domingo, 29 de mayo de 2016

Arturo Pomar

Como ahora ya no compro El País a diario me resulta más difícil hacerlo en Mérida que en Londres, donde tenía a tiro de piedra una tienda regentada por paquistaníes en la que se vendía; aquí el quiosco más cercano me pilla a cuarenta minutos de caminata, y ni siquiera lo tienen siempre, no me enteré hasta ayer de que Arturo Pomar, el gran ajedrecista español, había muerto la semana pasada. Tenía 84 años. Quien primero me habló de él fue mi padre, aficionado al ajedrez, que ponderaba sus éxitos y, a la vez, su potencial desaprovechado, el fracaso de su talento. Muchas tardes, cuando mi padre se cansaba de leer, me proponía que echáramos una partida. Yo, niño obediente y admirador suyo, aceptaba sin vacilar, aunque estuviese enfrascado en una batalla épica (y que, como siempre, iba ganando) con mis soldaditos de plástico. Veía entonces cómo sacaba de un cajón del aparador un tablero lacado, hermosísimo a mis ojos, y disponía minuciosamente las piezas, que tenían en la base un pegote de fieltro para que no dañaran la madera de los escaques, y cuyo brillo ebúrneo y fino cincelado con las crines talladas de los caballos, y el yelmo redondo de los obispos, y la cruz que remataba la corona del rey me remitía a remotos paraísos orientales, a palacios exóticos donde visires y maharajás entretenían sus muchos momentos de ocio con aquella ocupación sofisticada, propia de gente sagaz. Pronto comprobé que me resultaba fácil ganar a mi padre, y él también. A mí me daba un poco de pena cuando, tras una derrota, decía que había jugado sin prestar atención, y que en la revancha se iba a concentrar de verdad. Quizá se concentrase más, pero yo le ganaba igual, y entonces mi padre guardaba el tablero en el cajón del aparador y se retiraba otra vez a sus libros. Nunca dejó de hablarme de la historia del ajedrez en cuyos orígenes encontramos al gramático y humanista Ruy López de Segura, natural de Zafra, uno de sus primeros teóricos y considerado el primer campéon del mundo ni de informarme de lo que sucedía en las competiciones contemporáneas y, naturalmente, de lo que hacía o había hecho Arturo Pomar, aquel niño prodigio mallorquín que había sido, en la España apesadumbrada y autárquica de la posguerra, la demostración de la inteligencia nacional. A los cinco años ya jugaba con habilidad; a los once, se había proclamado subcampeón provincial; a los doce, hizo tablas con el campeón del mundo, el soviético Alexander Alekhine (con quien, por cierto, también empató el padre del poeta Fernando Beltrán, otro gran aficionado al ajedrez, aunque no tenía doce años); y a los quince ganó por primera vez el campeonato de España, como haría, hasta 1966, seis veces más. Alcanzó la categoría de gran maestro en 1962 y su lista de logros es notable, aunque nunca tan alta como sugería su enorme talento. La vida de Arturo Pomar demuestra cómo el azar del nacimiento determina, en gran parte, el desarrollo de nuestra existencia. El gran maestro Alexander Kótov afirmó que, si hubiese sido soviético, habría sido un serio candidato a campeón mundial. Pero Pomar nunca recibió la atención ni la formación adecuada a su potencial, y hubo de espabilarse por su cuenta, sin entrenadores ni preparación, y con el único apoyo de su modesta familia su madre le preparaba unos bizcochos de chocolate para que se alimentase durante las partidas y, eso sí, un empleo de funcionario de Correos en Ciempozuelos que el régimen de Franco le concedió en 1959 como recompensa por sus servicios a la patria (además de hacerlo protagonista de numerosos NO-DOs y hasta de una visita al Caudillo, en 1946, que lo recibió con una venenosa simpatía; pero la popularidad, en aquellos tiempos, no daba de comer). Así, cuando había de participar en algún torneo internacional, pedía un permiso sin sueldo para asistir. Cuando hizo tablas con Bobby Fischer en el torneo interzonal de Estocolmo, en 1962, al que Pomar había acudido sin entrenador, el genio norteamericano, con la crueldad que lo caracterizaba, le espetó: "Pobre carterito español, cuando acabe el torneo volverás a pegar sellos". (Pomar compartió la condición de artista y cartero con Charles Bukowski; y Faulkner trabajó en una estafeta de correos, pero no era técnicamente cartero. Y tampoco puede decirse que trabajara mucho para el servicio postal: cuando la gente iba a comprar sellos o hacer envíos, él la despachaba diciendo que no molestaran, que estaba escribiendo). Arturo Pomar publicó cuatro libros de ajedrez y se retiró de la alta competición en 1977, aunque disputara después alguna partida contra grandes figuras, como la que libró y perdió en 2000 con Veselin Topalov, el gran maestro búlgaro que sería campeón del mundo cinco años después. Jugó esta partida en Sant Cugat, donde ha muerto. Nunca supe que vivía en la ciudad donde he residido tantos años. Si me hubiera enterado, me habría gustado ir a conocerlo. (Debe de haber, en todas las ciudades españolas y del mundo,  muchos personajes así: que han conocido largos momentos de gloria, pero que hoy subsisten, en residencias de ancianos o casas familiares, en un absoluto anonimato, sin que nadie sepa de su ilustre pasado). Hay algo de extrañamente melancólico, con la belleza de toda melancolía, en la figura de Arturo Pomar, alguien que luchó contra unas dificultades casi insuperables y que se vio engullido por las circunstancias oscuras de su tiempo y su lugar, pese a lo cual fue capaz de afirmar su ser, su inteligencia y su voluntad, y enriquecer la historia de un arte tan sutil y tan despiadado como el ajedrez. Yo, hoy, sigo jugando al ajedrez, ya no con mi padre, que murió hace muchos años (y que es otro ejemplo de inteligencia que no gozó del entorno adecuado para desarrollarse plenamente), sino con algo tan indiferente, pero tan implacable, como las máquinas, con las que pierdo casi siempre. Pero sigo siendo un devoto de las figuras del tablero, esos seres apenas comprensibles que se entregan, de por vida, a la tortura mental que ese tablero representa, y a su exquisita y matemática belleza. 

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