Acaba de aparecer, publicada por Galaxia Gutenberg, la Antología de Spoon River, del estadounidense Edgar Lee Masters, un clásico de la poesía contemporánea en lengua inglesa, cuya primera edición data de 1915, pero que se había publicado por entregas desde mediados de 1914 en el Reedy’s Mirror, un periódico de San Luis, dirigido por su amigo William Marion Reedy. Este había animado a Masters a leer la Antología palatina y lo había guiado, así, hasta la obra que le inspiraría su propia antología, o, al menos, hasta la forma —el epitafio— que esta iba memorablemente a adoptar. La Antología de Spoon River ha sido abundantemente traducida al español, sobre todo en los últimos años. Pero ya Jorge Luis Borges había vertido en castellano dos poemas de la Antología de Spoon River y uno de su continuación (mucho menos exitosa que la primera), La nueva Spoon River, en la revista Sur, en 1931, y luego muchos otros lo hicieron, como el catalán exiliado en México Agustí Bartra, los nicaragüenses José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal, y el argentino Alberto Girri, cuya versión fue la primera que apareció en España, de la mano de Carlos Barral, en 1974, aunque solo fuese una antología de la Antología: de los 244 poemas del libro, Girri solo nos ofrecía 100, en una traducción pundonorosa, pero no del todo acertada. El caso de Edgar Lee Masters es curioso porque se le suele poner como ejemplo de autor de un solo libro, aunque a su muerte, en 1950, hubiese escrito casi una cincuentena, entre obras de teatro, poemarios, novelas, ensayos y biografías. Tras un puñado de poemarios desafortunadamente enraizados en la literatura victoriana que tantos escritores norteamericanos tenían aún como modelo, Lee Masters se descolgó, en plena Primera Guerra Mundial, con este volumen insólito, anómalo, lleno de energía y de verdad, asentadas ambas en su profundo conocimiento de las gentes y la realidad social del Medio Oeste americano (que había adquirido siendo cobrador domiciliario de los recibos de una compañía de electricidad y, luego, abogado laboralista). Su éxito, pese a las críticas negativas que resultan inevitables cuando se ofrece algo tan singular y distinto, tan ajeno a las convenciones de la época, como la Antología —como ya había padecido Whitman con Hojas de hierba, una de las mayores influencias de Lee Masters—, fue inmediato y arrasador. Pero tuvo una consecuencia lamentable: hizo que Edgar Lee Masters se pasara el resto de su vida buscando repetir aquel éxito inesperado. Y, por más que lo intentó —y lo hizo, como he dicho, en una cincuentena de ocasiones—, nunca lo consiguió. No volvió a dar con esa tecla mágica que permite a un escritor alumbrar una obra prodigiosa, lo que, pese al reconocimiento general y a la concesión de algunos premios importantes al final de su carrera, lo sumió en una progresiva tristeza que acabó en un aislamiento amargo y destructivo. Se ha dicho que la clave de su éxito radicaba en que Masters no sabía muy bien lo que estaba haciendo cuando escribía la Antología, y que seguía sin saberlo cuando ya la había escrito. Si fue así —y es muy probable que lo fuera—, debemos agradecer a esa ignorancia uno de los volúmenes más austeros, veraces y fascinantes de la historia de la poesía contemporánea.
Transcribo algunos pasajes del prólogo:
En los poemas de la Antología de Spoon River, Edgar Lee Masters presenta una suerte de diorama de la vida y los conflictos de una pequeña comunidad rural de los Estados Unidos. Y lo hace desde una perspectiva crítica, con un realismo cruento: cuenta (es decir, los propios muertos cuentan) los adulterios de hombres y mujeres, las estafas que unos cometen y otros padecen, las quiebras fraudulentas de los banqueros, el maltrato que infligen los policías, las manipulaciones y mentiras de los políticos, los abortos vergonzosos, los matrimonios insoportables, los caracteres agriados por el infortunio o la maldad, la indignidad de los borrachos, la desatención o, por el contrario, la opresión de los padres (o de los hijos por sus mayores), las vidas sin presente ni futuro, la venalidad de los jueces, la crueldad y la estupidez de los partidarios de la guerra, el calvinismo desalmado de los predicadores, las elecciones amañadas, la mediocridad de los poetas y los pretendidos intelectuales, las envidias y las disputas vecinales, el clasismo de los que se creen superiores, la moral irrespirable instituida por las autoridades, las iniquidades de los poderosos, la pobreza de tantos. Con pocas salvedades, la Antología de Spoon River es una fascinante galería de miserias, fracasos y abominaciones, formulada con un verbo prieto, pero también con una fogosidad tan puritana como la de los propios puritanos que denuncia.
(...)
Con este inglés apenas metafórico, salvo en «La espuniada» y el «Epílogo» —y es mejor que así sea; como en Whitman, las metáforas de Masters resultan gravosamente deudoras de la tradición victoriana—, coloquial, corriente, atento a las cosas cotidianas y los sentimientos comunes, Edgar Lee Masters construye los parlamentos de los muertos, que son síntesis autobiográficas —microbiografías— y monólogos dramáticos: relatos de lo que les ha sucedido en vida, exposición de sus defectos y sus errores —o de las injusticias que han sufrido—, sólidos relámpagos de una memoria arraigada en el sufrimiento o el desengaño. Cada poema constituye un pequeño drama, que puede limitarse a una escena o abarcar una vida entera, trágicamente sustanciada. La voz de los muertos suena, sin excepción, individual e intransigente, subjetiva, parcial, propia de alguien acaso irrelevante, pero siempre único, que ha sucumbido a los agravios de la sociedad, a las injurias del tiempo y a sus propias y fatales imperfecciones, pero que afirma su singularidad irrenunciable, su ser atormentado y cierto.
(...)
La interpretación de la Antología de Spoon River no puede quedarse —aunque así se haya hecho durante mucho tiempo y por parte de muchos lectores— en la descripción de un pueblo del Medio Oeste americano, por reveladora que sea de una realidad social cierta y difícil, y de unas vivencias personales, tan crudas como nostálgicas. En toda representación crítica de la realidad subyace un modelo ético, un ideal que se anticipa y se desea, o que se ha perdido y se recuerda o reivindica. Y así sucede también en la Antología. Ese diorama de seres que manotean en el caldo hirviente de lo que han sido, compuesto de aspiraciones no sustentadas en aptitudes, o de aptitudes no sustentadas en posibilidades; de esperanzas ilusas o de realidades devoradoras; de virtudes indeseables o vicios seductores; de pequeñeces corrosivas o grandezas inalcanzables; del contacto infamante o exaltador con los otros; de la abrasión creciente de un capitalismo voraz y la ruralidad sofocante de la aldea; toda esa población de muertos parlantes, devastados por la acrimonia de la vida y la severidad de la muerte, forman parte de un cosmos superior, donde residen la justicia y la felicidad, al que se dirigen tanto el autor como sus personajes, en busca de la resolución de sus conflictos y de la salvación existencial. En la exposición de todos estos males y este sufrimiento, de tantos vicios e iniquidades como refiere la Antología, no solo se desnuda a una comunidad, sino también a la comunidad ideal a la que esa otra, real, traiciona y subvierte.
(...)
La visión que Masters quiere restaurar es la que él conservaba de su niñez en Petersburg, en la granja de sus abuelos, que personificaban a los americanos aún no corrompidos por las bajezas de una modernidad invasora, habitantes de un paisaje paradisíaco y adornados con todas las virtudes de los seres trabajadores, creyentes en Dios y en la igualdad, y tan llenos de individualismo como defensores de la comunidad; y, por extensión, la de una América limpia y pacífica, sin hipocresía ni iniquidad. Un paraíso perdido, en suma, que albergaba esa gran visión democrática que, antes que él, Thomas Jefferson —Masters era un devoto jeffersoniano— y Walt Whitman habían contribuido a canonizar.
Y este es el primer poema del libro, el célebre “La colina”.
el pusilánime, el fortachón, el payaso, el bebedor, el
camorrista?
Duermen, están durmiendo todos en la colina.
A uno se lo llevó una fiebre,
otro se abrasó en una mina,
a otro lo mataron en una reyerta,
otro murió en la cárcel
y el otro se cayó del puente en el que trabajaba para
mantener a la familia.
Duermen, duermen, están durmiendo todos en la colina.
¿Dónde están Ella, Kate, Mag, Lizzie y Edith,
la de buen corazón, el alma de cántaro, la vocinglera, la
orgullosa, la feliz?
Duermen, están durmiendo todas en la colina.
Una murió de parto vergonzoso,
otra, de mal de amores,
otra, a manos de un cafre en un burdel,
otra, de orgullo herido, por haber querido satisfacer los
deseos del corazón,
y a la otra, que había vivido lejos, en Londres y París,
la trajeron a su palmo de tierra Ella y Kate y Mag.
Duermen, duermen, están durmiendo todas en la colina.
¿Dónde están el tío Isaac y la tía Emily,
y el viejo Towny Kincaid, y Sevigne Houghton,
y el mayor Walker, que había conocido
a los venerables hombres de la Revolución?
Duermen, están durmiendo todos en la colina.
Les habían devuelto a los hijos muertos de la guerra,
a las hijas aplastadas por la vida,
con hijos sin padre, llorando.
Duermen, están durmiendo todos en la colina.
¿Dónde está el viejo Jones, el violinista,
que se lo pasó en grande los noventa años que vivió,
desafiando la cellisca a pecho descubierto,
bebiendo, alborotando, sin pensar nunca en la mujer ni en la
familia,
ni en el dinero, ni en el amor, ni en el cielo?
¡Míralo!, recordando las antiguas comilonas,
las carreras de caballos de antaño en Clary’s Grove,
lo que dijo una vez
Abe Lincoln en Springfield.
Publicado por: Galaxia Gutenberg
Colección: Serie Mayor
ISBN: 978-84-10317-31-4
Publicado: 29/01/2025
Páginas: 696
Precio: 28€
ISBN: 978-84-10317-31-4
Publicado: 29/01/2025
Páginas: 696
Precio: 28€
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