lunes, 2 de diciembre de 2019

Un museo estupefaciente

Hacía tiempo que quería visitar el Hash, Marihuana & Hemp Museum de Barcelona, filial del museo homónimo de Ámsterdam. Los holandeses, ya se sabe, han sido siempre unos precursores en el uso y la celebración de la marihuana. No sé por qué, intuyo que la tarde va a estar llena de curiosidades. La primera me asalta nada más salir del tren a las Ramblas: oigo a mis espaldas, oímos todos, varios "¡Viva España!" atronadores proferidos por algún patriota, quizá ante la visión de un inmigrante o un antiespañol –podemita o indepe–, o bien por mero amor a la patria, un amor que no le cabe en el pecho ni en las cuerdas vocales. No contento con ello, el previsible votante de VOX adereza su bramido con un sustantivo enclítico de honda raigrambre hispánica: "¡Viva España, coño!". La gente, no obstante, sigue su camino sin prestar demasiada atención. En la Rambla de Canaletas, observo algunas manifestaciones clásicas de la miseria –el top manta, plagado de bolsos, pañuelos y abanicos– y otras nuevas, como los mendigos que piden limosna de cara al suelo, apoyándose solo con los codos y las rodillas: es una posición yóguica que, al cabo de poco, tiene que resultar dolorosísima. Para más inri, el primer pordiosero que veo humillado así tiene el vaso del McDonalds de las monedas vacío. Luego, en la Rambla dels Estudis veré a otro en la misma tesitura, pero a este, al menos, con algunos céntimos en el platillo. Los vecinos, a todo esto, siguen a los suyo: uno, entre muchos, ha colgado en el balcón una pancarta en la que se lee: "Self-determination is a right, not a crime". La leyenda es falaz –la autodeterminación es un derecho, pero solo para algunos, cuyas condiciones no cumplen los catalanes–, pero ahí está, ondeando a los cuatro vientos, junto a esteladas y peticiones de libertad para los presos políticos. Suenan las campanas de la iglesia de Belén: son las cinco. Un par de minutos más tarde, lo hacen las de la catedral. La Iglesia debería sincronizar sus relojes, me parece. Para llegar al museo, giro por la calle Escudellers, que antes era una de la más conspicuas del Barrio Chino, plagada de figones y putas, y hoy solo acoge establecimientos de lujo: bares de diseño, hoteles ultramodernos, restaurantes con más iluminación que Vigo en Navidad. Pero en la plaza George Orwell vuelven las pancartas, que ahora ladran al ayuntamiento. Las hay colgadas en todos los balcones de una fachada, con un mismo mensaje en diferentes idiomas: "Ens quedem", "We stay", "Je reste" y "Mi casa", aunque no acabo de entender por qué la versión en castellano se aparta tanto de la línea que siguen las demás. La conclusión a la que apuntan está clara, y así lo afirma otro rótulo: "Barcelona està en venda" (esto no necesita traducción). Después, giro por Avinyó (la calle de las señoritas del famoso cuadro de Picasso, que en realidad eran meretrices) y enseguida llego a la calle Ample, en cuyo número 35 se encuentra el objeto de mi visita. Lo primero que me llama la atención es el edificio en sí mismo, el palacio Mornau, construido en el siglo XV, pero rehabilitado en 1908 según los cánones del modernismo entonces reinante en Cataluña. Tras años de decadencia y finalmente de abandono, el holandés Ben Dronkers, el fundador del museo en Ámsterdam, lo compró en 2002 para restaurarlo de nuevo e instalar la filial catalana de su invención, que hoy alberga más de 8.000 piezas y recibe a decenas de miles de visitantes al año. Entre las muchas peripecias históricas que ha conocido este palacio, la más memorable quizá sea su protagonismo en la lucha contra el francés: en ella se reunían los barceloneses opuestos a la ocupación napoleónica, aunque el 11 de mayo de 1809 se descubrió el pastel: los gabachos irrumpieron en la casa y detuvieron –y luego ahorcaron– a casi todos los conspiradores; solo el dueño, Josep Francesc de Mornau, pudo escapar, aunque tuvo que dejar Barcelona. En una pared de las escaleras que conducen a las salas donde se encuentran las colecciones, veo dos figuras santas –Dios y el Niño Jesús, conjeturo– que parecen impartir la bendición a lo expuesto; y en la alfombra granate que cubre los escalores, hojas blancas de cánnabis. El Museo hace un recorrido histórico por la presencia e importancia del cannabis sativa –el cáñamo o marihuana, también llamado maría, hierba, chocolate, costo, mierda, hash, grifa, ganja, juanita, Rosa María, Maripepa, entre cientos de nombres más– en el mundo. En la sección de pintura, se alinean los cuadros de los artistas de la edad de oro holandesa el siglo XVII– que representan a gente que bebe y, sobre todo, que fuma, y hasta a uno que orina: de espaldas al espectador, el chorrito cae en el suelo del fumadero. En la sala que habla de los usos industriales del cáñamo, atiborrada de herramientas y máquinas, se presta especial atención a su utilización en el mar y se ofrecen algunos datos interesantes. Por ejemplo, en las carabelas de Colón casi todo estaba hecho de cáñamo: los cabos y aparejos, las velas, la ropa de los marineros, las banderas; los huecos de la tablazón se rellenaban con cáñamo; y en las lámparas ardía aceite de cáñamo para que Colón pudiera leer la Biblia que lo acompañaba, cuyo papel era también de cáñamo. La conclusión es sencilla: sin el cáñamo, Colón no habría descubierto América. Quizá por eso, la torre de su estatua en el puerto de Barcelona aparece adornada por varias hojas de cáñamo. El Museo, como es natural, dedica mucha atención a los usos medicinales del cánnabis. En un almanaque parisino de 1914, la compañía de tabaco Grimault & Co pregunta: "El fumar ¿es higiénico? Seguramente que sí... Pero usando los cigarrillos indios Grimault & Co, con cannabis indica". En un póster con una foto de Bill Clinton, se lee: "Si tuviera SIDA, cáncer, esclerosis múltiple, glaucoma o depresión, fumaría cánnabis". Y no son solo estas las enfermedades para las que el cánnabis aporta algún alivio, según las últimas investigaciones: también para el insomnio, el síndrome de La Tourette, la artritis, el reuma y hasta los callos. Recorro las diferentes salas del Museo con creciente interés por sus fondos, pero también con creciente admiración por el propio edificio: en la principal, el antiguo comedor de la familia, destaca, junto a los techos labradísimos, una impresionante chimenea de motivos florales, presidida por un busto de Shakespeare al que se le ha puesto una pipa en los labios. Esta adición no es casual: cerca de la casa de Shakespeare se han encontrado cazoletas de pipas con restos de marihuana. Podría ser que sus vecinos fueran unos viciosos, pero también, y más probablemente, que aquel fuera un barrio de fumetas, y Guillermo, alguien que buscase inspiración en la hierba. Eso podría explicar algunos versos de sus sonetos: en el 27, dice que "begins a journey in my head" ("otro viaje entonces extenúa / mi mente", traduce Christian Law Palacín), y, en el 76, habla de "keep invention in a noted weed" (y todos los traductores optan pacatamente por alguna variante de vestimenta –traje, ropaje, vestuario y hasta librea, como hace el más imaginativo García Calvo–, en lugar de atreverse a traducir weed como 'hierba'). La sección literaria aporta interesantes informaciones. Es bien conocido "el club del hachís", que reunía en París, a mediados del siglo XIX, a los mejores escritores y artistas de Francia: Gautier, Dumas, Baudelaire, Nerval, Balzac, Hugo y Delacroix ahumaron sus salones. Los franceses habían descubierto el hachís en Egipto, cuando Napoleón lo ocupó en 1798. Sus soldados lo utilizaban para mitigar el estrés de la milicia y entretener las largas y calurosas jornadas en la tierra de los faraones, y se lo llevaron con ellos a casa, donde no tardó en popularizarse. Muchos otros escritores han utilizado el cánnabis para inspirarse o para soñar, desde Rimbaud hasta Walter Benjamin –que escribió un Ensayo sobre el hachís, en el que demostraba un conocimiento de primera mano sobre los efectos y propiedades de la hierba–, Hesse, Huxley, Michaux, Ginsberg –y toda la generación beat– y Burroughs. Hasta Marcial Lafuente Estefanía escribió una de sus novelas sobre el hash: Pólvora y cáñamo. En realidad, todas las artes están representadas en el Museo: la pintura, como ya se ha dicho –veo también dos dibujos de fumadores de Picasso, de los años 60–; la música, con el gran, y permanentemente colocado, Bob Marley a la cabeza (el jamaicano era el líder espiritual de los rastafaris, una confesión que profesaba devoción a la maría, como si fuera una divinidad; de hecho, para ellos lo era), pero donde también militó el genial Louis Armstrong, que dijo del hachís que era "mil veces mejor que el whisky; es una ayudante, una amiga"; y el cine, que ha producido muchas películas sobre la marihuana, como la prometedora Lujuria de marihuana Cannabis, de la maravillosa Jane Birkin. La cultura popular y el cómic ha tenido también gran repercusión. La fuerza sobrehumana de Popeye se debe, como todo el mundo sabe, a las espinacas. Pero lo que quizá no se sepa tanto es que en 1929, cuando se creó el personaje, los consumidores estadounidenses llamaban "espinaca" al hachís; y que la semilla del cáñamo se utilizaba como comida para pájaros, y el perro de Popeye se llamaba Alpiste. Además, Popeye se comía las espinacas por la pipa, lo que es un manera ciertamente extraña de hacerlo. En una vitrina veo también una lata de galletas de la afamada marca británica The Huntley & Palmer, que en los 70 decidió gastarle una broma al público: comercializó un tarro ilustrado con una idílica escena de una comida campestre en la Inglaterra victoriana, con niños, palomas y cometas, en la que, disimulados entre el paisaje y los personajes, se veía una pareja de perros copulando a un lado, una pareja de humanos copulando al otro, un bote de mermelada en la mesa en cuya etiqueta se leía "shit" ('mierda') y lo que parecen ser plantas de cánnabis entre los manzanos. El diseñador fue despedido. El Museo, como es lógico, aboga decididamente por la despenalización de la marihuana y, para ilustrar los efectos perjudiciales de la prohibición de su consumo, ha reunido en una sala diversas muestras de la irracional persecución a la que ha sido sometido. Brilla aquí con luz propia el norteamericano Harry J. Anslinger, jefe durante 32 años de la Oficina Federal de Narcóticos, adalid de la prohibición y martillo de fumetas, porreros y, en general, drogatas de toda laya. Anslinger argumentó lo siguiente ante el Congreso norteamericano para que se aprobara la Ley de Tasación de la Marihuana (un gravamen a todas las empresas y entidades que tuviesen alguna relación con la planta) en 1937: "Hay 100.000 fumadores de marihuana en los Estados Unidos y la mayoría son negros, hispanos, filipinos y actores. Su música satánica, el jazz y el swing, nace del consumo de marihuana. La marihuana hace que las mujeres blancas quieran mantener relaciones sexuales con negros, actores y demás". En otros momentos de su dilatada y memorable gestión, sostuvo que "el porro hace creer a los negritos que valen tanto como los blancos" y que "te fumas un canuto y puede que mates a tu hermano". El bueno de Anslinger está acompañado por el aliado habitual de toda manifestación de estupidez, la Iglesia: en un expositor cercano se expone un ejemplar de El Moloch de la marihuana, del reverendo Robert James Devine, luego retitulado Marihuana, ¡la asesina de la juventud!; y también por prohibicionistas de otros países, como Cuba, donde otra eminencia, Antonio Gil Carballo, publicó el libro Expendedores y viciosos. Opio, morfina, marihuana, cocaína, heroína, en el que sostenía que "el cannabis es peor que el opio, que la morfina o la cocaína (...), porque despierta las pasiones más terribles y siniestras en las personas". Visito los últimos rincones del museo –veo un traje de samurái y otro de un danzante derviche, ambos fabricados con cáñamo, y una espléndida colección de pipas, narguilés y otros aparatos para fumar o inhalar maría, algunos de los cuales, debo confesarlo, parecen instrumentos de tortura– y reparo en las plantas de cánnabis que adornan los rincones de las habitaciones, en el ejemplar de la revista Cáñamo en una mesilla del Museo y en las hojas de marihuana serigrafiadas en todas las puertas de vidrio de la casa, que crean un agradable contraste con las demás flores y plantas de las molduras y ornamentos modernistas. Curiosamente, empero, el Museo no huele a porro. Había pensado que quizá lo incensarían para que la experiencia del visitante fuera completa, pero no: es inodoro. Antes de salir, curioseo en la tienda: hay pocos artículos, todos de uso cotidiano: chocolate, jabones, aceites. Solo compro una piruleta de hash, verde, que vende la taquillera, una joven que parece muy feliz. Cuesta un euro.

2 comentarios:

  1. Eduardo, el mensaje que aparece en el balcón de una de la fachadas y que pone "Mi casa" lo escribió E.T. después de fumarse un porro. Por eso se aparta de la línea de los otros.

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  2. Habrá que visitarlo. Mientras tanto recomiendo leer a Juan Carlos Usó. Un abrazo Eduardo.

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