lunes, 4 de noviembre de 2024

Los zarpazos de la dana

Hoy ha llovido a mares. La DANA —que antes se llamaba gota fría, que antes se llamaba lluvias catastróficas, que antes se llamaba diluvio universal— sigue soltando coletazos por el litoral mediterráneo. Ha arrasado Valencia y ahora está despanzurrando Tarragona. A Barcelona también ha llegado, aunque donde ha golpeado con más saña ha sido en localidades al sur de la capital, como Viladecans, Castelldefels y Sitges. Aquí, en Sant Cugat, algo más alejado de la costa, ha llovido mucho, pero no ha causado, que se sepa, destrozos importantes. Hace pocos meses, a Cataluña la martirizaba una pertinaz sequía y ahora nos sale el agua por las orejas. Es lo que tiene un cambio climático que para Donald Trump y Miguel Bosé, entre otras inteligencias preclaras, no existe. Toda la noche ha estado lloviendo: cada vez que me despertaba, oía el golpear atroz de la lluvia en las persianas. Y por la mañana, al subir las persianas delatoras, me ha recibido un firmamento del color del centeno. No estaba simplemente nublado; esta sería una caracterización muy pálida. El gris que lo cubría todo era amarillento, como una incandescencia líquida; y el cielo estaba hinchado: era un vientre que no conseguía vaciarse por más agua que soltase. A lo largo de la mañana, han sonado dos alertas en el móvil con avisos de posibles inundaciones en varias comarcas. El ruido que hacían era muy desagradable. De eso se trataba, supongo: de que no sonara a música celestial, aunque el cielo tuviese mucho que ver con la alerta. Tampoco querían las autoridades catalanas pillarse los dedos como se los han pillado (y el brazo entero) las valencianas: que nadie pudiera decir que no se le había avisado a tiempo. Hoy, con la catástrofe consumada, se comprueba, una vez más, la maleabilidad con que la naturaleza ha diseñado la psique humana para que pueda sobrevivir a sus propios tormentos: como el dolor por asumir la responsabilidad única, o principal, de una calamidad de esta magnitud resulta insoportable (máxime cuando viene acompañado por el dolor que causa un garrotazo en las costillas o un botellazo en la frente), la mente se apresura a encontrar compañeros de viaje, esto es, de culpa, para hacer más llevadero el trance o, mejor aún, otros depositarios únicos de la responsabilidad de la que le es urgente desprenderse: que si los meteorólogos no han avisado con la suficiente antelación; que si el encargado de dar la alerta era el vecino; que si el responsable de adoptar las medidas preventivas o correctivas necesarias era otro; que si el que está al mando del Ejército, que es el que ahora hace falta, es el gobierno; que si nadie, durante décadas, ha hecho caso a los científicos que piden que se modifiquen los cauces de los ríos, ramblas y rieras para que no se inunden las casas que se han construido en ellos; que si uno no pidió lo que había que pedir y cuando había que pedirlo; que si otro no ha colaborado como podía y debía colaborar. El entramado de acusaciones mutuas se vuelve inextricable e irrespirable. Y aún más porque se sabe que a quien se ha visto afectado por el desastre —hasta el punto, quizá, de haber perdido a un ser querido— nunca nada le va a parecer suficiente; nunca nada le va a parecer bien; nunca nada habrá ocurrido como debía haber ocurrido: los avisos, el rescate, la ayuda, el consuelo, la reconstrucción. Y es comprensible: su mente, desesperada, buscará asideros fuera de sí para hacer tolerable lo que no lo es. La visión de la tormenta me ha recordado también otras tempestades feroces: las que vivía en Azanuy, el pueblo de los veranos de mi infancia, donde me sentaba a la entrada de la casa para ver pasar el río del agua, que se precipitaba por la calle inclinada con la violencia de una avenida, arrastrando olores de jara, oveja y barro; o las que sufría en Barcelona, también de niño, cuando el chaparrón era tan brutal que se iba la luz y mi abuela y mi madre trajinaban por entre las sombras húmedas del piso con un candil, como matronas romanas. Hoy, en lo más inclemente del aguacero, he tenido que salir a la calle para deshacer un entuerto que causé, idiota de mí, ayer por la noche. Me he parapetado tras un chubasquero, un gorro de lluvia y un paraguas grande (aunque no lo suficiente para lo que estaba cayendo), y me he lanzado al océano en el que se había convertido la calle. He visto el torrente de la Bomba, que así se llama la rambla que atraviesa el parque de delante de mi casa, y que casi siempre está seco, rugir como un río de montaña y hasta desbordarse en su tramo final, cuando enfila el sumidero que lo introduce en la red de saneamiento de la ciudad. En uno de sus remolinos, por cierto, se me han empapado los pies, que no llevaba envueltos en plásticos como he visto que hacían otros. También he visto varias tapas de alcantarilla bailando por el agua que rebosaba, con toda la fuerza, de las cloacas, incapaces de absorber un caudal inaudito. El agua era una presencia ubicua, abrumadora, absoluta. No solo volvía plástica la atmósfera, sino que se apelotonaba en todo cuando se pareciese a un conducto y dejaba de ser entonces una cortina para convertirse en una lanza: los chorros caían de los tejados, de los puentes, de los balcones, como si quisieran atravesar a quien pasara por debajo, o por el lado. La señora del quiosco donde compro el periódico estaba achicando el agua de la acera de su negocio con una escoba, como hacen estos días los desventurados valencianos con el barro que se les ha metido en casa y que ha devorado las calles. También había dispuesto una suerte de trinchera de plásticos y algún saco a la entrada del quiosco para evitar, o mitigar, la invasión de la riada. Lo único que me ha parecido bueno de la situación es que, en el banco donde debía hacer la gestión que corrigiese mi torpeza de anoche, que suele estar atiborrado de gente y donde hay que hacer cola durante media mañana para que te atienda un ser humano, no había nadie y he resuelto el problema en cuestión de minutos. “¡Qué valiente ha sido Ud. de salir a la calle con la que está cayendo!”, me ha dicho la cajera. Sí, he sido valiente porque ayer fui tonto. Si no, de qué. Y he vuelto a casa, claro, con los pantalones y los zapatos empapados, y pensando que, como en el poblado de Astérix y Obélix, el cielo se estaba desplomando sobre nuestras cabezas.