miércoles, 17 de octubre de 2018

Oscar Wilde, Alfred Douglas y el (odioso) marqués de Queensberry

Siempre me ha atraído la figura de Oscar Wilde. Digo bien: su figura antes que su literatura. Su inteligencia acerada, su amor por la paradoja, su dandismo trasnochado (todo dandismo, deliciosamente, lo es), su esteticismo implacable y la persecución que sufrió, por maricón, por parte de la sociedad victoriana me lo hacen irremediablemente simpático. Su obra no acaba de seducirme, aunque De Profundis, la Balada de la cárcel de Reading y algunas piezas de teatro sean seductoras. No es un mal bagaje, en realidad: muchos escritores que alcanzan la fama no dejan en la literatura tantas obras meritorias como él. Cuando viví en Londres, veía a menudo la que fue su casa durante una década, entre 1885 y 1895, en el número 34 de Tite Street, en el barrio de Chelsea. Allí estaba la placa redonda y azul con que la ciudad recuerda a sus residentes célebres. De mis paseos por Tite Street di cuenta en una entrada de mi blog inglés, Corónicas de Ingalaterra (https://eduardomoga.blogspot.com/2013/10/oscar-wilde-en-tite-street.html). También colgué otra sobre la cárcel de Wandwsorth, en la que estuvo encerrado casi cinco meses en 1895, antes de ser trasladado a la definitiva de Reading, donde cumpliría el resto de la condena a dos años de trabajos forzados que se le había impuesto por "ultraje a la moral pública", el tipo penal que castigaba las prácticas homosexuales que no supusieran penetración (cuando había cópula, era sodomía: así de minuciosa y eufemística era la justicia británica de la época), y donde escribiría su célebre Balada (https://eduardomoga.blogspot.com/2014/09/clapham-junction-y-la-carcel-de.html). Hace poco, en la Feria del Libro Viejo y de Ocasión de Barcelona, me hice por unos pocos euros con un ejemplar de Cartas a Lord Alfred Douglas, una recopilación de las epístolas de Wilde a su enamorado (las pocas que sobrevivieron a este, que confesó haber destruido más de 150), traducidas, prologadas y anotadas por Luis Antonio de Villena (Barcelona, Tusquets, 1987). El libro tiene, en las páginas de respeto, un exlibris de un unicornio y una dedicatoria de Juanvi a Eulalia, fechada en enero de 1990. El tal Juanvi demuestra conocer la poesía de Wilde y saber escribir: "Aquí tienes", dice, "dispersas en su pasión y sus momentos, las semillas (aunque burbujas) del DE PROFUNDIS. Te las entrego en la confianza de que nunca, Eulalia, habrá cartas así entre nosotros... Aprendo a amarte". Me encantan las dedicatorias: me llenan de melancolía, me sugieren visiones, me permiten, fugazmente, meterme en la piel de otros, que es, precisamente, uno de los fines de la literatura. Esta es, además, una dedicatoria cultivada y muy personal (aunque no muy existosa, a la vista del destino que se le ha dado al libro): mejor aún. Las cartas casi exclusivamente de Wilde a Douglas; de este solo hay una, en apéndice, junto con el soneto "El poeta muerto", escrito en 1901 e incluido en Sonnets, de 1909, e inspirado por Oscar revelan la pasión muy idealizada, sí, pero también muy física y la torrencial admiración del autor de El retrato de Dorian Gray por su "queridísimo muchacho". Así lo veía él, y así lo vemos nosotros, todavía, en las fotos que se han conservado del Douglas joven: un efebo rubio, delicado, casi virginal, aunque, según todos los testimonios, dotado también de un genio imprevisible y un carácter endemoniado. Esto le escribía Oscar en la carta del 20 de mayo de 1895, mientras esperaba, con pesimismo, el veredicto del juicio al que había sido sometido, que se dictó cinco días después: "Mi dulce rosa, mi delicada flor, mi lirio de los lirios, será a buen seguro en la prisión donde tendré que probar el poder del amor. Veré si puedo convertir en dulces las aguas amargas con la intensidad del amor que te tengo (...). Aunque cubierto de fango, te enalteceré, te llamaré desde los más profundos abismos [he aquí, acaso, la semilla más reconocible del De Profundis posterior, el salmo 130: De profundis clamavi ad te, Domine...]. En mi soledad estarás conmigo. He determinado no rebelarme, sino aceptar cada ultraje por devoción al amor. Dejar que mi cuerpo sea deshonrado tanto como pueda mi alma conservar tu imagen. De tu pelo sedoso a tus delicados pies, representas para mí la perfección. (...) Lo que la sabiduría es al filósofo, lo que Dios al santo, eres tú para mí. Mantenerte en mi alma es el único objeto de este dolor al que los hombres llaman vida. ¡Oh, amor mío, que aprecio sobre todas las cosas, blanco narciso en un campo ubérrimo, piensa en la aflicción que cae sobre ti, aflicción que solo el amor puede iluminar. (...) Te quiero, te quiero, mi corazón es una rosa a la que tu amor ha hecho florecer, mi vida un desierto aventado por la brisa deliciosa de tu aliento, cuyos refrescantes manantiales son tus ojos; la huella de tus pequeños pies forma para mí valles de sombra, el aroma de tu pelo es cual mirra, y donde quiera que vayas exhalas el perfume del árbol de la casia" (págs. 107-109). El veredicto fue, en efecto, condenatorio, y Wilde descendió de golpe de las alturas de la fama a las simas de la lobreguez, de las que ya nunca emergió: tras salir de la cárcel, en 1897, malvivió en Francia bajo el seudónimo de Sebastian Melmoth y malmurió, solo y en la miseria, en 1900, con 46 años. Volvió a verse con Alfred Douglas en estos años finales, y hasta convivió con él algunos meses en Nápoles. Pero las presiones de ambas familias –el padre del efebo y la mujer de Wilde (porque Wilde estaba casado y tenía dos hijos) acabaron con toda posibilidad de continuar la relación. El padre del amante de Wilde era nada menos que John Sholto Douglas, noveno marqués de Queensberry, el fundador de las normas modernas del boxeo (que, curiosamente, solo era 10 años mayor que Wilde, y que le dio la satisfacción de morirse unos meses antes que él). El hombre, amén de aristócrata, era bastante zoquete: había estudiado en Cambridge, como todos los jóvenes bien de la nobleza británica, pero no había conseguido licenciarse. Se conoce que el latín le gustaba menos que el críquet, la caza del zorro y, naturalmente, el boxeo. Su oposición a la relación entre su hijo Alfred y el, a sus ojos, marimacho de Wilde fue radical desde el principio: los acosaba en los lugares que frecuentaban, a veces acompañado por un púgil musculoso, como Wilde recuerda en una carta, les dificultaba los encuentros, maldecía públicamente de ambos. Oscar y Alfred lo llamaban "El marqués escarlata", por cómo se le ponía la cara cuando se enfadaba, cosa que sucedía muy a menudo y que debía de ser muy desagradable de ver. En 1895, el marqués, harto de los devaneos filiales, le mandó una tarjeta de visita a Wilde, en su club, en la que había escrito "Oscar Wilde, que presume de sondomita". Sholto ni siquiera había aprendido ortografía en Cambridge, y su confusión ha pasado a la historia universal de la burricie. No obstante, no se entiende cómo alguien tan lúcido como Wilde se dejó convencer para presentar una demanda por difamación contra el marqués. Al parecer, tanto Alfred como los demás miembros de su familia, que odiaban al unísono al padre, le instaron a hacerlo, y Wilde accedió, sin reparar en que así se metía en la boca del lobo. Los jueces absolvieron al aristócrata, como sin duda hacían nueve de cada diez veces cuando el acusador era alguien de la calaña de Wilde, e iniciaron un proceso contra este por sodomía e indecencia, que, entonces sí, acabó en condena de cárcel e incautación de bienes. Es significativo que el marqués de Queensberry fuera tan escrupuloso con las aficiones homoeróticas de su vástago, pero tan desinhibido con sus propias costumbres: su mujer lo demandó por adulterio, él se volvió a casar y a separar, y acabó muriendo de sífilis, es de suponer que no contraída en los pudibundos lechos conyugales, sino en los numerosos prostíbulos de los que era parroquiano. Curiosamente, su hijo mayor, Francis, también le salió sarasa. Este mantuvo relaciones nada menos con Archibald Primrose, quinto duque de Roseberry, que luego sería primer ministro de Su Graciosa Majestad, y el marqués escarlata, al parecer más escarlata que nunca, lo amenazó con divulgar sus aberrantes inclinaciones si el gobierno no encausaba a Oscar Wilde, que estaba, por su parte, corrompiendo a Alfred. A su titubeante ortografía el marqués sumaba un completo desconocimiento del principio de separación de poderes. Pero es que, por una extraordinaria injusticia del destino, le tocó lidiar con una nutrida representación del pecado nefando en su propia familia; a él, guardiamarina, cazador y amante de los puñetazos, que era tan macho. Pese a sus muchos defectos y zafiedades, entre los que brilla con luz propia la homofobia que era, por otra parte, la homofobia de su época, Queensberry cuenta con algunos puntos a su favor: civilizó el boxeo valga el oxímoron, que antes era una salvajada sangrienta, que resultaba con frecuencia en gravísimas lesiones y muerte, y en 1880 se negó a volver a ocupar el asiento en la Cámara de los Lores en el que se había sentado desde 1872, porque se le exigió que prestara juramento religioso a la reina y él no quiso a hacerlo: era ateo y no deseaba participar en una "payasada cristiana". A mí, todos los ateos me caen simpáticos. Y hasta era escritor: en 1873 había compuesto un largo poema filosófico, El espíritu del Matterhorn, y, algunos años más tarde, un panfleto inquietantemente titulado La religión del secularismo y la perfectibilidad del hombre. Desde luego, él era muy perfectible, y habría sido de agradecer que se hubiese aplicado las enseñanzas del opúsculo a sí mismo. En cuanto a Alfred Douglas, también fue un pájaro de cuidado. Su aspecto eternamente adolescente ocultaba una personalidad turbulenta. Escribió mucha poesía, casi toda mala (aunque Wilde no deja de alabarla en sus cartas, pero se comprende: el amor entontece), y un primer libro sobre su relación con él, Oscar Wilde y yo, publicado en 1914 (y redactado, en su mayor parte, por un negro, el director adjunto de The Academy, la revista literaria que a la sazón dirigía), en el que no dejaba bien parado al que había sido, supuestamente, su gran amor. Era racista, y fundó una revista ferozmente antisemita, Plain English, en la que, entre muchas otras barbaridades, se llegó a afirmar que "hacía falta un Ku Klux Klan" en Gran Bretaña. Al final de su vida, renunció a esas ideas y abrazó el catolicismo, o más bien el integrismo católico, en una nueva demostración de que los que se sitúan en un extremo ideológico nunca cambian, aunque se sitúen en el extremo ideológico contrario. Se pasó, en fin, media vida pleiteando con unos y con otros: el gusto por los juicios le debía de venir del padre. El más conocido de todos fue el que sufrió en 1923 por difamar a Winston Churchill, acusándolo, entre otras lindezas, de participar en una conjura para asesinar a lord Kitchener, secretario de Estado para la guerra. Fue condenado a seis meses de cárcel, una experiencia de la que nunca se recuperó, según propia confesión, pero que aprovechó para escribir un remedo de la Balada de la cárcel de Reading, titulado In Excelsis (seguramente tomado del Gloria in excelsis Deo que se canta en la liturgia católica), que algunos consideran su mejor poema, que no sé si es mucho decir. Esta vez no utilizó a ningún negro, que se sepa, pero no dejó de suscitar dudas: Douglas afirmó haberlo escrito en la cárcel, como había hecho Wilde con De Profundis, pero, como no le dejaron sacar el manuscrito al salir libre, hubo de recomponerlo después de memoria. Y hay quienes creen que no lo escribió entre rejas, lo que le otorgaría una pátina excepcional, semejante a la de su ilustre enamorado, sino cuando ya estaba libre, en la paz del hogar. No obstante, para ser justo con él, transcribo a continuación el poema inspirado por Wilde, con mi traducción. Si lo que expresa es verdadero, habrá que reconocerle a Bosie, como lo llamaba Oscar, alguna virtud creadora y, sobre todo, alguna pureza de sentimiento, algún atisbo de amor.

I dreamed of him last night, I saw his face 
All radiant and unshadowed of distress, 
And as of old, in music measureless, 
I heard his golden voice and marked him trace 
Under the common thing the hidden grace, 
And conjure wonder out of emptiness, 
Till mean things put on beauty like a dress 
And all the world was an enchanted place. 

And then methought outside a fast locked gate 
I mourned the loss of unrecorded words, 
Forgotten tales and mysteries half said, 
Wonders that might have been articulate, 
And voiceless thoughts like murdered singing birds. 
And so I woke and knew that he was dead. 


Anoche soñé con él. Vi su cara
radiante, sin sombra de aflicción,
y, como antaño, pródiga en música,
oí su voz de oro, lo vi descubrir
la gracia oculta de las cosas triviales
y conjurar los encantos incluso del vacío,
hasta revestir las cosas de belleza, como de un ropaje,
y hacer del mundo un lugar encantado.

Luego me vi ante una reja inamovible,
llorando la pérdida de palabras sin memoria,
de cuentos olvidados y misterios apenas desvelados,
de maravillas que habrían podido decirse
y pensamientos sin voz, como ruiseñores asesinados.
Entonces me desperté. Sabía que había muerto.

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