Mi vecino ocupa todo el reposabrazos y no movería el brazo aunque amenazaran con cortárselo. El joven que tengo delante ha puesto la mochila en el suelo, entre las piernas, y me obliga a mantener retraídas las mías, que apenas encuentran sitio donde colocarse. El que tengo en diagonal se ha dormido apoyado en la ventanilla y ronca vigorosamente. Los de detrás hablan (de banalidades) como si estuvieran a metros de distancia (o fuesen duros de oído). En el grupo de asientos que está a mi lado, una mujer escucha en el móvil el sermón de un predicador sudamericano que pregona las virtudes de trabajar duro para hacerse merecedores de la gloria de Dios. Delante de ella, otra mujer contraprograma al predicador hablando ella, por el móvil, del novio de su hermana, que se ha portado como un guarro con la pobre Ana María. Una tercera mujer ha desenfundado una bolsa de patatas, que cruje ferozmente, y se zampa una a una todas las chips del paquete, masticándolas con la boca abierta. El cuarto ocupante del cuadrilátero está muy gordo y apenas le deja espacio a la feligresa del pastor venezolano, que encuentra en el apóstol la abnegación necesaria para soportar la estrechez y la grasa. Quien está de pie a mi lado no se ha duchado hoy (y seguramente ayer tampoco). El que está a su vera luce unos tatuajes repulsivos en el cuello (y supongo que en el resto del cuerpo, pero eso, por suerte, no puede verse). Más allá, un grupo de jovencitas garla con pimpante despreocupación, sumando sus voces erizadas de “¡tía!” y “random” a la algarabía general. Por entre el gentío, pasa una argentina (o uruguaya) que vende unas plaquettes de poesía a un euro el ejemplar (si compras dos, uno y medio). Cuando un viajero hace ademán de rechazarlo, ella le aclara: “Son versos”; entonces el candidato corrobora sus sospechas y lo rechaza aún con más firmeza. Tras la argentina, pasa otro trenseúnte con la mochila a la espalda, arrasando con el bártulo cuanto encuentra a su paso. Más allá, dos jóvenes se sientan en el suelo del vagón, debajo del cartel que prohíbe sentarse en el suelo en el vagón (uno de ellos se separa el pantalón de la entrepierna al hacerlo). En una parada, dos seguratas que hacen la ronda por las estaciones desisten de subir al tren abarrotado. Sí lo hace una anciana, con una muleta, que progresa dificultosamente hasta nuestros asientos y tiene que pedirle al joven de la mochila en el suelo (que la ha visto sin mostrar ninguna reacción discernible) que le ceda el asiento. El adolescente lo hace golpeándome una de las piernas retraídas con la mochila cuando la levanta del suelo (el espacio que gano vuelvo a perderlo, ahora en favor de la señora necesitada y su muleta). En otra parada, sube otro sudamericano, que se abre un hueco entre la encajonada multitud, también con dificultad (pero la necesidad apremia), y ataca con brío admirable “Cielito lindo y querido”. Después se abre camino por el vagón, como lo ha hecho pocos antes su coterránea, la poeta vendedora, paseando una gorra arrugada que aflora de la multitud irremediablemente vacía. Otra vecina, más allá, pasa de un insólito silencio a una cháchara excitada: acaba de recibir una llamada por los auriculares que le adornan las orejas como zarcillos de plástico. Unos niños no dejan de joder, ante la reprobación resignada —e inútil— de su cuidadora. Alguien, en algún lugar, estornuda como una ametralladora. Veo, por sobre las cabezas, una cresta escarlata. Pasa un viajero con un perro, que va dejando babas y pelos en todos los tobillos (por fortuna, no en los míos, que siguen retraídos debajo del asiento). Una pareja de novios discute. Una pareja de compañeros de trabajo habla lánguidamente de su trabajo. Yo paso las páginas del libro que leo procurando no molestar al que se ha colocado, de pie, a mi lado y que, a cada golpe del tren, parece ponerme la entrepierna más cerca de la cara. La señora casi impedida se levanta y se marcha, muy trabajosamente, y ocupa su lugar una joven vestida de riguroso negro, con un gorro esquimal que le cubre casi toda la cara; lo poco que no está tapado queda cubierto por unas enormes gafas de sol y unos ariscos mechones rubios que le cuelgan como estalactitas del interior de la capucha inuit (por fin puedo estirar un poco las piernas). Muchas gente mira el móvil; casi todo el mundo mira el móvil. Un obrero aún con el mono de trabajo manchado de grasa no mira el móvil; su mirada se dirige pesadamente, con reprobación, al mundo. En el otro extremo del vagón creo haber visto a alguien que leía un libro, como yo; quizá, si se encontraran nuestros ojos, cruzaríamos miradas de complicidad y reconocimiento, como dos miembros de una sociedad secreta, dos disidentes de la tiranía imperante o dos espías de un mismo país en una país extranjero. Una joven almuerza una ensalada de pasta, que huele mucho a comino, de un táper rosa que sostiene en el regazo. Hay quien escucha música por unos auriculares parecidos a los que se usan en las emisoras de radio, y uno oye la música con él (y hasta reconoce la letras de las canciones). A aquel le canta el aliento. La mirada de aquel otro irradia tristeza. Alguien se ha tirado un pedo. Ah, la humanidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario