jueves, 2 de junio de 2016

En el embalse de Proserpina

Conocí el embalse de Proserpina hace muchos años ya, en uno de los primeros viajes que Ángeles y yo hicimos a Extremadura. Me sorprendió aquella pulcra y extensa masa de agua, ceñida aún por un dique romano, y me sedujo su nombre, que no es esdrújulo, Prosérpina, como a veces se oye o lee por ahí, sino llano, Proserpina, como corresponde a la diosa romana a la que se invocaba en una lápida descubierta en el embalse en el siglo XVIII; antes de ser rebautizado en honor suyo, el embalse se llamaba "Charca de la Albuera" o, más difícil todavía, "Albuhera de la Carija". Debía de hacer mucho calor aquel día en que descubrimos el embalse, porque decidí tirarme al agua, y, como no habíamos previsto encontrarnos con un lugar de baño como aquel, lo hice en calzoncillos. Uno nunca sabe a qué se enfrenta cuando se introduce, de tan vulnerable guisa, en un pantano desconocido quizá a siluros carniceros, originarios de Tailandia, o a carpas pleistocénicas, o a algas que te atrapan como tarántulas y te sumergen para siempre en las profundidades, pero uno, que es medio anfibio, no puede resistirse a la llamada del agua y se tira de cabeza, aunque su mujer lo mire como lo haría si se dispusiera a desactivar un explosivo. No pasó nada, alabado sea el Hacedor: solo disfruté como un niño de un agua limpia y fresca. Desde aquella ocasión benemérita, no había tenido ocasión de volver al embalse de Proserpina hasta el verano pasado, cuando el poeta y amigo Elías Moro nos llevó a Ángeles y a mí, que visitábamos Mérida para asistir a una de las representaciones del festival del teatro de la ciudad, a comer a uno de los chiringuitos que se han levantado a sus orillas. Y hace unas semanas pasé también una agradable tarde de domingo en casa de otro poeta y amigo, Antonio Orihuela, y su familia, en la zona residencial del embalse. Charlamos incansablemente mientras nos cansábamos rodeando el embalse por un camino perimetral, de seis kilómetros. Pero el placer de la conversación, y también los coletazos de una gripe que había pillado al poco de llegar a Mérida, me vedaron disfrutar enteramente del paisaje. Vuelvo hoy al embalse con la intención de reparar en él y de pasar otra tarde placentera, aunque esta vez solitaria. Me pasma, de nuevo, la solvencia inigualada de los ingenieros romanos. El embalse de Proserpina se construyó en el siglo I a. C., con una capacidad de cuatro hectómetros cúbicos. Recogía el agua de la lluvia y de dos arroyos, y garantizaba el suministro a Emérita Augusta a través del acueducto de los Milagros. Era una obra majestuosa, casi ciclópea, adecuada para una capital romana como aquella, que lo era de la importante provincia de la Lusitania. Un dique de 428 metros de longitud y 21 de altura máxima, en forma de talud, se conserva en uno de los costados del embalse. Fue desde ese dique desde donde me chapucé hace años. Sorprende también que no solo el dique, sino todo el conjunto se haya conservado perfectamente dos milenios. La razón es que el embalse, además de su función de captación de aguas, ha servido siempre como zona de baño y diversión de los emeritenses y, de hecho, de toda la comarca. No es extraño: el calor aprieta tanto en verano que un lugar donde refrescarse adquiere tintes de refugio nuclear. Hoy, en cambio, hace más bien frío y hasta amenaza lluvia. Recorren el cielo pelotones de nubes, que en algunos rincones se convierten en regimientos. El paisaje que contemplo es de una atractiva heterogeneidad: si en Suiza todas las montañas parecen las mismas, o en Inglaterra todos los prados se dirían uno, aquí no hay rincón del embalse que no presente una mezcla sin igual: los cañizares interrumpen las franjas herbáceas, y a estas las adornan grupos cambiantes de flores. El viento riza el agua gris y levanta, en toda la superficie del embalse, crestas blancas como las nubes. Espejea Proserpina como un mar de abedules. Los pájaros prosperan a cientos en los bancales y recodos. Distingo patos, cornejas, pollas de agua y garzas, posadas como eses en los canchos que pespuntean la ribera. Hay otros ánades, pero mi ignorancia ornitológica me impide identificarlos. También veo cigüeñas lo raro en Extremadura sería no verlas, con el característico cabecear de las aves zancudas: como si picotearan el aire. Hay muchos pájaros y poca gente. Será la tarde, que apenas invita a salir. Eso sí, las personas con las que me cruzo van bien equipadas: casi todas lucen prendas deportivas parecidas a los trajes de los astronautas de la NASA. Yo, en cambio, me paseo con una chaqueta de pana, un paraguas inglés y unas sandalias indestructibles. Debo de parecerles, si es que se fijan en mí, una mezcla de urbanita despistado y turista bobo. Paso junto a la ermita de San Isidro Labrador, un curioso templo a la orilla del agua, levantado por la Hermandad de Labradores y Ganaderos de Mérida, con una torre blanca que se alza en espiral y un aire entre racionalista y delirante, à la Niemeyer. No hace mucho era refugio de drogadictos, que le añadían su propio y estupefaciente delirio, pero se ha recuperado para la Hermandad y para la ciudadanía, que la tiene por destino tradicional de sus romerías: a ello ha contribuido notablemente la alta valla que la circunda por completo. Poco después de la ermita, llego a la zona de los restaurantes, que son, en realidad, chiringuitos reconvertidos. Es hora de comer, pero no sé en cuál hacerlo. Opto por el restaurante R., moderadamente cutre (la cutrez es indicativa, a menudo, de un condumio de calidad), donde pido una cerveza y me sirven, para acompañarla, una tapa de migas con huevo que es casi un primer plato, aunque para tomármelas me ponen una cucharita de plástico. Completo la comanda con unos calamares, que no están a la altura de las migas. Leo, mientras como, Cien centavos, del gran César Martín Ortiz, en cuyas páginas de respeto garabateo las notas que me sirven ahora para escribir esta entrada, porque se me ha olvidado en casa mi libreta de apuntes. Y también, mientras como, gimotea un niño de una mesa vecina. El gimoteo de un niño es mucho peor que su llanto: su capacidad para irritar al paisanaje excede con mucho a la de las lágrimas. Los padres consienten el insufrible lloriqueo con un espíritu estoico que dan por descontado en los demás comensales. Pero es demasiado suponer: los comensales no comparten los vínculos de parentesco con la criatura, que tienes virtudes anestésicas o flagelatorias; los que los unen a ella son más bien de odio. Por si la quejumbre del fusilable crío fuera poco, por los altavoces del local, a un volumen que haría oír a un sordo, suena "Eres tú". La conjunción de cucharitas de plástico, calamares apergaminados, niño que hace añorar a Herodes y el último éxito de Mocedades me impulsa a salir cuanto antes del restaurante R. Pero se ha puesto a llover. El cielo, que ha pasado en poco tiempo del azul y blanco de la mañana al gris sin fisuras que luce ahora, no parece dispuesto a permitirme la huida. Además, me doy cuenta de que estoy exactamente en el punto más alejado de donde he dejado el coche. Murphy y su ley se han confabulado, una vez más, para obligarme a quedarme en el restaurante R. y seguir disfrutando de las ricas inflexiones de la llantina del niño y del senequismo imperturbable (o la sordera) de sus progenitores. Pero entre esto y el agua que cae, prefiero el agua que cae, con chuzos y todo, aunque con mis sandalias indestructibles es seguro que voy a llegar al refugio del coche hecho un badulaque. Al salir, observo que los chiringuitos siguientes tienen nombres aún más inquietantes que el del restaurante que acabo de dejar: se llaman Choni y Yuyu. Veo también que a las golondrinas no les molesta la lluvia: siguen con sus vuelos rasantes, clavándole el pico al agua. Cruzo el talud del dique romano y pienso, frente a la apacibilidad del paisaje, que el chaparrón no consigue enturbiar, en la agitada historia de este sitio. En sus inmediaciones se libró en 1479 la batalla de la Albuera entre las fuerzas de Isabel de Castilla, al mando de Alonso de Cárdenas, maestre de la Orden de Santiago, y las portuguesas de García de Meneses, obispo de Évora, que combatían por Juana la Beltraneja. Ambas mujeres se disputaban el trono de Castilla. Los lusos (en cuyas filas se integraba también una importante tropa de castellanos y leoneses) eran superiores en número, pero el comportamiento de los isabelinos apenas mil hombres, entre jinetes e infantes fue sobresaliente y, tras un reñido encuentro, consiguieron batirlos. En el campo quedaron los cadáveres de 85 caballeros juanistas, frente a solo 15 isabelinos. El agua que cae me hace acelerar el paso, y me acerco deprisa a la zona residencial, donde me espera el coche. Por suerte, ni el viento ni el aguacero son tan fuertes como para arrancarme el paraguas que está pensado para el clima inglés y es, por lo tanto, robusto; de haberlo hecho, mi aspecto ya no sería el de un guiri atribulado, sino el de un lastimoso adán. Cada vez me adentro más en la civilización: alrededor de un contenedor de basuras explotado se esparce la basura. Llego por fin al coche y me refugio en él. Estoy mojado y cansado, pero extrañamente contento. Otro día vendré y hará sol. Espero volver aquí muchas veces.

6 comentarios:

  1. Me encanta dejar de ser " yo",y caer en lo que cuentas.Gracias.

    ResponderEliminar
  2. ...podría ser peor. Podría llover. ;)

    Teresa.

    ResponderEliminar
  3. Si si me esperan. 1ª Parada Almagro de allí en adelante viaje extremeño Trujillo Guadalupe Jaraíz La Garganta y a Portugal por Ciudad Rodrigo, Cruzar las Urdes un tramo que aun no conozco. Mérida Tierra de Barros Zafra y hasta Jabugo fueron asignatura de un curso pasado. Otro Día volveré a esos soles a esos suelos.

    ResponderEliminar
  4. La batalla de la Albuera tuvo lugar en un municipio a unos 60 kilómetros de Mérida, el mismo donde se enfrentaron portugueses, ingleses, españoles y franceses en 1811. La Albuera emeritense debía ser una finca o una dehesa.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Estimado anónimo:

      Gracias por su comentario.

      Le transcribo la información que aparece en la entrada "El embalse de Proserpina" de Wikipedia: "En 1479, en sus alrededores, se libró la Batalla de La Albuera, entre las tropas castellanas de Isabel I La Católica y las fuerzas portuguesas de Juana la Beltraneja, en el marco de la Guerra de Sucesión Castellana" (https://es.wikipedia.org/wiki/Embalse_de_Proserpina).

      Le transcribo asimismo la información que consta en la misma fuente (Wikipedia, qué le vamos a hacer) sobre la batalla de la Albuera de la Guerra de Sucesión Castellana: "El 24 de febrero [de 1479] cerca del cerro de La Albuera de Mérida a este ejército [de García de Meneses, obispo de Évora] le salieron al encuentro las fuerzas isabelinas que mandaba Alonso de Cárdenas, maestre de la Orden de Santiago: unos 500 caballeros de su orden, 400 caballeros de la Hermandad Popular (principalmente de Sevilla) y unos 100 infantes. El enfrentamiento fue reñido. La infantería isabelina sufrió un duro ataque de la caballería juanista y se desorganizó presa del pánico pero el maestre de Santiago vino en su ayuda y al final los portugueses tuvieron que retirarse, dejando un importante botín en el campo de batalla así como unos 85 caballeros muertos, por sólo 15 isabelinos. Sin embargo, la victoria isabelina en Albuera fue solo parcial porque el grueso del ejército portugués pudo refugiarse en Mérida y de allí continuar su marcha hasta Medellín, que también ocuparon, con lo cual los lusos alcanzaron los dos principales objetivos de su ofensiva" (https://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Sucesion_Castellana).

      Espero haberle aclarado la existencia de dos batallas con ese nombre.

      Cordialmente.

      Eliminar
  5. De nuevo su alma anfibia, su alergia a niños y progenitores desconsiderados y, de nuevo, el paisaje y la naturaleza que todo alivian. Cualquier día se le aparece una náyade y le hace ahogadillas. Menudo atracón me estoy dando de leerle. ¡Gracias!

    ResponderEliminar