lunes, 30 de enero de 2017

Siete publicaciones

Como no tengo facebook ni tuiter, ese instrumento diabólico, utilizo este blog para dar cuenta de algunas novedades literarias. Estos últimos días han aparecido siete:

En República de las Letras, la renovada revista, ahora digital, de la asimismo renovada Asociación Colegial de Escritores de España, bajo la dirección de Manuel Rico, se publica un largo artículo, "Azares y perplejidades de la traducción. Una visión desde la perspectiva del creador", en el que reflexiono sobre mi trayectoria en este difícil arte, y expongo lo que podría considerarse una poética de la traducción. El escrito es largo, como suelen ser los míos, pero los redactores de República de las Letras han tenido el acierto (o acaso la misericordia) de introducir epígrafes que aligeran la masa del texto y fotografías que lo ilustran con sentido. El enlace es este: 
http://republicadelasletras.acescritores.com/2017/01/22/azares-perplejidades-la-traduccion/.

También sobre la traducción versa la entrevista que me ha hecho Rubén Darío (no es broma: así se llama mi amable interlocutor, y con ese nombre augusto ingresa en mi personal colección de coincidencias literarias: en Madrid conocí hace algunos años a un Juan Ramón Jiménez) en el núm. 34 (enero de 2017) de la revista digital que dirige, Excodra. Revista de Literatura (y Otras Artes). Indico también el enlace: http://excodra.wixsite.com/excodra.

La poeta ecuatoriana Aleyda Quevedo Rojas, a la que conocí en la reciente Feria Internacional del Libro de Quito, me entrevista igualmente en una espléndida revista digital peruana, Vallejo & Co. He aquí el resultado: 
http://www.vallejoandcompany.com/espana-esta-viviendo-un-momento-de-eclecticismo-liberador-tras-el-monopolio-entrevista-a-eduardo-moga/.

En el núm. 79 (cuarto trimestre de 2016) de una de las mejores revistas de cultura del país, El Cuaderno, se publica el poema "Araño el aire...", de mi próximo libro, Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, que escribí enteramente en Londres, que versa sobre mi vida en la capital británica, y que verá la luz, si nada se tuerce, en mayo en Vaso Roto. Sigue siendo un placer (después, ay, de tantos libros publicados) comprobar que un poema deja de ser inédito; y también que lo acompañan, como en este caso, composiciones de excelentes escritores y amigos, como Tomás Sánchez Santiago, Elías Moro, Miren Agur Meabe (a quien el destino vuelve a poner a mi lado literalmente: está en la página contigua después de haberlo hecho, gozosamente, este verano, en Ucrania), Jordi Doce, Agustín Fernández Mallo, José Luis Cancho, Manuel Rico, Julio Mas Alcaraz, Sergi Bellver y Juan Carlos Suñén. Aunque el número aún no está disponible en issuu, se puede acceder a él por facebook: elcuadernomensual. 

Los Papeles de Brighton, el sello creado y dirigido por el poeta y crítico Juan Luis Calbarro, acaba de alumbrar Entre el barro y la nieve. Poesía reunida, de Máximo Hernández, uno de esos poetas provinciales (que no provincianos), es decir, semiocultos en las espesuras de la periferia, que ha labrado con los años una obra tan sugerente como poco conocida. Entre el barro y la nieve recoge casi toda su poesía, publicada e inédita, e incorpora sendos trabajos de algunos de los mejores conocedores de su producción, como el propio Juan Luis Calbarro y los también poetas Tomás Sánchez Santiago, Ángel Fernández Benéitez, Juan Manuel Rodríguez Tobal y María Ángeles Pérez López. Mi colaboración consiste en un estudio de su poemario Matriz de la ceniza, titulado "Sobria y encendida meditación sobre la muerte". La información sobre Entre el barro y la nieve. Poesía reunida se encuentra aquí: 
https://lospapelesdebrighton.com/2017/01/13/maximo-hernandez-entre-el-barro-y-la-nieve/.

En la editorial Ábada acaba de ver la luz Lecturas de Paul Celan, el volumen que recoge buena parte de las ponencias e intervenciones ofrecidas en el Congreso Internacional «Paul Celan en España. Traducciones-Lecturas-Influencias», celebrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Extremadura en mayo de 2015. En el volumen, coordinado por Mario Martín Gijón y Rosa Benéitez Andrés, pueden leerse las colaboraciones de autores y críticos tan destacados como Miguel Casado, Carlos Ortega, Antonio Méndez Rubio, Jaime Siles y José Luis Gómez Toré, entre otros. Mi contribución se titula "La soledad del suicida", y en ella trato de dilucidar el anuncio o premonición y la configuración simbólica del suicidio de Celan en su poesía. Los editores han tenido la gentileza de incorporar, al final del artículo, el poema de Insumisión que recrea la muerte del rumano, "Era una noche como otra cualquiera...". Esta es la información que recoge Ábada sobre el libro: http://abadaeditores.com/libro.php?l=449.

Por último, el poeta Agustín Calvo Galán reseña en Revista de Letras mis Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres, recientemente publicado por Varasek Ediciones. Lo hace, bajo el acertado título de "Londres no era una fiesta", con un entusiasmo que le agradezco. La crítica puede leerse aquí: http://revistadeletras.net/eduardo-moga-londres-no-era-una-fiesta/.

jueves, 26 de enero de 2017

Aqua Libera y otras aventuras (y III)

Por la tarde visitamos el dolmen del prado de Lácara, entre Aljucén y La Nava de Santiago. A Ángeles y a mí nos gustan las piedras, y los restos calcolíticos, abundantes en esta zona, constituyen una apoteosis pétrea. El camino hasta el túmulo porque eso son los dólmenes: túmulos– está flanqueado por vacas con esquilones, rapaces chilladoras y dehesas verde-amarillas. Todo transpira paz, sobre todo las vacas, que parecen vivir siempre en un estado de imperturbable ataraxia, como el Dalai Lama (Ángeles las considera limusinas, pero yo le aclaro que eso son los coches largos en los que la gente se monta en las despedidas de soltero: los vacas son lemosinas, aunque estas tampoco lo sean, sino retintas). El dolmen, de unos 25 m de diámetro, conserva el pasillo de entrada, todavía cubierto pero muy bajo: los habitantes del Calcolítico no superaban el metro y medio de altura; yo he de avanzar casi de rodillas, si no quiero decapitarme, y parte de la cúpula, de cinco m de altura, cuyos restos permiten imaginar la robustez de la construcción original. Las vicisitudes por las que ha atravesado este monumento son innumerables: se ha utilizado de chozo y hasta de vivienda, y también ha sido cantera. De hecho, ha sobrevivido, aunque no nos explicamos cómo, a esa explotación e incluso a una voladura, a principios del s. XX, que acabó con la cubierta de la cámara. Pero el conjunto resiste, como si no estuviera dispuesto a abandonarse a los desmanes de los hombres modernos, más bárbaros, según se mire, que los bárbaros que lo construyeron. Paseamos por los alrededores del túmulo, penetramos hasta la cámara y nos subimos a ella. Al hacerlo, paso al lado de lo que parece una muda de serpiente o una serpiente muerta. Pero la rozo y está viva. Se lo notifico a Ángeles, que ha pasado inadvertidamente a su lado en el camino de ida, y da el brinco que habría dado de haberla visto. Es, pues, un brinco de efectos retardados, pero muy aparente: parabólico y agilísimo, seguido por un correteo atribulado por entre guijarros puntiagudos, y acompañado por un ulular de pánico, a medio camino entre La donna è mobile, de Rigoletto, y el grito de guerra de los apaches. A Ángeles no le gustan las serpientes. A varios metros de distancia ya del dolmen, me insta a salir de allí y sustraerme al peligro mortal del ofidio, aunque me parece que, si hay alguien en peligro allí, es el ofidio: varado, indolente, sería facilísimo aplastarlo. Pero me marcho sin hacerle ningún daño. De regreso al coche, por el mismo camino por el que hemos llegado, Ángeles ve el paisaje de otra manera: mira, nerviosa, cada arbusto, cada chinarro, y se me pega al costado como si en cualquier momento pudiera salirle al paso una cobra. "No hay cobras en España", le digo para tranquilizarla. "Ya. También dicen que no hay cocodrilos, y el otro día descubrieron uno en un estanque de Sant Cugat", me responde, con creciente inquietud. La relajación solo le llega cuando nos entregamos al masaje, de una hora de duración, que forma parte del paquete "Lujo imperial" que hemos contratado en el Aqua Libera. Se hace junto a las termas. Dos jóvenes nos invitan con un gesto a tumbarnos en las camillas. Apenas hablan y, cuando lo hacen, es en voz muy baja, como si no quisieran perturbar el sosiego que nos rodea. Lo único que suena es una musiquita tranquilizadora, más aún, somnífera. Creo que me llego a dormir, y sospecho que incluso a roncar, con un par de esos ronquidos furtivos de los que somos paradójicamente conscientes. No es mi única ruptura del silencio que nos envuelve. De pronto, me empiezan a sonar las tripas. Me pregunto si habría un momento más inoportuno para que me sonaran las tripas. A Humphrey Bogart también le incomodaban ante Katherine Hepburn en La reina de África, pero allí se entendía: su personaje pasaba hambre y privaciones; yo, en cambio, me he asestado hace poco un estofado memorable y yazgo ahora rendido a las manos sobrenaturales de una masajista. Esto solo lo entiende Murphy, el de la Ley. Las masajistas, por su parte, muy profesionales, hacen como aquel mayordomo de una de las novelas de Agatha Christie: no se dan por enteradas de aquello de lo que no se les pide que se den por enteradas. Pero yo (y Ángeles, que me mira como suele mirarme en mis momentos desafortunados, que son muchos) sufrimos: el serrucho de los intestinos no deja de sonar. Por fin lo hace. En ese punto, la masajista se está aplicando a uno de los momentos más deliciosos del servicio: el masaje de pies, que me eleva a alturas místicas. Pienso en la intimidad extraordinaria que adquieren las manos de estas profesionales, que recorren (casi) todo tu cuerpo con una amabilidad y una penetración extremas. Esas manos trascienden la piel, se adentran en los músculos y comunican una dulzura indescriptible. Lo hacen, claro está, si están adiestradas para ello. Mi masajista sigue enfrascada, ah, en redimir a los pies de su rastrera condición, y yo recuerdo entonces la brutalidad del masaje que me practicaron en un hamam de Estambul: el turco que me había tocado en suerte llegó a la conclusión de que yo era demasiado grande como para que un mero masaje manual fuera efectivo, y decidió que la única forma de practicarlo con la fuerza necesaria y de que sintiera sus efectos benéficos, era con los pies; y se me puso a andar por la espalda. Aún me oigo crujir los huesos: los de la espalda y también los de la cara, porque el turco andariego se daba la vuelta en la cabeza. Reconozco que aquel paseo costillar me desembarazó de algunas contracturas, pero también me procuró otras, no menos dolorosas. Y a Ángeles la cosa no le fue mejor: no le caminaron encima, pero sí la manosearon lo suficiente como para que creyera que de aquel masaje los turcos sacaban algo más que dinero. En Aqua Libera ingresamos después en las termas, que, con tres piletas, reproducen fielmente la disposición de las romanas: primero hay que bañarse en el agua fría el frigidarium, luego en el agua tibia el tepidarium y por fin en el agua caliente el caldarium. Yo cumplo disciplinadamente el proceso, pero Ángeles prefiere omitir el primer paso: el agua fría, es decir, toda agua que no esté casi hirviendo, le gusta tanto como las serpientes. Disfrutamos a solas de otra hora en las piscinas, con la misma penumbra, las mismas velas y la misma música ambiental que en el masaje, y salimos renovados, más aún, renacidos: desnudos como estamos, ese renacimiento es prácticamente literal. El último paso de nuestra estancia es la cena romana, para la que tanto Noemí como las otras tres parejas alojadas nos indumentamos con togas (nosotros), estolas (ellas) y coronas de flores (todos). Al amor de la lumbre de una chimenea que alimenta Santiago, Noemí nos sirve los sucesivos platos del condumio, cuyos ingredientes y preparación, siguiendo las prescripciones de De re coquinaria, el clásico de la cocina romana, atribuido al gastrónomo Marco Gavio Apicio, nos explica con amenidad. Destacan del generoso desfile el vino, rebajado con agua, miel y esencia de rosas, pero exquisito, unas espléndidas lentejas con castañas y un pavo con miel y mostaza que resucitaría a un muerto. Echo de menos el foie de gansos alimentados con higos que Apicio se procuraba, pero no me quejo: todo ha sido excelente. Pese a la rotundidad del ágape, esta noche no tendré ardor de estómago, sino muy dulces sueños.

lunes, 23 de enero de 2017

Aqua Libera y otras aventuras (II)

Pese a las exquisiteces del cuarto, paso una noche fatal. El atroz pitarra de la cena ha irrumpido en mi estómago como un elefante en una cacharrería y sufro ardores inquisitoriales. El malestar muscular que me acompaña estos días tampoco ayuda a descansar: es una incomodidad que produce la falta de ejercicio físico. Me paso horas sentado delante del ordenador, bien trabajando, bien escribiendo mis cosas, y tanta quietud no solo me devasta la espalda, sino que me ataca y atrofia los músculos. Decidimos combatir la inactividad con un buen trajín, y nos dirigimos primero a Santa Lucía del Trampal, una hermosa basílica hispanovisigoda, cerca de Alcuéscar, que me descubrieron hace dos años el poeta Javier Pérez Walias y su mujer, Teresa, y que ahora quiero que conozca también Ángeles. Santa Lucía, cuya primera edificación se remonta, según algunos historiadores, al s. VII, no se recuperó hasta 1980, cuando estaba a punto de perderse definitivamente. Las labores de restauración, hechas con esmero, han dejado a la vista una espléndida construcción visigoda, con influencias mozárabes, compuesta por tres capillas rectangulares abiertas a un transepto. La basílica, no obstante, ha sufrido muchas modificaciones posteriores, entre otras las derivadas de la destrucción que le acarreó ser fortín de los franceses en la batalla de Arroyomolinos, en 1811. Hoy se alza entre naranjos, olivos melenudos y monte bajo, silencioso y aromático. El paraje desprende paz. En el interior de la iglesia, inundado de penumbra, se ha respetado la disposición original de las naves y capillas, con espacios separados por lienzos de mármol, que lo vuelven un lugar laberíntico. Por esos pasadizos se movía la comunidad de monjes mozárabes, que pagaba un tributo a los señores musulmanes para practicar su fe y cultivar la tierras. Se me hace extraño pensar en monjes mozárabes y también en unos sarracenos tan tolerantes como para permitir otros cultos que el del Islam (aunque nunca tanto como para eximirles de impuestos). Cuando dejamos el lugar, cuatro ciclistas han llegado para visitarlo: van forrados en sus trajes de ciclistas, negros y apretados. También arriba un cura, con su alzacuellos y su clergyman: yo los prefiero ensotanados, la verdad: me recuerdan a mi golpeada infancia. Aun con el cura, el paisaje es idílico: el cielo es azul, cantan los pájaros y por los alrededores triscan unos burritos peludos, pequeños y suaves, aunque no sean de acero y plata de luna, sino marrones tirando a negros, como los ciclistas, como el cura. Seguimos a Montánchez, donde estuvimos hace años, invitados por el también poeta y amigo Diego Doncel, pero del que conservamos pocos recuerdos, salvo el de un castillo con unas vistas espectaculares. En los pocos kilómetros que nos separan del pueblo, casi atropellamos a un jabato que salta a la carretera a la altura de una planta industrial, Resti: el volantazo de Ángeles lo evita, aunque el grito con el que lo acompaña me da un susto de muerte. (Yo le recrimino que no haya hecho lo que se recomienda hacer en estos casos: aferrarse al volante, seguir recto y que sea lo que Dios quiera, pero me responde, indignada, que cómo puedo pensar que fuese ella a atropellar a un cerdito tan mono. Su razonamiento me desarma). Ya en Montánchez, nos recuperamos del sobresalto con una cerveza en un bar de nombre muy evocador, Pito Gordo, que me hace mirar con curiosidad al dueño. Vamos después al castillo, a cuyo pie encontramos un mirador, aunque no dejamos de preguntarnos qué hace allí un mirador, cuando la altísima fortaleza se alza justo detrás de él. De camino a la entrada, pasamos por delante del cementerio, en cuyo frontispicio constan inscritos estos tres admonitorios endecasílabos: "Templo de la verdad es el que admiras. / No desoigas la fe del que te advierte / que todo es ilusión menos la muerte". Más adelante, encontramos otros puntos cuyas leyendas nos deparan algún regocijo y no menos desconcierto. Un mojón exclama: "¡Automovilistas! Velocidad: primera", y lo hace poco después de que una gran cadena de hierro, atravesada en el camino, impida el paso a los coches. Ya en el recinto del alcázar, nos encontramos con el Santuario de Nuestra Señora de la Consolación del Castillo, que, como recuerda una placa muy historiada a la entrada, es, desde 1956, alcaldesa mayor honoraria de Montánchez. Se conoce que la costumbre practicada por el anterior ministro del Interior, el catalán Jorge Fernández Díaz, de imponer medallas y reconocimientos a la Virgen, tiene ya insignes precedentes en estas tierras de Extremadura. Otra placa nos informa de que antes, en 1950, Nuestra Señora de la Consolación del Castillo había sido coronada canónicamente en un acto solemne al que asistieron el excelentísimo gobernador civil de la provincia "y su digna esposa", una coronación que había sido promovida por "el celoso pàrroco (sic) de esta villa, D. Francisco Flores Gordo, que al fin viò (sic) satisfechos sus anhelos". Siempre me agrada que la gente vea cumplidos sus deseos, pero deploro que, en este caso, el celo del anhelante párraco no se extendiese al respeto por la ortografía castellana. Bajo o al lado de las placas susodichas, encuentro otros mensajes importantes, aunque no escritos en alpaca o plata, sino en cartoncillos plastificados: uno anuncia el número agraciado con el jamón que se rifaba con la lotería de la Virgen; otro previene de que no hay que sobrepasar la verja (de acceso al altar), porque salta la alarma; y un tercero, ante los insistentes rumores de que se obligaba a los montanchegos a pagar por casarse en el santuario, aclara: "La cofradía informa que (sic) no se ha cobrado nada por las bodas en la ermita. Toda cantidad que se cobre por estos actos son estipendios de la parroquia". Un misterio notable, porque se dice que no se cobra nada, pero que se cobran estipendios. Confío en que los parroquianos, con la ayuda de la virgen alcaldesa y coronada, lo entiendan. Ya en el punto más elevado del castillo, en precario estado de conservación, disfrutamos de las vistas privilegiadas que recordábamos (y también de la de una cuerda de ropa tendida en uno de los muros). Bajamos de nuevo a Montánchez y comemos en el restaurante "La Posada", al lado de la casa natal del general Juan García y Margallo, bisabuelo de otro exministro de Rajoy, José Manuel García-Margallo. El general García y Margallo desarrolló toda su carrera militar en África, desde las guerras moderadamente triunfales de mediados del s. XIX, hasta su muerte, en 1893, de un disparo de los rifeños levantados en armas por enésima vez contra aquella metrópoli cutre que les había tocado en suerte en el reparto colonial del continente. Al conflicto en el que murió se le conoce por su nombre, la guerra de Margallo, y la razón de que estallara le es directamente imputable: para reforzar las defensas de Melilla, de la que era gobernador, el general decidió levantar una construcción cerca de la tumba de un santo de las cabilas, Sidi Guariach, pero a los cabileños y, en general, a los musulmanes nunca les ha gustado que toqueteen sus lugares sagrados, así que, para demostrar su desacuerdo con la decisión de Margallo, al día siguiente bajaron de las montañas 6 000 guerreros de 39 cabilas diferentes, armados hasta los dientes. Las cosas, con ser graves, podrían haberse quedado ahí, pero, como suele suceder siempre que puede suceder, empeoraron: al final del día, la artillería española de Melilla castigó las posiciones rebeldes y un obús fue a destruir una mezquita. Se comprende que los cabileños no reaccionaran bien. Veinticuatro horas después, aquellos 6 000 guerreros del principio se habían convertido en 25 000, venidos de todo Marruecos, y con peor humor todavía. Las hostilidades continuaron un año, hasta que el mayor peso militar de España acabó imponiéndose, sin que ello le reportase, no obstante, ninguna ganancia estratégica o territorial: simplemente, acabó con el enfrentamiento, dejando tras de sí 700 cadáveres de ambos bandos. La guerra de Margallo fue una más de las gestas estúpidas que jalonan la historia de nuestro país, suscitada tanto por la ineptitud de los gobernantes como por las supersticiones de la gente. La comida en "La Posada" ha reactivado mi ardor de estómago, así que nos acercamos a una farmacia cercana que parece abierta; al menos tiene abierta una ventanilla en la puerta, como si estuviera de urgencias. Desde dentro nos mira, no sin sorpresa, una señora que está fregando. Le pedimos almax, ese gran invento de la humanidad. Deja el mocho a un lado y va a buscarlo a un anaquel. Lo encuentra, pero nos dice que no sabe cuánto vale. "Qué farmacéutica más rara", pensamos. "Es que yo no trabajo aquí", nos confiesa, como si nos leyera el pensamiento. "¿Entonces por qué tiene Ud. la ventana abierta?", le pregunta Ángeles. "Porque, si no, no se me seca el suelo". Es la señora de la limpieza. Pese a su inadecuación profesional (que un censor puntilloso reputaría intrusismo), no estoy dispuesto a dejar escapar el almax que la proba limpiadora tiene en la mano. Busco y rebusco el precio por internet; ella, por su parte, telefonea a la farmacéutica, que está de vacaciones, para preguntárselo. Entre unos y otros llegamos a la conclusión de que vale 7,95 euros. Le doy ocho, y nos marchamos con el preciado botín y maravillados de que una limpiadora se haya tomado tantas molestias, que no le correspondían, para ayudarnos. "Si os puedo echar una mano, ¿por qué no voy a hacerlo?", ha preguntado con una lógica irrefutable, aunque casi siempre olvidada.

sábado, 21 de enero de 2017

Aqua Libera y otras aventuras (I)

Quien primero me habló de Aqua Libera, el hotel rural con termas romanas en Aljucén, fue Susana, mi casera. Estaba entusiasmada con el lugar y me animó a visitarlo. Y el puente de Reyes hemos decidido hacerlo. En llegar a Aljucén desde Mérida solo se tarda quince minutos. Cuando aparcamos delante del establecimiento, nos saluda un hombre con un sombrero de paja y sentado en un poyo vecino. No tiene nada que ver con Aqua Libera, pero nos saluda igualmente: esto es un pueblo y él parece tener todo el tiempo del mundo. (Luego comprobaremos que ese hombre vive en el poyo: desde esa breve atalaya nos da siempre los buenos días o las buenas tardes, según, o nos comenta el tiempo, o nos informa de dónde aparcar). En Aqua Libera nos recibe Noemí Cabalgante, la dueña, junto con su marido, Santiago, e ipso facto (los latinajos, en una entrada com esta, se me antojan especialmente apropiados) nos enseña el hotel. Fue, nos dice, el más pequeño del mundo: solo tenía una habitación. Pero ha crecido: hoy tiene cuatro. Han conseguido este brutal aumento de su capacidad, del 300%, por el expeditivo procedimiento de comprar las casas contiguas. Ahora, casi toda la calle es suya, como antes sucedía con los terratenientes. Aqua libera tiene tres espacios principales: a los dos primeros, dispuestos como en las casas romanas, el atrio y el peristilo, se ha sumado un tercero, el de las termas. Al asomarnos al peristilo, con triclinium (en el que ha de ser muy agradable tumbarse para comer en verano, aunque no nos puedan servir esclavos: Noemí nos dice que no les dejan tener), un pequeño estanque, columnas y agradables rincones en sombra (también hay un naranjo, aunque no era un árbol propio de la domus, pero ya estaba aquí cuando se hicieron con esta parte, nos informa Noemí, y les ha dado pena talarlo; además, proporciona naranjas muy dulces para los desayunos de la clientes), coincidimos con otra pareja, que viaja con una pareja de yorkshires. Los chuchos nos gruñen por alguna perruna razón. Los yorkshire nos han parecido siempre canes ridículos y malencarados. A Ángeles y a mí nos gustan los perros grandes, comprensivos y abrazables, y esta versión canina de la rata se nos antoja una perversión de la domesticación humana. Instalados por fin en la habitación, comprobamos que el suelo es opus signinum, como en tantas edificaciones romanas; que la decoración, en yeso blanco, sigue asimismo las pautas de Roma; y que la cama se ha hecho según los modelos del Imperio (aunque también se mueve peligrosamente, con unas patas de apariencia endeble: con mis 104 kilos de peso, tengo miedo de romperla). Con los aires latinos conviven los de la modernidad: televisión, calefacción y minibar, y algunos detalles que se agradecen: por ejemplo, en el cajón de la mesita de noche, donde en los hoteles de los países anglosajones suele haber una Biblia, nosotros encontramos una baraja española. Es una pena que a Ángeles no le gusten los juegos de mesa. Y encima del minibar doy con un ejemplar de "¡Desenfunda, forastero!", el elogio del libro que le encargué el año pasado al escritor y amigo Elías Moro para ser leído en los actos de celebración del Día del Libro: se trata, técnicamente, de la primera publicación patrocinada por mí como director de la Editora Regional de Extremadura, y me regocija que esté aquí (aunque Noemí nos informará luego de que no lo ha adquirido ella, sino que se lo ha dejado un huésped y a ella le ha dado pena deshacerse del cuadernito). Deshecho el equipaje y comprobados todos los rincones del cuarto, nos vamos a dar una vuelta por el pueblo. Ya ha anochecido y hace frío, pero nos apetece estirar las piernas y ver qué nos ofrece Aljucén, aunque nuestra primera impresión es que su oferta turística no va a ser descomunal. El pueblo tiene una iglesia del s. XVI, San Andrés Apóstol, junto a un cementerio hasta el que conduce un breve paseo flanqueado de árboles (nos sorprende el tamaño de algunas tumbas, que vemos desde la entrada, adornadas con lápidas y esculturas enormes); un ayuntamiento que es una casa particular con tres banderas; un albergue de peregrinos (puesto que estamos en la Vía de la Plata y, por lo tanto, en el Camino de Santiago); un teleclub (que yo creía que habían dejado de existir, pero aquí queda un superviviente, embalsamado desde los años 70); y dos bares, el de la plaza y el bar S. Decidimos cenar en este, que nos parece, con su barra alta y sus azulejos ajedrezados, un entrañable ejemplo de los bares del país de, otra vez, los años 70. Además, Noemí nos ha informado de que en este establecimiento no hay carta, ni menú, esas zarandajas de ciudad, ni tiene uno que preocuparse por decidir lo que quiere comer, sino que se sirve lo que hay. Pero lo que hay es una barbaridad: la señora que lo atiende nos pone delante, sucesivamente, pan, aceitunas, un plato de queso y lomo, un perol de carne adobada, una ensalada montuosa, sendos bocadillos de mayonesa y atún, y, de postre, una bandeja de fruta. De beber, agua y vino: un Valdepeñas por estrenar y uno, anónimo y peleón, de la casa, en una botella de etiqueta ya irreconocible. Optamos por este último, aunque eso, como comprobaremos después, se revelará un error. Damos cuenta de la pitanza, arrullados por la tremor de la estufa de gas que la señora ha encendido y puesto bien cerca de nosotros para que no nos helemos en este salón grande y vacío, mientras observamos, fascinados, las paredes, de las que cuelgan aperos de labranza, fotos de toreros, astas de ciervo y pósteres del ICONA (otra realidad de los años 70: este bar es decididamente vintage) con imágenes de urogallos y peces de los ríos extremeños. Entre todo ello, avistamos otro cartel singular, de la Junta de Extremadura, que nombra a la dueña del bar S. "empresaria del año", pero no indica de qué año. Cuando dejamos el local, caminamos hasta el final del pueblo, pero la oscuridad y el frío nos devuelven pronto a nuestro alojamiento romano. Allí, antes de acostarme, y con la destreza que me caracteriza, me las arreglo para partir el lavamanos, que es de barro cocido: quiero sacar el vaso del baño del plástico que lo envuelve, para lavarme los dientes, pero se me escurre de unas manos que no tienen dedos, sino morcillas de Burgos, y cae de culo en la terracota, que se parte simétrica, delicadamente: si lo hubiera querido hacer con un punzón, no habría logrado un resultado tan fino. (Recuerdo aquella vez en que, visitando una tienda de materiales de construcción para nuestra casa en Hoyos, me apoyé en uno de los lavabos expuestos, que yo creía fijado al suelo; pero no lo estaba, y al suelo, precisamente, nos fuimos el lavabo y yo. O aquella otra en que, comiendo con algunos compañeros de trabajo, me derramé de un manotazo el abrasador plato de lentejas en la entrepierna. Mi capacidad para crear el caos no conoce límites). Ángeles me mira, aunque no con ira; tras tantos años de matrimonio, solo puede mirarme con resignación.

martes, 17 de enero de 2017

La matanza

El otro día, en un pueblo de la Sierra de Gata, estuve en una matanza. Bueno, en realidad, en el resultado de una matanza: no asistí al asimiento y degüello del cochino, sino a la exposición y tratamiento de su carne. La verdad es que me habría gustado ver el sacrificio del animal: admirar su lucha inútil por la vida y oír sus chillidos de pánico y dolor. Sueno sádico, lo sé. Será que toda matanza constituye un acto atávico, que dispara nuestros resortes más primitivos, los mismos que llevaban a las tribus del Neolítico a cazar y descuartizar a las bestias que les darían de comer mucho tiempo. O puede que el recuerdo de los relatos felices de la matanza que me hacía mi padre cuando yo era niño se había criado, en la durísima posguerra española, en un pueblo aragonés donde la liquidación anual del cerdo constituía un jolgorioso acontecimiento social, y se comprende: garantizaba que no se pasase hambre aún despierte mis instintos más reptilianos. Cuando llegué a la casa de los amigos que nos habían invitado a probar con ellos los primeros frutos del acuchillamiento, me sorprendió la cantidad de material. Entonces comprendí el verdadero alcance del dicho "del cerdo se aprovecha todo". Todo es todo: desde el morro hasta la cola. Lo único que se desecha es la manteca para hacer jabón: la industria cosmética la ha sustituido por productos menos laboriosos y más eficaces. En un cuarto interior, que la familia llamaba "la nevera", por razones fácilmente imaginables, se amontonaban las partes ya troceadas del cochino: el lomo, el espinazo, las costillas, las grasas y, colgados de diferentes ganchos, a cuál más acongojante, la cabeza, vaciada de todas su interioridades; las vísceras, un tumulto de globos sanguinolentos, de difícil identificación (pero allí estaban, según me señalaron, el corazón, el más parecido del reino animal al humano, el hígado, los pulmones...); las paletillas; y los reyes del desguace, los jamones, que empezaban entonces una larga curación que acabaría, con la ayuda de Dios, en el producto homónimo, uno de los más benéficos y admirables de la creación. Pero aquel espectáculo haría que se desmayasen los vegetarianos y muchos animalistas llamasen a la guerra santa: los huesos serrados, los miembros destazados, los olores crudos, la sangre seca, marronosa, dibujaban un paisaje que muchos naturistas no dudarían en calificar de dantesco; y yo debía darles la razón: porcino, alimenticio, pero dantesco. Muchas de las piezas ya habían sido troceadas o estaban siendo fileteadas entonces por las mujeres de la casa. La implicación de toda la familia, y de sus invitados, en la matanza sigue siendo una realidad, y la división de funciones por sexo, también. A los hombres se les reservan las tareas que requieren más fuerza física, mientras que las mujeres se ocupan de las que exigen más constancia y minuciosidad, desde remover la sangre que cae del cuello apuñalado del marrano para que no se coagule, a la salazón del tocino y el adobo del lomo, pasando por la limpieza del estómago y las tripas. Por eso, porque aún hace falta músculo para muchas ocupaciones, y porque está mal visto que uno se acople a una tarea raigalmente colectiva sin aportar otra cosa que curiosidad y ganas de comer, me ofrecí para colaborar en el picado de la carne. Este se hace con una sencilla máquina que tritura las piezas previamente cortadas: alguien las deposita dentro del aparato por una boca grande situada en su parte superior, y otro hace girar una manivela para que un grueso berbiquí interior las deshaga y salgan por el otro extremo en forma de gruesos hilos. Y me ofrecí para ello: a) porque mi legendaria torpeza garantiza que estropee cualquier mecanismo que no sea tan fácil de usar como el de un chupete; y b) porque, además de no requerir maña, tampoco parecía requerir fuerza. Y así, alegre por haber averiguado cómo honrar mis obligaciones de huésped sin perder el decoro ni sudar, empecé a darle a la manivela. Tardé apenas dos minutos en descubrir que aquello era una trampa saducea. Hacer girar aquel trasto te descoyuntaba el hombro. Las piezas de carne ofrecían una resistencia sorprendente a ser machacadas, trasunto acaso de la que había ofrecido su propietario a ser degollado, y uno acababa como si llevara toda la tarde haciendo flexiones con aquel brazo. Pero solo habían pasado cinco minutos. Por suerte, la cola de los dispuestos a colaborar en aquel organillo infernal entre ellos Ángeles, que no sabía lo que le esperaba, por más que yo le hacía guiños desesperados de advertencia eran muchos, y pude refugiarme en un banco rinconero y reconfortarme con un blanco de pitarra abrasivo y resucitador. Entonces uno de nuestros anfitriones me informó del proceso que desembocaba en la matanza. Era simple y desalentador: al lechón lo capaban a los dos meses de vida de otro modo, la carne no sabía igual, luego lo dejaban triscar en la dehesa un año y medio o como mucho dos, y por fin era pasado a cuchillo. No es la vida que me gustaría tener. Luego de varias horas de trabajo o de ver trabajar, nos sentamos a comer. Asomaron entonces los primeros frutos de la matanza, como la moraga tacos de carne aliñados con ajo y pimentón y el cocido, con bloques de mollas irreconocibles flotando como icebergs en un océano de garbanzos. Por la noche llegarían la patatera, que las mujeres habían estado cocinando toda la tarde, y cuya versión picante tenía más poder irritativo que el gas sarín, y la sopa de sangre, un espeluznante mejunje, hecho con la sangre del guarro, que me apresuré a declinar, procurando reprimir el sobrecogimiento que me invadía. Allí comía todo el mundo con una pasión cárnica irreprimible; todo el mundo menos una hija de familia, que llegó a última hora con el novio y desenfundó varios botes de comida china, a cuyo vaciado se aplicaron con finura cosmopolita, mientras los demás engullíamos las delicatessen proletarias de la matanza. Uno de los invitados, en particular un tipo bajo y rechoncho, con ojos como galletas maría, se asestó cuarto y mitad de patatera, un plato entero de otro bocado de cardenal, los sesos del cochino, y, por fin, un plato de sopa de sangre, cuyo contenido hacía montaña, todo ello bien regado con una botella de tinto de pitarra y rematado con media tableta de turrón sobrante de la navidad. Me recordaba a aquel gordo de El sentido de la vida, de los Monty Phyton, que devora todas las existencias de un restaurante francés y explota al final, cuando se come una chocolatina; y también al castellano de Larra, aquel paisano ignaro, aunque todo pareciera saberlo, y ferozmente chabacano, que describió, con indignada melancolía, en uno de sus mejores artículos. Nuestro compatriota, como el de Larra, hablaba a gritos, siempre, aunque fuese para pedir que le pasaran la sal. Y era incapaz de juntar tres palabras sin que dos fueran una blasfemia aterradora. Por ejemplo, si pedía que le pasaran la sal, lo hacía así: "¡Joder, Manolo, te voy a dar dos patadas en los cojones si no me acercas la sal, mecagüen mi calavera, que esto está soso como el coño de una babosa, hostia puta!". Un tipo con el ingenio atroz del rústico, que además renegaba del nacionalismo catalán bajo una gran bandera española que colgaba del techo, junto a los jamones. (Luego supe que no es que la tuvieran colgada porque quisiesen reivindicar la españolidad de la panceta, sino que se había quedado allí desde el último partido de la selección, que los amigos veían en uno de los cuatro televisores alineados en la habitación). Cuando, ya muy tarde, nos marchamos, lo hicimos satisfechos por la experiencia, pero muy necesitados de almax, por los litros de colesterol, y de ibuprofeno, por el paisano vociferante. Me han prometido invitarme la temporada que viene al día del degüello. Se lo he agradecido mucho. Tengo todo el año para pensármelo.

sábado, 14 de enero de 2017

El bueno de Federico Trillo

Los periódicos andan llenos estos días de noticias sobre Federico Trillo-Figueroa y Martínez Conde, embajador del Reino de España ante el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, o, para ser más exactos, de noticia: la de su cese en el cargo, tras el reciente informe del Consejo de Estado en el que se denuncian las responsabilidades del ministerio de Defensa, del que era titular, en el accidente del YAK-42 donde murieron 62 militares españoles, y de la macabra chapuza cometida en la identificación e inhumación de los cuerpos. Por resumir, Defensa con Trillo a la cabeza no solo había contratado una compañía aérea infame para transportar a los soldados, sino que no prestó atención a las quejas y denuncias del estado lamentable de los aviones y las peligrosas, casi suicidas, condiciones de los vuelos. Y luego, cuando los cadáveres se apilaban ya en las morgues y, lo que era peor a sus ojos, en los noticiarios de televisión, hizo que se despacharan a toda prisa la repatriación y el entierro para sustraer carnaza y nunca, tristemente, mejor dicho a las críticas de la opinión pública a la gestión del gobierno y a la participación de España en las misiones internacionales de paz. La urgencia y el caos fueron tales que en algún ataúd había tres pies. José María Aznar retribuyó entonces los inestimables servicios de Trillo con la embajada en Londres, aunque no fuese diplomático ni hablase inglés. ¿Pero qué eran esas minucias? Nada: aun con tamañas desventajas, Trillo trabajaría en pro de España con la misma diligencia que había demostrado en su desempeño anterior, siempre dispuesto al sacrificio personal por el bien de la patria. Cuando viví en la capital británica, vi varias veces a nuestro plenipotenciario. La primera fue por la calle, en octubre de 2013. Había comido con el poeta y amigo Julio Mas Alcaraz y, al salir del restaurante, nos cruzamos con él. Lucía un pelo en perfecto estado de revista: ni un solo cabello perdía su apostura marcial; en algo se había de notar que es miembro del Cuerpo Jurídico de la Armada. Además, como también es chaparro, aquella crin montuosa le permitía ganar no pocos centímetros. Iba acompañado por el inevitable séquito de funcionarios garridos y circunspectos, pero solo él hablaba. Cuando pasamos a su lado, Julio y yo nos miramos, tentados de gritar "¡Viva Honduras!", pero nos contuvimos, no fuese que, por alguna pejiguera con los británicos, que ya entonces se habían puesto muy tiquismiquis con los extranjeros, tuviésemos que recurrir al amparo diplomático. En la segunda ocasión, en la primavera de 2015, estuve aún más cerca del embajador. Visitaba yo la exposición "El exilio español en el Reino Unido", en el Instituto Cervantes, cuando apareció el héroe inmarcesible de Perejil, con su indesmayable tupé y un traje en el que costaría tanto encontrar una arruga como en el cerebro de Donald Trump. Iba acompañado por el comisario de la exposición, un individuo con gafas que le daba informaciones sobre los escritores allí reunidos tan relevantes como esta, sobre el poeta Pedro Garfias, autor del maravilloso Primavera en Eaton Hastings: "Estaba totalmente alcoholizado y se pasaba el día entero en el pub". Sin duda, era un dato del que no había que privar al embajador de España (y que acaso regocijara secretamente a este, miembro del Opus Dei e hijo de un gobernador civil bajo el franquismo: Garfias era comunista). Luego, sin reparar en que estaba mirando yo una foto del barco en el que miles de niños vascos huyeron de la Guerra Civil a Inglaterra, el embajador y el de los quevedos se plantaron delante de mí para contemplar la misma foto: ser importantes les permitía ser maleducados. Por fin, la inauguración oficial de la exposición corrió a cargo de Trillo y el de las gafas. Trillo leyó, en un inglés lamentable, las vaguedades que le había puesto en el papel alguno de sus escribanos: debía de haberlo estudiado en la misma academia que Aznar. Por otra parte, se comprendía que un embajador tuviese importantes asuntos de Estado en que ocuparse a lo largo del día (por ejemplo, explicar por qué su bufete de abogados había cobrado, en tres años, 354.000 euros de una empresa relacionada con un asuntillo de corrupción) y que no supiera demasiado sobre la presencia de poetas y escritores españoles exiliados en el Reino Unido, pero leer papeles nunca constituye una actuación airosa. Ah, pero qué maravillosa vida tenían algunos, pensé ya entonces: tras actuaciones tan ejemplares como la desarrollada al frente del Ministerio de Defensa, y tras eludir, con memorable elegancia, toda responsabilidad en ella por el habitual procedimiento de atribuírsela a sus subordinados, aquel miembro del Cuerpo Jurídico de la Armada gozaba de una sinecura en Londres y probablemente seguiría un cursus honorum glorioso en la administración pública española hasta el final de sus días, que Dios no quiera que llegue por un accidente aéreo. Mi tercer avistamiento de Trillo fue mucho menos público. Ángeles y yo habíamos salido a pasear un domingo, como solíamos hacer, por el parque de Battersea, contiguo a nuestra casa, cuando en el paseo fluvial, al ladito del Támesis, lo vimos con una señora rubia. Supusimos que era su mujer. Iban solos, caminaban sin prisa y sonreían. Tenían buenos motivos para hacerlo: la vida, sí, era amable con ellos. Allí estaban, disfrutando de unos de los parques más hermosos de Londres, un weekend de sol, ricos y felices, protegidos por la inmunidad diplomática, la confianza del gobierno de España y la misericordia del Señor. ¿Qué más se podía pedir? El feliz matrimonio Trillo-Figueroa y señora (suponíamos) siguió hacia el puente de Alberto y nosotros, hacia el de Chelsea: en direcciones opuestas, metáfora acaso de nuestras existencias respectivas. Aún tuve noticias de Trillo una cuarta vez, aunque esta vez no personalmente. Resulta que la hija de un buen amigo, que estudiaba en el Instituto Español en Londres, el "Vicente Cañada Blanch", había merecido un premio en un concurso escolar, y era el embajador el que había de entregárselo, a ella y a los demás galardonados. Mi amigo me envió, después del acto, una foto en la que aparecían todos los premiados, con Trillo y su tupé en el centro: la chica estaba a un lado, apoyada en la pared, como si quisiera atravesarla para huir, y con la expresión que tendría de haber visto a Jack el Destripador en una calle oscura de Whitechapel. Cuando, ya en  España, le pregunté cómo había ido la ceremonia y qué le había parecido nuestro comisionado, no me respondió, pero en la torcedura de su gesto y en el brillo de sus pupilas reconocí el terror que inspira Jack, el espanto sobrenatural que causan los seres inimaginables cuando se hacen realidad.