viernes, 14 de octubre de 2016

Escenas de Barcelona

Llueve. Llueve mucho. Esto parece Londres. El agua repica con saña al caer, como si quisiera romper el empedrado. Los perfiles se difuminan, acogotados por las bofetadas del agua. Una mujer que camina pegada a las fachadas, como todo el mundo, y no quiere perder la protección de los balcones, me recrimina con un gesto de impaciencia que no la deje pasar. "Yo voy por mi derecha", le respondo. Pero me aparto.

Me he citado en El Velódromo, el legendario café de antes de la Guerra, ahora reconvertido en local de moda con camareros pijos, con José Agudo, cuyo Acordes de una antigua canción acabamos de publicar en la Editora Regional de Extremadura. En medio de la charla, veo que se sienta a nuestro lado Xavier Rubert de Ventós, el no menos legendario filósofo y político antifranquista, ahora reconvertido en intelectual del independentismo. Rubert de Ventós me mira con fijeza, y no comprendo por qué, porque nunca he tenido el placer de que me lo presentaran. Respondo a su escrutinio con un sencillo pero cordial "hola", al que me responde con otro no menos desembarazado. Mientras José y yo charlamos, con la calidez propia de dos personas que se conocen desde hace veinte años, Rubert de Ventós lee el periódico —La Vanguardia, edición en catalán- y come algo. Me fijo en sus ojos claros y sus rasgos afilados, aunque emborronados ya por las arrugas. Esos mismos rasgos, y la inteligencia que denotan, me subyugaron la primera vez que lo vi por televisión —una televisión todavía en blanco y negro—, siendo yo adolescente. Mirando derecho a la cámara, solo detrás de la mesa de locución, en un plató que hoy resultaría inconcebiblemente anodino, decía: "El lenguaje sirve para comunicar, pero también para ocultar. Lo comprendí cuando los curas de mi colegio se preguntaban: '¿Por qué creó Dios el mundo?', y ellos mismos se respondían: 'Ad maiorem gloriam Suam', para su mayor gloria'. 'Para su mayor gloria' no era respuesta de nada, no decía nada, no significaba nada: solo su incapacidad para contestar. El lenguaje envolvía su carencia y su oscuridad con palabras grandes y oscuras". Ahora suministra combustible intelectual a los soberanistas. Que Dios le perdone.

Cojo el metro. Va lleno. Una mujer sentada delante de mí, de aspecto sudamericano, se saca la teta y se la da a un rorro de pocos meses que lleva en el regazo. El mamón se acopla con fijeza serpentínica. Cuando mi hijo mamaba, entendí la expresión "ponerse ciego". Pablo, literalmente, se ponía ciego: los ojos se le quedaban en blanco y todo él parecía transido de felicidad. Lo comprendo muy bien. El de la mujer del metro se diría dormido, pero no lo está: si se atiende con cuidado, se observará la succión contenida, los chupetazos vivificadores.

En un autobús me asalta un olor fétido. Alguien acaba de aliviarse de gases. Tirarse pedos en el transporte público —y en todo espacio cerrado, como los ascensores, donde causan gravísimos estragos— debería estar prohibido, como lo está escupir u orinar. Tirarse pedos cuando no se puede escapar de ellos debería estar severamente penado por la ley. Miro a mi alrededor. Nadie hace o dice nada, menos una mujer, que se abanica estrepitosamente con la mano delante de la nariz, con la vana esperanza de dispersar el hedor. Asesinar a quien se tira pedos en un lugar sin ventilación debería ser considerado legítima defensa.

A la vuelta del restaurante en el que hemos celebrado el santo de mi madre, Pilar, nos cruzamos en la Granvía con una cuadrilla desgajada de la manifestación del fascio español en Montjuïc. Son media docena de jóvenes uniformados: chaquetillas cortas y negras, pelo rapado, tejanos ajustados, botas militares, camisetas con símbolos celtas y filonazis. Para las mentes gregarias, para los espíritus aborregados, los uniformes son esenciales para garantizarse la protección de aquello sin lo cual no son nada: el grupo, la horda, la manada. Estos están felices de compartir la misma mierda. La mierda con la que comulgan les da la vida. 

Mientras espero en un semáforo, oigo unos gritos, unos gritos desaforados, pero no de auxilio, sino de ira. Es un transportista que tiene la furgoneta aparcada cerca. El hombre —bajo, delgado: poca cosa— está revolviendo en el interior de la carga y dándole golpes a todo. Grita. Se caga en Dios y en toda la corte celestial. Baja del coche, cierra las puertas traseras con un golpe tremendo y sigue gritando: una larga y colérica relación de insultos a todo lo habido y por haber. No sé lo que le pasa, pero debe de ser muy grave. A lo mejor, como tantos, está harto de su vida y lo expresa así. Cualquiera le tose a este hombre. Se monta al volante y, sin dejar de aullar, cierra con otro portazo estremecedor. A la empresa para la que trabaja no le gustaría saber cómo trata al vehículo y su carga. Arranca por fin con violencia. Los gritos ya no se oyen: han sido sustituidos por el chirriar de los neumáticos.

Mi hijo me informa de que Bob Dylan ha recibido el Premio Nobel de Literatura. Me gusta Bob Dylan. Canta bien, sus letras son agradables, no ha hecho condiciones al mundo de la tarántula, pese a su fama mundial. Es, en definitiva, un buen juglar, y los juglares son tan necesarios hoy como en tiempos del Cantar de Mio Cid. Pero darle el Nobel de Literatura es como conceder la Medalla Fields al que hace los sudokus de El País. Y mientras esto sucede (y otro escritor anglófono gana el premio: cinco lo han hecho en los últimos quince años), docenas de candidatos que son solo escritores, y que se entregan a una creación literaria exigente en la soledad de una mesa de trabajo, en lucha constante, en muchos casos, con la censura, las dificultades sociales y materiales y la oposición del poder, siguen preteridos. Yo creía que los cantantes ya disponían de sus premios y reconocimientos, pero parece que van a hacer suyos también los de las letras. A ver cuándo sucede también al revés y a Adonis o Murakami le dan un Grammy o un MTV Video Music Award.

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