martes, 13 de julio de 2021

Tres libros de autores extremeños

Acodo, de Javier Pérez Walias (Plasencia, 1960), se publica ahora en RIL, la editorial hispano-chilena, después de haber visto la luz, en una edición privada y limitadísima —25 ejemplares—, en 2020. En Acodo, Pérez Walias ahonda en el recuerdo del pasado familiar —aquí singularizado en la figura del padre— que caracteriza la mayor parte de su obra. Vuelve así al mundo de la infancia, a la casa de los padres y los hermanos, y a los paisajes —los del valle del Jerte— que envolvían aquellos años inaugurales, en los que se desarrollan muchos de los poemas del libro. Recorre Acodo, melancólico, elegíaco, una aguda conciencia del paso del tiempo, en la que confluyen las milenarias tradiciones literarias, desde Heráclito, que han hecho del río el símbolo a la par de la vida, como curso, y de la muerte, como destino, y resuenan, como campanadas de difuntos, pero no sombrías, sino alegres por el recuerdo que concitan, las coplas manriqueñas: "un río / sin salida / a la muerte", escribe Pérez Walias en "Imperfecto simple". El río, es de hecho, el motivo principal del volumen, alrededor del cual se articulan numerosas escenas y no pocas metáforas. Es, claro, el río Jerte, "que se arroja en saltos, cascadas o chorreras, pero que también se aquieta en pozas, pesqueras y remansos, donde el poeta aprende mansedumbre, y donde descubre en su rostro las huellas del padre", como precisa Mario Martín Gijón en el hermoso prólogo del libro. Esto dice la dedicatoria del volumen: "Padre, nunca perdí de vista tu rostro / reflejado / en el agua / del río", y acude a la memoria el "nombre escrito en el agua" del epitafio de John Keats en el cementerio protestante de Roma. En el primer verso del primer poema, "Nascencia", leemos: "Mi infancia en el río lo cambió todo". En el río jugaba el niño con el padre; en el río pescaba con él; en el río se trabó un vínculo inextinguible, que Pérez Walias evoca con palpitante contención: "Vara de mimbre, / pájaro, / pez, padre, / el vuelo detenido de un vencejo, / padre, / hombre / —acaso solo / eso—. // Acaso / solo eras, / éramos. // Solo eso en la orilla —los dos— / del río". Otros símbolos transportan el sentimiento de pérdida y, a la vez, de irrenunciable presencia, como la casa. Una casa de la que el poeta rememora varias veces la jaula de los jilgueros, acaso como representación de eso, fugaz, que cautiva con su belleza, pero que desaparece irremediablemente: "El recuerdo de una jaula / acallada / por la muerte / o con jilguero, // el de un balcón con vértigo, // el de un muro con hiedra y caracoles / frente a la casa, // el de un membrillo cargado / de luciérnagas / amarillas, // el de un olivar que verdea —en mis ojos— / a lo lejos". En otros poemas, "Jilguero sobre jaula", "Jaula vaciada", esa jaula aparece como una casa en miniatura: como una alegoría pequeña de lo que la casa representa: el resguardo de la intemperie, el nido del tiempo, la impaciencia de las alas, el origen del canto, la inevitabilidad del fin. Los poemas de Acodo transmiten la alegría del recuerdo, el júbilo por la reviviscencia, en el remanso de la conciencia, de la figura amada del padre, pero también, a veces, el dolor porque ese recuerdo no sea suficiente para devolverlo a la vida, aun en su forma actual de ausencia acariciada. En el poema "Dolor" escribe: "Hoy no alcanzan las yemas de los dedos de mis manos / a sentir tu pulso. / Tiemblo / al ver tu rostro / desdibujado en el agua negra / del río / frente a mi rostro. / He aquí la sensación de oquedad. He aquí / —palpable— / el vacío / de lo que no fue abierto / hasta hoy / y mi mortaja. / No puedo devolverte a la luz. No puedo envolverte / con mi piel. / No alcanzo". Algunos poemas, enumerativos, transmiten, con el sutilmente atropellado encadenamiento de hechos o imágenes, las ráfagas del recuerdo, la abrasadora ilación de los momentos recobrados. Pero ya sean flemáticos o acelerados, domésticos o ambulatorios, todos procuran la reparación de quien hemos sido antes de ser nosotros, el abrazo primigenio del la luz que nos nutría, del árbol que nos cobijaba: "Un hombre fue feliz / aquí, / acodado / bajo esta sombra / tuya, / junto a la corriente / dormida, / en el remanso".

Equilibrios, de Antonio Reseco (Villanueva de la Serena, 1973), es un poemario diarístico, pero no porque asuma la forma del diario, con poemas fechados y un paulatino escrutinio del yo, sino porque cada pieza cuenta algo que le ha sucedido al poeta o algo que ha acudido a su mente, suscitado por un estímulo singular. Equilibrios es un poema del día a día, del ir haciéndose, del esto vivo y esto digo, que refleja la familiaridad con la que el escritor convive con la poesía y la ayuda que esta la presta para delinear su experiencia y articular su pensamiento. Con el tono narrativo que suele, no exento de la ironía que asimismo acostumbra, Reseco desgrana el panorama vital de quien se encuentra nel mezzo del camin di nostra vita y sabe, como Antonio Gamoneda —para quien la poesía supone contemplar los propios actos en el espejo de la muerte—, que el verso siempre nació de la muerte, como afirma en "Contra los falsos dioses o ad veram poeticam". Con un estilo en el que cohabitan lo coloquial y lo culto, y predomina uno u otro registro en función de lo que requiera el poema, Reseco comunica todavía no la ansiedad, pero sí la inquietud por el paulatino acercarse del fin, entrevisto en las fosilización de las rutinas cotidianas, en la declinación de las aptitudes y también de las ilusiones, en la decadencia, aún moderada, pero ya inexorable, del cuerpo. En Equilibrios —quizá los que el autor hace para no perder pie en el suelo de la vida y rodar sin asideros por la ladera del ocaso—, asistimos al combate de la madurez consigo misma: para no extraviarse en el desasimiento, para no abandonarse a la pérdida. Eso infunde un matiz de melancolía a muchos poemas. Leemos en "Mi hogar": "Mi hogar es un libro sin páginas. / La sombra de un árbol, todas las mujeres / que me abandonaron. Mi hogar / es el acento neutro de las palabras / que nunca saben decir lo preciso / (...) Mi hogar es la línea fronteriza que distingue / lo que fui de lo que pude haber sido / (...) Mi hogar es la presencia de los muertos". El pasado vuelve con frecuencia, y con él la nostalgia de lo extinto, la certeza del olvido que ya ha sido o que será: "La distancia entre un poema / y su mentira es un latido (...) // No hay futuro en nuestra voz, / solo humo, petulancia, la irónica sonrisa / de un olvido seguro, necesario", dice en "Derrotas". También la monotonía burguesa, los hábitos narcóticos de una vida acomodada —de la que Reseco, por otra parte, no abomina—, causan algún estrago y cierto cansancio. En esta aurea mediocritas, cuya aureola empieza a adocenarse, se juntan las lecturas de Eliot, Poe, Wilde y el Libro de Kells —Reseco es un anglófilo irredento— y los acontecimientos de la actualidad, como el muro que un presidente idiota ha pretendido levantar en los confines del desierto o la inacabable polémica por el lenguaje políticamente correcto. A veces, los poemas de Equilibrios son muy breves, como fogonazos. Es el caso de "Minerales", compuesto solo por un dístico: "El metal que hiende la carne / fue antes célula en la tierra". Otras funcionan como relatos, y un final inesperado revela, a modo de anagnórisis o puñetazo, el verdadero sentido del poema, como "Vicios pasajeros": "Podría decir hoy / sin miedo a equivocarme demasiado / que te amé tanto / como la irracionalidad me permitió. / Pero tampoco mentiría / si no admitiera que fue un alivio / olvidar la dureza de tu tacto / y su son de música étnica, / puñetera máquina de escribir". El poema final, y el más extenso del volumen, "Breve tratado de las sombras", se construye mediante una sostenida anáfora: "Me gustaría...". Reseco, sintetizando el sentido último de Equilibrios —la reverberación de la juventud y sus ambiciones, y el imperio de la adusta aunque también cómoda realidad— y formulando asimismo un programa moral, revela todo lo que ya sabe que no alcanzará, o que ha perdido. Pero no lo hace con amargura o desesperación, sino con sosiego y sentido del humor, lo único que nunca pierden las personas inteligentes: "Me gustaría poseer todas aquellas cosas / que el dinero detesta y que, por el contrario, son las más onerosas: / la salud, el amor, la lealtad, la paz. / (...) Me gustaría poseer tiempo, todo el tiempo preciso / hasta que llegara a comprender que la muerte es necesaria (...) / Me gustaría poseer una dedicatoria de Lou Reed / y, ya puestos, una fotografía firmada por Rita Hayworth, / aunque sé que resultará altamente improbable / y puedo sobrevivir a ello sin demasiadas dificultades".

Antonio Rivero Machina (Pamplona, 1987) completa en Trasposiciones —su primera obra en prosa, después de dos poemarios— un libro muy literario. Cada uno de sus ocho relatos constituye justamente eso, la trasposición de un texto clásico en otro suyo y actual: la recreación de un cuento, novela o ensayo a partir de las premisas con que fueron construidos, con el aire o el tono o las inquietudes que los caracterizan: "Cinco horas después" traspone Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes; "Cuento de amor, de locura y de muerte", los cuentos homónimos del uruguayo Horacio Quiroga; "Funes", "Funes, el memorioso", de Borges; "La metamorfosis", la de Kafka; "El tercer hombre", la novela del mismo título de Graham Greene (y la película de Carol Reed y Orson Welles); "Si esto es un hombre", el relato confesional de Primo Levi; "El extranjero", el clásico de Albert Camus; y "De los delitos y las penas", el tratado fundacional del Derecho penal moderno, de Cesare Beccaria. Todos manejan elementos distintos: "Cinco horas después", ingenioso y burlesco, trata del exceso de libros y de los excesos de las esposas; "Cuento de amor, de locura y de muerte" no transcurre en la selva del Amazonas, sino a las orillas del Guadiana y en la ciudad de Badajoz, "que siempre ha soñado con ser algo más que un taciturno puesto fronterizo" y que está "demasiado ocupada en salir adelante como para ser bonita"; en "Funes" no se trata de alguien que lo recuerda todo, sino que lo oye todo; "La metamorfosis" no es la de un hombre en cucaracha, sino la de una estatua de mujer, tallada por un viejo escultor enamorado de ella; "El tercer hombre", policiaco, hace un delicado análisis psicológico de los personajes; "Si esto es un hombre" transforma una realidad inverosímil, la de los campos de concentración, en otra, igualmente increíble, de ciencia ficción; "El extranjero" se apoya en documentos oficiales, ficticios, para referir una exótica aventura en África, de reminiscencias rimbaldianas; y "De los delitos y las penas" depara una sorpresa final que subvierte nuestra interpretación del monólogo que lo constituye. La cultura literaria de Rivero Machina es amplísima, y su prosa, persuasiva, maneja con soltura todos los registros de género y todos los recursos expresivos y estructurales: el texto encontrado, el monólogo dramático, la narración fantástica, la crónica biográfica, la historia de aventuras o intriga, el lirismo. Y quizá en esta amplitud de conocimientos y esta riqueza técnica esté el único matiz, ni siquiera objeción, que se le puede hacer a este libro: que resulta, a veces, demasiado literario. Los personajes se pliegan a las exigencias retóricas y, en alguna ocasión, pierden viveza, humanidad. Esta constricción del ser verosímil por el molde formal se advierte especialmente en los diálogos —que son, en cualquier caso, lo más difícil de la literatura, junto con el humor, y que Rivero Machina nunca teme abordar, y se le agradece—, que no se apartan lo suficiente de las inflexiones de la prosa y quedan atrapados por su mismo artificio. Trasposiciones, no obstante, revela a un prosista enérgico, imaginativo y elegante, que no se arredra ante los grandes de las letras, sino que, al contrario, los utiliza para alumbrar un mundo propio y proseguir, así, el curso feliz de la buena literatura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario