lunes, 30 de octubre de 2023

Desencuentros en el último círculo (anti/antología de poesía española contemporánea)

Así se titula la antología de poesía española que acaba de publicar la Universidad Iberoamericana Ciudad de México, coordinada y prologada por el profesor Joseba Buj, un escritor español —hijo de vasco y extremeña— que se estableció en México en 1999, y que allí viene desarrollando una notable labor intelectual y académica. Desencuentros en el último círculo, pulcramente editado, prolonga la noble tradición de la literatura española hecha en o por México, y que conoció su época dorada con la llegada al país, tras la Guerra Civil, de un nutrido grupo de escritores e intelectuales republicanos, que asentaron las letras españolas en tierras mexicanas y, desde allí, las afirmaron ante el mundo (y la propia España). José Bergamín fundó y dirigió la editorial Séneca, donde vio la luz Poeta en Nueva York; María Zambrano escribió y publicó títulos fundamentales de su obra, como Filosofía y poesía Pensamiento y poesía en la vida española, entre otros; Cernuda compuso también importantes textos críticos, como Estudios sobre poesía española contemporánea, y un libro mayor dentro de la obra magna que es La realidad y el deseo: Desolación de la quimera; y Manuel Altolaguirre, Emilio Prados, José Moreno Villa, Juan Rejano, León Felipe y Pedro Garfias, entre otros poetas, además de novelistas como Francisco Ayala y Max Aub, o poetas en catalán como Ramon Xirau o Agustí Bartra, enriquecieron en México la literatura española y contribuyeron a que se conociese mejor en América y el mundo. Algunas antologías de la poesía en español publicadas en México han sido fundamentales para el establecimiento —y la evolución— del canon en nuestra lengua, como Laurel, publicada en 1941 por la editorial Séneca, y cuyos antólogos fueron dos mexicanos, Octavio Paz y Xavier Villaurrutia, y dos españoles, Juan Gil-Albert y Emilio Prados, que, muchos años después, inspiraría Las ínsulas extrañas, publicada en 2002 por Galaxia Gutenberg, a cargo de otro equipo compuesto por los españoles José Ángel Valente y Andrés Sánchez Robayna, el uruguayo Eduardo Milán y la peruana Blanca Varela. Aparece ahora Desencuentros en el último círculo, que incluye a los siguientes autores: Marta Agudo (que, por desgracia, no ha llegado a conocer el libro: falleció en abril pasado), Julio César Galán, José Antonio Llera, Aurora Luque, Mario Martín Gijón, Antonio Méndez Rubio, Juan Carlos Mestre, Eduardo Moga, María Ángeles Pérez López, Javier Pérez Walias, Esther Ramón y Ada Salas. Predominan, pues, los escritores que cultivan una poesía inquisitiva, experimental, metafórica, heredera o prolongadora de las vanguardias —en algún caso más autotélica que referencial—, proclive a la celebración surreal o, por lo menos, incómoda con el dictado de la lógica común y el imperio de la narración. El arco temporal que describe este conjunto de autores va desde 1957, año en el que nace el sénior Juan Carlos Mestre, hasta 1979, cuando lo hace el más joven del grupo, Mario Martín Gijón: un periodo apretado y esencial en el desarrollo de la poesía en España. En lo personal, celebro figurar en un libro que es fruto, me consta, de una gran dedicación, en compañía de tantos amigos y poetas que admiro. 

Este es uno de los cuatro poemas que he publicado en Desencuentros en el último círculo, perteneciente a Insumisión, de 2013.

ELOGIO DEL JABALÍ

        “España es una viña devastada por los jabalíes del laicismo”.
             Benedicto XVI, Obispo de Roma, Vicario de Cristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Príncipe de los Obispos, Pontífice Supremo de la Iglesia Universal, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolitano de la Provincia Romana, Siervo de los Siervos de Dios, Padre de los Reyes, Pastor del Rebaño de Cristo, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano y, hasta 2006, Patriarca de Occidente [Joseph Aloisius Ratzinger, Inquisidor General entre 1981 y 2005]

Ha venido a restaurar la viña devastada por los jabalíes. A mí me gustan los jabalíes: su salvajismo sin ambages, su ferocidad rectilínea, su despreocupada aceptación de lo que son; y me gusta su cabeza, sola o cubriendo una rebanada de pan con tomate. Los recuerdo en Azanuy, cuando los cazadores los traían de la sierra, abatidos, y los colgaban de un gancho en la calle, a la puerta de sus casas, para que admiráramos su proeza. Allí se quedaban los suidos, flojos como títeres sin hilos, con la cabeza derrengada y un boquete en la tripa, circundado por una sangre que olía a romero, y el morro entreabierto, por el que asomaban los berbiquís pavorosos de los colmillos y el triángulo rusiente de la lengua. Y yo sentía, en aquella fuerza descabalada, la representación de mi propio fracaso: la vulnerabilidad de los músculos y las justificaciones, la endeblez de cuanto edificamos para protegernos, el esqueleto de la nada. Los jabalíes devastan los sembrados, es cierto, pero solo para alimentarse o esconderse: su acción es individual, o, a lo sumo, familiar; lo cultivado, en cambio, exige el sacrificio de muchos, no siempre partícipes de su provecho, y se alimenta de mierda, y estraga la tierra que lo amamanta. La voracidad del jabalí no es superior a la de la viña: aquel come para sobrevivir, en una tarea exigua y singular; esta esquilma el suelo, consume recursos y esperanzas, e irroga a la naturaleza los perjuicios de la explotación intensiva, y a los hombres, los de la propiedad privada. El jabalí es lo entero, lo beato, lo axiomático: el jabalí se comporta como un cerdo, porque es un cerdo: no lo disimula, a diferencia de la viña, que procura una devastación más sutil: la que se camufla en arquitectura; la que justifica una ebriedad metafísica. La viña es lo alquímico, el artefacto, lo dual: lo que desmineraliza lo real, la solidificación de una entelequia, el bálsamo de la borrachera. Los jabalíes consumen lo que ven: vides, batracios, planetas. Y lo hacen hincando el marfil negro de sus incisivos en la carne del aquí, en la evidencia de los pámpanos que cuelgan o del sufrimiento que nos ahoga, de la tierra que se traga los cadáveres y la lluvia, o de la ausencia que se traga a los hombres. Las viñas crean el fantasma del orden, el alivio sonámbulo de que haya fruta o vino, la ceguera deliberada de que las estrellas envejecen, y los afanes son insignificantes, y lo eterno, provisional. No hay jabalíes ensoberbecidos por la humildad, ni partidarios de una eternidad insoportable [«Rechaza otro existir, tras consumida / mi ración de este guiso indigerible. / Otra vez, no. Una vez ya es demasiado», escribió felizmente Fonollosa], ni catecúmenos de laboriosos mistagogos: sus misterios son los de la viña, los de la vida. El lenguaje de los jabalíes es un lenguaje cazcarriento, engualdrapado de pelo, sin otro propósito que el de ser jabalí, con la debilidad propia de su vigor irracional, con la tragedia de tener cuatro patas y una muerte, con el dolor de las pezuñas cuando huye y el placer del falo cuando se aparea, es decir, cuando se asegura de que haya más devastadores de viñas, menos códigos sembrados, menos refutaciones de que el hambre es solo necesidad de energía, y el corazón, un músculo momentáneo, y la trascendencia, una invención del miedo; y de que el infinito existe, y se llama jabalí. El jabalí no se compadece: actúa, según lo que perciba, con toda su irrelevancia y su grandeza, con su plenitud y su animalidad. El jabalí no atribuye significados morales a los hechos de la naturaleza, ni, por lo tanto, cercena la vastedad de lo posible con la chirla de sus limitaciones. El jabalí no establece metáforas maniqueas, ni se pronuncia contra otros hijos de la creación, ni otorga carácter objetivo a la presencia de un mal que solo existe en su conciencia. El jabalí no banaliza el amor, generalizándolo industrialmente. El jabalí es paciente, no tiene envidia, no presume ni se engríe; no lleva cuentas del mal, porque no conoce el mal: porque el mal no le ha sido impuesto; el jabalí no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad de su ser devastador, de la viña devastada, de su saludable devastación. Y no tiene miedo: reacciona, pronto al combate o a la huida, sin considerar la humillación del premio ni la desproporción del castigo, sin reconocer siquiera la infamante existencia de un juez. El jabalí no reprende, no adoctrina, no episcopa, porque el tiempo es esa viña que devora, el presente de esa viña mortal, que enciende de vida sus entrañas. El jabalí no se engaña, ni obedece, ni se transustancia: solo mastica los granos de uva con la certeza de que ese alimento es su presente y su eternidad. El jabalí no ha sido domesticado, ni conoce la afrentosa logomaquia de la enología, ni bebe de otro cáliz que el cáliz de su pecho ancho, y su falo incisivo, y su irreprochable fragilidad. El jabalí, a diferencia de la viña, depende de sí, de la astucia con que sobrepuje al viticultor, sin su salmodia agropecuaria. La viña, en cambio, late con una armonía impostada: la del designio, el mismo que impele a los teólogos y a los chamarileros. Es reconfortante embutirse en la coraza del orden, inocularse razón. Pero es la razón de los manicomios, adicta a las benzodiacepinas eucarísticas, como si la realidad fuera algo distinto de lo que podemos aprehender, como si la locura necesitase de una exégesis que la atemperara, como si debiéramos aplaudir que, en lugar de un roble, o un volcán, o nada, haya ingeniería, o arcángeles, o vida. Los jabalíes observan un comportamiento sociable, que incluye relaciones intergeneracionales solidarias, como que los escuderos, los ejemplares jóvenes, acompañen a los macarenos, los más ancianos del grupo, para aprender de su experiencia, a cambio de sus cuidados; los jabalíes son afectuosos y abnegados con su prole; aman a las jabalinas con denuedo, hasta olvidarse de comer; entierran semillas y esponjan el suelo al hozarlo, en busca de tubérculos o lombrices, favoreciendo que se humedezca y, por lo tanto, que germine; ayudan a controlar las poblaciones de roedores, insectos y larvas perjudiciales; y mueren con violencia, y hasta con crueldad, a manos de los cazadores, muchos de los cuales son católicos. Los jabalíes son moralmente superiores a los católicos, que abandonan a sus mayores en asilos pestilentes o en gasolineras de autopista, maltratan a sus hijos o sus mujeres, y cometen adulterio o fornican con rameras o compañeras de trabajo. Los jabalíes no solo comen las uvas de las viñas: son omnívoros, más aún, son teófagos, y en esto se equiparan a los católicos: devoran todos los signos de la creación y, con ellos, al creador mismo. Los jabalíes decoran con sus cabezas —esas que previamente nos han proporcionado la gloria de su embutido— los vestíbulos de los viticultores, y nos miran, desde su altura asesinada, con el estupor glaseado de sus ojos de cristal y su lengua equilátera. ¿Por qué?, parecen preguntar, ¿por qué cultiváis estas viñas obstinadas, que no tenemos más remedio que devastar, que os enajenan, recluyéndoos en la quimera de una vida perdurable, en el redil de la obediencia al padre, con su abominable amor —que os ha condenado a la enfermedad, a la vejez y la muerte—, envileciéndoos de simetría y de trabajo, llenándoos de esperanzas inverificables, confinándoos en las fronteras artificiales de la viña o en la viña sin huríes de ultratumba? Los jabalíes no se dejan sobornar: no esperan retribución por devastar la viña. Lo hacen porque han de hacerlo, porque no saben hacer otra cosa, porque es propio y encomiable y natural que un jabalí devaste las viñas, aunque no sepa que lo hace, ni por qué: esa ignorancia también es el jabalí. Él morirá, la viña morirá, morirán también el viticultor y los nietos y los tataranietos del viticultor, todo acabará muriendo en un aquelarre inconcebiblemente devastador de acontecimientos siderales, indiferentes a los jabalíes y a las viñas que hayan devastado, como la conclusión previsible de este transcurso sin otro sostén que la inestabilidad, sin otra certidumbre que el hombre y el hambre, que el fuego y la extinción.

Coda

Durante siglos, la Iglesia ha sido el jabalí que devastaba la viña de la libertad de conciencia y el espíritu crítico. [Aún hoy, hinca todo lo que puede las pezuñas en el predio de la ciudadanía]. De haber vivido entonces, habría compuesto un elogio de la viña.




jueves, 26 de octubre de 2023

Hamás e Israel: un nuevo capítulo de la barbarie

La guerra de Ucrania no ha terminado. Sigue. En las praderas altaicas, siguen masacrándose unos y otros. Pero ahora ya no oímos, ni casi leemos, nada de ella. Un nuevo —en realidad, viejísimo— conflicto, un cáncer que no deja de producir metástasis, ocupa la atención del mundo: la guerra entre Israel y sus enemigos árabes, hoy encarnados en Hamás. El horror del choque ha opacado las atrocidades ruso-ucranianas. Nuestros ojos siempre miran hacia donde brota la sangre.

Desde que tengo uso de razón, el conflicto entre israelíes y árabes está ahí. Ha desaparecido todo lo demás: ha caído el muro de Berlín, desaparecido la URSS y fenecido la Guerra Fría (salvo coletazos); se ha acabado con el terrorismo y los regímenes asesinos de izquierdas de la segunda mitad del siglo (Brigadas Rojas, Baader Meinhoff, ETA, jemeres rojos); también con las siniestras dictaduras de derechas, militares, que asolaron el Cono Sur americano y Brasil, y muchos otros países del mundo, como Grecia o Turquía; hasta el enquistado enfrentamiento en Irlanda del Norte ha concluido, tras mucha sangre derramada. Pero el conflicto árabe-israelí, un monstruo con muchas cabezas, ahí sigue. Fresco como el primer día. Pimpante y aromático como una rosa. Acumulando muertos, destrucción, exiliados, hambre y dolor.

Hamás es una organización terrorista, que se declara islamista y yihadista, y que pretende borrar el Estado de Israel y echar al mar a los judíos que no haya podido matar, para luego fundar un Estado palestino sometido a la ley coránica, la tétrica sharia. Desde su fundación en 1987 por un jeque integrista, ciego y tetrapléjico, Hamás se ha hartado de matar a judíos, occidentales y, sorprendentemente, también palestinos. Ha puesto bombas, ha cometido atentados suicidas, ha tiroteado, secuestrado, extorsionado y torturado a infinidad de personas, soldados y civiles, hombres y mujeres, adultos y niños. Ha sido denunciado en múltiples ocasiones por Human Rights Watch y Amnistía Internacional por crímenes de guerra y contra la humanidad y un abrumador abanico de barbaridades, que Hamás ha actualizado, para indescriptible solaz de los fanáticos, el 7 de octubre pasado, con el asesinato de más de 1.400 personas en territorio israelí y el secuestro de otras 222. Tanto entre los muertos como los secuestrados se cuentan muchos niños. Las imágenes grabadas por los propios terroristas y difundidas, a puerta cerrada, por el ejército israelí muestran atrocidades sin cuento: disparos en la nuca, decapitaciones, ametrallamientos de familias enteras y de cientos de jóvenes que asistían a un festival de música, granadas en las casas, heridos implorantes que son rematados... 

Hamás cuenta también con un nutrido historial de asesinatos de palestinos. Ha secuestrado, torturado y dado matarile a quienes consideraba colaboracionistas con Israel, a los críticos, disidentes y denunciantes de su organización, y a los miembros de Fatah, otra banda terrorista palestina con la que se enfrentó en 2007 por el control de la franja de Gaza. Hamás tiene secuestrado y sometido a su propio pueblo, al que dice defender, y lo utiliza para sus propios y sangrientos fines. Sabiendo que Israel no deja golpe sin responder, y de hacerlo con creces, ha perpetrado el mayor ataque contra el país desde la guerra de 1948, y, en consecuencia, ha condenado a su gente, apiñada en la franja, indefensa, a sufrir la temible venganza israelí, esto es, a morir o ver destruidas sus familias y sus casas, y a ahondar en su miseria y su sufrimiento. Pero esto a Hamás no le ha importado. Si le hubiera importado, no habría lanzado el ataque del 7 de octubre. Los terroristas de Hamás se mezclan deliberadamente con la población y la utilizan de escudo humano para dificultar la respuesta israelí. Su muerte, a la que han conducido derechamente sus acciones, les sirve también para denunciar la barbarie judía, que se superpone a la suya. Cuando el ejército israelí pidió a la población del norte de Gaza que huyera al sur para no ser víctima de los bombardeos, Hamás intentó impedirlo físicamente: quería que los gazatíes siguieran en el campo de batalla para que continuasen muriendo y los terroristas pudieran camuflarse mejor.

Recibo estos días un reguero de manifiestos y peticiones en favor del cese de los bombardeos y el fin de la guerra. Todos, de momento, impulsados o promovidos por palestinos u organizaciones palestinas que dicen estar a favor de la paz. Curiosamente, en los documentos que pasan a la firma no se menciona o solo se hace alguna alusión circunstancial a la violencia de Hamás, y, entre las muchas reclamaciones que se elevan, nunca figura la de que los yihadistas liberen a los más de 200 israelíes secuestrados que tienen en su poder. 

Israel, por su parte, lleva años incumpliendo la legalidad internacional y siendo también denunciado por las organizaciones internacionales de derechos humanos. De hecho, Israel solo ha cumplido la resolución 181 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de 29 de noviembre de 1947, de creación del Estado de Israel mediante la partición de la Palestina histórica en dos Estados (un acuerdo que los países árabes rechazaron; muchos de ellos, coaligados, invadieron, con toda su potencia militar, al recién nacido Estado hebreo y fueron derrotados por los supervivientes del Holocausto, que acababan de establecerse allí. Lo que rechazaron entonces, los dos Estados, es lo que casi todos reclaman ahora. Pero, como dijo Abba Eban, “los palestinos nunca pierden una oportunidad de perder una oportunidad”). Todas las demás decisiones de la ONU, sin excepción, han sido desdeñadas por los judíos. Desde 2007, luego de no reconocer el resultado de unas elecciones limpias en Gaza, que habían dado el poder a Hamás, Israel bloquea la franja de Gaza, impidiendo o dificultando la entrada de alimentos, medicinas, materiales de construcción y, en general, los bienes imprescindibles no ya para el bienestar, que eso preocupa poco en Israel, sino para la supervivencia de los gazatíes. Gaza es, desde entonces, una suerte de cárcel al aire libre, donde la gente vive un pasado doloroso (la mayoría son refugiados o descendientes de refugiados de la Nakba, la gran expulsión de palestinos de sus tierras subsiguiente a la guerra del 48: suman, pues, horror al horror que llevan viviendo desde hace varias generaciones), un presente desgraciado y una completa falta de futuro. 

En su respuesta al ataque del 7 de octubre, mediante bombardeos, Israel ha causado ya más de 6.000 muertos, entre ellos 2.000 niños. Y es muy previsible que, cuando acabe la operación que ha diseñado, los muertos sean muchísimos más, también de menores de edad. (Gaza, por la juventud de sus habitantes, es un gigantesco jardín de infancia). Los bombardeos y la inminente ofensiva del ejército israelí han obligado a desplazarse a cerca de un millón de personas, que saturan, entre penalidades sin cuento, las localidades del sur de la franja. El bloqueo a que el Tsáhal somete ahora mismo a Gaza, y el cierre de todos los pasos fronterizos por donde podría entrar ayuda humanitaria, menos uno, casi estrangulado, supone que el territorio carezca de luz, agua, alimentos y combustible, y eso implica que la gente muera, además de por los bombazos, de sed, inanición, heridas o enfermedades, que los hospitales ya no pueden atender. Los neonatos, los ingresados en unidades de cuidados intensivos o los sometidos a diálisis van a perecer irremediablemente. Israel es hoy, también, terrorista, un Estado terrorista, que viola la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Convención de Ginebra, el Estatuto de la Corte Penal Internacional, el Reglamento de La Haya de 1907 y la Carta de las Naciones Unidas, entre muchas otras normas del derecho internacional. No se puede responder a la matanza de 1.400 con la matanza de 6.000 (que serán muchos más). De hecho, no se puede responder a una matanza con otra matanza. En algo debería notarse que Israel es un país democrático y Hamás, una banda terrorista. 

Un factor relevante quiero subrayar aquí, que, como es habitual, no es suficientemente reseñado en las noticias que se dan sobre la nueva carnicería, ni suele presentarse como causa última del conflicto: la religión. Judíos y árabes están enfrentados desde hace milenios por sus fes irreconciliables (si una fe es buena, es irreconciliable con todas las demás), pero también unidos por la invocación divina que ambos hacen: sus derechos sobre la tierra, que es la misma para los dos, se los ha otorgado Dios. Jerusalén es la capital espiritual de unos y otros (y también de los cristianos, para más inri, y nunca mejor dicho), y en sus mezquitas, muros de las lamentaciones y templos de distinto pelaje se pelean todos, ad maiorem Dei gloriam, con la certeza de poseer la verdad y el mejor derecho, y de asegurarse así la eternidad. Hamás promueve la Yihad, la guerra santa contra los infieles, y no pocos países árabes son teocracias, el peor régimen político imaginable. El líder supremo de Irán, donde matan a las mujeres que no llevan el velo bien puesto, entre muchas otras lindezas, se reunió anteayer con los líderes de la Yihad islámica y de Hamás para ofrecerles su apoyo (que seguramente Hamás ya ha recibido para perpetrar su atentado del 7 de octubre). En Israel, los ortodoxos, al amparo de los derechos inscritos en la Biblia, impulsan la colonización de los territorios palestinos, y los ultraortodoxos defienden la judeificación estricta de Israel, sin palestinos ni árabes, por supuesto. Aunque, al menos, ellos se niegan a alistarse en el ejército, con lo que no participan directamente en la sangría. 

¿Acabará alguna vez esta bestialidad?

sábado, 21 de octubre de 2023

Americaneando. Un viaje por los Estados Unidos después de Trump

En la joven editorial sevillana Hojas de Hierba, capitaneada por el infatigable Antonio López Cañestro, acaba de ver la luz Americaneando. Un viaje por los Estados Unidos después de Trump, el libro que recoge mis aventuras, si es que las puedo llamar así, en ese país durante el verano de 2022. Articulado en forma de diario, cuento el periplo que me llevó de Nueva York a San Francisco, pasando por Chapel Hill, en Carolina del Norte; Atlanta, en Georgia; West Palm Beach, en Florida; y Hastings, en Nebraska. En cada uno de sus lugares vive algún amigo o amiga míos, españoles o estadounidenses (la amistad con estos se remonta a varias décadas atrás, cuando nos conocimos en el colegio donde fui estudiante de intercambio en el curso 1979-1980, en Atlanta), y resulta que a mí me gusta viajar, pero más me gusta vivir —o, por lo menos, residir algún tiempo, aunque sea breve— en los sitios a los que viajo. Los amigos desempeñan, pues, un papel especial en estos recorridos: me permiten sentir la ciudad o el pueblo de otro modo, como algo más cercano, más mío; como parte, en efecto, de mi vida y no solo de mi condición de viajero (o, mucho peor, de turista). Mi aproximación a lo que he visto ha sido tanto crítica como cordial, porque los Estados Unidos, con todos sus defectos, pero también con todas sus virtudes, forma parte de mi ser; yo me siento un poco estadounidense, como me siento un poco londinense, y un poco emeritense, y un poco sancugatense, además de europeo, español, catalán y barcelonés. Esto de las identidades es acumulativo, al menos en mi caso, y no excluyente; aunque también es un poco pesado. En el viaje narrado en Americaneando, cuento algunos episodios de los que me enorgullezco, como la asistencia, en compañía de mi gran amigo Juan Luis Calbarro, que también andaba por Nueva York en aquellas fechas, a un acto público de desagravio a Salman Rushdie por el atentado que sufrió a manos de un islamista, celebrado en agosto en la Librería Pública de la ciudad. Y otros más íntimos y fetichistas, como sendas visitas a dos librerías míticas: la Strand, también en Nueva York, y la City Lights —la de los beat—, en San Francisco, además de otra a Connemara, la edénica finca en la que vivió sus últimos años y murió el gran Carl Sandburg. En Carolina del Norte, conocí la capital del pueblo cheroqui en los Apalaches y una ciudad, Asheville, fundada por uno de los muchos españoles con yelmo que merodeaban por el sudeste del Norte a principios del siglo XVI; en Atlanta paseé por los aromáticos barrios de mi adolescencia y recordé mis muchas inquietudes e ilusiones, que ahora me parecen como esas fotografías viejas, amarillentas por el tiempo, cuyas caras nos resultan ya difíciles de reconocer; en Florida lo hice por delante de Mar-a-Lago, la finquita de Donald Trump en la que escondió los secretillos nucleares que había robado de la Casa Blanca cuando lo echaron, por fin, del Despacho Oval; y en Nebraska, di una conferencia sobre mis traducciones de poetas norteamericanos en la Universidad de Hastings —gracias a la amistad del poeta, ensayista y traductor Pedro José Vizoso—, rodeado de campos de cereales y depósitos de munición de la Segunda Guerra Mundial. Estoy muy satisfecho con la edición, que incluye un anexo de fotos en color de mi expedición, hecha con el esmero habitual de Hojas de Hierba, aunque no sé si estarlo con el subtítulo del libro —exclusiva responsabilidad mía—, porque quizá, y por desgracia, no haya todavía un “después de Trump”, algo que yo daba por supuesto (pensamiento desiderativo, supongo) cuando escribí Americaneando. Ese gran hombre que es Donald amenaza con volver a presentarse a las elecciones presidenciales, aunque haya afirmado hasta quedarse ronco que el sistema electoral estadounidense es un engaño, y el responsable de que no haya disfrutado (y, con él, el pueblo americano) de un segundo mandato. Y, pese a las numerosísimas causas judiciales de todo tipo que lo persiguen (fraudes empresariales y fiscales, persecución a mujeres, sobornos, manipulación, coacciones, intentos de subvertir el orden constitucional y un largo etcétera), parece tener el camino despejado para que lo nombren, otra vez, candidato republicano, e incluso para ganar la presidencia. Yo hago votos por que así no sea.

Esto cuento en la entrada correspondiente al 16 de agosto de 2022, en Nueva York:

TIMES SQUARE es el epicentro de la vorágine neoyorquina. Un alud de anuncios y coches galvaniza a una multitud efervescente. En las esquinas de las calles, los letreros dicen: «Pedestrian flow zone. Keep moving» [‘Zona de flujo de peatones. No se pare’]. Más que un flujo, es una riada. El tránsito reproduce el deslizamiento lento pero apabullante de una colada volcánica. En el centro de la plaza, unos saltimbanquis negros, callejeros pero profesionales, han improvisado un espectáculo para aligerar el bolsillo de los turistas. Haciendo unas vistosas piruetas y bailando un giróvago breakdance, han conseguido abrir un hueco en la masa y atraer la atención de los transeúntes. El que lleva la voz cantante se sitúa en el centro del momentáneo calvero y empieza a señalar a algunos incautos. Entre ellos, yo. Cuando me señala con el dedo, miro a mi espalda, buscando a otro señalado. Pero soy yo. Podría negarme a colaborar —aún no sé en qué, pero seguro que en nada bueno— y escabullirme entre el gentío, pero varios centenares de ojos se han clavado ya en mí y siento la opresión de la opinión pública. Qué vergüenza, defraudar tantas expectativas. Cuando accedo a acompañar al volatinero jefe hasta el centro de su mundo, reparo en que todos los candidatos a ser desplumados nos parecemos: somos altos y blancos, y varios también canosos. La blancura de los obstáculos contrastará con la agilidad oscura de quienes los superen. Nos dispone en fila, muy pegados unos a otros, y nos pregunta de dónde somos: italianos, ingleses, alemanes, holandeses y un español. Luego nos dice que, si no colaboramos, lo pasaremos mal. Colaborar quiere decir darles dinero, quod erat demonstrandum. En los años setenta estos mismos titiriteros, o sus padres, me habrían atracado a punta de navaja. Hoy, más sofisticados, despliegan un elaborado procedimiento para ganarse los garbanzos. Mis compañeros aflojan la mosca: hay quien les da hasta veinte dólares. Mi óbolo es solo de tres, que entrego no sin resistencia: me disgusta ser extorsionado en público. Los saltimbanquis bromean a cuenta de mi tacañería y el jefe me pone aparte, junto con otros dos que tampoco han contribuido con largueza. Nos obliga entonces a agacharnos y nos administra el castigo: uno de los suyos brinca por encima de los tres, haciendo un mortal, y aterriza limpiamente tras el italiano, que aún ha sido más rácano que yo. Los ohs de asombro y el aplauso duran lo que tardan los titiriteros en deshacer el círculo y desaparecer entre la muchedumbre, en busca de otro lugar o de otro momento para ejercer la redistribución de la riqueza. 

En la página web de Hojas de Hierba Editorial se encuentra toda la información sobre el libro:https://www.hojasdehierba.es/producto/americaneando-eduardo-moga/

domingo, 15 de octubre de 2023

La exposición expandida de Antonio López

Acudo hoy a visitar la exposición expandida de Antonio López que la Fundació Catalunya La Pedrera ha organizado en la casa Milà, es decir, La Pedrera. Lo hago con dos buenos amigos, Moisés y Juan Carlos, que han accedido hace poco a la envidiable condición de jubilados y cuyas cabezas reposan ya, como decía Galdós de sus cesantes más afortunados, en la almohada del presupuesto. Nos reconocemos a las puertas de La Pedrera entre las masas de turistas ávidos de conocer los entresijos gaudinianos del edificio y, probablemente, de culminar la aventura con una copa de cava en la tortuosa terraza. En la exposición, que tiene un desarrollo circular, nos recibe una gran vitrina con cabezas de niños, impresionante pero algo tétrica. El impacto que produce anuncia el que sentiré al descubrir que Antonio López no es solo el pintor hiperrealista que fotografía interminablemente con sus pinceles las calles y los arrabales de Madrid, y del que nos hablan sin excepción las televisiones y los medios de comunicación, sino un artista complejo que empezó su carrera influido por el simbolismo y el surrealismo —quién lo diría— y que ha transitado después, y aún transita, por un mundo diverso y lleno de matices. En realidad, la sorpresa que me llevo no se debe más que a mi ignorancia: simplemente, no sabía que Antonio López —como todos los buenos pintores—atesoraba tantas inquietudes y practicaba tantas disciplinas, y tan bien. De entrada, es escultor. Y nunca mejor dicho, porque a la entrada nos reciben, además del inquietante despliegue de niños decapitados, varias figuras humanas, de tamaño natural y aspecto vagamente nilótico, esto es, desnudas, algo hieráticas, inexpresivas, o mejor, que confían su expresividad a la disposición equilibrada y natural del cuerpo. Pronto advierto que algunos temas y perspectivas se repiten en la obra del pintor de Tomelloso: el mundo de la casa y la familia, con sus figuras femeninas; o el de los niños, del que encontramos una espléndida muestra en Niño con tirador, de 1953, en el que se ve a uno en un tejado, con un tirachinas en la mano, y a otra persona en el suelo, dormida o quizá abatida por el arma infantil. La pintura de Antonio López es, en gran medida, biográfica. En ella abundan los interiores de las casas en las que ha vivido (o de los talleres en los que ha trabajado) y los retratos de mujeres, sobre todo de las mujeres de su familia. La arquitectura —imágenes secas, silenciosas, que aúnan la simplicidad y el volumen— se funde con el cuerpo, siempre limpio y sinuoso, que se presenta como otra forma de arquitectura. Encontramos retratos de novios (perceptiblemente simbolista, de 1955), de Carmencita jugando, del altorrelieve de una mujer durmiendo (austera como una lápida grecorromana, pero a cuya protagonista se le ve un pecho, y las zapatillas que usa asoman al pie de la cama). A veces, estos personajes protagonizan escenas domésticas, o bien estas se desarrollan sin presencia humana, en su pura y desolada desnudez: vemos, así, la cena (pintada entre 1971 y 1980), una nevera de hielo, un conejo desollado acurrucado en un plato, y habitaciones, muchas habitaciones: cocinas, cuartos de baño (bastante destartalados; en una serie de tres piezas dedicados a uno de ellos, se autorretrata el propio Antonio López, en camiseta de tirantes, lavándose los dientes y sentado en la taza), puertas, ventanas. No obstante su carácter personal e íntimo, o quizá por ello, todas estas imágenes lucen un extraño laconismo, una cálida gelidez hopperiana. Antonio López no es un pintor de la naturaleza, a menos que también se considere a la ciudad parte de la naturaleza, sino un artista de lo interior, aun cuando pinte grandes paisajes urbanos: estos también los describe con la austeridad del que explora las cosas inmediatas, las que más cerca están de la percepción. Por eso, quizá, los elementos de la naturaleza a los que presta más atención sean las plantas y las flores. Una serie de dibujos está dedicada a los membrillos (y una calabaza), que son los protagonistas de la película El sol del membrillo, de Víctor Erice. En otra serie, Antonio López pinta el proceso de putrefacción de unas flores: desde el esplendor de su frescura, en un jarrón, hasta su marchitarse y derramarse, muertas, por los bordes de ese mismo jarrón. (La degradación y la muerte también están presentes en Perro muerto, de 1963, matérico, sombrío y social). La media docena de pequeños óleos en el que se sustancia esta transformación revela una de las obsesiones de Antonio López: captar el tiempo; pintarlo. A ella responden también esos cuadros —los más conocidos de su producción por el público, como Gran Vía, 1 de agosto, 7.30— que pinta cada día a la misma hora (indicada, muchas veces, en el título de la obra), para que la luz responda a un momento concreto del día y lo arrastre hasta el lienzo: lo afinque en él. Antonio López lucha contra el tiempo con sus pinceles, pero no los utiliza a modo de látigo, sino como instrumentos de domesticación: obliga al tiempo a posar ante su caballete y se alía con él. Y ahí quedan los minutos, los días y los años, detenidos, milagrosamente, en los fulgores quedos de las calles, en los espacios amarillos y vacíos de los suburbios donde el campo se besa con la ciudad, en las grisuras diseminadas por las cornisas y las cúpulas, en la palpitante rectitud de los rascacielos y el solitario tumulto de las colmenas urbanas. Pero Antonio López siempre vuelve al cuerpo, a esa arquitectura próxima de músculos, huesos, piel y miradas. Y no esconde nada de él. En China y Japón. Yannan y Tamio, por ejemplo, desmiente que los orientales la tengan pequeña. En Adrián y Miriam, pintado entre 2014 y 2015, Adrián aparece erecto y Miriam, vestida solo con un reloj de pulsera. (En uno de los dos dibujos de que se compone la pieza, el pene de Adrián parece inacabado, pero se reconoce bien). Algo más allá, la figura en bronce de un hombre desnudo y acostado, labrada con todo detalle, parece que vaya a levantarse y andar. De hecho, esa sensación dan, sin excepción, sus esculturas, siempre en el límite del movimiento, es decir, en el límite del tiempo. En general, Antonio López pinta —como hacían Picasso y Dalí, entre tantos— pubis velludos y penes robustos, y su protagonismo visual es indudable. Cerca ya del final de la exposición, se muestra un cuadro todavía en proceso —es decir, que Antonio López aún está pintando— de Barcelona vista desde la montaña de Montjuïc, cuyo inicio está fechado en 2021, otra muestra de la simbiosis que el autor procura siempre entre su obra y el tiempo —ese hacedor, ese asesino— y otra prueba de algo fundamental, por lo que Antonio López debe ser reconocido siempre: su entrega al oficio, al hacer entregado y minucioso, su respeto por la técnica. En un tiempo en el que todo el mundo se cree artista por el solo hecho de poseer, como cualquier humano, el lenguaje o manos para sostener el pincel, una cámara o una batuta, el esfuerzo inteligente, la dedicación, la paciencia, la noble artesanía de Antonio López nos reconcilia con la creación y el arte. Y otra cosa me gusta mucho de él: su discurso claro, sin misticismos ni abstracciones, en el que se muestra comprensivo con todo y razonable con todo, pero defiende afablemente sus opciones: las de una pintura paradójicamente austera y acogedora, exacta pero cuya exactitud no la vuelve fría. Así se echa de ver en el interesantísimo audiovisual Antonio López que cierra la exposición, donde aparece ese hombre de ochenta y siete años ya, que mira, habla y se mueve como un mozo (aunque siempre vaya desaliñado), y que razona la forma y el color con la lucidez de quien sabe qué ha hecho y por qué lo ha hecho: “Pintor realista... pintor objetivo, digo yo a veces. La capacidad de observación es lo que alimenta este tipo de pintura. Siempre me ha interesado mucho la pintura que en su representación ha ido más allá de lo objetivo. Yo mismo, a veces, he necesitado recurrir a elementos, digamos, no objetivos. Cada vez menos, porque una vez tomas la decisión de respetar las coas, pase lo que pase y sacrifiques lo que sacrifiques, hay que respetarlas. Pero siempre me genera la nostalgia de lo que se queda fuera de la representación. Pero quizá no se quede fuera. Quiero pensar que no, confío en que todo entre ahí, entre esos otros elementos visibles y cotidianos”, dice el pintor en una de las cartelas que acompañan a sus cuadros en la exposición.  

lunes, 9 de octubre de 2023

Las tonterías de la inteligencia

Hace unos días quedé a tomar un café con un viejo amigo en un bar histórico de Barcelona, donde a finales de los años 90 celebrábamos con otros letraheridos una divertida tertulia (que a veces se volvía áspera, como todas las tertulias; por eso son divertidas) sobre asuntos amorosos y literarios. Se trata de un poeta ya mayor, aunque conserva una envidiable vitalidad y un físico muy funcional todavía. Ha publicado media docena de buenos poemarios, ha ganado algunos premios de poesía —uno, muy relevante— y se ha mantenido siempre atento a lo que se escribía y publicaba en el país. Es, además, un hombre inteligente, que ha sabido procurarse una amplia cultura personal y literaria. En los treinta años que hace que nos conocemos, solo he tenido con él una discrepancia reseñable: cuando, en un encuentro con otro amigo, defendió que el ser humano tenía lenguaje porque los extraterrestres habían venido a nuestro planeta y se lo habían inoculado en los genes y el cerebro. El disparate me (nos, a mí y al otro amigo) pareció tan mayúsculo que no supe enviarlo al rincón de las ocurrencias fantásticas (o los chistes), como debería haber hecho, y me permití ser agresivo, aunque debo indicar, en mi descargo, que la racionalidad claramente afirmada suele confundirse con agresividad o autoritarismo por quienes defienden el esoterismo en cualquiera de sus formas. De aquella pelea —porque acabó siendo una pelea— salimos con bien, porque tanto uno como otro supimos recoger el suficiente cable personal —que no intelectual— para recomponer la amistad. Pero el incidente me permitió comprobar lo difícil que me resulta mantener una conversación con personas que desprecian la razón hasta el punto de sostener que la Tierra es plana, que la estela de los aviones es en realidad una fumigación química o que Bill Gates nos quería meter en el cuerpo, con la vacuna para el covid, un chip (o chis, como dijo aquel inolvidable rector de una universidad católica murciana) para controlar a la especie humana. Pero, como el hombre es el único animal que tropieza dos veces (y tres, y cuatro, y ochenta y nueve) veces en la misma piedra, cometí el error, en el encuentro con mi viejo amigo, de introducir nueva y sardónicamente el tema en nuestra conversación, a cuenta de otro poeta de Barcelona (¡ay, poetas, poetas!) que había defendido en una comida de amigos, ante la hilarante pregunta de uno de los asistentes, “¿los extraterrestres tienen libre albedrío?”, que unas momias descubiertas recientemente en México presentaban una deformidad craneal que revelaba que se trataba de extraterrestres. “¡Reíros, reíros!”, nos instaba este otro amante de los extraterrestres ante nuestra carcajada unánime, “¡ya os daréis cuenta de la verdad!”. Una verdad, claro, que él poseía y que la humanidad restante, incluidos nosotros y toda la comunidad científica internacional, no había sido capaz de entender. En lugar de aplicar ese sabio principio de las relaciones humanas que aconseja evitar asuntos sobre los que consta una discrepancia encarnizada (aunque su aplicación rigurosa pueda conducir a que en la cena de Nochebuena no se hable de nada con algún cuñado, dado que la discrepancia encarnizada afecta a todos los aspectos de vida), yo incurrí en la torpeza de sacarla a la luz. Y naturalmente, la cosa degeneró, aunque esta vez no tanto como en la ocasión anterior. Sospecho que ambos discutimos con el freno de mano echado, reprimiendo (yo) la ironía y (él) cierta radicalidad. No obstante, me resultaba estupefaciente que mi amigo defendiera la viejísima conspiranoia marciana de que las pirámides las habían construido los extraterrestres (porque era imposible que con la tecnología de la época los egipcios hubieran podido levantar mausoleos tan impresionantes, obviando la existencia de arquitectos muy competentes, gigantescas rampas ad hoc, decenas de miles de esclavos, la fuerza del Nilo y el hecho de que los faraones contaban con todo el tiempo del mundo para edificar sus propias tumbas), o de que en Centroamérica había unas pirámides mayas (se conoce que las pirámides ejercen una extraordinaria fascinación en las mentes calenturientas) en las que ciertas ventanas estaban alineadas de no sé qué inverosímil modo con la constelación de Alfa Centauri, o algo parecido, y habían sido talladas con una perfección que desafiaba, de nuevo, a la tecnología del momento. Porque, claro, en la cultura maya no había aún blackanddeckers. El héroe descubridor de muchas de estas verdades inadvertidas para todos era Erick von Däniken, un reputado engañabobos, un vendedor cósmico de crecepelo (o vendedor de crecepelo cósmico). Von Däniken había estafado, en su juventud, a varios hoteles y bancos, y sido condenado, por fraude, malversación y falsificación, a sustanciosas multas y una pena de cárcel de tres años y medio (de los que cumplió uno) en Suiza. Luego decidió que timar a hoteles y prestamistas podía salirle demasiado caro, como ya había comprobado, y que era más fácil, e igualmente provechoso, timar a todo el mundo con la patraña de los hombrecillos verdes con orejitas de trompeta (o con el cráneo deformado) que habían desafiado todas las leyes conocidas del universo para llegar a la Tierra y no habían encontrado nada mejor que hacer en nuestro planeta que apilar bloques de piedra, alinear ventanas o alicatar templos en el desierto. Y a eso se dedicó el resto de su vida, una esforzada pero muy rentable tarea por la que recibió en 1991 el Premio IgNoble y que remató creando en 2003 un parque temático en Suiza cuyo tema central eran aquellos “dioses astronautas” que él y solo él había sido capaz de ver en monumentos y construcciones de todo el mundo, existentes desde hacía millones de años. La discusión con mi amigo acabó con un neutralizante “esto, Eduardo, es una cuestión de fe: o crees o no crees en ello; no hay más”. Sí, es una cuestión de fe —yo tengo más fe en la ciencia que en un embaucador suizo—, pero también de renuncia a la razón: si nos refugiamos en “yo creo porque sí, porque creo, y no admito ningún argumento racional que pueda cuestionar mis creencias” (eso es la fe, ni más ni menos), estamos renunciando a nuestra condición esencial de seres que aspiran a la lucidez, de criaturas raciocinantes (no rocinantes) que se esfuerzan por alcanzar una comprensión de la realidad acorde con las leyes comprobadas (de momento) de la naturaleza. Curiosamente, y como ya he dicho antes de mi amigo, es una persona inteligente, pese a las paparruchas que se traga. Y, por paradoja, a menudo son los más inteligentes los que, llevados por la confianza en sí mismos, en su propio y brillantísimo criterio, que les da saberse inteligentes, dicen o cometen las mayores estupideces. Hace poco, otro amigo, este valenciano, a quien yo tenía —y sigo teniendo— por un cerebro privilegiado, filósofo, ensayista, estudioso de la ciencia y las religiones, políglota, viajero, autor publicado por las mejores editoriales y colaborador habitual de uno de los principales periódicos del país, se me descolgó con la afirmación de que el covid había sido fabricado por unos oscuros y malignos personajes, vagamente vinculados a unos laboratorios no menos oscuros y malignos, y que la vacuna contra el virus constituía la perniciosa cobertura de aquel crimen planetario. Por eso ni él ni su mujer se habían vacunado, ni habían permitido que vacunaran a sus tres hijos. Lo afirmaba con el orgullo y el brillo de clarividencia en los ojos que revela a quien se sabe en posesión de la verdad, a quien ha sido capaz, desde el sofá de su casa, de averiguar qué ha sido y por qué se ha producido la mayor pandemia de la humanidad desde la gripe española de 1918, que ha afectado a casi 700 millones de personas y matado a casi siete. También curiosamente, no ha presentado ninguna denuncia contra quienes él considera los mayores asesinos de la historia, que dejan chicos a Mao, Stalin y Hitler. La inteligencia (como el lenguaje) es un arma de doble filo: alumbra, pero también entenebrece. Depende del ánimo y el talante de cada cual. Steve Jobs, un hombre sin duda con un coeficiente intelectual estratosférico, se negó durante nueve meses a que lo operaran de un cáncer de páncreas cuando se lo descubrieron en 2001. Jobs, que además de muy inteligente era budista y vegano, sustituyó las prescripciones de la horriblemente científica medicina occidental por acupuntura, dietas vegetarianas, hierbas medicinales, enemas, ayunos y otros tratamientos esotéricos —algunos los encontró en internet—, y hasta consultó a un vidente. Pero aquella operación que no se hizo al principio de la enfermedad fue, según los médicos, la causa de que el tumor creciera, se extendiera por el cuerpo —le llegaron a trasplantar el hígado, también afectado por el cáncer— y por fin acabara con él en 2011, cuando tenía 56 años. (Jobs había accedido a que le practicaran una pancreaticoduodenoctomía en 2004, pero ya era tarde; además, tampoco quiso que le aplicasen ninguna radio o quimioterapia). No es el único superdotado que ha cometido superestupideces, aunque él las pagara con su propia vida. Sir Arthur Conan Doyle, que era doctor en Medicina y creador de dos personajes universales, Sherlock Holmes y el doctor Watson, caracterizados por una estricta racionalidad, creía en las hadas y toda suerte de criaturas fantásticas, y consultaba casi cada día con una médium. Luc Montaigner, codescubridor del virus de la inmunodeficiencia humana y premio Nobel de Medicina, defendía que el autismo podía tratarse con medicamentos antimicrobianos, que existía una “memoria del agua” que explicaba los efectos de la homeopatía, que el SIDA se trataba con una buena dieta y hasta que la papaya fermentada era eficaz contra la enfermedad de Parkinson (también se opuso a las vacunas porque “envenenaban a los niños” y aseguró que el virus del covid había sido creado en un laboratorio, en lo que coincidía con mi amigo valenciano). Kary Mullis, Premio Nobel de Química, negaba la existencia del virus del sida y del cambio climático, pero defendía los viajes astrales y estaba convencido de haber sido abducido por los extraterrestres (sobre cuya existencia coincidía con mi amigo barcelonés). El bioquímico Linus Pauling, doble Premio Nobel, en Química y de la Paz, se pasó años asegurando que la vitamina C curaba el cáncer. De tan listos, algunos son tontísimos. Pero no para un rato, no: para siempre.

martes, 3 de octubre de 2023

Elogio del ateo

                                                      Señor, Señor, ¿por qué consientes que te nieguen ateos?
                                                                                        MIGUEL DE UNAMUNO, «Salmo I»
  
                                                                                                   Soy ateo, gracias a Dios.
                                                                                                                    LUIS BUÑUEL

Elogiar al ateo es elogiar al mundo entero: todos, aun los más devotos, somos ateos. El fanático de Jehová lo es de Osiris y de Thor; el de Alá, de Júpiter y Afrodita; el de Jesucristo, de Manitú y Belenos. El ateísmo une a todos los habitantes de la Tierra en un credo benéfico y común. No obstante, solo aquel que no deposita sus ansias de pervivencia en ningún rincón del panteón universal de divinidades lo es con todo merecimiento. El ateo es paciente, afable, no tiene envidia, no presume ni se engríe, no es maleducado ni egoísta, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra con la injusticia, sino que goza con la verdad. Nunca ha habido una cruzada de los ateos, ni un auto de fe a cuya leña prendieran fuego, ni un índice ateo de libros prohibidos, ni una yihad atea. El ateo es manso y valiente: cuanto más manso, más valiente. El ateo no entrega su confianza a una instancia superior, ni su razón a una entidad incomprensible, sino que se confina en el recinto humildísimo de su juicio y entre las frágiles paredes de la mortalidad, y ahí espera, con tristeza, que todo esto pase. El ateo sabe que al hombre lo constituye la incertidumbre y se abraza a ella con temblor de neonato, pero con resolución de criatura concebida para la lucidez. Hay que reunir mucho coraje para existir solo, para existir sin consuelo. El ateo no espera que nadie le dé las respuestas a las preguntas de la vida: las busca él, torpe, confuso y, ciertamente, solo. Y tropieza y cae, porque tropezar y caer son las respuestas a las preguntas de la vida, pero lucha asimismo por levantarse, torpe, confuso y solo; y a veces lo consigue. Mientras tanto, ve a su lado a quienes siguen de pie, aferrados a la fe como los borrachos a las farolas. El ateo, en su poquedad, es también más animoso que el agnóstico, que no se atreve a reconocer sobre Dios lo que reconoce sin titubear sobre gnomos, gorgonas o unicornios. El ateo no es gregario: siente la punzada del miedo, pero se niega a restañar esa herida con la asunción ciega de una doctrina y, aún peor, de la interpretación de esa doctrina que haga una reata de clérigos. El ateo no puede admitir que un ser omnipotente, omnisciente y eterno haya necesitado crear el mundo y le haya obligado a experimentar el dolor de la enfermedad, la agonía de la vejez y el espanto de la muerte —de la extinción de la conciencia— sin otra razón que su poder ni otro fundamento que su señorío. Si hubiera Dios, sería el inventor de la destrucción y el mal: de la erupción de los volcanes, de la expansión de la peste, del estallido de las guerras. Por fortuna, no lo hay. Solo hay naturaleza. El ateo lo sabe, o cree razonablemente saberlo. El ateo se aviene a ese conocimiento como se aviene al conocimiento de que las vacas no vuelan, de momento, o de que no hay hombrecillos verdes en Marte, también de momento. (Dos más dos son cuatro, hasta nueva orden, dijo Einstein). El ateo, no obstante su ateísmo, cree en el más allá. Pero ese más allá está dentro de sí y de sus semejantes: en el bosque riguroso del espíritu, que es parte del cuerpo. Ahí, dentro, encuentra el formidable impulso de la fraternidad y el espacio redentor de la creación. El más allá del ateo es el más acá: más acá de la piel, más acá de los sentidos, más acá de la soledad. En ese océano encuentra al prójimo, que no es alguien separado por las creencias, sino unido por la fugacidad. El ateo se esfuerza por que no lo engatusen y por encontrar en cada paso que da, vacilante, la fuerza necesaria para dar otro, no menos dubitativo. La andadura acabará, de eso no hay duda —de momento—, y el ateo se verá abocado al destino de todos, y en ese paso final concurrirá con los creyentes, que acudirán reconfortados, persuadidos de que el viaje, alabado sea Dios, continúa. Pero, si continúa, lo hace en la nada de la que provenimos, en la nada que, pese al relámpago infinitesimal de la conciencia, somos.