miércoles, 29 de enero de 2020

Antonio y Manuel Machado: cercanías y lejanías

Visito, con mi amiga Teresa Morcillo, la exposición Los Machado. Fondos de la colección Fundación Unicaja en la sede del Instituto Cervantes en Madrid. Hacía mucho tiempo que no entraba en el edificio de las Cariátides, que es donde radica la noble institución, y ya no recordaba que esta imponente construcción se alzó para albergar un banco, el muy ultramarino Banco Español del Río de la Plata, que luego sería el Banco Central, más tarde el Banco Central Hispano y, por fin, el Instituto de Crédito Oficial. Este destino se reconoce, nada más entrar, por la amplitud —y sinuosidad— de los mostradores, por el lujo de los materiales empleados —mármoles, caobas— y, sobre todo, por esa solemnidad mercantil de las grandes empresas, que aspiran a inspirar confianza y sobrecogimiento al mismo tiempo. Los Machado expone gran parte de los fondos documentales de los hermanos Antonio y Manuel Machado adquiridos por la Fundación Unicaja desde 2003. La primera información sobre los dos escritores la proporciona un breve vídeo documental, con diversos testimonios de sus descendientes y herederos. Me llama la atención que varios de ellos subrayen, cada vez que se menciona a Manuel, su "pensamiento progresista", como si desde el principio quisieran impugnar la oposición entre el republicano Antonio y el franquista —o, por lo menos, acomodaticio— Manuel. Es cierto que Manuel fue liberal, republicano —llegó a componer el borrador de un himno para la Segunda República— y, mientras fue miembro de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, hasta socialista, pero también que abrazó sin dificultad la causa de Franco: aceptó en 1938 el nombramiento como académico de la lengua; participó en proyectos nauseabundos como Los versos del combatiente (junto con otros grandes nombres de la poesía española del siglo XX, como Luis Rosales, Leopoldo Panero o Luis Felipe Vivanco) con una "Dedicatoria al Caudillo" o la Corona de sonetos en honor de José Antonio Primo de Rivera con una "Oración a José Antonio", y expelió un no menos abyecto ramillete de poemas a los capitostes de la rebelión (y responsables de la muerte de su hermano y su madre), como "Al sable del caudillo", "Francisco Franco", "Emilio Mola, ¡presente!" o "Tarifa-Toledo" (dedicado al general Moscardó); y, en fin, tras la guerra, entretuvo plácidamente sus últimos años en los muy gubernamentales cargos de director de la Hemeroteca y el Museo Municipal de Madrid. Así acaba "Al sable del Caudillo", escrito para celebrar la entrada de las tropas facciosas en Madrid: "De tu soberbia campaña, / Caudillo noble y valiente, / ha resurgido esplendente / una y grande y libre España. / Que hoy sean tu nueva hazaña / estas paces que unirán / en un mismo y puro afán / al hermano y el hermano… / Con la sombra de tu mano / es bastante, ¡Capitán!"; y en "Francisco Franco", el último endecasílabo afirma que "la sonrisa de Franco resplandece". Parece el programa electoral de VOX. Pero no es la fetidez ideológica del último Manuel Machado lo que más inquieta a la visitante que se ha sentado a mi lado. Cada vez que el poeta aparece en el documental, casi siempre con un cigarrillo entre los dedos, la mujer exclama para sí: "¡Fumando!". Su indignación es tanta que, al marcharse, se olvida la bufanda en el asiento. Me levanto, la busco y se la devuelvo. Ella me lo agradece con una tenue sonrisa. Los documentos sobre Antonio incluyen abundante material gráfico: la célebre foto de su boda con Leonor en 1909 —y que fue uno de los peores días de su vida, según confesión propia: la pareja recibió insultos, y hasta pedradas, de los que desaprobaban (que eran casi todos) que un cuajado caballero de treinta y cuatro años se casara con una jovencita de quince—; la también famosa imagen del poeta en su lecho de muerte en Colliure, cubierto por la bandera republicana; y la hermosa y desgarrada litografía de Picasso con ocasión del homenaje que le rindieron los artistas españoles a Machado en 1955, en la que el autor de Campos de Castilla aparece con los rasgos interrumpidos, angulosos, y el pelo —el escaso pelo que tenía— alborotado. El material escrito lo componen numerosas cartas familiares, manuscritos tanto de sus libros como de los que escribió al alimón con su hermano —plagados de tachaduras, correcciones y faltas de ortografía y puntuación—, poemas a Guiomar —su segundo y último amor, aquella poetisa casada, conservadurísima y religiosísima que lo tuvo a pan y agua sexual, y que se desentendió de él poco antes de que estallara la Guerra Civil— y el documento más impactante para mí: la carta que le escribió el hispanista John Brande Trend, fechada el 20 de febrero de 1939, ofreciéndole un lectorado de español en la Universidad de Cambridge (que, aunque no estaba a la altura de sus méritos, precisaba Trend, le supondría un sueldo de 330 libras esterlinas al año, de las que él, personalmente, se brindaba a adelantarle la cantidad que necesitara). Machado murió el 22 de febrero. (También le llegaron invitaciones de las universidades de Oxford y Moscú: todas tarde). Muy curiosa me resulta igualmente otra misiva, del 20 de septiembre de 1912, remitida por Machado a Gregorio Martínez Sierra —aquel prolífico escritor de obras escritas por su mujer—, en la que se quejaba de que, cuando les pidió a los editores de Renacimiento 500 pesetas por la segunda edición de Soledades. Galerías. Otros poemas, estos le respondieron que era una petición "desmedida y usuraria", porque sabían que había cobrado 30por Campos de Castilla, y solo le ofrecieron 200. A Machado, esta cantidad le pareció "francamente denigrante, no para quien la ofrece, sino para quien la recibe". Y no la aceptó. Estas muy prosaicas vicisitudes de los poetas contrarrestan cierta hiperbólica tendencia a idealizarlos y demuestran, por si aún hiciera falta, que la convivencia (o el sinvivir) de poetas y editores ha sido siempre uno de los campos de batalla más sangrientos de la literatura. Algunos objetos recuerdan, en fin, la trayectoria política y vital de Antonio Machado, como el carné de Izquierda Republicana (en cuya foto aparece calvo y con gafas) o su último pasaporte, expedido por el consulado de España en Perpiñán. También hay una elegante cartera de piel de cocodrilo (que hoy concitaría el odio de los ecologistas, es decir, de casi todo el mundo) y un bastón de caña, aunque ninguna placa aclara a cuál de ambos Machado perteneció. En la parte dedicada a Manuel, reparo en que algunos de sus manuscritos incluyen dibujos, y también en alguno de sus poemas escritos en francés, como "Minuit". No resulta extraño, en realidad. Para la formación de ambos, Francia y su literatura fueron capitales: el primero viajó dos veces a París, en 1899 y 1902, y allí conoció a Verlaine, Moréas y el desahuciado Oscar Wilde; el segundo vivió un lustro en la capital francesa, entre 1898 y 1903, trabajando como traductor y compartiendo piso con Enrique Gómez Carrillo, Amado Nervo y Rubén Darío. El apartado gráfico de Manuel es menor que el de Antonio, pero sonrío ante una foto suya de niño, en la que, muy al gusto de la burguesía de la época, aparece vestido como una niña. Que un bohemio, jaranero y mujeriego como Manuel (por lo menos, hasta que abrazara la religiosidad más acendrada, de la mano de su abnegada esposa, Eulalia Cáceres) aparezca de esta guisa en sus años mozos, no deja de ser paradójico. También destaca una caricatura del autor de Ars moriendi, hecha por Felipe Treno en 1926, en la que aparece rodeado por dos angelitos (o más bien angelotes), uno tocando la guitarra y otra con un rizo en la frente y una caña de manzanilla en la mano. Felipe Treno sabía bien de las aficiones mundanas de Manuel, unas aficiones que Antonio —sobrio, melancólico, esencial, como su poesía— solo compartió en su primera juventud, cuando ambos fatigaron la bohemia madrileña finisecular. De hecho, la musiquilla del documental que se oye en todo el recinto de la exposición —los acordes al piano, aflamencados, de una sobrina nieta de los Machado, que Teresa encuentra demasiado invasivos— recuerdan aquella época de tablaos, toros y cafés de artistas en la que ambos participaron. Los documentos que dan cuenta de la dimensión comercial de la obra de Manuel incluyen varios contratos de edición —uno con Manuel Altolaguirre para la publicación de Phoenix (que no alude a la capital de Arizona, sino al ave que resurge de las cenizas)—, algunos certificados del Registro de la Propiedad Intelectual y hasta un libro de contabilidad (siendo los libros de contabilidad lo más alejado que hay de la literatura; los libros de contabilidad son a la literatura lo que Nueva Zelanda es a España). Una sección importante de la exposición se dedica al mucho teatro que los hermanos Machado escribieron juntos, desde Desdichas de la fortuna o Julianillo Valcárcel, estrenada en 1926, hasta el fatalmente premonitorio El hombre que murió en la guerra, en 1941, pasando por la exitosa y popularísima La Lola se va a los puertos, en 1930. Quizá el trabajo más ambicioso al que se dedicaron ambos, y uno de los principales documentos aflorados en esta exposición, es La diosa Razón, sobre la Revolución francesa, una obra inacabada e inédita. Cerca ya del final del recorrido, se reproduce un artículo de Manuel, "El quinto, no matar", publicado en ABC el 2 de abril de 1946, del que extraigo algunas máximas certeras: "El bien no basta con hacerlo; hay que saberlo hacer"; "da, y parece que ha pedido"; y la más halagadora de todas (aunque a todas luces falsa): "Siempre tiene razón el buen Poeta". Más allá, en el gigantesco vestíbulo del Instituto Cervantes, pero fuera del espacio dedicado a la exposición, Teresa me hace notar la presencia de una máquina expendedora de libros. Otras venden latas de Coca-Cola o tabletas de Kit-Kat. Esta entrega, por un módico precio, a Juan Larrea o María Zambrano.

viernes, 24 de enero de 2020

Apple o el descenso a los infiernos

He descendido a los infiernos. Otros lo han hecho antes que yo: Orfeo para rescatar a Eurídice; Ulises para interrogar a Tiresias; el Dante, guiado por Virgilio, para explorar el universo y conocer el misterio de Dios; Hércules para cumplir con uno de sus muchos trabajos; Teseo para raptar a Perséfone; Gilgamesh para ganar la inmortalidad. Pero ellos solo tuvieron que enfrentarse al Hades, al Tártaro o al Mundo de los Muertos. Yo he tenido que enfrentarme a Apple. Mi ordenador portátil, comprado hace dieciséis meses por una pasta gansa, ha dejado de funcionar. Me dirijo en primer lugar a la tienda de Apple en Sant Cugat. Antes, cuando algo se estropeaba, uno iba a la casa donde lo había comprado, decía: "Se me ha estropeado", aportaba la factura y la garantía, y la empresa reparaba o reponía el producto; y allí paz y después gloria. Ahora, la simpática joven que me atiende (en Apple, todos los trabajadores son jóvenes) me informa de que "las visitas al servicio técnico son con cita previa". Su información me confunde, porque yo no estoy "de visita" al servicio técnico: yo solo he traído un ordenador que no funciona para que me lo arreglen o me lo cambien. Por otra parte, no sé por qué la cita es "previa". ¿Hay citas que no lo sean? ¿Uno no se cita siempre previamente al encuentro que se concierta mediante la cita? Pese a las imprecisiones de la información un signum temporis, me temo—, la amable joven parece dispuesta a flexibilizar los criterios que gobiernan el funcionamiento de la empresa, y añade: "Pero quizá el servicio técnico todavía pueda atenderle, aunque está a punto de cerrar". Mi esperanza se ve frustrada al instante: un compañero le informa en ese momento de que no, de que ya ha cerrado. "Vuelva Ud. mañana", me recomienda la ahora larriana joven, y yo dudo que sepa de qué secular tradición patria es continuadora. "Pero procure que sea temprano: venga a las cuatro y media o a las cinco". El primer asalto se ha saldado con derrota. Pero volveré, como McArthur. Y, en efecto, al día siguiente vuelvo: a las cuatro y media, como me ha recomendado la dependienta. Repito la historia al joven que me recibe, que me señala con un gesto las puertas del servicio técnico. Ah, pienso, por fin las cosas funcionan. Bajo al mostrador interior, en el que otro joven vestido con algo parecido a un mono azul (qué bien: ya voy reconociendo las viejas tradiciones) se mueve entre aparatos misteriosos, y le explico el caso. "No se enciende", le digo; "se ha muerto", apuntalo. El hombre me mira como un especialista en física nuclear miraría a una cajera de supermercado que le llevase un transistor para reparar. Quita entonces los tornillitos de la tapa del ordenador y, así, desnudo, lo conecta a un enchufe, que se me antoja un enchufe mágico. Mira durante unos segundos las tripas del aparato exangüe y chasquea la lengua. A continuación, emite el dictamen fatal: "La placa no funciona". "¿La placa? ¿Qué es la placa?", pregunto yo, alarmado. El técnico vuelve a mirarme con una conmiseración que expresa no solo lástima, sino también asombro por que haya tanta ignorancia en el mundo. "Es una pieza fundamental, el motor del ordenador", responde con rudimentaria pero eficaz metáfora. "¿Y por qué no funciona?", pregunto yo, consternado. A estas alturas, ya no me importa que me tome por idiota: en asuntos informáticos, lo soy. "Puede ser por muchas cosas", responde el tipo, aunque no precisa ninguna. Y puntualiza: "En algunos modelos antiguos, a veces, simplemente, deja de funcionar". Es decir: no lo sabe; nadie lo sabe. Empiezo a vislumbrar la asombrosa verdad: Apple vende productos que dejan de funcionar sin que ni ella misma sepa por qué. "Pero no es un modelo antiguo: lo compré hace dieciséis meses", respondo, resistiéndome a admitir la realidad. El tésnico sonríe: "Que Ud. lo comprara hace poco no quiere decir que se fabricara hace poco: es un modelo antiguo". Otra verdad terrible: un producto creado hace, quizá, cinco o seis años es ya una antigualla, a la que le falla el motor, como a los ancianos les falla el corazón. Salgo, descorazonado, otra vez a la tienda, donde se me informa de que, como el aparato está en el segundo año de garantía, y no lo compré allí, sino por Internet, debo ir a la central de Apple para que me lo arreglen. Si estuviera en el primer año de garantía, sí que lo arreglarían ellos. Al parecer, eso marca la ley. Otra visita, pues, que se salda con fracaso. Y van dos. Al día siguiente, con el cadáver del ordenador al hombro, me dirijo a la sede de Apple en Barcelona, situada en Paseo de Gracia, 1, muy cerca de mi trabajo, con la esperanza de que lo resuciten. Me he pasado toda la noche fortaleciéndome para afrontar la gestión con el mismo espíritu con el que Hércules acometió la pelea con el Can Cerbero, pero no puedo evitar el sobrecogimiento: el edificio, exagerado, me aguarda con las fauces abiertas, como el desfiladero del infierno, y yo no soy Hércules, pero Apple sí es una hidra con muchas cabezas. Respiro hondo y entro. El lugar hierve de gente, entre público y empleados. Estos se reconocen por las camisetas rojas que visten y, aún más que por el atuendo, por ir armados hasta los dientes de artefactos digitales: hay quien sostiene una tablet en una mano, el móvil en la otra y lleva al cinto varios dispositivos más, cuya utilidad ignoro, pero que cuelgan, ominosos, como los colts de la cadera de los pistoleros. Aquí no hay oficinas, no hay despachos: es todo un gran espacio hormigueante, con dos plantas, atravesadas por mesas con ordenadores. Lo digital preside, impregna el lugar como el espíritu de Manitú: es una gran burbuja de teclados, iconos, enlaces, contraseñas, idés, imágenes, velocidades, microprocesadores, pantallas e interfaces que absorbe la atención, hipoteca la mente y suspende el ánimo. Me siento tan en casa como en un aquelarre satánico o en una reunión de poetas de la experiencia. Me dirijo a dos empleados, que mantienen una amena charla en la planta baja. No dejan de hablar porque yo me acerque: siguen en ello un ratito, hasta que uno —joven, pero ya calvo— tiene a bien mirarme. Me explico: "Sí, hola, buenos días, es que tengo un ordenador que se me ha estropeado, y en el servicio técnico de la tienda de Sant Cugat me han dicho que he de traerlo aquí, porque, como está en el segundo año de garantía, ellos no...". "Pero ¿cuál es la pregunta?", me interrumpe el joven. Ya veo que no lo voy a tener fácil. "La pregunta es qué tengo que hacer para que me reparen o cambien el ordenador...". "Claro", prosigue el dependiente, "es que, si no hay una pregunta, yo no sé de qué informarle". Noto entonces cómo mis manos agarran con fuerza el ordenador, pero pienso que, si se lo estampo en la cabeza, Apple alegará que el aparato ha recibido golpes y la reparación no quedará cubierta por la garantía. También reprimo la tentación de que la pregunta sea: "¿Tú eres tonto?". En su lugar, me esfuerzo por razonar: "Me parece que, si le digo que el ordenador no funciona, no hace falta que haga ninguna pregunta para que Ud. me indique lo que tengo que hacer...". No sé si es el tono o los ojos inyectados en sangre lo que convence al empleado de la conveniencia de concluir la conversación, aunque lo hace con el aire de quien opta por no seguir perdiendo el tiempo con quien no entiende nada: "Segundo piso, servicio técnico", remata. "Muchas gracias, muy amable...", me despido. Y sigo el descenso a los infiernos, que en realidad es un ascenso: subo las escaleras hasta la segunda planta y allí me encuentro con otro pelotón de empleados de Apple —todos jóvenes, todos con el brillo de los iluminados en la mirada—. Me dirijo a uno, que aún no está calvo, pero que ya ralea, y vuelvo a explicarle el caso, esta vez con más concisión, no sea que pertenezca a la misma escuela que el de abajo. Pero no, este es de otra. "Muy bien. Puedes reservar hora en el servicio técnico bajándote la app de Apple". "Pero yo no quiero bajarme la app de Apple, ni sé cómo hacerlo. ¿No puede Ud. simplemente darme cita con el servicio?". El hombre omite mi última e ingenua pregunta e insiste en la necesidad de que me baje la app de Apple, que debe de ser como bajarse los pantalones, pero que él probablemente asocie con bajar los frutos de las ramas del árbol de la ciencia. "No hay problema. Yo te ayudo. ¿Tienes un ipod?" (o ipad, no estoy muy seguro de lo que me dice; tampoco sé en qué se diferencian un ipod de un ipadsalvo en la vocal). "No lo sé: tengo un móvil", le respondo. Lo saco y se lo enseño. "Ah, pero, claro, con esto o puedes...", me responde, enigmáticamente, al verlo. "Bueno, lo intentaremos de otro modo", continúa, con desaliento, pero sin perder el optimismo. El optimismo, como la juventud o los calvos, es un rasgo propio de Apple. "¿Qué contraseña ID tienes?", me pregunta —tuteándome, como si ya fuésemos amigos—, que viene a ser como si me preguntara: "¿Y a qué edad se reproducen los monos bonobo?". "Pues no lo sé", respondo. "Es que, para reservar hora en el servicio técnico, hay que hacerlo desde la cuenta de Google, y se necesita una contraseña ID", replica. Se sobrepone a mi expresión de estupor y me conduce hasta uno de los ordenadores de las mesas. Lo conecta y, tras pasar por varios enlaces y varias páginas, me hace introducir la contraseña de mi cuenta de correo electrónico —la única que conozco— en una ventanita que aparece debajo de otra en la que consta mi número de teléfono móvil. Lo hago, pero el sistema no la reconoce. A mí no me extraña, pero a él parece confundirlo. "Bien", concluye, "vamos a llamar al servicio técnico (¡al fin!, pienso) y ellos te ayudarán a encontrar la cuenta (¿qué cuenta?, pienso) para darte cita previa (¡qué suerte que sea previa!, pienso)". Y luego añade, sibilino: "Y hasta te la darán ya". Es decir, que todos los pasos que ha intentado dar conmigo hasta ahora no eran necesarios, sino que la hora podía asignarse directamente. El sujeto, que no parece preocupado por esta evidencia, teclea entonces, veloz, en la tablet que sostiene como si fuera la tablet de la ley, y me avisa: "Te van a llamar enseguida. Ten el móvil preparado". Vuelvo a desenfundarlo y, en efecto, me llaman enseguida: desde Irlanda. Al otro lado del teléfono reconozco los melosos acentos de una joven venezolana. Nadie en el universo visible parece capaz de darme hora con el servicio técnico de Apple, pero se conoce que sí que va a poder hacerlo alguien invisible, como esta venezolana residente en Irlanda. Le explico el caso (es la sexta vez que lo hago, desde mi primera incursión, anteayer, en la tienda de Apple en Sant Cugat) y la mujer me pide la dirección de correo electrónico. Se la doy. Luego, pasado un rato, me dice que va a refrescar el sistema, porque no le está dejando introducir la reserva. Y, mientras suena la musiquita nauseabunda con la que me ha dejado esperando, me pregunto si no habré sido víctima de algún vudú digital que impida que sea devuelto a la vida el ordenador prematuramente difunto. Pero no. Tras unos minutos angustiosos, la voz vuelve y me explica que la primera hora libre que tienen es el próximo lunes, a las 15.45 h. Por seguir con la metáfora mosaica, siento que las aguas del mar Rojo se abren ante mí. No me importa que sea dentro de tres días: acepto la cita y me despido de mi benefactora. Pero algo me ronda por la cabeza, y es inquietante. Cuando ya estoy a punto de salir del averno, caigo en la cuenta: el lunes, a la misma hora que me acaban de reservar, he de acompañar a mi madre al médico. No lo he tenido en cuenta a la hora de concertarla: estaba demasiado contento como para recordarlo. El mar Rojo vuelve a cerrarse sobre mí. Con desolación infinita, subo otra vez las escaleras. El dependiente que me ha atendido le está pidiendo ahora la contraseña ID a otro incauto, así que me dirijo a un compañero suyo, que está solo y manipula con fervor otra tablet. Este no es calvo. Me pide que espere un momento a que acabe lo que está haciendo. Aprovecho la pausa para mirar a mi alrededor: todo el mundo está de pie, clientes y empleados, simbolizando el dinamismo de la empresa. Ese es el espíritu Apple: un dinamismo feroz, consistente en hacer cosas inútiles a toda velocidad. En el piso de abajo, sin embargo, sí hay gente sentada (en unos cubos como de guardería): son los alumnos de alguna nueva aplicación o artilugio de la compañía, que un instructor acorazado de trastos, y, por si fuera poco, con un micrófono en la boca, les explica delante de una pantalla violentamente iluminada. Los alumnos escuchan con devoción y con los ojos encendidos de felicidad: asisten a lo novísimo, a lo ultimísimo, a la expresión quintaesenciada de la modernidad. El empleado me atiende por fin y le explico el caso (por séptima vez), ahora enriquecido por el hecho de que ya tengo cita concedida, pero que he de cambiarla, porque no he tenido en cuenta una obligación ya contraída. Advierto un leve brillo de conmiseración en sus ojos, pero no dice nada. Simplemente, vuelve a marcar en la tablet y me avisa de que me llamarán enseguida. Saco el móvil (por tercera vez) y, sí, ahí está otra vez la llamada de Irlanda. Me atiende entonces una colombiana, pero esta no es melosa, sino poco menos que imposible de entender, porque: a) me canta las frases que tiene inscritas en el mármol de sus protocolos de atención al cliente, y esa lectura rutinaria, repetida ad nauseam, introduce un soniquete deformante en lo que dice, hasta el punto de hacerlo casi incomprensible; y b) su acento y sus muletillas colombianas me resultan crípticos. El resultado es un chorreo impenetrable en la oreja, cuya impenetrabilidad agrava el ruido circundante (y las instrucciones, magnificadas por el altoparlante, del profesor de abajo), del que solo rescato, aquí y allá, alguna palabra, a la que me aferro como el náufrago al pecio. Por si fuera poco, la joven es una interrogadora nata, con un ansia de saber que excede con mucho a la de su compañera venezolana. Primero, quiere averiguar si he recibido un correo electrónico de Apple confirmando la cita. No lo sé, le respondo. Me pide que lo compruebe. Lo compruebo. Sí, le digo. Necesito saber el número de referencia que incluye, me dice. Entonces, mientras con una mano sostengo el móvil, con la otra me quito la mochila, la abro, busco un lápiz en sus profundidades, recupero el correo electrónico y, como no dispongo de papel a mano (entre otras cosas porque tengo las dos que Dios me ha dado ocupadas con el móvil y el lápiz), escribo el número (larguísimo, que me veo incapaz de memorizar) en el sueloSe lo canto a la colombiana, aunque el suelo es gris y las cifras, también grises, se leen con dificultad. Pasan unos segundos, nuevamente angustiosos, y la colombiana me pregunta: "¿Ha recibido otro?". Sí, he recibido otro, le respondo. Necesito saber el número de referencia del otro correo, me dice. Yo me pregunto entonces por qué Apple manda a sus clientes más de un mensaje por un mismo asunto, y con números de referencia distintos, y por qué les pide que le digan qué dicen los mensajes que les ha enviado, pero intuyo que no es un buen momento para entrar en disquisiciones lógicas, así que repito la operación anterior: recupero el correo electrónico, anoto el número de referencia, otra vez, en el suelo, y se lo canto a mi interlocutora. (El primer empleado que me ha atendido se ha dado cuenta ya de que estoy escribiendo cosas en el suelo, y me mira con la expresión con que los zoólogos observan a los mandriles). Pero a mi interlocutora de Apple no le ha bastado enterarse de los dos larguísimos números que Apple me ha comunicado y, a continuación, quiere conocer el número de serie de mi portátil. Siento que la sangre se me agolpa en las sienes. "Pero, oiga, su compañera no me ha pedido el número de serie del portátil. ¿Por qué es necesario ahora?", le pregunto. La colombiana recula: no, no es necesario, me dice (¿por qué me lo ha pedido entonces?, pienso), y, felizmente, concluye: "Vamos a reordenar la cita", o algo parecido. Pero, no sé si por la necesidad de refrescar el sistema, que parece particularmente seco hoy, o por algún otro requisito superfluo, vuelve a dejarme a la espera. Esta vez, la musiquita repugnante viene precedida por una grabación que me informa de que puedo optar, pulsando no sé qué tecla, por escucharla o no escucharla. Como no hago nada, suena. Al cabo de unos minutos horrísonos, la colombiana reaparece para agradecerme la espera; para leerme, ininteligiblemente, un texto legal que, por lo que puedo entresacar, me advierte de la obviedad de que, si el ordenador ha sufrido golpes o daños de cualquier tipo, generará los gastos que correspondan; y para decirme, final y gloriosamente, que mi nueva hora de visita será el próximo martes, a las diez y diez de la mañana. Eso lo entiendo muy bien: será que los sentidos se aguzan cuando uno es presa de la desesperación. Respiro hondo, guardo el móvil, guardo el lápiz, me echo la mochila a la espalda y vuelvo a bajar las escaleras, esta vez para salir a la fría mañana de Barcelona. He sobrevivido al descensus ad inferos. Me baña un golpe de luz y el aire contaminado de la ciudad, que ahora me parece el más puro del mundo. El martes que viene habrá una nueva catábasis. Espero no tener que contarla en otra entrada. 

domingo, 19 de enero de 2020

Puntos para una rosa de los vientos

Hace muchos años, en una de mis visitas a Atlanta, mi hermano Danny me recomendó un libro de poemas: Points for a Compass Rose, 'Puntos para una rosa de los vientos', de un autor norteamericano para mí desconocido, Evan S. Connell. Y, generoso como siempre, hizo más: me regaló el ejemplar que había leído. Era una primera edición, publicada por Alfred A. Knopf, un sello de Nueva York, en 1973: un libro grueso, de tapa dura; en la portada lucía una rosa de tallo muy alto, cuyos pétalos eran rostros humanos. Y al nombre del poeta que figuraba en ella lo seguía una indicación genealógica: "Jr.". Danny, un lector muy culto en cuyo criterio he confiado siempre, me dijo: "Resulta muy intrigante: uno nunca sabe a dónde se dirige el autor con su discurso, si es que se dirige a alguna parte; te mantiene permanentemente bailando, flotando en los versos, si es que son versos". Los gerundios (con lo poco que me gustan) y las cláusulas condicionales que utilizó Danny bastaron para que me acercara con interés al libro. Y quedé cautivado de inmediato. Puntos para una rosa de los vientos era, en efecto, un artefacto poético singular: un vasto poema unitario, compuesto por casi 9.000 versos, que se agrupaban en fragmentos sucesivos, y en el que resonaban las voces de una humanidad asimismo vasta y compleja, integrada por soldados, monjes, papas, reyes, filósofos, científicos, marineros, alquimistas y un sinfín de personajes, históricos o ficticios, que sostenían una gran obra coral, un diorama épico, compendio de las locuras y los crímenes de los hombres (así como de algunos personajes admirables y de sus nobles actos). Las epopeyas siempre me han seducido; y las epopeyas contemporáneas, posmodernas, que las hay, aún más. En este relato —porque también es un relato—, descuellan algunos de los desastres del siglo XX: el nazismo y la guerra del Vietnam, que, cuando Connell escribió el libro, se encontraba en su más sangrante apogeo. El poemario me llevó a interesarme por el autor, y descubrí que Evan S. Connell, que aún vivía, era un narrador prestigioso, autor de varias novelas que habían sido llevadas al cine y de una biografía del malhadado general Custer que se había convertido en una exitosa miniserie de televisión. También había sido poeta, aunque solo de dos poemarios: el que yo tenía en las manos y otro, anterior, Notes from a Bottle Found on the Beach at Carmel ('Notas de una botella encontrada en la playa de Carmel'), aparecido en 1962, el año de mi nacimiento. Su silencio poético se extendía, pues, a lo largo de más de tres décadas, y condecía con cierto silencio del propio autor, que no participaba en la sociedad literaria, ni frecuentaba los medios de comunicación, ni se prodigaba siquiera en entrevistas, a diferencia de tantos, vacuos, que se entregan con denuedo a la farándula de las letras. Parecía ser uno de esos escritores que rehúyen el contacto público, o, mejor dicho, que lo cifran en sus creaciones, en sus libros: ahí están ellos, y en ningún otro sitio; ahí dicen todo lo que tienen que decir. Me puse a traducirlo enseguida, por mera simpatía, por puro placer, sin pensar en publicar el trabajo. Avancé despacio, porque la poesía de Connell está trufada de referencias culturales que hay que conocer o desentrañar, y con interrupciones, porque el carácter altruista de la labor la hacía más vulnerable a las demandas de la realidad; y a lo largo del tiempo que tardé en concluirla, Connell se me murió, en 2013, sin que hubiese tenido ocasión de conocerlo, o de entrar en contacto con él, como me habría gustado. Cuando la hube acabado, pensé que sería un adecuado homenaje al escritor desaparecido darla a conocer, y también que esa exigua especie que son los lectores españoles de poesía (excluyo de esta condición a los consumidores de regüeldos adolescentes por Internet) merecía disfrutar de ella como lo había hecho yo, si acaso había sabido preservar sus valores con mi traducción. La joven pero enérgica editorial barcelonesa Godall Edicions ha sido, por fin, la anfitriona de mis desvelos y quien ofrece ahora la extraordinaria obra poética de Evan S. Connell al público lector. 

Esto digo en el prólogo del libro:

A Evan S. Connell lo encontraron muerto, a los 88 años, en una residencia de ancianos, llamada como uno de los conquistadores españoles que se adentraron en el sureste norteamericano, Ponce de León, en Santa Fe (Nuevo México), el 10 de enero de 2013. Murió solo, pues, como moriremos todos, pero él lo hizo sin testigos siquiera: en la sobrecogedora soledad de un cuarto vacío. Sus cuidadores le confesaron a una periodista, Gemma Sieff, que llegó a entrevistarlo en aquel retiro poco antes de fallecer, que sus compañeros de asilo pensaban al principio que era mudo. Aquel hombre que había dicho cosas innumerables en una veintena de libros –el primero, The Anatomy Lesson ['La lección de anatomía'], databa de 1957; el último, Lost in Uttar Pradesh ['Perdido en Uttar Pradesh'], de 2008– no hablaba. Aquel silencio era metáfora de una vida dedicada a la escritura, de una vida desatenta a cualquier actividad o relación que no fuese la creación por la palabra: Connell no se había casado, no tenía hijos y había frecuentado poco, o nada, la sociedad literaria (...).

Puntos para una rosa de los vientos constituye, desde su título, un viaje por la historia y el conocimiento humanos; sobre todo, por la estupidez y la crueldad del hombre. Pero este viaje –señalado a lo largo del libro por diferentes coordenadas geográficas– no es lineal, sino circular; ni individual, sino plural, más aún, multitudinario; ni exterior solamente, sino también interior. No tiene principio ni final: da vueltas sobre sí mismo, con una circularidad obsesiva, que no conduce a ningún nuevo territorio, sino a una contemplación lúgubre, pero esclarecida por la lucidez, de las honduras fangosas y a menudo sanguinolentas de la conciencia humana (...).

Puntos para una rosa de los vientos no es un poemario convencional. Su lirismo no emana de la dicción exaltada o la síntesis introspectiva, sino de la desnudez de los hechos. Connell se sitúa, pues, en la estela objetivista de Charles Reznikoff y George Oppen. Los datos que aporta, las crueldades y sevicias de la historia con las que ilustra su irónica y desquiciada meditación, destilan, en ascética sucesión, una pureza metálica y una perturbadora capacidad para suscitar asociaciones y ecos, que multiplican su sentido, como incumbe a la mejor poesía (...).

Y esto dice Connell en el libro:

Un enjambre de abejas vigila el Danubio; en Damasco,
las cabezas ensangrentadas de los cristianos se apilan
en la plaza del mercado: hay más que sandías.
Lo cual me recuerda al feroz Ricardo Corazón de León,
que partió una barra de hierro por la mitad
para demostrarle a Saladino lo afilado de su espada.
Entonces el musulmán probó lo tajante de la suya
lanzando un cojín al aire y cortándolo con la cimitarra
sin hacer el menor ruido. Era previsible, desde luego,
porque los astrónomos árabes ya calculaban
la precesión equinoccial y el ángulo de los eclipses
cuando los europeos aún creían en un cielo
ornado por cabras, toros, cangrejos y peces.

Mi hijo opina que me obsesionan litigios olvidados.
He intentado explicarle que el amor por la Antigüedad,
en sí mismo, no es la razón, ni tampoco el engreimiento,
ni un sentimiento de condescendencia, sino el deseo
de desentrañar el comportamiento del Hombre —cómo ha  

        llegado 
a ser lo que es— y de seguir su arduo descenso,
por espesuras innumerables, hasta el presente.
Me gustaría que nos volviéramos a descubrir en nuestro
        primer gozo 
y nuestro primer dolor, en nuestro asombro y nuestro afán
        creativo, 
en nuestro éxito y nuestro más absoluto fracaso, y en todo
        lo demás. 
No creo que me hayas entendido. Tanto peor.
Quizá me alcance, o quizá no.
No esperaré a nadie.




https://godalledicions.cat/es/tienda/puntos-para-una-rosa-de-los-vientos/

Godall Edicions, 2020
ISBN: 978-84-120684-7-4


martes, 14 de enero de 2020

Picasso: un escritor que pinta

En el Museo Picasso, se reúnen dos exposiciones sobre la vertiente literaria de Pablo Picasso, que fue mucho más amplia de lo que se cree, pero que ha quedado oscurecida por la magnitud de su fama como pintor: Pablo Picasso. Paul Éluard. Una amistat sublim y Picasso poeta. Las visito con mi amiga Anay, que ha tenido que vencer cierta antipatía por la persona que fue Picasso para acompañarme en esta ocasión. No obstante, que haya sabido separar la conducta del hombre de la creación del artista demuestra altura de miras, y es un mérito que estoy muy dispuesto a reconocerle. La primera impresión es agradable: no hay colas para entrar. La última vez que pasé por aquí, había una que recorría prácticamente toda la calle Montcada, compuesta mayoritariamente por japoneses, pero que desprendía un tufo soviético (o cubano: en La Habana se forman colas parecidas para coger la guagua o comprar papel higiénico). Vemos primero la exposición sobre Picasso y Éluard. Los dos artistas se amistaron en 1935 y, hasta la muerte del francés en 1952, cultivaron y acrecieron esa amistad, hasta el punto de configurar un dúo, un bloque, coincidente en empuje creador, sensibilidad artística y opciones políticas: ambos se opusieron a los fascismos del medio siglo y se afiliaron al Partido Comunista. La exposición recorre la columna vertebral de ese vínculo, integrado por la influencia del pintor en el poeta y del poeta en el pintor, por sus compromisos artísticos y políticos, y por una cotidianidad a menudo compartida. Los dos, por ejemplo, junto con sus mujeres respectivas, Dora Maar (que Éluard le había presentado a Picasso) y Nusch Éluard (con la que el poeta se había casado tras separarse de Gala, que luego se convertiría en la musa de Dalí: el círculo sentimental de los surrealistas era ciertamente endogámico), pasaron varias vacaciones juntos en Mougins, cerca de Cannes, donde Picasso se compraría más tarde una casa y moriría en 1973. Abundan los dibujos y óleos de Picasso de Paul, Dora y Nusch, así como fotografías de unos y otros (tomadas por la propia Dora o por otros fotógrafos famosos, como Man Ray o Brassaï). En las obras de Picasso no faltan los cojones y los coños, frecuentes en sus papeles y lienzos, y las narices caen donde caen; como todo, en general: el cubismo impera. Tampoco faltan las cartas y postales que se intercambiaron: esas menudencias sentimentales que consolidan una relación duradera en el tiempo y el espacio. Picasso aparece en muchas de las fotos expuestas como le gustaba estar siempre: en camiseta de tirantes, horrorosas, y calzones cortos pero anchísimos, como un probo labriego español. Éluard, en cambio, se muestra siempre mucho más peripuesto, con americana y hasta corbata, fino y elegante: un auténtico caballero parisino, por muy surrealista que fuese. Bueno, siempre no: en una foto de grupo tomada en la playa, luce un bañador ajustadísimo y subido hasta más allá del ombligo: no resulta una visión placentera. Nusch, por su parte, que había sido acróbata y actriz, exhibe el pecho desnudo en otra foto de un verano en Mougins: los intelectuales de aquel tiempo desafiaban las convenciones de la sociedad y sus estándares éticos, como Dios manda. Varios poemas de Éluard ilustran aquellos amores, aquella amistad y aquel mundo, como todos los dedicados a Picasso (uno dice: "He vuelto a ver a quien no olvido nunca. A quien no olvidaré jamás") o el titulado "Noviembre, 1936", que escribió cuando España libraba ya una atroz guerra civil, un conflicto que no dejaría de atormentarlos y en el que ambos tomarían un resuelto partido por la República: "Mirad cómo trabajan los constructores de ruinas / Son ricos pacientes ordenados negros bestiales / Hacen todo lo posible por quedarse solos en la tierra / Están al límite del hombre y lo colman de inmundicia / Pliegan a ras de suelo palacios sin cerebro". Esta pieza inspiraría los grabados de Sueño y mentira de Franco, de enero de 1937. Pero Éluard también escribió versos de amor a su mujer, Nusch, como en este poema epónimo: "La cabellera de las caricias / Sin recelos ni sospechas / Tus ojos se entregan a lo que ven / Vistos por lo que miran / (...) De noche tus ojos se pierden / Para unir vigilia y deseo". Otro poema inspirado por su mujer, pero utilizado en la lucha contra el enemigo nazi —los aliados lo lanzaban desde el aire sobre el París ocupado—, es el legendario "Liberté", cuya estrofa final dice: "Y por el poder de una palabra / Reinicio mi vida / He nacido para conocerte / Para nombrarte / Libertad". La exposición no es solo pictórica: también recoge muestras de la escultura de Picasso, como un Cap de mort ('Cabeza de muerto'), de 1943 —inspirado, seguramente, por la carnicería que se desarrollaba entonces en el planeta—, que es eso, un negro, deforme y espeluznante cráneo humano, con grandes huecos en lugar de ojos, ubicado junto a un cráneo relicario de Gabón, propiedad de Éluard, también negro y también estremecedor. Pero Picasso bebía del arte primitivo de África, de Chipre, de cualquier sitio— para componer su mundo, y esta es otra prueba de su ecumenismo creador. Un poco más allá de los dos cráneos, vemos un molde en yeso de la mano de Picasso: nos sorprende la cortedad de sus dedos. Uno se los imaginaba largos y finos, como los de un pianista: instrumentos afilados que sostuvieran con fuerza y gracilidad el pincel. Pero eran tan chaparros, tan morcillescos como él. Es muy interesante asimismo el Retrato de Paul Éluard, de 1941, una sucesión de dieciocho dibujos del perfil del poeta, con pequeñas variaciones del primero al último, en busca de una esencialidad que se aproxima a la abstracción. No obstante, solo se exponen dieciséis: los dos que faltan fueron regalados (uno, al propio Éluard). La faceta política de los dos Pablos tiene igualmente una amplia representación en la exposición. Picasso se afilia al Partido Comunista en 1944 y, con la liberación de Francia y el fin de la Segunda Guerra Mundial, su obra se llena de palomas: toda una pared de la sala está cubierta de ellas. Pero allí, en un rincón, figura también un dibujo, de formato mucho más pequeño, en el que se lee, con la caligrafía picuda habitual de su autor: "Staline, a ta santé" ('Stalin, a tu salud'). Picasso entra con esta pieza en la concurrida nómina de grandes creadores que han loado a uno de los mayores criminales de la humanidad (el segundo con las manos más manchadas de sangre, después de Mao, según las últimas estadísticas): Neruda, Alberti, Nicolás Guillén y Miguel Hernández también incurrieron en ese terrible trampantojo. El sentido combativo del arte y el compromiso político, certero o equivocado, de Picasso quedan bien reflejados en la reflexión que hizo en marzo de 1945 y que preside la sala: "No, la pintura no está hecha para decorar los pisos. Es un instrumento de guerra ofensiva y defensiva contra el enemigo". A este planteamiento responden también otras piezas expuestas, como el gran óleo Masacre en Corea, de 1951, motivado por la guerra que entonces se libraba en el país asiático, y en el cual, dispuestos como en Los fusilamientos del 3 de mayo, de Goya, un grupo de hombres acorazados, con aspecto de robots, fusila a otro grupo de hombres, mujeres y niños desnudos. La exposición concluye con la proyección del documental Guernica, de Alain Resnais y Robert Hessens, de 1950, cuyo texto escribió Paul Éluard y leen Jacques Pruvost y María Casares. Las imágenes, fracturadas, superpuestas, subrayan los ojos desparejados del cuadro, las lenguas puntiagudas que salen como cuchillos de las bocas, las cabezas paralelas al cuerpo, todo el dolor sentido, pintado, gritado, que suscitó el bombardeo de la ciudad vasca. De las perturbadoras imágenes de Resnais pasamos a la otra exposición "Picasso poeta", enmarcada por esta reveladora cita del malagueño: "Si fuese chino, no sería pintor, sino escritor: escribiría mis pinturas". La pintura y la literatura estuvieron siempre muy cerca en la obra de Picasso; de hecho, cabe decir que se fundieron en una. André Breton lo dio a conocer como escritor con "Picasso poète", un texto publicado en Cahiers d'Art en 1935, y Picasso confirmó esa condición de poeta que le atribuía el autor de Nadja, aunque "descarriado". Quizá por eso trituraba el lenguaje en sus cuadros, y en lo que no eran cuadros, como si fuese una masa verbal de la que extraer sonidos, colores, asociaciones, quebrantamientos, raptos. Picasso escribió poemas en castellano y en francés, siempre rabiosamente surreales, como este, fechado el 24 de noviembre de 1939: "El ungüento que decora el vacío del cielo con las esquinas encendidas por la uña que clava sus labios en el cebo de cantos de gallo devorando sus sonrisas sus caricias haciendo garabatos en la pizarra la fachada aún de pie milagrosamente pelando su barba en el borde del velo de encaje de la vela de la mirada presa en el hielo de las águilas desatadas del lago que ondea en la ventana". Y también escribió teatro, de igual sesgo irracionalista, cuya mejor manifestación acaso sea El deseo atrapado por la cola, de 1941, originariamente en francés. Pero asimismo incorporó el lenguaje a su pintura. Vemos cinco de los once dibujos que componen otra variación sobre un mismo tema, Il neige au soleil ('Nieva al sol'), en los que la frase cambia, desde la legibilidad inicial a la desarticulación absoluta, con líneas dispersas e hiperbólicas. También pinta un óleo cargado de humor negro, una sátira feroz, contra los facciosos que se han rebelado contra la República y quienes los apoyan, Retrato de la marquesa de culo cristiano echándole un duro a los soldados moros defensores de la Virgen (un título que es, por sí mismo, una breve pieza literaria), de 1937, cuya horrenda protagonista enseña un cuello peludo y unas garras retorcidas, con las que sostiene una banderita de España (hoy, Cayetana Álvarez de Toledo, que también es marquesa, exhibe la enseña patria en una pulserita de muñeca): parece una cacatúa. Y, finalmente es la última sala que atravesamos antes de salir, a Anay y a mí nos fascina el poema litografiado Le chant des morts ('El canto de los muertos'), de 1948, con cuarenta y tres poemas de Pierre Reverdy, autografiados por este e iluminados con tinta roja por Picasso en 125 litografías, como los códices medievales. La imbricación de pintura y poesía es aquí absoluta. Y así, iluminados, cantados, imbricados, pero muy vivos, salimos otra vez a la calle Montcada. Anay, además, se siente legítimamente orgullosa: ha sido capaz de disfrutar de los poemas y de los cuadros de una persona con la que nunca se iría a tomar un café. Y yo me alegro por ella.

jueves, 9 de enero de 2020

El tenis, un deporte de caballeros

El otro día fui a una tienda de Apple en Sant Cugat para que me revisaran el portátil, que ha dejado de funcionar. Así, porque sí. No estaba del mejor humor, pero el enfado que me turbaba no me impidió reconocer, entre las personas que esperaban a ser atendidas, a Álex Corretja, el extenista. Corretja es uno de los personajes famosos que viven en Sant Cugat: aquí tiene un restaurante, aquí vive con la modelo Martina Klein y aquí mantiene un largo litigio por una casa cuya demolición ha ordenado el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Este hombre fue un tenista importante a finales del siglo pasado y principios de este: ganó docena y media de torneos, una Copa de Maestros, una Copa Davis, una medalla olímpica y fue dos veces finalista en Roland Garros: en la primera, perdió con el también español Carlos Moyà, y en la segunda, con el brasileño Gustavo Kuerten, que remontó el primer set, ganado por Corretja, y acabó venciéndole por tres sets a uno, con rosco incluido en el último. La presencia de Corretja en Apple me recordó mi larga, muy larga relación con el tenis, hasta hace algunos años. Todo empezó, como tantas otras cosas, con la anglofilia de mi padre, que admiraba aquel deporte inventado por los ingleses, como tantos otros deportes (casi todos). Y, como era un padre intervencionista, un padre proselitista y tribunicio, no dejaba de inculcarle esa admiración a su hijo. A mi padre le gustaba la elegancia del tenis, uno de los pocos deportes, decía, en los que no hay contacto físico entre los contrincantes (salvo, claro está, si se mandan pelotazos al cuerpo con la intención de reventarse; pero ese es un contacto delegado: no una patada o un guantazo, tan plebeyos, sino un misil que aún arrastra cierta cortesía consigo). Y todavía más le gustaban ciertas tradiciones que los ingleses mantenían a rajatabla, como que los participantes en el torneo de Wimbledon, la catedral del tenis, tuviesen siempre que jugar de blanco (y las damas, con falda). Aquellos formalismos le encantaban y consiguieron fascinarme también a mí. Aunque no es extraño: yo era un crío muy influenciable. Lo cierto es que mi padre y yo nos pasábamos horas viendo los partidos en televisión. En blanco y negro, por supuesto, y con la cantinela reduplicativa del regordete y añorado Juan José Castillo: "¡Entró, entró!", gritaba el locutor cuando la bola, en efecto, entraba. No era muy imaginativo el hombre, pero sí muy imparcial. Del tenis me gustaba, extrañamente, la dimensión topográfica: cómo los jugadores se esforzaban por tirar líneas que superasen al contrario, y que acababan dibujando una malla móvil, saltarina, invisible, imprevisible, que igual incorporaba una recta impecable que un ángulo agudísimo o un semicírculo que, vaya uno a saber por qué, se llamaba lob. La puntuación y la terminología del tenis le resultaban también atractivas, por misteriosas (e ilógicas), a mi padre, y, por lo tanto, también a mí: ¿por qué cada punto no daba un punto, sino quince? ¿Por qué, a partir del tercer o cuarto punto, según, ya no daba quince, sino diez? ¿Por qué, si estaban empatados a cuarenta puntos, cada punto ya no valía quince puntos, ni diez, sino una ventaja, o volvían a estar iguales, como los ciegos? ¿Y por qué, en fin, si uno no conseguía ningún punto, se decía que iba a love, es decir, a amor? ¿Qué tenía que ver el amor con todo aquello? Aquellas preguntas le causaban a mi padre una gran confusión, pero era una confusión gozosa. Ver un partido de tenis era para él como ver un documental de animales: uno contempla las evoluciones de un cangrejo de los cocoteros, pongamos por caso, y no entiende nada de lo que hace, pero, precisamente por eso, por esa incomprensión absoluta, se siente encandilado por el bicho. Mi padre veía a los jugadores de tenis como a elegantes cangrejos de los cocoteros, que se dejaban la vida por enviar un trozo de caucho al otro lado de una red. Y yo también. En aquellos tiempos remotos, nuestros favoritos —es decir, los suyos, que yo hacía míos— eran los artistas, como Ilie Nastase, rumano, el George Best de la raqueta, un verdadero virtuoso del encordado, capaz de enviar la pelota, desde cualquier posición, al único rincón de la pista donde el rival no podía alcanzarla: lo hacía con un delicado giro de muñeca, que parecía de plastilina. También nos seducía su carácter burlón, su sentido del espectáculo y las muchas triquiñuelas que utilizaba, que lo emparentaban con la picaresca patria, aunque no fuesen un modelo de elegancia: en cierta ocasión, sacó para vengarse, con un pelotazo milimétrico, de un juez de línea que había cantado malo un servicio anterior por haber rozado la red. Pero mi padre y yo estábamos de acuerdo: el juez de línea se lo merecía. (A mi padre también le maravillaba que se hubiese acostado con 2.500 mujeres, según decía Nastase; yo, con diez u once años, aún no me hacía a las dimensiones prodigiosas de esa cifra). El rumano consiguió títulos importantes, y hasta fue número 1 del mundo en 1973, pero no obtuvo tantas triunfos como sus prodigiosas cualidades hacían prever. Su tenis artístico fue derrotado por el tenis inhumano de los pegadores, aquellos que daban raquetazos como quien tala un árbol, y cuya estirpe no ha hecho sino crecer. En el tenis siempre ha habido dos clases de jugadores: los finos y los que martillean, igual que el el boxeo ha habido estilistas y fajadores, en el ciclismo, escaladores y rodadores, en el fútbol, Messis y Cristianos, y en la poesía, experimentales y figurativos. Pero todos ellos, me doy cuenta, han sufrido la extraordinaria presión psicológica del tenis. Precisamente porque no es un deporte de contacto, sino de regla y cartabón, solitario y matemático, como el ajedrez, los tenistas se ven exprimidos hasta el desquiciamiento: esprintar como un poseso para alcanzar una dejada; o retroceder para devolver por entre las piernas un lob; o correr de un lado a otro de la pista, a cada uno de los cuales nos envía el adversario la bola durante un peloteo eterno; o insistir en las voleas sin que el contrario se rinda, sino que las devuelva todas, aun las que parecen imposibles, y hasta gane el punto; o ver cómo el golpe definitivo, dado a plena cancha, se estrella contra la red o se va fuera por milímetros, todo eso, y tantos otros suplicios, enloquecen al más pintado. Y por eso alguien como John McEnroe se enfurecía con los árbitros como si estuviera en una discusión de tráfico —a un umpire lo llamó "la escoria del mundo"—, o un australiano de hoy, que atiende por Kyrgios, se comporta como un macarra de VOX, o pocos tenistas no han estrellado alguna vez la raqueta contra el suelo, a veces hasta dejarla convertida en un acordeón, por la frustración de un golpe mal ejecutado o una maniobra incorrecta. Pero mi pasión por el tenis no se ha desarrollado solo en el sillón, que es donde prefiero practicar los deportes, sino también en la pista. Uno de los regalos de Reyes que más ilusión me hicieron nunca fue una raqueta de tenis. Era una raqueta de madera, que pesaba un quintal, pero que a mí me emocionó como si fuese a convertirme en Bjorn Borg, aquel sueco melenudo que lo ganaba todo y que era otro de mis héroes. El día que me la regalaron, me pasé media mañana jugando con ella en la calle: mi rival era la pared de la casa de mis tíos, donde íbamos a comer. La pared devolvía todos los golpes, pero yo insistía, y no me importaba (ni, por lo que recuerdo, a mis padres tampoco) que la pelota me superara, se fuera a la calzada y yo corriese a recuperarla entre los coches que pasaban. Empezaba a experimentar el desquiciamiento del tenista, pero me ilusionaba tanto el juguete que no me importaba. Luego he tenido ocasión de practicarlo en pistas de tierra de verdad: con Juan Carlos, un amigo al que, asombrosamente, siempre ganaba (era barrigudo y psicólogo: nunca me parecieron las mejores características para dedicarse a este deporte), y en un club deportivo de Sant Cugat en el que estuve apuntado con mi familia varios años (hasta que la cuota que pagábamos creció hasta parecer la cuota de la hipoteca; entonces lo dejamos). Allí comprobaba una obviedad: los resultados dependían mucho de con quién jugase. A Ángeles solía ganarle, alguna vez casi por incomparecencia: ella sacaba y con el saque sufría una lesión muscular, de forma que, cuando le devolvía la bola, ella ya no estaba de pie para golpearla, sino en el suelo, agarrándose la pantorrilla. Luego mis hijos la retiraban, sujetándola cada una por un brazo, y yo me proclamaba vencedor. Cuando jugaba contra mis hijos, en cambio, siempre perdía. Yo intentaba desconcertarlos con golpes astutos, propios de la inteligencia que me caracterizaba, dirigidos a donde menos se esperaban, pero ellos, no sé cómo, los adivinaban siempre y, dando unos pasitos, los alcanzaban para devolvérmelos con, advertía yo, cierta compasión o incluso sentimiento de culpa, que, no obstante, no les impedía hacerlos inalcanzables. Si, por ejemplo, yo me había ido a la red para machacarlos con una volea, ellos enviaban la pelota por encima de mí; y lo hacían de cuchara, que era lo más humillante. Al principio, intentaba retroceder para machacarlos con un passing shot, o con un cruzado de derecha, o con lo que sin duda se me ocurriría en aquel momento, pero, cuando a la segunda carrera (infructuosa) empecé a ver nublado y a sentir que aquello que me asomaba por las orejas no era cerumen, sino los pulmones, desistí del esfuerzo y me limité a ver (y luego a escuchar: ya ni me giraba) los botecitos del caucho en la arcilla. "¡Entró, entró!", habría gritado Juan José Castillo. Si, utilizando otra estrategia, me mantenía al fondo de la pista, controlando el peloteo y buscando el error del rival, me encontraba yendo de una punta a la otra como un metrónomo, cada vez a mayor velocidad, hasta que sentía los mismos efectos que cuando subía a la red: lo veía todo borroso y el hígado parecía que me fuese a explotar. Creo que mi mejor resultado fue un 6-0, 3-0. No llegué a acabar el segundo set, pero desde la enfermería me sentí muy orgulloso de haber terminado el primero. Ah, todo lo que tiene el tenis de difícil, lo tiene de satisfactorio. 

sábado, 4 de enero de 2020

Carta a los Reyes

Queridos Reyes Magos:

Si os soy franco, este año no sé si he sido bueno. Tampoco si he sido malo. Esto de ser bueno o malo es cada vez más difícil de saber. Sí sé que he sido paciente y, quizá, hasta resignado. Un poco, al menos. La paciencia y la resignación no tienen buena prensa: son virtudes maría, por utilizar una analogía escolar. Cotizan más la ambición, la valentía, la audacia: esas hijas del pensamiento positivo, tan norteamericano, según el cual, si uno quiere algo mucho, mucho, y se aplica a conseguirlo, se hará indefectiblemente realidad. Ser paciente, en cambio, carece del glamur de otros rasgos de la personalidad y, además, es muy difícil; y resignado, ni te cuento. Y lo son porque suponen el sacrificio de algo fundamental, el tiempo: la paciencia y la resignación son como la resistencia pasiva: algo que no hacemos, o que dejamos pasar, mientras transcurren los días o los años. El tiempo, nuestra única riqueza, se nos escurre entre los dedos mientras esperamos; y, si nos resignamos, simplemente se muere: desaparece, aunque uno siga respirando. Ambas, paciencia y resignación, deberían estar más reconocidas. Pero no sé, queridos Reyes de Oriente, por qué os estoy largando este discurso. Las cartas que se os escriben no están para filosofar, sino para pediros cosas. Así que yo también voy a hacerlo, aunque dude de mis méritos. Sin embargo, si lo pienso bien, lo que más me apetece que me traigáis es, precisamente, paciencia y cuarto y mitad de resignación. Preveo un incremento general de la estupidez circundante; o, más que un incremento, un enrocamiento, una fosilización de la imbecilidad, como si ya no pudiera estricarse de los cerebros que ha colonizado. Tampoco la cotidianidad ha de variar mucho: seguiremos yendo a trabajar cada día, seguiremos teniendo que hacer la compra, seguiremos llevando el coche a reparar al taller, seguiremos asistiendo a las reuniones de vecinos, seguiremos pagando impuestos, seguiremos, en fin, viendo pasar los días y las noches sin que la felicidad se nos aparezca, o, peor aún, sintiendo que se nos arrebata la poca o mucha que nos pudieran procurar algunos momentos, algunas aficiones, algunas personas. Para esta continuidad letal, porque acaba en la muerte y es ya la muerte anticipada, necesito que me deis fortaleza y serenidad, a falta de mejor remedio. No obstante, también os voy a pedir otras cosas. Ellas me ayudarán igualmente a sobrellevar este poco halagüeño 2020. O eso creo. Me gustaría que hubiera más Woody Allen. Me gustaría que el Barça ganara la Liga de Campeones, pero, a la vez, que no me importase que no la ganara (o que la ganase el Madrid). Me gustaría poder seguir leyendo periódicos en papel. Me gustaría no perder ningún amigo (y, si es posible, hacer alguno nuevo). Me gustaría que Donald Trump se cayera por las escaleras al subir al avión presidencial. Me gustaría que España fuese un país educado y generoso. Me gustaría que Cataluña fuese un país sensato y pacífico. Me gustaría que resucitaran Enrique Tierno Galván, Manuel Vázquez Montalbán, José Luis Sampedro, Rafael Sánchez Ferlosio, mi padre. Me gustaría no cometer ningún error cuando traduzco. Me gustaría que los pájaros no me cagaran el coche. Me gustaría que me gustase tanto escribir poesía como cuando empecé a hacerlo. Me gustaría leer más despacio, comer más despacio, hacer el amor más despacio. Me gustaría que la grúa no se me llevara el coche cuando lo dejo aparcado (de cualquier manera) para llevar a mi madre al hospital. Me gustaría adelgazar. Me gustaría no morirme todavía. Me gustaría que la gente no se diera tantos aires, ni darme yo mismo tantos. Me gustaría que mi mujer no tuviera que vivir en el extranjero para tener un trabajo digno. Me gustaría no discutir por gilipolleces, ni callarme cuando debiera protestar. Me gustaría haber conocido a mis abuelos. Me gustaría que, si perdiese algo, me lo devolvieran. Me gustaría que los libros, y el cine, y el teatro, y los museos, y los conciertos, fuesen más baratos (me da igual, en cambio, que las entradas del fútbol valgan el potosí que valen; por esto no tenéis que preocuparos). Me gustaría que no me perturbase la esperanza. Me gustaría no irritarme, no ensombrecerme, no declinar. Me gustaría que las cosas no dejaran de funcionar. Me gustaría vivir una vida lujosa. Me gustaría no hacer daño a nadie, ni que me lo hiciesen a mí. Me gustaría mentir con más sinceridad. Me gustaría encontrar un fontanero en agosto. Me gustaría que la gente agradeciera lo que se hace por ellos. Me gustaría entrar en una pelea sin pensar que nadie va a ayudarme. Me gustaría ser menos cobarde. Me gustaría ser mejor hijo y mejor padre. Me gustaría saber cocinar. Me gustaría que no hubiera erratas en los libros. Me gustaría hablar finlandés. Me gustaría amar mejor. Me gustaría que no enfermáramos, que no sufriésemos. Me gustaría que hubiese más poesía, que la poesía nos envolviera allí donde estuviésemos. Me gustaría que Isabel Díaz Ayuso volviese a llevar la cuenta de tuiter de Pecas, el chucho de Esperanza Aguirre. Me gustaría que siguiera habiendo concursos de belleza. Me gustaría la paz en el mundo. Me gustaría ganar alguna vez al ordenador al ajedrez. Me gustaría vivir en una república y no en una monarquía (sé que esto os debe de resultar particularmente incómodo, pero a mí me haría mucha ilusión). Me gustaría no interesarme por lo que dicen los idiotas. Me gustaría no perder el sentido del humor. Me gustaría conservar la llama interior. Me gustaría no dimitir de la vida. 

Ya sé, querido Reyes Magos, que la carta me ha salido un poco larga, pero confío en que podáis regalarme algo. Aunque, si queréis traerme solo carbón, lo aceptaré resignado. Quizá lo merezca. He dejado manzanas en los zapatos para los camellos. Os deseo un buen viaje.