domingo, 26 de febrero de 2017

En Centrifugados, otra vez

Acudo este fin de semana a la inauguración de la tercera edición de Centrifugados, el encuentro literario, organizado por José María Cumbreño, que se celebra en Plasencia. Lo hago, de nuevo, por razón del cargo, para acompañar a la Secretaria General de Cultura, pero también con la ilusión de ver y abrazar a no pocos viejos y nuevos amigos. La edición anterior fue el primer acto al que asistí como director de la Editora Regional de Extremadura: hacía apenas diez días que había vuelto de Inglaterra y cinco que había empezado a trabajar para la Junta. Me digo que ya ha pasado un año, y que ha pasado a la velocidad del rayo. Soy un año más viejo, aunque no necesariamente más listo. En la inauguración interviene también Fernando Pizarro, el alcalde de Plasencia, un hombre culto y educado, al que resulta agradable escuchar. No es poco en política. Tras los parlamentos, saludo a los amigos, que son bastantes. Ricardo Hernández Bravo ha venido desde la isla de La Palma, donde nació y sigue viviendo, para contribuir a la difusión de sus colecciones cartoneras, alguna de las cuales elaboran los alumnos de su instituto, guiados por su magisterio afable. Siempre me ha maravillado la tenacidad de Ricardo: pese al aislamiento, pese a la lejanía de todo, ahí sigue, leyendo y escribiendo o enseñando a otros a escribir, y haciéndolo, además, con una humildad insólita entre letraheridos: siempre curioso por lo que hacen los demás, siempre queriendo aprender, siempre atento al desempeño de los buenos escritores, siempre dispuesto a saltar a la península para asistir a encuentros como este y conocer a otros poetas y otras literaturas. Lo mejor del caso es que Ricardo es ya, y desde hace mucho tiempo, un excelente poeta, aunque padezca las dificultades de quien radica en la periferia más extrema, muy lejos de los centros culturales y los circuitos editoriales y críticos. Lo ha acompañado a Plasencia Ernesto Suárez, otro buen poeta canario al que conocí hace muchos años, y que me complace volver a saludar. Ernesto me regala un ejemplar de su último poemario, Rehacer el aliento, publicado en 2016 por Baile del Sol, y otro de Ruido o luz, un libro escrito a seis manos (con Daniel Bellón y Carlos Bruno) y publicado por Amargord; y Ricardo, benevolente como siempre, me permite saquear el stand de Cartonera Island: me llevo un Autocosmos, de Yapci Bienes, que es poeta y versador, esto es, repentizador de espinelas; un Alicia en llamas, de la chilena Elizabeth Cárdenas; y Del diez, una selección de espinelas ilustradas de los alumnos del Instituto Puntagorda ("¡Qué fuerte pez, madre mía! / La caña pudo romper, / casi la llego a perder, / con lo que se escaparía. / De mi fuerza dependía, / tiraba bien del sedal. / El pez era un medregal, / pegué toda la mañana, / y aunque por poco me gana / me hice con el animal", escribe Alejandro González Camacho). Tras el introito canario, achucho a Elías Moro, que anda por el palacio de Las Claras regalando su humanidad alta y bienhumorada, y saludo a Antonio Gómez, el mejor poeta visual de España (y el hombre que menos gasta en espuma de afeitar del mundo); a Juan Ramón Santos, que aúna cordialidad y timidez; a Olga Ayuso, siempre en la brecha, con el oído y la inteligencia dispuestos debería haber muchas olgas ayusos en los medios de comunicación españoles; y a Marino González, que atiende con gravedad el puesto asignado a su editorial, De la Luna Libros. A María Ángeles Pérez López, que ha venido desde Salamanca, en cuya universidad trabaja, para leer hoy a las once de la noche (cuando yo esté ya en el segundo sueño, como le anuncio), la estrujo un poco más que a los demás, porque llevo más tiempo queriéndola: somos amigos desde hace dos décadas y disfruto sin pausa de la poesía que escribe. Le estampo también dos besos a Isabel Bono, a la que he encontrado, a lo largo de estos años, en algunos de los lugares a los que suelen ir los escritores: la librería Hiperión (antes, al menos, de que se convirtiera en lo que es hoy, una librería como otra cualquiera) y ahora Centrifugados. Como editor de El Gallo de Oro ha venido, por segundo año consecutivo, Juan Manuel Uría, que es también poeta y hombre generoso: el año pasado me regaló los dos volúmenes que integran La locura del cielo, la magna obra de Carlos Aurtenetxe, y hace muy poco, un ejemplar de su último poemario, Harria, en castellano y vasco, un homenaje a la piedra y también a su abuelo, Santos Iriarte, Errekartetxo, el primero que levantó, en 1947, la mítica e irregular Albizuri-Aundi, de 164 kilos. En el puesto junto al suyo, de Huerga & Fierro, donde no conozco a nadie, me hago con un ejemplar de Muertes y entradas (1934-1953), de uno de los genios de la poesía contemporánea, el galés Dylan Thomas que murió días después de beberse 18 güisquis seguidos, "todo un récord", a su experto juicio, con traducción de Niall Binns y Vanesa Pérez-Sauquillo. En ese stand he de refrenarme sobremanera, porque abundan los títulos apetecibles de las colecciones "Signos", cada vez más difícil de encontrar (ahí están, por ejemplo, César Moro, Vicente Huidobro, Xavier Villaurrutia y el inconmensurable Gilberto Owen, entre otros), y "La rama dorada". De esta, precisamente, viene corriendo el encargado del stand a regalarme un ejemplar de Ordalía, un poema del uruguayo Rafael Courtoisie, un excelente autor al que conocí en una Cosmopoética hace varios años, que este les ha pedido que me entreguen. En el segundo piso de Las Claras se reúnen varios editores con los que mantengo lazos de amistad. Javier Alcaíns expone sus bellísimos libros ilustrados, y yo hojeo uno con las cartas de Mariana Alcoforado, la monja portuguesa que, en el s. XVII, se prendó de un noble francés, el marqués Noël Bouton de Chamilly, y le escribió cinco fabulosas misivas de amor (según algunos; según otros, las cartas, publicadas originalmente en francés, son obra del que aparece como su traductor, Gabriel-Joseph de Lavergne, conde de Guilleragues). "No entiendo cómo no te han dado todavía el Premio Nacional de Ilustración", le digo con toda sinceridad. Y es que no lo entiendo. Un poco más allá está Mario Quintana acompañado por su mujer, María José con los libros de su editorial Letour1987. Me gustaría comprarle alguno, pero creo que ya los tengo todos. El entusiasmo, el espíritu critico y la bonhomía de Mario me tienen ganado desde que llegué a Extremadura. También los excelentes bollos que reparte y de los que me ha regalado algunos han contribuido a mi simpatía por él. Además, ¿cómo no ser amigo de alguien con el que has vivido un terremoto y la explosión de una cafetera? Vecino de Mario es Antonio Cordero, de la editorial Varasek, en la que acabo de publicar mis Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres. Nos conocemos, por fin, y nos abrazamos. Mientras charlamos, Ricardo viene a consultarme un asunto editorial y aprovecha para comprar un ejemplar del libro: qué placer. Antonio, a su vez, me regala un Hijos e hijas de la Gran Bretaña, de Alberto Letona, aparecido en la misma colección que mis Corónicas: se conoce que en Varasek sienten inclinación por los relatos de Inglaterra, y lo celebro, por la parte que me toca. Singularmente, Varasek mantiene también una magnífica colección de poesía, donde han visto la luz libros de autores tan relevantes como José Viñals o Nestor Perlongher y de numerosos amigos como Maurizio Medo, Víctor M. Díez, Daniel Aguirre Oteiza, Víktor Gómez o Yulino Dávila (cuyo Hebras de Malasaña, el número cuatro de la colección, tuve la satisfacción de prologar), entre otros. El último stand que visito es el que atiende otro viejo amigo, el poeta Luis Felipe Comendador, que también estuvo aquí el año pasado, y que mantiene su idea solidaria filantrópica, se decía antes de la poesía: uno puede llevarse el libro que quiera del tenderete y dejar la voluntad en una hucha, y todo el dinero recaudado se destina a una ONG en el Perú. Yo me hago con una primera edición de Vida y fugas de Fanto Fantini, del gran, del enorme Álvaro Cunqueiro, en Destino, que encuentro en uno de los dos cajones reservados a libros de segunda mano, y dejo la contribución que estimo adecuada. Y lo hago todo solo, porque Luis Felipe, que confía en la honradez de todo el mundo, se ha ido a tomar unas cañas. Acabamos la tarde en La Puerta de Tannhäuser, una de las mejores librerías literarias del país, que da la casualidad de que está en Plasencia. Ángeles y yo saludamos a Álvaro y Cristina, los dueños, y nos tomamos un té cítrico en una de las mesas. No deja de abrumarme la cantidad ingente de libros que se acumulan aquí, y no puedo evitar preguntarme qué sentido tiene seguir aportando letra impresa a este amontonamiento astronómico de páginas, y qué sentido tiene incluso leer, cuando lo que podemos leer, en una vida, es una parte ínfima de todo lo escrito y de todo lo que se escribirá jamás. Decido sacudirme la pregunta de la cabeza es tópica y malsana y me entretengo viendo títulos, acariciando portadas, hojeando volúmenes. Me los llevaría todos. Bueno, todos no. Pero no voy a decir cuáles dejaría.

martes, 21 de febrero de 2017

Libros imperfectos pero prometedores

En el flujo, a veces torrente, de libros que me llegan, me interesan especialmente los libros imperfectos, desmañados incluso, que revelan, no obstante, talento y pasión. No abundan, es verdad. Lo frecuente es dar con libros perfectos, con lo aburrida que es la perfección; con libros anodinos, que lo sumen a uno en la indiferencia o el sopor; con libros malos, que lo inducen a preguntarse por qué escribimos, por qué escribe el género humano; y con libros nauseabundos, que, paradójicamente, no lamento recibir, porque suelen ser muy divertidos. De esos libros irregulares pero enérgicos, preñados de una reconstituyente creencia en la verdad de la literatura, quiero subrayar hoy tres, que he leído estas últimas semanas.

El primero es Demagogias, del pacense Carlos Reymán Güera, publicado en 2016 por Ediciones de Mesa, un libro que es muchos libros: un poemario, un compendio de relatos, otro de aforismos, un diario, una crónica de la vida contemporánea. Tres rasgos lo (o los) caracterizan: el humor, con frecuencia sarcástico, a veces negro; una ácida crítica política y social, fruto de la ola de indignación que ha sacudido a muchos; y un estilo crepitante, vigoroso, fluido, natural. Carlos Reymán cree en el lenguaje y disfruta con él, que es algo que no se puede decir de todos los escritores, como no se puede decir de todos los papas que crean en Dios. Y eso se advierte sin cesar en el crujir de la prosa y el verso, en la dicción prieta y fulgurante, en el gusto por la metáfora y el calambur. Las tramas de los relatos que son, quizá, lo que más abunda en el volumen, imaginativas o, por el contrario, muy pegadas al terreno, muy hábiles en extraer lo sutil, lo aéreo, de lo cotidiano, conjugan la incertidumbre existencial con la censura ética, y también la meticulosidad y el sosiego descriptivos con la paradoja y la sorpresa. Demagogias no incurre en tópicos o banalidades: su elocución conserva siempre, aun en las situaciones más vulgares, una intensidad y una limpieza que nos devuelven el placer de la palabra, es decir, el placer de recorrer las sinuosidades de una personalidad preocupada por su destino y por el de la sociedad que la rodea. La sofisticación de las formas no hace que Reymán se encumbre, como quería Cervantes: ni practica la hipérbole ni se rinde al barroco, esto es, no condesciende a la demasía, aunque sí, quizá, a la acumulación: Demagogias merecería haberse desglosado en varios volúmenes, todos de igual fuerza, todos cabalmente persuasivos. Transcribo el relato "El fuego":

El demagogo pone en circulación las oportunas palabras incendiarias, las escoge bien y las echa a andar a la calle para los que tienen hambre y sed de palabras encendidas, fuegos sagrados. Al principio solo calientan, chamuscan las barbas de quien se acerca demasiado. Son una forma de luz, antorchas que se reparten. Pero la calle rabia y el fuego está muy a mano: se enciende la revuelta. Entonces arden los contenedores y los cajeros automáticos tras el estallido del cóctel molotov. Se extiende la fascinación por el fuego. Prende la mecha neroniana. El gentío, entregado, se agolpa buscando la manera de consumar un sacrificio, la necesaria hecatombe: fuego y sangre se han considerado desde siempre dos activos con grandes propiedades higienizantes. El demagogo no lo sabe, pero su casa ya está ardiendo. Como quien se cobra una deuda, su fuego le ha sido devuelto multiplicado en los espejos de la ira. Las llamas ya saltan por la ventana, el demagogo se ha quemado a lo bonzo.

El segundo libro es Las cicatrices invisibles, de Daniel Izquierdo Clavero, un barcelonés nacido en 1975, publicado también en 2016 por una pequeña editorial zaragozana, Los Libros del Gato Negro. Las cicatrices invisibles está signado por la enfermedad y la muerte, que lo recorren como una presencia constante, que los versos intentan conjurar. El reconocimiento de la condición humana destinada a enfermar o envejecer y morir va desde la confesión más palmaria y universal "no quiero morir y tengo miedo" hasta la más compleja elaboración, que incorpora los contradictorios consuelos del existencialismo y las no menos agridulces solicitaciones del suicidio. Pero lo singular de Las cicatrices invisibles no es, con serlo mucho, la disputa con la muerte, sino la forma en que esa disputa se materializa: en un lenguaje vivísimo, brincador, polícromo, jalonado de fogonazos de imágenes, transido de adjetivos (o de sustantivos que cumplen una función adjetival) afortunados "mañana cabizbaja", "silencio mortaja", "risa ataúd", invadido por el arrebato de ser y de querer seguir siendo. Frente a la amenaza de la muerte, cuyo aliento se percibe muy cerca, Izquierdo alumbra un lenguaje lleno de sangre y furia, un lenguaje desgarrado con el que pretende afirmar su existencia: de la desolación surge, así, el amor, un amor interminable a la vida que se escapa, al cuerpo que se deshace, a las personas y las cosas queridas de cuyo querer nos despoja la nada. Las cicatrices invisibles, arrastrado por la pasión de sentir y decir, se derrama a veces, comete algún exceso y alguna imprecisión, pero demuestra que el buen poeta puede hablar de todo, aun de la angustia, aun del horror, con alegría. Nada sin alegría, decía Montaigne. Y eso es este libro: un ejercicio de luz de júbilo entre las sombras del silencio. Esto dice el poema "Contra la noche":

La madrugada extiende su alma rasurada por la geografía astillada del desamor. Pero luce el Sol, es pronto todavía y todo permanece, intacto, en el lugar de siempre. La madrugada enhebra una hoguera invisible en el niño que recién aprendió el abecedario del deseo, y el mundo, en suspensión alrededor de un pintalabios, deshace el sortilegio, lo desvanece. Para que todo vuelva a donde estuvo. Para que todo ocupe su lugar inaugural. Pensar es desnudar la desnudez. Sentir, navegar en otra piel la cartografía indiana de los cuerpos fugitivos. Fundar una lengua de arena entre el pensar y el sentir, eso, eso es vivir. La única manera que nos resta a los lunáticos de frenar la avanzada del invierno cuando la realidad tumoriza los espacios y el ganglio del invierno gangrena los sueños donde nace su voz.

Por último, Cartas de amor para mi amigo cerdo, de la mexicana Xel-Ha López, aparecido a finales de 2015 en la joven editorial extremeña Letour1987, es una opera prima borrascosa, desordenada, adolescente aún y no extraña: la poeta es estudiante de Letras en la Universidad de Guadalajara, pero atravesada por una fuerza que en algunos poemas, en algunos pasajes, admite el calificativo de abrumadora; una fuerza en la que radica el genuino ser de la poesía. Oral, coloquial, Cartas de amor para mi amigo cerdo atiende a realidades sucias para descubrir la pureza que ocultan o para dotarlas de la pureza que confiere la poesía. Amor y erotismo visitan con crudeza unas páginas entregadas a la contemplación desnuda de lo que pasa y a su denuncia igualmente despojada de aditamentos. Algunas de estas escenas delatan la violencia contra los homosexuales. En el poema "Mi tío guillo es puto" leemos: "Mi tío guillo pudo haberse llamado Magdalena / sobre él llovían las piedras de los inmaculados // Mi tío guillo, el maricón más honesto / trabajador incansable en no despreciar ninguna verga // Mi tío guillo era discreto / y murió bajo las piedras / como los héroes de todos los terremotos // (...) Descanse en paz el pobre puto de este pueblo miserable // Ojalá herederos de mamadas colosales lloren / como yo para humedecer la tierra en la que un / cuerpo se pudrirá como el de todos". La realidad social del homoerotismo, plagada de dificultades en México (y en todas partes, en realidad), reaparece en "La gran batalla, carretera puebla", que transcribo:

Este pueblo es mugroso este pueblo hiede . los maricones salimos a la calle cubriéndonos las narices . los maricones salimos a la calle como a una guerra llena de cadáveres . como a una guerra después de otra guerra a buscar refugio en la carne del hombre . a beber la sangre que es la vida y luego la sangre . a buscar refugio

Esta es mi espada/ a nadie ha herido mi espada/ mi espada es la reina erguida sobre las ruinas de la guerra/ Mi espada ha traído a los hijos de la guerra/ mi espada es la muerte.

Salimos los maricones a provocar la envida de los seres
la libertad son estos tacones rojos de mi infancia

la libertad
Salimos los maricones entramos los maricones
El mundo es una guerra de ruido
Escucha
este pueblo está podrido 
las moscas dicen algo

domingo, 19 de febrero de 2017

La presentación de Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres

Pido disculpas por que esta entrada no sea de texto, sino un mero recordatorio de la presentación de Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres, publicado por Varasek Ediciones, que haremos mañana, 21 de febrero, a las siete y media de la tarde, con el permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impide, en la Biblioteca Juan Pablo Forner, de Mérida. Vaya también esta nota como agradecimiento público de la ayuda que en el acto me prestará el presentador, Antonio Reseco a quien no sé cómo le habrá sentado mi libro: él sí está enamorado de Londres, y de la que me ha prestado ya Magdalena Ortiz, la directora de la Biblioteca, cuya hospitalidad y diligencia en la organización del encuentro han sido extraordinarias, así como de la presencia generosa de cuantos nos acompañen (y también de los que no: es muy dificil, a veces, abandonar las obligaciones cotidianas, o la mera inapetencia, para asistir a esta suerte de celebraciones; pero la amistad sé que está ahí).


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