miércoles, 27 de enero de 2021

Tres películas singulares: La buena esposa, Ártico y Dame diez razones

La buena esposa, una película de 2017, basada en una novela de la estadounidense Meg Wolitzer, dirigida por el sueco Björn Runge y protagonizada por Glenn Close, Jonathan Pryce y Christian Slater, cuenta la historia de un escritor que recibe el premio Nobel de literatura y de su esposa, que es quien realmente ha escrito sus libros. El escueto título original en inglés, The Wife ['la esposa'], carece quizá de las connotaciones que tiene para el público español —desde La perfecta casada, aquel catón de la catolicidad doméstica pergeñado en mala hora por el sabio que fue fray Luis de León— el que se le ha dado en nuestro país, La buena esposa, pero la película sí remite a situaciones bien conocidas en la literatura española y, es de suponer, en la literatura del mundo, como la de aquel novelista y dramaturgo de éxito, Gregorio Martínez Sierra, cuya obra se cree escrita en íntima coautoría con su mujer, María de la O Lejárraga, tan íntima que muy probablemente la mayoría de sus libros fuesen escritos por ella. La interpretación de Glenn Close —una actriz de otro planeta, como Meryl Streep o Susan Sarandon— es lo mejor de la película, que, por otra parte, describe muy superficialmente la concesión del Nobel y la ceremonia de entrega del premio. La calidad de su actuación fue recompensada con el Globo de Oro a la mejor actriz dramática. Con una ilimitada paleta de gestos, miradas, palabras y silencios, pinta la tortura interior que vive ante una falta de reconocimiento que, si bien ella ha aceptado desde el principio por amor a su marido (aunque el guion no deje claro qué vio en él, un joven profesor de una universidad de segunda, con poco talento literario y escaso atractivo personal, como para asumir ese sacrificio), con la bomba de fama y adulación que supone el Nobel se vuelve insoportable. De esa tortura nos enteramos nosotros, el público, gracias a su prodigiosa interpretación, y algunos miembros de su familia —también la sospecha el periodista inquisitivo encarnado por Christian Slater—, pero nadie más, porque la buena esposa que es Glenn Close en la película demuestra una extraordinaria capacidad para el disimulo, como ya hiciera, por otra parte, en aquella dolorosa y a la vez gratificante escena final de Las amistades peligrosas, en la que encaja sin mover una ceja el sangriento abucheo que le dedica el auditorio de la ópera de París, después de que madame De Tourvel y el vizconde de Valmont hubieran muerto por ella. Al ostracismo en el que vive como escritora se suma el desprecio que suponen las constantes infidelidades del antihéroe, que ni siquiera en Estocolmo, rodeado por los protocolarios fastos del galardón, deja de actuar: allí intenta seducir a la hermosa fotógrafa que le ha asignado la Academia sueca por el infalible procedimiento de recitarle las célebres palabras finales de "Los muertos", de James Joyce: His soul swooned slowly as he heard the snow falling faintly through the universe and faintly falling, like the descent of their last end, upon all the living and the dead ['Su alma se desvanecía al oír caer leve la nieve sobre el universo y caer leve, como el descenso de su último ocaso, sobre los vivos y sobre los muertos'], que también le había recitado, cuarenta años antes, a la santa que sería su mujer.

Ártico es una película islandesa (sí, en Islandia también hacen películas, y muy buenas) de 2018, escrita y dirigida por el brasileño Joe Penna (que, además de cineasta, es guitarrista y youtuber) y protagonizada (en el sentido más literal posible: solo actúa él y, en la segunda mitad del film, una actriz que no llega a pronunciar palabra, además de un extra que hace de muerto) por el danés Mads Mikkelsen, a quien conocimos en España gracias a su participación en Torremolinos 73 y vimos también, haciendo de malo, comerse con patatas a Daniel Craig en Casino Royale. Ártico es cine de supervivencia, pero también una anomalía: no hay ninguna grandilocuencia ni artificiosidad en la historia que cuenta (ni tampoco mejora: el protagonista no progresa, como Robinson Crusoe, que reconstruye la civilización en su isla olvidada de Dios, o como Tom Hanks, protagonista de Náufrago, al que vemos transformarse en un envidiable tarzán), sino una exposición cruda, ascética, casi abstracta, de la lucha feroz de un accidentado en el Ártico por ser rescatado. La película empieza in media res, con alguien que se llama Overgard perdido en las inacabables estepas del Círculo Polar Ártico y refugiado en los restos del avión con el que se ha estrellado y del que es el único superviviente. Se come crudos los peces que pesca por un agujero que ha hecho en el hielo y cada día activa un aparato de electricidad para lanzar un mensaje de socorro que, por el aspecto de Overgard, nadie ha atendido en mucho tiempo. Por fin aparece un helicóptero, pero lo hace en una ventisca, y el aparato se estrella cuando iba a aterrizar. El piloto muere y la copiloto queda malherida e inconsciente. Es fácil imaginar la desolación del pobre Overgard. Pero se arma de valor y se lleva a la copiloto —interpretada por la exótica islando-tailandesa Maria Thelma Smáradóttir, a la que no quiero quitarle méritos, pero que aquí hace el papel más fácil de su vida— a su ruinoso refugio. En ella encontrará una razón para vivir incluso superior a la suya propia y, sobre todo, alguien con quien estar, con quien hablar, con quien recuperar la condición humana, que se asienta en la palabra, aunque no diga nada y solo le conteste con débiles apretones de mano. Luego, ante la perspectiva de que muera, decide utilizar los materiales y un mapa que ha encontrado en el helicóptero caído para llegar a una lejana base polar. La segunda mitad de la película cuenta ese viaje épico, en el que el protagonista arrastra a la herida en un trineo por el desierto helado, sufriendo temperaturas que ríete tú de las que ha dejado Filomena en Teruel, un cansancio que llega al agotamiento, un hambre extrema, los accidentes del terreno —que le obligan a dar rodeos imprevistos o le tienden trampas con la nieve: en una cae en una cueva y casi se parte un tobillo—, los ataques de los osos (a los que espanta metiéndoles una bengala encendida por el hocico) y la legendaria incapacidad de los pilotos para ver a gente que grita, hace señales desesperadas y hasta tira bengalas en medio de un hielo blanquísimo. La sucesión de infortunios es tan grande que la determinación de Overgard de salvarse él y de salvar a la aviadora herida acaba siendo un sufrimiento no solo para él, y para la aviadora, que ya está agonizando, sino también para el espectador. Yo no dejaba de mirar el reloj para saber cuánto faltaba para que acabase la película, aunque me gustaba mucho. Las imágenes, de una soledad y un dolor apabullantes, eran hipnóticas, pero también insoportables. 

Dame diez razones fue dirigida en 2006 por Brad Silberling, un director que había empezado en la televisión y hecho cine comercial —como Casper, aquella apología de los fantasmas calvos—, e interpretada por el gran Morgan Freeman y la sevillana Paz Vega. La vi por televisión, a esa hora quebradiza en que los documentales de animales de la 2 procuran una siesta muy dulce. Pero ese día no me interesaba el reportaje sobre el chorlito del Índico que echaban en la cadena y zapeé un rato antes de rendirme definitivamente a los brazos de Morfeo. En ese zapeo agónico descubrí Ten Items or Less. En realidad, lo que me llamó la atención fue la presencia de Paz Vega, una actriz muy guapa, pero que no es una Margarita Xirgu, junto al legendario Morgan Freeman. Seguí las modestas peripecias de la cinta —que narra la casual relación que establecen un actor venido a menos y una cajera de supermercado con poco dinero y en proceso de divorcio— con creciente interés, tanto por la siempre envolvente actuación de Freeman como por la delicada belleza de la Vega. Es una película sin pretensiones, transparente, con aires alternativos, simpática, emotiva a ratos (y mucho en la escena final), que me recordó, salvando las distancias, al mito de Pigmalión, tantas veces utilizado en el cine —el personaje interpretado por Morgan Freeman ayuda a la inexperta cajera española a preparar una entrevista de trabajo en la que ha depositado sus esperanzas de empezar una vida mejor— y a Lost in Translation. Tanto en Dame diez razones como en esta coinciden dos personajes declinantes, un hombre mayor y una mujer joven, cuya mutua presencia, sin caer en fatigosos enredos eróticos, los reconcilia con el mundo y consigo mismos. Quizá Dame diez razones no sea sino el estiramiento de una anécdota insustancial, pero, aunque eso sea en parte cierto, es esa ligereza lo que le da un encanto, una calidez singular a la película. Me divirtió averiguar, después de verla, que Silberling había dado carta blanca a los protagonistas para que improvisaran, y que al menos dos escenas de la película son fruto de esa improvisación: una en la que Paz Vega le canta a Morgan Freeman, y le hace cantar también a él, unas estrofas de "Al pasar la barca", y otra en la que Freeman limpia bailando un coche. No sé qué me impactó más: si oír al ganador de un Óscar por Million Dollar Baby diciendo, con acento de Tennessee, "Al pasar la barca, me dijo el barquero: las niñas bonitas no pagan dinero", o verlo meneándose como una de esas gogós que renuevan, en algunos lascivos túneles de lavado norteamericanos, el significado de la expresión "camiseta mojada".

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