jueves, 6 de septiembre de 2018

Los dadaístas rusos

Visito hoy, con mi buena amiga Teresa Morcillo, la exposición Dadá ruso 1914-1924 en el museo Reina Sofía de Madrid. Nos interesa el arte, desde luego, pero también el aire, el aire acondicionado: es fundamental escapar del calor fundepiedras de hoy, y los museos, bien refrigerados, son el lugar ideal para hacerlo. Antes de entrar, cuando el sol todavía no ahoga, nos tomamos un relaxing café con leche (claro, estamos en Madrid) en una de las terrazas circundantes. Mientras lo hacemos, se nos acerca una joven con un puñado de ejemplares de un librito en los brazos. "Lo he escrito yo", nos informa, con ese brillo sin igual del primer libro en los ojos. Le pido uno y lo hojeo. Contiene poemas breves y microrrelatos, escritos, obviamente, por una autora digital. Y, como casi todo lo escrito por un autor digital, son malos, muy malos, malísimos. No obstante, le compro uno. El precio, once euros, casi me disuade, pero se impone el deseo de ayudar a quien comparte el amor por el lenguaje y la literatura y ha decidido ser escritora: no defraudaré la ilusión con que lo ha compuesto y ahora nos los ofrece. Solo confío en que lea más (y que lo que lea no sea solo de otros autores digitales), corrija más y escriba mejor. Cumplido el deber de auxiliar a los jóvenes (y a los editores de poesía), entramos en la exposición. Dadá ruso es una muestra exhaustiva del arte de vanguardia en Rusia y de sus relaciones con los ismos europeos, aunque se concentra en la década –la que se inicia con el estallido de la Primera Guerra Mundial y acaba con la muerte de Lenin– en que el dadaísmo alcanza su apogeo. Dadá (que, pese a su ideario jocosamente destructor, y aunque su nombre no signifique nada, según su creador, Tristan Tzara, cobra en ruso un sentido afirmativo: dada quiere decir "sí-sí") promovió la fusión de las artes y los medios de comunicación –la poesía, la pintura, la fotografía, el teatro, el cine, la prensa–, y eso se advierte desde la primera sala a la que nos asomamos, donde se proyecta la película El rayo de la muerte, de Lev Kuleshov, rodada en 1925: en ese momento se ve a una mujer, extraordinariamente parecida a Maribel Verdú, secándose el pelo con dos secadores. No sabemos muy bien cómo se integra este hecho en la lucha antifascista que documenta el film, pero de algún modo debe de hacerlo. No obstante, como el largometraje es, en efecto, largo –de 125 minutos–, preferimos no averiguarlo y seguir adelante. Leo con placer, poco después, una frase de Vladímir Tatlin, a quien no sé si le gustaría mucho verse hoy aquí: promovió la muerte del arte de museo (y también un monstruoso edificio, el Monumento a la Tercera Internacional, ejemplo del antiarte, que por fortuna no llegó a construirse: salía demasiado caro). Pero con esa frase salva su iconoclasia. Dice Tatlin: "Nada de Arte... A la mierda el Arte". Inconformista sí era, como Dios mandaba. Igual que los nadistas (no nudistas), cuyo arte insistía en la destrucción del arte: "Si alguien afirma con delicadeza: 'El arte está por encima de la vida, el arte nos enseña...', le atizamos con un palo en la cabeza". Maiakovski aparece a continuación, pero no como poeta, sino como diseñador y autor teatral: suyos son los dibujos –satíricos, coloristas– de la escenografía y el vestuario de Misterio bufo. Siete pares de puros, la obra que escribió en 1919 para conmemorar el primer aniversario del triunfo de la Revolución de Octubre. Pero su obra poética no tarda en verse: en una vitrina –a la que me asomo con ansia fetichista– hay un ejemplar de 150.000.000, publicado en Praga en 1925, su mayor creación y una de las mayores, también, de la literatura épica contemporánea, que ha prolongado, setenta años después, un poeta español, Enrique Falcón, con otro libro titánico, La marcha de 150.000.000. Víktor Shklovski, panfletista y teórico del formalismo ruso, aporta un poema en el que se lee: "Insistimos: No convirtáis a Lenin en un cliché...". La historia, por desgracia, no le ha hecho caso. Ilia Zdanevich, franco-georgiano, nos ilumina con un volante indecente, de 1917, titulado "¡No puedes sostener una teta y un coño con la misma mano!". Cuánta razón tenía. Y también en este otro, del mismo año: "La felicidad no es una polla: no se puede agarrar con las manos". El absurdo atraviesa la exposición de principio a fin, porque el absurdo de las vanguardias revela el absurdo de las convenciones y la arbitrariedad de las formas. El Lisitsky, uno de los artistas más influyentes de la Rusia revolucionaria, escribió esto en 1925: "Estoy trabajando en un autorretrato fotográfico. Una pieza totalmente absurda, si todo marcha según lo planeado", algo que recuerda, aunque en sentido inverso, al no menos absurdo dictum de Groucho Marx según el cual nunca pertenecería a un club que lo aceptara como miembro. Más dadaístas rusos abundan en la crítica –y la autocrítica– desde otros ángulos: Iván Puni escribe en 1925: "En general, el arte ruso se dedica permanentemente a cortar el nudo gordiano. No sabemos cómo atarlo". Y no falta, desde luego, el célebre axioma de André Breton que parece la clave de bóveda del edificio universal de la vanguardia, o, como la llamaba Octavio Paz, de la tradición de la ruptura: "La belleza será convulsiva o no será" (y que habremos de abstenernos de manipular como se hiciera con la máxima del obispo Torras i Bages esculpida en la fachada de la abadía de Montserrat, "Cataluña será cristiana o no será". Alguien muy listo –porque para ser listo a menudo basta con ser sencillo– desautorizó al prelado y a su tremebunda sentencia con un insignificante pronombre: "Cataluña será cristiana o no lo será"). Entre los pintores expuestos en Dadá ruso, disfrutamos de piezas de Kamenski, Malevich, Schwitters, Grosz, Rozánova (de esta, cuadros que son hipnóticas [des]composiciones geométricas de puntos, líneas y figuras que integran la tipografía y el color), Klutsis y Delaunay, que aporta el celebre Retrato de Tristan Tzara, de 1923, en el que el rumano que parecía querer destruirlo todo, o burlarse de todo, aparece con gafas, bufanda y una raya perfecta en el pelo engominado. Abundan los collages con recortes de prensa, que en aquellos años de escasa difusión audiovisual era fundamental para la configuración de la opinión pública y la agitación de masas. No obstante, Dadá ruso subraya la creciente pujanza del cine como medio de comunicación y forma artística. Además de El rayo de la muerte, se exhibe El diario de Glúmov, rodada en 1923, la primera película de Serguéi Eisenstein, que dos años después entregaría la capital El acorazado Potemkin, y un corto estupendo, que yo no habría asociado nunca a la vanguardia rusa, pero que los inteligentes comisarios de Dadá ruso me han hecho descubrir vinculado a sus propuestas deletéreas y lúcidamente descabelladas: Adiós a las armas, de Charles Chaplin, de 1918, en la que Charlot da pataletas y desfila como si llevara al hombro un jamón serrano, y que aquí cierra la muestra. Fuera, las piedras ya se están fundiendo No vemos a la joven escritora a la que le he comprado un libro. A ver si encontramos refugio en otro museo.

2 comentarios:

  1. “La vida me sale muy barata, no es para mí sino un 30%. Mi vida
    tiene 30% de vida. Le faltan brazos, unos bramantes y algunos
    botones. Un 5% lo consagro a un estado de estupor semi-lúcido
    acompañado de crepitaciones anémicas. Ese 5% se llama
    DADÁ. O sea que la vida es barata. La muerte es un poco más
    cara. Pero la vida es encantadora y también la muerte es
    encantadora”.

    Tristan Tzara.

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  2. Lo he visitado mediante la web Museos en red. Tú , de verdad, has sido mejor guía.

    Un abrazo grande,Eduardo .

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