viernes, 29 de junio de 2018

Subir al origen

Antologar es muy saludable. Antologar establece relaciones insospechadas y, por lo tanto, descubre aspectos de la realidad ocultos hasta ese momento, traba nuevas redes de semejanzas y desemejanzas, clarifica lo oscuro (u oscurece lo claro, lo cual es también muy necesario: a menudo se ve mejor en penumbra), ilumina rincones apartados de lo que existe, nos ayuda a comprender y a comprendernos. Es, pues, un ejercicio de inteligencia. Quizá su función menos importante sea la de decantar el canon, aunque también resulta útil para que el único patrón no sea el del mercado, sino también el del gusto y la razón. Que la comunidad literaria y el estado de la cultura en una sociedad determinada alumbren antologías, abre conductos de ventilación y oxigena el ambiente: quiere decir que las sensibilidades están vivas, y que la voluntad de acotar el mundo en espacios inteligibles sigue moviendo a las personas, y que las sinapsis estéticas no han perecido bajo la costumbre, la tradición, la irrelevancia, la censura o el tedio. Que haya muchas antologías en un medio poético es como que haya muchas nutrias en un río: la prueba de que las aguas están limpias. (Y como las antologías, los libros raros, los proyectos insólitos, los lenguajes disparatados: todo cuando ensancha y ahonda, a un tiempo, el lugar de la palabra). Como un ejemplo de esta vis antologadora, acaba de aparecer en Trea Subir al origen. Antología comentada de poesía occidental no hispánica (1800-1941)del poeta, profesor y crítico literario asturiano José María Castrillón, una selección que reúne, a la vez, rigor y singularidad. El propósito central de su propuesta no es otro que ofrecer a los legos en poesía pero sin renunciar a que los versados en ella disfruten del compendio un recorrido por el espinazo de la lírica occidental, excluidos los autores españoles e hispanoamericanos, desde el Romanticismo hasta mediados del s. XX. Y para ello recurre a un neoclásico español, Gaspar Melchor de Jovellanos, que le da el título y el impulso ascensional que anima al libro: "El universo / es un código; estúdiale, sé sabio. / Entra primero en ti, contempla, indaga / la esencia de tu ser y alto destino. / Conócete a ti mismo, y de otros entes / sube al origen", escribe el ilustrado en uno de sus poemas epistolares. La antología se inicia con William Wordsworth, nacido en 1770, y acaba con Anna Ajmátova, nacida en 1889 (y muerta en 1965). Entre ambos, Novalis, Leopardi, Keats, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Whitman, Dickinson, Mallarmé, Rilke, Yeats, Cavafis, Apollinaire, Pessoa, Eliot, Perse, Stevens, Éluard, Montale y Benn. Predominio, pues, de los autores en lengua inglesa y francesa (7 cada una), seguidos por alemanes (3) e italianos (2); una rusa, un griego y un portugués completan la nómina. Como es inherente a toda antología, no habrá conocedor del género si es que la poesía es un género, y si es que tiene conocedores que no eche en falta algunos nombres y discrepe de otros, aunque no creo que haya muchos que consideren que alguno de los que figuran en Subir al origen no merezca formar parte de la selección. Distinto es el caso de los ausentes, de cuya multiplicidad el propio Castrillón se hace eco. El epílogo de la antología se titula "Otra antología" y es justamente eso: una segunda selección de autores fundamentales, nacidos antes de 1900 (aunque quizá ligeramente menos fundamentales que los de la primera), integrada por Hölderlin, Heine, Coleridge, Byron, Shelley, Blake, Nerval, Hopkins, Laforgue, Poe, Pound, William Carlos Williams, Mariane Moore, Frost, Crane, Valéry, Ungaretti, Trakl, Mayakovski, Breton, Tzara y Tsvetáieva, y que refuerza el peso anglo-francés de la antología. En este equipo B contamos once poetas en lengua inglesa, cinco en lengua francesa, tres en lengua alemana, dos rusos y un italiano. Esta duplicación de la nómina de antologados demuestra la voluntad abarcadora de Subir al origen: el libro no se limita a la enumeración más o menos escueta, más o menos justificada, de un canon personal o de unas preferencias personales; Castrillón afirma no haber querido nunca establecer un canon, aunque toda antología lo implique, sino que aspira a ofrecer una visión panorámica, multilateral, del objeto analizado. El prólogo constituye una ceñida crónica del devenir de la poesía desde los albores de la modernidad, es decir, desde la ruptura romántica, que vierte la conciencia individual y el germen de la irracionalidad en todos los resquicios de la literatura, hasta casi nuestros días. De cada uno de los poetas se incluye luego una presentación, que no es nunca un mero estudio teórico, y mucho menos un árido apunte biobibliográfico, sino propiamente una semblanza literaria, plena de ritmo y vigor expositivo, que no renuncia a contener la información necesaria sobre la obra y la concepción estética del autor; una selección de poemas traducidos al español, cada uno de los cuales va, a su vez, precedido por una pequeña introducción contextualizadora; y, por último, una aportación singular: un "homenaje en la poesía hispánica", constituido por un poema, o fragmento de poema, que refleja la influencia de ese poeta en las letras de España e Hispanoamérica. Esta última sección tiene un interés particular, porque revela que la poesía está permanentemente viva, que es arborescente y se enmaraña como las lianas, que se multiplica en resonancias y legados, sean cuales sean los idiomas y los lenguajes en que se exprese. Entre los autores españoles e hispanoamericanos cuyos poemas son eco o agasajo de los antologados, se cuentan algunos de los mejores poetas de nuestros días, y sus piezas permiten comprobar el tránsito, franco u oblicuo, recto o sinuoso, que ha seguido la voz tutelar hasta su plasmación actual. Jordi Doce, Antonio Colinas, Juan Carlos Mestre, Leopoldo María Panero, Juan Andrés García Román, Andrés Sánchez Robayna, José Ángel Valente o Javier Pérez Walias, entre otros, se revelan aptos herederos de los grandes de nuestra época. Hay que subrayar que Subir al origen no es una edición bilingüe: los poemas aparecen solo en castellano. Pero esta ausencia no es una amputación, sino un paréntesis práctico: Castrillón encabeza todas las composiciones con el primer verso en su lengua original, de forma que sea fácil encontrarlas con los buscadores de la Red. Además, ha abierto una página web, subiralorigen.es, en la que se encuentran todos los poemas originales del libro, amén de enlaces de interés, como la única grabación que se conserva de Walt Whitman, leyendo el poema "América", de Hojas de hierba. La tecnología digital, pues, aparece aliada con el producto de papel, ampliando y prolongado su contenido, como debería ser siempre. El volumen se completa con una bibliografía básica, tanto de los autores de la primera como de la segunda antología, aunque, en el caso de estos, se limita a un título fundamental. Mi contribución a Subir al origen ha sido triple, gracias a la generosidad de su antólogo: la traducción de "El barco ebrio", de Rimbaud, que publiqué en la Obra poética completa del francés en DVD en 2007; cuatro poemas y un fragmento de un quinto del "Canto de mí mismo", de Walt Whitman, que vio la luz en mi edición de Hojas de hierba en Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores en 2014; y el poema XIV de Bajo la piel, los días, publicado por Calambur en 2010, como homenaje a Saint-John Perse, uno de mis incontestables maestros. Subir al origen es, en definitiva, una iniciativa poderosa y excepcional, que aúna la voluntad divulgativa y hasta didáctica con la riqueza de la especulación teórica y la atención a la poesía reciente, depositaria de las voces, las inquietudes y las fabulaciones de estos 22 maestros contemporáneos.

Transcribo la sección "Los otros" del prólogo de Subir al origen, de José María Castrillón:


Los poetas expresan de manera bien diferente las relaciones con sus semejantes. Su actitud fluctúa entre la desconfianza más absoluta y el llamamiento a formar una comunidad fraternal.
    Whitman es, sin lugar a dudas, el poeta más abierto, el poeta que nos invita al amor universal, el poeta que llama "camaradas" a sus semejantes y les invita al solidario hermanamiento que, décadas más tarde, César Vallejo retomará en sus Poemas humanos (1939). Baudelaire, y más tarde Verlaine y Rimbaud, se mueven entre el más rotundo desprecio a la hipocresía burguesa y la mirada compasiva, de algún modo fraterna, hacia los desheredados, aunque no deje de percibir en ellos todo tipo de miserias morales.
    Sin embargo, impera la desconfianza hacia los grupos humanos: Emily Dickinson se enclaustra en su habitación huyendo definitivamente de los intercambios sociales; Eliot expresa el caos social y la vulgaridad de su tiempo; Montale encara el destino humano desde la desorientación individual; Gottfried Benn no abandonará su ceñuda y aristocrática desconfianza hacia el ser humano. Naturalmente, se dejarán resquicios para el amor, a veces secreto por distinto (Cavafis), pero la confianza en el otro y en la comunidad humana tan solo penetrará decididamente en la poesía contemporánea al final del ciclo que hemos acotado, y ello de la mano de las aspiraciones políticas del comunismo y, simultáneamente, como reacción de solidaridad ante sus atroces excesos. Porque si bien Mayakovski o Paul Éluard cantan al hermanamiento en la revolución, Anna Ajmátova pondrá la voz solidaria con los sufrientes, con los exiliados, con los deportados, con los ejecutados por el régimen estalinista. Aunque toda poética es una política, será tras la Segunda Guerra Mundial cuando se agudicen los tonos reivindicativos y sociales en buena parte de la poesía occidental.
    Por supuesto, el recelo hacia los otros vendrá mediatizado no ya por la desconfianza en los individuos, sino por el rechazo de las estructuras y comportamientos sociales en los que parecen vivir cómodamente. Es en este sentido en el que cobran valor los polos temáticos de la ciudad y del viaje.
    Baudelaire plasma de manera reconocible el latido de la ciudad (en este caso, París) con sus calles donde confluyen la pestilencia de los albañales y los perfumes exquisitos de la sociedad elegante. Rilke entrevé al hombre nuevo de las ciudades: "Dan vueltas, degradados por el esfuerzo / de servir sin coraje a cosas sin sentido". De ese horror y de esa belleza beben poetas españoles: Juan Ramón Jiménez en Diario de un poeta recién casado (1917) y Federico García Lorca con Poeta en Nueva York (compuesto entre los años 29 y 30). La ciudad irá mudando su carácter conflictivo, y en un poeta posterior como W. H. Auden (1907-1973) la ciudad se asume como hábitat natural sin abrir contradicciones en el espíritu del poeta.
    La idealización del viaje busca aliviar la sensación de ahogo. De nuevo Baudelaire se convierte en referente. Sus invitaciones al viaje, tal vez más literarias que íntimas, preludian no solo una búsqueda del exotismo en otras culturas, sino la angustia de unos seres que comienzan a acusar el impacto de la masa como fuerza ciega y, en demasiadas ocasiones, domesticada por los códigos conservadores de la burguesía. Sin conocerlas, Rimbaud y más tarde, con plena conciencia, Saint-John Perse llevaron hasta sus últimas circunstancias biográficas las invitaciones de Whitman a lanzarse al camino como un rencuentro con las formas más inocentes (y salvajes) de la existencia. Cavafis, en fin, elevó el viaje en su memorable "Ítaca" a la más hermosa metáfora de lo que habrían de ser nuestras vidas. Más allá de este siglo y medio que nos concierne, los poetas norteamericanos de la generación beat retomarían el impulso y harían del viaje su compromiso ético y literario más recordado.
    Al final del viaje están los otros, no únicamente los que no son yo, también los que no son nosotros. Tiempo de grandes viajeros, sus relatos traen a la sociedad occidental muestras de una literatura distinta. Ezra Pound adapta a sus convicciones vanguardistas los textos de Li Po (Cathay, 1915); y muy pocos años después el poeta mexicano José Juan Tablada condensa en el breve haiku japonés la aspiración de la poesía moderna a la imagen y la sorpresa.

lunes, 25 de junio de 2018

La verbena de San Juan, otra verbena de San Juan

La verbena de San Juan marca una frontera. Siempre ha sido así. De hecho, marca varias fronteras. Temporalmente, señala el solsticio de verano. De pequeño, me cautivaba la palabra "solsticio". No tenía ni idea de qué significaba, pese a los esfuerzos del señor Correas, nuestro abnegado profesor de física cuyo nombre, por fortuna, no se correspondía con los instrumentos que utilizaba para desasnarnos; él era más de tirarnos tizas y hasta borradores, por explicárnoslo, pero era tan eufónica, tan enigmática. El solsticio debía de ser algo muy importante si hacía que la gente empezara a pegarle fuego a todo. Yo creo que inconscientemente me negaba a aprenderlo para que el conocimiento racional no desvirtuara la musicalidad de aquella voz: solsticio. Con el tiempo, no sé si para bien o para mal, me he hecho capaz de compatibilizar los conceptos con su representación (es más, he entendido que los conceptos son su representación), y me he avenido a aprender que los solsticios hay uno de verano y otro de invierno son los momentos del año en los que el Sol alcanza su mayor o menor altura aparente en el cielo, y la duración del día o de la noche son las máximas del año, respectivamente. En una plano más prosaico, pero también más regocijante, la fiesta de San Juan significaba, en la niñez y los largos años de estudiante, el final del curso académico y el principio del bienaventurado verano. Cuando uno empezaba a oír petardos por la calle, días antes de la gran quema, quería decir que la liberación estaba cerca. El domesticado estruendo de la pólvora se asociaba con las horchatas, los mantecados de corte, como los llamaba mi madre, y los partidos de fútbol en las eras (eso los pobres que íbamos a pueblos; la mayoría de mis compañeros de clase, más acomodados, lo asociaban con alborozadas estancias en las playas de Caldetes o Llavaneres, donde tenían la torre), y se juntaba con un calor ya aplastante y unos días inacabables, a los que la noche llegaba contra su voluntad, a rastras, si era necesario. Yo recuerdo las tardes de finales de junio, anteriores a la fiesta del fuego, como una extraña mezcla de sudor y exaltación: sentado junto al balcón de nuestro pisito, veía volar las gaviotas por el azul invencible del cielo, y olía las trazas marinas que arrastraban, y percibía el crepitar de las hojas de los plátanos, oprimidas por el bochorno y la humedad, y sentía que todo andaba más lento, más espeso, pero también más ligero, como si a las cosas las embadurnara una paradójica ingravidez. La noche de San Juan era una bacanal de hogueras. Se organizaban en cualquier parte, con medidas de seguridad o sin ellas. Más bien sin ellas. En la esquina de mi casa, un típico cruce del Ensanche barcelonés, cercado por inmuebles de seis o siete pisos, con terrazas en los bajos y muchas farolas y árboles en las aceras, se montaba todos los años una pira descomunal, cuyas llamas se encaramaban a muchos metros de altura, y resultaba prodigioso que no se propagaran a los balcones adyacentes. Los vecinos, con temeridad rayana en el suicidio, salían de sus casas y alimentaban la fogata con todo lo combustible que hubiesen encontrado y de lo que quisieran desprenderse, suegras excluidas: muebles viejos, ropa ajada, montones de periódicos, juguetes ya sin uso, trastos de toda clase; alguno echaba hasta electrodomésticos; y yo, como era natural, los apuntes del curso (nunca cedí, sin embargo, a la tentación de avivarla con libros, ni siquiera con los poemarios de algunos poetas: mi respeto reverencial por la letra impresa, adquirido en la infancia, me ha impedido siempre participar en autos de fe). Con aquella ordalía carbonizadora, la gente cumplía el rito de purificación que venimos celebrando desde el Neolítico: la destrucción de lo antiguo para dejar sitio a lo nuevo. En los países del norte de Europa los escandinavos y Gran Bretaña, en los que las celebraciones del fuego tienen también mucha tradición, las hogueras suponen asimismo una ayuda al sol: se trata de excitarlo para que siga brillando, porque el 21 de junio marca el principio del acortamiento de los días y el invierno más negro, por lejos que esté todavía, se alza ya como el único horizonte. Se entiende esta voluntad de empuje: el Sol es allí un artículo de lujo. A ver si con las midsummer bonfires, piensan los ingleses, conseguimos animarlo un poco más. Ah, los ingleses, siempre tan pragmáticos. La noche de San Juan se acompañaba, en mi niñez, de dos ritos inevitables: la compra y celebración con petardos, y el partido de los Harlem Globetrotters, que, por alguna extraña razón, siempre llevaban su espectáculo a Barcelona en aquellas fechas. Los petardos se dividían en dos clases: los que utilizaban las niñas y los buenos. Los buenos eran los que estallaban como un proyectil antitanque. En los días previos a la verbena, cuando sabíamos que los padres iban a comprarlos, se desataba una batalla feroz por que no adquiriesen bombetas ni aquellos palitos ignominiosos, de cuyo nombre no quiero acordarme, que se encendían con una cerilla y que lo único que hacían era soltar chispas, sino tracas (valencianas, a poder ser), buscapiés, cohetes, volcanes, bombas y, en general, cualquier artículo con mucho cloruro mercurioso y carbonato de estroncio, de alto poder destructivo. Inevitablemente, y para nuestra frustración, los padres compraban más de los primeros que de los segundos, y no nos quedaba más remedio que sacarle al desvaído lote el mayor partido posible. Por ejemplo, juntando muchas bombetas en un solo paquete se conseguía una explosión razonablemente mortífera. O pegando con celo varias piulas a un avión de papel se lograba un fogonazo no menos radiante, que tenía además la ventaja de derribar el avioncito, que caía en picado, envuelto en llamas (yo me imaginaba entonces que el aparato abatido era el Albatros D. II biplano del barón Manfred von Richthofen y me sentía hondamente reconfortado). Y era glorioso meter las tracas en cubos de basura (o en buzones de vecinos odiosos): el zambombazo resonaba como la trilita. El único inconveniente es que, a veces, reventaba el cubo (o el buzón), y eso no le gustaba a mi padre (ni al vecino). Siempre sobreviví a aquellos aquelarres de pólvora, aunque nunca sin quemaduras y arañazos; y conservé todos los dedos de las manos, a diferencia de tantos que cada año sacrifican al solsticio de verano un pulgar, varias falanges o hasta la extremidad entera. Los Harlem Globetrotters remataban la juerga con un partido de exhibición ante un equipo sparring, que me daba una pena infinita. Aquellos otros jugadores, casi todos blancos, se exponían a las bufonadas de los buenos, negros, y hacían el mismo ridículo que el payaso tonto en el circo. Uno de los Harlem, por ejemplo, se escondía la pelota debajo de la camiseta, como si estuviera embarazado, y los contrarios seguían corriendo por la pista, buscándola. O el globetrotter le bajaba los pantalones al defensor y cuando este, con gesto exagerado de estar avergonzado, se los volvía a subir, el atacante lo driblaba y encestaba. También el público era víctima regocijada de los elementales pero eficaces trucos de los neoyorquinos: uno que se había remojado la cara con el agua de un cubo le tiraba el contenido de ese cubo al público, pero solo salía confeti; y todos gritaban primero del susto y luego aliviados. Hoy todo aquello me parece farandulero y hasta deprimente, pero entonces se me antojaba el colmo de la diversión. Tras los festejos, la mañana del 24 de junio me parecía extrañamente silenciosa, de un silencio casi pétreo, como si las saturnales del 23 hubieran agotado todos los ruidos posibles. El aire olía a salitre y azufre; las aceras estaban tapizadas de envolturas quemadas, de volcanes exhaustos, de cohetes caídos; y los camiones de basura aún no habían recogido las montañas de ceniza de las hogueras callejeras, en las que todavía culebreaban algunas brasas. Pero todo había acabado. No obstante, enseguida empezaban a oírse petardos otra vez, los que anunciaban la inmediatez de la verbena de San Pedro. Hoy ya no se celebra, pero entonces aún era popular. San Juan ha muerto, pensábamos. ¡Viva San Pedro!

jueves, 21 de junio de 2018

El Mundial, otro Mundial

Ha llegado el Mundial de Fútbol. Los Mundiales de Fútbol siempre llegan, como Jordi Hurtado o la muerte. El primero del que guardo recuerdo es el jugado en la República Federal de Alemania en 1974. Lo ganó Alemania, la anfitriona (el fútbol ha sido definido como ese juego que juegan once contra once y gana Alemania), pero la selección de nuestros amores míos y de mis compañeros de clase– era la selección de Holanda, la naranja mecánica, que disputó y perdió la final contra los germanos. Aquella tropa de melenudos y fumetas– enfundados en una casaca naranja y unos pantalones blancos, en la que los defensas atacaban, los atacantes defendían y hasta el utillero hacía de delantero centro si era menester, nos tenía cautivados a todos. Yo apenas entendía de fútbol (en los partidos tumultuosamente organizados en el patio del colegio, a mí se me reservaba el misericordioso puesto de portero: tapaba mucha portería y nadie había de preocuparse por que me hiciera un nudo con los pies cuando fuese a tocar el balón y me diera de bruces contra el suelo), pero advertía el entusiasmo de mis compañeros, encandilados por la electricidad de Cruyff, la hombría de Neeskens y la eficacia de Ressenbrink, y me contagiaba de él. Aunque a mí quien más me admiraba por solidaridad profesional, supongo era el portero, Jan Jongbloed, que jugaba con el 8 a la espalda, aunque fuese portero, y más con los pies que con las manos, algo que después se ha vuelto normal, pero que entonces se veía como una excentricidad insoportable. La gente se preguntaba, no sin razón: si el portero es el único jugador al que le está permitido utilizar las manos en el fútbol, ¿por qué este renuncia a ese privilegio y usa los pies, como los demás? (La tragedia se ha cebado con Jongbloed, que vio morir a su hijo Eric, también futbolista, en un partido, fulminado por un rayo, y que estuvo a punto de palmarla él mismo, de un infarto, asimismo en un partido. Se retiró a continuación, con 46 años). La selección de Holanda volvió a jugar la final del siguiente Mundial, el de Argentina, aunque ya sin Cruyff, y volvió a perderla. Fue uno de los mundiales más sombríos, con la dictadura militar echándole su tenebroso aliento a la competición y empujando a la prensa, la organización, los árbitros y los aficionados para garantizar el triunfo de su selección. Y lo consiguió, aunque en la albiceleste no jugara todavía, por decisión de su entrenador, César Luis Menotti, un jovencísimo Diego Armando Maradona. Pero aún me sobrecoge pensar que, mientras en los campos se jugaban los partidos, con gran aparato festivo, en las cárceles y cuarteles se seguía torturando a los presos, y en los vuelos de la muerte se continuaba desapareciendo a los opositores. A la vez que caían los balones a la hierba, caían los cuerpos al Mar del Plata. El Mundial del 82 fue el mundial de España, no por la gran actuación del equipo, sino porque se celebró en nuestro país, al amparo de aquella leyenda del diseño que fue Naranjito, que tanto y tan acertado énfasis ponía en uno de los puntales de la cultura y la historia de España: el sector agropecuario. En lo deportivo, España hizo uno de los papeles más lamentables que se le recuerdan a una selección anfitriona en los campeonatos del mundo: en la fase de grupos, empató con la potente selección de Honduras, perdió con la aún más formidable de Irlanda del Norte y solo ganó a Yugoslavia, gracias a un empujoncito arbitral. En la siguiente fase, volvió a perder, esta vez con Alemania, y empató con Inglaterra, y se quedó fuera de la competición. Tengo para mí que Naranjito era cenizo. Y los hinchas estaban negros. Yo, que entonces estudiaba Derecho, solía quedar con algunos amigotes de la Facultad para ver los partidos. No es que me interesaran demasiado, la verdad, pero era una buena oportunidad para pasar las tardes siendo lo que éramos, sin tapujos, sin vergüenza: unos simios postadolescentes que rebosaban de hormonas, y no lo que nos veíamos obligados a aparentar: futuros profesionales de la ley, responsablemente ocupados en el aprendizaje del Derecho Romano (¡ay, el Iglesias!) y del aún más fascinante Derecho Administrativo. Así, nos reuníamos en el piso de un compañero, nos atrincherábamos en el sofá, frente al televisor, y nos dábamos a la contemplación de aquella lúgubre selección española, mientras saqueábamos las bolsas de patatas fritas, chillábamos como monos aulladores y, si no estaba la hermana del anfitrión, eructábamos y nos tirábamos pedos. Ah, qué tiempos de sana camaradería; ah, el fútbol, cuánto acerca a las personas. Desde aquel Mundial jugado en casa, mi interés por los mundiales de fútbol no ha dejado de disminuir; es más, mi interés por el fútbol no ha dejado de disminuir. A ello ha contribuido mi alejamiento de las espurias seducciones de la infancia y los interesados espectáculos del mundo, pero también el triste desempeño histórico de España en la competición. El papel de nuestro país en los campeonatos ha sido acorde con nuestra luctuosa o anodina realidad, según, y algunas pifias inolvidables lo ejemplifican inmejorablemente: aquel chut de Cardeñosa a los pies del único defensor de Brasil de una portería vacía en el Mundial de Argentina, en el que lo verdaderamente difícil era mandar el balón a los pies del único defensor de Brasil de una portería vacía; o aquel paradón de Zubizarreta contra Nigeria en el Mundial de Francia del 98, que metió el centro raso y flojo de un africano en la propia portería (los porteros de España se han cubierto de gloria en las competiciones internacionales, como ya demostrara Luis Pulpo Arconada en la final contra Francia del Europeo de 1984 y ratificó De Gea hace unos días con una cantada esplendorosa contra Portugal, digna del mejor Karius); o aquel penalti fallado por Joaquín, el jolgorioso bético, contra otra selección potentísima, Corea del Sur, que nos eliminó del Mundial de Estados Unidos de 1994. Momentos estelares del balompié patrio, a los que se podrían sumar muchos otros. Claro que todo esto conoció un giro inesperado y maravilloso en el Mundial de Sudáfrica de 2010, que ganó España en apretada lid contra Holanda, el país con peor suerte del mundo en el fútbol: tres veces finalista y nunca campeón. Recuerdo que el día de la final íbamos de viaje, camino de Extremadura, y que paramos en Madrid para ver lo que quedase del partido en casa de nuestros cuñados Belén y Antonio, donde se había reunido casi toda la familia. Alcanzamos a seguir la segunda parte, con tensión creciente. Cuando Iniesta, a quien Dios bendiga, empalmó a la red la asistencia de Cesc, un rugido descomunal, que parecía provenir de las últimas esferas del firmamento, lo envolvió todo. Yo no recuerdo exactamente qué hice en los estados alterados de conciencia, uno pierde sentido de sí, pero algunos familiares han confirmado que estuve brincando por el comedor, como poseído por el demonio Asmodeo, mientras profería bramidos incomprensibles y me abrazaba compulsivamente a personas y cosas. Sí recuerdo, a pesar de aquella ceguera momentánea, que Antonio, con calma pasmosa, con la calma de quien no reaccionase al picotazo de un escorpión o al incendio de su casa, abrió la ventana del comedor, sacó la cabeza, alzó la mirada al cielo y soltó un larguísimo aullido, un aullido inhumano, un aullido como de las profundidades de la tierra, que se vengaba del sufrimiento, los estropicios y las humillaciones de ochenta años de campeonatos mundiales de fútbol y, ya puestos, de ochenta años de historia desgraciada de España. Luego, recuperado de la ofuscación, medité sobre lo que había visto, y reparé en que, no mucho antes de aquel gol redentor, Iker Casillas había repelido con la punta de la bota un contraataque de Robben que podría haber liquidado el partido, y que el propio Stekelenburg, el portero holandés, había estado muy cerca de parar el chut de Iniesta: había llegado a tocar el balón, aunque no lo suficiente como para desviarlo. Por unos centímetros del pie de Iker, de la mano de Stekelenburg la historia no era diferente, y mucho más dolorosa. Pienso ahora, por solidaridad profesional, en la ventura del portero español y en la desventura del holandés, en la trágica belleza de lo que pudo suceder pero no sucedió, y que condujo a una derrota que, para los holandeses, ya será eterna. Como eterno será el disparo de Andrés Iniesta, ese instante grandioso en que la pierna se arma, y todo queda suspendido, y en el estadio ya no hay un ruido ensordecedor, sino un silencio cósmico, y la pierna golpea el balón, como si el arco arrojara la flecha, y el balón sale en busca de su destino, y no lo aparta de él el guante insuficiente del portero, y cruza la línea, y llega a la red, y el silencio se rompe en un aullido monumental, en un aullido planetario, en un aullido metafísico, como el que soltó mi cuñado Antonio en la ventana de su casa, con una calma pasmosa, aquel día de la final. 

sábado, 16 de junio de 2018

La revelación y la muerte (Poesía, de Jaime Saenz)

La poesía boliviana contemporánea es una de las poesías americanas más desconocidas en España. Más allá del modernista Ricardo Jaimes Freyre, reseñado en todas las enciclopedias, y de autores plenamente actuales como Eduardo Mitre y Pedro Shimoshe, poco se sabe de la lírica del país andino, y menos aún se la ha leído. No escapa a ese desconocimiento el que acaso sea su mejor representante: Jaime Saenz, nacido en La Paz en 1921 y muerto en esa misma ciudad en 1986. A diferencia de la mayoría de sus poetas coetáneos, Saenz ha sido publicado en España, aunque póstumamente. En 2002, en la benemérita y ya largamente desaparecida Ave del Paraíso, vio la luz Obra poética I, reedición de la Obra poética que había publicado la Biblioteca del Sesquicentenario de la República de Bolivia en 1975, y que incluía seis de sus primeros poemarios, compuestos entre 1955 y 1973: El escalpelo, Muerte por el tacto, Aniversario de una visión, Visitante profundo, El frío y Recorrer esta distancia. Que el cardinal romano siguiera al título, Obra poética, parecía indicar que había de aparecer, como mínimo, un segundo volumen, pero, si eso era así, ya nunca lo sabremos, porque Ave del Paraíso, tras un brillante aunque siempre dificultoso paso por las librerías, echó el cierre hace muchos años. Amargord recoge ahora, con el lapidario e irreprochable título de Poesía, esos mismos seis poemarios, y les añade otros que la Biblioteca del Sesquicentenario había descartado, como Cuatro poemas para mi madre (1957) y Al pasar un cometa (1970-1972), además de los que Saenz ya escribiera entre 1973 y su muerte: Bruckner, Las tinieblas, ambos de 1978, y La noche, considerada la cumbre de su producción, en 1984. Poesía también incorpora una última sección, «Otros poemas», con un puñado de piezas que Saenz publicó en revistas y que no constan incluidas en ninguno de sus libros. Las ilustraciones que acompañan al volumen, incluido un inquietante "Autorretrato", son igualmente del poeta, asimismo dibujante.

El estadounidense Forrest Gander nos informa en el prólogo –que él prefiere llamar «texto introductorio»– de algunos rasgos singulares de la personalidad de Jaime Saenz, los cuales, con independencia de su rareza, quizá ayuden a entender algunas características de su poesía. Su formación intelectual tuvo mucho que ver con el ejército, aunque parezca un oxímoron: hijo de un teniente coronel, cumplió el servicio militar en la Alemania nazi entre 1938 y 1939 –muchos países hispanoamericanos han admirado históricamente la tradición prusiana, y considerado prestigioso seguirla– y, a su vuelta, trabajó para el Ministerio de Defensa y el Servicio Secreto. En la Alemania de Hitler, donde residió con otros cadetes de la Escuela Militar de Bolivia, conoció y aprendió a amar a los filósofos, escritores y músicos germanos (o de lengua alemana: Kafka era uno de sus escritores tutelares, y eso se trasluce en su obra, que no es solo poética, sino también novelística, ensayística y dramática). Como ya se ha indicado, uno de sus últimos poemarios fue Bruckner, así titulado por Anton Bruckner, el compositor y organista austriaco.  

Gander también subraya la fascinación que Saenz sintió desde niño por la muerte, uno de los temas axiales de su poesía, aunque siempre abrazado, especularmente, a otro asunto fundamental: la vida, el asombro y la maravilla de estar vivo, y la necesidad de entender eso que late y se presenta, fascinante y absurdo, ante los sentidos. Ambas, muerte y vida, entrelazadas, configuran una unidad fecunda y una realidad superior, que él bautizó, en mayúsculas, como la «Verdadera Vida», y en la que siempre quiso adentrarse por el procedimiento de mezclar la experiencia sensorial y el asedio intelectual. Como revela en su libro más autobiográfico, el conjunto de relatos La piedra imán, publicado en 1989, Saenz gustaba, cuando era joven, de visitar el depósito de cadáveres del Hospital General de La Paz, y en una ocasión no pudo resistir la tentación de hurtar una pierna (que queremos suponer estaba ya amputada) y llevársela a casa, para aprender mejor, para «tocar» la muerte. El tacto es, de hecho, una de las principales vías de Jaime Saenz para acceder a la revelación, a la aprehensión, física y metafísica, de lo existente; o para comprenderla. Y así lo afirma en uno de sus poemas: el tacto está «al servicio de lo elemental / de modo que nada turbe su uso y beneficio / y tengas al fin algo más ya concreto que la mirada y la vida». Saenz también insistía a sus amigos para que, cuando muriera, le cortaran la carótida y se aseguraran, así, de que estaba (o se quedaba) bien muerto. Y cumplieron su petición, en efecto. Al poeta lo aterraba la posibilidad de despertar, bajo tierra, en un ataúd.

La muerte es, ciertamente, uno de los temas principales –más: obsesivos– de la poesía de Saenz. Pero es siempre una muerte «encarnada», una muerte que vive en los cadáveres, una muerte que, en esa carne que ya está dejando de serlo, se aparece con empaque de objeto, de realidad tangible. Como han señalado los miembros del taller Hipótesis, de La Paz, ese cuerpo muerto «está accediendo al misterio de la muerte sin haber dejado completamente la vida»; constituye, pues, «un límite y un lugar privilegiado de revelación», que es lo que persiguió sin descanso Jaime Saenz. En La noche, escribe un ardoroso elogio de los muertos, plagado de anáforas, poliptotos y sinestesias: «Nada tan verdadero, nada tan humanamente humano como la carne de los muertos. / Ningún olor tan oscuro como el olor de los muertos (…) / Ningún silencio como el silencio de los muertos (…) / Nada como la inmovilidad, nada como la fuerza expresiva que mana de los muertos. / Por eso los hombres amantes de las tinieblas, / escudriñando el estar de los muertos, encuentran el camino cierto». El silencio, por cierto, es otro de los constantes deseos de Saenz, como lo fue también de Juan Ramón Jiménez. Persiguiéndolo, peregrinó durante años de casa de alquiler en casa de alquiler. Por lo mismo, para garantizárselo, dormía de día y escribía –y bebía, mucho; y practicaba la alquimia y la magia– de noche. En Recorrer esta distancia, la alabanza de los muertos se vuelve reivindicación ansiosa: «Yo digo que uno debería procurar estar muerto. / (…) Uno tendría que hacer todo lo posible por estar muerto. / (…) Vida y muerte son una misma cosa».

La poesía de Jaime Saenz, «testarudamente místico y barroco», en palabras de Gander, es deudora de las mejores tradiciones de la vanguardia, pero su irracionalismo, imperioso, opresivo a veces, nunca se desparrama y, mejor aún, nunca se descontrola. Sus versos, reacios a cualquier escansión u horma estrófica, siempre libérrimos, incorporan dosis de figuración –de aliento social; en La noche, por ejemplo, junto con la indagación mortuoria y el retrato infernal del alcohol y las drogas, resuenan la protesta contra el golpe de Estado del coronel Alberto Natusch Busch en 1979: solo estuvo en el poder 16 días, pero, considerando que el putsch (y nunca mejor dicho) había causado un centenar de muertos y más de un millar de heridos, puede considerarse el régimen más cruento de la historia de Bolivia–, un denso arsenal filosófico –en el que alientan sus admirados Schopenhauer, Hegel y Heidegger–, las zigzagueantes fulguraciones de lo fantástico y el centelleo no menor de los símbolos y el mito. La poesía de Saenz admite el calificativo de visionaria, aunque ello no signifique que se muestre desvinculada de la realidad más inmediata y palpable, siempre tamizada por un ansia cósmica y un sobrecogimiento existencial. También es telúrica, aunque su telurismo sea ciudadano: La Paz se convierte, en sus versos, en un espacio oscuro y palpitante, enraizado en el propio yo de quien la recorre, de quien visita los rincones más negros de la urbe y, con ellos, los de su alma.

Un rasgo expresivo de Jaime Saenz destaca, a mi juicio, de los demás: sus permanentes vueltas y revueltas con las mismas o parecidas palabras. Un poco al modo de Francis Ponge, que atacaba una misma escena, como los cubistas, desde todos los ángulos léxicos posibles, y con todas las miradas que era capaz de proyectar, en variaciones interminables, Saenz intenta asir la realidad, la realidad real o la realidad inventada, la realidad del mundo o la realidad de su interior, si es que son dos cosas distintas, mediante un asedio multitudinario: las enumeraciones abundan; las repeticiones no cesan; los juegos fónicos son machacones; los poliptotos rozan la glosolalia. Con un castellano por otra parte universal, que apenas contiene bolivianismos, Saenz alumbra textos reiterativos, arbóreos, que conjugan el ipsocentrismo de su propósito con la multiplicación de sus tanteos y aproximaciones. En este juego de fértiles redundancias, las antítesis menudean: Saenz practica la paradoja como lo han hecho todos los poetas que han sufrido antes que él esa escisión de un todo irrecuperable, esa sorpresa de estar vivo y tener que morir. Saenz persigue una concordia oppositorum que reconduzca o suture la partición de la luz y las tinieblas, del amor y la soledad, de la inteligencia y el sueño, aun a costa, con frecuencia, de la lógica aristotélica y el principio de identidad. Pero en él la única lógica que impera es la lógica poética. Así acaba el poema IV de Recorrer esta distancia: «Si te sientes bien, no te sientas bien. Si te quedas, no te quedes. Si te mueres, no te mueras. Si te apenas, no te apenes. No digas nada. / Vivir es difícil; cosa difícil no decir nada. / Soportar a la gente sin decir nada no es nada fácil. / Es muy difícil –en cuanto pretende que se la entienda sin decir nada– / entender a la gente sin decir nada. / Es terriblemente difícil y, sin embargo, muy fácil ser gente; / pero es lo difícil no decir nada».

[Reseña publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 809, noviembre de 2017]

lunes, 11 de junio de 2018

Interpoetas o poetanautas

Circula por entre los círculos poéticos establecidos cierta inquietud por el advenimiento de una multitudinaria camada de poetas jóvenes, provenientes de las redes sociales, que deslustran la grandeza de la poesía y vulgarizan hasta lo indecible un quehacer distinguido, que requiere conocimiento artesanal y altura u hondura, quizá de espíritu. Esos poetas son, para sus críticos, adolescentes por edad o adolescentes eternos, con poca o ninguna formación y lecturas, que balbucean memeces sentimentales, propias de su juventud y su inmadurez intelectual, y que deben su éxito a Internet, donde cualquier ingenuidad o rebuzno tiene su espacio y su acogida. Y los críticos tienen razón: así es. Uno si es que no es rehén generacional de esos poetas, y yo me temo que dejé de ser veinteañero hace mucho se asoma a lo que escriben y se pasma de lo rudimentario de su expresión y la elementalidad de su contenido. La cursilería y la ñoñez lo invaden todo. Y el amor el gran asunto de los púberes es, prácticamente, su único tema. El meollo de la tarea poética, la transformación lingüística de la realidad, apenas se da en los poemas de estos pollos. Y es lógico que sea así: para que no sea así, uno ha de haberse apropiado de la tradición literaria es decir, debe haber leído mucho, debe haber leído bien y debe haber reflexionado sobre lo leído para luego destilarla en una voz singular, que no surgirá sin tenacidad ni reescritura. La poesía es muchas cosas un modo de estar en el mundo; un camino de conocimiento; un acto revolucionario; una forma de comunicación; una necesidad de supervivencia; una técnica de respiración, pero también, y no menos importante, un oficio. Y todo oficio requiere unos conocimientos, que solo se adquieren con el estudio, con el ejercicio consciente y con la paciencia de quien desea aprender de sus maestros para superarlos, esto es, para decir un poco mejor (o para decir hoy, con el timbre y el lenguaje del mundo en el que cada uno viva) lo que ellos ya han dicho. Además de la invencible pobreza de cuanto escriben estos exitosos interpoetas o poetanautas, constato la endeblez de su bagaje lector y su escaso, o nulo, aprovechamiento de las tradiciones literarias. Descorazona averiguar cuáles son sus autores de referencia cuando se les pregunta en entrevistas o ellos intentan prestigiar su desempeño con artículos patizambos, aunque explica muy bien tanto su impericia como, paradójicamente, su éxito mediático. Y casi todos coinciden: lo más viscoso de la poesía de la experiencia, algún abuelo del realismo sucio rescatado de los baúles del olvido (que, enardecido por su inesperada reviviscencia, se pone a cantar la palinodia de sus admiradores, como si fueran hölderlines reencarnados; no, qué digo: bukowskis reencarnados. Es lógico: si sus admiradores son muy buenos, él, su maestro, lo será aún más), un par de cantautores desorejados y Joan Margarit. Ay. Como mucho llegan a un poquito de Lorca o Miguel Hernández y los más audaces, a Neruda, aunque de este, que podría haberles enseñado mucho, no hayan aprendido nada. Pese a esta escuálida panoplia ni rastro de la mejor poesía de Occidente, desde Vallejo hasta Eliot, desde Leopardi hasta Paz, desde Virgilio hasta Perse, desde San Juan de la Cruz hasta José Ángel Valente, aún hay poetanautas de menores pertrechos lectores. Uno de los más famosos, de los que arrasan en la Red y las ferias del libro, le pidió a un vecino, que resultaba ser editor y vivir en el piso de abajo, que le prestara algunos libros para ponerlos en el salón: un periódico o revista importante iba a entrevistarlo en su casa y no quería aparecer sin libros en las fotos. Su autor de referencia no podía ser sino un cantautor, como él mismo; pero solo uno: de haber tenido más de uno, le habría estallado la cabeza. Pero no hay por qué escandalizarse ni preocuparse por el éxito de esta generación de presuntos poetas. Nacen de un fenómeno planetario e incontenible: la revolución digital, que permite a cualquiera, sin freno, sin filtros, sin juicio, lanzar sus borborigmos urbi et orbi y encontrar a miles de destinatarios naturales, que los reciben en el mismo estado de efervescencia sentimental y privación raciocinante en el que se encontraban aquellos al perpetrarlos. Para que esa recepción se produzca, unos y otros, autores y lectores, suelen alegar la verdad, la sinceridad o la naturalidad de lo que escriben, virtudes todas ellas, sean lo que sean, que abren el camino al corazón y ensanchan las paredes del alma. Pero yo no sé desde cuándo la verdad, la sinceridad y la naturalidad han sido requisitos de la literatura, que es una forma de arte y que, como tal, requiere una elaboración creadora, una falsificación que alumbre una presencia nueva, una realidad distinta. La verdad, la sinceridad y la naturalidad están muy bien para el diario íntimo y la charla con los amigos, pero no son necesarias para hacer poesía. Además, la verdad, la sinceridad y la naturalidad suelen ocultar la chatura de la expresión y la simpleza de lo expresado. Podemos estar seguros de que quien las reivindica lo hace porque es incapaz de hacer otra cosa, es decir, de hacer lo que el arte exige: mentir, ser insincero, para que surja una verdad universal; construir un artificio para verlo todo desnudo, despojado, recién nacido. El éxito de los poetas jóvenes es incuestionable y, salvo catástrofe mundial, lo seguirá siendo durante mucho tiempo. Pero hay que recordar que, antes de la universalización digital, también había fenómenos literarios que reunían a un público multitudinario. En todos los países, la historia de la literatura está llena de autores aplaudidísimos y reconocidísimos cuya única aportación al arte de la palabra ha sido la capacidad para satisfacer las necesidades de consumo de una masa ingente de lectores. Por no salir de España, a Campoamor y Villaespesa, vates lamentables y hoy justamente olvidados, los vitoreaban por los pueblos o muchedumbres los esperaban en los puertos cuando llegaban de gira. Y Corín Tellado, aquella "pornógrafa inocente", según Cabrera Infante, escribió 5 000 novelas, que se tradujeron a 27 idiomas y de las que vendió 400 millones de ejemplares: es el segundo autor español más leído después de Cervantes. Se hace difícil pensar que, aun con las herramientas digitales de hoy, cualquiera de estos zagales pueda igualarla. Los éxitos populares, que pueden prolongarse décadas y devenir fenómenos socioculturales, no tienen nada que ver con la calidad de la literatura ni con la función crítica y regeneradora del arte en la sociedad. Pero pueden ser éxitos apabullantes, sin duda. Como este, en España y en otros países (cunde ahora mismo una interesante polémica sobre el asunto en Inglaterra, con participantes de altura, como Rebecca Watts y Don Patterson), de nuestros poetas de las redes, las performances y las jam sessions, hoy reconvertidos en poetas en (y de) papel. En nuestro país se han beneficiado de algunas circunstancias que han favorecido su popularización y, en consecuencia, sus ventas, que es de lo que se trataba. Algunos sellos especializados en operaciones comerciales han lanzado sus redes al caladero de estos escritores que ya contaban con un público amplio e iletrado y los han propulsado a la gloria editorial, con la esperanza de arrastrar a sus lectores a su cuenta de resultados. Y me parece que lo han conseguido. Recuerdo haber visto hace meses, en la mesa de novedades de una feria del libro, un poemario de una de esas jóvenes rompedoras, publicado por cierta ensotanada editorial. Una faja la anunciaba como "la poeta que la literatura española estaba pidiendo a gritos", o algo así. Serán gritos de socorro, pensé al picotear en algunos poemas, o lo que fuese aquello. La faja la firmaba un alabardero de la poesía de la experiencia, uno de los muchos que integran la cuadra de la editorial y que se prestan a ejercer de voceros de sus operaciones. Por si fuera poco, el prólogo lo suscribía Joan Margarit. Desde entonces, no he dejado de ver el nombre (y la cara) de esa poeta en todas partes: su omnipresencia se ha vuelto absoluta, aunque sus poemas sean fofos y sus artículos o juicios, de una indigencia intelectual sonrojante. Pero aún más digna de consideración que su éxito es la utilización que ha hecho de él la vieja escudería de la experiencia, una facción siempre dispuesta a acomodarse en la cresta de cualquier ola. Todos, tanto sus ya achacosos prebostes como sus fámulos más obsequiosos, lo han acompañado y, a la vez, empleado para reivindicarse: que una catecúmena agradecida llegue a la cumbre también los ensalza a ellos. Y cuanto más la lean a ella, más leerán también a sus mentores. Todo el mundo gana, pues; todo el mundo menos la poesía, que sigue atascada en el fangal del figurativismo más lerdo, ahora metamorfoseado en sensiblería pubescente.

martes, 5 de junio de 2018

Cojones y españolía

Un raro momento de felicidad ha cruzado por la vida de muchos entre ellos, yo con la destitución de Mariano Rajoy ("M. Rajoy" para Luis Bárcenas y otros camaradas del Partido Popular). Ha sido algo imprevisto y maravilloso: un chispazo de beatitud que a los ateos nos ha hecho dudar de que no exista la Providencia. Uno advierte que el registrador de Pontevedra ya no es el presidente del gobierno y le acomete un pasmo, un temblor, un gustirrinín, que decía el añorado Gila, que no se puede aguantar. Claro que no ha desaparecido de la política, es más, quienes lo arropan en estos momentos de tribulación amenazan con su retorno inminente, metamorfoseado en jefe de la oposición y presidente del Partido hasta que otro dedazo, como el que lo ungió a él, decida los destinos de la derecha española. Seguiremos disfrutando, pues, de sus retruécanos esclarecedores, de su legendaria rapidez de reflejos y de su modernez sin fin. Pero no es poco que Mariano haya sido desalojado de la poltrona presidencial, tras seis años y medio tremebundos, en los que hemos asistido, como metáforas de la regresión y el facherío que inspiraban su gestión, a indemnizaciones en diferido, vírgenes condecoradas por ministros del Interior y ministros de Cultura cantando, inflamados de orgullo patrio, "Soy el novio de la muerte", además de una hecatombe de derechos y conquistas sociales recortados o eliminados y de 900 cargos del Partido Popular imputados por delitos de corrupción, lo que constituye un récord absoluto de choriceo en el poder en Europa y acaso en el mundo entero. Pero antes del hecho bienaventurado de que se fulminara a Rajoy, otro suceso insólito captó mi atención. Este tuvo menos repercusión mediática, aunque no se le dejaron de dedicar espacios en los telediarios de mayor audiencia y algunas reflexiones, si es que se les pueden llamar así, en la prensa escrita: la constitución de la plataforma "España Ciudadana", promovida por Albert Rivera, el líder de Ciudadanos. Por lo que vi y oí, el espectáculo del lanzamiento de "España Ciudadana", reflejo de su poso ideológico, fue un aquelarre de españolía, como la que reclamaba en la posguerra, como toda receta para vencer, el general Gómez-Zamalloa a los jugadores de la selección de fútbol que iban a disputar un partido contra Suiza: "¡Cojones y españolía!". En un mar de banderas rojigualdas, que sus portadores ondeaban como si espantaran a la muerte que planeaba por sobre sus cabezas, Rivera afirmó que, fuese quien fuese el que se le pusiera delante, rojo o azul, hombre o mujer, partidario o desafecto, beneficiado o necesitado, él solo veía españoles. Luego, Marta Sánchez –que ya de joven, cuando se embarcó en la fragata Numancia para enardecer a los marineros que servían a España allende los mares, había exhibido un patriotismo tan formidable como sus carnes– deshizo a los presentes en otro mar, este de lágrimas, con su estremecedora interpretación de la Marcha de Granaderos, enriquecida por una letra de su autoría, a cuyo lado palidecen las demás compuestas por liróforos tan insignes como Eduardo Marquina, José María Pemán o Abelardo Linares. La actuación de la Sánchez fue tan desgarradora que los asistentes no pudieron sino ponerse en pie, arrebatados de emoción. Y entre ellos, en lugar principalísimo, muy sonrientes y transidos de entusiasmo celtibérico, el promotor de la iniciativa, Albert Rivera, su fiel escudera en Cataluña, Inés Arrimadas, y uno de los ideólogos de Ciudadanos, Francesc de Carreras, un antiguo comunista reconvertido en ariete espiritual y baluarte jurídico del españolismo, entre otros paladines o paniaguados– del movimiento. El parlamento de Rivera, el de su miopía patriótica, me suscitó el pensamiento contrario: las diferencias que él diluye en la españolidad (como ya hacía José Antonio Primo de Rivera, que tampoco veía diferencias entre empresarios y trabajadores, sino una unidad de destino en lo universal; el fascismo siempre ha utilizado el sacacuartos de la patria para negar la lucha de clases y las diferencias sociales en que ahonda el capitalismo) son las únicas que yo veo. Es decir, yo no veo españoles (ni marroquíes, ni rumanos, ni finlandeses...), sino trabajadores y parados, parados de larga duración y parados recientes, trabajadores precarios e indefinidos, trabajadores que llegan a final de mes y trabajadores que, aun siéndolo, no salen de la pobreza. Tampoco veo españoles, sino jóvenes que han de emigrar para ganarse la vida y jóvenes que no pueden pagarse los estudios, mayores que cobran una pensión miserable y mayores a los que no se les reconoce una situación de dependencia (o que, reconociéndoseles, no se les paga), gente de ciudad que sufre la carestía de la vivienda y gente de pueblo que padece la despoblación y el abandono. No veo, en fin, españoles, sino mujeres que se revientan a trabajar para cobrar menos que sus compañeros varones y mujeres que sufren el acoso y la violencia de machos seguramente muy españoles y mucho españoles, creyentes que gozan de unos privilegios inaceptables en un Estado aconfesional y no creyentes que financian con sus impuestos el sostenimiento de una fe religiosa, inmigrantes a los que se les niega la asistencia sanitaria y refugiados del hambre, la persecución y la guerra a los que no les damos refugio. La españolía (y la catalanía, y la vasquidad, y toda forma de patraña nacionalista) no constituye un punto de vista iluminador ni un modo transparente de mirar, sino todo lo contrario: un velo que enturbia la realidad, que la difumina en los colores de la bandera para que no distingamos lo que tiene de injusto, o deforme, o sangrante. Aunque Rivera y muchos como él no quieran enterarse, la propiedad de los medios de producción y las relaciones de poder que propicia siguen siendo los principales factores que configuran la realidad. Y el nacionalismo es una de las mejores herramientas para ocultarlo. Como decía Gila, el nacionalismo es un invento de las clases poderosas para que las clases inferiores defiendan los intereses de las clases poderosas. Poco después de la bacanal españolista de los naranjas, oí la respuesta airada del joseantoniano catalán a una periodista que le preguntaba si no creía que su "España Ciudadana" era prueba de un nacionalismo radical. "¡Me ofende Ud.!", contestó Rivera. Y entonces añadió lo que los nacionalistas españoles llevan afirmando desde que el fervor patrio se encendió en sus corazones: "¡Yo no soy nacionalista!", que es algo así como si el Papa protestara, indignado, por que lo tacharan de católico. Alguien que solo ve españoles, cuando la realidad está llena de tantísimas cosas buenas por ver y de tantas, también, por cambiar, no es nacionalista. Alguien que solo ve españoles, cuando a lo mejor esos españoles que ve no quieren serlo, no es nacionalista. Alguien que solo ve españoles sin acudir de inmediato al oftalmólogo no es nacionalista. Claro que podría ser peor otros en ocasiones ven muertos, pero la contradicción es digna de figurar en el panteón de las incoherencias grotescas. Rivera y su invento anticatalanista, exportado ahora con éxito al resto del país, han abrazado la españolía como antídoto, primero, de un pujolismo en descomposición y, después, del independentismo rampante. Y ese abrazo le gusta a la gente. En realidad, es un abrazo múltiple: el españolismo de Ciudadanos se agranda cuanto más persevera el soberanismo, que, a su vez, se fortalece con Marta Sánchez, la corrupción oceánica del PP y los vóxmitos de Vox. Y así seguiremos, me temo, hasta que alguien decida acabar con esta patria de cuchufleta que esperemos no derive, como en tantas otras ocasiones a lo largo de nuestra historia, en una patria de sangre. O hasta que lo decidamos todos.