miércoles, 28 de febrero de 2018

Auschwitz

Ayer domingo intenté visitar la exposición sobre Auschwitz (inquietantemente subtitulada "No hace mucho. No muy lejos") en el Centro de Exposiciones Arte Canal, de Madrid, pero se habían agotado las entradas. Hoy lunes vuelvo al Centro, bien de mañana, para ver si tengo más suerte, aunque es el día del espectador y quizá todavía sea más difícil entrar. Pero no: a pesar de una larga fila de personas que ya, tan temprano, están esperando, consigo el tique seis euritos y, tras pasar por unos controles de seguridad que ríete tú de los de los aeropuertos, accedo al interior. Lo de controlar a la gente se ha convertido en una costumbre: todo el mundo lo hace. Si uno quiere montar algo de postín, aunque sea una exposición de sellos, qué menos que un arco detector de metales y un par de seguratas para que todo el mundo sepa que lo es. Pero hasta los acontecimientos de medio pelo organizan farragosos registros de bolsos y otras no menos inútiles comprobaciones para asegurarse de que todo el mundo sea consciente de la importancia del evento. En la entrada a la exposición, yo pensaba que encontraríamos la infame bienvenida que se daba a los enviados a Auschwitz: "Arbeit macht frei" ("el trabajo libera", de ecos bíblicos: "la verdad os hará libres": Juan, 8, 32), y que sumaba la burla a la atrocidad, pero quizá los comisarios de la exposición lo han considerado demasiado previsible (aunque en el interior hay abundantes fotos del portal de Auschwitz con la frase) y la han sustituido por otra, bien conocida también, de George Santayana, aquel norteamericano que había nacido en Madrid, se había criado en Ávila y quiso ser enterrado en el panteón español en Roma: "Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo". Nunca he estado en Auschwitz, pero sí en Mauthausen, el campo de concentración en Austria en el que se recluyó a la mayoría de los republicanos españoles capturados por los nazis en la Francia ocupada, y donde pudieron morir hasta 320.000 personas, y recuerdo la terrible frialdad de todo, el desértico horror de los muros, de los stalags, de las cámaras de gas. Me costó no llorar. También recuerdo las frecuentes y ardorosas discusiones que mantuve cuando era estudiante de Derecho con algunos compañeros de derechas, muy derechas, casi nazis, sobre la verdad o la mentira del Holocausto. Me encendía el negacionismo de algunos, que bordeaba o incurría abiertamente en un repugnante cinismo. Ya entonces existían las fake news: para aquellos estudiantes deslumbrados con la posibilidad de desafiar las certezas establecidas por los historiadores, la noticia falsa era que Hitler hubiera exterminado a seis millones de seres humanos; para mí, lo mentiroso era negar que lo hubiese hecho. Vivimos en el debate por la verdad que es debate por la definición de nuestro propio ser en el mundo desde hace miles de años. Y la conclusión de ese debate no puede ser otra que una esforzada construcción de realidades intersubjetivas que puedan dar satisfacción a todas las cosmovisiones sin negar la realidad, sin negar los hechos ni las consecuencias de los hechos. La exposición sobre Auschwitz es enorme una visita sosegada requiere dos o tres horas y completísima, un vasto recorrido por la barbarie desde el surgimiento del nazismo hasta la liberación del campo por los soviéticos, en enero de 1945 liberaron a 7.600 supervivientes del millón trescientas mil personas que habían pasado por él. De Auschwitz se ha dicho ya casi todo, pero no deja de sobrecoger su carácter industrial: el hecho de que la muerte fuera planificada, con espíritu científico y todos los medios de producción al alcance de una nación tan laboriosa como la alemana, para una masa ingente de seres humanos, con el propósito de borrar a determinadas razas y tipos de personas de la faz de la Tierra. Los trenes, para los que se diseñó una complejísima red ferroviaria en Europa, y que no dejaban de descargar, como a reses en el matadero, a judíos, gitanos, homosexuales, soviéticos y polacos; las cámaras de gas y el letal zyklon-B con el que se fumigaba a los presos, a los que se les había hecho creer que iban a recibir una ducha para despiojarlos y desinfectarlos; los hornos crematorios, que hacían desaparecer, con voracidad siderúrgica, los cientos o miles de cadáveres que se producían cada día; el burocrático sistema de recogida y aprovechamiento para el Reich de los bienes y pertenencias (por íntimas que fuesen: pelo, dientes de oro, prótesis) de los deportados; las avanzadas instalaciones de investigación médica, en la que numerosos galenos, encabezados por el luciferino Mengele, cuya sonriente cara de niño grande aparece en más de una fotografía, practicaban espantosos experimentos con los prisioneros; sin olvidar a la propia industria alemana, como la IG-Farben, un conglomerado de empresas químicas para el que se construyó el campo de trabajo Auschwitz III-Monowitz, en el que empleaba a miles de trabajadores esclavos, y que fabricaba el zyklon-B de las cámaras de gas, así como caucho y caucho sintético para la maquinaria bélica del nazismo: todo configuraba una gigantesca maquinaria, no caótica, sino perfectamente diseñada y engrasada, para destruir a una parte de la humanidad. La exposición también recuerda, cómo no, el juicio de Hanna Arendt sobre los que llevaron a cabo aquel horror: la banalidad del mal. Todos lo cometían con espíritu funcionarial, como una tarea más, con la indiferencia del empleado en la cadena de producción. Así lo hizo el SS Obersturmbannführer Rudolf Höss, el comandante del campo, que escribía, satisfecho, que Auschwitz era un lugar estupendo para su familia, que vivía muy feliz allí: sus hijos se criaban en libertad y su mujer estaba encantada cuidando las flores del jardín. Y, en efecto, fotos de un par de mocosos rubios y sonrientes, con shorts tiroleses, y de una señora de aspecto no menos germánico con una regadera en la mano daban fe de aquella existencia idílica. Junto a ellas había más fotografías de otros complacidos trabajadores alemanes del campo: oficiales que fumaban, siempre risueños, antes de ponerse manos a la obra, o jóvenes administrativas que bajaban del autobús que las llevaba a Auschwitz cada día para cumplir con una tranquila jornada laboral, y con las que los oficiales flirteaban. En una pared del recorrido leo el famoso poema del sacerdote Martin Niemöller (aunque él aclaró que no era un poema, sino un sermón) que se suele atribuir, erróneamente, a Bertolt Brecht: "Cuando los nazi vinieron a llevarse a los comunistas, / guardé silencio, / porque yo no era comunista. // Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, / guardé silencio, / porque yo no era socialdemócrata. // Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, / no protesté, / porque yo no era sindicalista. // Cuando vinieron a llevarse a los judíos, / no protesté, / porque yo no era judío. // Cuando vinieron a buscarme, / no había nadie más que pudiera protestar". En otra veo escenas de El triunfo de la libertad, de Leni Riefenstahl, aquella privilegiada cineasta que puso su talento al servicio del mal. Y también se nos informa de que el programa T4 de eugenesia del Reich, con el que se quería convertir al género humano en una raza inmaculada y superior, no fue invento de Hitler ni de sus adlátares, sino que estos se inspiraron en los brillantes antecedentes que encontraron en los países anglosajones sobre todo, Gran Bretaña y los Estados Unidos a partir de la obra de sir Francis Galton, primo de Charles Darwin, que contaron después con la  entusiasta adhesión de grandes líderes e intelectuales como Winston Churchill, Theodore Roosevelt o H. G. Wells, entre otros, y que, de hecho, se han estado aplicado en el propio EE. UU. y otros países, como Australia, hasta décadas recientes. En Auschwitz también se recogen razones para la esperanza, como la todavía poco conocida a pesar de La lista de Schindler lista de diplomáticos europeos que ayudaron a escapar o dieron protección a los perseguidos por los nazis, entre ellos varios españoles, como Ángel Sanz Briz, el embajador de Franco en Budapest, que salvó a 5.200 judíos húngaros (más, pues, que Schindler) de la deportación y la muerte. Por eso Sanz Briz es uno de los nueve españoles a los que el Estado de Israel ha declarado Justos entre las Naciones (y por eso, mucho más modestamente, lo hice protagonista de uno de los poemas de Insumisión). Lo más impresionante de la exposición no son las informaciones que nos da, con serlo mucho, sino los testimonios físicos, las casi reliquias, de aquel infierno: un vagón, a la entrada, en el que se transportó a judíos al campo; las montañas de zapatos de los gaseados, que se apilaban ordenada y separadamente de la ropa, las joyas o cualquier otro bien que pudiera ser útil al Reich; el uniforme a rayas de los prisioneros; los camastros en los que descansaban o morían; el ajedrez fabricado por algunos, cuyas se fichas guardaban en una caja de sardinas. Uno ve esto y piensa en otra frase célebre sobre Auschwitz, del filósofo Adorno: "Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie" (que es la cita exacta; no "¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz", como se suele decir, y que más bien parece el anuncio de un taller de escritura creativa). Adorno no puede estar más equivocado ni ser más brutal: escribir poesía después de Auschwitz es un acto de civilización, el más exquisito y necesario que pueda haber, el más redentor. Muchos prisioneros escribieron (o tradujeron, como Celan) poemas dentro de los muros de aquella abyección que fueron los campos de concentración (y que sería inconcebible si no hubieran existido), porque hacerlo preservaba, en aquel horror en el que vivían, su dignidad como seres humanos. A nosotros nos toca ahora seguir defendiéndola. Cuanta más poesía se escriba, menos posibilidades habrá de que se repita un espanto como Auschwitz.

viernes, 23 de febrero de 2018

Diccionario de la estupidez

En mi última visita a Madrid fui de librerías, como casi siempre hago, pero mi fracaso fue total: buscaba un libro del peruano Loayza, otro del norteamericano Perelman, otro del brasileño Rubem Braga y, en fin, la última entrega de Reino de Redonda, una historia de los papas escrita por John Julius Norwich, uno de esos ensayistas ingleses dotados de una lucidez admirable, una prosa perfecta y la ironía que les es consustancial, siendo ingleses. Solo encontré a Norwich, aunque el único ejemplar que había estaba dañado con una esquina arrugada como un acordeón y La Central no me lo rebajaba más que un 5%. Los demás títulos faltaban, se habían agotado o incluso se dudaba de que existieran. Descarté el Norwich: no me gusta pagar a precio de novedad, o casi, libros maltratados. Con las manos vacías y un humor de perros, ya me iba, cuando la vista cayó supongo que por el atractivo inconsciente de una cubierta negra, amarilla y azul en un título sorprendente: Diccionario de la estupidez (Malpaso, 2017, traducción de Elena Martínez Nuño), de un autor italiano desconocido para mí, Piergiorgio Odifreddi, profesor universitario de lógica matemática, ensayista y y esto es lo que más me gustaba ateo, y no solo ateo privado o particular, sino ateo presidente de honor de la Unión de los Ateos y de los Agnósticos Racionalistas, nada menos. El asunto de la estupidez me preocupa cada vez más, junto con el de la soledad: quizá sean los dos temas sobre los que más he reflexionado en estos últimos meses, acaso porque se ciernen fatalmente sobre mi vida. No puedo evitar sentirme rodeado, más aún, anegado por la estupidez, que está, o que me parece que está, por todas partes: solo he de encender la televisión, leer los periódicos, escuchar a los parroquianos de cualquier bar o a los contertulios de cualquier tertulia, o asomarme a las redes sociales para percatarme de su predominio absoluto, de su presencia ineludible, también dentro de mí: la estupidez no solo nos impregna, sino que se infiltra en nosotros, nos coloniza, proclives como somos a la idiocia, la sinrazón y la vaciedad. Diccionario de la estupidez, que se acoge al famoso dictum de Einstein: "Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana, pero sobre el universo aún tengo dudas", es, propiamente, un diccionario, estructurado en entradas ordenadas alfabéticamente, desde la primera, "Abraham", hasta la última, "Zichichi (Antonino)". Me gustan los diccionarios: esa sensación de orden que inspiran, ese racionalidad formal, esa pautada erudición. Algunos diccionarios han sido fundamentales en mi vida: el Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, un prodigio de inteligencia, con el que este de Odifreddi presenta más de una semejanza; el Diccionario de símbolos, de Juan-Eduardo Cirlot, otro alarde de agudeza, empapado de lirismo y de sapiencia épica; el Diccionario etimológico de la lengua castellana, de Joan Corominas, una lectura insólitamente fascinante y uno de los libros que más ha contribuido a mi formación como filólogo y como escritor. (Por cierto, y aunque esté mal que yo lo diga, el también titulado Diccionario de símbolos, de Jesús Aguado, que acaba de publicar la Editora Regional de Extremadura, constituye una aportación singular a esta relación de repertorios imprescindibles). El Diccionario de la estupidez mantiene una forma inflexible: ninguna entrada tiene más de tres párrafos. La deliberada estrechez de las definiciones obliga a un constante ejercicio de síntesis, que exige una cuidadosa elección de los argumentos y una lectura indesmayablemente atenta. Odifreddi revela algunas obsesiones y, en consecuencia, algunas dianas predilectas, asuntos donde la estupidez parece concentrarse con especial ahínco, como las religiones y las demás formas del pensamiento mágico, en las que brillan hechiceros, oráculos, exorcistas, homeópatas, cienciólogos, numerólogos, astrólogos y lectores de horóscopos, negacionistas, creacionistas, antivacunas, creyentes en extraterrestres y fenómenos paranormales, conspiranoicos, chamanes, charlatanes y toda suerte de embaucadores. Tampoco le gustan los notarios, las olimpiadas ni Oriana Fallaci. Sus microensayos porque eso es lo que son las entradas de este lexicón reúnen sarcasmo y rigor. Odifreddi no teme vapulear a quien convenga, así sea el papa de Roma, o sobre todo si es el papa de Roma "si he olvidado insultar a alguien, le pido disculpas", una frase pronunciada por Johannes Brahms al salir de una fiesta, es el epígrafe del libro, pero no olvida consignar las razones del vapuleo. Dialécticamente impecable, el racionalismo de Odifreddi destruye cualquier manifestación de dualismo, idealismo, trascendentalismo o retraso mental. Así define las religiones: "Schopenhauer dijo que el médico ve al hombre en toda su debilidad, el abogado en toda su maldad y el sacerdote en toda su estupidez. En otra ocasión, habló de las religiones como hijas de la ignorancia que no sobreviven mucho tiempo a la madre, añadiendo que el califa Omar hizo incendiar la biblioteca de Alejandría porque los libros que concuerdan con el Corán son inútiles y los que no concuerdan son dañinos. La estupidez religiosa asigna causas animadas a fenómenos inanimados, como hacen los perros cuando ladran a algo que se mueve porque creen que es alguien. Las antiguas divinidades eran justamente hipóstasis de eventos naturales, personificaciones como Júpiter Pluvio, Tonante o Fulminante para la lluvia, los truenos y los rayos. Hoy en día, a Júpiter se le llama Dios Padre, 'creador del cielo y de la tierra', pero no por eso se ha hecho más listo. La ignorancia religiosa prescinde, por un lado, de las causas naturales de los fenómenos, como cuando toma por milagros las curaciones espontáneas, el efecto placebo o los tratamientos médicos. Y, por otro, considera que debe buscar explicaciones incluso cuando no tiene sentido hacerlo: por ejemplo, cuando nos pregunta cuál es el 'sentido de las cosas' o el 'sentido de la vida', sin saber que solo tiene sentido preguntarse cuál es el 'sentido de las oraciones'". (Lo del "sentido de la vida" me recuerda aquel chiste de Woody Allen, otro racionalista que apela al humor: "Fui a mi rabino a que me revelara el sentido de la vida, y mi rabino me lo reveló. Pero lo hizo en hebreo. Luego me pidió 600 dólares por enseñarme hebreo"). Pero la corrosión de Odifreddi no solo recae en los asuntos espirituales, sino también en los más prosaicos y cercanos. Así describe a los políticos: "Napoleón decía que en política la estupidez no es una desventaja. El motivo es que los políticos han de gustar a la gente, que en su mayoría es estúpida: por lo tanto, un político que no sea estúpido debe fingir serlo. Pero como interpretar, a menos que uno sea un gran actor, es siempre menos convincente que actuar de modo natural, en política sería una desventaja no ser estúpidos. La estupidez del político se manifiesta de forma banal en decir o hacer cosas estúpidas. Pero se sublima en aquello que se llama 'politiquear', es decir, el arte de hablar sin decir nada. (...) Winston Churchill decía que el mejor argumento contra la democracia son cinco minutos de conversación con un político o un elector, precisamente a causa de su estupidez. Bertrand Russell precisaba que los elegidos no pueden nunca ser más estúpidos que sus electores. Y George Bernard Shaw concluía que el advenimiento de la democracia había sustituido el nombramiento de unos pocos corruptos por la elección de muchos incompetentes" (aunque muchos de los nombrados hoy son corruptos e incompetentes). Pese a la inquina argumentada y sabiamente administrada contra muchas personas, teologías y pseudo o anticiencias que se la merecen, Odifreddi también critica cosas que cuesta tener por estúpidas: por ejemplo, el bachillerato de humanidades, en el que considera especialmente deplorable que se enseñen lenguas muertas (aunque es una crítica desfasada: en España, al menos, el latín ya casi ha desaparecido, y el griego lo hizo hace mucho); el psicoanálisis, que define, siguiendo a Nabokov, como una forma moderna de terapia vudú; o el existencialismo, que no causa estragos si se limita a los escritos de los filósofos de la banda Kierkegaard, Nietzsche, Jaspers y Heidegger, pero que puede resultar devastador si se expande a las novelas de escritores como Dostoievski, Moravia, Camus y Sartre, que "llegan a las manos de un público indefenso al que inoculan una generosa dosis de estupidez a fin de ayudarle a alcanzar la indiferencia, el tedio o la náusea". Las antipatías de Odifreddi alcanzan a tareas o gestos tan aparentemente inocuos como llevar corbata, beber agua mineral o leer el periódico (salvo que el periódico sea La Razón). Incluso denuesta grandes e indudables avances de la Humanidad, como el aire acondicionado (con respecto al cual yo mantengo la misma actitud que, de nuevo, Woody Allen: "Entre Dios y el aire acondicionado, prefiero el aire acondicionado"). En general, el italiano demuestra poca sensibilidad por las manifestaciones artísticas que no sean el ensayo o la filosofía de la ciencia, y se manifiesta especialmente refractario al pensamiento analógico, y a menudo irracional, de los poetas. En todas estas objeciones, Odifreddi se revela un poco estúpido también, como él mismo anticipa en la nota introductoria del volumen: "Antes o después todos pensamos, decimos o hacemos alguna estupidez; solo queda determinar cuántas. El autor sabe que ha cometido alguna, espera haber escrito muchas y se excusa por no haber pensado muchas más". También se constata, en Diccionario de la estupidez, alguna omisión, achacable al tiempo transcurrido desde su composición: se echa de menos, por ejemplo, una entrada sobre Donald Trump, probablemente el mayor estúpido del planeta. En lo que respecta a los presidentes estadounidenses, Odifreddi dedica su atención a George W. Bush, el más estúpido de la historia norteamericana y eso que ha tenido mucha competencia hasta el advenimiento de Trump, que ha hecho que pareciera Aristóteles. Sin embargo, el mayor defecto de Diccionario de la estupidez, frente a sus muchas virtudes, es cierto integrismo cientifista, cierto racionalismo abrumador: a veces, Odifreddi tiene demasiada razón, y eso socava su propio discurso, que se agrieta, y hasta desmorona, corroido por los mismos ácidos que segrega. El libro, no obstante, rezuma inteligencia, con la que defiende principios crecientemente pisoteados por los imbéciles del mundo: la duda y el escepticismo metódicos, la sensatez inteligente, el laicismo, los valores de la ciencia. Y lo hace con espíritu irreprochablemente crítico, irreverencia e ironía y una pluma afilada, como debería ser siempre.

domingo, 18 de febrero de 2018

Italia (y 2): Como y Bérgamo

Como es una pequeña ciudad italiana, de no más de 80.000 habitantes, situada a la orilla del lago del mismo nombre, en la que, como dice mi amigo José Ángel Cilleruelo, resultan difíciles las metáforas. Llegamos en tren desde la cercana Milán. Está nublado y eso le resta esplendor al paisaje alpino que la rodea, pero al menos no llueve, como ayer en Milán. No obstante, el cielo encapotado le da un aire misterioso, como si un cendal de humedad velara las aristas de las cosas y entenebreciera lo evidente; y siempre es bueno que lo evidente lo sea algo menos. Iniciamos el descubrimiento de la ciudad por la passeggiata Gelpi (tuve un buen amigo en el colegio que se apellidaba así, Gelpi; se murió con poco más de cuarenta años), donde se suceden las villas neoclásicas, construidas entre los siglos XVII y XIX y rodeadas de fastuosos jardines, aunque en alguno deshaga la paz el estruendo insufrible de los sopladores de hojas, esas máquinas de Satanás con las que la desventura ha sembrado el mundo. En la villa Saporiti, cuya verja se interrumpe para no dañar a un árbol centenario y continúa al otro lado del tronco, se alojó Napoleón en 1797. Las residencias siguen, unas a otras Scacchi, Carminati, Gallia (la más antigua, de 1615), Parravicini-Revel, la elegantísima Volonté, hasta la famosa Villa Olmo, la única visitable, pero hoy cerrada por obras. En el paseo nos cruzamos con un hombre que está verde, como me señala Ángeles: debe de tener algún problema hepático. No sé si me gusta tener que enterarme siempre de las enfermedades de la gente, pero no puedo evitarlo: Ángeles me informa de todo con diligencia de galeno entregado. También nos cruzamos con el gato más grande y peludo que hayamos visto en nuestra vida: parece un pastor alemán. Un caballero lo pasea sujeto con una correa. Dos turistas se han parado a elogiar al bicho, que nos mira con la legendaria indiferencia de los felinos. Parece mucho más interesado en las palomas que se han posado en un pretil de piedra cercano. Pero la correa, y el hecho indiscutible de que su amo no le hace pasar hambre, le impiden saltar a por ellas. El zoo que parece ser esta parte de la ciudad se completa con los cisnes y las pollas de agua que se acercan discretamente a la orilla con la esperanza de que les demos de almorzar. Pero harían bien en no aproximarse demasiado: el hercúleo gato ya no mira a las palomas, sino a ellos. Nos dirigimos a continuación al centro histórico de la ciudad, donde destaca la catedral, cuya fachada presiden sendas imágenes de los Plinios, el viejo y el joven: ambos nacieron aquí (otro hijo ilustre de Como es Alejandro Volta, el inventor de la pila eléctrica; lo recuerda un templo voltiano, junto al agua). Se puede entrar sin pagar, algo cada vez más infrecuente en los países turísticos, pero dentro no dejamos de encontrarnos con rótulos que dicen Stop tourists e impiden el paso a una u otra parte de las naves. Casi preferiría pagar. El templo es también de mármol, como el Duomo milanés, pero, tras haber visto este, todas las iglesias nos parecen insignificantes. (Nos pasa, mutatis mutandis, como al gran Pepe Rubianes, al que una vez Andreu Buenafuente le hizo una entrevista en la televisión catalana que duró toda una noche. Al acabar la siguiente en la que participó, que solo había durado 25 minutos, Rubianes exclamó: "¿Ya está? ¡Pues vaya mierda de entrevista!"). El paseo por las callejas medievales nos conduce hasta el Antica Riva, un restaurante del puerto donde decidimos comer. Sufro ahí una de las consecuencias del conocimiento insuficiente (o más bien de la ignorancia total) del idioma: pido una zuppa, creyendo, como creería cualquier español, que es una sopa, y me sirven un potaje de garbanzos con tocino que casi acaba conmigo. Por suerte, el vino blanco, un Ferghettina Custefranca de 2016, me tonifica lo suficiente como para volver a la paseata. Pasamos por delante de la inquietante Casa del Fascio, la sede del partido de los camisas negras construida en 1936, un cubo enjambrado de ventanas, ejemplo supremo del racionalismo mussoliniano, al que también se adscribe el monumento a los caídos, cercano a la passeggiata Gelpi, y que Ángeles ha tomado por el típico monstruo de cemento descerebradamente construido en el lugar más inoportuno. Yo le he aclarado que es un memorial de guerra levantado en 1930, y que los memoriales de guerra levantados en 1930 en Italia eran así. Subimos luego a Brunate, el pueblo que corona la colina septentrional de la ciudad. El funicular está lleno de chinos. En Brunate disfrutamos de las vistas de Como, a pesar de la persistente bruma, y recorremos calles que serpentean entre villas, no tan espectaculares como las del paseo lacustre, pero más alpinas (alguna, completamente de madera, parece la casa de Heidi) y también hermosas. Entre dos de ellas han construido un minifunicular que permite salvar el desnivel que las separa. Ignoramos si también se llena de chinos. El día acaba con un melancólico paseo en ferri por los pueblos a la orilla del lago —Tavernola, Cernobbio, Torno, desde donde divisamos más y más cumbres nevadas, y más bosques espesos, y más residencias de lujo, aunque ninguna sea Villa Oleandra, la casa palaciega del s. XVIII que George Clooney se compró en Laglio, un pueblecito al que este transbordador, por desgracia, no llega.

Bérgamo, que visitamos al día siguiente, es, en realidad, dos ciudades: la baja, moderna y prescindible para el turista, y la alta, la vieja urbe medieval, admirablemente conservada, a la que también se puede llegar por funicular, que viene funcionando desde 1887. Así lo hacemos nosotros. En este no hay chinos. Bérgamo es la ciudad de Gaetano Donizetti, el compositor que nació, vivió y murió aquí, y cuyo recuerdo cultivan numerosas placas en la ciudad: hay una en la casa en la que nació, otra en cada una de las casas en las que vivió, otra en la que murió, y así sucesivamente. Donizetti está enterrado en la basílica de Santa María la Mayor, y la placa correspondiente lo califica de trovatore fecondo di sacre e profane melodie, lo que no parece mala cosa. En el exterior de la basílica, destaca el nártex del transepto izquierdo (signifique esto lo que signifique), sustentado por columnas que, a su vez, descansan en sendos leones de mármol. En el interior deslumbran los tapices y frescos que la cubren por completo. Ángeles y yo los contemplamos con la boca abierta, como buenos provincianos. En la capilla de San Vincenzo, de la vecina catedral, se conservan reliquias del santo papa Juan XXIII, quizá el pontífice que mejor me caiga de toda la historia de la cristiandad (acabo de comprarme Los papas. Una historia, de John Julius Norwich, publicado por Reino de Redonda, la editorial de Javier Marías, que es toda una garantía de placer [la editorial, digo, no Javier Marías]: estoy deseando conocer los entresijos de esa preclara institución que es el papado, dedicada sin excepción a promover el entendimiento y la paz entre los hombres, y a hacer el bien). Allí vemos, entre otros objetos personales (es decir, todo lo personales que pueden ser los objetos de un papa), su tiara y el ataúd en el que descansó de 1963 a 2000, junto a una gran estatua que lo representa, con ese aspecto cansado que siempre tienen los sucesores de Pedro. Comemos en una vinería, en la que coincidimos con un banquete nupcial. Pero este banquete nupcial no tiene nada que ver con los españoles, que suelen organizarse en hangares junto a carreteras secundarias y reunir a varios centenares de invitados deseosos de cortarle la corbata al novio y de atarse la suya a la frente como apaches. Este es discreto y morigerado. Los comensales no pegan risotadas, ni aúllan, ni se suben a la mesa a bailar un zapateado (o lo que quiera que se baile en Lombardía en estas circunstancias). Hablan con recato, como si estuvieran intercambiando información sobre las últimas publicaciones del Instituto de Geología. Se suceden los regalos, eso sí, pero hasta los regalos son comedidos (e incluso feos: una figura de cerámica de un gato le parece horrenda a Ángeles, quizás impresionada todavía por el que vimos ayer en Como; de hecho, también la novia tiene un aire gatuno). Tras la comida, reparamos en un taller de casullas y vestuario religioso, tan chic como cualquier tienda de moda de Milán (qué escaparate, por Dios, y nunca mejor dicho; qué juegos de luces; qué casualness tan estudiada) y subimos al campanario de la Torre Cívica, del s. XIII y 53 m de altura, desde donde, bajo el imponente campanone, y resistiendo el gélido viento alpino, contemplamos el apiñamiento medieval de la Città Vecchia, apresada aún por murallas, los techos de teja, las pizarras y plazoletas, y la vasta cuenca lombarda en la que se asienta, con la Bérgamo nueva a los pies. Con el pronto declinar del sol, baja aún más la temperatura, y el empedrado romano de la mayoría de las calles, pintoresco pero incómodo, nos tiene ya cansados los pies. Decidimos, pues, retirarnos, no sin antes tomarnos un té, al módico precio de 4,5 euros, en un saloncito en el que, asombrosamente, encontramos una mesa libre: todo está ocupado hoy en Bérgamo; el turismo no descansa nunca, ni siquiera en este febrero helado. Unos jubilados en la mesa vecina hablan de fútbol y, estos sí, gritan; es lógico: se trata de fútbol y se palmotean ruidosamente las espaldas. Pero no nos molesta. El té pasa bien y el día ha sido agradable.

En el avión de regreso a España, de la hórrida Ryanair, el sobrecargo se pasa el viaje intentando vendernos cosas, desde perfumes de lujo a cruasanes calientes, pasando por lotería solidaria. Lo hace con una voz deliberadamente aterciopelada, como si estuviera anunciando condones o Cincuenta sombras de Grey. Y en el metro en el que voy de Barajas al centro de Madrid, me siento delante de un grupo de tres personas que padecen alguna deficiencia mental. Uno de ellos se pasa el viaje hurgándose la nariz y comiéndose los mocos. Lo llamativo no es que lo haga, sino cómo la hace: se hunde todo el meñique en la nariz. Más que mocos, debe de estar arrancándose pedazos de cerebro. Qué bien. Ya estoy otra vez en casa.

martes, 13 de febrero de 2018

En Italia (I): Milán

Milán es una ciudad compuesta por un montón de vías layetanas: por calles de mucho tráfico, ceñidas por edificios pretenciosos, amazacotados y grises. Que haya llovido durante casi toda nuestra estancia no ha ayudado: la sensación de grisura, incluso de lobreguez, ha sido aún mayor. No obstante, Milán cuenta con algunas cosas no solo dignas de visitar, sino, probablemente, sin igual en el mundo, como el conjunto formado por la catedral el Duomo—, la plaza de la catedral y la galería Víctor Manuel II, que la conecta con el teatro de La Scala. La primera cuya construcción ha durado casi seis siglos; se acabó, oficialmente, en 1965 es un fastuoso templo gótico, en el que caben 40.000 personas, enteramente revestido de mármol y adornado con centenares de estatuas, tanto dentro como fuera, todas distintas y todas perfectas. En las terrazas, a las que se puede subir, se siente uno perdido en un bosque de pináculos, gárgolas, chapiteles y cresterías. Ángeles no lo disfruta, porque tiene vértigo. Yo respiro un aire de piedra, mezclado con los miasmas del catarro que inevitablemente cojo cuando salgo de viaje. Al interior se accede tras pagar un congo y ser cacheado por soldados del ejército, vestidos de camuflaje y con el arma terciada. Las vidrieras, descomunales, vuelcan en las naves una luz incendiada de colores. La estatua de San Bartolomé, de Marco da Agrate, saluda a los fieles y visitantes con serenidad, lo que resulta notable, teniendo en cuenta que el santo fue despellejado vivo por orden de Astiages, rey de Armenia, que lo conminó infructuosamente, quod erat demonstrandum a abjurar de su fe. Su cuerpo se alza con los músculos y tendones a la vista, y su rostro no expresa dolor alguno. Más aún: toda su actitud es de sosegada aceptación, y hasta de complacencia, como demuestra que se cubra, como si fuera una toga, con la piel que le ha sido arrancada. A su espalda queda la de la cabeza, con barba y todo. La indiferencia ante el dolor infligido por los enemigos de la fe era una constante en la representación de los santos, y del propio Jesucristo, por parte de los artistas cristianos. Con ella significaban la fortaleza sobrehumana que les infundía su credo, que volvía baladí la tortura física. Por eso el oscense Lorenzo, puesto a freír en una parrilla, fue capaz de espetarles a sus verdugos: "Dadme la vuelta, que de este lado ya estoy hecho" (aunque el hecho de que fuera maño quizá explique su virtuoso desplante mejor que la intensidad de su devoción); o el narbonense Sebastián parece estar tomando el sol, con aire que ha fascinado siempre, comprensiblemente, a los gays, cuando las flechas de los soldados de Diocleciano lo convierten en un alfiletero. Ante la efigie milanesa de Bartolomé, Ángeles siente una doble exaltación: como patóloga, admira la representación anatómica del santo, hecha con precisión de autopsia; como católica, se complace en la entronización de la fe que encarna, y nunca mejor dicho, el santo.

En Milán, como en casi todas las ciudades italianas, pervive la arquitectura fascista. Benito Mussolini, el autócrata de opereta, pero no por ello menos sanguinario, al que parodió Chaplin en El gran dictador, quiso recuperar la grandeza de la Roma imperial con una arquitectura de corte racionalista, que subrayara la solemnidad de su régimen con la armonía y la gravidez de sus construcciones. La monstruosa estación central de tren es obra de Mussolini (aunque despojada de las dos desmesuradas águilas fascistas que la presidían); también el no menos colosal palacio de justicia (donde la justicia poética ha querido que se juzgara y condenara a Silvio Berlusconi, discípulo suyo). Cerca de la primera se encuentra la plaza Loreto, donde, a finales de abril de 1945, se sometieron a todo tipo de ultrajes y se acabaron colgando boca abajo los cadáveres del dictador y de su amante, Clara Petacci, fusilados un día antes. Otro ejemplo de (horrible) justicia poética: en ese mismo lugar, algunos meses atrás, los funcionarios de Mussolini habían colgado los cuerpos de 15 partisanos antifascistas. El racionalismo fascista, valga el oxímoron, aunque solo a efectos arquitectónicos, sobrevive también en algunos lugares más amables, como la villa Necchi Campiglio, la maravillosa residencia de la familia homónima, diseñada por el arquitecto Piero Portaluppi, autor también del pabellón de Italia en la Exposición Universal de Barcelona de 1929. Los camisas negras hicieron de ella su sede en la Segunda Guerra Mundial. Pero también, una vez liberada la ciudad, los británicos. A todos les gustaba, y todos se esforzaron por preservarla. En el interior, vemos una fotografía de Juan Carlos I dedicada, en 1986, a Gigina Necchi, la última propietaria del edificio, en el que murió casi centenaria. Y también una agenda de teléfonos, de cuando aún había agendas de teléfono, al lado de un teléfono de pasta. Está abierta por la página en la que consta anotado el número de Simeón, aquel rey de Bulgaria al que Franco ofreció asilo en España. Pero no creo que conteste si lo llamo.

Milán, con toda su grisura, es una ciudad riquísima, aunque, nos aseguran, también tiene barrios pobres. Pero nosotros no los vemos. Lo que vemos son tiendas innumerables, todas exquisitas, todas decoradas con un gusto superior, y todas muy caras. Y, por todas partes, unos precios londinenses: en Taveggia, un antiguo y hermoso café art nouveau, me cobran ocho euros por un té. Lo repito, porque aún no he salido del estupor: ocho euros por un té. En las calles Montenapoleone y La Spiga, paralelas, se concentran las tiendas internacionales más exclusivas. Ambas constituyen las grandes construcciones del capitalismo moderno, que ya no son estaciones de ferrocarril, ni palacios de justicia, ni siquiera suntuosas villas familiares. Estas son las divinidades del sistema, todas cortadas por el mismo patrón: una decoración espectacular, que constituye una obra de arte en sí misma; unos productos solo al alcance de la élite económica; unos porteros con cuerpos de atleta, vestidos con trajes a la medida, muchos de ellos negros (los porteros, no los trajes: la negritud subraya la impresión de servidumbre que las marcas desean transmitir a sus clientes); unos guardias por la calle con chalecos antibalas y subfusiles de asalto; y unos mendigos, también por la calle (pero no patrullándola, sino tirados en las aceras), que sobreviven, con riesgo de sus vidas, al difícil invierno lombardo. Mientras paseamos, asediados por un lujo inalcanzable, nos cruzamos con un hipster multimillonario que luce borsalino, barba trapezoidal, traje y chaleco a cuadros, leontina de oro y zapatos stefano berner. Y también con unos cuantos deportivos de colores chillones, que pasan conteniendo el rugido. Esta es, me dicen, la calle preferida de Cristiano Ronaldo en Milán. A mí, en cambio, el lujo siempre me ha parecido una gilipollez.

Milán es una de las capitales mundiales de la moda, y eso es algo que también está siempre presente en las calles. Las mujeres, en particular, exhiben un estilo delicado y al mismo tiempo ostentoso, que remarca un fenotipo delgado, tal vez demasiado escurrido para mi gusto. Y casi todas visten de negro: el negro es el color más elegante, y además adelgaza. Pero no solo en el vestuario se refleja la finezza que caracteriza a los italianos (y cuya ausencia caracteriza a los españoles, como recordó Giulio Andreotti, aquel finísimo mafioso), sino en todo: en el mobiliario de los bares, en el alumbrado público, en las tiendas de flores, en la forma de moverse y hablar. La exquisitez de las personas y las cosas impregna el ambiente: lo esculpe. Hasta tal punto que lo disonante chirría con una estridencia singular. Cuando paseamos por la galería Víctor Manuel II, que es lo que en Londres se llama una arcade, pero a lo bestia, nos cruzamos con dos especímenes de cierta mulier hispanica: muy gordas, despeinadas, con prendas de chándal, baratas y ceñidas, que subrayan el desparramarse de las carnes; y las dos fuman y hablan a voces (en catalán). Son el paradigma del turismo pueblerino, del descuido y la torpeza, del desaliño y la fealdad. Y compatriotas nuestras.

viernes, 9 de febrero de 2018

Homo legens

Otra vez me acojo a la hospitalidad de Los Papeles de Brighton, la editorial primero inglesa y ahora palmesana que dirige el poeta y escritor Juan Luis Calbarro, para dar a conocer, en esta ocasión, una nueva recopilación de reseñas y artículos críticos publicados en diversos medios culturales en estos últimos años. Hace cinco entregué Décimas de fiebre, que ya va yo lo celebro, claro— por la segunda edición (https://lospapelesdebrighton.com/2014/02/12/eduardo-moga-decimas-de-fiebre/). Como expuse entonces y recuerdo ahora, Los Papeles de Brighton ofrece un modelo editorial diferente: la edición digital a demanda. Sus libros no están en las librerías, porque no siguen el circuito de impresión, distribución y venta por el que transitan, con no pocas dificultades y fatigas, buena parte de los libros que se producen. La clave de Los Papeles de Brighton consiste en sustraerse a los dictados de las empresas distribuidoras, la carencia de espacio de las librerías y los vertiginosos índices de rotación de las novedades —es decir, a todo lo que entorpece la visibilidad de los libros, aunque el cometido de distribuidores y libreros no sea otro que dársela— y fiar a Internet el conocimiento, difusión y, en última instancia, venta de los suyos. Es un modelo arriesgado, pero acorde con los tiempos y que sabe sortear muchos de los problemas que plantea el almacenamiento de los libros, la saturación del mercado editorial y el carácter minoritario de géneros como el ensayo o la poesía. Así, el lector interesado solo tiene que entrar en la página web de la editorial y encargar el libro, que le llegará por correo en unos pocos días. Considero un privilegio publicar un compendio de reseñas y algunos trabajos de investigación en un país en el que, salvo contadas excepciones, la crítica literaria no tiene apenas presencia pública (ni, lo que es peor, autoridad moral). De momento, he tenido suerte: esta es mi quinta recopilación, tras De asuntos literarios (publicado en México en 2004), Lecturas nómadas (Candaya, 2007), La disección de la rosa (Editora Regional de Extremadura, 2015) y Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos de otros sitios) (que, de nuevo, viajó a México para ver la luz, en 2017). Concibo la crítica como la tercera pata de mi actividad literaria, tras la creación poesía y prosa— y la traducción, aunque, en realidad, las tres sean creación. Y me agrada ejercerla, porque, como he dicho en muchas ocasiones, me gusta hablar de lo que me gusta. La reseña literaria es un arte sutil, que conviene ejercer con tino. Requiere claridad, pero esa claridad no puede rebajarse a escaparatismo. La buena crítica exige juicio: la mera descripción, que es en lo que muchos de los llamados a opinar sobre la literatura se refugian, no aporta nada. Y también requiere ecuanimidad, una virtud que algunos plumillas se complacen en despreciar, como si cegarse a los valores de la obra y toda obra tiene alguno— fuese a iluminar a los lectores. El coloquialismo excesivo, la charleta amical, tampoco es recomendable. La voluntad de no extraviarse en arcanos filológicos (aunque no esté de más conocer algunas filologías: la filología no es sino el amor a la palabra y los conocimientos que ese amor ha desvelado) no debe conducir a la superficialidad boba o el elogio impresionista. El respeto al lector que supone la crítica bien concebida y bien hecha demanda adentrarse en el texto con espíritu abierto, pero también con bagaje intelectual, sostén teórico y voluntad iluminadora. Y escribir bien, desde luego. La crítica, con sus limitaciones, con su función ancilar, debe situarse a la altura estética del original o, por lo menos, aspirar a él— y dar placer. Algo de todo esto espero haber conseguido en Homo legens, que, a la vista de la hermosa ilustración de la cubierta una hidra griega del Museo Británico—, quizá debería titularse, mas propiamente, Mulier legens. No me importaría.


Este es el enlace del libro en Los Papeles de Brighton: https://lospapelesdebrighton.com/2017/12/23/eduardo-moga-homo-legens/

Y este, el índice del volumen:

I. EN ESPAÑOL

- El otro, yo [sobre Versiones y subversiones, de Max Aub]
- Battersea Park y un amor obviamente imposible [sobre Felicidad Blanc y Luis Cernuda]
- Escribo la casa que me acoge [sobre Almacén. Dietario de lugares, de José Ángel Cilleruelo]
- Perfume de incencio [sobre
El libro de Cartago, de Juan Eduardo Cirlot]
- Puntualizando [sobre Sobre las íes. Antología personal, de Gerardo Deniz]
- Memoria del ave encanecida [prólogo de Memoria del ave encanecida, de Ángel Fernández Benéitez]
- El laberinto de las permutaciones [sobre Ya nadie se llamará como yo + Poesía reunida (1998-2012), de Agustín Fernández Mallo]
- La ciudad desolada [sobre Ciudad del hombre, de José María Fonollosa]
- Nada: vida [sobre Las formas de la nada, de Moisés Galindo]
- La hondura de los vientos [sobre A pesar de los vientos. Poesía completa, de Manuel González Sosa]
- Sobria y encendida meditación sobre la muerte [sobre Matriz de la ceniza, de Máximo Hernández]
- Fragmentos no: hebras [sobre La ruta natural, de Ernesto Hernández Busto]
- Combate fiero en la tierra y el papel [sobre Tierra de nadie. La literatura inglesa y la Gran Guerra, de Gabriel Insausti]
- La poesía nos salva [sobre Todos los Madrid, el otro Madrid, de Edwin Madrid]
- Lo permanente es la inestabilidad [sobre Sistemas inestables, de Rubén Martín]
- Un narrador espléndido y desconocido [sobre Cien centavos, de César Martín Ortiz]
- Cartilaginosa cadena [sobre El amor en la literatura. De Eva a Colette, de Blas Matamoro]
- Lengua calcinada, poesía viva [sobre Los colores del tiempo, de Clarisse Nicoïdski]
- La humanidad de los metales [sobre Fiebre y compasión de los metales, de María Ángeles Pérez López]
- Daniel Riu Maraval: el ser y sus símbolos [sobre Daniel Riu Maraval]
- El lenguaje poético de Rosenmann-Taub [sobre El duelo de la luz, de David Rosenmann-Taub]
- ¿La poesía ha de ser verdad? [sobre Contra Visconti, de J. Jorge Sánchez]
- Lo pequeño e intenso [sobre La vida mitigada, de Tomás Sánchez Santiago]
- La nada total que soy [sobre Poesía completa, de César Simón]
- Hacia el otro lado [sobre Doblez, de Silvia Terrón]
- Una historia personal de la literatura [sobre La literatura española, de Julio Torri]
- Una sombra que da mucha luz [sobre Sombra roja. Diecisiete poetas mexicanas (1964-1985), de varias autoras]
- Con una lima rompían antes los presos los límites de su encierro [sobre Limados. La ruptura textual en la última poesía española, de varios autores]
- El hospital que no sana [sobre Obra completa, de Héctor Viel Temperley]
- María Zambrano, poeta [sobre María Zambrano]

II. EN INGLÉS

- La complejidad del amor [sobre Sonetos y canciones. Poesía erótica, de John Donne]
- Poeta de todo [sobre Ginza Samba, de Robert Pinsky]
- Hacer reír a tus carceleros [sobre El monstruo ama su laberinto, de Charles Simic]
- Mujeres beat [sobre Beat attitude. Antología de mujeres poetas de la generación beat, de varios autores]

III. EN OTRAS LENGUAS

- Hijo ilegítimo y padre de la vanguardia [sobre Zona y otros poemas de la ciudad y del corazón y Hay, de Guillaume Apollinaire]
- Breton, en el centro, al margen [sobre Pleamargen, de André Breton]
- La liberación de Rumanía [sobre El Levante, de Mircea Cartarescu]
- La soledad del suicida [sobre Paul Celan]
- La falta de rima [sobre Poesía, de Michel Houellebecq]
- Una poesía que hierve [sobre Punto de ebullición. Antología de la poesía contemporánea en gallego, de varios autores]
- Existencialismo radical [sobre Todo es ahora y nada. Tot és ara i res
, de Joan Vinyoli]