domingo, 5 de diciembre de 2021

Ventajas e inconvenientes del suicidio

                          No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio.
ALBERT CAMUS, El mito de Sísifo

VENTAJAS

No tendría que coger un tren abarrotado todas las mañanas para ir a trabajar.

No tendría que ir a trabajar.

No contaría, desde la cama, los grumos de oscuridad que me asedian por la noche, ni los vería sonreírme, como polillas enormes. 

No sentiría la oscuridad mordiéndome los dedos de los pies y subiéndome por el espinazo hasta estallar dentro, donde los pulmones.

No vería cómo los cuerpos de las personas que me rodean se pudren.

No tendría que ir a la farmacia a comprar los medicamentos que impiden que se pudra el mío.

No tendría que esperar a que me dieran mesa en un restaurante.

No sentiría la levedad deshacerme los huesos, obstruirme la tráquea, arrancarme los testículos.

No pasaría los días sentado frente a la nada.

No sufriría por no haber escrito un poema en mucho tiempo.

No escribiría poemas.

No me dolería recordar a quienes han muerto.

No tendría que ir al dentista, ni quitar el polvo de los libros, ni soportar que se llenen de ronchas de óxido los espejos.

No conviviría con la idiotez.

No tendría que pasar la ITV del coche.

No tendría que oír las escalas que el vecino del primero practica implacablemente al piano.

No vería cómo se me mueren las plantas.

No tendría que comer solo en Navidad y cenar, también solo, en Nochevieja. 

No me dejaría medio sueldo en algo tan frágil y perecedero como los libros.

No tendría que ir a hacer pesas a un gimnasio ruinoso.

No tendría que desatascar el váter.

Nadie volvería a decirme nunca que no.

No añoraría a quien me repudia.

No necesitaría hablarle a la cajera del supermercado porque llevase días sin hacerlo con nadie.

No sentiría el tiempo perderse por el desagüe de los días. 

No se me estropearía la lavadora, ni la impresora se quedaría sin tinta cuando estuviera imprimiendo un documento importante.

No tendría que cargar con un pene indolente, reacio a la refriega.

No me cruzaría con la odiosa vecina del quinto, que, además, es feísima.

No me decepcionaría releer libros que me entusiasmaron la primera vez que los leí.

No tendría que planificar, al levantarme, en qué voy a ocupar la jornada, ni salir a pasear para desentumecer un cuerpo baldado por la inactividad.

No pensaría en la muerte, ni tendría miedo a morir.

No tendría que sonreír cuando no quisiera sonreír, ni llorar cuando se esperase de mí que llorase.

No sufriría atroces calambres en la cama.

Se extinguiría la incertidumbre.

No tendría que privarme de la tarta sacher, de la morcilla de Burgos, de la torta del Casar.

No sentiría las horas echárseme encima, despacio, como un manto de lava y vacío.

No evitaría mirar fotos para ahorrarme la tristeza.

No pagaría impuestos.

No sería cruel, ni mentiría, ni manejaría por interés a mis semejantes, ni me mostraría indiferente a su sufrimiento.

No tendría que afeitarme.

No me preguntaría por qué hay que vivir, para qué hay que vivir.

No tendría que ser educado; no tendría que agradar.

No me preguntaría quién es ese, cansado, arrugado, que me mira desde el espejo, o que camina a mi lado, o dentro de mí.

No envejecería.

No tendría que negociar nada con nadie; no habría de transigir.

No sentiría envidia.

Tampoco el peso del yo: su espesor ominoso, su gruesa tiniebla, su despótico imperio.

No tendría que hacer trámites digitales, ni despachar con robots telefónicos.

No creería que nada existe, que todo pasa: que la realidad se consuma y desaparece en el mismo instante en el que sucede. 

Dejaría de preocuparme por el destino de mi biblioteca tras mi muerte.

Dejaría de tener esperanza, esa mala puta.

INCONVENIENTES

Elegir la forma de hacerlo: cortarse las venas lo deja todo perdido, y no quisiera poner a mis hijos en el brete de recoger con una fregona la sangre de su padre muerto; para dispararse en la boca o en la sien hace falta un arma de fuego que no tengo ni sabría cómo conseguir; ahorcarse requiere un soporte firme que no ceda a mi mucho peso («dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», dijo Arquímedes; dádmelo a mí y me acabaré para el mundo, digo yo) y del que mi piso carece (además, el estrangulamiento afloja los intestinos y produce erecciones post mortem, dos consecuencias desagradables que me gustaría ahorrar a forenses y allegados), aunque siempre podría colgarme de la reja de una ventana callejera, como hizo Nerval; arrojarse al vacío no asegura el resultado (y puede que conduzca a una situación mucho peor, en una silla de ruedas o lelo para siempre, que la que se pretendía evitar); hacerlo a las vías del tren es una descortesía para con los viajeros; e ingerir una sustancia letal exige un asesoramiento científico que no estoy seguro de lograr, ni de que me garantice un final óptimo, sin incertidumbre ni agonía. (Aunque siempre queden opciones más ingeniosas, como la de Virginia Woolf en el río Ouse: llenarse de piedras los bolsillos del abrigo y meterse en las aguas. Pero ¿en qué río haría eso? ¿En el Llobregat?). 

No tendría vacaciones; ni siquiera libraría los fines de semana.

Los ataúdes son muy estrechos: no podría rascarme la espalda, ni acomodarme la entrepierna, ni rebullir.

El silencio sería, de tan compacto, doloroso.

No vería cuerpos de mujer, ni álamos mecidos por el viento, ni atardeceres.

No leería a san Juan de la Cruz, ni a Marcel Proust, ni a Alejandra Pizarnik.

Nadie me diría nunca que sí.

No sentiría el calor de las sábanas las mañanas de invierno.

Serían imposibles el café con leche y el gin-tonic, el gorgonzola y el tête de moine.

No sentiría la satisfacción de haber escrito un poema, aunque fuese malo.

No podría ayudar a nadie.

No acariciaría pechos, ni lamería vulvas.

No me acompañaría el calor de establo que desprende el latido, la tibieza maternal de las cosas que nos arropan, la alegría animal de respirar.

No sentiría el pálido fulgor de la conciencia, aunque no estoy seguro de que esto sea un inconveniente.

Tampoco el consuelo de las palabras, que pueden ser inicuas, pero también sanadoras.

Sería pasto de los gusanos antes de tiempo.

Bajo tierra, hace frío.

Me envolvería la nada: me colmaría. (La nada sería tanta que ni esta frase sería cierta: no habría nada que envolver; yo ya no ostentaría la condición de algo que pudiera ser envuelto; la nada prevalecería, total, arrolladora en su inexistencia).

Nadie me diría «te quiero», aunque fuese mentira.

Nadie pronunciaría mi nombre.

Nadie vendría a visitarme, salvo, quizá, las escolopendras.

No podría ducharme.

No sentiría el placer del grafito del lápiz rasguñando el papel cuando escribo un verso.

No vería crecer las plantas.

No me encontraría con los amigos para tomar una cerveza y charlar un rato, mientras la tarde pasa.

No vería a mi madre, sin pelo ya, pero sonriendo, en el retrato que conservo de ella en el dormitorio.

No recordaría a las mujeres que he amado.

No escucharía los conciertos para oboe y violín de Albinoni, ni Kind of Blue, de Miles Davis.

No sabría qué ha sido de mis hijos.

No podría celebrar que hubiese justicia, alguna vez, en el mundo: por ejemplo, que Gadafi fuera linchado, o que Slobodan Praljak se suicidara al escuchar el veredicto en su contra del Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia, o que Franco fuese exhumado del obsceno monumento a su victoria.

 

Me salen más ventajas que inconvenientes.


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