisis de lectura, que brotaba, siempre distinto, en cada clase. Como el secuoya, que crece docenas y docenas de metros a partir de una semilla minúscula. Recuerdo mis primeras clases con él, a finales de los 80: acudía yo, como todos mis compañeros, pertrechado de lápiz y papel, y dispuesto a tomar unos apuntes impecables que sirviesen fielmente al propósito esencial de toda asignatura: aprobar. Pero Luis Izquierdo se tomaba desbaratar aquel deprimente objetivo como algo personal, y le costaba muy poco conseguirlo: saltaba frenética y lúcidamente del Martín Fierro a Juan Rulfo, y de este al realismo mágico, y del realismo mágico a Los lanzallamas de Roberto Artl, y de Artl a Carlos Fuentes, y de Fuentes al Modernismo, y a Vallejo, y a Cortázar, y a Paz, y a cualquier obra, movimiento o autor que excitase su infinita capacidad analógica y su finísimo olfato lector. Sus alumnos nos quedábamos pasmados, frustrados y felices: las notas que alcanzábamos a garabatear no servían para ningún estudio y los exámenes resultaban luego una lotería, pero sus clases constituían siempre un estímulo y un desafío. Por otra parte, todo lo hacía en desorden, pero no sin ilación, más aún, con una coherencia inquebrantable. Aquel laberinto por el que Luis Izquierdo se movía con la facilidad de un minotauro amable aparecía trabado por una comprensión rigurosa de los mecanismos creativos y una inteligencia crítica deslumbrante, aunque él se empeñaba, muy anglosajonamente había profesado en Harvard y Washington, en rebajar ese deslumbramiento con una ironía a prueba de dómines. Y cuando, en ocasiones, su discurso parecía encallarse, esto es, remansarse en algún meandro del pensamiento, de inmediato salía del limo él era otro hijo del limo con una agudeza inesperada o una digresión iluminadora. Esas muestras de ingenio, no obstante, no eran solo ingeniosas: eran germen de pensamiento, eran provocación para que pensáramos, siempre con una sonrisa en los labios. Recuerdo que una vez, después de leer un poema difícil, torturado, de César Vallejo, nos dijo simplemente: "Leemos a Vallejo y nos gustaría que Vallejo nos gustara más". Otro habría hablado de las figuras retóricas, de la influencia de las vanguardias en la obra del peruano, de su compromiso social, hijo de su biografía atormentada. Él solo dijo: "Leemos a Vallejo y nos gustaría que Vallejo nos gustara más". En otra ocasión, cuando le manifesté mis reparos por Pedro Páramo, no se lo tomó a risa, como quizá debiera haber hecho, ni se desentendió de aquel alumno que demostraba tanto despiste (o tan poca sensibilidad), ni se abandonó a uno de sus raros pero temibles accesos de mal humor ("¡Salga de clase!", le espetó a un alumno que entró en el aula cuando ya hacía rato que había empezado la clase: "¡Esto no es un cine de sesión continua!"), sino que se limitó a manifestar una educada sorpresa y a recomendarme que volviera a intentarlo. "Léalo otra vez, Moga". Y estoy seguro de que fue esa escueta sugerencia, derivada de la autoridad que le otorgábamos (aunque él nunca quisiera aceptarla), lo que me llevó de nuevo a la novela de Rulfo y me hizo descubrirla y amarla con rabia y estupor: "Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo...". También nos juzgaba como aprendices de escritor: los trabajos que nos hacía entregarle pequeñas reseñas, relatos breves, miniensayos le permitían hacerlo. A mí, por ejemplo, no me puntuaba mal, aunque criticaba cierta tendencia a la grandilocuencia y el engolamiento. Y tenía razón: aun hoy lucho contra ella. Luis Izquierdo también fue poeta, y meritorio, aunque muy parco: en 43 años solo publicó seis poemarios; el último, La piel de los días, en 2013. Una vez, cuando yo codirigía la colección de poesía de DVD ediciones, me encontré con él en un bar de la calle Balmes y le propuse que hiciera una antología de poetas catalanes en castellano. Entre los nombres que barajamos tentativamente, surgió el de un vate que a los dos nos resultaba antipático, pero que no podía quedar excluido de una obra que no se pretendía sectaria, sino abarcadora. "De todos modos, siempre hay formas de demostrar tu disgusto: basta seleccionar cinco o seis poemas de todos los demás poetas, y solo uno de él", deslizó Luis Izquierdo con una sonrisa maliciosa. Su antiguo ingenio, y ese punto de perversidad que siempre otorga la inteligencia, seguía vivo y coleando. Por fin no hicimos la antología, ya no recuerdo por qué. De hecho, ya no volví a verlo. Leí La piel de los días cuando apareció, y lo disfruté, con su tono entre melancólico y burlón, y su aparente intención de no destacar, de no significarse, aunque estuviese lleno de significado, pero aquella cerveza que habíamos echado en el bar de Balmes resultó ser nuestro último encuentro. Si lo hubiera sabido pero nunca sabemos cuándo nos despedimos de alguien por última vez, le habría dicho cuánto lo admiraba, cuánto me había enseñado y, si eso no hubiese resultado inconveniente entre un profesor y su alumno, cuánto lo quería. Hoy lo hago desde aquí, aunque él ya no pueda oírme. Descanse en paz.

lunes, 24 de octubre de 2016

En el Festival de Poesía de Bilbao (y II): la lectura

Como el motivo central del festival es este año la poesía como refugio, por el drama rampante de los refugiados, la organización ha dispuesto a la entrada de la biblioteca de Bidebarrieta unos sacos terreros que hacen de ella, justamente, un refugio. Y la tipografía del festival recuerda asimismo la de la Guerra Civil, cuando los bombardeos y los refugios, con sacos terreros, eran cosa de cada día. Los tres poetas invitados, Jaime Siles, Eloy Sánchez Rosillo y yo, nos presentamos en la sala de actos, donde se celebrará la lectura. Allí conocemos a Begoña Morán, la coordinadora del evento. Lleva 17 años con esa tarea y no puedo resistirme a preguntarle cómo ha soportado tanto tiempo de trato con poetas, que, como decía Julio Cortázar y todo el mundo sabe, son gente muy desagradable. Begoña responde con una sonrisa polisémica, pero se muestra satisfecha de lo conseguido. La sala de la lectura impresiona: es el único espacio que se conserva sin apenas cambios de la construcción original, de 1890, a cargo del arquitecto bilbaíno Severino de Achúcarro. El techo luce pinturas de ángeles de delicados colores (aunque castigadas, por capilaridad, por las terribles riadas de 1983: las paredes absorbieron el agua de las calles y las querubínicas figuras resultaron gravemente perjudicadas; la restauración está en curso, pero se hace a trechos: siempre hay más necesidades que dinero) y el conjunto, con más de 270 butacas, tiene un decidido aire inglés, con maderas, frescos, terciopelos y repujados: la sociedad que promovió su construcción, El Sitio, se miraba en el espejo de los clubes y sociedades del Reino Unido, un país herboso, industrial y burgués por el que el País Vasco siempre ha sentido afinidad: hasta su bandera se inspira en la Union Jack. Cuando nos situamos en el estrado, donde se han dispuesto asientos para los tres, nos llama la atención una figura escrutadora en el palco: es un muñeco pinta que de látex: está muy cerca de un foco y, si fuera de cera, se derritiría que representa a Miguel de Unamuno joven, con sus gafas, su mirada aguileña y una barba aún no encanecida. Aquí peroró muchas veces el sabio vasco y también leyó poemas Federico García Lorca. De hecho, fue una de sus últimas intervenciones públicas antes de que lo mataran. Estaba en Bilbao con Margarita Xirgu, que protagonizaba uno de sus dramas, y recitó sus versos en el mismo lugar que vamos a ocupar hoy. Será mejor que lo hagamos bien, pienso. Sánchez Rosillo impone el criterio de la edad para determinar el orden de lectura: eso me sitúa a mí el primero y a él, el último. No nos extendemos demasiado: quince minutos por cabeza. Entre uno y otro suenan piezas musicales: el coro de los esclavos, de Nabuco; un nocturno de Chopin; un fragmento del aria de Andrea Chénier que constituye la mejor escena de la película Philadelphia; y, para acabar, una canción moderna. "¿De Bob Dylan?", pregunto a Begoña. "No, de otro", responde, sin dejar de sonreír. Mientras leo, me reconforta ver en primera fila a Miren Agur Meabe, a la que conocí este verano en Ucrania y a la que debo estar aquí, y que no deja de tomar notas, no sé si favorables o críticas. Acabadas las intervenciones de los tres yo leo dos poemas largos, uno de Insumisión y otro del inédito Muerte y amapolas en Alexandra Avenue; Siles alterna poemas breves y extensos, de alto contenido filosófico, en los que abunda en el motivo de la nada; y Sánchez Rosillo se decanta por poemas sintéticos, en los que trata, celebratoriamente, de las pequeñas cosas, se abre el coloquio, como es de rigor. Pero a nadie le da tiempo a preguntar nada, porque una persona del público se ha puesto de pie en uno de los pasillos laterales y empieza a declamar unos versos de cosecha propia. La persona de la organización que acerca el micrófono a los intervinientes, y que parece conocer de sobra al espontáneo, se lo retira, pero Eloy Sánchez Rosillo comete el error, que luego calificará de craso, de permitirle leer, "si el poema es breve". El espontáneo salta de inmediato al micrófono y empieza a declamar una larga autobiografía lírica, que empieza cuando, recién casado, emigró a Francia, a trabajar en una fábrica de automóviles, allá por finales de los 60 del siglo pasado. Cuando nos damos cuenta de que la arenga, épica a la par que irrisoria, aspira a emular el Anábasis de Jenofonte, ya es demasiado tarde: el rapsoda ha cogido carrerilla y desgrana las cuartetas aconsonantadas de su inmortal poema con deliberación y felicidad. Aguantamos todos, en espesísimo silencio, unos angustiosos minutos, hasta que un hombre, sentado también en las primeras filas, levanta la voz e interrumpe al vate, alegando que él no ha ido ahí a escucharlo a él, sino a los poetas invitados, y que aquello es una falta de respeto y una pérdida de tiempo. Su protesta desbarata la actuación del espontáneo, que entrega el micrófono como quien rinde la espada y se hunde en un asiento de la platea. Y yo no dejo de maravillarme de que tanta gente siga sintiendo la necesidad de que otros admiren o, al menos, conozcan su poesía, sin espíritu crítico alguno, sin cuidarse de que sea buena o mala, alta o baja, ridícula o sublime: solo de que es suya. Cerrado ya el acto, alguien se me acerca para felicitarme por haber citado a Domingo Faustino Sarmiento, el gran escritor argentino. Lo he hecho al hablar de la influencia de la mejor literatura hispanoamericana en mi poesía. A la salida, antes de sumarme a la cena organizada por el ayuntamiento, me distraigo un rato con Miren: vamos a la plaza Nueva, que me recuerda vagamente a la plaza Real de Barcelona, charlamos y nos tomamos un pincho de bacalao al pil-pil sobrenatural. Luego, en el restaurante Lar, seguiré disfrutando de la cocina vasca con unas almejas cuya salsa no admite disputa ("así la hacía mi madre, y así la sigue haciendo mi mujer, así que no se aceptan críticas", nos previene el dueño del figón), un pisto exquisito, unos calamarcitos encebollados que, pese a haber pasado por la parrilla, aún conservan toda la frescura del mar, y la pièce de résistance, un rape prodigioso que nos recomiendan no servirnos en el plato, sino tomar directamente de la fuente, para que conserve en todo momento su textura y su sabor. Un chacolí, un tinto de la tierra y una bandeja de dulces más un gin-tónic por parte de Jaime Siles y un four roses por la de Eloy Sánchez Rosillo, que Begoña se apresura a declarar que no están cubiertos por la organización; yo, vergonzantemente, pido una manzanilla: las cenas copiosas no me resultan buenas compañeras de cama completan la colación, que se desarrolla, como suele suceder entre poetas, entre bromas y maledicencias, pero también recomendaciones y observaciones admirativas sobre otros autores, como Sergio Gaspar, Ramón Andrés, César Martín Ortiz, Manuel Álvarez Ortega y Ramón Gaya. Volvemos paseando al hotel, que no queda lejos. La ciudad está tranquila. La ría aparece pespunteada de luces, que se reflejan en el espejo negro del agua. Nos despedimos a las puertas: Jaime y Eloy se van a hacer la última copa, mientras que yo me retiro ya: mañaña, es decir, ya hoy, mi avión sale muy temprano, y sé que la digestión no será fácil. Y, en efecto, no lo es: un desagradabilísimo reflujo gástrico me despierta a una hora indeterminada, aliado con una inverosímil rampa: en la espinilla; no sabía que hubiera músculos ahí, pero se conoce que los hay, y su contracción es muy dolorosa. En el avión, de regreso ya a Mérida, no descansaré. Nunca descanso en el avión, pero en este, menos, porque un niño adyacente se empeña en aullar todo el viaje. No hay que dejarse engañar por los niños: por monos que sean, siempre, tarde o temprano, acaban gimiendo, llorando o, como este, ululando. Tenerlos cerca es como viajar con una bomba de efecto retardado.

viernes, 21 de octubre de 2016

En el Festival de Poesía de Bilbao (I): la ciudad

Nunca había leído poemas en el País Vasco, y hacerlo en el marco del Festival de Poesía que organiza cada año el Ayuntamiento de Bilbao me agrada sobremanera. Además, me permite volver, y quizá redescubrir, una ciudad de la que conservo recuerdos oscuros: hace muchos años, cuando la visité por primera vez, siendo casi un adolescente, me pareció fría y gris, tiznada por el sirimiri y el humo de las fábricas. Pese a la explosión de luz que supone el Guggenheim, que también he visitado, años después, sigo asociando a Bilbao con un smog muy siderúrgico, con un telo de tiniebla. Vuelo desde Badajoz, con escala en Madrid. Cuando ya estoy llegando al aeropuerto, en Talavera la Real, observo una bandada de garzas detrás de un tractor en un campo de labranza: picotean con ansia los gusanos desenterrados por la reja y, al hacerlo, se estiran: deshacen fugazmente la elegante sinuosidad de sus cuerpos. En Barajas, me cruzo con un hombre que lleva dos sombreros de paja, uno encima de otro, y que camina con una naturalidad insuperable, como si portar dos sombreros en la cabeza fuera lo más normal del mundo. La vida es, a veces, muy extraña. Llego a Bilbao cansado si viajar en avión es fatigoso, hacerlo dos veces el mismo día es extenuante, pero, como no dispongo de mucho tiempo libre en la ciudad son las cinco de la tarde pasadas y se nos ha convocado para la lectura a las siete, me decido a dar una vuelta por el casco viejo, donde se encuentran el hotel en el que estoy alojado y la biblioteca de Bidebarrieta, en la que se desarrolla el festival. La vuelta consiste, en realidad, en un zurcido de las siete calles medievales que componen el barrio: recorro una hasta el final, camino hasta la paralela y la recorro también hasta el final, y así sucesivamente. Este paseo tan empírico, esto es, tan poco adecuado al espíritu algo caótico de la capital vizcaína, me permite, no obstante, ver mucho en poco tiempo, y constatar la pujanza del comercio local. Hay todo tipo de locales, en saludable mezcolanza, en estas vías antiguas y, ay, grises. Reconozco, al poco de salir, una tienda de "Viandas de Salamanca", con un cerdo de cartón en el escaparate, como solía verlas también en Londres (y hasta picar algo en ellas, por mor de la nostalgia, a pesar de sus precios prohibitivos). Paso por delante de un centro de pediculosis, donde se garantiza la destrucción definitiva de los piojos y las liendres por métodos naturales, aunque no se especifican cuáles; de la Casa del Tarot, atiborrada de motivos esotéricos; por la zapatería "¡Gomez! ¡Gomez!", así, duplicada y entre signos de exclamación, pero sin acentos; por varias tiendas de boinas (yo me compré una, que todavía conservo, en San Sebastián y me la encasqueté como Paco Martínez Soria las suyas; una mujer me paró por la calle para ponérmela como Dios mandaba: era insufrible, dijo, cómo la llevaba) y varios centros de tatuajes, tan prósperos aquí como en todas partes; por provectas expendedurías de bacalao, con carteles manuscritos que anuncian el género, de caligrafía humilde, vecinas de negocios de moda modernísimos, que irradian diseño y luz; y también por un establecimiento que no sé a qué se dedica parece vagamente gótico, pero que está cerrado "por avería eléctrica". Me entretengo un rato en una librería de viejo que atiende un joven negro que habla en francés con otro, pero en la que no encuentro nada de interés. La comunidad africana ha crecido mucho desde mis anteriores viajes. En otro lugar, varios manteros, igualmente subsaharianos, venden figuritas de elefantes junto a camisetas del Athlétic. También me percato, en fin, de una serie de locales abertzales. No son tugurios infames, sino centros luminosos y despejados: se nota que cuentan con una financiación suficiente. Abundan las ikurriñas y las pancartas reivindicativas (Preso etxera), los jóvenes con aros en las orejas y el olor a porro. De hecho, las pancartas reivindicativas están desperdigadas por los balcones, mezcladas con la ropa tendida, y reproducidas, como pasquines, en las fachadas. Una corona la del palacio Arana, el más antiguo de Bilbao, construido a finales del s. XVI, el frontis de cuya entrada sostienen dos hercúleos salvajes. (En otros lugares se prefieren atlantes, pero aquí se han reproducido dos indios). En el centro del casco viejo, en una agradable plazuela con terrazas, se encuentra la catedral de la ciudad, de Santiago, aunque muchos opinan que la verdadera es el campo del Athlétic, así llamado: la catedral. Es gótica y, por las reconstrucciones del s. XIX, neogótica. En interior, dos jóvenes con mochilas y el uniforme de los peregrinos a Santiago botas, pantalones cortos, conchas me preguntan si sé dónde se sella el carné que los acredita como tales. Lo ignoro, por supuesto. Cuando yo hice el Camino, en bicicleta, hace treinta años, no se estilaba esto de emitir certificados. Uno pedaleaba, sufría, comía donde podía, dormía donde se terciaba, cumplía etapas y por fin llegaba a Santiago, derrengado y sin sellos, pero satisfecho por haber culminado un esfuerzo descomunal. En los alrededores de la catedral, veo la Fuente del Perro, de 1800, cuyo recipiente para el agua tiene forma de sarcófago, y la casa en la que nació Juan Crisóstomo de Arriaga, el Mozart español (o vasco), muerto en París de una afección pulmonar, probablemente tuberculosis que era de lo que morían casi todos los artistas que se preciasen en aquella época–, a los 19 años, tras alumbrar una obra inevitablemente incipiente, pero que indicaba un espíritu genial. Durante años, trabajé en la Generalidad con una descendiente del gran y malogrado músico. En todos los lugares con algún interés turístico hay una placa informativa de metal, en vasco, en la parte superior, y en castellano, en la inferior, pero en casi todas el texto en castellano ha sido borrado o desfigurado lo suficiente como para que no pueda leerse. Lo que sí se lee bien es la celebración del festival de poesía en la biblioteca de Bidebarrieta. De hecho, la ciudad entera está llena de cartelones en las farolas que lo proclaman. 

domingo, 16 de octubre de 2016

Biblioclasia gateña


El alcalde de Gata ha decidido expurgar la biblioteca de su pueblo. Ya se sabe: los libros ocupan espacio, crían polvo y apenas dan dinero (ni casi ya prestigio). El munícipe se ha entregado a una limpieza implacable, como aquel donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería del ingenioso hidalgo, y cuatro cajas con libros «descatalogados, desfasados, repetidos, deteriorados o sin consultar desde 1989» han acabado en los contenedores de papel del ayuntamiento. Eficacia, desde luego, no le ha faltado al regidor: como dijo un insigne político conservador en cierta memorable ocasión, había un problema y lo ha solucionado. Los libros sobraban –molestaban– y se ha deshecho de ellos. Algo hemos avanzado, no obstante, con respecto al Quijote: no los ha quemado, como hacían el ama y la sobrina, con terapéutico furor, en el corral del hidalgo, sino que los ha depositado en el contenedor reglamentario, para ser transformados en pulpa de papel y reciclados, como conviene a la conciencia ecológica de nuestro tiempo. 

Pero, por ventajosos que resulten, hay gestos que deshonran a quien los hace. Ninguna de las razones alegadas por el alcalde es atendible para desprenderse de un libro comprado, es de suponer, con dinero público y perteneciente al patrimonio cultural de la comunidad. La más pintoresca es la de que estuviesen «desfasados». Desprenderse de un libro desfasado significa, en primer lugar, que uno se atribuye los conocimientos necesarios, en la disciplina de que se trate, para establecer que solo contiene datos antañones y ya superados por las investigaciones más actuales, lo que no es poco atribuirse, y, en segundo y más importante lugar, que se descarta conservar esos datos juzgados obsoletos justamente como documento de una fase determinada de la evolución del pensamiento y de la historia editorial. 

Tirar los libros a la basura es inadmisible en un gestor público –a quien incumbe todo lo contrario: promover la cultura entre sus conciudadanos, un valor social básico, hasta nueva orden– y, de hecho, en cualquier persona decente. Tirar los libros de una biblioteca municipal a la basura no es solo una forma de malversar los bienes públicos, sino algo aún más grave: la demostración de que el saber no importa, de que la literatura no importa, de que la cultura no importa. 

Las noticias aparecidas en las redes sociales y los medios digitales dicen que entre las obras arrumbadas figuraban títulos de Federico García Lorca, Benito Pérez Galdós y Pío Baroja, entre otros autores fundamentales de nuestras letras. Yo mismo, en una fotografía que ilustra la purga, publicada por Sierra de Gata Digital, reconozco un ejemplar de Narrativa popular de la Edad Media, que agrupa algunos de los principales relatos medievales en España, como Historia de la doncella Teodor, Flores y Blancaflor y Paris y Viana. Pero da igual que se trate de títulos señeros o de obras menores: ningún libro debe desecharse; todos, aun los errados o perversos, afluyen al gran río de la inteligencia humana, y a todos debemos tener acceso para saber qué hemos sido, qué somos y qué queremos ser. 

Los libros no son nunca una molestia, aunque se acumulen, aunque sean viejos; los libros siempre son útiles, aunque nadie los haya abierto desde 1989. Precisamente que nadie los haya leído o consultado desde hace tanto tiempo revela que algo no se está haciendo bien. Los libros hay que darlos a leer: hay que pregonar que existen, hay que convertirlos en un hábito entre los niños, hay que llevarlos a la vida de la comunidad. Las bibliotecas han de ser centros sociales, lugares de reunión y ocio, sitios en los que disfrutar: con la palabra, con el arte, con la razón. A eso debería aplicarse el alcalde de Gata, como todos los servidores públicos entre cuyas competencias figure la cultura: a ampliar y dinamizar su biblioteca y los fondos que alberga, en lugar de condenarlos a la trituradora de papel. Y, si no puede o no sabe, hay que recordarle que existen soluciones para el exceso de libros mucho más dignas que su destrucción: muchas organizaciones de caridad, nacionales e internacionales, aceptan donaciones de volúmenes para las personas necesitadas a las que atienden (en muchos países de Hispanoamérica esos libros que a nosotros nos sobran son recibidos con fervor); y también se pueden destinar esas donaciones a los propios ciudadanos, que es lo que, al parecer, ya decidieron hacer por su cuenta los vecinos de Gata, que rescataron los libros que les interesaban de los infames contenedores, y lo que va a acabar resolviéndose en el pueblo. 

A finales del siglo XV, Juan de Zúñiga y Pimentel, último gran maestre de la Orden de Alcántara, estableció en Gata la Academia del Maestre, y puso a su frente al humanista Elio Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática castellana, de varios diccionarios latino-españoles y de importantes tratados de retórica, como el memorable Artis rhetoricae compendiosa coaptatio. Entonces Gata era un centro de cultura y un puesto avanzado del renacimiento europeo, y cabe suponer que en sus nobles edificios abundaban los libros. Hoy los de su biblioteca municipal corren el peligro de acabar en el arroyo. Y quizá entre ellos haya alguna Gramática castellana, de Nebrija: publicada en 1492, está, sin duda, desfasada. 

[Este artículo se publicó ayer en el diario Hoy]

viernes, 14 de octubre de 2016

Escenas de Barcelona

Llueve. Llueve mucho. Esto parece Londres. El agua repica con saña al caer, como si quisiera romper el empedrado. Los perfiles se difuminan, acogotados por las bofetadas del agua. Una mujer que camina pegada a las fachadas, como todo el mundo, y no quiere perder la protección de los balcones, me recrimina con un gesto de impaciencia que no la deje pasar. "Yo voy por mi derecha", le respondo. Pero me aparto.

Me he citado en El Velódromo, el legendario café de antes de la Guerra, ahora reconvertido en local de moda con camareros pijos, con José Agudo, cuyo Acordes de una antigua canción acabamos de publicar en la Editora Regional de Extremadura. En medio de la charla, veo que se sienta a nuestro lado Xavier Rubert de Ventós, el no menos legendario filósofo y político antifranquista, ahora reconvertido en intelectual del independentismo. Rubert de Ventós me mira con fijeza, y no comprendo por qué, porque nunca he tenido el placer de que me lo presentaran. Respondo a su escrutinio con un sencillo pero cordial "hola", al que me responde con otro no menos desembarazado. Mientras José y yo charlamos, con la calidez propia de dos personas que se conocen desde hace veinte años, Rubert de Ventós lee el periódico —La Vanguardia, edición en catalán- y come algo. Me fijo en sus ojos claros y sus rasgos afilados, aunque emborronados ya por las arrugas. Esos mismos rasgos, y la inteligencia que denotan, me subyugaron la primera vez que lo vi por televisión —una televisión todavía en blanco y negro—, siendo yo adolescente. Mirando derecho a la cámara, solo detrás de la mesa de locución, en un plató que hoy resultaría inconcebiblemente anodino, decía: "El lenguaje sirve para comunicar, pero también para ocultar. Lo comprendí cuando los curas de mi colegio se preguntaban: '¿Por qué creó Dios el mundo?', y ellos mismos se respondían: 'Ad maiorem gloriam Suam', para su mayor gloria'. 'Para su mayor gloria' no era respuesta de nada, no decía nada, no significaba nada: solo su incapacidad para contestar. El lenguaje envolvía su carencia y su oscuridad con palabras grandes y oscuras". Ahora suministra combustible intelectual a los soberanistas. Que Dios le perdone.

Cojo el metro. Va lleno. Una mujer sentada delante de mí, de aspecto sudamericano, se saca la teta y se la da a un rorro de pocos meses que lleva en el regazo. El mamón se acopla con fijeza serpentínica. Cuando mi hijo mamaba, entendí la expresión "ponerse ciego". Pablo, literalmente, se ponía ciego: los ojos se le quedaban en blanco y todo él parecía transido de felicidad. Lo comprendo muy bien. El de la mujer del metro se diría dormido, pero no lo está: si se atiende con cuidado, se observará la succión contenida, los chupetazos vivificadores.

En un autobús me asalta un olor fétido. Alguien acaba de aliviarse de gases. Tirarse pedos en el transporte público —y en todo espacio cerrado, como los ascensores, donde causan gravísimos estragos— debería estar prohibido, como lo está escupir u orinar. Tirarse pedos cuando no se puede escapar de ellos debería estar severamente penado por la ley. Miro a mi alrededor. Nadie hace o dice nada, menos una mujer, que se abanica estrepitosamente con la mano delante de la nariz, con la vana esperanza de dispersar el hedor. Asesinar a quien se tira pedos en un lugar sin ventilación debería ser considerado legítima defensa.

A la vuelta del restaurante en el que hemos celebrado el santo de mi madre, Pilar, nos cruzamos en la Granvía con una cuadrilla desgajada de la manifestación del fascio español en Montjuïc. Son media docena de jóvenes uniformados: chaquetillas cortas y negras, pelo rapado, tejanos ajustados, botas militares, camisetas con símbolos celtas y filonazis. Para las mentes gregarias, para los espíritus aborregados, los uniformes son esenciales para garantizarse la protección de aquello sin lo cual no son nada: el grupo, la horda, la manada. Estos están felices de compartir la misma mierda. La mierda con la que comulgan les da la vida. 

Mientras espero en un semáforo, oigo unos gritos, unos gritos desaforados, pero no de auxilio, sino de ira. Es un transportista que tiene la furgoneta aparcada cerca. El hombre —bajo, delgado: poca cosa— está revolviendo en el interior de la carga y dándole golpes a todo. Grita. Se caga en Dios y en toda la corte celestial. Baja del coche, cierra las puertas traseras con un golpe tremendo y sigue gritando: una larga y colérica relación de insultos a todo lo habido y por haber. No sé lo que le pasa, pero debe de ser muy grave. A lo mejor, como tantos, está harto de su vida y lo expresa así. Cualquiera le tose a este hombre. Se monta al volante y, sin dejar de aullar, cierra con otro portazo estremecedor. A la empresa para la que trabaja no le gustaría saber cómo trata al vehículo y su carga. Arranca por fin con violencia. Los gritos ya no se oyen: han sido sustituidos por el chirriar de los neumáticos.

Mi hijo me informa de que Bob Dylan ha recibido el Premio Nobel de Literatura. Me gusta Bob Dylan. Canta bien, sus letras son agradables, no ha hecho condiciones al mundo de la tarántula, pese a su fama mundial. Es, en definitiva, un buen juglar, y los juglares son tan necesarios hoy como en tiempos del Cantar de Mio Cid. Pero darle el Nobel de Literatura es como conceder la Medalla Fields al que hace los sudokus de El País. Y mientras esto sucede (y otro escritor anglófono gana el premio: cinco lo han hecho en los últimos quince años), docenas de candidatos que son solo escritores, y que se entregan a una creación literaria exigente en la soledad de una mesa de trabajo, en lucha constante, en muchos casos, con la censura, las dificultades sociales y materiales y la oposición del poder, siguen preteridos. Yo creía que los cantantes ya disponían de sus premios y reconocimientos, pero parece que van a hacer suyos también los de las letras. A ver cuándo sucede también al revés y a Adonis o Murakami le dan un Grammy o un MTV Video Music Award.

lunes, 10 de octubre de 2016

Del Támesis al Albarregas

Eso pienso a veces, por las mañanas, cuando voy al trabajo por el paseo que flanquea el río Albarregas: de la mole oscura, sobrecogedora, zarandeada por las mareas, del que atraviesa la capital británica, por cuyas riberas tanto he caminado, al hilo titubeante del que afluye modesta, muy modestamente al Guadiana en Mérida. Pero esa diferencia no me importa. Al contrario: la exigüidad del caudal extremeño es metáfora de su cercanía, de su naturaleza casi familiar; la exuberancia del inglés, en cambio, lo es de su gélida impenetrabilidad (salvo para los suicidas). No obstante, y a riesgo de herir el orgullo local, hay que reconocer que el Albarregas solo puede considerarse río con mucha generosidad, más aún, con una suerte de conmiseración hidrográfica. Yo solo he visto su cauce lleno una vez, después de una tormenta bestial de primavera; y apenas duró un día. Por lo general, el Albarregas es solo un brazo de agua verdosa que avanza, a no demasiada velocidad, por el centro del lecho que le han construido, tropezando con envases de plástico y latas de refrescos vacíos y matas de vegetación que crecen con la humedad y los sedimentos minerales, y en el que se refrescan y abrevan palomas, patos, gaviotas, gorriones, abejarucos, gallinetas y hasta alguna garza, cuya sinuosa elegancia chirría en un caudal tan poco lucido y tan lleno de desperdicios. Al poco de llegar a Mérida, vi cómo vehículos del ayuntamiento limpiaban el cauce de cemento de esa maleza, que había prosperado hasta formar tupidos carrizales. Un vecino que pasaba en aquel momento por allí, se conoce que sensible a los desmanes contra la naturaleza, gritó, no sé muy bien a quién (porque era obvio que el conductor del buldócer no podía oírlo): "¡Eso, ahora los quitáis, cuando están anidando los patos!". Ignoro, la verdad, si los patos anidaban en aquellos matorrales, pero sí doy fe de que, al arrasar el monstruo mecánico uno de ellos, un bicho que no supe identificar, quizá una rata grande, corrió a refugiarse en el matorral vecino, aunque su suerte en él no iba a diferir demasiado de la que había corrido ya en el anterior. Esa es una de las cosas que más me gustan de mi paseo matutino por la ribera del Albarregas: la presencia de la gente y sus conversaciones. Suelo coincidir con los grupos de muchachos que se dirigen, con gesto apesadumbrado y en un silencio impropio de su edad, al instituto homónimo, que se encuentra un poco más allá del acueducto de San Lázaro, pero también con los vecinos que salen a hacer ejercicio uno pasa siempre con chándal y caminando muy deprisa, como Rajoy, a pasear al perro o los perros: otro señor aparece siempre con dos chuchos gemelos, que hasta mueven la cola al mismo tiempo o a comprar. En cierta ocasión, una señora, que venía hacia mí cargada con las bolsas del supermercado, se paró a mi altura y me preguntó: "¿Es Ud. el señor Vicente, el director del banco?". Nunca me había imaginado que pudiesen verme como un director de banco, con esta pinta barbada que gasto, pero una nunca sabe qué imagen proyecta a los demás. Se conoce que a la señora debieron de impresionarla mi corbata y mi cartera, que meneo, según me ha revelado una amiga, con garbo anglosajón. "No, señora, lo siento, no soy el señor Vicente, el director del banco", respondí a la inquisitiva vecina, algo lamentoso de decepcionarla. En el paseo del río Albarregas, los barrenderos me saludan por la mañana y las parejas de ancianos que van de la mano se apartan, cuando se aperciben de que llevo prisa, para dejarme pasar, y se quedan mirándome mientras los adelanto, entre curiosos y admirados. Pero otras cosas me desagradan: que una joven, aterida de frío y bostezando, no recoja la mierda que su perro acaba de dejar en la acera, y se aleje, como si el zurullo fuese un accidente más de la naturaleza, entre caladas al cigarrillo; o que las paredes de los inmuebles adyacentes al río estén llenas de pintadas. A veces, no son ni siquiera paredes, sino solo tapias, pero me disgusta igual: esas cenefas embarulladas, puro gruñido pictórico, pura mancha con apariencia de palabra (o de dibujo), que los ensuciadores nunca pintan en el comedor de su casa, sino en el espacio de todos. O es que quizá no tengan casa. El barrio que atraviesa el río Albarregas, al menos en el tramo que recorro yo cada mañana, es un barrio humilde, con almacenes y casas baratas, de gente sencilla pero digna, que saluda y conversa, que no tiene miedo de la vecindad ni del roce. Aunque también hay aquí algún hito que merece consideración, como la iglesia de Nuestra Señora de la Antigua, una noble construcción que se remonta al siglo XV y que ha acogido una imagen de la Virgen a la que el pueblo de Mérida, según el historiador Moreno de Vargas, tiene mucha devoción, y que, sacada en procesión y llevada a la iglesia mayor en tiempos de seca u otra necesidad, ha remediado con amorosa liberalidad los males que afligían a los fieles; o el puente romano que cruza el río llamado por los romanos Barraeca y rebautizado por los árabes con el habitual prefijo al, construido a finales del siglo I a. C., cuando imperaba Augusto, como prolongación del cardo maximus de la ciudad, y que sigue tan sólido y airoso como hace dos mil años, cuando caligae y carros fatigaban su enlosado. Mi doble caminata diaria por el Albarregas siempre me sorprende con algo imprevisto: hoy, por ejemplo, he escuchado a dos hombres hablar en uno de los grandes desagüaderos que dan al río. No los he visto, pero los he oído dentro. Aunque a veces no estoy para nada, y solo me preocupa salvar cuanto antes la distancia que me separa de mi casa. En verano, a las tres de la tarde, cuando salgo de trabajar, el Albarregas es un horno, como toda la ciudad: el sol se refleja casi se diría que arraiga en las piedras y se lanza a la yugular como una hoz. Pero ahora es otoño, y la creciente aunque breve suavidad de las temperaturas anima a una observación descuitada y cavilosa, en la que no dejan de inmiscuirse, con sedientos golpes de ala, los pájaros que encuentran en el río Albarregas un vergel.