martes, 28 de mayo de 2019

Invisibilidades, paradigmas y cumpleaños

En el penúltimo ABC Cultural, Rodrigo Fresán firma una reseña de la novela Voces humanas, de Penelope Fitzgerald, recientemente publicada por la editorial Impedimenta, con mi traducción, de cuya aparición ya he dado cuenta en este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2019/04/voces-humanas.html). La reseña es favorable: el libro es inmenso; la obra de la inglesa, colosal; ella misma, genial; y su voz se describe como "divinamente humana y humanamente divina". Curiosamente, el libro reseñado por el crítico no es Human Voices, sino, como he señalado, Voces humanas, es decir, un libro cuyas palabras no son las escritas por Penelope Fitzgerald, sino por un intermediario cultural: por un traductor; en este caso, por mí. Y a este Fresán ni lo menciona. Sin duda, los críticos, amparados por la más amplia libertad de juicio y expresión, pueden decir (o no decir) lo que les venga en gana, y, por lo tanto, están en su derecho de omitir el nombre del traductor en sus reseñas, aunque no sea justo, ni riguroso, ni responsable, y mucho menos cuando su labor ha sido, según dicen, meritoria. Porque, repito, las palabras que ha leído Fresán para llegar a la conclusión a la que llega, y que leerán todos los que se asomen a la novela, no son las que escribió la autora, sino las que eligió su traductor de entre las muchas con las que podía verterse lo dicho originalmente por aquella. Y no escribo esto por tonta vanidad, sino por reivindicar la dignidad del oficio y por amor propio: porque los trabajadores de la cultura que son, que somos, los traductores unos trabajadores esenciales, que se enfrentan a proyectos a veces endemoniados y que ponen a disposición del público obras de arte que, sin su concurso, serían inaccesibles merecemos que nuestra labor se reconozca (y se remunere dignamente, pero esa es otra batalla). Se ha avanzado mucho en las últimas décadas en ese reconocimiento, aunque, a juzgar por reseñas como la de Fresán, y tantas otras, no lo suficiente. Para muchos, seguimos siendo invisibles. Y lo más grave es que lo seamos también para el propio suplemento, el más antiguo y uno de los más prestigiosos de España, que ni siquiera menciona el nombre del traductor en la ficha bibliográfica de la novela, donde se lee: "«Voces humanas». Penelope Fitzgerald. Narrativa. Impedimenta, 2019. 208 páginas. 20,50 euros".

Cierta adalid de la muchedumbre de adolescentes y postadolescentes que fumigan youtube, instagram y la pléyade de telarañas digitales con algo que llaman versos, henchida de orgullo pero carente de sesera, ha respondido a los reproches que se hacen a la poesía instagramer que escribe con y para esas hordas de púberes iletrados, diciendo que "todos los cambios de paradigma han generado críticas". Y uno se queda anonadado de enterarse de que versos, si es que lo son, como estos: "siempre había pensado que uno debe confiar muchísimo en la persona con la que duerme cada noche, porque no hay momento del día en el que estemos más indefensos que cuando se apaga la luz", constituyen un cambio de paradigma. Quizá Paulo Coelho sea un cambio de paradigma y no nos habíamos enterado. O quizá lo fuese Corín Tellado, y tampoco. Alguien tendría que explicarle a esta muchacha que escribir en una pantalla de silicio en lugar de hacerlo en papel, no es un cambio de paradigma; un cambio de paradigma es pasar del pensamiento mágico al pensamiento racional, o de la economía de caza y recolección a la agroganadera. En todo caso, un cambio de paradigma, si es que lo es, también puede ser involutivo, y hasta catastrófico. Alguno/as versificadore/as de hoy no solo quieren matar al padre, como siempre, honestamente, se ha hecho, sino también matar al paradigma, y hasta creen haberlo conseguido. Ah, gente soberbia y desaforada.

La editorial Arola, de Tarragona, acaba de cumplir 20 años de vida y lo ha celebrado con un antología de poesía, Arola Editors, vint anys de poesia (1998-2018). Es un placer constatar que las editoriales perduran: también, o sobre todo, las pequeñas, las periféricas, las que batallan duramente por crear literatura desde algún rincón, amable o inhóspito, del país, sea este Cataluña o España. En 2013 tuve la satisfacción de contribuir a un libro colectivo, Libro libre, publicado por Arola, con Dices, un extenso poema que un año más tarde vería la luz, exento, en otra pequeña editorial, Libros en su Tinta, capitaneada por el indesmayable Andreu Navarra. En Libro libre participábamos Ramón García Mateos, Alfredo Gavín, Juan López-Carrillo, Vicente Llorente y yo. Los cinco colaboramos también en esta antología de homenaje, junto con otros 69 poetas, mayoritariamente en catalán, muchos de ellos radicados en Tarragona. De hecho, la representación de la poesía en castellano nos corresponde solo a nosotros cinco y a dos poetas más: Toni Romero Prieto y Llorenç Barber. Entre los demás, destacan autores clásicos como Joan Brossa o Gerard Vergés y otros, actuales, como David Castillo, Teresa Costa-Gramunt, Carles Duarte, Carles Hac Mor, Ester Xargay, Gaspar Jaén, Jordi Julià, Xavier Farré y Laia Noguera. Entre los invitados sorprende pero agrada, claro la presencia de Rainer Maria Rilke y Adonis: el primero, con "Rèquiem per la mort d'un nen", aunque no se especifique que su traductora es Teresa d'Arenys; y el segundo, con el brevísimo poema "Terra de màgia", cuyo traductor es, ¡ay!, igualmente invisible. Pese a la amplitud y riqueza de la nómina, confieso que me habría gustado que incluyese a otros buenos poetas tarraconenses, que escriben tanto en catalán como en castellano, como Teresa Domingo o Juan Carlos Elijas. Los que están, no obstante, reflejan bien la pluralidad, lingüística y estilística, de la poesía que se escribe hoy en Cataluña y acreditan la vitalidad de una editorial ya veinteañera, una edad, en poesía, felizmente longeva.

Este es el poema, el VIII de Las horas y los labios (2003), con el que participo en el volumen. Su tema es el tiempo, el hilo conductor de todos las composiciones de Arola Editors, vint anys de poesia (1998-2018) :

El tiempo crece, rizoma de instantes, y los ojos, que quieren huir, se elevan hasta el dolor, o la creación, en busca de un espacio transparente. Sin embargo, un enjambre de fisuras, de oscuridades que arden, los abate. El tiempo ancla en la materia y la transforma en caída. La materia es el cielo y la asfixia que siento bajo el cielo, el poema que escribo y la resistencia del poema a ser escrito, los cristales núbiles de la mirada y los cristales yacentes de la respiración. El tiempo llueve, quieto. Y la materia renuncia a ser: vuelve a su llanto, a su tenebrosa claridad, y despliega su silencio destructor, con el que me construyo.

El tiempo sucede, como el mundo, y solo se repliega en la inconsciencia. La noche se acomoda en la piel, incluso durante este día que resplandece como la soledad en las pupilas de la mujer con la que me cruzo, o a la luz achatada de los neones, a la que acuden los pájaros sinuosos y en la que desaguan los gestos murientes de los hombres. La concavidad de los objetos, la aridez que me fecunda, los hechos nacidos del pánico, actúan como tempestades, fortifican los minutos levantados por el yo.

El tiempo empaña la mirada: a sus turbulencias solo escapan lo inconcebible, el edificio de lo enorme, las nubes deshilachadas cuya deriva es la deriva de la alucinación, el yo que me excede, el yo en que agonizo bajo una superficie de órganos. El tiempo aguza la mirada: con su hoguera pálida, con sus máximos alambres, con las sondas obsesivas que vacían las arterias del conocimiento. ¿Existo? ¿Existen estas manos discontinuas, que miro como a pájaros devorados? ¿Existe esta luz que escapa del cuerpo y regresa a él, que surge del frío y regresa a él, como si las cosas estuvieran cerradas y bajo su bóveda infinita se reuniesen todas las respiraciones? ¿O es todo un río esférico que derrama sobre el corazón su última negrura?

Por el tiempo no circula la sangre. Su presencia es la ausencia. Su oquedad funeral alcanza el hueso, y el hueso se enfría, se contrae en cifras y en días, en solidez que llora. Las raíces, en cambio, caminan por campos que no conocen ruinas, más allá del vientre que nos quema, donde el despertar es leve y el sol besa. Hay alas en el olvido: entonces soy. Solo en el lugar sin tiempo palpita el nombre.

jueves, 23 de mayo de 2019

Sorolla, maestro español de la luz, en Londres

Así se titula la exposición que vamos a visitar hoy en la National Gallery de Londres. La plaza de Trafalgar está como siempre: llena de turistas, llena de gente (turistas y gente son categorías diferentes), llena de estatuas humanas, llena de gaiteros escoceses con kilt y zapatillas deportivas, y llena de activistas ecoveganos que acusan a los que comemos carne de asesinar animales. También Nelson, allí arriba, continúa escrutando el horizonte, con ademán heroico. Algunas cosas, en cambio, sí cambian: cuando llegué a Londres, un enorme gallo azul ocupaba uno de los pedestales que rodean la plaza; hoy veo, en el mismo lugar, un lamasu asirio, que, contra lo que su quimérico aspecto podría sugerir, no inspira sobrecogimiento y terror, sino sorpresa familiar y policromada. La exposición de Joaquín Sorolla es la más importante que se ha hecho nunca fuera de España, y la primera que se organiza en Londres desde 1908. La cola para entrar, también como siempre, es enorme, pero avanza con rapidez. Por otra parte, nos enorgullece que despierte tanto interés un pintor español, y no la visita del Barça o un recital de Julio Iglesias (o, aún peor, de Raphael). Pero la entrada resulta conyugalmente problemática. Me paro un momento en las escaleras de acceso para leer un correo electrónico y, cuando levanto la vista del teléfono, Ángeles ha desaparecido. Que Ángeles desaparezca siempre me inquieta, pero sobre todo ahora, porque tiene mi entrada y, sin ella, como enseguida compruebo, los vigilantes no me permiten dar un paso más. La busco con la mirada: no la veo. Espero un rato a ver si asoma por algún lugar: no lo hace. La telefoneo varias veces: no contesta. Rezo ateamente por encontrarla: mis oraciones no son atendidas (nunca lo son). Lo único que se me ocurre para no tener que volver a comprar una entrada que ya tendría miga, valiendo, como vale, 16 librazas es explicarles a los cancerberos el sucedido y confiar tanto en mis dotes de seducción como en su indulgencia para que me permitan pasar y pueda, así, encontrar a mi costilla (y, sobre todo, mi entrada). Mi perorata de guiri despistado les conmueve lo suficiente como para dejarme entrar, aunque, eso sí, escoltado por uno de ellos, un señor mayor al que hago correr por las salas, porque no quiero dar la impresión de que veo cuadros, sino solo de que busco a alguien que se ha olvidado de mí. Me preocupo por él, que me sigue con la lengua fuera: ya sería mala suerte que, además de perder a la esposa, matara de un infarto al vigilante. Pero, sin que él decaiga, cruzamos las seis en que se despliegan los cuadros de Sorolla, y Ángeles sigue sin aparecer. Empiezo a pensar en aquella película de Hitchcock, Alarma en el expreso (cuyo título original conviene mucho más a la situación en que me encuentro: The Lady Vanishes), en la que una dama desaparece de un tren, y nadie más que la protagonista la ha visto ni sabe nada de ella. ¿Habrá sido Ángeles una alucinación? ¿Estaré casado o he soñado todos estos años que tenía mujer? Cuando me giro hacia el exhausto celador y le digo que no está, sugiere, entre jadeos y con las manos apoyadas en las rodillas, que mire en la sala donde se proyecta un documental sobre Sorolla. Es el único sitio en el que podría estar, si es que Ángeles existe. Y, en efecto, allí está, con las dos entradas en la mano. Me mira con inocencia y me dice que se ha asomado al cinexín y ha quedado atrapada por la historia. Y que, claro, para no molestar ha puesto el móvil en silencio. Ah, la magia del cine, otra vez. Por otra parte, comprendo muy bien la seducción de Sorolla. He visitado varias veces su museo en Madrid, pero el impacto de su pintura —"no conozco ningún pincel que contenga tanta luz", decía Monet— siempre es deslumbrante, incluso cuando compone ambientes sombríos o personajes negros: esos negros son tan luminosos, tan transparentes, como sus blancos o sus aguadas. En Sorolla conviven varias preocupaciones, unidas todas por un estilo impresionista, desinhibido, veloz. Por una parte, es un hombre de familia, que convierte a los miembros de su propio clan en protagonistas de muchas obras. Su mujer, Clotilde, lo es a menudo: en algunos, vestida (como en Clotilde con traje negro, en el que luce un inverosímil talle de avispa: ¿cómo respiraría?, me pregunto; o en el fabuloso Paseo a orillas del mar, de 1909, donde aparece con su hija María por El Cabañal, entre blancos y azules restallantes, y se percibe el viento, que le alborota el tul de la pamela); en otros, desnuda, aunque no se le vea la cara, como en Desnudo de mujer. María, su hija, vuelve a aparecer en María con mantilla, de 1910, un óleo, de tonos oscuros, inspirado en el retrato de la duquesa de Alba, de Goya, uno de los maestros fundamentales de Sorolla, junto con Velázquez. Sorolla fue un gran retratista, y no solo de su familia, aunque no le gustaba que se lo redujera a esa condición. Pero el retrato era de las pocas actividades pictóricas que, en aquella época (y me temo que también en la nuestra), daba dinero, y el valenciano no quiso despreciarlo. Así pues, pintó a muchos personajes de la alta sociedad española e internacional, incluyendo al rey Alfonso XIII y al presidente de los Estados Unidos, William Howard Taft. Destaca también, en la exposición, un retrato de José de Echegaray, de 1905, aquel político, matemático y escritor que fue el primer español en ganar un premio Nobel, y al que hoy no lee nadie. En la pintura, exhibe su calva, sus quevedos y su larga y blanca barbita de chivo, mientras fuma, apoyado en un bastón, al lado de una chistera llena de libros, que, si lo pensamos bien, es un detalle bastante surreal. La crítica social es otra de las vertientes fundamentales de la obra de Sorolla. Muchos óleos reflejan las penosas condiciones de vida de muchísimos españoles de aquel tiempo, aunque nunca resulten sombríos o tenebristas (con la excepción de El beso de la reliquia, que se me antoja lúgubre), sino vivaces y hasta exultantes. Otra Margarita, cuyo título recuerda al personaje de Goethe, pinta a una filicida detenida por la Guardia Civil en una estación de tren. La mirada al sesgo de la escuálida mujer y de los propios guardias, con capotas rojinegras y mosquetón, refleja todo el dolor y la miseria de los desheredados. También Triste herencia, esa imagen de un grupo de niños minusválidos a los que un cura, como un enorme cormorán, ayuda a entrar en el agua de una playa, revela el desamparo de los más débiles y el baldón que suponen para los hijos los pecados el alcoholismo, la sífilis de los padres. Aquí, sin embargo, la luz envuelve a los muchachos en un manto de alegría y contrapesa el mal. Por último, el irónicamente titulado ¡Aún dicen que el pescado es caro! pinta a un accidentado en un pesquero, atendido por dos compañeros. La imagen es crística: el moribundo yace inerme entre las manos que lo acogen, iluminado por una claridad que viene del cielo, como en el poema de Claudio Rodríguez. Pero la parte más conocida —y celebrada— de la producción de Sorolla es la más mediterránea, la que describe escenas marinas y cuerpos desnudos de niños, la plagada de sol. La luminosidad de estos cuadros se asienta en una concepción riquísima del color y en un trazo dinámico, urgente, muy poco reflexionado, pero instintivamente certero, cuya rapidez pretende captar la velocidad a la que cambian las cosas a su alrededor. Las líneas de Sorolla son siempre curvas, inciertas, borrosas —muchas composiciones parecen inacabadas—, pero esa misma fluidez y borrosidad las edifica, las vuelve sólidas como un amanecer o un crepúsculo. El impresionismo, que conoció en París en 1885 y 1894, lo influyó con fuerza, aunque él se decantara por una versión hispánica que se ha llamado, no sin razón, luminismo. También, en su carácter difuso, pero intensamente cromático —y, por lo tanto, emotivo—, me recuerda a Turner, el gran pintor inglés. Toda esta parte de su obra es, como ha dicho algún crítico, "un incandescente himno a la juventud". En La barca blanca (que se llama "Rayo"), pintado en Jávea en 1905, dos niños desnudos juegan en el agua, aferrados al bote, y sus cuerpos, desnudos, se visten de transparencias. En el famosísimo Niños en la playa, la arena mojada, espejo de los cuerpos de los chicos, de nuevo desnudos, que se abrazan a ella, comparte irisaciones con las pieles anaranjadas de los muchachos. En Corriendo por la playa, otro niño, siempre desnudo, persigue a dos niñas vestidas. La escena es de una viveza y una alegría superlativas: sus protagonistas ríen; la luz parece derramarse del cuadro y mojar la mirada. Otros óleos, como Final del día, de 1900, son crepusculares: el sol agoniza en las rocas, mientras los pescadores, después de la faena, sacan la barca del agua. También los contrabandistas, en el cuadro así titulado, pintado en Ibiza, sacan del mar el fruto de su trabajo, aunque sea un fruto muy distinto y su modo de sacarlo no sea descargándolo de una honesta barca, sino escalando las rocas, con el género a la espalda, lejos de la vista de los carabineros. La explosiva visión de la naturaleza que siempre ofrece Sorolla se amansa y domestica en la sección dedicada a los jardines y paisajes, cuya delicadeza y detallismo son notables. Vemos ahí huertos, arriates y rosaledas, y grandes monumentos vegetales como los jardines del Generalife o el Alcázar de Sevilla. Por último, una sala de la exposición está dedicada a Visión de España, el proyecto que le encargó Archer M. Huntington, el millonario norteamericano enamorado de España que fundó la Hispanic Society of America y que conoció su obra en la exposición de Sorolla en Londres en 1908 (que no tuvo demasiado éxito entre el público inglés, y en la que apenas vendió nada, pero que al menos le procuró este fértil contacto). Huntington quería envolver la sede de su Society con imágenes de España, y Sorolla recorrió el país desde 1912 a 1919 para pintar los tipos, indumentarias y tradiciones hispanos, y satisfacer, así, ese deseo, muy bien remunerado, por otra parte. En la serie presente aquí, vemos a un borracho de Zarautz, a varios charros, a gente del Roncal y a un grupo de lagarteranas (cuyos varones, por cierto, visten con sorprendente austeridad; las churriguerescas son solo las mujeres). A Visión de España pertenece, aunque no se muestre en la exposición, Extremadura, el mercado, el famoso panel de Plasencia con las murallas y la gente de la ciudad, y los cerdos negros en primer plano. Pese a su indudable atractivo, esta parte me interesa menos: el folclore y los trajes regionales nunca me han entusiasmado. Antes de salir, me detengo a contemplar o, más bien, a empaparme de La siesta, de 1912, quizá mi pieza favorita de Sorolla, y no solo por identificarme tanto con el tema, sino por sus extraordinarias hechuras. Lo pintó durante unas vacaciones de la familia en San Sebastián. Sus hijas y una prima descansan en la hierba: tres duermen y la cuarta lee un libro. La escena es de una quietud lisérgica, pero el trazo, rebelde, la llena de movimiento. No hay en el lienzo una sola línea recta: todas ondulan, enérgicas y fugitivas a la vez. El sueño se alía con la agilidad, y el sosiego, con el brío. Los verdes son múltiples e imperiosos; los blancos de los trajes transmiten el exquisito abandono de los cuerpos jóvenes; pinceladas de azul y rosa enriquecen la visión. Inspira tanta paz que casi me duermo, como las hijas de pintor. Sorolla fue muy prolífico: pintó 2.200 obras catalogadas, de las que aquí solo se muestran 58. Tanto se entregó a su obra que puede decirse que murió con las botas puestas: pintando un retrato de la esposa del escritor Ramón Pérez de Ayala en el jardín de su casa, sufrió una hemiplejía, que le obligó a abandonar los pinceles y de la que murió tres años después. Esta última información no ensombrece nuestra impresión de Sorolla. Salimos a la plaza de Trafalgar con el ánimo y los ojos encendidos. Los colores del lamasu nos parecen más intensos y más amables.

sábado, 18 de mayo de 2019

Viaje pintoresco e histórico de España. Descripción de Extremadura

La Unión de Bibliófilos Extremeños, una benemérita institución que vela por la conservación y difusión del patrimonio bibliográfico de Extremadura, cumple un cuarto de siglo. Es un acontecimiento: pocas son las asociaciones que comparten en España ese fin —defender el libro antiguo, el libro que es también historia y obra de arte— y menos aún las que han sido capaces de resistir el vendaval de la crisis económica y algo aún peor para ellas: la transformación de la cultura libresca en cultura digital. Al éxito que suponen estos 25 años de vida han contribuido decididamente su actual presidente de honor, Joaquín González Manzanares, que lo ha sido ejecutivo en el último lustro —y al que acaba de suceder Matilde Muro, a la que le deseamos mucha suerte en su labor—, y la secretaria de la asociación, Teresa Morcillo, eficaz, discreta, amable y entregada a su trabajo como pocas. Para celebrar el acontecimiento, la UBEx ha publicado un libro fundamental en la historia cultural de Extremadura: Viaje pintoresco e histórico de España. Descripción de Extremadura, de Alexandre de Laborde, traducido con solvencia por Sofía Ciancas Augustín. El volumen, digno de su condición bibliófila —edición limitada de 250 ejemplares numerados, de papel verjurado cosido con hilo vegetal, encuadernación en rústica y portada en tapa dura con sobrecubierta a color: una preciosidad— cuenta con sendas presentaciones de Guillermo Fernández Vara y Joaquín González Manzanares y una amplia e incisiva introducción de Jesús María García Calderón, director de la Real Academia de Bellas Artes de Granada, "La visión desolada de una región remota. Sobre la Extremadura pintoresca de Alexandre Laborde". En el volumen encontramos docenas de láminas con los extraordinarios grabados que el equipo de artistas y eruditos capitaneados por Laborde —entre los que se contaban Jacques Moulinier, François Ligier, Jean-Lubin Vauzelle, Constant Bourgeois y su amigo François René de Chateaubriand— hizo de los principales monumentos y ciudades de Extremadura entre los últimos años del s. XVIII y los primeros del XIX, que es cuando recorre España —siempre con el apoyo de Manuel Godoy, al que está dedicado el libro— para urdir su proyecto editorial. Ahí aparecen vistas y planos de las ciudades de Mérida y Badajoz, de la ermita de Santa Eulalia y las ruinas romanas de Mérida, de los baños de Alange, de los puentes de Alcántara y Alconétar, de la villa de Coria, del arco tetrápilo de Cáparra y de los monasterios de Yuste y Guadalupe, entre otros lugares sobresalientes. Viaje pintoresco e histórico de España. Descripción de Extremadura incorpora también las explicaciones de los grabados, con valiosa información arqueológica, histórica y hasta política, muy representativa del espíritu ilustrado que animaba el proyecto. Laborde fue un personaje polifacético y singular: escritor, editor, militar, diplomático, político, viajero y anticuario. Era hijo de un financiero español, nacido en Jaca, Juan José de Laborde, que murió guillotinado por la Revolución. Tras una vida ajetreadísima, con viajes por toda Europa, misiones ante varias cortes continentales, proyectos editoriales millonarios —el propio Viaje pintoresco e histórico de España lo llevó a la ruina— y una actividad política incansable, siempre partidario de medidas liberales, murió perseguido por los acreedores, en un triste hotel de la parisina calle Saint-Lazare, en 1842. Del Viaje pintoresco e histórico de España publicó cuatro tomos, en 1806, 1811, 1812 y 1820, dedicados a Cataluña, Valencia, Extremadura, Castilla y Andalucía, con un total de 349 grabados. Es, pues, pese a su magnitud, una obra inacabada: todo el noroeste de la península queda fuera del libro. El estallido de la guerra en España en 1808 y las dificultades financieras que planteaba el proyecto impidieron a Laborde concluirlo. Quizá por eso se dirigió a otras tierras, menos convulsas quizás, pero también azotadas por la guerra, como Austria, de la que publicó otro Viaje pintoresco, entre 1821 y 1823, con un resumen histórico de la guerra entre Francia y este país de 1809, un compendio militar que alimenta las sospechas de que los viajes pintorescos de Laborde no solo estaban motivados por el interés paisajístico y científico, sino también por razones militares: para proporcionar información a Napoleón sobre caminos, fortificaciones y otros elementos estratégicos que lo ayudaran a conquistar países. El libro concluye con unas "Observaciones generales sobre Extremadura", que son, quizá, lo más interesante (y deprimente) del texto. Con su ojo progresista y científico, Laborde expone algunos problemas de la Extremadura que conoció, como la despoblación, que, más de dos siglos después, siguen apremiando a la región. Y escribe:

Un problema que da pena constatar es el de la fertilidad
reconocida del suelo de Extremadura y el aspecto estéril que esta provincia presenta casi por todos lados. Hay zonas donde se puede recorrer hasta veinte leguas sin divisar una población, ni pastor, ni árbol, ni retazo de tierra cultivada. (...) En 1788 solo había en Extremadura 416.000 habitantes sobre 2.000 leguas cuadradas. La expulsión de los moros y las guerras lejanas, que arrancó a esta provincia la parte de población más activa de esta provincia, ocasionaron este estado desastroso, que varias circunstancias permiten mantener. La que menos se ha tenido en cuenta, pero quizás la más poderosa, está en el carácter perezoso de los nativos, pues, de todos los medios para proveer a su subsistencia, prefieren el que les cuesta menos esfuerzo. Este matiz se encuentra en todas las clases, desde el campesino pobre que se alimenta de bellotas y castañas hasta el propietario rico que arrienda sus tierra a la mesta. El primero se limita a un alimento basto que la naturaleza le ofrece espontáneamente y sin exigir ningún cuidado; el segundo convierte todos sus bienes en pastos porque este sistema le ahorra el trabajo de cultivarlos. (...) El comercio de Extremadura es prácticamente inexistente. (...) la poca actividad que hay en las ciudades demuestra la ineptitud o la desgana de sus habitantes para una vida marcada por la actividad. (...) Los caminos y las posadas de la región se resienten necesariamente de la inactividad de la circulación. (...) Para vergüenza de los habitantes actuales, los mejores caminos de Extremadura son los restos de las calzadas realizadas por los romanos. (...) En cuanto a las posadas, no hay quizás en toda la provincia una sola casa que merezca este nombre. Las posadas presentan casi en todas partes el aspecto de un establo o de una cuadra, y ya es mucho cuando se parecen a un mediocre caravasar de Oriente. Extremadura es la provincia de España más atrasada en cuanto a las artes y las ciencias. En ella no se encuentran ni escuelas, ni colegios ni establecimientos de ningún tipo para la enseñanza pública; podríamos incluso decir que la despreocupación de sus habitantes a este respecto sobrepasa los límites de la indiferencia. Sin embargo, dio, en la época del renacimiento de las letras, algunos hombres célebres, entre otros el famoso polígrafo Sánchez de Brozas y el poeta dramático Barthelemi Naharro, al que se puede considerar como el pallae repertor honestae del teatro español. Pero desde hace tiempo toda pasión por los trabajos de la mente se ha apagado en Extremadura; esta aversión de los extremeños por el estudio les ha hecho desperdiciar los recursos que posee la región en cuanto a las ciencias naturales y los pocos conocimientos que se poseen a este respecto han sido realizados por gente de fuera. (...) La manera de vivir y las costumbres de los habitantes de esta provincia se resienten mucho de la apatía y la despreocupación que reinan por todas partes; no hay ningún tipo de distracción; todo es monótono, triste y acompasado. (...) En cuanto a la parte pobre de la población, su miseria y su pereza son extremas; la desgana por el trabajo nace de la poca costumbre de hacerlo y de los pocos recursos que le ofrece la región.

Pese a visión tan negra, casi buñueliana, Laborde remata sus observaciones con un
párrafo esperanzador, aunque el meollo de su esperanza no sea otro que el recuerdo de los fastos pasados:

Sin embargo, el carácter de los extremeños es relevante cuando se les facilita los medios para desarrollarlo. Su fuerza moral iguala su fuerza física; francos y sinceros, aunque taciturnos, henchidos de honor y de probidad dados a la guerra y capaces de grandes proezas, su constancia y su firmeza en la ejecución quedaron patentes en las épocas más brillantes de la historia de su región. La mayor parte de los conquistadores de México y Perú eran de esta provincia: Medellín, patria de Cortés, Trujillo, donde nacieron los Pizarro, ofrecen a los extremeños los recuerdos más gloriosos y honorables.

Laborde, con su testimonio y su crítica, rindió un gran servicio a Extremadura (y quizá también a Napoleón): contribuyó a hacerla consciente de sí y a denunciar muchos de los males que sufría. Hoy, la Unión de Bibliófilos Extremeños demuestra, con la reedición de este Viaje pintoresco e histórico de España, cuánto ha progresado Extremadura, a pesar de las dificultades por las que, como sociedad, sigue atravesando, desde aquellos tiempos desapacibles. Larga vida, pues, a este libro y larga vida también a la UBEx.

lunes, 13 de mayo de 2019

Cierra el zoo

Así lo ha anunciado la prensa: el zoo de Barcelona, fundado en 1892, y con una de las colecciones de animales más importante de Europa —2.000 ejemplares de 300 especies diferentes, echa el cierre como espacio público y se convierte en un centro dedicado exclusivamente a la investigación, el cuidado de animales maltratados y la preservación de las especies en peligro de extinción. La rampante sensibilidad animalista se ha impuesto también en el ayuntamiento de Barcelona. El progresismo vence, aunque hay que recordar que, durante mucho tiempo, lo progresista y educativo fue acoger a las fieras en un espacio adecuado, para que todo el mundo, viviese donde viviese, pudiera conocer las maravillas del mundo animal. Pero la naturaleza ha ganado autonomía: ya no la entendemos como una realidad a nuestro servicio, subordinada a las necesidades o los placeres humanos, sino como otra, ontológicamente separada, que debe ser respetada per se, y en la que debemos inmiscuirnos lo menos posible. Hace mucho tiempo que no voy al zoo, aunque de niño mis padres me llevaron muchas veces y yo, de mayor, he llevado también a mis hijos. De adolescente lo visité en algunas ocasiones, a veces con amigos, a veces con alguna novia. Aunque pronto descubrí que esto último no era inteligente: las novias fruncían el ceño y no de agrado con los mandriles que se masturbaban sin parar en el foso de los monos, y tampoco parecían complacidas con las culebras de cola estriada de Taiwán ni con los clamidosaurios de King que siseaban en el terrario. En mi infancia, la principal atracción del parque de las fieras como llamaban y aún llaman al zoo las personas mayores era Copito de Nieve, aquel gorila albino que unos cazadores fang se habían encontrado en la selva de Guinea Ecuatorial y que el naturalista Sabater Pi se trajo a Barcelona en 1966, con gran aparato del Régimen: aún recuerdo un documental, en blanco y negro, en el que se daba cuenta de la acogida que el animal había recibido en el ayuntamiento de Barcelona: Sabater lo llevaba de la mano y en pañales (el mono, no Sabater) por las escaleras del consistorio hasta el despacho del mismísimo alcalde, el eximio José María de Porcioles, aunque la filmación no refleja lo que las tres criaturas hicieron en aquella intimidad administrativa. El simio era tan singular que se hizo famoso en todo el mundo y llegó a convertirse en un símbolo de la ciudad. Aún me acuerdo de cuando entré en mi primera clase en el curso escolar que pasé en Atlanta, en 1979, y vi una foto de Copito de Nieve colgada en la pared. Al principio, ni reparé en ella, tan acostumbrado estaba a la imagen del mono. Pero luego caí en la cuenta de lo excepcional que era que, en un pequeño colegio de una ciudad del interior de los Estados Unidos, Copito de Nieve fuera conocido y expuesto. Mi integración en América resultó mucho más fácil con aquella mirada familiar acariciándome la nuca todos los días, mientras aprendía rudimentos de sociología con la encantadora señorita Phelps, escuchaba el fascinante relato de la historia estadounidense de labios de la incomparable señora Cox incomparable por su destreza profesional y también por el tamaño de sus pechos, que había de apoyar en el atril de lectura para impartir la clase o refrescaba mis conocimientos de latín con la inolvidable señora Tyler, que tenía la virtud de hacer que Suetonio pareciese Norman Mailer. La verdad es que Copito de Nieve no era un bicho demasiado agraciado: pesaba casi doscientos kilos, tenía el pelo amarillo y la piel rosada, y siempre parecía estar enfadado. Además, nunca hacía nada: ni se colgaba de los árboles, ni se golpeaba el pecho, ni aullaba uh-uh-uh. Se pasaba las horas sentado en la jaula, mirando a quienes se acercaban a mirarlo, que siempre eran muchos, con la desgana de un viejo galán de cine, harto o indiferente a la curiosidad que suscitaba. De vez en cuando, se daba un paseíto por su angosto feudo, supongo que para supervisar a su harén, compuesto por las hembras, pequeñas y negras, que los cuidadores del zoo le habían asignado para estimular su descendencia, que deseaban también albina. Pero, contra mis deseos, al gran mono nunca le dio por cubrir a ninguna gorila cuando yo estaba allí, tanto con mis padres como con mis amigos y novias (supongo que esto tampoco les habría gustado demasiado; y me entristece pensarlo). Las únicas actividades de Copito de Nieve que recuerdo eran rascarse y comer. Se rascaba todo el cuerpo, con aquellos dedos como morcillas que tenía, arrugados y ganchudos, y, con particular delectación, los cojones, que, por cierto, eran muy poco visibles: el gorila, contra lo que pueda hacer pensar su tamaño y su aspecto, no es un prodigio genital: su pene apenas mide tres centímetros, lo que, comparado con el metro setenta de altura que llega a alcanzar, lo hace prácticamente indetectable. Y comía zanahorias o fruta, cuyos restos aparecían siempre diseminados por la jaula, junto con abundantes excrementos, una suciedad que contribuía a restarle glamour al primate. Aunque lo que más glamour le quitó, en una de las visitas que le hice, fue que se comiera sus propios vómitos. Allí estaban, en el suelo, junto con muchos otros desperdicios, grumosos y amarillentos, y allí mismo los devoró, a lengüetazos, con incomprensible satisfacción. Desde aquel momento ya nunca pude ver a Copito de Nieve con los mismos ojos. El pobre se murió en 2003, víctima de un cáncer de piel, favorecido por el albinismo que le había dado fama, y desde entonces menester es reconocerlo el zoo entró en una imparable decadencia, a la que la decisión de nuestros munícipes ha puesto tajante fin. De mis paseos por el zoo recuerdo muchas otras cosas. Sobre todo, los olores, ácidos, violentos, omnipresentes. Y los zurullos, de todas las formas y colores, por doquier, en cuya exploración se afanaban insectos casi siempre verdes. Los animales se mostraban siempre cansinos: tumbados al sol, o aletargados en las casetas o madrigueras de juguete que les habían construido, o rumiando algo. Solo se excitaban cuando el público les tiraba cosas: cacahuetes, chucherías. Algunos, no obstante, nunca se inmutaban, o no dejaban de hacerlo: los felinos enjaulados, por ejemplo, se movían obsesivamente de un lado a otro de la jaula, lo que, al parecer, revelaba su malestar psicológico, el desquiciamiento a que los condenaba su reclusión. Recuerdo a los leones, aburridos, en un gran foso, pero no a los tigres, que fascinaban a Borges. Quizá no los hubiera. Me interesaban las jirafas, con esos cuellos enormes en los que, sin embargo, solo hay siete huesos; los hipopótamos y sus gigantescas bocas abiertas, que, quizá por su orondez, parecen tan entrañables, pero que son uno de los bichos más feroces de África, donde matan cada año a más gente que los cocodrilos; los camellos y los dromedarios, con sus dos y una joroba, respectivamente (aunque yo nunca recordaba cuál tenía dos y cuál, una), en las que siempre imaginaba cabalgando a Lawrence de Arabia; y los pingüinos, que, esos sí, no dejaban de nadar, como torpedos blanquinegros, en las aguas artificialmente azules del foso en el que estaban confinados. El terrario también me deparó alguna satisfacción, sobre todo a la hora de las comidas. Muchas serpientes solo se alimentan de presas vivas, así que solo había que esperar a que los cuidadores echaran en la pecera un ratón, o un conejo, o un pollo, para encontrar alguna diversión. A las novias, de nuevo, aquello no solía gustarles; alguna, incluso, prorrumpía en grititos angustiados por la suerte del aterrorizado almuerzo, que se convertían en chillidos de indignación cuando veía a alguien del público, impaciente por contemplar el desenlace de la escena, dar golpecitos en el vidrio para despertar a la serpiente, que, adormilada, no se había dado cuenta aún de la apetitosa compañía que le había caído del cielo. Yo entendía el disgusto de mis novias, pero a los que reclamaban que el reptil se llenara la panza no les faltaba razón: el mismo derecho a subsistir asistía a la serpiente que al conejo, aunque no tuviese las orejitas lanudas y la mirada aterciopelada de este. Yo me limitaba a observar la escena sin tomar partido, con espíritu científico, en espera de acontecimientos. Y los acontecimientos eran que, indefectible y gloriosamente, el ofidio se zampaba al conejo, con orejas y todo. También me interesaban mucho los espectáculos acuáticos, con los delfines como protagonistas. Nos sentábamos en unas gradas abarrotadas, comiendo altramuces o tiras de coco, y admirábamos las evoluciones de los cetáceos, que brincaban a una altura espectacular, o pasaban por aros muy estrechos, o caminaban por el agua, como Jesucristo. De niño, pensaba que aquello era fruto de su inteligencia natural y su afinidad con el ser humano, y que lo hacían gratuitamente. Pero no: lo hacían porque los cuidadores, siempre al borde de la piscina con un cubo lleno de pescado, les daban una sardina después de cada pirueta. Aquello era, técnicamente, un soborno: la retribución justificaba el acto, y comprenderlo me decepcionó. (Todos los animales que nos prestan algún servicio, empezando por nuestros queridos perros y gatos y acabando por los halcones cetreros, obran por la misma razón, y, pensándolo bien, también nosotros, los trabajadores asalariados, lo hacemos). En el zoo había muchas especies animales que no me atraían nada: los pájaros, por ejemplo, siempre difíciles de avistar, y tan pasivos como todos los demás. Aunque los más grandes, como los buitres o los cóndores, sí me impresionaban; y también el aviario de red en el que se encontraban, una gran malla que permitía ver sus breves pero majestuosos aletazos (y de las que luego he visto ejemplos aún más grandiosos, como la que flanquea el paseo del Regent's Canal, en Londres, en la que viven aves que parecen pterodáctilos). Cuando el cóndor volaba —aunque era un vuelo cortísimo—, se me hacía presente Víctor Jara y pensaba: el cóndor pasa. Era un momento emocionante. El último de mis mejores recuerdos del zoo es de algo no animal, y ni siquiera vivo. En el centro del parque se encuentra la Dama del paraguas, la escultura de una mujer que, bajo un antucá un parasol, en realidad, no un paraguas, extiende la mano para comprobar si aún llueve. La esculpió Joan Roig i Soler en 1884 para la Exposición Universal de 1888 y, aunque al principio concitó las críticas de los barceloneses, que la consideraban demasiado banal para un entorno tan regio (le pasó lo mismo a la torre Eiffel, que despertó las iras de los parisinos, que la veían como un monstruo de hierro, una infamia estética desacorde con la grandeur de la capital), acabó siendo aceptada después como otro icono de Barcelona. Copito de Nieve y la Dama del paraguas: dos imágenes imperecederas de un zoo que está a punto de perecer, que ha perecido ya. 

miércoles, 8 de mayo de 2019

Mi padre

Acaba de aparecer en Ediciones Trea mi más reciente libro de poesía, Mi padre, un conjunto de poemas en prosa muy breves algunos tienen una sola línea; el más largo, once, cada uno de los cuales recoge un recuerdo de mi padre, muerto hace 30 años. Sé que no son todos los que guardo de él, pero sí una gran mayoría. Después de tanto tiempo, ignoro si son muchos o pocos. Tampoco quiero averiguarlo. Igualmente, sé que es un libro de poesía, aunque a veces crea que no lo es. Álvaro Díaz Huici, el editor de Trea, al que agradezco su labor y su hospitalidad, lo ha publicado en la colección de poesía, aunque a veces —sospecho tampoco crea que lo sea. Hablar del padre, aun en la forma literaturizada de un libro de poemas, nunca es fácil. Freud lo tenía claro. No obstante, la literatura española y me parece que también otras está conociendo un auge de lo que podría denominarse "literatura filial", esa con la que los escritores ajustan cuentas a veces con la crítica, a veces con el ensalzamiento con sus progenitores. Manuel Vilas ha obtenido un éxito clamoroso con Ordesa, en el que, al parecer —yo no lo he leído—, hace un retrato de su padre en la España de los años 60 y 70. Jesús Aguado publicó en 2016 un extraordinario Carta al padre, calcando el título del, probablemente, mayor clásico de esta singular modalidad autobiográfica, escrito por Franz Kafka. Y María Baranda, en México, ha dado a conocer en 2018 un brillante poemario, Teoría de las niñas, en Vaso Roto, cuya figura central es asimismo el padre, figura solar, dibujante y filósofo, creador de la risa y el lenguaje. Son unos pocos ejemplos de esa reviviscencia que me parece advertir, y que acaso crezca en años venideros. Mi padre se aleja, radicalmente, de todo lo que he escrito hasta ahora. Y tampoco sé por qué. Quizá lo más íntimo, lo más desnudamente arraigado (y supurante) en nuestra psique, exija una desnudez igual de las palabras, que refleje todo su peso, todo el amor y la suciedad que lo constituyen. Escribí el libro en Mérida, a principios del año pasado. Vivía solo y me sentía solo. Lo pergeñé en unos pocos días, yo, que tardo meses y meses en alumbrar y, sobre todo, en corregir los versos que escribo. Otro hecho insólito en mí. Mi padre quiere ser poesía de los hechos, poesía objetiva, de tiralíneas (por sinuosas o quebradas que sean las líneas), sin follaje, bulliciosamente seca. Lo extraño es que esta astringencia recaiga en algo tan contradictorio, tan claroscuro y laberíntico como la relación con el padre. En la composición del libro, he eludido el pudor. El pudor es uno de los grandes enemigos de la literatura. Y lo he hecho porque necesitaba la crudeza para desprenderme del dolor, o de la vergüenza. Aunque no del todo, claro. Nunca abatimos del todo nuestros sentimientos, ni construimos relatos sin veladuras. El solo hecho de construirlos ya es una veladura: la selección de lo narrado y la retórica, toda retórica, incluso la muy delgada, la casi transparente (ninguna lo es del todo), queratinizan y ensombrecen. Por despojada que sea la exposición, o que haya querido serlo, exponer es disfrazar. De lo que se trata es de que el disfraz sea fidedigno: un artificio que transmita verdad. Mi padre fue un hombre modesto, hijo irremediable de su época: bélica y sórdida, pero también esperanzada. Inteligente, sin estudios pero muy lector, machista (como la sociedad en la que se crio), desclasado (fue, como tantos, un proletario que aspiraba al bienestar burgués y se identificaba con los valores de quienes lo explotaban), bienhumorado, malhumorado, frágil pese a su corpulencia y su rotundidad, locuaz, desventurado. Siempre durmió bien, a pesar de las estrecheces de la familia. Ejerció la paternidad responsable y solo tuvo un hijo, porque no podía mantener a más, aunque habría preferido que fuera una niña, porque, como dice uno de los poemas del libro, las niñas cuidan mejor a sus padres cuando son viejos. Pero él no llegó: murió joven, a los 63 años. Yo tenía 26. 

Estos son algunos de los poemas del libro:

Mi padre me llevaba al mercado de San Antonio los domingos por la mañana a comprar libros viejos. Siempre regateaba con los vendedores. Los puestos, cochambrosos, olían a ceniza. Luego, nos tomábamos unos boquerones en un bar.

Mi padre gastaba Floïd.

Mi padre me llevaba a la ermita de Chalamera por un camino pedregoso, que apenas era ya camino. Entre jaras y romeros, me hablaba de la bóveda de cañón, del arco de medio punto y de los pantocrátor. Prefería el románico al gótico.

Me pregunto si mi padre tuvo amantes. 

Mi padre conservaba con orgullo un libro de Álvaro de Laiglesia, Una larga y cálida meada, que el autor le había dedicado sin preguntarle siquiera el nombre: «A mi amigo el del bar, con afecto». Entonces mis padres tenían un bar. Luego tuvieron una papelería. Yo he heredado el libro.

Mi padre recordaba que uno de los oficiales que le mandaba en la mili, el teniente Lamarca, voluntario en la División Azul, había saltado de la trinchera nevada en Krasni Bor y atacado a los rusos con un palo. 

Mi padre guardaba algunas revistas pornográficas suecas en lo alto de un armario.

Por mucho que me esfuerce, no consigo recordar nada más de mi padre.

Mi padre se llamaba Abel.




Mi padre 
Eduardo Moga 
Ediciones Trea
Colección: Poesía
Edición en papel 
Formato: 12 x 16,7 
Páginas: 120 
Peso: 0.1 
ISBN: 978-84-17767-33-4 
Año: 2019 
Precio: 14,00 €

viernes, 3 de mayo de 2019

Por qué no me gustan los políticos

De un tiempo a esta parte, vengo experimentando una creciente aversión por los políticos; no por la política que me sigue pareciendo tan importante como siempre: si no la ejerce uno, la ejercerán otros por uno, sino por los políticos: por las personas que viven para ella (y de ella). Hace no mucho, esa aversión se concentraba en algunas figuras egregias de la cosa pública. En José María Aznar, por ejemplo, ese campeón del bigote faraónico, del no bigote faraónico, de los abdominales faraónicos, de las bodas faraónicas, del españolismo faraónico, del capitalismo faraónico y de la corrupción faraónica; el faraón de la FAES, vamos, el faraón del fascismo democrático. Aunque era más que aversión: era odio burbujeante, era detestación panóptica; era verlo el rictus cejijunto, el cerebro cejijunto y sentir un deseo incontenible de aullar como un apache y destripar el televisor (que era, por fortuna, el único lugar en el que lo veía) a patadas o navajazos. Sin llegar, ni mucho menos, a extremos tan destructivos, y con las excepciones de rigor, he percibido que mi estima por los políticos se ha desplomado, con independencia de su mayor o menor cercanía a mis propias ideas. El derrumbe se ha visto favorecido es obvio por este carrusel electoral en el que nos encontramos desde hace varios años y que seguirá zarandeándonos, como mínimo, hasta el próximo 26 de mayo. Las urnas excitan lo peor de los políticos: mienten a destajo, insultan a cascoporro, sonríen siniestramente, besan niños, esgrimen banderas (y atizan con ellas), gritan, se juntan con indeseables, dicen Diego donde dijeron digo, solo ven españoles, juegan al dominó con los jubilados de Villanueva del Pardillo, hablan del Frente Popular y la Antiespaña o cantan Puente de los franceses. Y todo eso, y mucho más, me ha llevado a un estado de turbación enfermiza, de misantropía militante, en la que, a veces, ya solo deseo vivir en una isla desierta (que se autogestione) o practicar el budismo zen. Soy consciente de que las diatribas homogeneizadoras contra los políticos abonan el nihilismo de taberna y promueven el malestar que ha conducido a engendros como BOX (no es errata). Por eso, tras días preguntándome por las causas de tanta antipatía, expongo a continuación las que he podido identificar, para que no se entienda como un sarpullido de populismo o una explosión de mal humor, sino como una reacción comprensible a una situación lastimosa. En primer y fundamental lugar, los políticos, todos, viven en la certeza. La certeza de que sus ideas son las mejores para el bienestar del país y del mundo, y para la felicidad de sus habitantes; más aún: no son solo las mejores, sino las únicas: conforman un bloque infalible cuya verdad es inmune a toda otra verdad posible o imaginable. Y nada de lo que hagan los demás supondrá nunca ningún beneficio para la comunidad; nada de lo que digan será jamás sensato ni provechoso. Los programas electorales son catecismos; los argumentarios de los partidos, charlas de parroquia; los mítines, eucaristías; y todos, expresiones de lo sagrado, de lo inmutable, de lo que no admite duda. Pero a mí esa certidumbre radical me da grima. Y arcadas. Y miedo. Las únicas certidumbres son que hemos nacido y que tenemos que morir. La única certidumbre es la incertidumbre. Yo cada vez sé menos. Cuanto más aprendo, si es que aún aprendo algo, menos seguro estoy de nada. Los principios, los valores, los conceptos que en algún momento de mi vida he creído inmodificables, a salvo de la permanente subversión que es vivir, viven, cada día que vivo, sometidos al escrutinio de la duda. No hay noche en que, al acostarme, no me pregunte si aún subsiste algo de lo que he sido, si aún creo en algo de lo que creía, si todavía soy yo. Paradójicamente, esta incertidumbre procaz me sosiega, acaso porque me instala en la única humanidad deseable: la que acepta y asume su fragilidad, su desnudez y su nada. Los políticos, en cambio, viven obscenamente en lo contrario: en la afirmación incontrovertible, en una omnisciencia casi divina (Dios: el político del universo), en lo absoluto, lo cual, dada su, en general, cortedad de miras (y a menudo de luces), ni siquiera se transforma en una construcción ordenada, sino en una sarta de vulgaridades, limítrofes con el rebuzno, cuando no con el matonismo. Y eso no solo es un error, sino algo aún peor: una grosería. Y este es el segundo motivo por el que me repelen los políticos: su manejo del lenguaje, cuyo buen uso, cuyo uso veraz, para un ser lingüístico como yo, resulta primordial. En sus labios, el lenguaje ese mecanismo privilegiado por el que experimentamos y compartimos la emoción de estar en el mundo, y con el que vivimos, en la intimidad de la conciencia, la perturbadora condición de seres transitorios y desvalidos  se convierte en un no lenguaje: un código que no obedece a la experiencia genuina de la vida, sino a los dictados del prejuicio, la conveniencia o el miedo. El lenguaje ya no vehicula las verdades (o las mentiras) palpitantes del ser, sino esas verdades (o mentiras) exoesqueléticas en las que el político está enrocado, que le sirven de coraza y madriguera. El lenguaje se convierte en un arma, y un arma rudimentaria, como el garrote de un Neanderthal: despoja a las cosas de sus matices y su hondura, de sus colores cambiantes, de su latido, y las deja convertidas en pellejos, que se usan como látigos. Ya no significan lo que significan, sino, como en Alicia en el país de las maravillas, lo que quiere el que las manipula que signifiquen. Ya no pretenden establecer un espacio común en el que cada cual deposite su realidad singular, la verdad parcial, individual, que contribuya a la creación de una verdad intersubjetiva apta para todos, y respetuosa con todos, sino que actúan como baluartes, como aristas, como certezas aquí las tenemos otra vez inconmovibles. El lenguaje de los políticos pone el lenguaje no al servicio de los hombres (y las mujeres), sino al de su temor, su ceguera o su codicia. El lenguaje de los políticos niega la complejidad del lenguaje y, a la vez, su sencillez esencial; niega su pulsión de cosa viva; niega sus recovecos y sus contradicciones. Por último, pero no por ello menos importante, los políticos incumplen muchas de las exigencias de la buena educación. Y no solo porque alguno, como cierto chulopiscinas criptofalangista, omita el elemental deber de felicitar al ganador de las elecciones (por primera vez en la historia democrática de España, y creo que en la del mundo), sino porque todos hablan bien de sí mismos y mal de los demás. A mí, en cambio, me enseñaron que la buena educación que no es otra cosa que la represión del yo empieza por ponderar las virtudes de los otros y silenciar las propias, sin dejar de practicarlas. Cuanto más se empeñan las redes sociales y los planes de enseñanza en destruir la buena educación que no solo incluye eso que antes se llamaba urbanidad o buenos modales, sino también, y sobre todo, una actitud de respeto existencial: del reconocimiento y abrazo del otro—, más necesaria se me antoja: para que la vida sea más amable y para que la ética de las formas facilite la ética de las cosas. Este egocentrismo repulsivo empeora, a menudo, en un endiosamiento intolerable: el político se cree algo más que el mero gestor público que es: alguien a quien autorizamos con nuestros votos y pagamos con nuestros impuestos para que nos represente durante algún tiempo y ejerza, en nuestro nombre, la administración de la comunidad. Nada más. Los políticos no son, ni pueden ser, en una sociedad democrática, mesías ni salvadores: solo apoderados, que obran con probidad, se expresan con modestia, rinden cuentas y abandonan el cargo, por decencia y porque así se lo exigen las leyes, a la menor equivocación. Y aquí he de volver, ay, a mi añorado Aznar, ese inspector de Hacienda que ha aparecido en algunas fotos disfrazado de Cid Campeador y al que no le parecía de mala educación plantar las botazas en la mesa del rancho del emperador de Occidente, o al tenebroso Abascal, de profesión sus reconquistas, ese trumpito vascongado que pretende inseminarnos de españolía. Si alguna vez asisto a un debate, televisado o institucional, en el que se respeten los turnos de palabra, se expongan razonada y mesuradamente las ideas propias, y se escuche con generosidad a los demás, con la intención de alcanzar alguna suerte de progreso, mejora o conclusión, o si veo a algún político, del partido que sea, reconocer públicamente que otro partido ha actuado bien, o tomado alguna medida beneficiosa, pensaré que no todo está perdido y que los políticos, por fin, han aprendido a no ser unos zotes sin educación, sino unos caballeros (y señoras) dignos de nuestra confianza.