Salgo de buen humor del restaurante y me apresto a cubrir otro vacío en esta etapa del viaje: mi conocimiento de la ciudad, que es casi nulo. Entro en una de las muchas librerías que veo, cuya oferta me parece aseada y amplia, y busco guías de Leópolis. Solo hay una en castellano, y es penosa. Opto, pues, por una en inglés, que me inspira más confianza. La utilizo de inmediato para saber dónde me encuentro y cuáles son los puntos de interés más cercanos. Visito la aledaña catedral de los dominicos, que con el Telón de Acero fue el museo del ateísmo y hoy, por ese movimiento pendular de las inclinaciones sociales, sobre todo cuando algunas han sido violentamente reprimidas por el poder, es el museo de la historia de las religiones. Con eso que habría preferido visitar aquel; este no lo piso. No sé hasta qué punto la gente que sí lo hace es coherente con el espíritu del lugar. A la vista del aspecto valleinclanesco de la pedigüeña que pordiosea a la entrada, una más de los muchos mendigos de la ciudad, no son demasiado caritativos. Dentro de la catedral, cuyo origen dominico demuestra en la fachada un bajorrelieve con un perro que sostiene con los dientes una antorcha encendida, el símbolo de los domini canes, «los perros de Dios», vigilantes siempre de la luz de su verdad frente a las falsas enseñanzas, un grupo de mujeres canta, y no mal. El culto es el de la iglesia griega de Ucrania.
A la salida, camino de la Torre de la Pólvora de Cañón, cruzo un mercadillo de libros de segunda mano, arremolinado en torno a la estatua de Iván Fedorov, el gran tipógrafo e impresor eslavo, al que los escribas dedicados a copiar los manuscritos medievales expulsaron de Moscú por promover el uso de los tipos móviles, y que se refugió en Leópolis, donde imprimió numerosos libros litúrgicos. Lamentablemente para mí, en el mercadillo todo está en cirílico. No encuentro nada aprovechable entre los pocos libros en otros idiomas que localizo, ni tampoco en los grandes volúmenes de fotos o pintura, que a veces deparan alguna sorpresa agradable (mi máxima es mirar siempre, por miserable que parezca el puesto o el mercadillo: las mejores joyas, y las más impredecibles, se encuentran en la basura). Por la mañana, antes de dar con el restaurante en el que he comido, también he pasado por otro mercado, este de frutas y flores. Los leopolitanos parecen muy dados al comercio callejero, y también a la aventura de cruzar las calles: como en [otras ciudades de Centroeuropa], los pasos de peatones brillan por su ausencia, y atravesarlas vuelve a ser una aventura.
La Torre de la Pólvora de Cañón, erigida en 1556, es lo único que queda de la fortificación medieval de Leópolis. No es extraña esta devastación: la ciudad ha pasado por muchas manos, cada una con sus cañones y sus picos y palas, y librado multitud de guerras a lo largo de su historia: ha sido polaca, sueca, austríaca, soviética y, por fin, ucraniana, amén de haber albergado importantes comunidades judías y armenias, y librado batallas con cosacos, tártaros, otomanos y alemanes, que pretendían ocuparla o lo hicieron brevemente. En la era soviética, la Torre fue, quizá como homenaje a su perdurable construcción, el colegio de arquitectos. Pese a ello, la entrada es tan sórdida que no me atrevo a entrar. Tampoco sé lo que hay dentro, si es que hay algo. Flanquean la entrada dos leones austriacos de finales del siglo XIX, que duermen plácidamente. Algo me recuerdan a los leones de las Cortes, aunque estos, hechos con el bronce fundido de unos cañones tomados a las cáfilas en la batalla de Wad-Ras, son marroquíes.
Paso junto al patio de un colegio, en el que unos niños juegan al fútbol –uno lleva una camiseta del Barça, de Messi: la zamarra azulgrana se ha convertido, por muy comprensibles razones, en un icono universal– y visito otra de las muchas iglesias que salpican la ciudad, la de la Dormición de la Santa Virgen, también llamada «iglesia rusa». Por el interior, sombrío y recargado, lleno de iconos, deambulan algunas viejas devotas, con la cabeza cubierta por pañuelos de colores. Al templo está adosada, desde 1590, la capilla de los Tres Obispos, pequeña y aún más oscura y fascinante, uno de los mejores ejemplos de la arquitectura renacentista de Leópolis. Sin embargo, lo más interesante del lugar es el hecho de que el conjunto de la Dormición de la Santa Virgen esté empotrado entre viejos inmuebles de vecinos, algunos de los cuales conforman un patio interior, desconchado y un poco maloliente, en el que un residente tripón, en camiseta de tirantes, desde el balcón de su casa, tira migas de pan a las palomas, que se amontonan tumultuosamente para participar en el festín.
A la salida de la iglesia rusa, junto a uno de los muchos arsenales de la ciudad, que acreditan su turbulento pasado militar, reparo en un museo del boxeo. Nunca he sabido de la existencia de ninguno, y que haya uno en Leópolis –aunque las antiguas repúblicas soviéticas siempre han contado con una gran tradición pugilística, como cualquier país pobre– me sorprende. Es lógico que esté al lado de un arsenal: ambos son símbolos de la lucha. No obstante, parece cerrado. ¿Qué expondrán aquí? ¿Guantes de algún gran campeón ucraniano? ¿Calzones sudados? ¿Batines de esos de raso, con capucha y las mangas muy anchas, con los que los boxeadores salen de los vestuarios dando saltitos y golpes al aire?
Me paro a continuación en la espectacular iglesia de San Andrés, construida a principios del siglo XVII, un fastuoso ejemplo del barroco centroeuropeo. Brilla el oro por todas partes, y el techo aparece cubierto de frescos, pintados por Benito Mazurkevych. Este ha sido, y sigue siendo, el templo cisterciense de la ciudad. Los monjes de Bernardo de Claraval se establecieron en Leópolis en 1460, pero sus esfuerzos por contar con un templo de la Orden se estrellaron contra los incendios, tan frecuentes en aquellos tiempos, y las guerras: Leópolis, puerta del Este al Oeste, y al revés, siempre ha estado en el punto de mira de los imperios. Cansados de reconstruir su iglesia en madera, decidieron edificarla en piedra y aplicarse concienzudamente a su defensa. Pues buenos eran los monjes del Císter. En 1648, se enfrentaron con muy poca caridad cristiana a los cosacos autóctonos y los tártaros de Crimea, que asediaban la ciudad, y que menuda panda debían de ser, aunque no pudieron evitar que la ocuparan (contra su costumbre, no la destruyeron: su caudillo, Bogdán Jmeltnitski, había estudiado allí y no quería verla arruinada). También circula la leyenda de que, en otra guerra, un monje centinela, situado en la torre del reloj, vio acercarse a enemigos a la ciudad. Para despertar a la defensa, aceleró el mecanismo del reloj e hizo que sonaran de inmediato las campanadas de la hora: así pudieron cerrarse las puertas de la ciudad e impedirse que entraran los adversarios, y desde entonces se conserva en la iglesia la tradición de que la hora suene antes de tiempo. Pero esta leyenda me recuerda, sospechosamente, a la de la defensa de Brno. O esta región le tiene mucho apego a la anécdota, cuyo origen podría ser algún cuento popular o facecia medieval, o aquí abundan los malos relojeros. En la iglesia hay muchas mujeres arrodilladas, que se persignan con fervor. También besan muy devotamente los iconos colocados en el altar y en atriles por todo el recinto. Después de hacerlo, limpian con cuidado el cristal que protege a las imágenes con un pañito que encuentran al lado, y se retiran a seguir rezando, o se marchan.
A la salida de San Andrés, en la plaza frente a la iglesia, con- templo la estatua ecuestre del príncipe ruteno Danilo –Daniel I de Galitzia, Daniel Románovich o Daniel Ruthenorum Rex: qué cosmopolita es tener tantos nombres–, el fundador de la ciudad (cuyo nombre homenajea su hijo León), aunque lo que llama sobre todo mi atención no es el porte majestuoso del monarca, ni la serena resolución de su mirada, ni el aire marcial, aunque no imperioso, de su figura, sino el tamaño de los testículos de su caballo, metáfora acaso de los suyos propios. Danilo es el Espartero de Leópolis. No sé cuál ganaría a quién.
Mi ronda de iglesias de hoy sigue con la catedral romana, católica, de la Asunción de la Virgen. Como se ve, la Virgen tiene aquí mucho predicamento: da igual que esté dormida o que ascienda a los cielos. No es extraño que su fundador fuera un rey polaco, Casimiro el Grande, a finales del s. XIV. En la fachada destaca hoy el busto de un compatriota suyo, también polaco conspicuo, mi viejo amigo el papa Juan Pablo II, con su inconfundible y escalofriante sonrisa. Su presencia se repite en una capilla interior, donde se exhibe una colección de fotografías suyas. Era un campeón, Juan Pablo II. Pero el peso de este lugar en la historia de Leópolis no ha sido solo religioso, con haber sido muy importante, sino también civil. En la Edad Media, las autoridades municipales habían de rendir cuentas aquí, cada dos años, de su gestión en el ayuntamiento, e impetraban el favor del Altísimo para que ayudase a prosperar a la ciudad. La Iglesia Católica, aquí como en todas partes, siempre se ha preocupado por velar por los asuntos ciudadanos y, en muchos casos, para que no hubiera dudas o malversaciones, por que lo del César también fuese suyo. Mientras paseo por el templo, ricamente ornamentado, suena el impresionante órgano, que data de 1839. La música de órgano siempre me ha parecido estridente y galvánica, artificiosa. Pero esta suena hoy con una extraña delicadeza, que atempera mis malhumoradas reflexiones sobre la vigencia que la religión mantiene todavía, por desgracia, en tantos lugares del mundo.
Para llegar a la iglesia de la Transfiguración, mi próxima parada eclesiástica de la tarde, recorro el paseo Svobody, la avenida central de la ciudad, en uno de cuyos extremos se sitúa el hotel George. Por las calzadas laterales circulan viejos tranvías y aún más viejos ladas, aquellos seiscientos soviéticos de los que estaban llenos los países del Telón de Acero y que hoy resisten al tiempo y al capitalismo con tenacidad digna de los chevrolets y cadillacs que recorren achacosamente La Habana. En muchos bancos hay parejas de hombres mayores jugando al ajedrez (o al backgammon o las damas). Algunas de estas partidas reúnen a mucho público; de hecho, hay tanta gente de pie que no se ve a los jugadores. En otro banco, una pareja se está dando un lote envidiable, y no precisamente de jaques y mates. El paseo Svobody llega hasta el edificio de la Ópera, uno de los más hermosos de la ciudad. Hoy está cerrado. Al acercarme, me llevo un susto: en las puertas se anuncia una actuación de los Morancos. Pero no: me fijo bien –mi vista es cada vez más la de un hombre mayor– y compruebo que se trata de los Vivancos.
La iglesia de la Transfiguración, que empezó siendo católica romana, a principios del s. XVIII, pertenece hoy a la iglesia católica griega. La artillería austríaca la destruyó en 1848, y fue reconstruida y reconsagrada en 1906. Cuando llego, un pope –creo que es un pope–, de espaldas a la congregación, entona una monodia narcótica. Y huele a incienso. Esta vez hay pocos fieles, que atienden, quietos, es más, rígidos, al canto del clérigo. A mí, en cambio, ese canturreo me ablanda, me incita a desparramarme en cualquier sitio y descabezar un sueño angelical. Si el rito católico me sume en un sopor invencible, el oriental, que es el que se practica aquí, con su hieratismo y su uniformidad, me arroja ipso facto a los brazos de Morfeo. Pero los parroquianos podrían considerarlo una ofensa y, además, se está haciendo ya la hora de la lectura, así que vuelvo al hotel. Me recoge un miembro de la organización leopolitana del Mes de Lecturas de Autor, Grigori, y me lleva al centro cultural donde se desarrollará el acto. Pero no entramos todavía: hacemos tiempo en la terraza de uno de los muchos bares que llenan la calle Armenia, donde se encuentra. En otra, grupos de jóvenes, tumbados en pufs, fuman con narguilés. Parece el rincón de los jóvenes bohemios de Leópolis. Y parece como si estuvieran acostumbrados a echar allí las tardes de verano, bebiendo cerveza, hablando de literatura, o de nada, y dejando pasar el tiempo. A nuestra mesa acude una traductora ya mayor de español, que nos cuenta que se interesó por ese idioma por admiración del Che y de Fidel Castro. El primero era guapísimo, y qué decir del segundo: «Ah, qué discursos; ah, aquellos discursos...». Nunca se me había ocurrido que aquellos parlamentos de varias horas, sin principio ni fin, plagados de insensateces, de barbaridades, que eran, no obstante, rigurosamente aplaudidos –y que han sido el espejo en el que se ha mirado otro orador inenarrable, Hugo Chávez–, pudieran despertar el encandilamiento, y aun el deseo, de nadie, pero hoy se me hace evidente que en el antiguo imperio soviético el Che y Fidel eran héroes del socialismo y hombres inigualables, y que la sistemática labor de propaganda despertaba, tanto entre hombres como entre mujeres –y, entre estas, con matices acaso eróticos–, la fascinación que siempre suscita el poder. Pero a continuación la traductora añade: «Claro, que todo eso lo sentía yo antes de saber que eran terroristas». Y aquí vuelve a manifestarse la manipulación a la que estaban sometidos los súbditos del comunismo (con otros contenidos, pero con una naturaleza muy parecida a la que estamos sometidos los súbditos del capitalismo), a los que las mismas personas se les presentaban, durante décadas, como adalides de la justicia mundial y hombres seductores, y después, cuando las circunstancias hubieron cambiado, como vulgares «terroristas». Que una persona obviamente cultivada como nuestra traductora no vea que tanto una como otra visión eran fruto de una aleccionamiento taxativo e interesado, e igualmente falsas, me dice poco de la capacidad crítica de la gente y mucho de la eficacia de los lavados de cerebro, y me hace sospechar que yo mismo, y todos, podamos seguir siendo víctimas de estas campañas de opinión, instigadas por los grupos de interés y el régimen a los que rendimos pleitesía.
[continuará]
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