jueves, 28 de abril de 2016

La cuarta persona del plural. Antología de poesía española contemporánea (1978-2015)

Dos semanas después de aparecer Fugitivos. Antología de la poesía española contemporánea, de Jesús Aguado de cuya publicación y presentación di cuenta en este diario, ve la luz otra antología de poesía española contemporánea, titulada La cuarta persona del plural, a cargo del poeta, novelista y crítico Vicente Luis Mora, en Vaso Roto. Ambas presentan similitudes sorprendentes, que, según sus autores, se deben por entero al azar: las dos incluyen a 22 autores nacidos entre 1960 y 1980 (cada una de ellas con una excepción); las dos se publican en sellos hispano-mexicanos; las dos han llegado al mercado de forma casi simultánea; en las dos hay una presencia relativamente escasa de mujeres poetas: siete en Fugitivos y cinco en La cuarta persona del plural; y, en fin, en ninguna de las dos los antólogos han cometido la inelegancia de antologarse a sí mismos, como hacen muchos. Tantos parecidos no deben oscurecer las diferencias, que son asimismo notables. Para empezar, en la nómina de autores. Uno habría jurado que dos poetas andaluces a los que unen lazos de amistad, que pertenecen a una misma generación y que mantienen un criterio permeable y ecléctico sobre la poesía que se escribe en España, coincidirían en la mayoría de nombres. Hasta ellos mismos lo habrían dado por supuesto. Sin embargo, solo nueve poetas repiten en las dos antologías: José Ángel Cilleruelo, Eduardo Moga, Vicente Valero, Ada Salas, Álvaro García, Agustín Fernández Mallo, Julieta Valero, Pablo García Casado y José Luis Rey. Di la lista de Fugitivos en la entrada que le dediqué. Completo ahora la nómina de La cuarta persona del plural con el resto de los seleccionados: Rikardo Arregi, Jesús Aguado, Esperanza López Parada, Jorge Riechmann, Diego Doncel, Eduardo García, Jordi Doce, Antonio Méndez Rubio, Melcion Mateu, Mariano Peyrou, María do Cebreiro, Sandra Santana y Juan Andrés García Román. No es la relación de incluidos (y excluidos), inevitablemente discutible, inevitablemente opinable, por inevitablemente unida al gusto y la sensibilidad del antólogo, lo único que difiere en los dos trabajos. Es importante señalar tres diferencias significativas: así como Jesús Aguado optó por un prólogo brevísimo, de dos páginas, que es apenas prólogo, como él mismo reconoce, sino estricta introducción a la inmediata evidencia de los poemas, Vicente Luis Mora entrega un prólogo que es mucho más que un prólogo: es un ensayo en sí mismo, de 80 páginas, que da cuenta, con el riguroso sentido crítico que lo caracteriza y no poca ironía, y sin eludir las cuestiones más espinosas (incluyendo una fascinante: qué determina la calidad literaria de una obra, es decir, qué hace que un libro sea bueno o no), de la situación de la poesía española hoy y de los criterios editoriales y estéticos que han regido su trabajo. A eso añade una aproximación singular a cada poeta, una bibliografía final y hasta la traducción al castellano de los poemas en catalán y gallego de Melcion Mateu y María do Cebreiro, respectivamente. Otro rasgo que distingue a La cuarta persona del plural es, precisamente, esta inclusión de sendos representantes de las principales lenguas peninsulares (¿por qué no llamarlas nacionales, como sin duda son?), además del castellano: el vasco, con Rikardo Arregi (el único que escapa al año a quo de la selección: nació en 1958), el catalán, con Mateu, y el gallego, con Do Cebreiro. Es un gesto inusual y meritorio que aplaudo como catalán y, sobre todo, como partícipe de la idea de Vicente Luis Mora de que también esas lenguas, y las poesías que se escriben en ellas, han contribuido a la configuración del entorno, de la atmósfera cultural en la que se desarrolla la poesía del país. En el acto de presentación de La cuarta persona del plural, celebrado ayer en la estupenda librería Tipos Infames de Madrid, Vicente Luis Mora subrayó, por desgracia, algo que ha singularizado luctuosamente su selección: el reciente fallecimiento de Eduardo García, al que también he dedicado un recuerdo en estas corónicas. Fue un momento de intensa emoción para todos en un acto por otra parte muy emotivo desde el principio. Jordi Doce que ha velado en Vaso Roto, junto con la inestimable María Cobo, por la impecable factura que luce el libro acompañó a Vicente en la presentación, tras lo que fuimos desfilando los siete poetas seleccionados que estábamos presentes para leer uno o dos poemas propios (yo ya estoy acostumbrado, por la largura de los míos, a recitar solo uno: hay que tener misericordia con quienes nos soportan) y también de dos poetas ausentes: yo asumí la representación de Agustín Fernández Mallo y de Mariano Peyrou, tan buenos amigos como excelentes escritores. Me gustó esa lectura tripartita, y no solo por lo que tuvo de consideración para con los que no estaban, sino también por un sentido de continuidad y de comunidad: la poesía se hace en conjunción con los otros, con quienes han escrito antes que nosotros y a quienes seguimos, con quienes lo hacen al mismo tiempo que nosotros y a quienes atendemos y hasta con quienes lo harán en el futuro y a quienes hablamos, acaso a partir de lo que nosotros hayamos dicho. La poesía es una actividad radicalmente individual, pero también axialmente colectiva: no se entiende sin un antes y un después; sobre todo, no se entiende sin ese otro que nos empuja a escribir y se aviene a escucharnos, aunque ya haya muerto: su escucha modifica lo que escribimos y acaso lo que somos. La poesía es también una actividad noctívaga, o de querencias nocturnas. Ayer nos acostamos todos tarde, fruto de la tertulia y una cena a base de nachos y ensaladas caprese en un simpático antro de Fuencarral. Y hoy me he levantado muy temprano, borracho aún de versos y sueño, aunque la alegría que todavía me embargaba por la noche vivida no ha impedido que sintiese el "ardiente deseo de morir" que, como dice el gran César Martín Ortiz, experimenta quienquiera que se levante para ir a trabajar antes de amanecer. Un pájaro cantaba, en esas oscuridades ya vacilantes de Madrid, como Sayaka Katsuki toca el violín. Los pasillos del metro estaban desiertos: largos tubos de luz y vacío, en los que a veces se inmiscuía el rasgueo soñoliento de una guitarra. Ya en la carretera, de vuelta, entre cabezada y cabezada, leo La casa de Shakespeare, un opúsculo de Benito Pérez Galdós en el que el gran y garbancero canario relata las impresiones de su visita a Stratford-upon-Avon, el pueblo donde nació y murió William Shakespeare, en 1889, entre las que abundan las manifestaciones de fervorosa devoción, como estas, con las que describe su paso por la cocina de la casa del genio: "El conserje permite a los visitantes sentarse en [unos poyos de mampostería], y cuantos hemos tenido la dicha de penetrar en aquel lugar, que no vacilo en llamar augusto, nos hemos sentado un ratito en donde el dramaturgo pasaba largas horas de las noches de invierno contemplando las llamas del hogar, que, sin duda, evocaban en su ardiente fantasía las imágenes que supo después reducir a forma poética con una maestría no igualada por ningún mortal". Para compensar los elogios desmedidos de Stratford, de Shakespeare y de todo lo inglés que hace el autor de Fortunata y Jacinta, leo también una obra clásica de la anglomanía europea, pasmosamente inédita aún en castellano: The English: Are They Human? [Los ingleses: ¿son humanos?], de G. J. Reinier, publicada en 1931, pero vigente aún en muchos aspectos. En él leo cosas que suscribo, como esta descripción de Londres: "Londres es tan inescrutable como inmensurable. De la vida personal de sus habitantes solo desvela la incoación de miles de indigestiones con el espectáculo de almuerzos apresurados, carnes extrañamente cocinadas e insípidas verduras hervidas, servidos por malhumoradas camareras, abrumadas de trabajo, y engullidos en covachas infames". The English: Are They Human? consta firmado en la primera página de respeto por alguien llamado Kaj Beek Andersen en 1949, un nombre que hace pensar que también él, extranjero como yo lo he sido en Inglaterra, buscaba en este libro la imposible explicación de Inglaterra. No mucho después, en la página 31, encuentro escrito, también a pluma, y al revés del sentido de la escritura, I love you. Así, sin más. Y me imagino a Kaj garabateando deprisa la afirmación universal del amor en la esquina del libro que leía su amada (o su amado) frente a él. Quizá en casa. Quizá en una biblioteca. No lo sé, pero me conmueve. I love you.

lunes, 25 de abril de 2016

Pérdidas (lingüísticas)

Hacerse mayor consiste en aceptar la pérdida; vivir es convivir con ella; y morir, finalmente, significa abrazarla: ser pérdida. La pérdida nos acucia y nos rodea, pero no solo la de los seres queridos, o la de las realidades que conocemos lugares que desaparecen, platos que ya nunca volveremos a probar, libros que se destruyen, objetos irrecuperables, abrasados por el simún del tiempo, sino también las pérdidas inmateriales, como las que se producen cada día (o cada lustro, o cada década) en el lenguaje, que no deja de ser nuestra posesión más íntima, la que más determina nuestro estar en el mundo y nuestra relación con nosotros mismos. Sé que se me puede objetar que nada se destruye nunca, sino que solo se transforma, y que lo que nos parece o sentimos como una pérdida es solo una mudanza. Lo concedo. No seré yo quien discuta a don Alberto Einstein. Pero sí les diré, a él y a quienes invocan, como un bálsamo o un pretexto, el principio de conservación global de la materia, que aquí no se habla solo de materia, sino de afectos y sintonías, de vínculos emocionales y querencias subjetivas. Las cosas puede que hallen una nueva existencia en otro estado o disposición física o bioquímica, tras su desaparición tal como las hayamos conocido, pero el hueco que dejan en el ánimo de sus contrapartes humanas no se desvanece: sigue ahí, sin metamorfosis posible, voceando su nostalgia o su dolor. Por eso lamento que algunas realidades del castellano que he conocido desde que lo mamé de mi madre, y que sigo juzgando útiles y pertinentes, se esfumen de los labios (y del pensamiento, porque no otra cosa es el lenguaje: pensamiento sonoro) de los hablantes. El subjuntivo, por ejemplo, lleva mucho tiempo en decadencia y me temo que ha entrado ya en vías de extinción. Es el modo de la sutileza y el acaso, el recurso para expresar lo incierto y lo no del todo conocido: una forma de decir mucho menos rotunda, y por eso mismo más amable, más dialogante, que el indicativo y el imperativo, el modo castrense del idioma. Recuerdo una canción de la mexicana Julieta Venegas, que fue un gran éxito hace algunos años, "Me voy", en la que la eliminación del subjetivo era no ya discutible (porque, en muchos casos, se produce en contextos ambiguos, por deslizamiento, sin que pueda hablarse de incorrección), sino antinormativo. La frase me chirriaba insufriblemente cuando la oía por la radio, y sigue haciéndolo ahora, solo leyéndola, cuando consulto la letra original de la canción para ejemplificar el fenómeno: "no voy a llorar y decir / que no merezco esto porque, / es probable que lo merezco...". Al oír ese segundo "merezco", tras la locución "es probable que...", que exige el subjuntivo, todo mi cerebro salía de golpe del sopor en el que lo había sumido la propia memez de la letra y gritaba: "¡que lo merezca!", "¡que lo merezca!". Otro elemento que está desapareciendo del lenguaje es la coma que precede a los vocativos. Hace poco, cuando la muerte de Johan Cruyff, a quien Dios tenga en su gloria, me harté de leer pancartas que rezaban (en catalán, donde se están produciendo fenómenos muy semejantes a los del castellano) "Gràcies Johan", con lo que parecían enormes tarjetas de visita de alguien que se llamase "Gràcies" de nombre de pila y "Johan" de primer apellido. Hay que recordar que se necesita la coma en los apóstrofes para distinguir la petición o la orden de su destinatario y contribuir así a la recta comprensión del mensaje. Además, esa coma plasma una pausa o inflexión que efectivamente se produce en el discurso oral. Que sea un elemento tan pequeño del lenguaje, un exiguo signo de puntuación, no es razón para omitirlo. Las comas son vitales, como bien sabía el oráculo de Delfos. Y cuando Karl Kraus, el gran satírico austríaco, se quejó a su editor de que en las pruebas del libro que iba a publicarle se habían puesto mal varias comas y este le contestó que nadie se daría cuenta, Kraus le contestó, con una elegancia formal que no es sino elegancia ética, que él escribía justamente para las personas para las que aquellas comas eran importantes. Más elementos en trance de desaparecer: el adjetivo relativo posesivo "cuyo", que, como el subjuntivo, es un ejemplo de delicadeza sintáctica, y al que no ha valido de nada figurar en la primera frase de nuestra novela más universal, el Quijote ("En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme..."), de la muerte de cuyo autor celebramos en 2016 el IV centenario, para ser utilizada (y hasta recordada: a muchos hablantes, sobre todo los más jóvenes, les cuesta reconocerla como una palabra de su idioma; es solo un arcaísmo más). El "cuyo" es sustituido, en general, por anacolutos como este: "Es la palabra que su desaparición está empobreciendo el idioma", en el que, cuando creemos que vamos a enterarnos de qué le pasa a la palabra, nos enteramos de qué le pasa a su desaparición. (Trasladada la incoherencia al Quijote, leeríamos: "En un lugar de la Mancha, que el nombre no quiero acordarme..."). También se está desvaneciendo lo que antes respondíamos todos (y ahora ya solo hacemos unos pocos nostálgicos) cuando nos preguntaban por el nombre: "Me llamo...", decíamos. Ahora casi todo el mundo responde: "Mi nombre es...", un repugnante calco del inglés: My name is... El nombre no es algo separado de uno: es uno. Uno se llama Eduardo, o Juan, o Chindasvinto, y ese nombre lo esencializa. Solo los integristas del lenguaje están en contra de la incorporación de extranjerismos. Los hablantes normales estamos a favor de sumar a nuestro idioma las palabras o expresiones que mejor o más sintéticamente designen realidades nuevas o matices desconocidos, y lo hacemos cada día. Pero sumar e incorporar no significa sustituir. Si en la lengua de uno ya existe una locución apta, e incluso mejor, para nombrar algo, no se ve por qué haya que ceder a la fuerza bruta de la lengua franca internacional y remplazarla por otra, más propia de esta. En este caso, además, la expresión "Me llamo..." no es solo más respetuosa con la genética del castellano, sino también más eficaz desde el punto de vista comunicativo, que prima, sobre todo, la concisión: tiene solo dos palabras frente a las tres de la anglófila. Pero "Mi nombre es..." se ha extendido por nuestra lengua con la fuerza de un alga tóxica, una de esas especies vegetales que colonizan imparablemente los lechos marinos y acaban con toda vida autóctona. Un caso similar y también, ay, por influencia del inglés es la progresiva y ya casi total sustitución del determinante —llamado en mis tiempos "artículo determinado" por el pronombre posesivo. Así, ahora uno ya no se pone el abrigo, sino su abrigo, ni estira las piernas cuando lleva mucho tiempo sentado, sino sus piernas, ni le recuerda a un amigo que ha de regar las plantas, sino tus plantas. Uno de los monitores de spinning del gimnasio de Mérida al que voy a pedalear como un hámster para mantener las lorzas y la soledad a raya, es un especialista en esta sustitución enloquecida. Cuando le habla a la manada de hámsteres que tiene delante, dice cosas como: "Bloquea tu cadera y tensa tus piernas", "pon tus manos en posición tres", "seca tu frente y bebe tu agua", "controla tu respiración"... Y, encima, lo dice a gritos. Por si fuera poco, complementa la mamarrachesca fórmula con otros meritorios hallazgos, como "sube arriba" o "baja abajo". En realidad, los dos fenómenos están emparentados: suponen la desagregación de la información, la desaparición del carácter sintético de la expresión. En castellano, solo es necesario informar de quién es el propietario de algo, función a la que responde el pronombre posesivo, cuando esa información no consta ya en los demás elementos gramaticales, o cuando hay que precisar, singularmente, que lo que uno hace, piensa, maneja o utiliza pertenece a otra persona. Volviendo al tatuado, orejianillado y estentóreo monitor de spinning (que se presentó el primer día de clase diciendo: "Mi nombre es..."), que aúlle "bloquea tu cadera y tensa tus piernas" implica que uno podría bloquear la cadera y tensar las piernas de otro (u otra), lo que parece harto difícil, si no imposible, en una situación como esta. Ya sabemos que la cadera que hay que bloquear y las piernas que hay que tensar son las de uno, y que no pueden ser más que las de uno. Luego ¿por qué insistir en ello con el uso del pronombre posesivo? La lógica del castellano no nos da ninguna razón, pero la del inglés, sí, porque en este idioma la información de que las caderas y piernas, por seguir con el ejemplo, son de uno no está contenida en el verbo: si el monitor inglés no dijera block your hip, la gente, en rigor, no podría saber a qué cadera se refiere, porque el imperativo de block es invariable. El pronombre da, pues, los datos que el verbo no aporta: por eso es necesario en inglés, pero no en castellano, donde la información se nos suministra de otra manera. Y, para acabar, otra supresión: la del pronombre reflexivo "se" del verbo "colapsarse", en su forma intransitiva. Un camión volcado en la autopista puede colapsar la circulación en esa autopista, pero un edificio que se derrumba no colapsa nada, o solo a sí mismo, es decir, se colapsa. Hoy ya casi nadie dice "tras un agónico esfuerzo, el corredor se colapsó" o "el bombardeo hizo que el puente se colapsara". De nuevo, por la influencia del inglés, personas y cosas collapse, o sea, sin más, "colapsan". No: el "se" es necesario, es más, es imprescindible, si queremos que el castellano siga siendo una lengua con normas propias, decantadas por siglos de uso y generaciones de hablantes, y cristalizadas en una lógica interna, en un ADN singular. No se trata de distinguirse por distinguirse: se trata de ser respetuoso con lo que uno es, siempre que ninguna circunstancia o exigencia comunicativa nos obligue a adaptarnos a una situación imprevista. 

sábado, 23 de abril de 2016

Escribir para adultos, escribir para jóvenes


Supongo que llevo toda la vida escribiendo para adultos. Digo “supongo”, porque no lo sé. Nunca me he planteado el destinatario de lo que escribo. Plantearse el destinatario de lo que uno escribe –el lector que se desea o se concibe– no me parece la mejor estrategia creadora. De hecho, me parece una estrategia nefasta: la creación se enajena: se subordina a algo ajeno al creador, a su impulso fabril, a su vocación dicente, a la –y esto es fundamental– autenticidad de su palabra. Para decir algo de verdad, o, mejor dicho, para ser veraz, hay que imaginarse solo en el mundo, solo en la habitación en la que se escribe. El respeto al lector –para ofrecerle algo digno de su inteligencia, o de su capacidad para aplicarla– exige ignorar al lector. El lector no ha de existir, en ese momento inaugural, para que luego pueda erigirse con todos los derechos de su condición: para que lea después algo cierto, limpio, singular, múltiple, sin fasto ni mentira. Habiendo escrito casi toda mi vida poesía y ensayo –aunque desde hace poco practico también un género acaso más hospitalario, el diario, en el blog Corónicas de Españia–, supongo que mis lectores han sido, sobre todo, adultos. Mis hijos, veinteañeros, al menos, no me leen. (Aunque mi mujer, mucho mayor que ellos, tampoco). La poesía, no obstante, que suele juzgarse abstracta y abstrusa, la peor combinación posible, según Chesterton, o, peor aún, incomprensible, es un género querido por los niños y los adolescentes (o lo era, al menos, antes del estrepitoso advenimiento de la revolución digital). La limpieza de su música y el carácter lúdico de muchos de sus procedimientos atraen el oído menos contaminado por el ruido y la ideología, valga la redundancia. Incluso esa incomprensibilidad tan denostada por los incapaces de apreciar en la literatura otra cosa que la racionalidad más enteca y funcional, es aceptada por los más pequeños, y hasta por los que no lo son tanto, con un candor que se aviene a la perfección con la inocencia última de la poesía y su expresión, antes que lógica, sensible, sensorial. Cuando en “Don Melitón”, leemos (o escuchamos): “Don Melitón tenía tres gatos / y los hacía bailar en un plato / y por las noches les daba turrón, / ¡Qué vivan los gatos de Don Melitón!”, ¿no es todo harto incomprensible? ¿Hacer bailar a tres gatos en un plato? ¿Y darles de comer turrón? Todo el mundo sabe que los gatos no comen esas cosas. Mi gata, al menos, prefiere el salmón y la mortadela, y, en última instancia, el pienso para felinos esterilizados. Pese a estos sinsentidos dialécticos, la canción –el poema– funciona, esto es, alegra, despierta los sentidos, aviva la imaginación. Lo mismo puede decirse de tantos romancillos como se esconden en las melodías infantiles, a los que no perjudica incorporar realidades inverosímiles o sentencias inquietantes, como esta diabólica estrofa: “Chocolate amarillo, / corre, corre, que te pillo. / Estirad, estirad, / que el demonio ha de pasar”. Así acaba “El patio de mi casa”, que es particular, aunque, cuando llueve, se moja como los demás; entonces, es que no es particular, sino común. Pese a ello, o gracias a ello, sigue siendo un poema percutiente, una música persuasiva. Y, cuando Mambrú se va a la guerra, el resultado es el previsible: “Que Mambrú ya se ha muerto / ¡Qué dolor, qué dolor, qué entuerto! / Que Mambrú ya se ha muerto / Lo llevan a enterrar / Do re mi, do re fa / Lo llevan a enterrar. // En caja de terciopelo / ¡Qué dolor, qué dolor, qué duelo! / En caja de terciopelo / Y tapa de cristal / Do re mi, do re fa / Y tapa de cristal. // Y detrás de la tumba / ¡Qué dolor qué dolor, qué turba! / Y detrás de la tumba / Tres pajaritos van / Do re mi, do re fa / Tres pajaritos van”. El poema, luctuoso, no espanta a los niños. La imagen es pavorosa, pero la poesía triunfa sobre el horror, transformándolo. (Mambrú, por cierto, era el inglés John Churchill, primer duque de Marlborough, y antepasado de Winston Churchill, que comandó los ejércitos de la alianza austro-anglo-holandesa contra Francia en la Guerra de Sucesión española, y al que los franceses dieron por muerto en la batalla de Malplaquet; pero no estaba muerto: estaba tomando pintas). ¿Qué debería haber hecho yo, me pregunto ahora, para que me leyeran los jóvenes? La pregunta implica otra, anterior: ¿hay que hacer algo especial para ser leído por los jóvenes? Cuando yo era cronológicamente joven, no recuerdo que tuviese ninguna exigencia especial. Quizá porque mi padre empezó a leerme poesía adulta desde niño –de Las mil mejores poesías de la lengua castellana, del inmortal Juan Bergua, uno de aquellos volúmenes que pasaban, y todavía pasan, de generación en generación, manoseados infinitamente: el nuestro había perdido las tapas, y mi padre las había sustituido por fajos muy apretados de hojas de periódico–, o porque el texto que eligió para introducirme en los secretos y las delicias de la literatura fue el Papá Goriot de Balzac, nada menos, mi acceso a las letras no conoció la fase introductoria de la literatura llamada infantil o juvenil, sino que fue una caída a plomo en las espesuras del endecasílabo y el realismo decimonónico. Pese a ello, no hui; antes bien, perseveré. (Tampoco he compartido nunca el topicazo de que los jóvenes no leen, porque obligarles a ello les hace detestar la lectura. A mí nunca me ha disgustado que me obligaran a leer, si lo que me daban a leer era bueno: lo que detestaba era leer bazofia, como las aventuras de los cinco, de Enid Blyton, con las que me aburría como un oso polar). De hecho, la literatura infantil y juvenil en la que más creo no es aquella escrita con el propósito específico de dirigirse a ese público lector –lo que les obliga a asumir unas convenciones, de género, psicológicas y lingüísticas que limitan su dimensión y cercenan la plenitud existencial a la que ha de aspirar toda literatura–, sino la que, escrita para adultos, les habla también, por algún rasgo que la caracterice, a los que no lo son, y estoy pensando, desde luego, en clásicos como Los viajes de Gulliver, La isla del tesoro, Alicia en el país de las maravillas, El libro de la selva, Robinson Crusoe o Platero y yo, pero también en obras contemporáneas como El principito, la serie de Narnia, de C. S. Lewis, las novelas de Michael Ende, los abracadabrantes relatos de Roald Dahl, las historias de René Goscinny (en la maravillosa serie del pequeño Nicolás, y no me refiero al mastuerzo español que ahora expía sus desatinos en la cárcel, o los ingeniosísimos guiones de Astérix) o la trilogía de El señor de los anillos, de Tolkien (y obsérvese que la mayoría de autores citados son anglosajones, el espíritu pragmático de cuya cultura concuerda con el deseo de realidad de los jóvenes; para los adultos, la realidad suele ser una losa de la que desembarazarse o una tiniebla de la que escapar, cuya sola mención desazona). Pero de nuevo me pregunto: ¿qué hay que hacer, cómo hay que escribir, para que lo que uno cree sea literatura infantil o juvenil? Intuyo –porque en esto, como en tantas otras cosas, carezco de respuestas y aún más de certidumbres– que el secreto no es otro que subrayar ciertas características de lo escrito que se correspondan o condigan con las del alma joven, para que ambas se acoplen: decir cosas necesarias, veraces, pujantes y limpias, aunque sean confusas, aunque sean difíciles; volcar el yo en la página como el niño o el adolescente vuelcan el suyo, por los ojos, en la lectura (o en la escucha); ofrecer los perfiles de la intimidad como si fueran una mano tendida o una construcción por culminar, a pesar de que, en realidad, la única culminación posible de cualquier construcción es la muerte; mirar con ojos estrictos pero, a la vez, abrazantes, y luego depositar esa mirada en la página como si la vida nos fuera en ello; razonar con vehemencia, sin miedo a tener razón y sin miedo a equivocarse; fluidificar la expresión: retirar guijarros y arabescos del discurso, como se retiran de un río o un lienzo de piedra; y, sobre todo, insuflar un aliento entusiasta a lo dicho, un júbilo tranquilo, que no sé en qué cifrar ni cómo se consigue, pero que percibo en cuanto existe (y, como yo, cualquier lector), y que sospecho asociado a la precisión, a la claridad, a la revelación. Nada de esto, si lo pensamos bien, es privativo de una edad. Siempre se quiere, aunque nos estemos muriendo, veracidad y compasión; siempre, antes que nada, queremos vida. Pero, en determinados momentos –sobre todo, esos, que tan largos se nos hacen, en los que nos desesperamos por encajar en el mundo: porque nuestro cuerpo forme parte del cuerpo incomprensible del mundo–, la literatura que nos alumbra es la que nos ayuda a entender la oscuridad: la que da pautas, ritmos a los que aferrarse; la que deshace nudos, pero hace otros, más gordianos, por los que escalar a lo impensado; la que, desnudando la soledad –y, con ella, a nosotros–, nos la hace deseable. La literatura –toda ella, pero quizá, en especial, la que se escriba para niños y jóvenes– ha de estar llena de vida: los sentimientos, los objetos, la sangre han de correr, como el agua, por las palabras; o, mejor, las palabras han de embeber, como si fueran agua, sentimientos, objetos y sangre, y ofrecerse con toda la nitidez de que sean capaces, corporales, materiales, encendidas. Yo intento hacer eso en mi poesía –y también en mi ensayo, y hasta en mis traducciones, formas todas de la emoción–, pero supongo –porque carezco de certezas– que un esfuerzo redoblado es menester para que esa poesía, para que esa literatura toda, sea también poesía, literatura juvenil. Yo nunca he buscado a un público, pero el público está ahí. Ojalá lo que escribo sea capaz, aunque tarde, de encontrar el camino que conduce a él.

[Ponencia leída el 20 de abril de 2016 en las V Jornadas de Literatura Infantil y Juvenil en Extremadura, Miajadas (Cáceres)]

miércoles, 20 de abril de 2016

Eduardo García

Ayer, Vicente Luis Mora nos comunicó que acababa de morir el poeta Eduardo García. Tenía 50 años. Solo vi a Eduardo una vez en mi vida, en Córdoba, la ciudad donde vivía hijo de emigrantes, había nacido en Brasil, a cuyo festival Cosmopoética habíamos sido invitados ambos. Solo lo vi aquella vez, pero la conversación que mantuvimos fue tan amistosa y llena de confidencias como si nos conociéramos desde siempre. Recuerdo la ilusión con la que me contó que acababa de ganar un premio literario ya no recuerdo cuál: Eduardo fue galardonado con varios de los más importantes del país. Y también recuerdo pero no, no es un recuerdo, sino una impresión muy presente cuánto me habían impresionado los libros de Eduardo que había leído, tanto los de poesía como los de ensayo, porque cultivaba ambos géneros con igual maestría: Horizonte o frontera, por ejemplo, publicado por Hiperión en 2003, es un poemario excelente, que combina con admirable equilibrio la figuración y la fábula, y Una poética del límite, publicado en Pre-Textos en 2005, es un tratado sobre la creación poética de una rara lucidez, que incorpora a su análisis un conocimiento depurado de todas las tradiciones literarias de Occidente, y en el que teoriza, precisamente, sobre su convivencia integradora. Fruto de mi admiración por su obra, reseñé La vida nueva, publicado por Visor, que había ganado el premio "Fray Luis de León" en 2008 y que ganaría el Premio de la Crítica al año siguiente. Releo hoy mi crítica con una sonrisa amarga: en ese libro, ya desde el título, Eduardo cantaba a la vida, a su viaje por la vida, y a las esperanzas y frustraciones que esa aventura le había inspirado. Era un libro consciente de la oscuridad que nos rodea y que nos habita, pero exultante de optimismo, volcado al futuro, convencido de que todas las dificultades pueden superarse si nos aferramos con ilusión a la existencia. Su proyecto se ha truncado, como se truncará el de todos. Pero, aunque la realidad se haya impuesto a sus aspiraciones y su alegría, no basta para desesperarnos. La pena que sentimos por la pérdida de Eduardo García conoce el consuelo de sus poemas, encendidos siempre de vida. Eduardo era un buen poeta y una buena persona. Descanse en paz.

La vida nueva, de Eduardo García (São Paulo, 1965), remite explícitamente a la primera obra conocida de Dante Alighieri, Vita nuova, escrita a finales del siglo XIII, con la que el florentino refiere la transformación vital que le ha supuesto su amor por Beatriz. Una transformación semejante relata el autor hispano-brasileño en su poemario, ganador del VI Premio de Poesía Fray Luis de León, aunque no vinculada a un amor individual, sino a un proceso existencial, que puede situarse —por utilizar otra cita de Dante— «nel mezzo dil camin da sua vita». El viaje en el que está embarcado el poeta, y al que nos invita desde el primer poema del libro, es el viaje de la vida. Sus metáforas itinerantes tienen por objeto el agua, símbolo de fertilidad e infinito, y una de las formas clásicas de representar el fluir de la existencia, desde la Odisea de Homero hasta El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. El poeta emprende la aventura y, luego, avanza, nada, navega: persiste en la osadía de ser. Su arrojo, empero, no es temerario, sino que rebosa de entusiasmo. Lo mueve el ansia de renovación, como revela el principio, pedregoso de aliteraciones, de «Ritual de la llama»: «Desnúdate el hastío, la costumbre. / Limpia tu piel en un amanecer. / Arráncate la niebla, la ciénaga sin cauce. / Espera a que el torrente arrastre la impureza». El agua, en efecto, además de permitirnos viajar, lava: purifica, igual que la poda, y así se titula —«La poda»— el poema que inaugura la segunda sección del libro, «Resplandor». El agua se ramifica en ríos y mareas, en manantiales y pozos, en «lluvias y llantos y llamas»: en metáforas de la germinación, que se alían con otras, terrosas y vegetales: semillas, raíces, savias. Todo son formas del nacimiento: mutaciones de la realidad, que acrecen la realidad
., que la vivifican con luz y sangre. También el fuego y sus motivos subordinados —el arder, la hoguera, la llama— se erigen en símbolo de la pasión: del mismo impulso que alienta en las fuentes y los océanos. También ellos —como el agua, absoluta, multitudinaria, seminal— representan la intensidad de la vida, tanto más alta cuanto mayor sea su combustión, aunque este arder suponga su extinción. Un optimismo encendido recorre La vida nueva: el poeta cree en su capacidad de transformación, y afirma su voluntad de mudar: no en otro, sino en sí mismo, más hondo y verdadero. El optimismo conduce al canto, más aún, a la exultación: «me crezco en el goce de estar vivo, / derrochando mis fuerzas sin medida / a la caza y captura del instante, / en la más alta cumbre del latido, / donde me aguarda el resplandor», leemos en «Claroscuro». Su confianza no se ciñe sólo al presente, sino que también se proyecta en el futuro; y le permite soñar despierto, esto es, embarcarse en otro trayecto vital, compuesto de alegrías y fabulaciones, que le recuerdan su condición etérea, la fuerza ascensional de su imaginación. Esta trepidación entusiasta se vehicula mediante un simbolismo brioso, pero nunca inmoderado, y un irracionalismo sutil —a dos de cuyos mejores practicantes, Apollinaire y Breton, ofrece el homenaje de sendas citas—. La acumulación acelerativa refleja con acierto el júbilo del sentir y del decir. También la escasez de puntos —o incluso la ausencia de signos de puntuación, uno de los rasgos canónicos de la vanguardia— genera yuxtaposiciones jadeantes, como acredita el inicio de «El vacío y el centro»: «Pero en nombre de quién decir soy yo / esta mi sangre y estas mis razones / el pulso de mi voz este es mi aliento / qué grieta compartir con un desconocido…». El lenguaje de La vida nueva —y, en general, de toda la poesía de Eduardo García—, bruñido y exacto, conjuga la precisión denotativa con el arrebato analógico y el vislumbre visionario. También las formas acogen, en su pluralidad, opciones clásicas —sonetos, endecasílabos, alejandrinos— y mecanismos modernos, como el versículo extenso, apto para el flujo meditativo y el caracoleo sintáctico, como se advierte en «Aniversario», construido con una única y dilatada anáfora. Esta convivencia respetuosa de modos figurativos y surreales caracteriza, desde Las cartas marcadas, la obra de Eduardo García, uno de los pocos poetas españoles de su generación que ha sabido sustraerse a la estéril polarización entre realistas y experimentales, y que ha fundido en sus versos, en una síntesis ejemplar, lo mejor de ambas corrientes. La vida nueva no desprecia el detalle menudo, la algarabía de los objetos, el diorama multiforme de la realidad, pero renuncia sabiamente a la anécdota: a eso tan perezoso del hecho por el hecho, de lo nimio por lo nimio. Su poemario alberga, junto a un anclaje sólido en lo que podemos convenir que es el mundo, una voluntad cósmica: un anhelo por que el mundo acoja —y materialice— los hervores de la conciencia. El yo se multiplica y encarna, pánicamente, en la realidad natural. Ambos, fundidos en un abrazo constituido por espasmos y fulgores, se proyectan en el universo. Pero no lo hacen sin conflicto. El yo, ese mismo yo arrojado a la conquista de la plenitud, ha de librarse de su peso ominoso, de cuanto nos sujeta al barro, de la falsedad. La tercera sección, «Romper aguas», documenta la desazón existencial que se experimenta en el proceso de transformación y convoca símbolos dolorosos, que recuerdan a la mentira y al vacío: la máscara, la carcoma, la oquedad, el dolor. En «Cáscara», la enumeración patética del inicio se remata con una de las muchas paradojas del poemario, que consiste en negar aquello mismo que acaba de afirmarse, como también hace Eugenio Montejo: «Hablo desde la cáscara, ya al borde / del resquebrajamiento: toco, llamo / y un hueco me responde, nada, nadie, / el huevo malogrado, la cáscara vacía, / la voz que ya no alcanza merodea / como un temblor de tierra suspendido / sin tierra y sin temblor…». También el yo está plagado de grietas: es un hueco que avanza entre las cosas, incólume en su vaciedad; es una hendidura que funge de proa en el mar incomprensible de la realidad. Esta misma sección y, en general, la segunda mitad del poemario abunda en honduras que remiten a la muerte: fosas, abismos, hondonadas, escombros. La oscuridad —no en la dicción, siempre luminosa, sino en los temas— se enseñorea de los versos, pero no sólo la oscuridad de lo subterráneo, sino también de lo entrañado: la de la sangre, la del parto. La mirada del poeta se vuelve interior, y en esa mirada, órfica, cohabitan llamas, sombras y sal. En el yo vive la noche, y por sus tinieblas bucea el poeta, en busca de la otra orilla, del otro lado, como han hecho siempre los espíritus levantiscos y las voces inquisitivas, acaso con el propósito de sembrarlas de nuevos nacimientos. El amor lo acompaña, sin duda, y le permite, en ocasiones, disolver el yo, ese fatigoso entramado de ausencias y estallidos: «Algo viene a volarnos las entrañas: / desalojando el hueco, / sellando / la fractura. // Al amarte hoy a ti cerco el origen: / la grieta donde manan / las ascuas / de la vida», leemos en «El amor traza círculos concéntricos». Pero, tras la oscuridad, se regresa a la vida, y amanece. El itinerario interior resulta en un nuevo ímpetu, en un renacido palpitar. La vida nueva celebra el milagro de la esperanza sin éxtasis ni blanduras, con un lenguaje ceñido y resonante, de elegancias clásicas y atrevimientos actuales.

(Publicado en Turia, nº 89-90, marzo-mayo 2009, pp. 537-540)