domingo, 10 de julio de 2016

La décima musa

Asistimos, como todos los años, al festival de teatro clásico de Mérida, que se inaugura hoy con un musical, La décima musa, protagonizado por Paloma San Basilio. Llama la atención que un festival de teatro clásico programe un musical, y, como no es el único de esta temporada, uno sospecha que acaso sus responsables se hayan decantado por moderar la importancia del "teatro clásico" en el espectáculo y reforzar la del "festival". Muchos gestores culturales piensan que la vulgarización de las artes atraerá a más público, que es la vara de medir de toda actuación pública. No sé yo si tendrán razón. Lo que sí aprecio hoy es que el aforo no está más lleno que en otras ocasiones de hecho, quedan bastantes huecos y que entre el respetable abundan las señoras de edad, con sus maridos. Debo confesar que no era La décima musa la representación que más me apetecía ver este año, pero era la única a la que podía ir con Ángeles, que pasa apenas unos días en Extremadura. Hoy ha llovido mucho en toda la región, pero la noche está apacible. Nos han tocado unos asientos algo ladeados, pero observamos que hay un grupo de localidades vacías, mucho más centradas, en nuestra propia fila. Cuando las puertas ya se han cerrado y la obra está a punto de empezar, venzo la resistencia de Ángeles, a la que siempre le da vergüenza significarse públicamente, y nos trasladamos a ellas, arrastrando con nosotros a un nutrido séquito de septuagenarios, que ocupa los asientos vecinos, asimismo desocupados. Por evidentes razones de edad, hemos sido más rápidos. Nuestra maniobra, no obstante, disgusta a la sexagenaria que se sienta detrás de mí: ya se las prometía muy felices sin nadie que le entorpeciera la visión, cuando un motilón de casi dos metros se le ha plantado delante. Oigo entonces un murmullo incomprensible que va subiendo de tono hasta volverse rotundo y nítido al final: "¡Con lo alto que es!". Supongo lo que la señora ha dicho antes de eso, y no es halagüeño. Pero, como finjo no haber oído nada, la señora sigue ejerciendo su derecho al pataleo y vuelve a soltar una parrafada con el mismo remate, pero con voz más fuerte aún: "¡Con lo alto que es!". El momento es crucial: puedo girarme y soltarle alguna ingeniosidad, pero no se me ocurre ninguna (lo que me fastidia no poco); o puedo girarme y ser tan maleducado como ella, pero acaso eso conduzca a una escalada de violencia verbal que, con una sexagenaria irritada y un marido que, por lo que he visto por el rabillo del ojo, parece directamente salido de las breñas de Carpetovetonia, quizá transforme el amable musical de hoy en una verdadera tragedia griega; o puedo, en fin, seguir sin darme por aludido, como si, además de alto, fuera sordo, con lo que preservaré la paz social, a costa de lastimar mi orgullo y aun mi hombría. Opto por esto último. Me ayuda a decidir que el espectáculo ya empieza. La orquesta se ha situado en el escenario, hacia la que descienden por entre los espectadores (un efecto siempre resultón, aunque algo manido ya) los dos actores-cantantes que acompañan a Paloma San Basilio, el barcelonés Ignasi Vidal y el mallorquín David Ordinas, que representan a los dioses Baco y Apolo, respectivamente. El primero, de ojos caídos y aspecto cuidadosamente negligé, me recuerda algo a Hugh Grant. El segundo es más racial, y lo demuestra apareciendo después con una minifalda helena y unas crépidas muy enrolladas a las pantorrillas, en el papel de Paris. Pero no tarda mucho en asomar la gran diva, Paloma San Basilio, que hace notar a todos que, en efecto, es una gran diva, a pesar de su corta estatura (mucho más corta de lo que parece en televisión). Las señoras a nuestro alrededor cloquean de gusto. Paloma San Basilio ha firmado un pacto con el diablo (de la cirugía estética) y conserva el mismo aspecto que tenía hace cuarenta años, cuando presentaba Siempre en domingo, aunque algunas cosas la nariz sean más finas y otras las caderas, más anchas. Paloma San Basilio es la Jordi Hurtado de la canción española: alguien capaz de atravesar incólume el tiempo, mientras los demás nos marchitamos y pudrimos. La décima musa se estructura como una sucesión de escenas que resumen relatos míticos, compuestas por una parte hablada y otra cantada, y siempre protagonizadas por mujeres, cuyo verdadero papel, heroico o doliente, se reivindica ante la versión consabida de la mitología, favorable siempre a los hombres. Se trata, pues, de una proclama por la igualdad de los sexos o, más aún, por la superioridad del sexo femenino: no es casualidad que el estribillo del número final sea el "yo puedo hacerlo mejor" que repite sin pausa, con una gran sonrisa, la protagonista de la obra. Bien está: nunca es bastante la reclamación de algo mejor para quienes sufren la marginación o la injusticia, pero a uno le gustaría algo que hurgase en el mensaje, que lo tratase oblicuamente o incluso lo subvirtiera, para alejarse de lo previsible y dar mayor empaque artístico al resultado. En general, es la parte teatral la que más sufre en La décima musa: los textos son atolondrados y, aunque cargados de buenas intenciones y algún toque de humor, que levanta pálidas carcajadas, poco relevantes. Se echa en falta la palabra, la esencia del teatro: el parlamento, el diálogo, la imprecación, el llantoTampoco es casual que uno de los pasajes más impactantes, dentro de la levedad del conjunto, sea el protagonizado por Antígona, la atormentada mujer que entierra a su hermano Polinices a sabiendas de que desobedece la voluntad de su tío Creonte, rey de Tebas, que ha ordenado que su cadáver, a las murallas de la ciudad, permanezca insepulto y sea devorado por los cuervos y los perros, y se gana con ello su propia muerte. Salvo en momentos como este, el vigor de la palabra apenas se percibe, y se pasa enseguida al número musical, alegre, meditativo o dramático, según convenga, en el que Vidal y Ordinas se comportan con diligencia y la San Basilio demuestra que, a sus 66 años, conserva una voz dúctil y persuasiva, aunque inevitablemente menos potente que cuando representó a España en Eurovisión en 1985 (y quedó decimocuarta). Ese paso de lo hablado a lo cantado me deja ganoso y algo frustrado, y me sume en alguna melancolía. Se suceden las escenas de La décima musa, que narran los conflictos de las parejas Galatea/Pigmalión, Helena/Paris, Europa/Júpiter, Antígona/Creonte y Fedra/Hipólito y Teseo, siempre capitaneadas por la décima musa que es Paloma San Basilio el nombre que se le da en la obra, Peristera, significa "paloma" en griego, aunque a mí, deformado por la poesía, "la décima musa" me remite a Safo y a sor Juana Inés de la Cruz, a las que se ha llamado así, aunque la segunda debería ser, por mera aplicación de la cronología, la undécima, hasta su resolución en un número conjunto y apoteósico, que concita el aplauso entusiasta de señoras y señores, aunque no tanto el de Ángeles y mío. A la salida, y también como cada año, nos tomamos un mojito en el bar del recinto, con vistas a la parte posterior del escenario, del que asoman las columnas de pórfido gris, bajo un cielo estrellado. Mientras chupamos el combinado, se acerca a saludar a un grupo vecino David Ordinas, ya no vestido solamente con una piel de cordero o una falda de hoplita. Volvemos a casa caminando. En la calle por la que nos alejamos del teatro, repleta de restaurantes y tiendas de suvenires, veo un bar que se anuncia así: "Si tú me dices vino, lo dejo todo". Cerca ya de nuestro piso, al pie de la carretera de Madrid, alguien que porta gorra y macuto hace autostop, sin demasiado éxito: no puede tenerlo, porque apenas pasan coches. Yo creía que el autostop ya no se estilaba, pero se conoce que la crisis ha hecho que la gente vuelva a recurrir a estos remedios pedestres para desplazarse. Cuando pasamos a su lado, con una voz que revela una conspicua ingesta de alcohol o acaso de sustancias más estupefacientes, nos pregunta qué hora es. "La una y media", le contesto, y lo dejamos atrás, terriblemente solo en una carretera sola. Nos metemos en casa con una mezcla de alegría, insatisfacción, cansancio, inquietud y alivio. La noche sigue serena.

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