martes, 7 de abril de 2020

Lecturas en la prisión (3)

Releo Benarés, India, de Jesús Aguado, la crónica de sus experiencias, durante varios años, en esa ciudad y ese país. Es un libro admirable, al que vuelvo con placer. Transcribo a continuación la reseña que publiqué, hace algo más de un año, en Cuadernos Hispanoamericanos:

Benarés, India es un libro paradójico, un libro que ha hecho de la paradoja una de sus razones de ser, acaso la más importante. Por eso mismo es un libro unitivo, un libro cuyo objetivo fundamental es reconciliar al caos con el caos, al todo con el todo, al yo con el yo. Su condición contradictoria y, a la vez, abrazadora se advierte en su propia armazón, en eso que antiguamente se llamaba género literario y que, en este caso, no es sino una mezcla de diario personal, crónica de viajes, ensayo literario y filosófico, novela de amor y desamor, libro de versos y compendio de aforismos. Benarés, India –un volumen que conoció una primera versión en 2010, con el título de La astucia del vacío. Cuadernos de Benarés 1988-2004, bajo el benemérito sello de DVD ediciones– es todo eso y seguramente más cosas para las que la preceptiva literaria todavía no ha encontrado la denominación adecuada. Estamos, pues, ante un libro híbrido, mestizo, multifacético, plural, escrito con ocasión de los años que su autor vivió en Benarés, la ciudad habitada más antigua del mundo –desde el siglo IX a. C.–, y en cuya composición quizá haya influido el haibun, un tipo de obra, perteneciente a la tradición japonesa, que combina la prosa y el verso, y en el que cabe esto mismo que Jesús Aguado (Málaga, 1961) incluye en Benarés, India: la biografía, el ensayo, la historia, el cuento, la prosa poética y la literatura de viajes. Matsuo Bashō, el gran haikuista nipón, fue uno de sus primeros y más destacados cultivadores, y Jesús Aguado tradujo su célebre De camino a Oku, también en DVD, en 2011. Aguado transita con fluidez entre poesía y prosa, entre lirismo y narración. Los diferentes géneros –llamémoslos así, en interés de la claridad– se imbrican y entrelazan no como vasos comunicantes, rígidamente contenidos por sus recipientes, sino como un tejido vivo, como una membrana irrigada por una laberíntica capilaridad. Esa fluidez que lo lleva del verso a la sentencia, del fragmento breve a la reflexión minuciosa, de la gravedad a la ironía, es la misma fluidez de la vida –del cosmos, si nos ponemos estupendos–, que él intenta aprehender con una escritura dúctil y esponjosa. En un pasaje, reivindica «ser solo, y qué placer, parte del flujo, una onda en la superficie de los seres»; en otro, critica al «demonio del sentido –que coagula, esclerosa y termina solidificando lo que roza». Esta oposición a lo inmóvil es característica de Benarés, India y, en general, de toda la literatura de Aguado. Estancarse es sinónimo de morir. Es necesario, parece decir siempre, sumirse en la corriente de la existencia: cabalgarla o, mejor, dejarse arrastrar por ella. Sus páginas combaten la fijeza de las cosas, de las ideas, del ser, y no por casualidad su poesía completa, publicada en 1998, se titula El fugitivo, metáfora del que huye permanentemente de la reclusión en doctrinas, lugares o instituciones, y, por extensión, en formas de vivir, en papeles impuestos, que los demás, y nosotros mismos, se obstinan en imponernos. Los patrones inconmovibles están prohibidos. Los confines de este libro son paredes celulares, permeables a todo, prestas a abandonarse al torrente de lo que sucede. La vida en la India, crisol de culturas, religiones e idiomas, caótica e imprevisible, favorece este inmersión en lo heterogéneo y derramado. Y la paradoja sirve para volver comprensible lo disímil, para metabolizar lo que, según la lógica en la que nos hemos educado, es antagónico o imposible. Todo Benarés, India está salpicado de afirmaciones que se niegan o de negaciones que se afirman. Pero su intención no es suscitar el enfrentamiento, ni avivar el fuego interior del texto –aunque algo de esto hay–, sino promover una concordia oppositorum que cree una nueva realidad, estética y existencial, sin que los elementos antitéticos que la componen pierdan su esencia ni sus perfiles singulares. Y no es ajena a este propósito cordial la propia cultura de Oriente, desapegada de una lógica aristotélica que hecho mucho bien al progreso intelectual y material, pero que nos ha alejado, quizá, de una comprensión más aquiescente, menos irritada, de las cosas y de nosotros mismos. Al principio de Benarés, India, leemos estos versos: «Mi enemigo me busca para amarme (…). / Me acaricia con tiernas dentelladas / y me ofrece la muerte, esa herida perfecta, como un dulce». Bien avanzado el libro, leemos también: «El eros, que es (…) la actividad pasiva, la pasividad activa que pone en movimiento el movimiento, que inmoviliza la inmovilidad, que despierta a los despiertos, que aduerme a los dormidos. Lo que nos transforma en transbordadores de nosotros mismos, transportándonos de una ribera a la otra ribera de lo que somosnosomos en un ir y venir incesante…». Entre ambos, y más allá de sus límites, se despliega un esfuerzo incansable –pero esfuerzo líquido, amable– por captar toda esa contradicción que constituye la vida, todo lo que no entendemos, pero que, aun así, o por eso mismo, nos empuja a seguir. En un ejercicio insólito de coherencia, Aguado expone consecutivamente dos visiones distintas –enfrentadas– de lo mismo, y concluye que la equivocada es la suya. En un largo pasaje, refiere la triste vida que llevan las vacas, el animal sagrado de los hindúes, «una vida de rumiante a la que le sobrarían casi todos los estómagos que tiene». Las vacas vagan sin destino, famélicas, hurgando en los basureros en busca de algo que comer, y se mueren sin que nadie les preste atención. Para quien, como él, ha conocido a las esplendorosas reses de los pastos españoles, la visión de las vacas de la India, por impregnadas que estén de la espiritualidad indostánica, no puede sino encogerle el corazón. Pero en el pasaje inmediatamente siguiente, dos amigos suyos, occidentales, lo convencen de que se trata de una percepción errónea: las vacas se mueren de viejas, no de hambre; y solo las ponen en la calle cuando dejan de dar leche, y para no tener que sacrificarlas. La gente las estima realmente y las cuida con afecto. Aguado sabe, «de pronto avergonzado y arrepentido, que tienen razón y que, en efecto, mis ojos y mi inteligencia se han comportado contraviniendo los consejos que les tengo dados de luchar contra las inercias hermenéuticas, contra los aprioris, contra la sarta de prejuicios que estrangulan nuestras percepciones, contra los cantos de sirena de las ocurrencias brillantes y hermosas que tironean de nosotros y nos seducen al margen de la realidad, de la verdad, de lo justo o de lo posible». Por otro lado, y si bien la forma de Benarés, India –cambiante, elástica, enumerativa– reproduce la tumultuosa diversidad de percibido, Aguado no se abandona a una estructura lábil o un estilo sin hormas. En numerosos pasajes, sobre todo al principio del libro, encontramos fragmentos anafóricos, que consignan diferentes aspectos de lo mismo, y que dan consistencia al caudal de la prosa. 

En Benarés, India se presta una atención privilegiada a las cosas pequeñas: a un gatito abandonado, a un «gorrilla» (o más bien «turbantillo») que vigila zapatos, a los problemas, difícilmente imaginables, a los que se ha de enfrentar cualquiera para cruzar una calle. Y de lo pequeño se pasa a lo grande, que nunca es monumental, sino sensual, espiritual. También están presentes la miseria y la violencia, tan emparentadas: el autor presencia una discusión en la calle, una de las muchas que estallan cada día entre los habitantes de la ciudad, y ve cómo uno de los contendientes mata al otro de un ladrillazo. También cuenta el asalto que sufren una amiga y él por parte de cuatro niñas mendigas, a las que, no obstante, consiguen distraer de su insistente mendicidad y devolver a su condición de niñas, enseñándoles un juego de canciones y palmas. Ambas situaciones no se agotan en sí mismas, como escenas de un mundo exótico analizado con precisión racional, sino que sirven para acceder a otro estadio: a la aceptación de la realidad, a la integración de lo punzante, de lo doloroso, en un todo armónico, aunque fugaz. Este es otro rasgo capital del libro: la constante busca de la armonía, una busca que no rehúye los mayores escándalos de la vida, como la muerte, la indigencia y el horror. En otro pasaje de Benarés, India, el autor nos informa de una noche pasada en un hospital. La gente duerme y se hace la comida por los pasillos y entre las camas. Las bombillas están fundidas, y las enfermeras, ausentes. La basura se amontona en el cuarto de baño, y ratas y gatos se pasean por las habitaciones. Aguado ve a una niña descalza y sonámbula. Sin despertarla, la coge en brazos y la devuelve a su habitación, donde sus padres están dormidos. Los besa a los tres. Y concluye: «Mientras regreso junto a mi enferma, alguien estertora y, por los lamentos apagados que siguen, supongo que muere. Nadie acudirá a certificar la defunción hasta que amanezca». La atención a la pequeña sonámbula refleja una permanente preocupación por los niños, objeto siempre de la ternura del autor, que ha escrito poesía infantil y que incluye en Benarés, India varios poemas para niños. Pero la convivencia del desamparo, la solidaridad y la muerte en un todo irrefragable es un buen ejemplo de comprensión, y acaso de aceptación, de las claroscuras aristas de la existencia. 

En esta integración fluida de los contrarios, que no elude las esperanzas ni las sombras, otro elemento esencial entra en juego, y lo protagoniza: el yo. El yo forma parte de ese caos primigenio en el que somos. Y Aguado insiste en la necesidad de ser quien se es: de desprenderse de las costras o caparazones con que nos separamos del mundo, y de acceder al centro de nosotros, donde yacemos inermes, a la intemperie de nuestros miedos, pero también de nuestras quimeras. En un pasaje, leemos: «Amar la sabiduría (…) no es más que mantenerse vigilantes para desactivar las equivocaciones antes de que nos aparten definitivamente de lo que somos, antes de que nos aparten de nuestro ser. Los tullidos, los zombis y los muertos (morirse en vida es la equivocación por antonomasia, y la más frecuente) son los que, por no amar la sabiduría, por no saber amar, se arrastran inacertándose, exiliados de su centro y malgastando las flechas de sus ilusiones y sus proyectos». Sin embargo, el yo, por estar inmerso en el anárquico hervidero existencial, participa igualmente de las contradicciones que lo zarandean, y por eso Aguado sugiere también huir del yo cuando ese yo nos ciñe, cuando nos estrangula. El yo ha de adentrarse, no hipertrofiarse; expandirse, no coagularse. Con el yo, que a veces se encrespa y otras desaparece, mantiene Aguado una pelea sin tregua. Y también con un «tú», o un «ella», que es la otra protagonista de una historia de amor y desamor que asimismo encuentra acomodo en Benarés, India. Se trata de un relato elíptico, velado, en el que intuimos la pasión y la complicidad, pero también, después, el alejamiento y hasta una ira sutil, valga la paradoja, que en este libro vale muchas veces, que asoma tamizada por la reflexión y mitigada por el desencanto. 

Pero la violencia que podría asociarse con la paradoja, con la asunción de lo lacerante, con la disputa íntima, con la ruptura sentimental, no es tal. Cuente lo que cuente, admira en Benarés, India la facilidad y la felicidad con la que Jesús Aguado escribe. Este es un libro bienaventurado, quizá como fruto tangible de la voluntad apaciguadora que lo anima, y también bienhumorado. Una alegría fundamental lo recorre de principio a fin. Y cierta sorna, que suscita siempre una sonrisa benévola. Casi al final, relata la visita que hizo Severo Sarduy, el gran escritor cubano, a Benarés, y su intento, lamentablemente fallido, de ofrendar al Ganges uno de sus manuscritos, que, tras alquilar una barca, arrojó, ceremonioso, a las ondas del río. «La ciudad sagrada y el río sagrado, sin embargo, no parecían dispuestos a aceptarlo, ya que las hojas encuadernas de ese texto se acartonaron sobre la superficie de este, negándose a hundirse y, peor todavía, alejándose hacia la orilla de enfrente, la orilla nefasta según la traducción hindú». Sarduy, ayudado por el estupefacto barquero, empieza entonces a perseguir los arrugados papeles y, perdiendo la compostura –precisa Aguado–, a propinarles desaforados golpes de remo para hundirlos en las profundidades del río. No lo consigue, «pero sí que se alejen corriente abajo, en dirección al delta, salvándose así del mal augurio de la ribera maldita». 

Jesús Aguado, con insurgencia léxica y sintaxis meticulosa, ha armado un libro excelente, en el que la realidad y la conciencia, palpitantes, se embarcan en un mismo viaje: el viaje del asombro y la intimidad, el viaje del ensanchamiento y la penumbra. Benarés, India es un diario total, que narra, con regocijo, el estupor y el consuelo que nos depara un mundo a un tiempo incomprensible y sanador.

[Este artículo se publicó en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 823, enero 2019, pp. 138-142]

No hay comentarios:

Publicar un comentario