sábado, 19 de diciembre de 2020

Dioses y mitos, valga la redundancia

En la exposición Arte y mito. Los dioses del Prado, inaugurada hace algunas semanas en el benemérito CaixaFórum de Barcelona, me recibe un busto de Homero. Es del siglo I, es decir, muy posterior a la época en la que vivió, si es que alguien llamado Homero ha vivido alguna vez. Tiene un aire sereno, el pelo rizado y los ojos vacíos. Es lógico: era ciego, según dicen. Pero enseguida recuerdo que todos los ojos de las estatuas grecolatinas están hoy vacíos, esto es, despintados. Cerca, los comisarios de la exposición han desplegado un didáctico panel con la genealogía de los dioses. La exposición muestra una selección de la pintura del Museo del Prado que trata de los mitos y dioses de la antigüedad grecolatina, así que este poblado árbol de ascendientes y descendientes ilustra razonablemente bien las laberínticas filiaciones de los habitantes del Olimpo, empezando por Zeus. Y digo "razonablemente bien" porque, a pesar de la claridad del esquema, no resulta fácil moverse entre tantos padres, hijos y estirpes. El principal responsable de este sindiós generacional (me doy cuenta de que "sindiós" resulta aquí una palabra contradictoria, pero no encuentro otra mejor) es el padre Zeus, que disparaba a todo lo que se movía (diosas, ninfas, mujeres, efebos y hasta hermanas) y cuyas relaciones se dividen entre matrimonios y "aventuras extramatrimoniales". Que se diga de un dios, qué digo de un dios, del padre dios, que ha tenido "aventuras matrimoniales" me parece un gran acierto de los comisarios. Eso sí que es compartir la naturaleza humana, no como otros, que se han hecho hombres para no tener ni un solo affaire conocido, no sonreír ni una vez y dejarse matar en una cruz. No tardo en comprobar que la mayoría de los cuadros reunidos en la exposición son aquellos por delante de los cuales paso deprisa en el Prado, o incluso que omito. Pero su reunión en torno a un tema común hace que los vea con un interés que antes no había sentido. La muestra va desde el siglo I a. C. hasta el XIX, aunque la mayor parte de las piezas datan de la primera mitad del XVII, que es cuando la monarquía española debió de dedicarse con más ahínco al mecenazgo o la compra de arte. Resulta curioso que muchísimos cuadros consten pintados entre los años 1636 y 1638, como revelan las cartelas informativas. Y también que el anuncio de la exposición en la página web de la Fundación La Caixa-CaixaForum diga que la muestra llega "hasta finales del siglo XVIII", cuando en la primera sala que visito encuentro un voluminoso óleo de Antonio María Esquivel, El nacimiento de Venus, fechado en 1842. En él, una Venus blanquísima y peinadísima (lo que no deja de ser sorprendente, teniendo en cuenta que acaba de salir de las aguas) se muestra a los hombres, rodeada de ninfas y tapándose el pecho con una mano; el sexo se lo cubre un velo transparente (que no tapa gran cosa, la verdad) agitado por el viento. Cerca, admiro una escultura de Prometeo y Atenea creando al primer hombre, proveniente de un taller romano de finales del siglo II. Curiosamente, he venido en el tren leyendo sobre la creación del primer hombre (y de la primera mujer), aunque por parte del dios cristiano, en Las barbas del profeta, el último —y divertido, como suelen ser todos los suyos— libro de Eduardo Mendoza. Veo también los primeros Rubens y Ribera de la exposición. Luego habrá más. Estos representan a Diana Cazadora y a Vulcano —tocado con una gorra roja que no puedo dejar de identificar con una barretina—, pintados por el holándés, y una cabeza de Baco, bastante siniestra, por cierto, por el español. Como en los museos y exposiciones siempre hay que aprovechar cualquier ocasión para sentarse y descansar —es una buena forma de combatir el síndrome del museo, ese dolor que te carcome, al poco de haber entrado, desde las rodillas hasta la planta de los pies—, me acomodo en un taburete para ver el vídeo de la exposición, compuesto por entrevistas sobre los mitos a diversos personajes de la cultura. Aunque es una cultura adaptada a los tiempos: entre los entrevistados, hay una joven hispanoamericana que se define como "ilustradora y creadora de contenidos para las redes sociales". No sé muy bien en qué consiste "crear contenidos para las redes sociales", ni de qué modo eso la cualifica para hablar de mitología, pero ahí está, dando, muy desenvuelta, su opinión. Entre los demás entrevistados, reconozco a los poetas Luna Miguel y Toni Clapés. Sigo luego paseando por las salas, bajo la advocación de Salustio, el filósofo romano: "Estas cosas no han pasado nunca, pero han existido siempre". La observación es certera: los mitos narran historias verdaderas, esto es, que contienen una verdad relevante para la comunidad que los ha creado, aunque no sean hechos históricos (o quizá porque no son hechos históricos). Esa verdad son valores o conceptos preciados, explicaciones de los orígenes, miedos que se desea ahuyentar o incertidumbres que se aspira a despejar, y su formulación mítica constituye una catarsis colectiva, una manera de comprender y, a la vez, de trascender. Los cuadros de Arte y mito. Los dioses del Prado acreditan esa realidad mítica, que es mucho más cierta, en el subconsciente colectivo, que la realidad real, prosaica y unidimensional. La exposición abunda en cuadros que pintan el amor y el deseo. En un Éxtasis dionisíaco, un musculoso sátiro desnudo (¿iban alguna vez vestidos?) acompaña, con aviesa intención, a una ménade que baila desenfrenadamente. El francés Michel-Ange Houasse aporta, en esta línea, dos óleos prometedores, pero decepcionantes: en La bacanal, de 1719, algunos beben, dos bailan (el hombre, tocando una pandereta) y solo se ve una teta, aunque a la supuesta orgía han concurrido muchos. En Ofrenda a Baco, de 1720, el desenfreno es mayor, pero tampoco seduce: varios personajes están tirados por el suelo, entre uvas y vides, y un niño (al que quizá sus padres han dado vino para tranquilizarlo, como aún se hacía, en años recientes, en los pueblos españoles) vomita, aunque lo que expulsa es un líquido transparente. La idealización neoclásica desvirtúa la verosimilitud de la escena. En esta sección de "Amor, deseo y pasión" no podían faltar El rapto de Prosérpina, ejemplificado por un óleo tenebrista de Pieter Brueghel el Joven, y la historia de Orfeo y Eurídice, en esta ocasión a cargo de Pieter Fris, que entregó en 1652 un cuadro lleno de monstruos alados y con un enano horrendo que toca el arpa. El rapto de Prosérpina no es el único de la exposición: lo acompañan los de Europa y de Ganímedes, ambos de Rubens. En el primero, Zeus se transforma en un toro blanco para apoderarse de la hermosa joven; en el segundo, se metamorfosea en águila para hacerse con Ganímedes, un pastor poseedor de unas nalgas privilegiadas (Rubens no solo pintaba mujeres adiposas, sino también varones rollizos). Zeus no le hacía ascos a nada y, además, como era el puto amo del Olimpo, gozaba de una capacidad metamórfica ilimitada. En Leda y el cisne, de Georg Pencz, se convierte en cisne. Y de su unión con Leda nacerá Helena, por la que se desencadenará la guerra de Troya. Entre muchas imágenes de Narciso, el enamorado de sí mismo, y Cupido, representado siempre como un niño alado, descubro un mito que desconocía, el de Céfalo y Procris, pintado por Peeter Symmons en, cómo no, 1636-1638, que constituye una censura de los celos: Procris espía a su marido Céfalo, creyéndolo infiel, y este, que es cazador y oye algo removerse entre la maleza, atraviesa a la amada y desconfiada esposa con la jabalina. Otra sección de la exposición está dedicada a los castigos infligidos a los dioses por sus comportamientos denostables (el cristianismo los llamará "pecaminosos", pero este término, por suerte, aún no procede). Dos enormes cuadros de Ribera, ambos de 1632, describen los sufrimientos de Ticio, al que un buitre o águila le devora el hígado, y de Ixión, atado con serpientes a una rueda ardiente que no deja de girar. No sé Ticio, pero Ixión era un buen pájaro, que se merecía aquel castigo y mucho más. Primero le prometió un magnífico regalo a su suegro si le permitía casarse con su hija. Pero mentía bellacamente: nunca se lo dio. Cuando el suegro se resarció del engaño quedándose con sus yeguas, Ixión lo invitó a cenar para hacerle el regalo prometido, pero, en lugar de eso, lo echó a un foso lleno de carbones ardiendo. Luego, abandonado y aborrecido por todos, le pidió perdón a Zeus, y este lo perdonó. Pero, cuando estaban celebrando la redención con el tiberio con el que los dioses solían celebrar aquellas cosas, Ixión decidió mostrar su agradecimiento a Zeus seduciendo a Hera, su mujer. A Zeus aquello no le gustó un pelo, pero, sin que se sepa por qué mostraba tanta benevolencia con el pertinaz camandulero, se limitó a desterrar a Ixión. Este, que no escarmentaba, empezó a jactarse entonces de haberse beneficiado a Hera, y ese fue la gota que colmó el vaso: Zeus lo condenó al Tártaro, donde Hermes lo ató a la rueda ardiente. El contraste entre las luces y las sombras en los dos cuadros de Ribera es extraordinario: predominan estas, muy negras, pero, precisamente por su predominio, aquellas son vivísimas. La cara del sátiro de orejas puntiagudas que hace girar la rueda del ruin pero infortunado Ixión, es espeluznante. Algunas caídas famosas demuestran también el ánimo punitivo de los dioses: la de Ícaro, de Jacob Peeter Gowy, y la de Faetón, de Jan Carel van Eyck. Ambos fueron pintados entre 1636 y 1638, y en ambos los desdichados protagonistas se precipitan al suelo desde las alturas empíreas, envueltos en túnicas rojas. Es curiosa esta costumbre de ataviar a los personajes con túnicas rojas. También visten así Ganímedes; y el Apolo que persigue a Dafne en el óleo de Theodore van Thulden; y Jasón, el del vellocino de oro, pintado por Erasmus Quellinus; y Perseo en el Perseo y Andrómeda, de Tiziano (aunque aquí redondea la vestimenta con un yelmo dorado y una espada; es natural: está luchando con un monstruo marino. Andrómeda, en cambio, va desnuda, como casi todas las mujeres perseguidas por los héroes o los dioses). Las dos últimas secciones de la exposición están dedicadas a Hércules, que se hizo célebre por sus doce trabajos, pero que para mí es famoso por aquellos peplums maravillosos que protagonizó en los años cincuenta y sesenta, y que tantas tardes de gloria, llenas de músculos y hombres con sandalias y faldita, nos dieron a los boomers en los cines de sesión continua de nuestra infancia; y a la guerra de Troya. Sobre el primero, destacan dos cuadros de Zurbarán: Hércules separa los montes Calpe y Abyla y Hércules y el Can Cerbero, ambos de 1634. El primero no forma parte de la lista de terribles empresas que le fueron encomendadas, y quizá por eso su resultado no es demasiado lucido: Zurbarán no consigue imprimir dinamismo ni fuerza a la representación, y el héroe no parece estar luchando contra la geología, sino cagando en el campo. Tampoco despierta admiración la lucha que mantiene con el perro guardián del infierno (el Can Cervecero, como lo ha llamado algún despistado, con despiste clarividente: para estar a todas horas a las puertas del averno, con el calor que tenía que hacer allí, había que contar con una buena provisión de cerveza), aunque en esta ocasión la figura de Hércules no cobra tintes escatológicos. Ambos cuadros son bastante toscos. En la sala dedicada a la guerra de Troya hay más animación que en las demás, porque una voz recita, en griego, algunos versos de la Ilíada, cuya traducción en castellano, de Agustín García Calvo, se proyecta simultáneamente en una pared. La versión, con la brillantez pero también la rareza a la que nos tenía acostumbrados el genio de Zamora, adolece, sorprendentemente, de no pocas faltas de ortografía. De la guerra de Troya podría decirse lo que Cela de la Guerra Civil española: "Se juntaron los griegos y los troyanos y tuvieron un intercambio de pareceres". Veo aquí una Venus curando a Eneas, de Merry-Joseph Blondel, en el que una nube le tapa las vergüenzas al héroe troyano y padre de los padres de Roma; El incendio de Troya, de Francisco Collantes, en el que hay muy poco fuego; y El rapto de Helena, de Juan de la Corte: un rapto más, de los muchos que se produjeron en la mitología grecolatina, aunque este con un vago aire oriental, y hasta de cómic.

No hay comentarios:

Publicar un comentario