lunes, 8 de abril de 2019

Concertar el desconcierto

Juan Luis Calbarro (Zamora, 1966) acaba de publicar, en Ediciones De La Discreta, Concertar el desconcierto, donde compendia su labor como crítico literario entre 1992 y 2017. Es su tercer libro de crítica, tras Apuntes sobre la ideología en la obra de César Vallejo (2013) y Tres escritores canarios (2018), que se suma a una ya dilatada trayectoria como poeta y escritor. Su poesía completa, Caducidad del signo, apareció en la Editora Regional de Extremadura en 2016. Transcribo a continuación el prólogo que he escrito para el volumen:

Juan Luis Calbarro es un hombre polifacético. Es, o ha sido, profesor, editor, poeta, investigador de la literatura popular, biógrafo, director de revistas, ensayista, articulista político, crítico de arte y crítico literario, y seguramente algunas cosas más de las que no tengo noticia o no guardo recuerdo. Pero lo sorprendente no es que haga muchas cosas, sino que todas las hace bien. Su paso por las diferentes disciplinas del arte y del saber deja siempre un poso de inteligencia y valía, una sensación de trabajo bien hecho, esa rara impresión de que no solo estamos ante una mente lúcida, sino ante un profesional laborioso y ecuánime. Reúne ahora, en Concertar el desconcierto, esa labor que lleva ejerciendo como crítico literario desde principios de los años 90 del siglo pasado y que, si no ha proporcionado una obra ingente –son 45 los textos agavillados aquí–, sí ha dado un conjunto plausible de lecturas y un asedio iluminador a muchos libros y autores actuales de la literatura española (agrupados en la primera parte, «Aquí y ahora»), hispanoamericana y estadounidense (aunados en la segunda, «Allí: el ayer, la modernidad y el hoy»). Porque este es uno de los primeros, y acaso principales, méritos de Concertar el desconcierto: su dedicación, en gran medida, a escritores excéntricos, es decir, apartados del foco nuclear de su literatura. El buen crítico, entre las demás obligaciones que le incumben, ha de ayudar a descubrir autores ocultos, marginales (o marginados), provinciales; y digo «provinciales» en el sentido más administrativo e inocuo del término: autores radicados en esos ángulos a menudo muertos, y por lo tanto invisibles, de la gran casa de la palabra que son las provincias. Calbarro ha dedicado lúcidos artículos y reseñas a libros de escritores tan valiosos, pero tan en penumbra, como Julio Vélez, Estrella Sánchez Marcos, Isabel Escudero, Manuel Talens, Julián Alonso, María Ángeles Pérez López, Máximo Hernández, Tomás Sánchez Santiago, Avelino Hernández, Quim Aranda, Inés Matute, Carlos Gámez, Javier Guzmán, Diego González, Ignacio González del Rey Rodríguez y, entre los hispanoamericanos, Daniel Chavarría, Mariano Melgar o Mori Ponsowy. Esta atención a los arcenes frondosos de las letras no excluye la que presta a quienes circulan por la calzada principal: Jorge Guillén, Eduardo Mendoza, Rubén Darío, César Vallejo –probablemente, el autor por el que más devoción siente Calbarro, que le dedica cuatro artículos–, Walt Whitman, Charles Bukowski y Ada Salas, entre otros.

Su desempeño como analista se fundamenta en una sólida formación filológica, en una mirada incisiva y, valga la paradoja, panorámica, y en una prosa ática, que fluye como un metrónomo, pero no sin ironía ni esplendor. En algunas reseñas, Juan Luis Calbarro explicita lo que cabe considerar una teoría de la crítica. En la que dedica a José Ángel Mañas –una de las mejores, y más hilarantes, del conjunto, sobre un flatulento manual de literatura escrito por el autor de Historias del Kronen–, expresa su voluntad de escribir «con originalidad y rigor» (es decir, eso mismo con lo que no está escrito el desmañado manual de Mañas); y en la que tiene por objeto El enredo de la bolsa y la vida, de Eduardo Mendoza, reconoce su adoración por la sátira –que es, para Persio, el género literario de los hombres libres, y que constituye una tentación permanente para los críticos literarios, por lo menos para los críticos literarios inteligentes– y el placer que le proporciona el buen uso del lenguaje. Con estas herramientas, sencillas pero capitales, Calbarro desgrana los elementos constitutivos de la obra estudiada con precisión casi científica: capta lo esencial, lo definitorio del libro o los poemas, y lo expone con claridad casi excesiva, felizmente dolorosa. El crítico ni se va por los cerros de Úbeda, tan frecuentados por plumillas descarriados y tenebrosos seudoexégetas, ni se distrae: se atiene a lo decisivo. 

Pero Calbarro no es solo certero y expresivo en el decir. También hace otras cosas que prestigian su labor como crítico: formula juicios perspicaces (y, a veces, confidencias personales), que ensanchan el texto y enriquecen su lectura, como los que trufan el artículo dedicado a Cartas de Selva, del soriano Avelino Hernández; y establece relaciones –y establecer relaciones puede considerarse la definición de la inteligencia–: conecta las obras analizadas con las anteriores de su autor u otras coetáneas, o vincula a unos escritores con otros, a menudo distantes entre sí. Esto es especialmente visible en la segunda parte de Concertar el desconcierto, donde estudia al jovencísimo peruano Mariano Melgar, ejecutado por los españoles tras la batalla de Umachiri, a la luz del tratado Los héroes, de Thomas Carlyle, y determina la influencia de José Enrique Rodó en César Vallejo y de este en el venezolano José Barroeta, cuyo admirable poema «Todos han muerto», que da título a su libro homónimo, parece inspirado en el primer verso del poema póstumo de Vallejo «La violencia de las horas». (Otras versiones, como la de Pepe Rosario, el compadre de Barroeta en Pampanito, aseguran que, después de una ausencia de siete años, Barroeta volvió un día a su pueblo, y preguntó por sus paisanos: a cada nombre que daba, le respondían que había fallecido. Tras una larga lista de desaparecidos, exclamó: «¡Todos han muerto!», y escribió el poema. Pero esta explicación no es contradictoria con la de Calbarro, si a la experiencia vital se suma el conocimiento literario). Igualmente, Juan Luis Calbarro hace algo que casi todos los críticos, por desgracia, han dejado de hacer: presta atención a la urdimbre retórica de los textos. Su formación académica, en la que no solo el pensamiento de Octavio Paz, sino también la estilística, han dejado una perceptible impronta, contribuye a ello, y el resultado es inmejorable: sus observaciones sobre la selección léxica, la exactitud de la sintaxis o la idoneidad de los tropos, entre muchos otros aspectos esencialmente formales –pero la forma es la esencia de la literatura–, revela la calidad de los materiales o procedimientos empleados y, en última instancia, la buena o mala crianza de los autores que los han utilizado. La disección que hace, por ejemplo, de los solecismos y dislates del ya mencionado manual de Mañas, o la denuncia de algunos de los errores de Las esquinas del aire, de Juan Manuel de Prada, son esclarecedoras, y muy divertidas. 

Un último rasgo de la crítica literaria de Juan Luis Calbarro merece destacarse: su sentido ético, que no se ejerce, sin embargo, como una limitación, a modo de sordina creativa, sino con un propósito enaltecedor. La rectitud de las formas se corresponde, en Calbarro, con la rectitud de las ideas (y de las intenciones): como dijo Karl Krauss, ese otro gran crítico y satírico, quien no perdona nada a las palabras, no perdona nada a las cosas. Escribe el zamorano al principio de su reseña sobre Artefactos, de Carlos Gámez: «Me interesa toda obra de arte que encierre un discurso, una propuesta: no necesariamente un posicionamiento moral, y menos alguno en concreto, pero sí un planteamiento de cuestiones que tengan que ver con el hombre. La literatura como mero juego, como diversión asociada a una realidad que se sobrevuela sin juzgar, la literatura en la que todo aparece como válido, no me interesa». Esta creencia en la literatura comprometida con el ser humano y con su complejidad existencial se plasma, como es natural, en la propia elección de los libros y textos criticados, ninguno de los cuales (salvo, ay, el de Mañas) puede tildarse de frívolo o superficial, y en alguna reseña concreta, como la que dedica al poemario Poemas de la última noche de la Tierra, del virulento y por casi todos admirado Charles Bukowski, y que se titula, elocuentemente, «Ese Chinaski me cae gordo». Los valores éticos del libro, escribe Calbarro, «brillan por su ausencia», y el norteamericano «rara vez expresa preocupación por lo ajeno, altruismo ni escrúpulo ético alguno». La libertad deseada, en fin, «no aparece casi nunca como anhelo de índole social, ni siquiera como aspiración individual de contenidos éticos (…), sino como poco más que un antisocial deseo de liberarse de compromisos y obligaciones». Se entiende la inquina del crítico: Bukowski podía ser un personaje aborrecible, y escribía casi siempre aborreciblemente. Pero lo importante es que la animadversión de Juan Luis Calbarro se cimienta en un encomiable imperativo de dignidad y decencia, dos virtudes a las que la literatura debería permanecer siempre abrazada o, por lo menos, si tanta cercanía nos resulta demasiado promiscua, a no excesiva distancia.

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