martes, 27 de diciembre de 2022

La naturaleza según Walt Whitman

El entusiasta e infatigable Christian T. Arjona acaba de publicar en Libros de Aldarán —la editorial que él mismo ha fundado y dirige— Apuntes del natural, que recoge las traducciones que ha hecho de una serie de apuntes en prosa de Walt Whiman, pertenecientes a Specimen Days ['Días ejemplares'] (1882), dedicados la naturaleza. Su decisión de embarcarse en este difícil proyecto y dar a conocer una nueva versión de uno de los apartados menos conocidos de la obra del gran poeta estadounidense, ha obedecido a dos razones: la importancia que este aspecto tiene en la poesía y, en general, en todo cuanto escribió Whitman (y en la vida del propio traductor, que, emersoniano recalcitrante, vive en una masía del valle de Llémena, en lo más entrañado de las montañas gerundenses) y la escasez de traducciones solventes de su obra en prosa. Yo mismo he señalado, en alguna entrada de mi blog Corónicas de Ingalaterra, los defectos de algunas traducciones de las prosas de Whitman (https://eduardomoga.blogspot.com/2013/12/la-prosa-de-whitman-o-cosas-de-la.html). Christian T. Arjona aborda este trecho de la literatura whitmaniana como suele hacer cuando ejerce de traductor, una de las facetas de su polivalente condición de escritor: con rigor, paciencia, delicadeza y acierto. Y quiero subrayar, en particular, su destreza al verter al castellano la amplísima gama de voces de aves, plantas, animales y flores que Whitman despliega en sus escritos, y que está plagada de dificultades: el carácter autóctono de muchas de esas criaturas (que dificulta hallar una correspondencia exacta en otros idiomas, porque el lenguaje no crea palabras para realidades que no existen y que, por lo tanto, no tiene necesidad de nombrar), el lenguaje arcaico o impreciso del propio poeta y los variopintos nombres que reciben muchas de esas especies, entre los que hay que elegir el más adecuado. Whitman. Apuntes del natural compila treinta y nueve apuntes de Specimen Days, donde Whitman vuelca sus experiencias en y con la naturaleza en Timber Creek, un lugar cercano a Camden, a donde se había retirado en 1873 (y que prolongan las de su infancia y juventud en Long Island, donde había nacido, que tan decisivas fueron para la conformación de su vocación como poeta), y complementa la edición con un prólogo, una noticia biográfica, una breve sección de notas al texto (que incluye un "visualizador" de las aves mencionadas por el poeta, mediante un código QR), otra nota sobre la traducción de biónimos y un apartado gráfico, que incluye dibujos y fotografías. 

Este es el principio de mi prólogo:

La naturaleza es, para Walt Whitman, el padre de la poesía estadounidense contemporánea (y no sería inapropiado omitir el adjetivo «contemporánea»), un asunto fundamental. Es más que un asunto: es un componente orgánico de su poesía. La naturaleza es el cuerpo del mundo. Y él abraza ese cuerpo hasta fundirse con él. Su acceso a la realidad de la naturaleza se asemeja —escandalosamente para su época— al acceso carnal: una pulsión deseante que persigue la unión y el éxtasis. Desde que recorriera en su infancia los paisajes de Long Island —donde había nacido en 1819— y conociese la vida innumerable que esos paisajes albergaban, la naturaleza constituyó la dimensión fundamental del Nuevo Mundo que Whitman se había resuelto a cantar y, mediante ese canto primigenio, a fundar. América era sus paisajes, que lo abarcaban todo: las infinitas gentes y los multitudinarios animales, las tumultuosas ciudades y las montañas inconmovibles, los ríos caudalosos y los escuetos arroyos, los labrantíos y los cielos. Whitman conoce esos paisajes al ritmo ahondado de sus pasos. Su poesía es ambulatoria, como mucha de la que han escrito otros grandes poetas, como Antonio Machado, Antonio Gamoneda, Sergio Gaspar, Jordi Doce o Agustín Fernández Mallo. Y su vagabundaje también lo es del pensamiento. Whitman recorre las playas y los bosques, las llanuras y las colinas, acomodando los sentidos y la razón al pálpito de las piedras y al estremecimiento de los árboles. Rodeado de vida, se llena de vida. Su errancia es cósmica: el poeta atiende a todo lo que ofrece —lo que es— la naturaleza con el mismo espíritu épico con el que atiende a las vicisitudes de la sociedad que está naciendo. Para ello, presta una atención minuciosa a cuanto lo circunda: sus apuntes son estampas líricas —hirvientes de brevísimos sucesos, cuyo conjunto dibuja una escena atribulada y feliz—, de cadencias vecinas al poemas en prosa. Decía Josep Pla que describir es más difícil que opinar. Y tenía más razón que un santo. Todo el mundo opina, pero casi nadie describe, porque describir exige abandonar el yo —o relajar, al menos, las ataduras que nos ciñen a él, una de las tareas más arduas del mundo— y sumirse en lo otro, en lo ajeno, en lo que está fuera. Whitman afronta esa dificultad al desgaire, como si no reparara en ella, tomando notas mientras pasea sin propósito —eso nos dice—, imbuido del estilo libérrimo de la naturaleza, aunque en «El cielo» revele que «nunca tomo notas de mis mejores momentos, pues cuando llegan no puedo permitirme romper el encanto y ponerme a escribir. Simplemente me abandono al estado de ánimo y lo dejo fluir, arrastrado por un plácido éxtasis». Whitman se contradice, pero en él la contradicción es un acto creador: «¿Me contradigo? / Muy bien, pues: me contradigo. / (Soy enorme: contengo multitudes)», dice en el poema 51 de «Canto de mí mismo». La descripción de Whitman, no obstante, no es casi nunca metafórica, como no lo es tampoco su poesía, sino supeditada a la realidad: sus apuntes refieren hechos, accidentes de las cosas, fenómenos objetivos, para cuya definición no se remite a otros objetos o acontecimientos. Whitman se ciñe al perfil estricto de lo percibido, que dibuja una superficie delicadamente rugosa, despojada de otros acentos, plena en su soledad y su ser. A veces, sí nos desliza una metáfora, como cuando describe las alas de una libélula como «de encaje» (wings of lace), aunque en otros casos sea razonable atribuirlas a la querencia metafórica del traductor, Christian T. Arjona, que, como poeta, es un excelente arquitecto de analogías, y ya sabemos que los traductores tienden —inevitablemente, me temo— a arrimar el ascua de su creación a la sardina de su traducción. [...]

Christian T. Arjona traduce así "Autumn Side-bits" ['Delicias otoñales']:

20 de septiembre.- Bajo un roble grande y viejo, de un verde lustroso y fragante, dentro de una druídica arboleda, envuelto por la cálida luz del sol de mediodía y por enjambres de insectos que revolotean, oigo un estridente graznido de cuervos a quinientos metros. Aquí sentado en soledad, disfruto de todo, todo lo absorbo. Veo las pilas cónicas de maíz bermejo y seco; un gran sembrado densamente salpicado de calabazas de un tono escarlata dorado; otro de coles, adyacente, ostentando su verdor perlado, con motas de intensas luces y sobras; los melonares, con sus óvalos abultados y sus anchas hojas onduladas, de venas plateados. Y muchos otros sonidos y vistas del otoño: el grito lejano de una bandada de gallinas guineanas y la brisa de septiembre cadenciosa pensativa entre las copas de los árboles derramándose sobre todas las cosas.

Otro día.- La tierra por doquier cubierta por los estragos de la borrasca. Mientras paseo sin prisa por sus orillas, veo que las aguas del arroyo Timber ya han vuelto a su cauce y muestran los efectos de la ola turbulenta que acompañó a la última tormenta equinoccial. Miro a mi alrededor y hago el inventario: hierbas y arbustos; colinas y caminos; tocones ocasiones, algunos ya muy pulidos en los que me siento a descansar de mis errancias y a escribir estas líneas; muchas florecillas campestres, blancas y estrelladas; el rojo de la lobelia y de las cerezas, similar al del pájaro cardenal; las semillas esféricas de la rosa perenne; o las enredaderas entreveradas, trepando alrededor del troncos de los árboles.

1, 2 y 3 de octubre.- Bajo cada día a la soledad del arroyo. Hoy, aquí sentado, siento el sereno sol otoñal y un vientecillo de poniente; delante de mí, la superficie del río rizada de bellas cabrillas. En la ribera hay una robusta y vieja haya inclinada aunque viva y con hojas en sus musgosas ramas, casi caída sobre la corriente; y una ardilla gris, explorando, sube y baja por ella, mueve la cola, salta hasta el suelo, se sienta en cuclillas, bien recta, cuando me ve (¿un indicio darwiniano?) y luego, de nuevo, se encarama rápidamente al árbol.

4 de octubre.- Día nublado y frío, señales del invierno incipiente. Pero todavía se está muy bien aquí: las hojas caen a puñados y ya pintan de marrón la tierra. Las ricas coloraciones: amarillos de todos los tonos, pálidos y de un verde oscuro, con sombras que van desde el rojo más leve hasta el más intenso. Y todo inserto y suavizado por el pardo terroso predominante y el gris del cielo. Así que ya llega el invierno; y yo aún arrastro mi enfermedad. Me siento aquí entre todas estas bellas vistas e influjos vivificantes, y me abandono a esta reflexión, a los hilos vagabundos de este pensamiento.



Aquí está toda la información editorial sobre el libro: https://www.librosdealdaran.com/producto/apuntes-del-natural-walt-whitman/

miércoles, 21 de diciembre de 2022

En la Florida (y 3): Coral Gables

Coral Gables no es un barrio de Miami. Está muy cerca de la gran ciudad floridana, pero es otro municipio y, sobre todo, es otro mundo. Frente al gigantismo miameño, donde no faltan los rascacielos —presentes en todas las ciudades norteamericanas: son su mayor icono—, los espectáculos y centros comerciales de masas, y unos atascos de tráfico babilónicos, Coral Gables representa el espacio ameno, sensual y humano de las culturas mediterráneas, trasplantadas a América por los españoles y, más recientemente, por los cubanos. Era el lugar que más me apetecía visitar de la Florida por sus muchas y hondas resonancias en la poesía española contemporánea: Coral Gables excitaba mis ansias fetichistas. Allí vivió Juan Ramón Jiménez, con su mujer Zenobia, entre 1939 y 1942, y allí escribió un librito delicioso, Romances de Coral Gables, publicado en 1948, y empezó a componer el que probablemente sea el mayor —y también el mejor— poema de la poesía española en el siglo XX: Espacio. Con el primero, como le dijo en una carta de 1943 a su amigo Enrique Díez-Canedo, volvió a escribir poesía, tras la destructiva experiencia del exilio: "En la Florida empecé a escribir otra vez en verso. Antes, por Puerto Rico y Cuba, había escrito casi exclusivamente crítica y conferencias. Una madrugada me encontré escribiendo unos romances y unas canciones que eran un retorno a mi primera juventud, una inocencia última, un final lógico de mi última escritura sucesiva en España...". (Me encanta que utilizase el artículo para designar a la Florida; hoy ese artículo que tan bien le caía al nombre de algunos países —los Estados Unidos, las Filipinas, la India, el Perú— casi ha desaparecido, o ha desaparecido del todo). Y lo hizo inspirado por el propio exilio: por la semejanza del paisaje de aquel lugar arrinconado y no obstante luminoso con el de la España —de la Andalucía— que le habían obligado a abandonar. Llamativamente, en el fragmento tercero de Espacio, la identificación de ambos paisajes —y de la conciencia individual con la conciencia del mundo— se hace con la concurrencia de un tercer lugar: un pueblo de Cataluña, Sitges (cuyo nombre corrige según sus personales normas ortográficas), y Cataluña misma: "No, no fue allí en Sitjes, Catalonia, Spain, en donde se me apareció mi mar tercero, fue aquí ya; era este mar, este mar mismo, mismo y verde, verdemismo; no fue el Mediterráneo azulazulazul, fue el verde, el gris, el negro Atlántico de aquella Atlántida. Sitjes fue, donde vivo ahora, Maricel, esta casa de Deering, española, de Miami, esta Villa Vizcaya aquí de Deering, española aquí en Miami, aquí, de aquella Barcelona. Mar, y ¡qué estraño es todo esto! No era España, era La Florida de España, Coral Gables, donde está la España esta abandonada por los hijos de Deering (testamentaría inaceptable) y aceptada por mí; esta España (Catalonia, Spain) guirnaldas de morada bugainvilia por las rejas". Juan Ramón y Zenobia, tras una breve residencia al suroeste de Miami, vivieron en el número 140 de Alhambra Circle, una larga calle que rodea el centro —el downtown— de Coral Gables, y donde hoy hay un banco en cuya fachada, naturalmente, nada recuerda la presencia de Juan Ramón. Casi todas las calles de Coral Gables ostentan nombres españoles: Alhambra, Segovia, Toledo, Minorca, Sevilla, Santander... Y el aparcamiento donde Elaine y yo dejamos el coche, delante del fastuoso hotel Biltmore, da a la calle Catalonia. Muchas casas presentan reminiscencias arquitectónicas españolas: tejas árabes, arcos ojivales, paredes encaladas... —aunque la elegancia de las construcciones se vea oscurecida a menudo por la iluminación navideña con que los dueños las revisten, que en algunos casos parece que quiera emular la que el inefable Abel Caballero despliega en Vigo—, en las calles hay fuentes y plazoletas sombreadas, y todo aparece envuelto por una vegetación lujuriosa, que no es andaluza por las especies —el árbol predominante es aquí el baniano, esa feroz criatura que crece de arriba a abajo, y cuyas ramas y raíces acaban formando una caótica amalgama, que hace que parezca que tiene muchos troncos—, pero sí por la espesura y la sensualidad, por la sostenida explosión floral, por la mezcolanza de aromas cítricos y colores encendidos. En muchos lugares, los árboles son tan frondosos que se forman cúpulas encima de las calles y hasta de las avenidas, y a uno le da la sensación de estar andando por un túnel verde que no veda la luz, sino que la tamiza hasta desmigajarla en una llovizna de rayos acariciantes. Antes, no obstante, de perdernos por estas calles españolas, visitamos el hotel Biltmore, construido a finales de 1925, uno de esos lugares suntuosos en los que uno se imagina que se reunían los gánsteres para cenar y, de paso, liquidar a alguno durante la cena con un bate de béisbol, o espera abrir una puerta y encontrarse a Al Pacino, con las botas en la mesa, acariciando un fusil ametrallador mientras le ordena a un esbirro que recoja un alijo o alivie al mundo de la presencia de un rival. Esta tarde se celebra un banquete de bodas en el hotel: vemos un Rolls Royce blanco a la puerta y un dron que sobrevuela los jardines interiores del monumental edificio. Antes, los vídeos de las bodas los hacía un fotógrafo o un pariente abnegado, pero las ciencias adelantan que es una barbaridad y hoy se encarga de inmortalizar a los cónyuges un aparato aéreo no tripulado, que quizá sea turco (o iraní). Mientras paseamos por la enorme piscina del hotel, de aguas turquesas y flanqueada por una sucesión de estatuas de aire griego y romano, también oímos la música que ameniza la reunión. En concreto, el bolero "Canta y no llores", que unos mexicanos aguerridos entonan con mucho sentimiento. Nos sentamos un rato en el vestíbulo principal, con arcos de medio punto y columnas con capiteles corintios (¿o eran dóricos?). Ocupamos sendos sillones orejeros, de cuero bueno, nada de sucedáneos, donde los millonarios retirados que pueblan la Florida, y quizá el propio Donald Trump, ese ejemplo de modestia, quizá se sienten todas las mañanas a leer la prensa. En el centro de la sala hay una pajarera historiada en la que conviven pajaritos disecados y vivos, y observamos que los ascensores son de madera labrada, aunque no nos atrevemos a subir en ninguno. Sentado en el sillón, admiro por enésima vez la creatividad con que se visten los negros en los Estados Unidos. Pasa uno con una camisa de flores, una gorra amarilla, unos pantalones de cuero, también bueno, y unos zapatos de color indudable, rojos, pero de diseño indefinible, a medio camino entre el zueco holandés y la babucha marroquí. Es un hombre cosmopolita, sin duda. Luego paseamos por las calles hasta que anochece: vamos desde el arco de piedra que constituye la entrada histórica del lugar (por debajo de la cual seguro que pasaron Juan Ramón y Zenobia) hasta el otro extremo, donde nos espera una estatua de George Merrick, el verdadero creador de Coral Gables. Hijo de Solomon G. Merrick, el pastor congregacionalista que, harto del clima gélido de Massachusetts, se estableció aquí, levantó el primer edificio de piedra coralina —al que llamó Coral Gables— y supo salir adelante gracias a una plantación de naranjas y limones, como si esto fuera Valencia (de hecho, una de las calles se llama Valencia), George decidió crear una auténtica ciudad mediterránea. Lo consiguió en 1925, con gran éxito. Hasta Alfonso XIII, el abuelo del emérito, amante de los fosfatos africanos, los dictadores y la pornografía (Alfonso, digo, no el emérito; este es amante de las comisiones árabes, las cacerías de elefantes y las amantes alemanas, bueno, de cualquier nacionalidad), reconoció su labor hispanófila —simbiótica con su negocio: las casas se vendían a precios elevados— con la concesión de la medalla de la Orden de Isabel la Católica. El éxito, no obstante, no le duró mucho: un terrible huracán devastó la ciudad en 1926 y luego llegó la Gran Depresión, que la hundió en un mar de deudas y despoblación, del que solo emergería tras las Segunda Guerra Mundial, con la llegada primero de los veteranos del ejército y después de los cubanos de posibles que huían de la Cuba de Castro. Merrick no llegó a verlo, porque murió en 1942, con cincuenta y cinco años, siendo jefe de los carteros del condado de Dade y cubierto él también de deudas. Su efigie, en la que aparece muy dinámico, como corresponde a un promotor inmobiliario indomable (aunque finalmente domado por las adversidades), con corbata y un papel enrollado en la mano, tiene una particularidad: vista de lado, el papel enrollado parece otra cosa. George Merrick se diría entonces un hombre encantado por su obra, es más, excitado por ella.

sábado, 17 de diciembre de 2022

Voy a salir volando por la ventana, de Harold Norse

La joven y emprendedora editorial sevillana Hojas de Hierba, capitaneada por el diligente Antonio López Cañestro, un hombre al que basta oír hablar unos segundos para que te contagie una pasión desatada, pero también muy racional, por la poesía, acaba de publicar Voy a salir volando por la ventana. Antología poética, del estadounidense Harold Norse, preparada por el especialista Todd Swindell, y con prólogo y traducción míos. Es, a mi juicio, una gran novedad editorial: Norse, un poeta excelente, vinculado —aunque no perteneciente— a la legendaria generación beat, que tanto contribuyó a renovar la literatura contemporánea occidental, no había sido vertido todavía al español, salvo unos pocos poemas en alguna antología y un par de revistas digitales. Norse, además de un gran escritor, era un hombre con unas altas capacidades sociales: conoció a prácticamente todos los autores destacados de su tiempo en lengua inglesa (con muchos de los cuales mantuvo relaciones de amistad o sentimentales), y, expatriado quince años en Europa y África, a muchos en otros idiomas, como Pavese o Pasolini. Su vida fue una lucha constante contra la pobreza y la marginación social (y literaria), que él y muchos millones de personas sufrían, en la América puritana en la que creció, por su condición de homosexuales. Voy a salir volando por la ventana ofrece una amplia visión de su obra, que participa siempre del impulso experimental, pero que persigue una poesía hospitalaria y llena de verdad humana.

Transcribo, a continuación, algunos fragmentos del prólogo de la edición y su poema acaso más conocido, "No soy un hombre".

Harold Norse no se llamaba Norse. Se llamaba Rosen. Su apellido es un anagrama. Lo adoptó para matizar, si no rebatir, sus orígenes, pobres, casi miserables, en la Nueva York populosa y desordenada donde había nacido en 1916. Era hijo de una inmigrante lituana, judía, y de padre desconocido, aunque el poeta sospechaba, por una foto que conservaba su madre, que se trataba de un soldado americano, de origen alemán, que había combatido en la Primera Guerra Mundial. La infancia y la adolescencia de Norse estuvieron plagadas de dificultades: a las económicas —que llevaron a su familia a peregrinar de trabajo en trabajo y de piso en piso, muchos de ellos railroad flats: apartamentos cuyas habitaciones se disponían como vagones de tren, tan estrechos que para salir de ellos había que cruzar todos los demás— se sumaron el desventurado matrimonio de la madre con otro hombre, hosco y maltratador; el descubrimiento de la propia homosexualidad, que supuso el choque con una sociedad todavía encastillada en el puritanismo cerril, valga la redundancia, de los padres fundadores; y el estallido social que representó la crisis del 29 y la subsiguiente Gran Depresión, con el corolario sangriento de la Segunda Guerra Mundial. 

(...)  

A Norse suele asociársele con la generación beat, aunque sería más adecuado decir que estuvo en su órbita, pero no en su constitución ni en el núcleo de su actividad. Norse ya había publicado poemas, relatos y reseñas en revistas literarias norteamericanas y un primer libro, The Undersea Mountain, y, tras las experiencias comunes en Europa, seguiría un camino propio, con inquietudes y propósitos particulares. También tenía ya una idea clara, en 1959, de sus objetivos estéticos y de la forma de alcanzarlos. No obstante, coincidía con los beat en un inconformismo radical, en las prácticas sexuales libres, en la exploración de otras espiritualidades —sobre todo, orientales— y, literariamente, en el rechazo de la poesía académica y los esquemas métricos tradicionales, y, en su lugar, la defensa de un lenguaje coloquial, propio de la conversación, y una escritura espontánea, que se nutriera de imágenes cotidianas, nada de lo cual excluía el interés por la experimentación y la busca de nuevas formas de expresión. Los beat constituyen un ejemplo paradigmático de escuela innovadora que surge cuando la literatura en su lengua se ha esclerotizado, esto es, cuando se han solidificado las técnicas y convenciones que regulan lo que los canonizadores consideran aceptable en el arte, o el arte mismo. Norse participaba de esa rebeldía beat y, de hecho, llevaba practicándola, aunque no hubiese formado parte del grupo, desde que había empezado a escribir.

(...)

La poesía de Harold Norse es cosmopolita y urbana. La naturaleza tiene poca presencia en ella, salvo como trasfondo que enmarca o subraya la relación humana, erótico-sentimental, aunque Norse fuera siempre muy consciente de la rapacidad del capitalismo y la importancia de preservar el planeta, y, en sus últimas décadas, abrazase decididamente la causa del ecologismo. Su estilo rehúye siempre el envaramiento erudito, la retórica acartonada u ornamental y la bonitura de la expresión, como malició Cernuda, y se mantiene fiel a una dicción fluida y natural, aunque la naturalidad en poesía sea un concepto resbaladizo, como la sinceridad. Esta coherencia expresiva no se opone a la flexibilidad de las formas ni a la amplitud de los experimentos. Como decía Ferlinghetti —que publicó en City Lights Books su Hotel Nirvana (1974)—, Norse tenía una voz original porque hacía de ventrílocuo de muchos otros poetas: podía sonar como T. S. Eliot en un poema y como William Burroughs en otro. Norse escribe piezas concisas, con pocos o ningún adjetivo, prosaicas, figurativas —bukowskianas—, pero también composiciones atravesadas por el delirio, con particiones abruptas de versos, sin signos de puntuación, pródigas en imágenes perturbadoras, a veces visionarias; composiciones en las que percibimos un rapto difícil de refrenar, un profundo desgarro emocional: «El interior de un poema es rojo», tituló Norse uno de sus poemas. En su obra, encontramos poemas contemplativos y poemas de acción, poemas enumerativos y poemas-relato, poemas sórdidos y poemas extáticos, fabulaciones históricas y exámenes interiores, baños turcos para hombres y a Santa Teresa de Ávila, el mundo moderno y el mundo clásico. Las dualidades —o, mejor, las pluralidades— conviven sin dificultad en la poesía de Harold Norse, aunque todas bajo el paraguas de un lenguaje exacto y sensual, muy vivo, muy consciente de su capacidad para zarandear los estratos más íntimos de la conciencia y despertar las emociones más arrebatadoras. Casi todos los poemas de Norse, aun los más meditativos, se disponen como escenas. Son, en este sentido, creaciones casi cinematográficas: visuales, coloristas, dinámicas. Todas se dirigen contra el espíritu gregario y alientan la rebelión individual (y colectiva), la afirmación de lo que cada cual sea y de lo que cada cual ame o rechace, aunque se despierte a veces por la noche «ahogado en el yo» y no haya forma de salir de ese yo sino muriendo, como escribe en «Cinco voces»: la convención es, para Norse, otra forma de la sumisión. Enarbolar el yo y sufrir el peso del yo es otra de sus paradojas, que se diluyen en su poesía, o que la fecundan. 

El motor más potente de la obra de Norse es el homoerotismo: la afirmación de la propia condición sexual y la multitud de experiencias amorosas a que esa cualidad le conduce. Un impulso carnal omnipresente y devorador recorre toda la poesía de Harold Norse, con el que materializa su deseo de comunión con un mundo que no le es propicio, con una realidad espinosa y fatalmente adversa. La poesía confesional, en buena medida autobiográfica, de Norse revela tanto sus aventuras nocturnas —que transcurren en los barrios canallas, con enjambres de buscones, de las ciudades en las que vivió, desde Nueva York a Tánger— como sus idilios en tres continentes con mozos de la calle o artistas en ciernes, con las que satisface el deseo y conjura la soledad, así como las relaciones que sostuvo con escritores consolidados, como W. H. Auden. Pero el erotismo de Norse también se plasma en algunas piezas insólitas, como «Husmeando por el ojo de la cerradura», el relato enloquecido, en prosa —quizá suscitado por un estado de excitación lisérgica—, de un encuentro sexual en París entre un negro muy bien dotado y una princesa rusa, y en las escenas cotidianas que nos presenta su poesía. Aparece, pues, en la descripción de alguien que lee una revista en un salón o de un adolescente que compra bolsas de patatas fritas en un supermercado, en las insinuaciones que los mayores les hacen a los chicos de la YMCA, en la tensión sexual que se genera entre un cliente y el encargado de la gasolinera en la que está repostando. También se revela en la minucia del verso: en la selección de los instantes que el poeta desgaja de la realidad para recrearlos en la página y en la selección léxica que configura los poemas: así, los gatos se aparean, los cañones eyaculan, las bengalas ascienden como gónadas astrales, un Príapo de Pompeya tiene dos falos y a un mendigo marroquí de catorce años, que duerme en la calle, le asoman unos prometedores genitales por un roto del pantalón. El homoerotismo también transpira en las traducciones de Catulo que Norse incorpora a su obra como poesía propia, y entre las que figura las del célebre poema XVI: «Os follaré y os chuparé el culo y la polla, / bujarrón Aurelio y marica Furio…», y en la atención que dedica a Federico García Lorca, que aparece en varios de sus poemas, aunque su interés por la figura del granadino no provenga solo de su trágico final —al que contribuyó su condición de homosexual, como recuerda Norse en «Nos hemos cargado a su amigo el poeta»—, sino también de las características de su poesía, musical, orgánica, plena, una de cuyas piezas, la «Oda a Walt Whitman», constituye, además, un himno a la liberación gay. (Norse también considera la poesía de Lorca intuitiva, plena de duende, pero, al hacerlo, parece desconocer las profundas raíces del autor de Poeta en Nueva York en el modernismo y las vanguardias) 

(...)

"No soy un hombre"

No soy un hombre, no sé ganarme la vida, comprar cosas nuevas para la familia. Tengo acné y una picha pequeña.

No soy un hombre. No me gustan el fútbol, el boxeo ni los coches. Me gusta expresar los sentimientos. Incluso me gusta echar el brazo por el hombro de mis amigos.

No soy un hombre. No pienso representar el papel que me han asignado, el papel creado por Madison Avenue, Playboy, Hollywood y Oliver Cromwell. La televisión no dicta mi comportamiento.

No soy un hombre. Una vez disparé a una ardilla y me juré que  no volvería a matar. Dejé de comer carne. La visión de la sangre me da náuseas. Me gustan las flores.

No soy un hombre. Fui a la cárcel por resistirme a que me reclutaran. No peleo cuando los hombres de verdad me pegan y me llaman maricón. Me disgusta la violencia.

No soy un hombre. Nunca he violado a una mujer. No odio a los negros. No me emociono cuando ondea la bandera. No creo que deba amar a los Estados Unidos o marcharme. Creo que debo reírme de ello.

No soy un hombre. Nunca he tenido gonorrea.

No soy un hombre. Playboy no es mi revista favorita.

No soy un hombre. Lloro cuando soy infeliz.

No soy un hombre. No me siento superior a las mujeres.

No soy un hombre. No llevo suspensorio.

No soy un hombre. Escribo poesía.

No soy un hombre. Medito sobre la paz y el amor.

No soy un hombre. No quiero destruirte.

                                                                   San Francisco, circa 1972




https://www.hojasdehierba.es/producto/voy-a-salir-volando-por-la-ventana-harold-norse/:

Colección de Poesía Outsiders

Traducción y prólogo de Eduardo Moga
Edición de Todd Swindell
Prefacio de Neeli Cherkovski

(120 x 180 mm)
Edición en rústica

Precio: 18 euros


lunes, 12 de diciembre de 2022

En la Florida (2): Cayo Hueso

Cayo Hueso (Key West en inglés) es la ciudad más meridional de los Estados Unidos. Un monumento obeso y multicolor, como muchos de los turistas que se fotografían a su lado, lo celebra en uno de los rincones de la isla. Porque Cayo Hueso también es una isla: la última habitada de los cayos, un archipiélago, compuesto por otras 1.700, que se extiende unos 350 kilómetros al sur de Miami. Si siguiera 150 km más, llegaría a Cuba. Y esta cercanía es la que permite que miles de cubanos, huidos en ruedas de camión u otros improvisados esquifes de la dictadura castrista, arriben a estas costas y empiecen a creer en el sueño americano, aunque, en la mayoría de los casos, acabe siendo una pesadilla. Cuando uno recorre el arco que describen los cayos, por una carretera que los ensarta a todos, salvando los trechos de mar gracias a larguísimos puentes, tiene la sensación de estar rodando por el Atlántico: el coche, el rey de la vida estadounidense, parece enseñorearse del mismísimo océano, cuyas aguas turquesas y espejeantes le rinden vasallaje (hasta que se rebela con huracanes, más devastadores que una bomba de neutrones). Los españoles descubrieron estas islas, como tantas otras cosas en los Estados Unidos, mucho antes que los ingleses: Juan Ponce de León, aquel intrépido vallisoletano que remontó todo el sureste americano hasta los confines del actual estado de Georgia, pisó la isla en 1521, durante su última expedición al continente del Norte desde Cuba. Y escribo "descubrieron" en cursiva, porque la isla ya estaba sobradamente descubierta por los indios calusas, sus habitantes primitivos, que la utilizaban como cementerio. De ahí su nombre: los españoles encontraron tantos huesos humanos en aquel peñón que lo llamaron Cayo Hueso. (La relación de los enterrados aquí con España se ha prolongado hasta nuestros días: en la isla descansan muchos de los 266 marineros muertos en la explosión del Maine, el acorazado que voló por los aires en el puerto de La Habana a consecuencia de un accidente, fruto de la negligencia de sus oficiales, pero cuya destrucción, atribuida a una mina española, dio el pretexto a los Estados Unidos para declarar la guerra a nuestro país). Hoy, la isla es uno de los principales destinos turísticos de los norteamericanos. Solo tiene 26.000 habitantes, pero se ve desbordada por un aluvión permanente de visitantes, muchos de los cuales forman parte de una gran y muy activa comunidad gay: las banderas arcoirisadas ondean por doquier, y los pasos de cebra no son de franjas blancas y negras, sino de los colores del arcoíris. El clima tropical, con temperaturas de veintipico grados en diciembre, es uno de sus mayores atractivos, pero no el único. Los cayohueseños (me invento el gentilicio) han sabido preservar el tradicional espíritu emprendedor pero relajado y algo bohemio que sobrevuela la isla (junto con los ruidosos cazas de la base aeronaval que ocupa buena parte de su territorio). Quizá por eso muchos escritores han visitado asiduamente o incluso residido en la isla, como Ernest Hemingway, que tuvo casa aquí entre 1931 y 1939, en la cual escribió más de dos terceras partes de su obra (la casa sigue en pie y se puede visitar; por ella, además de turistas, deambulan 58 gatos, polidáctilos, es decir, de seis dedos en cada garra, que unos dicen descendientes de Snow White ['Blanco como la nieve'], la mascota preferida de Ernesto, y otros, de los mininos de un vecino suyo, todos ellos polidáctilos también, que, cuando fallecen, son enterrados en un cementerio gatuno en el jardín [caramba, cuántas necrópolis me están saliendo en esta entrada; se suponía que iba a ser muy desenfadada y caribeña]), Elizabeth Bishop, John Dos Passos, Tennessee Williams (que sufrió el acoso de sus vecinos, y hasta la muerte de su excéntrico jardinero, dizque por ser homosexual; es curioso que esto ocurriera, no hace mucho, en lo que luego se ha convertido en un santuario gay), Truman Capote, James Merrill y Wallace Stevens (además del presidente Truman, el que ordenó soltar las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki). Los cubanos, vecinos oceánicos, han tenido mucha relación con Cayo Hueso. El carácter singular de los isleños, forjado en la despreocupación del veraneante eterno y, probablemente, en el acendrado consumo de ron y otras sustancias alucinógenas, les llevó a declarar la independencia de los Estados Unidos el 23 de abril de 1982. No solo eso: acto seguido, le declararon la guerra. Y todo como consecuencia de un atasco de tráfico. Se conoce que la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos estableció un estricto control a la salida de la principal y prácticamente única carretera que comunica los cayos con el continente, en busca de drogas e inmigrantes ilegales, esos dos demonios de las sociedades avanzadas, y generó así un pifostio babilónico que impidió la circulación de los habitantes de los cayos y supuso una catástrofe para su principal industria, el turismo. Entonces, el alcalde de Cayo Hueso, el arrojado Dennis Wardlow, razonando, no sin acierto, que si los Estados Unidos trataban a los cayos como a un país extranjero, así se considerarían ellos, declaró la independencia de la República de la Concha y se enfrentó a continuación a las fuerzas norteamericanas estampando una barra de pan cubano rancio en la cabeza de un tipo vestido con el uniforme de la US Navy. Pero la rebelión solo duró un minuto, pasado el cual Wardlow se rindió al marinero agredido y solicitó a los Estados Unidos una ayuda para la reconstrucción de mil millones de dólares. El episodio de la República de la Concha no es despreciable: duró 53 segundos más que la República Catalana y su hermosa bandera azul ondea todavía, sin desteñir (no como las esteladas catalanas, cuyos colores languidecen en los pocos balcones donde aún cuelgan), en tantas casas e instituciones de la isla. Bajo una de ellas leemos esta orgullosa manifestación: "We seceded where others failed" ['nosotros nos separamos, mientras que otros fracasaron'], con una dicotomía muy propia del país (el ganador y el perdedor) y un juego de palabras muy cayohueseño: secede suena muy parecido a succeed, 'tener éxito'. Durante décadas, los cubanos, vecinos oceánicos, desarrollaron aquí una próspera industria tabaquera, que continúan hoy muchos negocios de habanos. También trajeron sus gallos de pelea, que les entretenían a picotazos los días calurosos, hasta que se prohibió el innoble espectáculo y las aves fueron manumitidas. Así siguen hoy: uno se tropieza por todas partes con orgullosos gallos callejeros, acompañados a menudo por sus esposas gallinas y una copiosa prole de pollos picoteantes, y no deja de oír sus cantos no solo al amanecer, sino a cualquier hora del día. Los gallos son a Cayo Hueso (y los gatos a la casa de Hemingway) lo que las vacas a la India: animales sagrados e intocables. Estas islas, y Cayo Hueso en particular, han sido también refugio de bucaneros y piratas, y sede frecuente de naufragios. Muchos barcos españoles, que hacían la ruta de las Indias desde La Habana hasta la metrópoli, generalmente cargados de formidables riquezas, eran desviados hasta estos arrecifes por corrientes o tormentas y perecían en sus afiladas costas. Así le sucedió al galeón Nuestra Señora de Atocha, que naufragó cerca del cayo en 1622 y se llevó al fondo del mar un tesoro de oro, plata y bronce, además de índigo, tabaco, un exquisito lote de cajas de marfil labrado de Ceilán y 120 cañones. La fastuosa carga permaneció oculta en las profundidades hasta que en 1969 un cazatesoros, Mel Fisher, empezó a buscarla. Lo estuvo haciendo durante dieciséis años, hasta que en 1985 dio con el pecio, que había formado un arrecife de plata en las aguas profundas. No obstante, no sé si el dineral logrado por Fisher le haya compensado de la muerte de su hijo Dirk y de su nuera, que fallecieron en un accidente durante las exploraciones. Y aún habría podido ser peor (si es que hay algo peor que la muerte de un hijo) si España hubiera ejercido las mismas acciones que en el caso de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes y hubiese reclamado para sí los restos de barco y su carga, dado que se trataba de un buque del Estado. Parte del tesoro del Atocha se expone hoy en el Mel Fisher Maritime Heritage Society Museum, en Cayo Hueso, que yo me he negado a visitar por patriotismo, aunque es muy fácil encontrar (y comprar) monedas de plata originales en internet y reproducciones, asimismo en plata, en las muchas tiendas que han brotado al calor de la fortuna recuperada, que también incluye esmeraldas como puños, cinturones de oro de tres kilos, cálices empedrados de rubíes y topacios con los que podría emborracharse el cura y alguno hasta con un mecanismo para impedir el envenenamiento, como el bezoar, que se tenía por antídoto de las ponzoñas. La principal arteria de la isla es Duval Street, que la recorre de este a oeste, y que es una sucesión de bares y restaurantes, salas de arte, tiendas de ropa, locales de suvenires y establecimientos donde se puede comprar marihuana sin necesidad de receta médica. La calle tiene la viveza de un mercado caribeño, pero también la agitación de una carretera bakaladera, y eso puede causar más de un disgusto al visitante incauto. Como nosotros, que tuvimos la perspicacia de reservar una habitación, en Airbnb, justo delante del bar de drag queens con los altavoces más potentes de todo el archipiélago. Desde el cuarto podíamos admirar las evoluciones de una de ellas, encaramada a unos tacones que parecían zancos y con un pelucón digno de Dolly Parton, que se levantaba las faldas y ofrecía las nalgas huesudas para que las manos de los potenciales clientes, o de los clientes que se tomaban ya una copa en la terraza, le dieran halagüeños cachetes. Era poco apetecible, la verdad, y menos aún aturdidos como estábamos por la avalancha de decibelios que penetraban en nuestro alojamiento como cucarachas. La música nos acompañó hasta la madrugada. Fue una noche inolvidable, como todo Cayo Hueso.

miércoles, 7 de diciembre de 2022

Una lectura de "Hombre solo" (de Jonás Sánchez Pedrero)

Jonás Sánchez Pedrero, ese Gómez de la Serna posmoderno y un poco triste que vive y escribe, valga la redundancia, en Baños de Montemayor, ha leído mi más reciente poemario, Hombre solo, y ha tenido la amabilidad de colgar estas impresiones sobre el libro en su bitácora, Jonás Sánchez Pedrero (blog clausurado) (aunque está muy viva: otra paradoja ramoniana). La encontrarán aquí: http://jonassanchez.blogspot.com/2022/12/hombre-solo.html. Yo se lo agradezco de corazón y, con su permiso, la reproduzco también en esta página:

Hombre solo es un pleonasmo, Eduardo. La condición humana conlleva una inevitable soledad que apuntalamos con hijos y amistades (si tienes tendencias al derroche) o con sobrinos y literatura (si vienes contrito desde chico como es mi caso). Da igual, al final todo va a parar a Jordi Hurtado (y que no le pregunten a la muchachada si quieren saber o ganar). Hombre solo se me antoja la secuela de Tú no morirás. Más deshecha, más fresca y natural. Como si el reguero de vacíos se nos convirtiera en libro. Dentro de todo hombre hay una soledad que a veces se concreta. Entonces, sentimos el frío y una panoplia de huecos que Eduardo aprovecha para ejercitar la lírica. Moga tiene nombre inglés, porte noruego y ademanes de funcionario alemán. Tiene una prosa cristalina, un lenguaje de chorro líquido como un “relámpago estéril”. EM dice que “escribir es una rueda que gira”, y aquí hay otro pleonasmo. Escribir es una rueda que gira como toda soledad. En el molino del hombre se fabrican los aceites del verso, el antioxidante del amor y del sexo, en los que Eduardo encuentra el alivio. Buenos alivios, pero alivios al fin. Luego la rueda gira y el verso se apaga y la cama sigue deshecha. “Cuando escribo me ronda otro insomnio”, dice como si hubiera una soledad soñante. Como si el sueño fuera una compañía que se fuera al despertar. Hay que enriquecer la soledad. Llenarla de muertos y lejanías. Machado, paradigma del solitario, decía: “Tengo a mis amigos en soledad; cuando estoy con ellos qué lejos están”. Y luego, con su dialéctica Mairena replicaba: “En soledad he visto cosas muy claras que no son verdad”. ¡Qué cabrón, Eduardo! Tú y yo nos hemos tratado poco, pero a fondo, como hacen los solitarios. Sabemos respetarnos las molestias porque tenemos el verso fácil y el tiempo justo. Me diste aliento al compartir tu vacío conmigo (más muerto que solo, más viejo que vivo). En la España póstuma hay que ponerse grave para sentir viva la muerte: “A veces hay que matar para seguir viviendo”, decía Miguel Hernández. Por eso Eduardo va con su placenta asesinada por el decumano del poemario. Lleva una mochila de víscera que nos sitúa en la emoción para llevarnos de la mano tremenda. Quienes seguimos sus Corónicas de Españia sabemos que la muerte de su madre aún le duele y aquí le dedica su espacio de hombre solo, su dolor de hijo, su culpa de huérfano. Moga nos explica el whisky del solitario y su suicidio. Nos cuenta los motivos. Hace literatura. Eduardo viene de la k del whisky de Bukowski, que bebía cerveza caliente. Viene del alcohol de Faulkner y de los borrachos que traduce. Se impregna de poética solitaria y la destila en prosa lírica casi juanramona. A la soledad le duele el tiempo y Eduardo nos lo cuenta. La soledad, ese tiempo en angustia, ese miedo que se para y nos mira desde los objetos, detiene el vacío como si fuera la memoria estática del tiempo. Es inasible, como un líquido con alas de aire. Eduardo escribe: “Para romper hay que romperse” y va llenando de añicos el poemario hasta deshacer las composiciones, las palabras, todo. Porque la soledad, en su robusta estructura de asfixia, se deshace si intentamos escribirla. Eduardo es “un hombre que escribe” y lo demuestra. Una soledad que tiembla y un amigo que se entrega. Quería decírtelo.

viernes, 2 de diciembre de 2022

En la Florida (1): aeropuertos, animales y autopistas

Vuelvo unas semanas a la Florida. Nada más de salir del avión, oigo los acentos cantarines de los mozos de cuerda del aeropuerto: «hasta luego, mi amol», «qué bueno, cariño», «cuídate, mi corasón». Hablan todos en español: aquí vive casi tanta gente como en La Habana. Uno de ellos, cetrino y chaparro, que asiste a la operación de desembarco, exclama: «¡Trescientos treinta y seis pasajeros recién llegados a la ciudad del sol!». La ciudad del sol es Miami. Y, aunque ya ha anochecido, al salir de la terminal del aeropuerto compruebo que el sol que la tuesta todos los días sigue haciendo de las suyas: su legado son casi treinta grados de temperatura. A finales de noviembre, la gente va en camiseta y chanclas. Y se amontona en las puertas de salida, en un caos perfectamente ordenado, a la espera del coche que los recoja. Huele al humo de los tubos de escape, a los ambientadores industriales del aeropuerto, exhalados por las puertas automáticas que no dejan de abrirse y cerrarse, a sudor internacional y a calor, mucho calor. Los olores son lo primero que percibo cuando llego a una ciudad nueva. No lo que veo, sino lo que huelo, aunque el olfato sea un sentido tan devaluado entre los humanos. En la urbanización en la que voy a pasar estos días, de casas inmarcesiblemente alineadas y marcialmente impolutas, la discordancia entre el tiempo de la Navidad y el tiempo que hace (al menos, para un español; para un argentino no habría discordancia alguna) sigue evidenciándose: grandes muñecos de nieve de plástico y figuras de yeso de Papá Noel, con sus renos y sus gnomos, resisten la calígine tropical entre palmeras y pájaros que me recuerdan a los quetzales (aunque seguramente el parecido solo sea fruto de mi imaginación). Doy un largo paseo por este dédalo de residencias muy parecidas unas a otras y me pierdo por entre los lagos artificiales, llenos de vegetación selvática, que las esponjan. La naturaleza actúa aquí con un vigor insólito y visible: las ardillas se suben a las palmeras apoyándose (aunque no les haga falta) en los cables de las lucecitas con que los vecinos adornan los troncos escamosos; las garzas, afinadas, filiformes, desde el pico hasta las garras la evolución las ha estirado como a bloques de plastilina, hasta convertirlas en un delgadísimo signo de interrogación—, picotean en el agua (y hay de muchas clases, o al menos de muchos colores: algunas blancas y más altas; otras, azules y pequeñas; unas terceras, grises e intermedias); lagartos y lagartijas con las colitas enrolladas y la cabeza erguida corretean sincopadamente por el suelo y las paredes: aceleran y se paran, aceleran y se paran, aceleran y desaparecen; por el cielo cruzan otras aves que soy incapaz de identificar, salvo que parecen pequeños reptiles con plumas; y en el jardín de la casa donde estoy se cuelan a menudo iguanas, que se pasean, verdes y ceremoniosas, y exhiben una lengua inquietantemente bífida (sé que es inocua, es más, que es una antena imprescindible para la vida del animal, pero no puedo evitar intranquilizarme), y serpientes de coral, que esas sí que intranquilizan. Sobre todo, hay que asegurarse de que los perros, siempre curiosos, no se acerquen a ellas: como ninguno de ellos mide más de dos palmos de hocico a cola, los fulminarían de un mordisco. Pero las sorpresas (y los peligros) no solo llegan aquí por tierra. Hace poco, a resultas de una gran tormenta, llovieron ranas, y alguna se metió en el cuarto donde hoy duermo. Creo que mis anfitriones las sacaron, pero no dejo de mirar debajo de la cama por si alguna le hubiera encontrado el gusto a las comodidades de la habitación. En la entrada de la urbanización, por donde ahora salgo, dan la bienvenida unos amplios surtidores de aire vagamente español: blancos, como si estuvieran encalados, techados con teja árabe y con arcos de medio punto, sostenidos por falsas columnas salomónicas. Es digno de elogio que los arquitectos hayan querido dar este toque hispánico, si es que lo es, al lugar: Florida fue española tres siglos, desde que la descubriera y conquistara Juan Ponce de León en 1521, aunque su presencia efectiva en el territorio nunca pasase de liviana, concentrada en puntos fortificados de la costa, como San Agustín, la ciudad más antigua de América del Norte. De hecho, la actual bandera del estado, con dos aspas rojas y el escudo estatal en el centro, se inspira en la Cruz de San Andrés, la enseña tradicional española. Mis paseos por este lugar en tantos sentidos privilegiado topan con una dificultad que aqueja a todo el país: casi ningún lugar, salvo las grandes ciudades y el centro de las más pequeñas (y ni eso), está pensado o diseñado para andar: el coche lo ocupa todo. Estados Unidos es una nación en la que no se camina, sino que se circula. Las distancias, incluso dentro de los núcleos de población, son enormes y difícilmente pueden cubrirse a pie. El coche es el dueño y señor de todo. Y el avión le da cobertura aérea. Al salir del recinto de la urbanización, que tiene el tamaño de la ciudad de Soria, me encuentro con la State Road número 7, una gigantesca autopista con cuatro carriles por sentido. Pasan cientos de coches por minuto, en un flujo tan fragoroso como incontenible. Busco un lugar de paso. Alguno debe de haber, pienso. Y, sí, lo hay: veo un paso de peatones, regulado por un semáforo, justo a la salida de la urbanización. Pero no distingo otro ni a la derecha ni a la izquierda hasta donde alcanza la mirada: parece el único en todo el estado de Florida. Me apuesto en el lugar prescrito, aprieto el botón para que cambie el semáforo y espero. Me siento como un indígena aguardando a cruzar el Amazonas, infestado de caimanes, en un frágil esquife. Espero un minuto; luego, varios minutos. Vuelvo a apretar el botón y sigo esperando. Espero un rato muy largo. Cuando ya he desesperado de que el semáforo sea de verdad y cambie alguna vez de color, se pone verde para los peatones, es decir, para el peatón, y emprendo, entusiasmado, la travesía. Pero apenas he avanzado un par de metros, el semáforo pasa a indicar los segundos de que dispone el peatón, es decir, de que dispongo yo para culminarla: treinta y cinco. Parecen muchos, pero la vía es ancha como un Orinoco de asfalto. Aprieto el paso hasta casi correr y llego al otro lado antes de que el torrente de coches vuelva a rugir. Y, ya a salvo, me pregunto cómo cruzaría una persona mayor, un disminuido, un despistado. En la otra mitad del mundo me espera una sucesión de negocios y tiendas, cada uno con un gigantesco aparcamiento delante o a los lados o por todas partes. Pero, contrariamente a lo que se esperaría de un mundo tan poco articulado socialmente, el puñado de personas con las que me cruzo me sonríe y me saluda cordialmente. How are you today? ['¿qué tal estás hoy?'], me pregunta incluso alguna. Claro que no quiere saber cómo estoy, pero el gesto dulcifica la frialdad comercial de todo y humaniza este cosmos de distancias y soledad. De algún modo hay que sobrevivir al aislamiento, y esta expresión fática, acompañada de una sonrisa, es tan bueno como cualquier otro para conseguirlo. El paseo me lleva, en el extremo de la ringlera de negocios que flanquean el lado oriental de la autopista, hasta un pequeño restaurante mexicano, de Tijuana, en el que me refugio de la lluvia repentina y me embuto una ensalada de frijoles, dos tacos de pescado de la Baja California y una negra Modelo (que es una cerveza). En un clima tropical, uno no puede confiarse cuando asoman nubes negras en el cielo. Las nubes negras aparecen como por ensalmo: hace unos segundos, lucía un sol que torrefactaba, y ahora parece haber llegado la noche. Y de un momento a otro puede caer una tromba de agua que te empape hasta los calzoncillos. Y eso es lo que sucede, aunque a mí me encuentra a resguardo y mis calzoncillos siguen secos. Cuando escampa, tan repentinamente como ha roto a llover, vuelvo a casa. En el cielo quedan jirones de cúmulos oscurísimos, por entre los que se cuela, a golpetazos, un sol renacido.